Artículos
Historia, temporalidad y ficción. Los 70’s a través de la literatura, una aproximación a “Vivir Afuera” de Fogwill y “Los Planetas" de Chejfec
History, temporality and fiction. The 70's through literature, an approach to “Vivir Afuera” by Fogwill and “Los Planetas” by Chejfec
Contenciosa
Universidad Nacional del Litoral, Argentina
ISSN-e: 2347-0011
Periodicidad: Anual
núm. 11, e0004, 2021
Recepción: 25 Septiembre 2021
Aprobación: 29 Octubre 2021
Resumen: El objeto de este texto está constituido por una serie de representaciones literarias producidas en el arco temporal de los años noventa en la Argentina. Siendo de particular interés los modos ficcionales de narrar la vida cotidiana, la memoria y, el espacio urbano en dictadura (1976-1983). Desde esa posición se busca explorar la construcción de historicidad y cifrar ciertas configuraciones de la memoria social emergentes en ese determinado contexto. Cómo y de qué manera puede pensarse la relación entre representaciones literarias, historicidad y memoria(s) en el contexto post dictatorial y más específicamente en la década del noventa en la Argentina.
Palabras clave: Representaciones literarias, Memoria , Historicidad.
Abstract: The goal of this text is stablished by a number of literary representations during the nineties in Argentina, with an special interest in the fictional ways in which everyday life, memory and urban space during the dictatorship (1976-1983) is narrated. From this starting point, we explore the historical construction and the configuration of social memory that emerges in this specific context. And how the relationship between literary representations, memory and historicity can be thought in the context post dictatorship, specifically during the nineties.
Keywords: Literary Representations, Memory , Historicity.
Cada
acontecimiento, en cuanto común e insignificante, se volvía así la partícula de
impureza en torno a la cual la experiencia condensaba, como una perla, su
autoridad.
Fuente: Infancia e historia, Giorgio Agamben
Literatura, realidad e historia
El objeto de este texto[1] está constituido por una serie de representaciones literarias producidas en el arco temporal de los años noventa en la Argentina. Siendo de particular interés los modos ficcionales de narrar la vida cotidiana, la política —y la militancia— en dictadura (1976-1983).
Desde esa posición se busca explorar la construcción de historicidad y cifrar ciertas configuraciones de la memoria social emergentes en ese determinado contexto.
Cómo y de qué manera puede pensarse la relación entre representaciones literarias, historicidad y memoria(s) en el contexto post dictatorial y más específicamente en la década del noventa en la Argentina.
Puntualmente, el trabajo analítico que aquí se despliega busca explicitar los modos ficcionales de poner el pasado en discurso, a través de ciertas obras literarias contemporáneas. Así, esta línea de trabajo propone, por un lado, historizar los modos de narrar la vida, las militancias políticas y las representaciones a través del análisis de los textos literarios, al mismo tiempo que da cuenta del contexto de los años noventa como un marco temporal específico de resignificación del pasado dictatorial.
Esta perspectiva ha sido desarrollada por François Hartog[2] en torno a la noción de “régimen de historicidad”, entendida como el conjunto de experiencias, discursos y conceptos que en una cierta coyuntura histórica operan significativamente en la constitución de una idea del tiempo. Así, un régimen de historicidad constituye la manera en que son articulados los tres registros del tiempo: pasado, presente y futuro. A partir del énfasis puesto sobre cada uno y de las formas específicas que adquiere dicho énfasis (el futuro como “salvación” o como “revolución social”, o el pasado como “derrota”, por poner algunos ejemplos) es posible caracterizar una cierta “manera de estar en el tiempo”. A fin de cuentas, la noción de “régimen de historicidad” constituye tanto una herramienta teórica como una condición histórica, con lo cual interrogar y explorar diferentes experiencias del tiempo en un esquema comparativo. Por otra parte, el “régimen de historicidad” no queda soldado a un archivo determinado, porque la historicidad es transversal a las prácticas sociales. Así, resulta posible explorar distintas temporalidades, construir hipótesis y pensar en ellas a partir de un mapa de objetos culturales que atraviesa múltiples textos y voces narrativas.
Partimos del hecho constatable de que la literatura es una ficción. Podría decirse entonces que se define en su oposición o en su divergencia con el mundo real, y por ello su estatuto de verdad estaría velado, la literatura no es ni verdadera ni falsa, es una creación, una invención.
Sin embargo, como ha escrito Juan José Saer[3]:
“Al dar un salto hacia lo inverificable, la ficción multiplica al infinito las posibilidades de tratamiento. No vuelve la espalda a una supuesta realidad objetiva: muy por el contrario, se sumerge en su turbulencia, desdeñando la actitud ingenua que consiste en pretender saber de antemano cómo esa realidad está hecha. No es una claudicación ante tal o cual ética de la verdad, sino la búsqueda de una un poco menos rudimentaria. La ficción no es, por lo tanto, una reivindicación de lo falso.”
La literatura, así como otras operaciones de construcción de sentidos sobre el pasado, plantea la necesidad de reconocer, como ya lo ha señalado Carlo Ginzburg la relación entre los modos narrativos y los relatos. Sin embargo, es posible examinar todas las configuraciones históricamente situadas en las que tienen lugar los intercambios, influencias y contraposiciones entre diversos modos de narrar el pasado. El desafío historiográfico consiste precisamente en llevar la cuestión al plano de los problemas concretos ligados a los procedimientos y los criterios de verdad en los que se fundamentan esos diversos relatos[4].
Si la historiografía constituye un modo de representación histórica que objetiva el pasado a partir de reglas y procedimientos específicos, el cine, el arte o la literatura construyen el pasado de acuerdo con sus propios criterios y entregan sobre él otro tipo de verdades[5]. Emerge entonces el interrogante sobre el problema de la relación entre literatura y realidad.
Precisamente en torno a ese eje se ha ordenado nuestro enfoque. ¿Qué y cómo pretenden representar estas novelas? ¿Qué estructuras y representaciones sociales emergen más allá de la narrativa ficcional?
En este sentido, explorar el contexto histórico de los años noventa desde la literatura supone abordar ese régimen de historicidad como espacio de elaboración de sentidos (en este caso del pasado reciente). Sostenemos que esto es posible en tanto habilita la posibilidad de elaborar una cartografía a partir de las representaciones literarias y las tensiones que éstas establecen con el régimen de historicidad del cual emergen, el de los años noventa.
Historia reciente y narración
Retomando aquellos planteos que percibieron tempranamente el cambio de siglo[6] se ha señalado que el año 1989 constituye un umbral en esa transición desde donde es posible percibir el cambio de paradigma. En ese camino, Traverso se ha preocupado por señalar que el sentido social asignado a términos como “revolución” y/o “comunismo” sufrió importantes desplazamientos, adquiriendo una transcendencia diferente y devaluada. Ya no designaron “una aspiración o un deseo” sino que evocaron un tiempo pasado, no necesariamente nostálgico, y que, al contrario de lo que sucede con términos como “mercado”, “empresa”, “capitalismo”, cobraron una carga negativa en el seno de una cultura y los imaginarios colectivos de la sociedad neoliberal. Así las utopías de emancipación colectiva y esa sensación de que el mundo estaba a punto de cambiar “se convirtieron en pulsiones individualizadas de consumo inagotable de mercancías”[7].
En la geografía del Cono Sur, esa temporalidad supuso ante todo el triunfo del neoliberalismo, aunque hay que señalar también que ese sendero fue en parte gestado desde la imposición temprana de las dictaduras que, entre otras cosas, supuso la clausura del ciclo de radicalización del movimiento obrero y la lucha armada que impregnaron las subjetividades y militancias setentistas. Así, el cambio de paradigma a nivel global acrecentó algunos trayectos ya iniciados y que continuaron reafirmándose en las décadas siguientes. De hecho, una frase muy recurrente de los organismos de Derechos Humanos (DDHH) resumía mucho de este aspecto en una consigna esclarecedora: “la dictadura terminó, el modelo continúa”.
La imposición de modos feroces de flexibilización laboral y el consumo de mercancías y bienes constituyen los pivotes centrales desde los cuales pensar ese espacio de experiencia que configuran los años noventa en la Argentina. Son los años de la masificación del consumo televisivo y también un nuevo punto de despegue de los movimientos de mujeres que para el año 1986 organizaba el primer Encuentro Nacional de Mujeres (ENM).
Sin embargo, hay que destacar que ese entramado nacional está también condicionado por el surgimiento —a través de múltiples manifestaciones— del interés por los sentidos políticos y sociales de la memoria y la experiencia militantes setentistas. En este sentido las declaraciones del ex Capitán de Corbeta Adolfo Francisco Scilingo, quien en 1995 rompió el pacto de silencio[8] de las Fuerzas Armadas (FFAA) y habló de “los Vuelos de la Muerte”[9], los aviones castrenses que arrojaban a la noche del Atlántico su carga humana de presos políticos: cuerpos vivos, desnudos y anestesiados, una confesión criminal que supuso también un punto de quiebre en las políticas por el reconocimiento de los crímenes del terrorismo de Estado.
Y por supuesto el enorme impacto que tuvo la aparición de la organización H.I.J.O.S. en el contexto del 20 aniversario del golpe, estableció un punto de inflexión en la trayectoria de las organizaciones de DDHH. Asimismo, la incorporación de la práctica de los escraches y otros elementos, configuran un nuevo momento de memoria social. No sólo porque supuso la incorporación de una nueva generación al árbol genealógico de las agrupaciones de familiares de detenidxs y desaparecidxs, sino porque trajo consigo un caudal de nuevas preguntas sobre la identidad política de las y los desaparecidos y también sobre su propia identidad. Recordemos que en 1984, gracias al avance en los estudios de ADN, Paula Eva Logares se convirtió en la primera nieta recuperada. Abuelas de Plaza de Mayo se constituyó tempranamente como una organización no gubernamental con una amplia red de apoyos militantes y políticos que compone una línea de intervención fundamental en la lucha de los DDHH que ha permitido que 130 jóvenes argentinxs recuperen su identidad.
En esta dirección, las narrativas que aquí ponemos en diálogo emergen de ese enjambre temporal en tanto representación, en tanto modo de configuración ficcional pero cifrando los modos subjetivos de la experiencia vital, el clima cultural, social y económico de la derrota política, al mismo tiempo que da cuenta de la consagración del paradigma de consumo neoliberal, pero también de la resistencia y lucha en clave de memoria.
Así, se pretende dar cuenta de la temporalidad social y los modos de narrar ese pasado setentista/dictatorial que fueron trazados en los años noventa. Hemos trabajado específicamente sobre puntos de anclaje de ciertas reflexiones fundadas en las articulaciones posibles entre literatura y memoria en las distintas temporalidades y espacialidades desplegadas en dos novelas Vivir afuera de Rodolfo Fogwill (1998) y Los Planetas de Sergio Chejfec (1999)[10]. Se trata en definitiva de reponer las articulaciones posibles entre narrativas, historia y memoria. Por ello, y sin pretender que la selección sea exhaustiva, sino buscando en la arbitrariedad del recorte reforzar el potencial de las obras elegidas, proponemos entonces un diálogo entre las temporalidades abiertas desde la literatura y la ficción.
En este sentido, se ha determinado como una marca de época de la literatura de post dictadura o Nueva Narrativa Argentina (NNA) un artefacto específico de memoria que propone otra sensibilidad —de manera innovadora— para dar cuenta del pasado, cuyo punto de partida es la derrota[11]. Se trata de una narrativa ágil, marcada por el humor (incluso el humor negro) y cierta experimentación bizarra, escrita para lectores no necesariamente académicos, por escritores con una sensibilidad acorde a la postdictadura. “La derrota es la perspectiva desde donde se construye el futuro o se observa el pasado”[12].
Vivir afuera, de Fogwill, se sitúa en los años noventa, en el paisaje que va y viene entre el conurbano bonaerense y la ciudad capital. Coincidiendo con la temporalidad de la escritura, de modo realista nos sumerge en la década menemista.
Mientras tanto, Los Planetas, de Chejfec, es un recorrido por una ciudad desde la voz del narrador S, quien busca recuperar la memoria de su amigo desaparecido M. Estas dos novelas son de particular interés en tanto se sumergen o están situadas en clave de lo que podríamos llamar los efectos económicos, culturales, sociales y políticos de la postdictadura. Es cierto que en una clave general todo artefacto de cultura está imbricado del mismo modo, pero tanto Vivir afuera como Los Planetas asumen desde perspectivas singulares dos cuestiones que son transversales para pensar “desde los noventa” la configuración de la memoria: el consumo y la búsqueda de la identidad. Los personajes de Vivir afuera establecen claras líneas de continuidad temporales que reclaman esa “vuelta al pasado” aunque solo sea para comprender la decadencia de su “propio presente” de desarraigo, soledad, marginalidad, como si el presente fuera el desagüe donde fue a parar toda la pudrición del pasado subterráneo.
En Los Planetas la trama se ordena espacialmente en torno a pocos elementos. La memoria, se va colando en la ciudad, como si la fuera llenando, abarcando.
Los años 90: Derrota y resistencia, identidad y presente infinito
Nos situamos entonces a partir de la enunciación de la pregunta sobre la experiencia vital, y más específicamente cómo es narrada desde la ficcionalidad. En ese margen narrativo donde historia y ficción tensionan sentidos, la experiencia humana, esa heterogeneidad caótica que es la experiencia contemporánea adquiere sentido. Aquello que, siguiendo a Garramuño, por definición está excluido de cierto tipo de relatos o registros que constituyen la esencia de las miradas más generales centradas en las estructuras y las dinámicas sociales y políticas, al mismo tiempo señala, paradójicamente, la vacancia existente en el campo de las experiencias ligadas a la política de lo sensible, todo ello que emerge en la literatura, que trabaja con y desde la realidad pero la trasciende[13].
Según cierta vertiente de la crítica literaria[14] lo contemporáneo señala un particular desajuste —una coincidencia y un desencuentro con el presente— que permite ver la luminosidad de nuestro tiempo y, a la vez, percibir su lado oscuro. Siguiendo esta interpretación, se señala que el campo cultural está definido por ese desarreglo temporal y tal vez por eso sea el mejor lugar para percibir lo contemporáneo. En ese sentido la literatura en tanto dispositivo temporal de las representaciones que evoca, se constituye en un artefacto idóneo para incursionar en aquellos márgenes donde las relaciones, los deseos, el amor, la muerte y, en un sentido general, la vida sucede más allá y más acá del horror de la dictadura. Es decir, incursiona en las posibilidades de dar cuenta de los modos en que los actores percibieron estos procesos: restos de lo real, como lo enunciara Giorgio Agamben[15], que han quedado al margen de las reflexiones históricas.
Un análisis a priori de ciertas obras literarias permite afirmar que existen representaciones de los diversos climas y percepciones del contexto dictatorial y la militancia setentista, vivencias y experiencias disímiles que se manifiestan a través de lógicas, temporalidades y dimensiones urbanas de distinta escala (pueblo/ ciudad- capital/ interior).
De igual modo, es posible percibir en cierta novelística la emergencia de una historicidad propia de los años del neoliberalismo, donde el presente narrado está fuertemente condicionado por la derrota (política, social, cultural) perpetrada en otro tiempo.
En efecto, el neoliberalismo y la derrota de las ideas revolucionarias son conceptos que se amalgaman uno en el otro y dan cuenta en su diálogo de lo que Reinhart Koselleck ha denominado “espacio de experiencia”[16].
El narrador de Vivir afuera es múltiple, son distintas voces que se cruzan en el paisaje del conurbano Bonaerense y en la Capital. Gil Wolff, un vendedor dedicado a las importaciones (que no sólo por el nombre remite constantemente al autor); Saúl, un médico judío que hace poco ha vuelto al país, trabaja en un hospital público y se dedica al estudio y tratamiento de pacientes con SIDA; Diana, su novia psicóloga, más joven que él. En el Conurbano está Mariana, una puta reventada; el Pichi, ex combatiente de la guerra de Malvinas y ahora transero; y Susi, la novia y puta del Pichi. Las casi 300 páginas relatan apenas unas horas de la cotidiana vida de esos seis personajes.
Si, tal como se señala más arriba, es difícil encontrar modos de concebir con precisión la cotidianeidad de la experiencia, tal vez en el relato de Vivir afuera confluyen existencias diversas y hasta contrapuestas que de manera directa nos sumergen en una despojada cotidianeidad, de unos personajes que nos empujan a una dinámica de lo real.
No obstante, hay algo de ese paisaje conurbanesco, en esa trama que se va hilvanando que va ganando terreno y termina por imponerse: el neoliberalismo como consecuencia de la dictadura. Como si ella hubiera desagotado allí en el conurbano sus residuos sociales. Agua negra, viscosa…
Independientemente de ciertas obsesiones narrativas propias de Fogwill –consumo en todas sus formas, drogas, sexo, la guerra y los sistemas de vigilancia, marcas y modos de juventud[17]– que desarrolla a través del encuentro de lxs 6 personajes la idea de totalidad que sostiene el relato determina —señala— la distancia y la cercanía, como si fuera su reverso “entre las investigaciones high-tech sobre el SIDA y los cultivos clandestinos de marihuana en la provincia de Buenos Aires. Vivir afuera quiere decirlo todo y en ese impulso heroico encuentra su grandeza. ¿Una explicación sociológica de la realidad?”[18].
El mismo Fogwill en varias entrevistas insinúa su deseo de que la novela alcance el status del que goza Respiración artificial, el emblema de la década anterior. En esa clave Link señala que si la novela de Ricardo Piglia pudo ser leída como LA novela de los ochenta, esto no se debió tanto a su capacidad para dar cuenta de una realidad sino porque en tanto artefacto cultural ponía en marcha “la máquina paranoica” que hacía las veces de espejo de un estado de la imaginación –o de la conciencia social–[19].
Efectivamente, la novela de Fogwill acciona como la de Piglia cierta maquinaria que en los noventa ya no es paranoica sino de consumo, consumo de mercancías, consumo de drogas, de sexo y de productos “de marca”. A pocos minutos del ingreso a la Capital, Wolff que viaja acompañado de varios colegas detiene su marcha en un puesto caminero para realizar un control de papeles:
“Esa noche los camineros verificaban las luces y la documentación de los autos. Mientras un oficial revisaba los papeles, los agentes advertían que de allí en más, cuando empalmaran la autopista, no debían detenerse porque ya habían asaltado a dos autos con el simulacro de una motocicleta accidentada. Ahora tenían tres autos demorados y unos de civil aprovechaban los faros del primero para iluminar la casilla de guardia donde habían detenido a una pareja. Ambos tenían los brazos en alto y por las manos apoyadas casi en el borde del alero de la cabina de la guardia parecían estar colgados de la viga que sostenía el tejado. Pero no estaban atados ni parecían intimidados por esos jóvenes de civil que, caminando alrededor de ellos, hablaban a los gritos y gesticulaban. Mientras esperaba sus documentos Wolff trataba de interpretar la escena: por la ropa y los cortes de pelo reconoció en los trajeados a la clase de muchachos del interior recién egresados de la escuela de oficiales de la policía y los comparó con la pareja detenida. La chica tenía un cuerpo atractivo, resaltado por sus jeans de Kenzo y una campera corta de cuero de buena confección. El hombre, poco mayor que los policías que debían estar interrogándolo, vestía una campera de cuero Mango y jeans oscuros, posiblemente un par de UFO Gross. Respondió con una sonrisa la venia que, como saludo y orden de hacer lugar a los autos y camiones que formaban cola detrás de su 505, le dirigió desde la puerta de su oficina el oficial que dirigía el operativo. Seguía sonriendo al tomar el acceso de la autopista. Pensaba que si veinte años atrás hubiera imaginado en esa pareja una historia de terrorismo, y hace diez años habría diagnosticado que se trataba de una taxi couple que vende sus servicios en la boites del suburbio, en estos tiempos en los que venía de hacer un negocio de importación de telas para jeans, descubría en ellos a un par de consumidores de indumentaria informal. Estuvo a punto de decir a sus acompañantes: ojalá la cana no les afane toda la guita, así mañana pueden venir al shopping. Pero ellos seguían hablando de los judíos y del terrorismo árabe y en ese momento, pensar en la pareja, en la cintura pronunciada de la chica, en su cuerpo flexible, el cuello largo y la cara maquillada que creyó ver cuando, con gesto arisco se volvió hacia los oficialitos, sintió otra vez la sensación de estar llevando un agujero de diez años en la memoria y un malestar que hacía mucho tiempo que no experimentaba. Habían bebido demasiado. A sus pasajeros el vino de la cena y el champán de los brindis les habían contagiado un entusiasmo que los llevaba a repetir sus eternos lugares comunes sobre política internacional, imaginarias características raciales y códigos de distinción social que ya no existían ni en la peor novela costumbrista. A él le habían causado una pesadez y una forma de desgano que, sabía con las horas, irían convirtiéndose en esa excitación que tantas veces le impidió dormir. Estaban entrando a la ciudad por el acceso sudeste”[20].
Una suerte de mezcla publicitaria y diagnóstico, el relato de Fogwill expone las temporalidades y los imaginarios sociales posibles, del pasado y del presente desde el que relata: los setenta de la guerrilla, los ochenta del destape, los noventa del consumo. Más que como gesto, como un disparo narrativo Fogwill logra condensar en un solo párrafo tres temporalidades diversas, desde donde emergen representaciones urdidas en el devenir de la experiencia de Wolff: el recuerdo de la guerrilla y la lucha armada, los años ochenta rasgados por el destape cultural y sexual, y finalmente los neoliberales años noventa configurados íntegramente por el paradigma del consumo y la caída de las grandes utopías.
En Vivir afuera, la derrota de la Revolución, de la mera utopía es una presencia densa que lo impregna todo y por momentos se explicita más como adjetivo o cualidad de alguno de los personajes que como recurso descriptivo de la realidad evocada. En una de las escenas Saúl, el médico judío que trabaja en salud pública, sostiene una discusión con su novia:
“Diana Dos cosas que dijeron de vos y yo me reí, pero ahora veo que vos mismo las reconocés... Una era que pensabas como un tipo de los años sesenta, que vivías como un viejo... Que así te ibas a cerrar todas las posibilidades”[21].
La eficacia de Fogwill en la transmisión de cierta temporalidad se aloja en la ausencia de una historia en concreto. La contingencia, el ir y venir de la Capital, el vivir afuera de todo, el consumo, el trabajo, el yiro, el transa, el sida, lo público, lo privado, los medios, las marcas.
La idea de la gobernabilidad democrática neoliberal y el consumo como modo de control ciudadano resulta muy interesante en clave de reponer los modos en que Fogwill interpreta los cambios y continuidades entre la dictadura y la transición democrática:
“todos sabían muy bien que era mucho más práctico y menos peligroso tenerte encapuchado con un televisor, una cassetera, un contrato de cuotas hipotecarias, una tarjeta Mastercard, un plan de ahorro para el auto y un montón de órdenes de viajar, de hacer, de drogarte, de divertirte... Bueno... Tuvieron que mandar a los schwarzes a jugar a los nazis para garantizar que esta otra capucha funcione como se debe: más barato, sin mala prensa internacional, sin tener que depender de schwarzes que, por ahí un día se dan vuelta y los secuestran a ellos... Viste que todos estos... –dijo Saúl abarcando las mesas del Open con un ademán– ¿Viste que todos vienen de divertirse como locos...? ¡Ni se les ocurriría jamás pensar que los schwartzes están rezando el rosario, rompiéndote los muebles a patadas y llevándote al subte en un Fálcon, sin saber, estaban construyendo la democracia que disfrutamos!”[22].
En esta misma clave Silvia Saítta ha señalado que Fogwill supone una vuelta al realismo, a partir de la trilogía de sus últimas novelas:Vivir afuera (1998), La experiencia sensible (2000) y En otro orden de cosas (2001), que según la autora “son una reflexión, cínica y aguda a la vez, del contexto socio-político de la década menemista afirmando, de este modo, las posibilidades del realismo en una literatura como la argentina que, bajo la impronta borgeana, apostaba por la no representación de lo real, el uso de la cita, el estilo conjetural y la exhibición de la desconfianza que genera la lengua como medio para representar la realidad”[23].
En Los Planetas la trama está urdida y organizada por la ausencia, tal vez del mismo modo que lo estuvo la década del 90. La ausencia de empleo, la ausencia del estado, la ausencia de justicia. Aunque también y del mismo modo hay que señalar como su contracara la emergencia de los modos resistentes a esas ausencias: Si no hay Justicia, Hay Escrache, el surgimiento de los primeros movimientos de desocupados o las movilizaciones populares
No obstante, si hay un elemento que estructura el relato de Los planetas es la ausencia, o más concretamente, la temporalidad de la ausencia que deviene trama y estructura el relato. Aunque paralelamente, hay indicios de una novela autobiográfica, hecho que es posible constatar al final del texto cuando quien escribe afirma que lo hace desde Caracas, lugar de residencia de Sergio Chejfec. El texto oscila, pendula, se pierde y vuelve a ordenar, entre referencias a escenas de la vida (¿real?) y recuerdos desordenados de su propio pasado.
Chejfec recurre al uso de la cursiva para referir a ciertos recuerdos, el cambio de formato resalta el corte intempestivo de la narrativa, como si algo o alguien viniera a susurrarle al oído. Otras veces, esas oscilaciones o cortes abruptos semejan quiebres en el relato temporal que representan o parecen representar sus propios recuerdos.[24]
Si como sostiene Walter Benjamin, la narración es la forma en que se muestra la experiencia, Chejfec transita el camino de la experiencia vivida hacia la experiencia trasmitida. El punto de partida para la narración es la experiencia, porque el narrador toma lo que narra de la experiencia que él mismo ha vivido o que le han transmitido.
Por eso, pese a centrar el relato en la ausencia de M, su amigo desaparecido, nunca sabremos las circunstancias de su desaparición. Chejfec que incluso intenta adoptar el nombre de M, no busca dar testimonio,[25] lejos de eso narra una historia que si bien se organiza en torno a la experiencia límite de otro, la circunvala para ofrecer un relato sesgado al horror de la dictadura. La ciudad es, en todo caso, la única testigo de los recuerdos de Chejfec, y de la experiencia que transmite.[26]
“Rehenes de la geografía, nuestro pasado transcurre bajo el influjo de la ciudad. Esa ciudad antigua sigue siendo nuestro umbral. Una trama abigarrada de recetas y atajos, con ángulos abiertos hasta la exageración, de una amplitud inaudita, se impuso como escenario de nuestros recorridos. Pero la superficie concreta, vehemente como una costra de asfalto y cemento, también llamada por convención la real, con la falta de M pasó a tener una existencia devaluada, sombra y reflejos demorados sobre la otra, la dibujada en el pasado.”
La voz de Los Planetas no se propone dar testimonio pero en cierto punto lo es, un modo de narrar que aunque se recuesta en su propia artificiosidad bordea el testimonio. Esto se manifiesta bajo la forma recurrente de los recuerdos (¿del narrador?, ¿de M?) en ese permanente y oscilante enroque de las identidades entre el narrador y M.
M no solo es un desaparecido sino que su nombre no figura en las listas de los organismos de DDHH, este hecho (primero la desaparición del cuerpo, luego el nombre) condiciona de un modo estructural el ordenamiento narrativo
“Se ignora el nombre de muchos secuestrados; sin embargo solo su ausencia en las listas públicas nos habla a nosotros, que lo conocimos, de un vacío que pone en duda la misma existencia: no es que fuera preciso verlo en un índice para verificar su paso por la vida, pero ello habría expandido el espesor de su recuerdo; nadie ha vuelto a escribir su nombre ni nadie lo ha leído”[27].
[…]
“Muchas veces con M habíamos hablado sobre esto: el ser, la identidad, la verdad se muestran y prevalecen con intermitencia, jamás son permanentes ni constantes.”
[…]
“Me preguntaba entonces (…) cómo podía ser que una vez logrado el objetivo, conseguir la causal y tener una mediana anuencia, desechara el esfuerzo y quisiera olvidarme del asunto. Todo podía ser muy paradójico pero ante la posibilidad real de cambiar de nombre advertía mi propio temor -no por lo que pudiera pasar conmigo -porque, como se sabe y es fácil imaginar, jamás se conoce lo que sucederá, el futuro es una incógnita real y precisamente por eso uno se conforma con el misterio y es lo que prefiere-; no por lo que pudiera pasar conmigo, sino por lo que pudiera sucederle a Mi recuerdo de M, a él dentro de mí”[28]
El problema de la identidad constituye así un interrogante central en la estructura del relato, y como se dijo también, una marca de época, la identidad de los desaparecidos, la identidad de H.I.J.O.S… En Los Planetas la identidad de M y la del narrador se entrecruzan aunque existe una permanente tensión por encontrar sus propios límites tangibles, márgenes, y su propia temporalidad.
Si Vivir afuera remite en más de un aspecto esa marginalidad y exclusión de la sociedad, de la ciudad, de la civilidad, de la salud, de la ley, en Los Planetas hay un continente preciso: la ciudad de Buenos Aires en escala humana. Los planetas es también un recorrido y una pregunta por el espacio y la configuración de la ciudad de Buenos Aires.
Los Planetas inaugura y cierra los capítulos que la componen con una misma frase “Del conjunto de países invisibles el presente es el más extenso” pero a diferencia del presente de Fogwill que puede ser visto como el hiato temporal entre el pasado y un futuro (aunque no haya evidencias de su deseo o su posibilidad); por su parte el presente de Chejfec es líquido, una sustancia que desborda las fronteras temporales y espaciales, un presente extenso como la ausencia de los desaparecidos.
“Habitamos diversos países a la vez, de una transparencia tan cristalina que los hace invisibles, pero nunca el más luminoso. Y la actualidad es la condena más extensa, la que más dura. Desde la ausencia de M no sólo yo, también varios otros, residimos en un presente plano, desagregado de la realidad, dentro de un territorio cuyas fronteras si existen son imprecisas (…)”[29].
En un caso la derrota (política, social y económica), en el otro el horror de las desapariciones, ambos textos abordan el corazón de problemas que dan cuenta de la historia de la dictadura, no se proponen testimoniar, pero al mismo tiempo dan cuenta de manera incondicional de la temporalidad y los modos de narrar el pasado trazados en los años noventa.
Conclusiones (o aperturas)
Este texto tiene un carácter exploratorio y provisorio en tanto sugiere algunas ideas, en especial las relativas a los diálogos posibles en torno a la temporalidad y la historicidad que abren Los Planetas y Vivir afuera.
Particularmente nos hemos detenido en señalar los vínculos entre representación literaria y cierta temporalidad, caracterizada a través de la frivolidad de los ‘90, el consumo, la derrota de las utopías, también el devenir de la memoria y la identidad de lxs desaparecidxs.
En esta dirección, en el análisis de cada novela hemos podido reponer algunos de estos aspectos desde la particular perspectiva que adopta el narrador y, obviamente también desde una temporalidad que la propia trama literaria construye con su obra y con su propio tiempo pasado-presente. Asimismo, tanto Los Planetas como Vivir afuera transitan caminos divergentes, en tanto trascienden determinaciones estructurales y representan lo real tanto como lo eluden.
Por otra parte, es provisoria porque prefigura y supone un diálogo con otra novelística también producida en esos años. Una narrativa que comparte el hecho de haber sido escrita en el arco temporal de los noventa pero que recorre una trama de representaciones aquí no explorada y que necesariamente debe ser retomada. Esta narrativa forma parte de un corpus[30] más amplio que tensiona en otras direcciones los interrogantes aquí planteados.
Lo imborrable de Juan José Saer[31] se destaca, entre otras cosas, en tanto representación de la experiencia de la dictadura. En esta dirección, la novela que transcurre en un clima denso, donde siempre es de noche, es invierno, y casi siempre llueve, aporta elementos que resitúan el problema de la relación entre literatura y realidad.
Tomatis, el protagonista de la novela saereana, ha logrado salir de la depresión después de la muerte de su madre, su voz se imprime sobre una imagen recurrente: ha logrado zafar las botamangas del pantalón del agua fangosa y fría, pero convive permanentemente con “la sensación, del agua negra, viscosa ciñéndole los tobillos”[32]. La misma imagen una y otra vez vuelve, acecha y amenaza.
La imagen sirve también como agenda de una de las ideas fuerza que dieran forma a este artículo, aquella que sitúa ciertos modos de representación de los 90 como desagüe de la dictadura. Aquello que brota desde las entrañas del sistema político- económico y cultural en tanto consecuencia (emergente o resistente).
En esta dirección Florencia Garramuño[33] ha señalado que el problema en todo caso no está solo en que “la literatura no pueda o no quiera representar lo real, sino en que lo real –a lo cual esta literatura [la de Saer] parece acercársele insistente aunque también de una forma vacilante, pendular– es irrepresentable.
Hasta aquí hemos puesto en tensión dos textos que nacen y dialogan en una temporalidad propia de los años menemistas que, no obstante no comparten las mismas preocupaciones en cuanto a modos de cifrar lo real, ni tampoco en torno a esa memoria social y ciertos modos de representarla desde la experiencia vital. En esa clave hemos explorado desde las temporalidades históricas y cierto clima cultural, social y económico, los modos del relato y las representaciones de lo real en ambas novelas. En esa clave hemos podido señalar un conjunto de problemas que ha buscado dar cuenta de los modos de narrar la dictadura desde los años 90. Los interrogantes qué y cómo pretenden representar estas novelas ha sido un punto de partida para aproximarnos a la construcción de historicidad y cifrar ciertas configuraciones de la memoria social emergentes en ese determinado contexto.
Finalmente, hemos señalado la necesidad de reponer la relación entre representaciones literarias, historicidad y memoria en la década del noventa.
Referencias
Agamben, G. (2000). Lo que queda de Auschwitz. El archivo y el testigo. Pre-textos.
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Notas
Notas de autor