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El movimiento estudiantil chileno: de la lucha por la educación al estallido social del 2019
The chilean student movement: from the struggle for education to the social outbreak of 2019
Contenciosa
Universidad Nacional del Litoral, Argentina
ISSN-e: 2347-0011
Periodicidad: Anual
núm. 11, e0006, 2021
Recepción: 22 Julio 2021
Aprobación: 06 Septiembre 2021
Resumen: En este artículo analizamos el desarrollo y los cambios del movimiento estudiantil universitario y secundario desde la década del 90 hasta el 2020 dividido en tres periodos: su rearticulación en el contexto de la posdictadura (1990-2010), desde la lucha por la educación gratuita el año 2011 al movimiento estudiantil feminista del 2018 y finalmente su el rol en el estallido social de octubre del 2019. En términos analíticos, se utiliza la teoría del proceso político, perspectiva que permite conectar la acción colectiva con la arena política. Como hipótesis, se sostiene que la revuelta popular del 2019 no puede entenderse sin la impugnación del movimiento estudiantil, puesto que este irá develando, en distintos momentos, las fisuras del modelo educacional chileno como del modelo económico y político heredado de la dictadura de Pinochet, dando cuenta con ello de su potencial democratizador.
Palabras clave: Movimiento estudiantil, Educación gratuita, Feminismo, democratización.
Abstract: In this article we analyze the development and changes of the university and secondary student movement from the 90s to 2020 divided into three periods: its rearticulation in the context of the post-dictatorship (1990-2010), from the fight for free education (2001) to the feminist student movement (2018), and the role of the movement in the social outbreak of October 2019. In analytical terms, we use the theory of the political process, a perspective that allows connecting collective action with the political area. As a hypothesis, it is argued that the popular revolt of 2019 cannot be understood without challenging the student movement, because this will reveal, at different times, the fissures of the Chilean educational model as well as the economic and political model inherited from the Pinochet dictatorship, and with it, revealing its democratizing potential.
Keywords: Student Movement, Feminism, Free Education, Social Outbreak, Democratization.
Introducción
El movimiento estudiantil, por medio de los distintos actores que lo componen, ha sido un protagonista relevante de la historia social y política de Chile durante gran parte del siglo XX[1]. Pero es luego del fin de la dictadura, y ante el retroceso de varios actores otrora relevantes de la conflictividad nacional, que adquiere una importancia sustancial. Así, después de un proceso de recomposición de la organización estudiantil durante la década del 90, irrumpe constantemente en el siglo XXI mediante distintas expresiones y en oposición a las políticas neoliberales en el plano educativo impuestas durante la dictadura, que persistieron y se profundizaron durante los gobiernos democráticos sucesivos[2].
De esta forma, al observar el desarrollo de este movimiento desde una perspectiva de mediano plazo, es posible identificar, con cierta continuidad con la acción colectiva de los 90, un proceso de desarrollo político, programático y de articulación de actores que se inicia a partir de los años 2000 en adelante, alcanzando sus expresiones más visibles en los años 2001, 2005 y 2006[3]. En estos hitos contenciosos, estudiantes secundarios y universitarios, adquirieron cierta experiencia en el desarrollo de sus procesos de movilización hasta llegar el año 2011, momento que consolidó a un movimiento social por la educación que además se impuso como uno de los más masivos e influyentes de la posdictadura[4].
El año 2011, además, representó un hito significativo en la evolución del movimiento estudiantil, pues desde esta experiencia adquirió de forma más evidente un potencial democratizador de la sociedad chilena, acentuando una ruptura en el sentido común neoliberal predominante en el país desde de la formulación de demandas como el “fin al lucro” y la “educación gratuita”, contribuyendo al reconocimiento de la educación como un derecho social[5]. Sostenemos así que el denominado “estallido social chileno del 2019” no puede entenderse sin revisar el desarrollo e impacto del movimiento estudiantil de las últimas dos décadas, particularmente desde el año 2011 en adelante.
En tal sentido, el presente trabajo analiza el ciclo de movilizaciones estudiantiles desde los 90, con énfasis en el movimiento universitario, pero complementando este proceso con ciertos hitos contenciosos del movimiento secundario, hasta arribar a las protestas de octubre del 2019. Así, desde el 2011 identificamos la existencia de un momento distinto en la evolución sociopolítica del movimiento educacional, que podemos vincular con los procesos desencadenados por la revuelta social chilena del año 2019, proveyéndonos de determinadas coordenadas que nos permiten entenderlo. Entre ellas destacamos que es desde los espacios estudiantiles, con un claro componente juvenil, en donde se inicia la ruptura que desencadenó una revuelta social en Chile. Proceso en el que además irrumpen otros movimientos significativos, que ya venían actuando con anterioridad[6], a la vez que se hizo patente un proceso de repolitización de la sociedad chilena como del debate público[7]. Por otra parte, reconocemos que el movimiento estudiantil no operó aislado de otros actores políticos, ya que fue un espacio donde interactuaron directamente con ellos y desde el cual se configuraron incluso referentes para la renovación de los partidos políticos nacionales.
Por lo anterior, desde el punto de vista analítico, nos basamos en la propuesta teórica del proceso político para el análisis del movimiento estudiantil, enfoque que conecta la arena política institucional con la acción contenciosa. Así, la acción colectiva se convierte en contenciosa cuando esta es utilizada por actores que carecen de acceso regular a las instituciones, impulsando demandas y procesos de reforma que podrían llegar a constituir una seria amenaza para otros actores políticos u oponentes institucionales[8]. A partir de esto, esta perspectiva se ha centrado en tres dimensiones para analizar la dinámica de los movimientos sociales: la estructura de oportunidades políticas, las estructuras de movilización y los marcos de acción colectiva.
Con relación a las oportunidades, importa el contexto de intervención de los movimientos, así como los eventuales cambios institucionales, en la medida que pueden generar determinados incentivos exógenos para el surgimiento de los movimientos sociales. Sin embargo, igualmente estos pueden generar sus propias oportunidades y poner al descubierto la debilidad del adversario[9]. Las estructuras de movilización, por su parte, aluden a las organizaciones formales o informales a través de las cuales los ciudadanos se implican en la acción colectiva y pueden adherirse a los objetivos del movimiento. Ciertamente, no cabe equiparar el movimiento con su dimensión organizacional, aunque sin esto difícilmente puede haber algún catalizador de la mantención del ciclo de protesta. Finalmente, los marcos de la acción colectiva aducen a la construcción de significados compartidos entre los participantes, forma que puede variar según el desarrollo temporal y la estrategia que adopten[10].
Por último, destacamos el potencial democratizador de los movimientos sociales señalado por Rossi y Della Porta, quienes advierten la importancia de los movimientos sociales y los ciclos de protesta en el proceso dinámico, contingente y contencioso de formación de la democracia[11]. De esta forma, nuestra perspectiva de análisis considera revisar el desarrollo del movimiento estudiantil chileno de los últimos años, en relación con los actores políticos institucionales, en donde evaluamos que este asume un rol significativo en los procesos de democratización y transformación de la sociedad chilena en el marco de su historia reciente.
El movimiento estudiantil durante la posdictadura, 1990-2010
Luego del fin de la dictadura en Chile quienes asumieron la conducción del país fue la Concertación de Partidos por la Democracia (Concertación), bloque político de centroizquierda que se mantuvo en el poder durante dos décadas. Este proceso transicional, mantuvo varios enclaves autoritarios en tanto herencias de la dictadura, tales como el modelo económico neoliberal y la Constitución Política, haciéndose patente con la privatización de servicios públicos, como la previsión social, la salud y la educación, los cuales no se modificaron mayormente durante estos gobiernos[12].
Esto es fundamental, pues al asumir la Concertación se instala la narrativa de la democracia en la medida de lo posible, una forma de entender la política en términos de gobernabilidad, estabilidad y consenso, evaluando críticamente las divisiones políticas del pasado que llevaron al quiebre democrático. La competencia política se restringió, por medio del sistema electoral binominal, a las coaliciones de la Concertación y la derecha, proyectándose así los consensos de los bloques de poder dominantes, a la vez que se desplazó cualquier disonancia social o política por el temor a una regresión autoritaria.[13]
El contexto en el que desenvolvió el movimiento estudiantil fue a todas luces desfavorable en términos de oportunidades políticas para la acción colectiva. Los procesos privatizadores, sobre todo en el ámbito universitario, se mantuvieron durante el periodo democrático, generándose una permanente crisis de financiamiento de las casas de estudio y de déficit en los créditos universitarios para el acceso a la educación superior[14]. El movimiento universitario, organizado en la histórica Confederación de Estudiantes de Chile (CONFECH) y que tuvo un papel opositor relevante contra la dictadura de Pinochet, colapsó entre los años 93-94 ante la falta de autonomía de sus dirigentes —muchos de ellos pertenecientes a partidos concertacionistas—, a la vez que se suscitaron casos de corrupción que provocaron el quiebre de varias estructuras estudiantiles[15]. El movimiento secundario, organizado en la Federación de Estudiantes Secundarios de Santiago (FESES), también perdió protagonismo, siendo algunos de sus dirigentes cooptados por la nueva administración de gobierno[16]. Así, este no recuperó la relevancia que alcanzó en su lucha contra la dictadura durante esta primera etapa democrática, siendo a la postre reemplazado por otras orgánicas entrando al nuevo milenio. A pesar del desfavorable contexto del movimiento estudiantil, su resurgimiento estuvo acompañado de esta misma disgregación de sus organizaciones.
Durante la primera mitad de los 90, aparecieron nuevas organizaciones universitarias de carácter asambleario y horizontal denominadas como “colectivos”, cuya construcción no se siguió de militancias políticas predefinidas ni del todo adheridas a las militancias convencionales de la izquierda[17]. Como parte de dicho proceso reconstructivo emergió una nueva identidad conocida como la SurDA, organización política que promovió el autonomismo de las luchas subalternas frente a los partidos políticos tradicionales, la cual logró disputar el liderazgo de las federaciones universitarias[18]. Otro actor político relevante fueron las Juventudes Comunistas, articulada como una fuerza política opositora a los gobiernos concertacionistas en los 90 y que, de modo similar a la SurDA, también apostó por estas nuevas lógicas asamblearias[19]. Con ello, la izquierda en las universidades se adaptó a las emergentes lógicas organizativas con el propósito de disputar los liderazgos federativos y reconstruir sus orgánicas universitarias. Estas identidades políticas resultan clave para entender tanto el proceso de reconstrucción como el desenvolvimiento posterior que tuvo el movimiento universitario, pues ambas permanecen incluso hasta nuestros días, demarcando la tendencia de los liderazgos de izquierda en las federaciones estudiantiles. Por su parte, la Concertación si bien volvió a liderar federaciones universitarias en distintos momentos, no alcanzó el protagonismo que tuvo a inicios del 90, ni tampoco en otros hitos contenciosos relevantes[20]. Mientras que la derecha universitaria, articulada alrededor del gremialismo, tampoco incidió sustantivamente en el movimiento universitario[21].
Las protestas estudiantiles volvieron al escenario político en este periodo, contra intentos parciales de privatización y en los momentos de negociación de los déficits de los créditos universitarios. La lucha estudiantil se presentó disgregada y con escasa articulación entre las universidades, proceso que se ha evaluado como paliativo, corporativo y defensivo,[22] pero que comenzó a superarse parcialmente con la reconstrucción de la CONFECH y la refundación de varias federaciones universitarias entre los años 96-97. En este momento reaparecieron las protestas estudiantiles contra la Ley Marco, con lo cual los estudiantes volvieron a ser una voz relevante en la contienda política. En este contexto, los universitarios instalaron una evaluación crítica del estado de las casas de estudio, diagnosticando la crisis de la educación pública arrastrada desde la dictadura y apostando a la democratización de sus planteles[23].
En este escenario, la Concertación buscó levantar instancias paralelas a la CONFECH, mediante herramientas como la Confederación de Federaciones de Estudiantes del Sur (CONFESUR) durante el 97, con lo cual pretendió aislar a la CONFECH y llegar a acuerdos con el Ministerio Nacional de Educación (MINEDUC)[24]. Esto es importante, pues nos demuestra que el movimiento universitario no fue un actor unitario, sino que se mantuvo cruzado por distintas tensiones políticas y relaciones de poder de diversos actores, siendo este un aspecto que no se puede omitir en este momento ni posteriormente.
Así, y como se indicó, la reconstrucción del movimiento estudiantil universitario se caracterizó por ser un proceso defensivo, corporativo y con escasa articulación política con otras demandas exógenas a este. No obstante, esta característica respondió no solo a su propia estrategia, sino que más bien al contexto en el cual se insertó. Las oportunidades políticas durante esa década fueron adversas para la acción colectiva en general, con un panorama de baja conflictividad social producto de la desarticulación de grupos sociales subalternos previo a la transición[25], pero que de igual manera volvieron a la palestra pública con el diagnóstico de crisis de la educación. El movimiento se autonomizó de la Concertación ante las intervenciones desarticuladoras, resistiendo los embates privatizadores, cuyas demandas no encontraron canalización ni representación directa por parte del sistema político. Por lo anterior, se ha indicado que la lucha del movimiento universitario se presentó como una verdadera anomalía política de la transición[26].
No obstante, ad-portas del nuevo siglo, el liderazgo de la Concertación comenzó a fisurarse en las elecciones presidenciales del 99, disputa en donde la derecha compitió a la par de la centroizquierda, develando con ello signos de agotamiento de su proyecto político[27]. A pesar del sostenido crecimiento económico y la estabilidad política alcanzada, esta alternativa no tuvo la misma repercusión en el sentir de la población. Paralelamente a esto, comenzó a manifestarse una incertidumbre y malestar social latente en la ciudadanía producto de los procesos neoliberales en curso en temáticas como la vida cotidiana, el trabajo y la seguridad social[28], el cual se volvió evidente en las siguientes dos décadas. Estas características delimitaron un nuevo escenario para las elites políticas, pero también influyeron en el carácter más ofensivo que adquirió el movimiento estudiantil.
El movimiento secundario volvió a la escena política en el 2001 a través del hito contencioso conocido como el “mochilazo” ante el alza del pase escolar, que si bien fue breve más sustantivamente lo fue para la reorganización del movimiento secundario, en donde la antigua FESES fue reemplazada por la Asamblea de Estudiantes Secundarios (ACES) [29]. Por su parte, los universitarios se movilizaron en el 2005 contra el Crédito con Aval del Estado (CAE)[30], que buscó reemplazar el Fondo Solidario para el financiamiento de la educación superior. El proyecto del CAE fue obturado por parte del movimiento, pero solo para las instituciones públicas, más no así para las universidades privadas, por lo que se convirtió rápidamente en una ingente fuente de endeudamiento, sobre todo para los grupos de bajos ingresos[31].
Estos eventos son fundamentales para entrever las mutaciones en la dinámica contenciosa del movimiento en comparación con la década del 90. Se mantuvo el diagnóstico crítico de la educación pública, aunque asimismo comenzó a fisurarse cierta narrativa referida a la educación como escalera de movilidad social según el mérito individual y el esfuerzo de las familias. El sistema educativo avanzó significativamente en financiamiento[32] y extensión de su cobertura, no obstante, se mantuvo la desigualdad y segregación para la educación básica como secundaria, a la vez que el CAE si bien permitió y facilitó el acceso a las universidades, fue a costa del endeudamiento bancario por parte de los estudiantes[33]. La narrativa del mérito o la igualdad de oportunidades comenzó a presentarse como una promesa incumplida, afectando las expectativas de un modelo socioeconómico exitoso. La movilización estudiantil en este sentido fue clave, pues ayudó a resquebrajar tal relato[34].
El año 2006 puede considerarse un punto de inflexión decisivo en términos de la acción colectiva estudiantil, como por los cambios que comenzaron a manifestarse en el sistema político. Ese año fue la llamada “revolución pingüina”[35], movimiento de estudiantes secundarios que presentó niveles de convocatoria y masividad sin precedentes desde el retorno a la democracia. El movimiento pingüino apuntó directamente a reemplazar la Ley Orgánica Constitucional de Enseñanza (LOCE), ley heredada de la dictadura que regula el sistema educativo. Las principales críticas a esta ley apuntaron en que esta entregaba prevalencia a la “libertad de enseñanza” por sobre el derecho a la educación, lo que habría posibilitado, entre otras cosas, el lucro y negocio de los sostenedores de establecimientos educacionales con respecto a la entrega de este derecho, junto con un menoscabo de su calidad. Se demandó así que fuera el Estado el único garante y administrador de la educación pública.
Asimismo, el repertorio de protesta se caracterizó, además de las masivas movilizaciones callejeras, por la toma o paralización de establecimientos educacionales, llegando a alcanzar 950 a nivel nacional y más 250 solo en la capital[36]. Así, tal como señala Sofía Donoso, el marco de acción colectiva de los estudiantes secundarios identificó el entramado neoliberal del sistema educativo como causa de su fracaso, y con ello reivindicó a la educación como un derecho social[37].
A pesar de esto, la acción contenciosa secundaria no pudo desactivar la estrategia dilatoria del gobierno con el Consejo Asesor Presidencial, instancia en la que participaron académicos, técnicos y secundarios y que reemplazó la LOCE por la Ley General de Educación (LGE) el año 2009. Esto sin embargo no representó una reforma sustantiva para los estudiantes, ya que se mantuvo el sistema que privilegiaba el derecho a la “libertad de enseñanza”, no regulando el lucro en la educación por parte de privados. Por estas razones, el 2006 se ha considerado como el preludio de las movilizaciones estudiantiles que se articularon el año 2011, pues se instaló una acentuada desconfianza hacia el sistema político en general, cuyas dinámicas generacionales juveniles no se correspondieron al miedo de la represión autoritaria que se extendió durante la década del 90.[38]
Del movimiento estudiantil al movimiento estudiantil feminista, 2011-2018
La acción contenciosa que emerge desde el mundo universitario el año 2011, demandando educación gratuita y de calidad, puede considerarse como uno de los movimientos que mayor impacto ha causado desde el retorno a la democracia, marcando un punto de inflexión relevante en la historia reciente del país[39], y que puede entenderse como el punto de llegada de un proceso general, a partir de la acumulación de experiencias movilizadoras que los actores estudiantiles adquirieron en años anteriores. En este mismo periodo también comenzó a emerger otra potente actoría social que tuvo como año clave el 2018 con la aparición del movimiento estudiantil feminista, cuya dinámica contenciosa removió a la sociedad chilena como a las instituciones educativas. En tal sentido, este periodo no solo se caracterizó por el protagonismo que alcanzó lo estudiantil en el escenario político, sino además por la aparición de nuevos liderazgos y por los cambios que se experimentaron al interior de la estructura política universitaria.
Con el surgimiento de la protesta del 2011, cabe remitirnos a la estructura de oportunidades políticas previas que la posibilitaron. En este caso, uno de los elementos más significativos fue la llegada de la derecha al gobierno con Sebastián Piñera en el 2010, quien se impuso a la Concertación por primera vez desde el término de la dictadura; triunfo que ha sido caracterizado más como el resultado del descontento con los gobiernos transicionales que por un apoyo efectivo al proyecto de la derecha[40]. Igual de relevante fue la protesta regional en contra del alza del gas en la Región de Magallanes y las movilizaciones surgidas contra el proyecto hidroeléctrico Hidro-Aysén. Ambos eventos resultan fundamentales para caracterizar las oportunidades políticas, puesto que el movimiento estudiantil del 2011 se inserta en un contexto de fuertes protestas hacia la gestión del ejecutivo, que hasta ese momento no había recibido cuestionamientos sustantivos desde la ciudadanía[41].
Por otra parte, un antecedente importante que se produce en los años previos se relaciona con la profundización de contenidos y la reactualización de propuestas que se realiza desde los actores universitarios, lo cual se materializó con la realización del primer Congreso Nacional de Educación el año 2009. Esta instancia, organizada por la CONFECH, convocó a diversos actores del mundo educativo con los cuales no existía un diálogo establecido hasta ese momento, todo esto con el objetivo de construir un horizonte programático común[42]. Lo significativo de esta instancia fueron las síntesis a las que arribaron, las que apuntaron a la construcción de propuestas específicas, como la defensa de la educación pública, la necesidad de una Nueva Constitución y un nuevo marco regulatorio de la educación que asegurara el financiamiento estatal hacia las instituciones[43].
Con estos antecedentes, la movilización estudiantil del 2011 se articuló inicialmente en torno a lo que se denominó como la “agenda privatizadora del gobierno”. Esta agenda correspondió a un paquete de medidas anunciadas por el entonces ministro de educación Joaquín Lavín que contenían los lineamientos del nuevo gobierno en materia de educación superior. Esto fue entendido como un cambio mayor dentro de un proceso de reformas neoliberales iniciado en 1981, con la Ley General de Universidades, que se orientó a reducir el rol de la educación pública, colocando el conocimiento al servicio del mercado y la educación privada[44]. Así, el primer petitorio articulado por la CONFECH postuló una serie de principios generales que sintetizaban demandas históricas relacionadas a la democratización y financiamiento de las universidades[45]. Sin embargo, las exigencias clásicas del movimiento relativas a la defensa de la educación pública, al poco andar se vieron sobrepasadas por la algidez y masividad que concitó el movimiento, proceso que instaló la demanda por la “educación gratuita, pública y de calidad” y la denuncia del lucro en el ámbito educativo[46].
El repertorio de la protesta estudiantil fue un elemento clave tanto en su emergencia como en su mantenimiento. El movimiento no so lo mantuvo las convencionales ocupaciones de planteles universitarios y multitudinarias protestas callejeras, sino que las conjugó con una diversidad de performances, flashmobs, cacerolazos, actividades deportivas y lúdicas, que permitieron acercar a la ciudadanía y a otros actores más allá de las orgánicas estudiantiles. Los universitarios lograron incluso convocar a cerca de un millón de asistentes a una jornada familiar en el Parque O’Higgins, evento que consolidó la existencia de un apoyo transversal a sus demandas. Entre los hitos que marcaron puntos de inflexión en el desarrollo de las movilizaciones, destaca también la protesta del 4 de agosto, puesto que revivió la memoria histórica de las jornadas de protestas en dictadura por la fuerte represión experimentada, y las jornadas de paro nacional convocadas por la Central Unitaria de Trabajadores (CUT) en conjunto con la CONFECH el 24 y 25 del mismo mes, en donde fue asesinado el estudiante secundario Manuel Gutiérrez por la policía[47].
La acción contenciosa abierta por la protesta estudiantil se extendió por todo el país, llegando incluso al 2012. El ejecutivo no fue capaz de canalizarla, aunque tampoco respondió satisfactoriamente a sus exigencias[48]. Esto debido a que la demanda de la lucha universitaria transitó hacia la educación gratuita, pública y de calidad, la cual solo era factible a través de una reforma profunda de la lógica privada del sistema, situación que el gobierno no fue capaz de asumir debido a sus posturas ideológicas[49]. Tampoco la oposición política, representada en ese minuto en los partidos de la Concertación, logró incidir en la protesta estudiantil, pues estaba instalada una profunda desconfianza hacia esta por su papel en la crisis educativa[50].
Para ese entonces, consideramos que la movilización estudiantil logró adquirir un potencial democratizador de la sociedad chilena, constituyéndose como un movimiento social transversal que cuestionó aspectos del neoliberalismo que se habían incorporado como parte de su sentido común. Así, las movilizaciones estudiantiles del 2011, a partir de la formulación de demandas como el “fin al lucro” o la “educación gratuita”, cuestionaron consensos del orden neoliberal al reconocer a la educación como un derecho social universal, lo cual influyó en generar rupturas con el sentido común neoliberal predominante en Chile hasta ese momento [51]. Pero si bien sus demandas estructurales no fueron atendidas por el gobierno, el impacto de estas trascendió más allá de lo esperado en sus inicios, repercutiendo en las proyecciones políticas de este movimiento.
Lo acontecido el año 2011 puede considerarse como parte de una ofensiva política en ascenso del movimiento estudiantil, con exigencias que fueron más allá de su carácter defensivo como corporativo. Lo último, debido a que al levantar banderas que apelaban a problemas transversales de la sociedad como el endeudamiento y la falta de responsabilidad del Estado en la promoción de derechos sociales, convocaron a un número más amplio de actores. Entre ellos destacaron los estudiantes secundarios, la CUT, el Colegio de Profesores, la Asociación Nacional de Empleados Fiscales (ANEF), universidades privadas y rectores de universidad públicas, entre otras, así como la misma ciudadanía[52]. De esta manera, el movimiento profundizó el diagnóstico crítico de la educación pública, sobrepasando la convencional demanda por el déficit de financiamiento e instalando la gratuidad universal como una exigencia indiscutida en la agenda pública, y con ello redefiniendo sus propios marcos de acción colectiva.
Un elemento adicional que enfatizar, alude a las tensiones instaladas en este proceso respecto al rol de los partidos. Si bien históricamente se puede rastrear la presencia de militantes de partidos dentro del movimiento estudiantil, destacando en un inicio la conducción del partido comunista[53], estos, que hasta los primeros meses del año 2011 habían trabajado sin mayor competencia en las universidades, comenzaron a verse desafiados en torno a la conducción del movimiento por otras organizaciones políticas de izquierda, quienes objetaron lo que consideraban una política moderada en sus contenidos programáticos[54]. De este modo, se hicieron perceptibles divisiones al interior del movimiento, al comenzar a articularse una oposición a la conducción por parte de otras fuerzas políticas con expresión en los espacios estudiantiles[55].
Esto es fundamental, pues la presencia de las Juventudes Comunistas jugó un rol relevante dentro de este movimiento, permitiéndoles posteriormente sumarse a la articulación de una nueva mayoría política y que buscaron proyectar a través de un programa de gobierno con otras fuerzas políticas de la ex Concertación a partir del 2013. A esta nueva alianza también se sumó Revolución Democrática (RD), nuevo partido de izquierda liderado por exdirigentes estudiantiles. Por otra parte, el otro trayecto del movimiento universitario y que disputó la conducción hegemónica de los comunistas, se articuló alrededor del denominado “Bloque de Conducción”, entre los años 2012-2015. Este se convirtió en un potente liderazgo en las federaciones estudiantiles, buscando con ello mantener la lucha estudiantil, representando la oposición movimiental hacía el nuevo gobierno y desplazando así a los comunistas de los principales liderazgos federativos[56].
En este camino, varios exdirigentes estudiantiles, tanto de los que se integraron al gobierno de la Nueva Mayoría como del Bloque de Conducción, asumieron roles en las disputas electorales nacionales de los años siguientes. De este modo, los movimientos que formaron parte del Bloque de Conducción integraron el Frente Amplio en el 2017, conglomerado político articulado en conjunto con otros partidos, proceso al que también se integró RD, y que como nuevo referente político tuvo un desempeño electoral relevante en las elecciones presidenciales y parlamentarias del mismo año. No obstante, no hay que suponer estas apuestas electorales como un devenir propio del movimiento, puesto que aún persistía una fuerte desconfianza hacia los partidos, incluso de los candidatos que promovieron las demandas del estudiantado[57]. Con todo, a la par de esto comenzó a emerger otro importante movimiento al interior de las universidades que modificó la identidad como el peso político de las orgánicas universitarias con el movimiento estudiantil feminista del 2018 y su demanda por una “educación no sexista”.
La lucha feminista, que estalló el año 2018 en Chile, madura a partir de un larvado y cada vez más activo movimiento feminista entrando al nuevo milenio. Por un lado, podemos dar cuenta de la emergencia de una serie de movilizaciones de distinta intensidad y masividad que irrumpen a partir del año 2007 con relación a los derechos reproductivos, la despenalización del aborto y de la violencia contra las mujeres[58]. Hitos contenciosos que, a partir de las protestas en Argentina a propósito de la consigna “Ni una menos” del año 2015, derivaron en un movimiento transversal en Chile[59]. Por otro lado, entre los años 2010 y 2011, en las universidades comenzaron a masificarse las denominadas Vocalías y Secretarías de Género como una diversidad de colectivos feministas y de disidencias sexuales. Estas instancias resultan clave para entrever los conflictos al interior de los planteles universitarios, puesto que hicieron patente un desoído malestar relativo a actitudes sexistas normalizadas, tales como el acoso y abuso en estos espacios, levantando protocolos contra estas conductas, así como denunciando prácticas machistas degradantes[60].
No obstante, fue en el 2014 que se consolidó la demanda por la “educación no sexista” en el marco de un congreso nacional de estas Vocalías y Secretarias de Género, en donde además de promover la construcción de protocolos contra el acoso, se apuntó a transformar los currículos educativos como la misma institucionalidad universitaria. Una característica gravitante de este proceso es que, además de nutrirse de un potente movimiento feminista nacional e internacional, las orgánicas que surgen de este proceso no siempre lo hicieron vinculadas a las estructuras universitarias. En este caso, las mismas federaciones universitarias. El movimiento feminista en las universidades muchas veces se presentó como una alternativa a las orgánicas estudiantiles, en la que, erigiendo sus propias estructuras de movilización, cuestionaron a las dirigencias universitarias por relegar la impronta feminista como una temática secundaria, develando así una política en clave masculina al interior del movimiento universitario[61].
Propiamente tal, el así llamado “tsunami feminista” comenzó en abril del 2018, primero en algunas universidades para luego extenderse por casi todas las casas de estudio del país, incluyendo algunas instituciones secundarias. En todos los casos, el reclamo apuntó hacia la negligencia de las instituciones educativas, dando cuenta de prácticas patriarcales, como el acoso o el abuso hacia las estudiantes[62]. Asimismo, este tsunami también buscó integrar otras demandas relacionadas con la exigencia del nombre social de hombres y mujeres trans en las credenciales universitarias, la precarización laboral de las mujeres y la demanda por el aborto libre, seguro y gratuito[63]. Con ello, el movimiento dio cuenta de que su lucha no era en exclusivo contra la desidia de las autoridades universitarias, integrando una serie de temáticas económicas, políticas y culturales que afectaban a la comunidad universitaria y a la sociedad en su conjunto.
Acá, es importante detenerse tanto en las estructuras de movilización como en la incidencia de movimientos o partidos políticos que emergen, puesto que presentan algunos aspectos que difirieron de la acción contenciosa universitaria hasta este momento. Como se indicó, el movimiento feminista que emerge desde lo estudiantil no respondió del todo a las federaciones universitarias, erigiendo su propia instancia de coordinación mediante la Coordinadora Feminista Universitaria (COFEU). Asimismo, se modificaron las prácticas asamblearias a través de nuevos espacios de coordinación por medio de asambleas por facultad o universidad, cuya participación en muchos casos excluyó a hombres heterosexuales (práctica que también se ha denominado como “separatismo”), con el objetivo de relevar el protagonismo de las mujeres[64].
Mientras que en sus repertorios de acción además de las clásicas marchas callejeras como las tomas de las casas de estudio, se adicionaron disruptivas performances, como el protestar con el rostro cubierto y los torsos desnudos, con el objetivo de desafiar la cosificación sexual del cuerpo femenino[65]. Estas protestas en general, a diferencia de otras manifestaciones estudiantiles, se caracterizaron por su carácter pacífico, aunque claramente polémicas y disruptivas[66].
Sin embargo, a diferencia del 2011, este movimiento no tuvo movimientos o partidos políticos que lo liderasen. En este escenario, las diputadas del Frente Amplio y de la Nueva Mayoría apoyaron a las estudiantes levantando el proyecto de ley del aborto libre, seguro y gratuito[67], así como demandas relativas a las brechas salariales, el matrimonio igualitario, entre otras. No obstante, el Frente Amplio fue igualmente impugnado en las universidades[68]. Así, el movimiento feminista se hizo sentir con fuerza en las elecciones de federaciones del 2018, donde gran parte de sus presidencias fueron ejercidas por mujeres[69]. Ese mismo año además fue electa Emilia Schneider, la primera mujer transgénero en presidir la FECH, dando cuenta con ello tanto del impacto como del cambio político-cultural que el movimiento alcanzó en las universidades.
Frente a esto, podemos afirmar que el movimiento feminista estudiantil alcanzó claramente un potencial democratizador de la sociedad chilena, puesto que tendió tanto a resquebrajar prácticas y discursos machistas y sexistas anclados en esta como en las universidades, al mismo tiempo que integró demandas que fueron más allá de sus exigencias corporativas. El movimiento estudiantil feminista fue un movimiento transversal, que, si bien tuvo como actor político protagónico a las estudiantes, catalizó un potente movimiento social y que muy bien puede ser comprendido como un preludio de lo que vendría con el denominado estallido social del 2019. El movimiento feminista no emergió aislado del movimiento estudiantil, sino que modificó el marco de acción colectiva de este presentándose como un movimiento estudiantil feminista[70].
No obstante, este movimiento también modificó las relaciones entre acción colectiva y estructuras de movilización. Desde la década del 90 hasta el 2015, es claro no solo el rol que jugaron los partidos y movimientos políticos de izquierda en la conducción de las federaciones universitarias, sino que además la relación sinérgica entre la CONFECH como estructura de movilización y el movimiento estudiantil como espacio de disputa política. El movimiento feminista estudiantil presentó rasgos que escaparon a esta vinculación, pues articuló sus propias estructuras de movilización. De hecho, las tomas feministas universitarias se bajaron en la medida en que se resolvieron sus petitorios por facultad o universidad, sin petitorio único a nivel nacional, respondiendo a sus propias particularidades[71]. Por esta razón, este movimiento representó una inflexión clave en el movimiento estudiantil, en tanto modificó su identidad, demandas y la centralidad de las organizaciones universitarias.
El movimiento estudiantil ante el estallido social
El ciclo de protestas sociales originadas a partir de octubre del 2019 puede entenderse como uno de los acontecimientos más significativos en la historia reciente chilena. Desde el punto de vista del alcance democratizador que estas alcanzaron, se puede sostener que permitieron la apertura de un proceso constituyente inédito en el país. En tal sentido, el denominado estallido social hizo manifiesta una crisis estructural del sistema político-institucional y del Estado subsidiario, haciendo patente con ello un divorcio entre política y sociedad en el marco del neoliberalismo criollo[72].
Efectivamente, fueron los efectos del neoliberalismo en la sociedad chilena los antecedentes que explican el malestar que dio origen al estallido social chileno[73]. Esto, ante la contradicción evidente de un modelo que sostuvo un crecimiento económico manteniendo patrones de profunda desigualdad, desconectada de las necesidades ciudadanas[74]. De igual forma, fue cada vez más evidente la existencia de una crisis de la representación del sistema político. Como hemos revisado, las señales de malestar social derivadas de la desigualdad no son nuevas, manifestándose desde el retorno a la democracia, y con especial ocurrencia a partir del siglo XXI por medio de la expresión de distintos movimientos sociales, proceso del que los estudiantes, universitarios y secundarios, fueron claros protagonistas.
Por esta razón, no fue un elemento novedoso que estas protestas emergieran coyunturalmente ante la acción de los estudiantes secundarios luego del alza del precio del pasaje del tren subterráneo, terminando por convocar al conjunto de la sociedad chilena por demandas más profundas, constituyéndose el cambio de la Constitución Política como la más relevante de ellas. Sin embargo, cabe señalar que previo a la revuelta social de octubre se evidenciaron focos de radicalización de la protesta secundaria, particularmente en los liceos emblemáticos de la capital. Esto, en el escenario de la implementación de la denominada ley “Aula Segura”, proyecto emblemático del gobierno de Sebastián Piñera que fortalecía las facultades de los directores de establecimientos educacionales permitiéndoles expulsar a los estudiantes que se vieran involucrados en hechos de violencia, lo cual fue consignado por sus organizaciones como un mecanismo de criminalización de la protesta estudiantil[75].
En el año 2019 los actores estudiantiles tuvieron un protagonismo insistente a partir de distintos intentos de convocatoria a protestas sociales más amplias. El llamado a evadir el pasaje como forma de protesta ya había sido utilizado por los estudiantes secundarios[76], pero fue en esta oportunidad que adquirió masividad, incluso ante el aumento de la represión policial. A partir del 6 de octubre y durante las semanas siguientes, estos, a través de las redes sociales, volvieron a convocar a las protestas, sumándose a la convocatoria organizaciones como la ACES, la CONFECH y la Coordinadora Nacional de Estudiantes Secundarios (CONES)[77]. Así, el 18 de octubre se produjeron múltiples focos de evasión que derivaron en el desarrollo de masivas protestas en todo el país, a pesar de la declaración de Estado de excepción por parte del gobierno de Sebastián Piñera. De esta forma, la demanda del pasaje quedó desplazada ante la multiplicación de las exigencias ciudadanas y el malestar social desatado.
En este contexto, el gobierno optó por reprimir la protesta social, involucrando a las fuerzas militares en la gestión del conflicto. Sin embargo, las manifestaciones alcanzaron niveles insospechados, superando al actor estudiantil que las gatilló y convirtiéndose en un movimiento transversal y nacional. Así, es clara la oportunidad política que aprovechó la revuelta frente a las dificultades de parte del ejecutivo de reprimir las protestas y de responder a las exigencias ciudadanas, pero que tampoco encontró canalización directa a través de los partidos políticos ni de movimientos organizados como la CUT o la CONFECH, tal como en ocasiones anteriores había ocurrido.
En este escenario, los partidos políticos de oposición y las organizaciones en las cuales mantuvieron presencia intentaron de alguna forma canalizar el descontento y de responder a sus demandas. Una de las estrategias se articuló desde la denominada Mesa de Unidad Social (MUS), en la cual participaron las vocerías de las organizaciones estudiantiles junto a más de un centenar de organizaciones y movimientos sociales. Desde este espacio, se convocó a la realización de cabildos territoriales para discutir las demandas del movimiento a la vez que logró constituir un amplio petitorio en torno a los DD.HH., seguridad social, salud, educación, género, entre otras demandas[78]. Sin embargo, la más relevante fue la exigencia del cambio constitucional por medio de una Asamblea Constituyente, demanda que se articuló tanto desde las protestas espontáneas como de los espacios más organizados, cuestionándose así uno de los pilares fundamentales del modelo chileno.
Un punto de inflexión en este momento fue la convocatoria realizada desde la MUS y la CUT a un paro nacional el 4 de noviembre y luego a una huelga general el 12 del mismo mes[79]. Este último evento significó un cambio en el desarrollo de la protesta, pues a partir de este episodio el gobierno se abrió a la realización de un proceso constituyente, convocando a los partidos políticos con representación parlamentaria a la discusión y que terminó con la firma del “Acuerdo por la paz y la Nueva Constitución”[80]. Este polémico acuerdo fue relevante dentro del debate constituyente, debido a la inédita postura de la derecha quien cedió al cambio de Constitución, pero además porque algunos partidos no se hicieron parte de él, entre ellos el Partido Comunista y algunas fuerzas del Frente Amplio. Las razones de esto último fueron las limitaciones de origen de este acuerdo y la omisión de la reparación de las violaciones a los DDHH de las que en ese momento era acusado el gobierno. Acuerdo que además fue visto como un salvavidas nacido desde un espacio elitista a un gobierno agobiado por las movilizaciones y acusado de violaciones a los DDHH.[81]
No obstante, el acuerdo no paralizó las protestas ni contó con el apoyo de las instancias sociales organizadas, aunque sí marcó una diferenciación entre las posturas de cómo gestionar el conflicto. Desde la MUS todas las organizaciones -incluyendo las estudiantiles- lo rechazaron, tanto por no responder satisfactoriamente a las demandas de la ciudadanía, como por solo incluir a partidos políticos en este debate. Pero además la crítica se orientó a la exclusión de la posibilidad de un cambio constitucional por medio de una Asamblea Constituyente al establecerse condiciones de funcionamiento con un quorum de 2/3, lo cual también fue visto como una estrategia de amarre por parte de los partidos de la derecha, sumándose a ausencia de cuotas de género y para los pueblos indígenas. Por esto se insistió en el llamado a mantener las movilizaciones, apelando a la demanda por la Asamblea Constituyente[82].
A pesar de estas declaraciones, meses más tarde la mayoría de las organizaciones de la MUS, e incluso los partidos que se excluyeron de la firma inicial del acuerdo, se sumaron al proceso electoral por la alternativa de aprobar el cambio constitucional por medio de la Convención Constitucional, destacando en este sentido la convocatoria de las organizaciones estudiantiles universitarias agrupadas en la CONFECH[83], quienes levantaron sus propias campañas por esta alternativa. Sin embargo, el movimiento estudiantil no tuvo una estrategia unitaria respecto al plebiscito constitucional.
En el caso de la ACES, el llamado fue a mantener las movilizaciones, criticando el acuerdo por intentar “cerrar por arriba la revuelta popular”[84]. Es más, luego del rotundo triunfo del plebiscito en torno a la Convención Constituyente en las elecciones de octubre del 2020[85], la postura de la ACES no se modificó sustantivamente, cuya estrategia política apostó por situarse por fuera de la institucionalidad[86]. Sin embargo, el otro segmento de las organizaciones del movimiento estudiantil sostuvo su opción por incidir dentro de los espacios institucionales en conjunto con sostener las movilizaciones. Así, algunos exdirigentes del movimiento estudiantil promovieron sus candidaturas para elegirse convencionales constituyentes. Entre ellos Valentina Miranda, ex vocera de la CONES y militante comunista, quien resultó electa como la convencional más joven. También se sumaron Emilia Schneider de Convergencia Social y Daniel Andrade de RD, ambos exdirigentes de la FECH, quienes no fueron electos.
Como hemos revisado, fueron los estudiantes quienes siendo tributarios de una tradición movilizadora que se fortaleció desde el retorno a la democracia, tuvieron un rol destacado en el inicio de las protestas que dieron origen al denominado estallido social chileno. El repertorio de protesta de los estudiantes fue clave en tal sentido, incluyendo formas de acción directa y desobediencia civil contra las políticas del gobierno mediante el salto al torniquete, impulsada especialmente por los secundarios. No obstante, como se evidenció, el desenvolvimiento de las protestas superó por mucho la iniciativa estudiantil, convirtiéndose rápidamente en una revuelta popular que cruzó prácticamente todo el país. No por nada el hito contencioso del 2019 se denominó como un estallido social, develando así la falta de algún centro aglutinador definido.
Por otra parte, ciertamente se ha sostenido que las movilizaciones estudiantiles iniciadas el 2019 no significaron un cambio identitario significativo al interior del movimiento estudiantil chileno[87]. Empero, consideramos que estas sí dieron cuenta de algunas transformaciones que ya venían gestándose desde años anteriores, las que se consolidaron durante este proceso. Entre ellas destacan los cambios en las estructuras de movilización en tanto conductoras del movimiento que las organizaciones estudiantiles ostentaron en momentos anteriores, cuyas vocerías fueron reconocidas tanto por los estudiantes en general como por los gobiernos en tanto instancias de interlocución válidas. Luego de las transformaciones operadas en el marco de las movilizaciones feministas del 2018, las federaciones universitarias y la CONFECH, como espacios aglutinadores de la organización estudiantil, perdieron relevancia, siendo superadas por un movimiento social sin liderazgos reconocibles ni que tampoco respondió a las orientaciones de estas. Sin embargo, esto no significó que los estudiantes dejaran de ser actores relevantes dentro del movimiento social que se instaló, puesto que, a pesar de las diferentes estrategias políticas, el movimiento estudiantil asumió la impronta contenciosa del 2019.
Finalmente cabe señalar el impacto democratizador que las protestas estudiantiles provocaron en el conjunto de la sociedad chilena. La movilización del 2019 que escaló hasta convocar a la sociedad chilena en su conjunto logró abrir un proceso inédito en la historia republicana del país, el cual ha permitido terminar con uno de los enclaves autoritarios más relevantes legados por la dictadura militar, como lo es la misma Constitución Política. Desde este punto de vista, el movimiento estudiantil por su trayectoria general desde el retorno a la democracia puede ser considerado como uno de los más relevantes en la historia nacional reciente. Empero, esta particularidad del movimiento estudiantil debe de entenderse en un contexto de ascenso de la acción colectiva, en la que si bien los estudiantes han sido claros protagonistas, también lo han sido los movimientos feminista, territoriales, el No + AFP, entre otros, como de una repolitización del debate público[88].
Conclusiones
El movimiento estudiantil ha tenido distintas expresiones a lo largo de las últimas tres décadas, cuya trayectoria nos permite rastrear su evolución en términos de su impacto político y social, al mismo tiempo que nos permite identificarlo como uno de los movimientos sociales más importantes en el contexto de la posdictadura. Este ha tenido un rol democratizador relevante a través de distintos hitos contenciosos, cuestionando una y otra vez el déficit democrático del sistema político chileno, del Estado subsidiario, como de un modelo económico supuestamente exitoso, llegando incluso a iniciar la revuelta social de octubre del 2019.
En gran medida, el contenido de sus demandas logró instalarse dentro del sentido común ciudadano, en contraposición a ideas heredadas de la dictadura y que fueron sostenidas por los gobiernos posdictatoriales. Entre ellas destacamos la demanda por la educación superior gratuita, a partir de la concepción de la educación como un derecho social, frente a las políticas que sostuvieron a la educación como un bien transable en el mercado. Además, especialmente en el 2006 y 2011 evidenciamos que las demandas que se articulan desde el estudiantado superan sus rasgos corporativistas, ampliándose a exigencias que apuntaron al conjunto de la sociedad, con una clara intención democratizadora.
Por otra parte, consideramos que, si bien el movimiento estudiantil en el periodo revisado siempre mantuvo una estrecha relación con los partidos y movimientos políticos, insertándose y proyectando su política al interior de las distintas expresiones orgánicas estudiantiles, es a partir del 2011 en donde podemos evidenciar un momento de inflexión que derivó en la disminución de la influencia de los partidos políticos en su interior. Esta relación, si bien se mantiene estable hasta aproximadamente el 2015, decae significativamente en el 2018 en el marco de las movilizaciones estudiantiles feministas. Las organizaciones políticas no desaparecen del todo, pero sus relaciones terminaran por diluirse hasta hacerse patentes con la revuelta del 2019. En esta última, es clara la falta conducción de las orgánicas estudiantiles en general. Sin embargo, esto fue así no por debilidad de sus estructuras de movilización, sino que más bien por el carácter mismo de la protesta de octubre, la cual terminó siendo un estallido contra la totalidad del sistema, sin centro articulador definido[89].
Por último, destacamos el aporte de la perspectiva analítica utilizada, pues permitió identificar tanto el contexto de intervención como las oportunidades que los estudiantes aprovecharon para intervenir mediante la acción colectiva, siendo la más relevante la del 2011 en la medida en que resituó el protagonismo de los estudiantes a la vez que posibilitó incursiones políticas electorales. De la misma manera, el énfasis en las estructuras de movilización permitió caracterizar no solo las organizaciones estudiantiles y su rearticulación, sino que más fundamentalmente sus modificaciones, tal como ocurrió con la CONFECH y las coordinadoras feministas entre el 2011 y el 2018. En efecto, es a partir de estas particularidades que el movimiento estudiantil muta sus marcos de acción colectiva, que va de la defensa de la educación pública en el contexto del 90 hasta instalar la gratuidad como parte del debate público y, por supuesto, el feminismo, rasgo que se hizo patente en el 2018 y que aún se mantiene como parte de su identidad.
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