Artículos libres
Juicio(s) y castigo(s). memorias y demandas de justicia por el asesinato de David Cilleruelo (Bahía Blanca, 1975–1995)
Judgment(s) and punishment(s). memories and demands for justice for the murder of David Cilleruelo (1975–1995)
Contenciosa
Universidad Nacional del Litoral, Argentina
ISSN-e: 2347-0011
Periodicidad: Anual
núm. 13, e0037, 2023
Recepción: 15 Mayo 2023
Aprobación: 24 Agosto 2023
Resumen: Este trabajo aborda las articulaciones entre la construcción de memorias de la represión y la tramitación judicial de las violaciones a los derechos humanos en Argentina entre 1975 y 1995. Se interroga sobre los modos en que tramitaron el pasado represivo actores cuyas demandas de justicia, inicialmente, no hallaron en la justicia estatal un espacio favorable a sus demandas. ¿Qué estrategias emplearon esos actores? ¿Qué narrativas construyeron? ¿Qué diferencias o similitudes hay entre ellas y la verdad pública cristalizada en el Informe Nunca Más y el Juicio a las Juntas? Para indagar en estas cuestiones, el artículo propone analizar las memorias y demandas de justicia por el asesinato del dirigente estudiantil y militante comunista David «Watu» Cilleruelo cometido dentro de la Universidad Nacional del Sur, en abril de 1975, por integrantes de la Alianza Anticomunista Argentina, miembros de la custodia armada del rector Dionisio Remus Tetu.
Palabras clave: David Cilleruelo, memorias, demandas de justicia, Derechos Humanos, Triple A.
Abstract: This work addressed the articulation between the construction of memories of the repression and the judicial processing of human rights violations in Argentina between 1975 and 1995. The ways in which the repressive past was processed by actors whose demands for justice, initially, were soberly questioned. they did not find in the state justice a favorable space has been requested. What strategies did these actors employ? What narratives did they build? What differences or similarities are there between them and the public truth crystallized in the Nunca Más Report and the Trial of the Juntas? To investigate these issues, the article intends to analyze the memories and demands for justice for the murder of the student leader and communist militant David «Watu» Cilleruelo perpetrated inside the Universidad Nacional del Sur, in 1975, by members of the Argentine Anti–Communist Alliance, who were also part of the armed custody of the rector Dionisio Remus Tetu.
Keywords: David Cilleruelo, memories, demands for justice, Human Rights, Triple A.
Consideraciones iniciales
En la «Marcha por la Vida», en octubre de 1982, las organizaciones de derechos humanos de Argentina incorporaron a la denuncia de los crímenes de la dictadura militar la consigna de «juicio y castigo a todos los culpables» que, desde entonces, ocupó un lugar central en sus demandas junto al reclamo de Verdad. Esta consigna puso en el horizonte de expectativas de estas organizaciones la posibilidad de articular una instancia, aún incierta en sus formas, de justicia retributiva. Simultáneamente, en círculos intelectuales, jurídicos y políticos comenzó a instalarse la discusión sobre la posibilidad de tipificar jurídicamente los crímenes y llevar a cabo en Argentina algún tipo de juicio contra los perpetradores.
Tras la asunción presidencial de Raúl Alfonsín (1983), esas demandas y discusiones fueron encauzadas a través de dos iniciativas. Por un lado, la creación de la Comisión Nacional sobre la Desaparición de Personas (CONADEP), encargada de recolectar denuncias y pruebas sobre el destino de las personas desaparecidas y de los niños sustraídos durante la dictadura militar, con el propósito de dar a conocer la verdad sobre la represión clandestina entre 1976 y 1983. Su investigación fue plasmada en el informe Nunca Más (Crenzel, 2008).
Por otro lado, un proyecto de justicia transicional de carácter bifronte que «a la vez que intentaba sancionar a los miembros de las FF.AA. que hubieran cometido violaciones a los derechos humanos buscaba incorporar a los militares al juego democrático» (Acuña y Smulovitz, 1995, p.50). A través de la modificación del Código de Justicia Militar, el gobierno determinó que el Consejo Supremo de las Fuerzas Armadas asumiera inicialmente el juzgamiento de los delitos imputables al personal militar y de las Fuerzas de Seguridad que, entre 1976 y 1983, hubiera actuado en «operaciones emprendidas con el motivo alegado de reprimir el terrorismo». A su vez, la misma normativa dispuso que los tribunales civiles tendrían potestad de «hacerse cargo del proceso, cualquiera fuese el estadio de los mismos, en caso de que la corte militar demorara injustificadamente más de seis meses el trámite de los mismos».[1]
El fracaso de la «autodepuración militar» como consecuencia de las estrategias desplegadas por las FF.AA. en el ámbito de los Juzgados de Instrucción Militar (JIM) para evitar la atribución de responsabilidades (Montero, 2021), habilitó la intervención de la Justicia Federal que conduciría al Juicio a las Juntas.
En este sentido, Emilio Crenzel (2014, 2017) y Hugo Vezzetti (2002) han señalado que la centralidad del escenario judicial y su gramática en la tramitación de las violaciones a los derechos humanos en Argentina, llevó a la constitución de un paradigma jurídico a través del cual se ha conformado una verdad pública sobre el pasado represivo basada en una oposición dicotómica entre dictadura y democracia. Como resultado, en la postdictadura se consolidó una narrativa que priorizó la descripción de las prácticas represivas implementadas entre 1976 y 1983; presentó a los desaparecidos como su consecuencia paradigmática; propuso una explicación deshistorizada de la violencia política como producto del enfrentamiento entre extremos ideológicos; asignó a la sociedad civil el lugar de víctima inocente de los crímenes; reconoció la humanidad de los represaliados, pero desconoció sus identidades políticas; y asignó a los militares la responsabilidad exclusiva en las violaciones a los derechos humanos.
Aunque esta verdad permitió reconstruir la materialidad de los crímenes, castigar a algunos de sus perpetradores y promover la identificación de la ciudadanía con los valores de la democracia; a su vez, alumbró una narrativa de las violaciones a los derechos humanos que marginó un conjunto de elementos que ponían en cuestión los principios y objetivos sobre los que se erigía la estrategia jurídica impulsada por el gobierno nacional.
En los últimos años, numerosas investigaciones han abordado algunos de esos elementos, tales como la represión previa al 24 de marzo de 1976 (Zapata, 2015), la complicidad civil (Montero, 2011; Seitz, 2016; Basualdo, Esponda y Nassif, 2021) y el rol de la justicia y los actores judiciales en la guerra antisubversiva (Montero; 2017).
Con el fin de contribuir a esa agenda, este trabajo aborda el problema de la articulación entre los procesos de construcción de memorias de la represión y la tramitación judicial de las violaciones a los derechos humanos en Argentina. ¿De qué modo tramitaron el pasado represivo aquellos actores cuyas demandas de justicia excedían los marcos del programa de justicia transicional impulsado por el gobierno nacional en 1983? ¿De qué formas demandaron justicia? ¿Qué narrativas produjeron esos actores? ¿Qué diferencias o similitudes hay entre esas narrativas y la verdad pública cristalizada en el Informe Nunca Más y el Juicio a las Juntas? Para indagar en estas cuestiones, el artículo propone analizar las memorias y demandas de justicia por el asesinato del dirigente estudiantil y militante comunista David «Watu» Cilleruelo cometido dentro de la Universidad Nacional del Sur, en abril de 1975, por integrantes de la Alianza Anticomunista Argentina que, a su vez eran miembros de la custodia armada del rector Dionisio Remus Tetu.
La particularidad del caso radica en que ciertas características como las coordenadas espacio–temporales del crimen, el perfil de los perpetradores, el rol de los actores judiciales en la postergación de la investigación y las formas en las que diversos actores demandaron justicia y construyeron narrativas, hacen que la inscripción de este acontecimiento en los marcos del paradigma jurídico cristalizado en los años ochenta sea, por lo menos, problemática.
Si bien la Justicia Federal procesó el homicidio y condenó a unos de sus coautores, transcurrieron 46 años para ello.[2] Entre 2020 y 2021 el crimen de David Cilleruelo fue juzgado en el marco del proceso penal seguido contra el accionar de la Triple A en Bahía Blanca.[3] Sin embargo, para entonces «Watu» tenía una fuerte presencia en las narrativas sobre el pasado represivo de la ciudad y, sobre todo, de la UNS. La principal causa de ello es que, desde 1975, diversos actores asumieron el compromiso de sostener la memoria de David Cilleruelo y demandar justicia en escenarios judiciales adversos. Para ello, impulsaron una serie de acciones con el propósito de identificar públicamente a los responsables del crimen e imponerles algún tipo de castigo al margen de la justicia penal. Es a través de la reconstrucción de esos escenarios de justicia alternativos que este artículo pretende indagar acerca de la relación entre las demandas de justicia que allí se pusieron en juego y la construcción de narrativas sobre la represión en Bahía Blanca.
El trabajo se sitúa en la intersección entre los Estudios sobre Memoria (Feld, 2016) y el campo de la Historia Reciente (Águila, Luciani, Seminara y Viano, 2018), y se inscribe, particularmente, en el conjunto de investigaciones que han propuesto pensar de forma situada diversos aspectos del pasado reciente de Bahía Blanca (Dominella, 2010, 2017; Giménez, 2008; Montero, 2017, 2018, 2021; Vidal, 2016; Zapata, 2009, 2013, 2014, 2015). En este sentido, se propone indagar lo local no como un caso o un ejemplo, sino como una unidad de análisis «que aspira a proporcionar explicaciones que apuran/cuestionan/tensan/ complejizan verdades macro y de tipo general, intentando a la vez una reconstrucción pormenorizada de los múltiples y heterogéneos contextos de la acción colectiva en un espacio específico» (Jensen, 2010, p.1433).
Además de esta introducción y un bloque de conclusiones, el artículo consta de tres apartados. El primero aborda las circunstancias en que se produjo el asesinato de David Cilleruelo y el intento por parte de la Federación Universitaria de Bahía Blanca de realizar un juicio político contra Remus Tetu (1975). El segundo analiza la «Campaña de Esclarecimiento y Repudio contra Remus Tetu» (1984) impulsada por la Federación Universitaria del Sur en el marco del proceso de normalización de la UNS. El tercero examina las características de un «Juicio ético contra la impunidad» (1995) a través del cual se procesó y condenó éticamente a Dionisio Remus Tetu.
Primer escenario: el intento de juicio político a Remus Tetu (1975)
Entre 1974 y 1976, la Triple A tuvo dos anclajes institucionales en Bahía Blanca: la delegación regional de la Confederación General del Trabajo (CGT) dirigida por Rodolfo Ponce,[4] y la UNS durante la gestión de Dionisio Remus Tetu[5] (Zapata, 2015).
Remus Tetu llegó al rectorado de la UNS en febrero de 1975, en el marco del proyecto de «depuración ideológica» de las Universidades Nacionales (UN) de la «Misión Ivanissevich» (Izaguirre, 2011). El nuevo rector resolvió la contratación de las patotas de la CGT como «personal de vigilancia y seguridad»[6] de la UNS, otorgándoles autoridad y recursos para patrullar por dentro los edificios universitarios, amenazar y asesinar a estudiantes, profesores y no docentes vinculados a organizaciones políticas, gremiales o estudiantiles.
La escalada de violencia producida por estos grupos hizo que el movimiento estudiantil de la UNS,[7] que carecía de una dirección centralizada desde la desarticulación de la Federación Universitaria del Sur durante la Revolución Argentina (Orbe, 2007), iniciara a fines de 1974 la reorganización de una federación[8] que le permitiera «resistir el avance de esta política reaccionaria y retrógrada» mediante la movilización «masiva, organizada y contundente y oportuna [sic]»[9] de los estudiantes.
De este modo, las agrupaciones estudiantiles impulsaron la creación de la Federación Universitaria de Bahía Blanca. Antes de fin de año fueron elegidos los delegados de cada centro de estudiantes que integrarían la asamblea plenaria para votar una Comisión Directiva. Tras los comicios, las agrupaciones acordaron un reparto de cargos que luego debía refrendarse en esa asamblea: Marcos Canova (AER–FJC) sería presidente, Jorge Riganti (JUP) sería vicepresidente y David Cilleruelo (AER–FJC) secretario general.
Durante marzo, la FUBB impulsó una serie de asambleas y movilizaciones estudiantiles contra las primeras medidas de Remus Tetu, que involucraban la cesantía masiva de docentes y no docentes por supuestos vínculos con la subversión,[10] el desalojo de los centros de estudiantes, la reforma de planes de estudio, la transformación de la estructura académica mediante la fusión de unidades departamentales y el cierre de carreras (Orbe, 2008).
En ese contexto, el 3 de abril de 1975, el estudiante de ingeniería, militante de la FJC y secretario general de la FUBB, David «Watu» Cilleruelo, fue asesinado de un disparo en uno de los pasillos de la UNS mientras volanteaba convocando a una asamblea de la federación.
La denuncia de dos testigos, compañeros de «Watu», abrió un expediente[11] en el Juzgado Federal de Primera Instancia de Bahía Blanca, tramitado ante la Secretaría Nº3 del Dr. Hugo Mario Sierra. Durante 1975, el Juzgado estuvo inicialmente a cargo del Juez Federal Subrogante Marcelo Anibal Betnaza quien, en octubre, fue remplazado por el Juez Federal Guillermo Federico Madueño.[12] Aunque en sucesivas declaraciones los testigos ofrecieron datos concretos que apuntaban a Jorge Argibay, jefe del «personal de vigilancia y seguridad», como autor del crimen, ninguno de los magistrados solicitó su detención (Montero, 2017, p.171) y las medidas probatorias continuaron tendiendo un manto de impunidad sobre el acontecimiento.
Mientras tanto, el rector de la UNS aplazó la iniciación de un sumario administrativo hasta tanto la Justicia Federal avanzara en la investigación. Finalmente, el 3 de septiembre, el Asesor Letrado de la universidad, Dr. Carlos J. García, presentó a Remus Tetu un informe sobre el estado de la causa que, posteriormente, sería anexado al expediente judicial. Allí descalificaba las declaraciones de los testigos en contra de Argibay y argumentaba que «con los elementos de juicio que se encuentran agregados a este sumario no se puede procesar a ninguna persona y lógicamente la causa terminará en sobreseimiento provisorio».[13]
Ante la evidente complicidad de la Justicia Federal con los responsables del crimen de «Watu», a fines de mayo, la FUBB convocó a un «juicio político y popular»[14]contra Remus Tetu. Aunque Argibay fue señalado como autor material del homicidio, la iniciativa se centró en el rector de la UNS acusándolo como su «responsable intelectual».
La figura del juicio político tenía un antecedente inmediato en el ámbito de la UNS. Durante la intervención de Víctor Benamo (1973–1974),[15] en el marco de la «lucha contra el continuismo» sostenida por el peronismo revolucionario en las UN (Orbe, 2008; Chama y González Canosa, 2011), se habían desarrollado procesos de características similares a través del pronunciamiento de asambleas estudiantiles contra docentes de la casa cuestionados por sus orientaciones pedagógicas e ideológicas.
Por otro lado, la idea de una justicia popular contrapuesta a una justicia estatal integrada al entramado represivo formaba parte del imaginario de las organizaciones revolucionarias que actuaban en el país desde fines de la década de 1960. Las referencias a este tipo de acciones abundaban en publicaciones políticas como Estrella Roja, El combatiente y Nuevo Hombre de amplia circulación entre los sectores más radicalizados del estudiantado universitario local (Giménez, 2008). De hecho, en 1972, algunas de esas organizaciones habían recurrido al formato del «tribunal popular» para demandar la liberación de presos políticos y cuestionar la legislación represiva (Vidal, 2016; Dominella, 2017).
La convocatoria se realizó durante las últimas semanas de mayo mediante volantes[16] distribuidos por la ciudad, en los que se acusaba a Remus Tetu no solo de ser el autor intelectual del asesinato de «Watu», sino también de destruir las universidades de las cuales era interventor mediante el cierre de carreras, la cesantía de docentes y no docentes, la clausura del comedor universitario y la contratación de grupos armados.[17] Por ello, la FUBB definió el juzgamiento de Remus Tetu como una tarea de «todo el pueblo de Bahía Blanca y la zona»[18] y afirmó que era «deber político, humano y de conciencia que todos los sectores democráticos, las instituciones de gobierno en primer lugar, soliciten la finalización de sus tareas nefastas al frente de las Universidades del sur Argentino [sic]».[19]
La convocatoria al «pueblo», los «sectores democráticos» y «las instituciones de gobierno» amplió el escenario del conflicto y los actores involucrados. Las acciones de Remus Tetu fueron expuestas como un perjuicio no solo contra la comunidad universitaria, sino contra toda la sociedad bahiense. De esta manera, la FUBB activó una narrativa que presentó al crimen de David Cilleruelo como la expresión más contundente de la trama represiva local y posicionó al juicio político como una instancia de empoderamiento popular para visibilizar esa realidad y construir una condena política y moral contra el rector. En este sentido, no asumió de la justicia su capacidad retributiva, sino que explotó su poder simbólico como escenario legítimo para identificar a los responsables del crimen de «Watu» y denunciar la trama de complicidades institucionales que hacía posible su impunidad.
La fecha del juicio político fue fijada para el 30 de mayo en el auditorio del Hotel del Sur, en el centro de Bahía Blanca. Sin embargo, no llegó a realizarse porque antes de que iniciara la reunión la custodia de Remus Tetu intentó ingresar armada al hotel a la vez que un operativo policial intervino la cita y detuvo a algunos de los organizadores.[20] En días posteriores, un grupo de ellos fue puesto a disposición del Poder Ejecutivo Nacional y enviado a las cárceles de Sierra Chica y Villa Devoto.[21]
En base a una lista de adhesiones al juicio político secuestrada por la policía, Remus Tetu resolvió la expulsión de 23 estudiantes de la UNS amparándose en la supuesta ilegalidad de la asamblea y la detención de sus organizadores por infracción a la ley 20.840 de Seguridad Nacional. Además, desestimó las denuncias de la FUBB definiéndolas como «inventadas integralmente» con «un evidente propósito de difamación», calificó de subversivo el accionar de la federación y sostuvo que las actuaciones de los estudiantes expulsados «dan cuenta de una bajeza moral y de un perfil psíquico tan deteriorado que obliga a extirparlos de inmediato como a un infecto morbo de la comunidad universitaria».[22]
Estos acontecimientos produjeron el repliegue de la participación política en la UNS y provocaron, hacia mediados de 1975, la desarticulación de la FUBB y el silenciamiento de la demanda de justicia.
Por su parte, durante 1976, el juez Madueño continuó las medidas probatorias del caso convocando a los testigos a repetir sus declaraciones y llegando, incluso, a realizar un careo entre uno de ellos y el mismo Argibay,[23] quien debió ser trasladado a Bahía Blanca desde la Unidad Penitenciaria Nº6 de Dolores donde estaba detenido preventivamente por otra causa seguida en el Juzgado Federal de Mar del Plata. Al año siguiente, ese juzgado ofreció a Madueño la posibilidad de solicitar el traslado de Argibay a la Unidad Penitenciaria Nº4 de Bahía Blanca, pero aquel alegó que su detención no interesaba en la causa por el crimen de David Cilleruelo, razón por la cual fue liberado.[24]
En 1980, Remus Tetu fue citado a declarar por primera vez en la causa.[25] En aquella ocasión fue consultado sobre las versiones que habían circulado acerca de la identidad del asesino y los motivos del crimen, a lo que el ex interventor contestó que:
conociendo los procedimientos y tácticas de la subversión que busca víctimas para hacer después sobre esa base la agitación, que fue un asunto premeditado y cometido por elementos de ella misma o una pelea de facciones en su seno.[26]
Ese mismo año, Argibay fue requerido nuevamente para ser indagado en Bahía Blanca, pero no respondió a la citación. Por esa razón fue declarado en rebeldía y, entonces, se ordenó su detención. En los años siguientes su búsqueda se extendió infructuosamente por territorio nacional e internacional.[27]
Segundo escenario: la campaña de repudio contra Remus Tetu (1984)
Durante la década de 1980, Bahía Blanca estuvo atravesada por las tensiones sociopolíticas y las disputas de sentido por el pasado represivo que caracterizaron la transición democrática a escala nacional. Por un lado, entre 1984 y 1986, en el marco del programa de justicia transicional del gobierno nacional, los JIM Nº 90 y 91 estuvieron encargados de investigar las actuaciones del V Cuerpo de Ejército durante el Proceso de Reorganización Nacional (PRN). Sin embargo, los jueces castrenses obstaculizaron el proceso y buscaron producir un relato legitimador del accionar de las FF.AA. que les permitiera eludir posteriores condenas en el ámbito civil (Montero, 2021). Por otro, entre mayo y septiembre de 1984, funcionó en la ciudad una delegación de la CONADEP con el propósito de recabar información y aportar pruebas sobre la represión en la Zona 5.[28] De su investigación resultó un Informe Final centrado, fundamentalmente, en la descripción del accionar del Ejército, el funcionamiento del Centro Clandestino de Detención «La Escuelita» y el destino de los desaparecidos que pasaron por allí (Rama, 2019). Estas instancias produjeron las primeras interpretaciones sobre las violaciones a los derechos humanos en la ciudad y, en ambos casos, se circunscribieron al accionar castrense durante el período 1976–1983, relegando a un segundo plano el período previo al golpe de Estado y la participación civil, así como otras modalidades represivas y otros tipos de víctimas.
En este escenario, entre 1983 y 1986, transcurrió en la UNS el proceso de normalización impulsado por el gobierno de Alfonsín para democratizar las UN (Zanetto, 2014). Sobre la base de los centros de estudiantes que habían empezado a reconstruirse desde mediados de 1982, el movimiento estudiantil consiguió impulsar el rearmado de la FUS con el propósito de enviar representantes al Consejo Superior Provisorio (CSP).
Los días 3 y 4 de diciembre, el Congreso Reorganizador de la FUS promulgó el Estatuto de la Junta Directiva y votó a los delegados de los centros de estudiantes que la integrarían. Dado que FM obtuvo la dirección del 70% de los centros (Cernadas, 2006) logró una fuerte representación en la federación, seguida por la FJC. De esta manera, la Junta Directiva fue constituida por Norberto di Saia (FM) como presidente; Dante Patrignani[29] (FJC) como vicepresidente; y Juan Carlos Ronán (FM) como secretario general.
La nueva federación buscó dar a conocer los hechos represivos de 1975 mediante una «Campaña de esclarecimiento y repudio contra Remus Tetu», que tuvo el propósito de conseguir su expulsión de la universidad, donde aún se desempeñaba como docente.[30]
La campaña se inauguró el 3 de abril de 1984 con la realización del primer homenaje público a David Cilleruelo, en una jornada denominada como «Día de los Derechos Humanos en la UNS». Al acto, convocado en el pasillo donde había sido asesinado «Watu», asistieron autoridades universitarias, así como Oreste Retta, concejal por la Unión Cívica Radical, y Ernesto Malisia, integrante de la Asamblea Permanente por los Derechos Humanos de Bahía Blanca (APDHBB).[31]
Durante el acto, se inauguró una placa conmemorativa y tanto el rector normalizador de la UNS, Pedro González Prieto, como el presidente de la FUS, comentaron el significado del homenaje. Por un lado, el rector «lamentó que en estos momentos nos convoque la tragedia de la pérdida de una vida humana y abogó por que nunca más en la Universidad [sic] vuelvan a ocurrir hechos como el acaecido».[32]
Por su parte, el presidente de la FUS sostuvo que los sucesos del 3 de abril de 1975
no pueden menos que llenarnos de tristeza y recogimiento, porque ese día un estudiante como nosotros […] se encontraba defendiendo los derechos de los demás estudiantes […] y por esa actitud fue brutalmente asecinado [sic] por matones tan fascistas como quien en ese momento se encontraba al frente de los destinos de la UNS.[33]
Además, llamó a que aquella fecha sirviera no solo para recordar a «Watu», sino «a todos los caídos en la resistencia contra la dictadura y en la lucha por la democracia en la Universidad» [sic].
En el marco de esta campaña, la FUS cuestionó la continuidad de Remus Tetu en el claustro docente de la UNS señalándolo como «un notorio integrante del aparato represivo que con su accionar asoló a la Universidad [sic]; y que la convivencia democrática requiere que se termine de desarticular».[34] A partir de ello, impulsó un petitorio titulado «Justicia para que no se repita» mediante el cual solicitó al CSP su inmediata expulsión.[35]
Aunque esta demanda de justicia fue planteada a través de los canales institucionales del gobierno universitario, la estrategia empleada para articularla guardaba cierta continuidad con la acción impulsada por la FUBB en 1975.
La FUS no propuso debatir en el seno del CSP si era o no pertinente una sanción contra el ex interventor. No apeló a una instancia de arbitraje neutral capaz de distinguir entre lo justo y lo injusto, sino que llevó al CSP un juicio político (González Bombal, 1995) que contenía ya una sentencia, producto de la reflexión y voluntad de un movimiento estudiantil que había tomado la decisión sobre lo que debía hacerse y sólo demandaba su ejecución. En efecto, durante la sesión del CSP, los consejeros estudiantiles expresaron que la expulsión de Remus Tetu «no debe interpretarse como un hecho arbitrario ni un acto de venganza, sino como un acto de justicia» y que la medida era fundamentalmente una «decisión política».[36] En este sentido, ninguna normativa institucional funcionó como principio para definir un «castigo adecuado», sino que los mismos estudiantes definieron «lo justo» a partir de las memorias de los sucesos de 1975.
Como parte de su estrategia, la federación presentó un informe, elaborado por su Secretaría de Derechos Humanos, sobre la actuación de Remus Tetu como rector.[37] En este sentido, mientras la justicia estatal, en 1984, seguía sin identificar a los responsables del asesinato de David Cilleruelo, la FUS construyó una narrativa respaldada por las resoluciones que el mismo interventor había firmado durante su gestión y que permitían reconstruir buena parte de la trama represiva montada en la universidad en aquel tiempo. De este modo, el Informe de la FUS representaba el primer cuestionamiento al silencio institucional sobre los acontecimientos de 1975 y la irrupción de una nueva verdad en el escenario público.
La introducción del Informe propuso una narrativa sobre las violaciones a los derechos humanos a partir de tres oposiciones dicotómicas.
Por un lado, planteó una oposición entre dictadura y democracia basada en el argumento de que «en los últimos cincuenta años de la vida nacional… la interrupción de los gobiernos democráticos trajo siempre aparejada la violación de los derechos fundamentales del hombre».[38] En principio, esta dicotomía se acomodaba a la lectura de la represión que se proponía desde las instancias estatales.
Por otro lado, interpretó esa constante de violencia como elemento inherente al capitalismo y la inscribió en la oposición histórica entre pueblo y oligarquía:
Las fuerzas oligárquico–imperialistas saben que solo reprimiendo al campo popular pueden imponer sus proyectos de dominación. Por eso, la represión nunca ha sido mera obra de sicópatas sino que forma parte de un plan global fríamente ejecutado: quebrar la resistencia del pueblo y avasallar sus organizaciones para dejarlo inerme ante el saqueo imperialista.[39]
Esta lectura historizada y politizada de la violencia vinculaba la narrativa del Informe con la clave revolucionaria de denuncia de la represión política sostenida por las organizaciones de izquierda entre fines de los sesenta y principios de los setenta y marcaba un contrapunto con la clave humanitaria que caracterizó las demandas tras el golpe de Estado de 1976, que luego sería incorporada a las narrativas del Nunca Más y del Juicio a las Juntas (Crenzel, 2019).
Por último, aunque afirmaba que la represión jamás había sido tan bárbara como durante el Proceso de Reorganización Nacional, el Informe no hacía ni una sola mención a las FF.AA. En su lugar, explicaba esa violencia como resultado del enfrentamiento entre dos terrorismos y sostenía que «la violación de los Derechos Humanos estuvo en manos de antagónicos y elitistas grupos terroristas que pretendían con sus métodos suplir la falta del apoyo popular». Allí, el «terrorismo» era definido como
El método que busca perturbar la paz social, [que] para ello utiliza todos los medios: los violentos, los inhumanos. No tiene límites: agrava injustificadamente los daños materiales y morales. Demuestra el menosprecio más absoluto por el Hombre, por su dignidad, por su bien. Ataca indiscriminadamente a niños, mujeres y hombres inocentes. Destruye líderes de cualquier extracción política, pues el objetivo terrorista es sembrar el caos y destruir la sociedad organizada.[40]
Aunque esta explicación bipolar de la violencia fue sostenida tras el golpe de Estado por organismos de derechos humanos como la APDH, la Liga Argentina por los Derechos del Hombre (LADH) y el Servicio de Paz y Justicia (SERPAJ) e incorporado, posteriormente, por la CONADEP en su Informe Final (Crenzel, 2013), en realidad expresaba a inicios de los ochenta «la reemergencia, reactualizada y resemantizada, de un tópico instalado en el lenguaje político de los años setenta previos a la dictadura» (Franco, 2014, p.26). De modo que en la narrativa de la FUS, el uso del término «terrorismo» permitía ampliar el espectro de los actores represivos que actuaron en la ciudad al no circunscribirlos a la corporación castrense.
En ese sentido, el Informe criticaba la represión en dos claves. Desde una clave político–revolucionaria hacía una crítica ontológica en tanto instrumento del orden social capitalista para «quebrar, avasallar y saquear» al pueblo. Mientras que desde una clave moral–humanitaria cuestionaba su metodología caracterizándola como inhumana e irracional.
La interpretación propuesta por la FUS durante la «Campaña…» puso de manifiesto que el asesinato de David Cilleruelo no se inscribía fácilmente en las narrativas que, por entonces, proyectaban las instancias locales del programa de justicia transicional. Es decir, «Watu» no era un desaparecido durante la dictadura, sino que había sido asesinado dentro de una universidad durante un gobierno constitucional democráticamente electo, los perpetradores de su homicidio no eran militares, sino civiles contratados por la UNS y tanto la justicia civil como los actores judiciales habían tenido un rol activo en garantizar la impunidad. En este sentido, las dicotomías que en ese contexto empezaban a cristalizarse en Argentina como claves para interpretar el pasado reciente, es decir, aquellas que oponían dictadura a democracia, actores militares a actores civiles, violencia a política y violencia a justicia, no parecían del todo adecuadas para narrar el asesinato de David Cilleruelo.
El proyecto de expulsión fue tratado en el CSP el 18 de octubre de 1984 en una sesión extraordinaria en la que se resolvió iniciar un sumario y suspender preventivamente por treinta días al ex rector hasta determinar si sus acciones estaban sujetas a sanción disciplinaria. Sin embargo, transcurrido ese plazo no se resolvió su expulsión.
Este fracaso hizo que la FUS modificara su estrategia en 1985 e intentara impulsar un juicio académico, pero la ausencia de una normativa institucional para el procedimiento lo impidió. A su vez, los consejeros que plantearon la iniciativa debieron lidiar con la interposición de amparos judiciales por parte de Remus Tetu, quien argumentando ser objeto de una persecución política por sus ideas antimarxistas consiguió impedir legalmente su desvinculación de la institución.[41]
Finalmente, el vínculo de Remus Tetu con la UNS culminó en 1987 al vencerse su designación como docente. Ese mismo año, la Justicia Federal constató el fallecimiento de Jorge Argibay, por entonces el único sospechoso del asesinato de «Watu». A partir de ello, el Fiscal Federal Luis Ramón Dardanelli Alsina informó al Juez Federal Alcindo Álvarez Canale la posibilidad de sobreseer la causa.[42] En efecto, el 4 de diciembre de 1987, se dictó el sobreseimiento definitivo bajo el argumento de que tras la muerte de Argibay la investigación estaba «virtualmente agotada».[43] De este modo, se inauguró un nuevo escenario de impunidad que tuvo su correlato a escala nacional en la sanción de las leyes de Punto Final (1986) y Obediencia Debida (1987) y, posteriormente, en los indultos presidenciales de 1989 y 1990.
Tercer escenario: el juicio ético contra la impunidad
El 3 de marzo de 1995, el diario argentino Página 12 publicaba la confesión del oficial retirado de la Armada, Adolfo Scilingo, sobre su participación en los «vuelos de la muerte» durante el PRN.[44] La brutalidad de su relato hizo que las violaciones a los derechos humanos cometidas durante la última dictadura militar adquirieran una renovada centralidad en el debate público. Un mes después el jefe de Estado Mayor del Ejército, Gral. Martin Balza, hacía pública una autocrítica por la actuación de su fuerza durante la dictadura. Frente a estos sucesos, el movimiento de derechos humanos manifestó una renovada creatividad para reinstalar sus demandas de justicia en el espacio público. Mientras que la conformación de Hijos por la Identidad y la Justicia contra el Olvido y el Silencio (H.I.J.O.S.), que agrupó a los descendientes de los desaparecidos, supuso la irrupción de los escraches como modalidad de denuncia a los represores (Bonaldi, 2006); las gestiones del Centro de Estudios Legales y Sociales (CELS) ante la Corte Interamericana de Derechos Humanos para que reconociese el derecho a la verdad conduciría a la realización de los Juicios por la Verdad que, aunque sin tener consecuencias penales iluminarían nuevas dimensiones del pasado represivo (Andriotti Romanin, 2011).
En Bahía Blanca, luego del sobreseimiento de la causa judicial por el homicidio de David Cilleruelo, el profesor Edgardo Fernández Stacco,[45] reincorporado a la UNS en 1986 tras su exilio en Venezuela, impulsó la creación de un organismo al que llamó «Comisión Permanente de la Memoria David “Watu” Cilleruelo» (CPMDWC) con el fin de articular un espacio de construcción de la memoria en un contexto de impunidad.
En abril de 1995 esa comisión organizó las Jornadas de Derechos Humanos «En nombre de Watu, no a la impunidad» en cuyo marco se llevó a cabo un «Juicio ético contra la impunidad» mediante el cual se juzgó a Dionisio Remus Tetu por sus acciones como rector de la UNS.[46]
Procesos similares tuvieron lugar en la misma coyuntura en otros lugares del país. Por ejemplo, en junio de 1995, se constituyó en Tucumán un Tribunal Ético por la Memoria y la Dignidad que juzgó al ex Gral. Antonio Bussi por su rol al frente del aparato represivo de la provincia entre 1975 y 1977 (Vitar, 2015; Kotler, 2018). Asimismo, en octubre de 1996, se llevó a cabo en Capital Federal un juicio ético contra el Capitán de fragata Alfredo Astiz por su actuación durante la dictadura.[47]
Es posible identificar algunas presencias recurrentes entre los impulsores de las tres experiencias señaladas. Se destacan las de representantes de la Liga Argentina por los Derechos del Hombre (LADH), la Asociación Madres de Plaza de Mayo, el Centro de Militares para la Democracia Argentina (CEMIDA) y el Partido Comunista Argentino (PCA). Ejemplos claros de esto son las figuras de Carlos Zamorano[48] y Horacio Ballester,[49] quienes formaron parte del jurado constituido para el juicio ético contra Remus Tetu y, posteriormente, oficiaron, el primero, como fiscal en el proceso seguido a Bussi en Tucumán y, el segundo, como perito en el juicio ético contra Astiz.
Si bien los tres casos datan de mediados de los años noventa, la propuesta de impulsar tribunales éticos para procesar aspectos del terrorismo de Estado relegados de la justicia penal data de fines de los ochenta. En un documento fechado el 8 de diciembre de 1989, un amplio conjunto de actores sociales y políticos, entre los que se contaban los organismos mencionados en el párrafo anterior, propuso hacer frente al escenario de impunidad de los crímenes de la dictadura militar a través de «la constitución de un Tribunal Ético contra la Impunidad, con amplios mecanismos de participación a través de fiscalías sociales a formarse en los sectores de la comunidad donde la agresión a los derechos humanos haya sido o sea mayor».[50]
Algunas de las personalidades y de los organismos que suscribieron ese documento estuvieron entre los impulsores del juicio desarrollado en Bahía Blanca: el PCA, la LADH, la Asociación Madres de Plaza de Mayo y el CEMIDA. A ellos, se sumaron la FJC, la APDHBB y la misma UNS, que prestó sus instalaciones para desarrollar las sesiones.
El juicio fue llevado adelante por un tribunal ético ad hoc, que tuvo a Osvaldo Bayer[51] como presidente del jurado[52] y a Eduardo Barcesat[53] como fiscal. En su intervención, Barcesat argumentó que el tribunal ético se constituyó en respuesta a la inacción de la justicia estatal sobre el caso de «Watu» con la tarea de llevar adelante un proceso «que no pudo operar frente al tribunal jurisdiccional».[54] En ese sentido, afirmó:
Habremos de juzgar sí a los autores materiales del hecho, pero también a aquellos que crearon el clima, a aquellos que institucionalizaron la violencia, a aquellos que dieron las bases para que pudiera operar un modelo y una forma del estado terrorista y también un modelo y una forma de impunidad.[55]
De este modo, el proceso abordó el asesinato de «Watu» como «símbolo abarcativo del terror institucional que se vivía en aquel entonces y que, después, se agravaría aún más con la dictadura militar».[56]
A su vez, Barcesat planteó que los dos propósitos concretos del juicio eran reconstruir el acontecimiento y pronunciar una sanción ética contra los responsables.[57] De acuerdo con ello, la recolección de los testimonios durante el proceso estuvo orientada en dos direcciones complementarias. A un grupo de testigos, entre los que se encontraban Pedro González Prieto, Juan Carlos Cabirón,[58] Víctor Benamo y Edgardo Fernández Stacco, se les preguntó acerca de la situación de Bahía Blanca y la UNS entre fines de los años sesenta y mediados de los setenta, con especial interés en el período en que Remus Tetu dirigió la universidad. El propósito de sus testimonios fue la reconstrucción del contexto con el foco puesto en destacar el enrarecimiento del clima social dentro y fuera del ámbito académico entre 1974 y 1975. En este sentido, en sus declaraciones narraron situaciones de violencia experimentadas en aquel tiempo por ellos o por terceros, desde atentados o amenazas de muerte hasta cesantías, expulsiones o detenciones por parte de las fuerzas de seguridad.
Otro grupo de testigos estuvo compuesto por ex alumnos de la UNS que compartieron espacios de militancia con David Cilleruelo. A ellos se les preguntó sobre las características del movimiento estudiantil en los setenta, las cualidades políticas y humanas de «Watu» y el impacto de su asesinato sobre la comunidad universitaria. Por un lado, los testimonios definieron un ethos de la militancia estudiantil destacando su carácter de movimiento de resistencia a la dictadura de la Revolución Argentina (1966–1973), primero, y a la gestión de Remus Tetu en la UNS, después. En este sentido, se destacó la masividad del activismo estudiantil, su idealismo, la búsqueda de unidad con el movimiento obrero, la reorganización de los centros de estudiantes y el intento de constituir una federación universitaria para enfrentar la escalada represiva en la universidad. Por otro lado, los testimonios profundizaron la descripción de las cualidades humanas de David Cilleruelo en detrimento de las políticas. Mientras estas últimas se limitaron a unas escasas referencias sobre su rol en la federación universitaria y su vinculación a la FJC, las primeras dominaron las narrativas presentando a «Watu» como «el centro de la alegría de los grupos estudiantiles», «un compañero muy humilde, con mucha personalidad, muy sencillo para expresarse», «un chico entregado, con una enorme pasión por su causa», un compañero «querido por todos los estudiantes», «un excelente estudiante», una persona con «un altísimo concepto del amor» y alguien «fundamentalmente humano».[59]
Esa dimensión afectiva del proceso fue reforzada por el testimonio de la hermana de David, Raquel Cilleruelo. Su relato fue orientado por las preguntas del fiscal para que profundizara en el origen de la familia, las relaciones entre «Watu» y sus padres y el impacto de la muerte de su hermano al interior del grupo familiar.
Mención aparte merece la declaración de Celia Jinkis de Korsunsky, integrante de la Asociación Madres de Plaza de Mayo de Bahía Blanca, dado que fue la única de todo el proceso que no se refirió a David Cilleruelo en ningún momento. En su lugar, el relato giró en torno a la desaparición de su hijo Eduardo Korsunsky, secuestrado el 4 de agosto de 1976 en la ciudad de San Nicolás, Provincia de Buenos Aires.
Las preguntas de la Fiscalía estuvieron orientadas a averiguar los datos básicos de Eduardo (edad, colegio en el que estudió, ocupación y militancia), las circunstancias del secuestro y la experiencia de búsqueda que llevó a Celia a vincularse con las Madres de Plaza de Mayo. No hubo menciones a Remus Tetu y el accionar de la Triple A en la universidad fue apenas comentado en su testimonio. Sin embargo, aludió a sus recuerdos sobre las celebraciones por la obtención del Campeonato Mundial de Fútbol de 1978, la Guerra de Malvinas, las Marchas de la Resistencia, la asunción de Alfonsín, el Juicio a las Juntas, las Leyes de Obediencia Debida y Punto Final, los Indultos y la política reparación económica impulsada por el gobierno de Carlos S. Menem.
Pese a estas notables diferencias con el resto de los testimonios, el de Celia cumplió un rol fundamental en el marco del Juicio ético. El conjunto de acontecimientos citados, que trascendían el escenario bahiense y las memorias locales de la represión, constituían hitos de una narrativa que desde principios de los años '80 había proyectado a escala nacional las experiencias de los Organismos de Derechos Humanos de la Capital Federal en sus luchas por la Memoria, la Verdad y la Justicia. En este sentido, el testimonio de Celia le permitió a la Fiscalía posicionar el Juicio ético en el mismo camino que esas experiencias de lucha anteriores, así como vincular la impunidad de los crímenes de la dictadura militar con la de aquellos que estaban siendo juzgados por el tribunal ad hoc. De este modo, la voz de Celia, por su vinculación con Madres de Plaza de Mayo, constituyó una instancia de legitimación del proceso.
Finalmente, la Fiscalía formuló una acusación en la que Remus Tetu fue señalado como portador de un modelo de muerte que, bajo la forma de un «teatro abominable»,[60] se instaló en la sociedad argentina como una exhibición del ejercicio de un poder omnímodo e impune. En este sentido, sin restar responsabilidad al ex interventor, el fiscal señaló que
cuando se producen sistemas y relaciones sociales como las que hemos analizado acá, entonces afloran estos individuos perversos, portadores del rayo de la muerte y que no vacilan en segar la vida de un joven con tal de imponer sus ideas, con tal de imponer su encorsetamiento, y digo esto, porque creo que tenemos que eliminar las articulaciones sociales, las ideologías que se instalan para hacer posible la aparición de estos Remus Tetu o de estos generales y jefes que capitanearon el llamado proceso de reorganización nacional [sic].[61]
Tras la deliberación del jurado, el tribunal atribuyó la autoría material del asesinato a Jorge Argibay y la autoría intelectual a Dionisio Remus Tetu, responsabilizándolo de crear el clima institucional e ideológico indispensable para la comisión del hecho. En consecuencia, se dictó una sanción ética consistente en declarar a Remus Tetu incapaz de ejercer un cargo público o de representación social; solicitar al Consejo Interuniversitario Nacional que lo declarase «persona no grata» en el ámbito de las universidades nacionales y a los Consejos Deliberantes de Neuquén y Bahía Blanca que hicieran lo mismo en sus respectivas jurisdicciones; y, finalmente, encomendar a las autoridades de la UNS una investigación para verificar si subsistían funcionarios que pudieran estar involucrados con los sucesos juzgados.
El juicio ético presentó algunas diferencias sustanciales con respecto a las acciones de 1975 y 1984. En primer término, se desarrolló en una coyuntura en la que no existía una causa activa en la justicia penal que investigara el asesinato de «Watu». En segundo lugar, aunque nuevamente buscó articularse un espacio de juzgamiento por fuera del marco institucional de la justicia estatal, en 1995 se incorporó la arquitectura de un tribunal integrado por personalidades notables de la sociedad civil en quienes se delegó la tarea de juzgar.
Este hecho sugiere una pregunta clave: ¿quién ocupó en 1995 el lugar que en 1975 tomó la FUBB y en 1984 la FUS? Ya no hubo aquí un movimiento estudiantil empoderado que, reconociéndose en la opresión padecida por los estudiantes a manos de Remus Tetu, asumiera el mandato y la responsabilidad ética de articular un juicio político y ejecutar una sentencia. En su lugar, la tarea recayó en la figura de un fiscal encargado de llevar adelante el proceso y se instituyó un jurado, en el que ese movimiento no estuvo representado, para emitir una sentencia.
Reflexiones finales
El artículo buscó mostrar que ciertas particularidades del asesinato de David «Watu» Cilleruelo, tales como sus coordenadas temporales, el hecho de que fuera perpetrado por civiles dentro de una Universidad Nacional y que la Justicia Federal y los actores judiciales tuvieran un rol activo en el aplazamiento de su investigación penal, han llevado a que las formas en que diversos actores construyeron memoria y demandaron justicia por él, no se inscribieran cómodamente en los marcos narrativos del paradigma jurídico cristalizado en los años ochenta.
Estas tensiones han quedado expresadas en acciones políticas mediante las que diversos actores intentaron identificar, juzgar y sancionar a quienes fueron señalados como los principales responsables del crimen por fuera de los marcos institucionales de la justicia estatal. En ese sentido, la reconstrucción del intento de juicio político a Remus Tetu (1975), la Campaña de esclarecimiento y repudio contra Remus Tetu (1984) y el Juicio ético contra la impunidad (1995) han permitido alumbrar dos cuestiones fundamentales.
En primer término, permitió alumbrar los modos que distintos actores hallaron para demandar justicia en escenarios judiciales adversos. En este sentido, al constituirse como acciones políticas con el propósito de producir efectos de justicia bajo la forma de condenas sociales, políticas o morales, cada una de las estrategias pone en debate los alcances y limitaciones de una condena estrictamente penal de las violaciones a los derechos humanos.
En segundo término, se indagó acerca de las formas en que las narrativas producidas o activadas en los escenarios creados por esas acciones políticas se acomodaron o entraron en tensión con los límites de lo narrable delineados por la verdad pública sobre las violaciones a los derechos humanos en distintas coyunturas. De este modo, el análisis de esas narrativas permitió mostrar las superposiciones, solapamientos o contradicciones presentes en cada escenario entre las memorias del terrorismo de estado dominantes a escala nacional y las narrativas locales que dan cuenta de una represión con una temporalidad, unos actores y unas prácticas particulares.
Finalmente, la investigación abre algunos interrogantes acerca de las ideas de justicia que subyacen a las demandas y acciones políticas aquí reconstruidas. Es decir, ¿por qué un juicio político aparece como la respuesta inmediata al asesinato de David Cilleruelo? O, ¿por qué un tribunal ético es la respuesta a la impunidad en 1995? Para abordar estas cuestiones parece evidente la necesidad de estudiar las intersecciones y transferencias entre actores, experiencias e ideas en circulación que trascendieron el espacio local e, incluso, el nacional. Es decir, habría que atender, quizás, a las ideas de justicia popular esgrimidas por la militancia revolucionaria durante los años sesenta y setenta, así como la circulación transnacional de ideas de justicia asociada a experiencias como las del Tribunal Russell, el Tribunal Permanente de los Pueblos o los repertorios de denuncias empleados por organizaciones y redes exiliares durante la última dictadura militar. En esas conexiones entre lo micro (local) y lo global quizás sea posible leer o releer algunas dimensiones del pasado reciente que forman parte de aquella agenda de investigación referida en la introducción del artículo.
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