Artículos

Introducción a una semiótica de la distinción. Oposición, marcación y definición conceptual en la teoría de la cultura

Introduction to a semiotics of distinction. Opposition, markedness and conceptual definition in the theory of culture

Álvaro Ibero
Universidad Complutense de Madrid, España

De Signos y Sentidos

Universidad Nacional del Litoral, Argentina

ISSN-e: 1668-866X

Periodicidad: Anual

núm. 24, e0024, 2023

designosysentidos@fhuc.unl.edu.ar



DOI: https://doi.org/10.14409/ss.2023.24.e0024

Resumen: En este texto se propone una aproximación a los mecanismos de producción de significación conceptual en el lenguaje y, por extensión, en las diciplinas que participan de la teoría de la cultura. A partir de los postulados de la Lingüística Estructural, se establece una introducción semiótica a la distinción, entendida como el sistema de correlación entre dos conceptos disyuntiva y exclusivamente opuestos, por el cual es posible producir —por oposición a lo conocido—significación para entidades extrañas. Se sostiene aquí que, lejos de tratarse de un «universal del lenguaje», este binarismo semiótico es propio de un sujeto sociohistórico particular, como resultado del ejercicio meta–reflexivo en el que participa el inconsciente individual. Finalmente, se sugiere que es a través de este proceso cómo los elementos de la alteridad de la cultura son construidos y conceptualizados por la Modernidad.

Palabras clave: semiología, semántica, inconsciente, individuación, Modernidad.

Abstract: This text proposes an approach to the mechanisms of production of conceptual meaning in language and, by extension, in the disciplines that participate in the theory of culture. Based on the fundamentals of Structural Linguistics, a semiotic introduction is established for the notion of distinction —understood as the correlation system between two disjunctively and exclusively opposed concepts, through which it is possible to produce meaning for unknown entities by opposing them to those which are known. It is argued here that, far from being a «universal of language», this semiotic binarism is bounded to a certain sociohistorical subject, as a result of the meta–reflexive exercise in which the individual unconscious is involved. It is through this process that the elements of alterity in culture are constructed and conceptualised by Modernity.

Keywords: semiology, semantics , unconscious , individuation, Modernity.

Todos los metafísicos, desde Platón a Rousseau, de Descartes a Husserl, han actuado de esta manera, concibiendo el bien como algo anterior al mal, lo positivo como anterior a lo negativo, lo puro como anterior a lo impuro, lo simple como anterior a lo complejo, lo esencial como anterior a lo accidental, lo imitado como anterior a la imitación, etc. Y éste no es sólo un gesto metafísico entre tantos, éste constituye la exigencia metafísica, la que ha sido más constante, profunda y potente.

Jacques Derrida (1977, p.93) [1] (Error 1: La referencia debe estar ligada) (Error 2: El tipo de referencia es un elemento obligatorio) (Error 3: No existe una URL relacionada)

INTRODUCCIÓN

En las últimas dos décadas, las tensiones entre el realismo estructuralista —fuerza central del pensamiento europeo del siglo XX— y la crítica posterior parecen haberse ido disolviendo (por lo general favorablemente a la segunda) en aquellos campos de las Humanidades que se han aproximado a lo que puede denominarse como «teoría de la cultura» (Cf. Schröeder y Breuninger, 2005). La insatisfacción generalizada para con el universalismo de los «opuestos» (del lenguaje y de la cultura) que utilizaba el primer estructuralismo (el de Claude Lévi Strauss (1949) o Roman Jakobson [1956, 1962], por ejemplo) tuvo un primer impulso a finales de los años 60, de la mano de los trabajos de pensadores fundamentales como Michel Foucault (1969, 1982) y, eminentemente, Jacques Derrida (1967), hasta el punto en que hoy en día se asume, de manera general, la «superación» de los paradigmas y modelos de análisis del estructuralismo (Dreyfus y Rabinow, 2001 [1982]).

En los últimos años, esta idea de «superación» de los sistemas explicativos estructuralistas se ha consolidado en la teoría de la cultura, de manera general, mediante la desintegración de los opuestos sobre los que se sustentaban sus relaciones configurativas: así, por ejemplo, los trabajos de Descola (2005) o Viveiros de Castro (2010) han terminado por disolver la oposición naturaleza/cultura que sustentaba la teoría antropológica de Lévi–Strauss (Cf.1958), en la misma medida en que la interpretación de nuevos descubrimientos arqueológicos ha diluido la pertinencia de la oposición esencial de los símbolos de lo masculino/femenino que Leroi–Gourhan (1965) observó en las figuras del arte paleolítico europeo (Cf. Rivero y Ruiz, 2018, p.3), o las ideas hermenéuticas de Paul Ricoeur (2013) han puesto en entredicho la rigidez estructural de las relaciones entre el consciente y el inconsciente que Freud identificó para la psique y la cultura humanas. En cambio, y pese a que originalmente constituyó la principal y primera fuerza reactiva al estructuralismo durante los años 60 (Cf. Derrida, 1967; Kristeva, 1981 [1969], Eco, 1986 [1968]; Barthes, 1971), la lingüística —y, en particular, la semiótica— parecen haber abandonado, en el siglo XXI, su papel reflexivo en torno al papel de los opuestos en la construcción de sentido para el estudio de la cultura.

Recientemente, en el estudio de la cultura —y a menudo de espaldas a la lingüística—tanto posiciones afines (Cf. Ahmadi et al., 2013; Casali Fuentes, 2007) como críticas (Cf. Mousavilar y Pourmahmoud, 2021) con el estructuralismo, han tratado sus «opuestos» como si todos ellos constituyeran un mismo sistema relacional (el de la oposición, en un sentido genérico), esto es, como si los pares consciente/inconsciente, moderno/primitivo, o masculino/femenino estuvieran separados, invariablemente, por la misma «distancia semiótica». En cambio, creo que una aproximación desde la Lingüística permite comprender que las oposiciones conceptuales que el estructuralismo utilizó como unidades básicas de sus sistemas explicativos (y que, en buena medida, la(s) teoría(s) de la cultura todavía sigue(n) utilizando) no articulan siempre sus relaciones significativas de la misma manera. Es decir, en su intento de explicar realidades humanas, la teoría de la cultura (ya sea de corte estructuralista o postestructuralista) no hace uso de un —único— sistema de oposición conceptual, sino de —diversos— sistemas de oposición, fruto de variados procesos de semiosis con implicaciones divergentes para la cultura como entidad de estudio. Es por ello por lo que la semiótica no debería dar por cerrada la cuestión de los opuestos en la teoría de la cultura por mucho que considere haber visto expuesta (hasta cierto punto) su invalidez como sistemas explicativos universales, porque precisamente al hacerlo se ha contribuido a universalizar un fenómeno (el de las oposiciones conceptuales) que es lingüísticamente variado y complejo.

Por el contrario, es a partir de la observación lingüística de los mecanismos (semióticos y semánticos) que regulan las oposiciones sobre las que descansan los sistemas de pensamiento de las principales teorías de la cultura del siglo XX (estructuralismo, psicoanálisis, marxismo, etc.) que resulta posible realizar una crítica profunda (y, si se me permite, de alcance ulterior, acaso «psicológico») del estructuralismo, entendido no ya como modelo epistémico superado, sino como síntoma de la episteme de una Modernidad de la que aún participamos. Y es que en el seno del estructuralismo radica su propia crítica, ya que sus mecanismos explicativos pueden arrojar aún mucha luz sobre el modo en que las teorías de la cultura dan sentido a las realidades que configuran el espectro de las ciencias humanas, especialmente cuando el objeto de estudio es la alteridad, aquello que se desconoce y que necesita encontrar significado.

Por todo ello, los objetivos de este texto son, en esencia, los siguientes:

En definitiva, el objetivo de este ensayo es producir —de manera inevitablemente parcial y tentativa— una introducción a la semiótica de la producción de conceptos distintivamente opuestos, aquellos con los que la Modernidad categoriza realidades que le son extrañas en su producción de sentido cultural; esto es, una semiótica que tiene a las oposiciones conceptuales por sistemas de signos cuyo referente es la cultura, una semiótica que permita hacer aflorar el sentido que existe tras esa estructura opositiva que recoge dos conceptos bajo un mismo precepto para luego separarlos, atribuyendo a cada uno un fragmento del significado que excluye al otro, pero que en conjunción abarcan enormes campos de significación, y que se pregunta por su relación con el conjunto mayor del lenguaje y del pensamiento moderno para con la cultura. Por ello, en última instancia, este trabajo no pretende ser indicativo de la relación entre lenguaje y cultura (objeto central del estructuralismo del siglo XX), sino de la relación entre lenguaje y estudio de la cultura (objeto fundamental de los debates epistémicos del siglo XXI).

LA ESTRUCTURA SEMIÓTICA DE LAS OPOSICIONES CONCEPTUALES

Tipos de oposiciones

Es probable que el gran éxito de la Lingüística estructural (en el sentido de que es una idea que aún pervive) fuera determinar que las formas en las que las unidades del lenguaje se relacionan son diversas y están de algún modo regladas. Tal es el caso para las oposiciones del lenguaje. Así, acudiendo al germen mismo del estructuralismo, Ferdinand de Saussure (2009 [1916], pp.169–175) concibió la existencia de dos tipos de oposiciones en el lenguaje (que él denomina «diferencias»): las oposiciones fónicas y las oposiciones conceptuales. Las primeras, que afectan a la combinación de sonidos diferentes para la producción discursiva del lenguaje (la forma), encuentran su base organizativa —aquello que las vincula para producir semiosis— en la concatenación de sonidos diferenciables que articulan las formas del lenguaje. Las oposiciones conceptuales (semánticas), por su parte, afectan a los significados dados a los conjuntos fónicos del lenguaje (el contenido), estando sustentadas por relaciones asociativas a través de las cuales se construye la base semántica sobre la cual pueden derivarse, por asociación psíquica y memorística, nuevos —y, a priori, infinitos— procesos de semiosis. De estas ideas de Saussure (sobre las que se sustenta la propia noción de la doble articulación del lenguaje) se infiere que las oposiciones fónicas subyacen a la transformación del pensamiento en formas constitutivas a través de la ordenación sintagmática (por articulación o concatenación) y diferencial de sus formas fonéticas mínimas (fonemas), mientras que las oposiciones conceptuales subyacen a la transformación de esas formas en sistema semántico del lenguaje a través de la ordenación paradigmática (asociativa) y diferencial de sus unidades de significado mínimas (monemas). No extraña, por tanto, que esta misma diferenciación se encuentre en la Semántica Estructural de Greimas (1987 [1966]) que denomina oposiciones fonológicas a las primeras, y oposiciones significativas a las segundas.

En consecuencia, y dado que el objetivo de este trabajo es identificar los mecanismos de producción de conceptos significativos en el estudio de la cultura, son las oposiciones conceptuales, significativas o semánticas —las que refieren a la producción de significado— las que aquí nos interesan. No obstante, como se verá, para abordar su conceptualización se hará uso de buena parte de los postulados que la Lingüística del siglo XX enunció para las oposiciones fonológicas, objeto de estudio predilecto del estructuralismo de mitad de siglo. Esta trasposición de lo fonológico a lo semántico, lejos de ser novedosa, ya se encuentra en la obra de Barthes (1971).

Por su parte, toda oposición conceptual refiere a un sistema de significados (campos asociativos, en el imaginario saussureano), y puede definirse, en esencia, por constituirse mediante una correlación de conceptos determinada por el carácter excluyente de sus significados, y que adquiere sentido «solamente al término de una prueba general de conmutación de los significantes y de los significados» (Barthes, 1971, p.63). No obstante, esta exclusión semántica puede producirse por vías muy diversas, algo que permitiría una dinámica clasificatoria interminable, pero que aquí, siguiendo y aplicando los postulados de Trubetzkoy [1939] para las oposiciones fonológicas al caso de las oposiciones conceptuales, podemos reducir a tres modelos de correlación posibles:

Ahora bien, la aceptación como oposición de estos tres modelos de correlación entre conceptos plantea algunos problemas[2]. En primer lugar, dicha aceptación deja —en ocasiones— en manos de competencias extrasemióticas (e incluso extralingüísticas) la propia naturaleza de la correlación conceptual; así, la incorporación de valores ajenos al signo y sus sistemas (valores intraculturales, morales, apreciativos, emotivos, contingentes, etc.) implica que los límites de significación se vuelvan difusos; esto es particularmente frecuente en las «oposiciones» graduales (donde los límites de gradación que separan constitutivamente la significación de un polo de la que configura su opuesto no están regulados por la propia relación del sistema, necesitando de factores ajenos a él, es decir, propios a la cultura pero no al lenguaje). Pero acaso aún más relevante es el hecho de que todas estas «oposiciones» se articulan siguiendo criterios de correlación más o menos propios que resultan en procesos semióticos sustancialmente diferentes. Como intentaré mostrar en el siguiente epígrafe, en el caso de las «oposiciones» graduales y equipolentes la correlación entre conceptos es restrictiva y total pero no es realmente oposicional, en tanto que los criterios sobre los que se articula la vinculación no oponen semánticamente los conceptos que la configuran. Esto es, la estructura de la correlación puede considerarse para estos casos discriminatoria (sensu Greimas 1987 [1966]), pero no oposicional.

División, diferencia y distinción

Pese a que lexicográficamente son sinónimos puros, los intereses de este texto hacen necesario establecer una definición de distincióndivergente de la tradicionalmente postulada por la semiología estructural para el concepto de «diferencia». Así, la diferencia (la différence de Saussure, 2009 [1916]) puede entenderse en el contexto de este trabajo como el conjunto de relaciones que separan a un término o concepto del resto de conceptos que componen un mismo campo. Ahora bien, esta definición no impone límites al número de relaciones ni a la naturaleza de la relación mayor sobre la que estos se articulan, esto es, la de los conceptos diferenciados respecto al campo al que refieren. En este caso, un campo podrá quedar explicado por cinco, diez, o mil conceptos diferentes, y en todo caso siempre podrán irse añadiendo nuevos conceptos que vayan perfeccionando y completando la significación dada al campo. Piénsese de nuevo en las oposiciones graduales; la llamada «oposición» cerca/lejos refiere a un campo («distancia relativa a un objeto u observador») que admite —e incluso se beneficia semióticamente de— la incorporación de nuevos conceptos que completen su significación y perfeccionen la estructura del sistema: contiguo, adyacente, próximo, remoto, perdido, etc. Pero, tras este proceso de incorporación y perfeccionamiento, la estructura opositiva ya no se mantiene: por ejemplo, adyacente no es ya un concepto opuesto a lejos, de la misma manera que cerca no se opone ya a remotoo a contiguo. La oposición se ha disuelto en favor de la división, en la que los conceptos dejan de oponerse para complementarse en su proceso de referencia al campo. Esto es, siguiendo la terminología fonológica estructuralismo, el carácter opositivo de la correlación queda neutralizado.

Consciente de esto, Roman Jakobson (1962) terminó por rechazar el uso de «oposición» para definir el resultado de un proceso semiótico de diferenciación entre conjuntos de conceptos de un mismo campo, considerando que «oposición» únicamente es aplicable a una oposición diádica o estrictamente binaria (es decir, la diferencia de un concepto respecto a otro concepto y a ningún tercero). Sobre este criterio se sustentará su teoría de los rasgos distintivos, de la que surge, en última instancia, la idea fundamental del binarismo lógico como modelo subyacente o estructural al lenguaje. Este criterio es, a mi juicio, clave para distinguir semióticamente la oposición —propiamente dicha, en un sentido «puro»— de los otros resultados semióticos de correlación conceptual: la división y la diferenciación.

La distinción, en este sentido, es entendida aquí como el conjunto de relaciones de semiosis que separan un concepto (singular y único) exclusivamente de otro concepto (singular y único) a cuya definibilidad contribuye por necesidad, y cuya conjunción sirve para completar el total del significado del campo al que juntos refieren. Por ello, para que dos conceptos opuestos sean semióticamente distintos (en lugar de diferentes), la correlación que los une debe reunir tres criterios fundamentales (ver tabla 1):

Tabla 1
Tabla 1

Esquema de las relaciones y criterios estructurales para los diferentes procesos semióticos de correlación

La distinción, en este sentido, es una escisión perfectadel campo de significado: algo en un campo puede tener algo o puede no tenerlo, haber alcanzado algo o no haberlo alcanzado, estar en una posición dada o no estarlo, mostrar un rasgo o cualidad, o no mostrarlo, etc., pero no es posible que simultanee o complemente ambas; por ello, las oposiciones graduales no son realmente oposiciones, sino secuencias sucesivas de diferenciación que resultan en divisiones del campo. Esto mismo ya se desprende de algunos trabajos de Jakobson (1962), quien sugirió que las oposiciones «multilaterales» de Trubetzkoy [1939] no son sino combinaciones de oposiciones «bilaterales», o la obra de Barthes (1971), que no las contempla como sistemas de correlación oposicional. De hecho, en algunos casos una oposición gradual no es sino una concatenación de oposiciones privativas o «puras», es decir, resultado de secuencias sucesivas de distinción. Para estas instancias, la categoría «gradual» responde más bien a una suerte de desubicación del campo al que verdaderamente referencian, puesto que no dejan de ser oposiciones puras cuyo campo relacional se ve sucesivamente ampliado. Piénsese en el manido ejemplo de la oposición día/noche como conceptos configurantes del campo «jornada de rotación del eje terrestre»; se podrá argumentar una gradualidad para la estructura de la relación opositiva al introducir un tercer concepto como «tarde»; no obstante, en tanto que la oposición se sustenta por la presencia o ausencia de luz solar, la tarde es en verdad un subconcepto —hipónimo— dentro de un concepto tornado subcampo —su hiperónimo— (día, en cuyo seno se desarrolla la oposición mañana/tarde, mediada por el rasgo distintivo «posicionamiento del sol en su cénit diario»), y así en lo sucesivo. Podrá, igualmente, argumentarse que el campo «jornada de rotación del eje terrestre» no es sino un campo tornado subcampo dentro de un nuevo campo mayor (por ejemplo, «órbita de traslación terrestre»), y así ad infinitum. Es este modelo sucesivo y generativo de relaciones diádicas, que permite configurar algo así como árboles taxonómicos sobre los que rastrear los procesos de ordenación del significado de un campo, el que el estructuralismo ha considerado como subyacente a toda producción de semiosis (Koch, 1986; Noth, 1994), si bien, como vemos, no es el único modelo posible.

Así, a modo de breve resumen, puede establecerse que existen tres grandes procesos semióticos de correlación conceptual que participan de la producción de significado: la división, subyacente a las oposiciones graduales (que yo considero divisiones); la diferenciación, subyacente a las llamadas oposiciones equipolentes (que, en un sentido estricto, no son oposiciones sino complementaciones o contrastaciones binarias de un campo); y la distinción, subyacente a las oposiciones privativas o puras, siempre diádicas en su estructura. En una división, los conceptos se encuentran mediados por una partición del campo a partir de la identificación de una gradualidad en las cualidades de un rasgo distintivo común a ambos conceptos, y el campo al que refieren es susceptible de incluir otros conceptos que lo completen o perfeccionen, sin que pueda garantizarse que el mismo grado de diferencia sea aplicable a la totalidad de las relaciones contemplables entre todos los conceptos del campo. En una diferenciación, los conceptos se encuentran mediados por una contrastación binaria y exclusiva entre dos conceptos de un mismo campo (diferencia), siendo la diferencia mutua existente entre los conceptos de igual grado; en cambio, esta diferencia no puede devenir en distinción puesto que no permite, por sí misma (y sin ayudas extralingüísticas), explicar la inversión semántica: bello y feo no se niegan mutuamente (que algo no sea bello no implica que sea feo). Esto sí ocurre en las oposiciones puras (las denominadas «privativas» por Trubetzkoy), en las que los conceptos que las componen se excluyen mutuamente y en la misma medida, a partir de una distinción entre ambos, y sirven para dar sentido semiótico a la totalidad del campo, que queda de este modo «semióticamente cerrado» o completo a partir de su articulación sobre un régimen de polaridad de la ausencia/presencia de un rasgo distintivo particular. En estos casos, el propio sistema lingüístico es «suficiente» para ordenar de manera conceptual todo un campo.

Es por esto por lo que, de entre la miríada de conceptualizaciones existentes en la literatura lingüística para la oposición conceptual o semántica, me inclino en última instancia a aceptar y tomar prestada la sencilla definición de R.H. Robins (1995, p.217), cuando sostiene que una oposición lingüística es «el contraste entre la presencia y ausencia de un rasgo o entre dos rasgos distintivos». El resto de correlaciones entre pares supuestamente «opuestos», que no tienen tal valor distintivo, pueden ser en cambio consideradas como «redundantes» en el marco de una aproximación a la Lingüística desde los rasgos distintivos (Kristeva, 1988, p.205). Es esta particularidad la que separa estos procesos de división y diferenciación de los procesos de distinción oposicional, tal y como estos se articulan en la producción de teoría cultural.

La marcación

Las oposiciones privativas, que aquí he llamado «puras», tienen como característica esencial a) su aplicación de acuerdo a un mismo y único eje semántico (en el sentido de Greimas), que es el que dota de significación a ambos conceptos según un mismo principio de semiosis, del cual se desprende b) la disyunción exclusiva de sus conceptos, que, a su vez, implica necesariamente c) una asimetría de sus conceptos (Jakobson y Halle, 1980 [1956]), en tanto que la definibilidad del par se sustenta en la significación primigenia de uno solo de los conceptos a partir de la presencia de un rasgo distintivo. Los sistemas lingüísticos (y culturales) sobre los que se estructura esta asimetría son el objeto de estudio de la Teoría de la Marcación, un ámbito de estudio plenamente implementado en la Lingüística anglófona (Cf. Andrews y Van Schooneveld, 1990; Tomic, 2011), aunque ciertamente subordinado a otros campos en la Lingüística hispana.

Dentro de la Lingüística estructural, se han postulado diversos criterios de marcación para explicar las relaciones de asimetría dentro de una oposición. De entre ellos, cabe rescatar, con carácter general, los siguientes:

Aplicado a la distinción, la presencia es el criterio en el que, en mayor o menor medida, convergen todos los anteriores. Como ya he mencionado, toda oposición pura se construye sobre la presencia y ausencia de un rasgo distintivo; en términos generales, es posible sostener que el concepto marcado es aquel que porta la presencia del rasgo distintivo (Jakobson, 1962, Gvozdanovic, 2011) o «marca» (Trubetzkoy, [1939], p.75), en tanto que es sobre ésta sobre la que descansa la definibilidad del otro concepto (el concepto no marcado o «inmarcado»).

En el ejemplo anterior (día/noche), el día sería de nuevo el concepto marcado puesto que el rasgo distintivo definitorio (incidencia de la luz solar) está presente en él, y ausente en su opuesto (la noche). Es la existencia de luz la que determina no solo la definibilidad de aquello que posee la luz, sino también, por negación u oposición, la de aquello que no la posee: la noche se define por la ausencia de aquello que, en su opuesto, está presente. Veremos más adelante las implicaciones que esta forma de semiosis del lenguaje tiene para la cultura.

No obstante, en este punto intervienen algunos aspectos culturales (extralingüísticos) que, siendo fundamentales para entender la marcación en términos discursivos, no podré desarrollar en profundidad en este texto, aunque espero poder retomarlos pronto. Por ejemplo, entender la presencia de rasgo distintivo invariablemente como determinante de la marcación abre un interesante debate sobre el valor moral o cultural de un rasgo distintivo y su papel en la constitución de marcación o prevalencia semántica. Por ejemplo, en la oposición jurídica inocente/culpable, el rasgo distintivo (haber cometido un acto delictivo) es moral o socialmente negativo, pero está presente en el concepto culpable y ausente en el concepto inocente. Este criterio podría parecer suficiente para considerar inocente el concepto marcado y culpable como el inmarcado o subordinado, si bien (y pese a que moralmente la culpabilidad pueda ser entendida como una ausencia de inocencia), en términos puramente semióticos, la culpabilidad porta en sí la carga positiva de la oposición (la presencia del rasgo distintivo original) sobre la que descansa la definibilidad de la dupla: una sociedad en la que no existieran delitos (y, por ende, culpables de los mismos) no necesitaría producir el concepto de inocencia. La inocencia, en este sentido, es un concepto creado para contrarrestar el valor semántico de la culpabilidad. Es decir, la culpabilidad (aquello que se presenta en primer lugar a la experiencia) es lo que define (por negación) a la inocencia (aquello que solo se manifiesta cuando se toma conciencia de su opuesto). Por ello, considero que, aunque en términos morales o sociohistóricos un rasgo distintivo sea portador de una carga negativa, en términos semióticos su presencia debe ser considerada como determinante de la marcación, ya que es ésta la que carga con el potencial de definibilidad para los conceptos de la oposición resultante, algo que, como veremos, tiene una importancia crucial en la creación de conceptos aplicables a la teoría de la cultura.

LOS PROCESOS DE DISTINCIÓN OPOSICIONAL

A partir de lo señalado hasta este punto puede considerarse que las oposiciones conceptuales son el resultado de procesos cognitivos referenciales acontecidos en lo que podemos llamar el/un «imaginario lingüístico» (inconsciente colectivo, si se prefiere), mediante los cuales la significación de ciertos aspectos concretos de la realidad es entendida y definida en oposición directa a la significación de otro aspecto. Estos procesos son lo que aquí denomino procesos de distinción oposicional, entendidos como actos —semióticos por naturaleza, pero, como veremos, con alta carga epistémica— por los cuales campos de significado complejos son reducidos a parejas de conceptos excluyentes pero vinculados por sistemas de relaciones en los cuales se revela el entramado básico del pensamiento que produjo la distinción. Ahora bien, me veo en este punto en la necesidad de abordar dos cuestiones fundamentales que más adelante me permitirán trasponer algunos de los preceptos aquí expuestos a la teoría de la cultura, esto es, pasar de lo estrictamente lingüístico a lo cultural. Estas cuestiones son la génesis y la motivación subyacentes a los procesos de distinción oposicional.

Por génesis me refiero a la cuestión crucial del origen de las oposiciones en el marco de la cultura y el lenguaje (o, lo que es lo mismo, si ese «imaginario lingüístico» que produce oposiciones para definir la realidad percibida tiene un carácter coyuntural a una lengua o un modelo cultural, o si, por el contrario, tiene un carácter esencial a el lenguaje y a la cultura). En este sentido, todos los autores que han tratado la oposición desde una perspectiva más o menos diacrónica parecen coincidir en situar el origen del pensamiento conceptual oposicional en la Grecia Clásica (Cf. Ogden, 1967 [1932]; Danesi, 2009), un momento en el que en el ámbito occidental se instaura y expande la meta reflexividad del lenguaje como una tendencia cultural indisolublemente vinculada al desarrollo de la escritura y sus psicodinámicas rupturistas y abstractivas (esto es, se comienza a reflexionar sobre el acto de reflexionar, a pensar el pensamiento, a hablar del habla, etc.). Ahora bien, ¿implica esto que su origen está realmente en la escritura o en sus procesos asociados? ¿Es posible encontrarlo en sociedades ajenas a estas dinámicas culturales? Si uno sigue a Lévi–Strauss (Cf. 1996 [1964]) la respuesta le parecerá indiscutiblemente positiva: los métodos de análisis del estructuralismo clásico en su aplicación a la cultura parecieron identificar organizaciones binarias de la realidad en sociedades con trayectorias socioculturales muy diferentes de la seguida por el ámbito occidental.

También en el estudio del lenguaje esta propuesta ha sido sumamente influyente. El propio Jakobson (Cf.1962, p.193) parecía seguro de que la dicotomía de los rasgos distintivos que produce el binarismo oposicional (en los dos niveles de Saussure: tanto fonológico como conceptual) es resultado de una operación lógica que es inherente a la ontogenia humana y que es, en buena medida, esperable en todas las lenguas existentes, independientemente de sus coyunturas culturales: es decir, el binarismo lógico es una cualidad estructural al lenguaje y, por ende, a la humanidad. No obstante, a finales de los años 60 y comienzos de los 70 esta visión comenzó a ser cuestionada en un bombardeo contra el núcleo mismo del estructuralismo: tanto la lingüística (Cf. Kristeva, 1981 [1969], Eco, 1986 [1968], Martinet, 1973) como la filosofía (Cf. Derrida, 1967), pusieron de relieve la imposibilidad de universalizar el binarismo como experiencia ordenativa de la cultura, considerando que la distinción oposicional se corresponde más con una metodología (o acaso sesgo) de estudio del lenguaje que con una realidad ontológica del lenguaje y apuntando, en última instancia, a un intervencionismo epistémico de las asunciones del investigador como observador. Esta postura sugiere, en definitiva, que el binarismo es, realmente, «un procedimiento de examen» (Martinet, 1976, p.127).

Por mi parte, tiendo a alinearme con esta segunda línea argumental, al creer que este binarismo que observamos en el lenguaje (en el propio y en el de otros) participa de un ejercicio meta–reflexivo, resultado de traer a la consciencia lo inconsciente (recordemos, como sugiere Barthes [1971, p.81], el papel del binarismo como «meta–lenguaje»: pensar el pensamiento, hablar del habla, etc.), un proceso central para el psicoanálisis y la psicología analítica que puede ser rastreable en ciertos puntos del recorrido sociohistórico del sujeto como entidad pensante/hablante. Por decirlo de manera muy clara: creo que este binarismo —este modelo oposicional de categorizar las estructuras significantes de la realidad—, es resultado coyuntural de un proceso cultural muy particular de distinción de la identidad del propio sujeto: la individuación. Es esta idea, sencilla pero de profundas y complejas implicaciones, la que, a mi juicio, mejor permite abordar la cuestión tanto de la génesis como de la motivación de los procesos de distinción oposicional.

En buena medida, fue Carl Gustav Jung (1993 [1916]) quien, a través de su hipótesis del «proceso de individuación», inauguró la idea de la configuración identitaria del sujeto entendida como proceso humano, y no como esencia de lo humano. En su concepción más general, la individuación es comprendida por los analíticos como un proceso de recuperación de lo inconsciente, que es traído a (y reconciliado en) lo consciente (Jung, 1993 [1916]) dentro de un marco personal que constituye la formación del ego del sujeto pensante; más particularmente, se trata de un proceso de separacióno «diferenciación de sí mismo» (Bowen, 1991) respecto a lo demás, que resulta en la producción del individuo como modelo de identificación de la persona. La individuación, concebida en estos términos, sería, por tanto, el proceso por el cual las personas se convierten en individuos, conscientes de su propia singularidad o unicidad ontológica. Pero lo cierto es que la individuación tiene importantes consecuencias para la psique de la persona (ya erigida en individuo), en tanto que este proceso distintivo de la identidad de algún modo inaugura o anticipa todos los demás procesos distintivos (aquellos que afectan a la ordenación del mundo y, por extensión, a la producción de significado). Murray Stein (2006, p.22), importante abanderado del junguismo contemporáneo, lo resume del modo siguiente:

Mientras la persona va adquiriendo dicha sensación de singularidad [la individuación], a la vez descubre (o quizás genera) la paradoja de la complejidad, es decir, los opuestos psicológicos. Al tiempo que se van haciendo distinciones, se van formando parejas contrapuestas: arriba y abajo, detrás y delante, belleza y fealdad, macho y hembra, bueno y malo, tiempo y espacio, y así sucesivamente.

En este sentido, el proceso de individuación subyace a ese binarismo meta–reflexivo que obsesionó al primer estructuralismo y permite explicar, hasta cierto punto, por qué la sociedad occidental (constituida por individuos) observa en sociedades ajenas procesos de ordenación conceptual de carácter distintivo (más adelante veremos cómo lo hace): la individuación resulta en una toma de conciencia de los opuestos (Jones, 2011), y la proyección de éstos en la producción de sentido para toda realidad (incluida la cultura como campo de estudio) tal y como ésta se presenta a la persona–individuo. De este modo, lo que la analítica de Jung postula para la identidad humana puede traducirse al lenguaje en algo así como una semiótica del cuerpo[3]. En efecto, para el sujeto individual el proceso de individuación no es sino la generación de una contraposición del yo respecto a todo lo demás, utilizando el cuerpo propio como rasgo distintivo sobre el que se sostiene toda oposición entre el ego y el alter, entre la persona que soy yo y la persona que es otro, entre mi ser (delimitado por la contención sustancial de mi cuerpo) y todos los demás seres posibles (situados fuera de los límites sensibles de mi cuerpo). Es mi cuerpo el que marca la distinción básica y esencial de toda existencia posible, quedando todo lo demás explicado como oposición a (y a partir de) mi propio cuerpo. Como bien señala Stein, esta oposición primigenia, ontogénica, que resulta en la construcción del sujeto individual, es la responsable de que otros procesos de producción de semiosis adopten una estructura oposicional similar. En cierto modo se trata de una oposición iniciática o generativa de nuevas oposiciones, el desencadenante del binarismo distintivo como sistema de significación para realidades exógenas o extrañas, que es introducido al lenguaje y la semántica desde una construcción particular de la identidad.

Y es que cuando un individuo reflexiona rara vez lo hace sobre las cosas mismas (el pensamiento fenomenológico está, a mi juicio, muy lejos de ser «habitual» o «normal» en la psique humana, siendo más bien un producto sublime de la meta–reflexividad moderna para con la cultura); por el contrario, la reflexión orbita en torno a la configuración de las cosas en relación con uno mismo, y al hacerlo se da cuenta de que la cosa abarca un campo de significación que es ingente, intangible, imposible de aprehender de manera «positiva» debido a las limitaciones de la experiencia del sujeto individual respecto a innumerables campos a los que se quiere dotar de significación. Por ello, para dar sentido a todo aquello que pertenece al espectro intangible de la significación de dicha cosa (lo no experimentado, ajeno, extraño, desconocido), se produce una especie de copia en negativo de aquello que sí es aprehensible y reconocible a la experiencia. Es entonces cuando se recurre al opuesto de lo conocido, dando lugar a una distinción oposicional que, por negación de lo familiar, permite ahora alumbrar una definición para aquello que anteriormente quedaba en la oscuridad del significado (de aquí la importancia dada anteriormente al criterio de definibilidad). Ésta es, en última instancia, la motivación que subyace a este tipo de procesos. Es en este contexto en el que Jeanne Martinet (1976, pp.128–219) sostiene, a mi juicio acertadamente, que la oposición entre unidades significantes

se trata de un proceso dialéctico según el cual se marca, en un primer tiempo, la alteridad de un ser o de un objeto, oponiéndola a otro ser o a otro objeto, concebido como representante del tipo normal; y, una vez cumplido esto, se toma conciencia, por reacción, de la especificidad de lo que se estimaba que era el tipo normal [Énfasis añadido].

Esta conceptualización dialéctica de las oposiciones como productoras de semiosis se localiza también en Umberto Eco, quien sostiene que la función sígnica se alimenta de la dialéctica entre presencia y ausencia (1984, pp.34–35). El motor tras esta dialéctica parece claro: la necesidad de definir lo ajeno a partir de lo familiar, lo extraño a partir de lo propio, la alteridad a partir de la normatividad, y, en cierta medida, también a la inversa. Los procesos de distinción oposicional, en este sentido, parecen surgir como recursos semánticos propios a epistemes particulares (las de sujetos instituidos en individualidades ontológicamente delimitadas por el cuerpo) a la hora de construir y dar sentido a la realidad, marcando un concepto para que, por inversión semántica, resulte en una ampliación del campo significable tal y como éste es percibido.

Ahora bien, para los junguianos (como lo era para los estructuralistas el binarismo lingüístico), este proceso de individuación constituye un fenómeno universal. De nuevo son las palabras de Stein (2006, p.21) las que lo ejemplifican a la perfección:

El instinto de crear especificidad en la consciencia humana, de volverse lo que uno (o quien uno) naturalmente es, es de origen natural. Así pues, perseguir la individuación está de acuerdo con la naturaleza humana. El movimiento en pos de la individuación no es optativo, no es condicional, no depende de las veleidosas diferencias culturales. Es un elemento inherente [...].

Es en este punto donde mi pensamiento diverge respecto al concepto de individuación de la analítica junguiana, alineándome por el contrario con el pensamiento de autores que descartan la universalidad del sujeto individual como mecanismo de la identificación de la persona, en favor de una aproximación marcadamente interpretativa, como son Michel Foucault (1982), y, particularmente, Almudena Hernando (2002, 2012). En efecto, considero que el proceso de individuación (en los términos propuestos por Jung) tiene una gran capacidad explicativa para los fenómenos de ordenación semiótica y epistémica de las sociedades de individuos (entre las que cabe situar, casi como modelo paradigmático, a la Modernidad Occidental, en cuyo seno se localizan el pensamiento estructuralista, el psicoanálisis, el junguismo, la semántica greimasiana y tantas otras teorías de la cultura que toman al individuo como sistema de referencia unívoco para la cultura). Pero que la nuestra indudablemente lo sea no significa que toda sociedad concebible sea, en efecto, una sociedad de individuos. De acuerdo con Hernando (2002) y su aproximación arqueológica al sujeto, una serie de coyunturas socioeconómicas (entre las que destacan el grado de complejidad socioeconómica, el posicionamiento entre pensamiento metafórico/metonímico, el desarrollo de mecanismos técnico–intelectivos como la escritura, etc.) subyace a la producción sociohistórica de la identidad, resultando en una distinción oposicional que ella segrega en dos: una identidad relacional (propia de sociedades con bajo grado de complejidad socioeconómica, como los cazadores–recolectores), por la cual los sujetos se identifican y representan a sí mismos a través de los sistemas de relaciones en los que se integra su existencia; y una identidad individual (propia de sociedades con alto grado de complejidad socioeconómica, como la sociedad occidental moderna), por la cual los sujetos se identifican y representan a sí mismos como entidades independientes a los marcos relacionales en los que desarrollan sus vidas[4]. Esto implica que, a lo largo y ancho del recorrido sociohistórico de la humanidad, la cultura ha operado en modos particulares que han resultado en modelos identitarios particulares, y permite sostener que, durante la inmensa mayoría del tiempo humano (más de 2,5 millones de años), el proceso de individuación —encargado, como creo yo, de la producción de pares opuestos binarios— no ha existido como tal en las sociedades humanas, sino que es, por el contrario, producto de las coyunturas sociohistóricas más recientes, pudiendo apenas remontarse unos pocos milenios en el pasado —ya histórico— de nuestra especie.

Así, considero razonable sostener que las aproximaciones afines al estructuralismo (como método) sí contribuyen a devenir, en cierto modo, lo inconsciente —ya sea individual o colectivo— en consciente (objetivo último, creo, de las Humanidades en el marco de la episteme moderna), trayendo al lenguaje y la cultura propios la dinámica que el investigador identifica en modelos lingüísticos y culturas extrañas; no lo hace, en cambio, de la manera en que sugiere ese estructuralismo de corte —digamos— realista. Esto es, sus procedimientos no revelan el inconsciente de las culturas y lenguas ajenas en las que el investigador cree poder identificar este binarismo, sino que es el inconsciente del investigador el que está revelando, a través de estas distinciones, su propia estructura pensante, que es —esencialmente— binaria a fuerza de la distinción identitaria de la que surge su propia individualidad como sujeto social que interpreta el mundo. Por ello puede argumentarse que la construcción de los predicados y conceptos que dan sentido y ordenan la realidad del individuo responde, además de a una producción de semiosis, a una interpretación de los fenómenos de la realidad, propios y ajenos (lo cual tiene importantes implicaciones para el estudio de la cultura). El propio Freud (1900, p.43) parecía consciente de esto:

Sabido es que no podemos contemplar una serie de signos extraños, ni oír una serie de palabras desconocidas, sin falsear primero su percepción, situándolos al lado de algo que nos es conocido, impulsados por la preocupación de la comprensibilidad.

Por todo ello, y a diferencia de lo sostenido por la Lingüística estructural, creo posible hipotetizar que los procesos de distinción oposicional —resultantes en oposiciones semánticas— no existen en el lenguaje ni le son algo consustancial. Por el contrario, creo que son procesos que existen en la(s) cultura(s), y que desde ella afectan al lenguaje o, al menos, al lenguaje tal y como éste se estructura en algunas culturas, resultado de una interpretación particular del mundo. En el último epígrafe de este texto intentaré mostrar sumariamente cómo se produce dicha afectación.

LA DISTINCIÓN EN LA TEORÍA DE LA CULTURA: EL PASADO PRE/HISTÓRICO Y SUS CONCEPTOS

La oposición entre Prehistoria e Historia es una oposición fundamental en la discursividad arqueológica. Según el planteamiento que he expresado en este texto, la Prehistoria y la Historia serían conceptos temporales distintos (y, por tanto, opuestos de una manera «pura») porque se excluyen mutuamente y en la misma medida, siendo los dos suficientes para abarcar la totalidad del campo «lapso temporal de la historia—con minúscula— humana». Es decir, Prehistoria e Historia son conceptos historiográficos y epistémicos dotados de una perfección semiótica, en tanto que en su oposición radica la totalidad significativa del campo al que refieren (esto es, la historia —con minúscula—– completa del ser humano en la Tierra).

Esto no ocurre, en cambio, con todos los conceptos temporales que manejan la Historia o la Arqueología. Piénsese en los conceptos «Edad Contemporánea», «Edad Moderna» o «Edad Media»[5]; en efecto, Edad Contemporánea y Edad Media son conceptos diferentes, pero no distintos, en tanto que son fruto de un proceso de división (recordemos: sucesivas diferenciaciones y/o distinciones) del campo de la Historia. Las relaciones entre lo contemporáneo y lo medieval no pueden ser caracterizadas como opuestas porque a) no permiten por sí mismas completar en su totalidad ningún campo; y b) su relación no está mediada por la presencia o ausencia de ningún rasgo distintivo. No obstante, como ya vimos, esto no impide que procesos de distinción oposicional expliquen o participen de los procesos de división o diferencia. Son precisamente estos procesos oposicionales los que permiten distinguir, por ejemplo, entre una Modernidad Clásica (previa a los procesos de formación del Estado liberal), que da sentido al concepto de Edad Moderna (ca. 1500–1800) y una Modernidad Contemporánea (en la que los procesos de formación ya se han materializado), dando sentido al concepto de Edad Contemporánea (ca. 1800–presente).

Ahora bien, reflexionemos sobre la perfección y completitud de la oposición Prehistoria/Historia, imaginando que la Arqueología descubre una nueva cultura tecnológica, con cantos y piedras talladas, que datasen de hace 4 millones de años, varios cientos de miles de años antes de que, según nuestros cálculos más recientes, el género Homo habitara el planeta. Naturalmente, no podríamos generar un nuevo concepto (la Pre–prehistoria, o la Ante–prehistoria), en tanto que el rasgo distintivo que sustenta el proceso de distinción original (el uso o no de escritura como mecanismo discursivo de producción y reproducción del conocimiento y la técnica) permanece intacto: la nueva cultura tecnológica de hace 4 millones de años quedaría, indudablemente, englobada en el concepto de Prehistoria (siempre que no disponga de sistemas de escritura, tal y como cabría esperar). Tales descubrimientos servirían, en todo caso, para prolongar o dilatar uno de los conceptos de la oposición. Es decir, la oposición es perfecta porque permite la modificación de uno de sus conceptos para acceder a una ampliación del campo, sin que se produzca una alteración de la estructura correlacional entre los conceptos. Esto no implica, claro está, que la distinción sea histórica o epistémicamente perfecta, carente de fallos interpretativos, o esté siquiera dotada de una alta representatividad (bien sabido es que los problemas que plantea esta distinción a la Arqueología son ingentes). La perfección, como vimos, se ciñe exclusivamente al espectro semiótico de la oposición.

Pero sigamos poniendo a prueba la perfección de dicha oposición distintiva: lo que en tiempos recientes viene denominándose Posthistoria (entendida como un periodo recién inaugurado de superación de la Historia como sistema de explicación de los procesos sociales; Cf. Racionero Carmona, 2005), podría, a priori, observarse como una destrucción de una oposición que yo he presentado como semióticamente perfecta. No obstante, tal observación presenta un problema: la Posthistoria, así concebida, no encuentra su caracterización conceptual en el rasgo distintivo original de la oposición Prehistoria/Historia, en tanto que utiliza la escritura y sus psicodinámicas para oponerse ideológicamente a los postulados de la Historia como ciencia social; es decir, la introducción de este concepto modifica el rasgo distintivo catalizador del proceso oposicional, de tal manera que Posthistoria no es ya un concepto de una oposición triádica Prehistoria/Historia/Posthistoria; por el contrario, Posthistoria es solo un concepto de una oposición distintiva —alternativa— Historia/Posthistoria, definida por un nuevo rasgo distintivo: el uso o no de la conciencia histórica para explicar la realidad de los cambios sociales.

Compliquemos aún más el ejemplo, llevándolo al terreno de lo futuro. Imaginemos que, en un par de décadas, algún cataclismo social llevase a Occidente a abandonar la escritura, retornando a la oralidad como sistema de producción y reproducción del lenguaje y del conocimiento. Esto implicaría, de facto, un cambio estructural que bien podría resultar en algo que encajaría en la denominación de Posthistoria, ahora sí realmente opuesta al concepto de Historia tal y como ésta se define según el rasgo distintivo «uso o no de escritura como mecanismo discursivo de producción y reproducción de conocimiento». ¿Tendríamos, entonces, una oposición triádica, imperfecta, abierta al cambio gracias a la acción cíclica del tiempo? ¿Se sostendría ahora la oposición Prehistoria/Historia/Posthistoria? Lo cierto es que, al menos semióticamente, esto no parece así: el abandono de la escritura constituiría, en verdad, un retorno a la Prehistoria.

Podría pensarse que tal cosa no es posible, que a todas luces una Posthistoria acaecida en el seno de las coyunturas materiales de nuestro tiempo (superpoblación, crisis climática, falta de recursos, etc.), sería una cosa sustancialmente distinta de la Prehistoria (y sus dinámicas coyunturales) tal y como hoy la conocemos. Pero lo cierto es que, conceptualmente, no existiría criterio alguno para distinguir un periodo de otro, en tanto que el rasgo distintivo que produce, en primer lugar, la idea de Prehistoria, permanecería idéntico e inalterado en el concepto de Posthistoria, aunque los modelos económicos, sociales o culturales de ambos fueran diferentes. Es decir, existe una remanencia en la estructura semiótica, que es la que establece los límites del concepto dentro de los cuales, a posteriori, éste es caracterizado en términos históricos o materiales. Por ello, la caracterización que se haga del concepto en términos sociohistóricos podrá cambiar, pero no así el concepto en sí mismo: éste sigue definiéndose en los mismos términos, esto es, en su oposición frente a la idea de Historia, independientemente de que la preceda o la suceda. Que pensemos lo contrario tiene que ver, a mi juicio, con lo que podríamos llamar «procesos de marcación epistémica», inherentes al pensamiento occidental y su idea de «progreso» en su búsqueda de estructuración categorial de la realidad, algo que intentaré mostrar enseguida.

Para ello, primero es necesario conocer cuál es la dinámica de marcación en esta oposición; esto es, cuál es el concepto marcado o privilegiado, y cuál es el concepto inmarcado o subordinado. No resulta complicado establecer que, en este caso, Historia es el concepto marcado de acuerdo a todos los criterios posibles: si atendemos a la inclusividad, es la Historia la que incluye a la Prehistoria, puesto que sin un interés histórico por el pasado (que surge de la Historia) el concepto de Prehistoria no encuentra razón de ser, no es nada ni en términos ontológicos ni temporales; si se observa su informatividad, resulta innegable que uno necesita conocer de antemano qué es la Historia para poder determinar qué es la Prehistoria, es decir, la información imprescindible para acceder al sentido de la oposición radica en el concepto de Historia, y no en el de Prehistoria. Pero, incuestionablemente, una vez más el criterio esencial para establecer la prevalencia conceptual dentro de esta distinción es que, en la dicotomía entre presencia y ausencia de rasgo distintivo (recordemos: el uso o no de escritura como mecanismo de producción y reproducción del lenguaje y el conocimiento), la Prehistoria es el concepto que porta la ausencia, mientras que la Historia porta la presencia. Es decir, aquello que define conceptualmente a los miembros de la oposición se encuentra presente en la Historia, y ausente en la Prehistoria. Todo esto parece converger en una idea clara: es la Historia la que define, por oposición, a la Prehistoria. O lo que es lo mismo, es la ausencia de escritura lo que define a la Prehistoria. Ahora bien, ¿cómo es esto ontológicamente posible si, a todas luces, la Prehistoria antecede en el tiempo a la Historia? ¿Es que acaso la escritura es una condición indispensable, eventualmente ineludible para toda forma de cultura humana?

En este punto considero que, como ya señaló Derrida (Cf. la cita que abre este texto), la asunción de la metafísica occidental (inaugurada con el propio acto de pensar —lingüísticamente— el pensamiento, en la Antigüedad) de que los conceptos positivos anteceden ontológicamente a sus negativos subyace a esta forma de construcción discursiva sobre el tiempo en Arqueología. Es decir, se asume que lo negativo (la ausencia de algo) se define por su relación con su positivo (la presencia de ese algo), y nunca al revés. No obstante, este planteamiento es problemático, especialmente si se observa en términos históricos, atravesados por el velo del tiempo: que los primeros 2,5 millones de años de la Humanidad se definan por su ausencia de escritura es igual de incongruente que definir el siglo XIX por su ausencia de televisión: algo que aún no existe es garante de la esencia o definición de lo que anteriormente ya existía. Podría argumentarse, en este punto, que es posible invertir el signo de la oposición, resultando en una inversión de su marcación y en una invalidación de mi postura; así, si entendiéramos que el rasgo distintivo de la oposición Prehistoria/Historia no es la escritura, sino la oralidad, podría considerarse que la Prehistoria es el concepto marcado o privilegiado, portador del rasgo distintivo definitorio. Ahora bien, aceptando esto, ¿realmente se define la Historia por la ausenciade oralidad? Indudablemente no, porque lo cierto es que la Historia no soloutiliza la escritura, sino que la añade o suma respecto a aquello ya presente en la Prehistoria, esto es, la oralidad. Es decir, en la Historia, la oralidad y la escritura coexisten.

Entonces, ¿qué explica que esta incongruencia se nos aparezca como natural? A mi juicio, esto se debe a que la producción epistémica de «marcación» (que, recordemos, semióticamente se determina por la dicotomía presencia/ausencia) se determina, en el marco explicativo de las teorías de la cultura, por la dualidad progreso/retroceso. La sociedad occidental entiende el progreso como un proceso acumulativo, aditivo, por el que la Humanidad va sumando nuevos valores (la Historia como disciplina juega un papel crítico a este respecto), añadiendo sucesivamente nuevas capas de conocimiento y técnica que desembocan en el presente como suma de todos los avances posibles: en este marco, la presencia es indicativa de la esenciaconceptual, es aquello que se define a sí mismo y de lo que emana la definibilidad de su opuesto. Por ello, la sensación moderna de avance o progreso está ligada al reconocimiento de una creciente presencia de entidades y realidades relativas a la Humanidad y su cultura, y por eso la pérdida o desaparición de un conocimiento o técnica es contemplada por la Modernidad como un «retroceso» (piénsese en el Patrimonio cultural, por ejemplo). Y lo realmente relevante es que este progreso se nos presenta a la mente como algo natural cuando categorizamos el mundo: dado que, a nuestros ojos, solo la presencia es capaz de producir definición, la ausencia se nos revela como un paso atrás a nivel ontológico, el paso de lo positivo a lo negativo, de la definición a la indefinición. Por ello la oralidad se define como «la ausencia de escritura»[6]; por ello las sociedades preindustriales se definen por su «ausencia de industrialización»; y, por supuesto, por ello la Prehistoria se define como la «ausencia de Historia», aun cuando en todos estos casos el concepto inmarcado o negativo es el que realmente antecede al marcado o positivo. Y, exactamente por lo mismo, no concebimos una Posthistoria como un concepto idéntico a la Prehistoria pese a que el rasgo que los define y les da su significado sea exactamente el mismo: nos negamos a reconocer la posibilidad de que se produzca un cambio ontológico en la esencia de algo que lo equipare a algo que ya existió, puesto que lo concebimos como un «retroceso» incompatible con nuestra propia idea de avance o progreso del tiempo.

CONCLUSIÓN

Dar por superado el estructuralismo, aduciendo la invalidez de sus universales, es quedarse a medio camino. En efecto, al universalizar el concepto del inconsciente, el realismo estructuralista erró en concebir como inmanentes al lenguaje y la cultura aquellos elementos que le eran particulares al lenguaje y la cultura propios. Pero ese error, lejos de haberse revertido, continúa muy presente en la teoría de la cultura del siglo XXI: quizá no se encuentre explicitada en sus libros y artículos, pero sí impregna cada decisión lingüística, cada pequeña distinción del lenguaje con la que tal o cual concepto adquiere significación, subyace a cada acto semiótico que nos sirve para dar sentido a realidades que nos son extrañas, lejanas, inconcebibles si no es a partir de nosotros/as mismos/as. Así, el estructuralismo (como modelo) es el síntoma de las limitaciones epistémicas de la Modernidad en su intento de significar el mundo y, en cierto modo, es en el estructuralismo (como método) donde —creo— radica el remedio para su propia afección. No en vano, quienes inicialmente (y con mayor éxito) lograron poner de manifiesto las limitaciones del estructuralismo (Lacan, Kristeva, Barthes, Derrida, Foucault, etc.) lo hicieron, en gran medida, partiendo de sus supuestos. Y, al hacerlo, no solo derrocaron al modelo, sino que mostraron de qué manera subyacía al estructuralismo el inconsciente colectivo de la Modernidad.

Las Humanidades, en su misión de traer a la consciencia colectiva lo que a la colectividad le es inconsciente de sí misma, recurren a la producción de conceptos. Pero, al situarse como modelo de toda experiencia humana, la Modernidad aspira a alcanzar no solo su propio inconsciente, sino el inconsciente de la Humanidad, un espacio oscuro en el que habitan elementos y aspectos que le son extraños, inaccesibles a la experiencia e inaprensibles mediante el pensamiento fenomenológico: en él habitan las alteridades, presentes y pasadas. Y la alteridad es indefinible si no es dándole la vuelta semióticamente a lo que se conoce y se controla: requiere de una traducción a un lenguaje —conceptual— que nos sea familiar. Al construir sentido de esta manera, la teoría de la cultura hace uso de las oposiciones distintivas (propias del lenguaje «individualizado») en las que la ausencia de aquello que está presente en nosotros cobra significado no por sí mismo, sino a partir de nosotros, en un proceso semiótico tan epistémicamente peligroso como inevitable. Conocer los mecanismos que estructuran estos procesos contribuye a mitigar el peligro, si bien no parece existir un marco de conocimiento que permita abordar la alteridad en la cultura sin escapar al espejo distorsionador de nuestro propio discernimiento, ese espejo que, sin ellos saberlo, preocupaba en la misma medida a individuos tan distintos como Freud y Derrida.

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Notas

[1] Traducción del autor a partir del original.
[2] Muchos de ellos están ya explicitados en Hjelmslev (1971 [1943]) o Barthes (1971).
[3] Esta idea está ya, en cierta medida, presente en Ogden (1967 [1932]), cuando sugiere, por ejemplo, que el sistema referencial para distinguir lo caliente de lo frío no es otra cosa que la propia temperatura del cuerpo humano.
[4] Pese a que el proceso de producción de identidad es ciertamente gradual, nótese que la propia ordenación de la identidad que ofrece esta autora es, en sí misma, oposicional y distintiva, en tanto que emana de una episteme individual que opone lo relacional (ajeno) a lo individual (propio). No obstante, Hernando ha sido plenamente consciente de ello a lo largo de toda su obra, lo cual alumbra un buen camino a recorrer en la producción de conocimiento sobre estructuras exógenas (como el pasado o la alteridad antropológica).
[5] Evidentemente, todos estos conceptos son «modernos», fruto de la teoría de la cultura de la Modernidad, en tanto que en el siglo XII nadie hubiera considerado medieval ni hubiera considerado que su tiempo histórico es el que se sitúa en «medio».
[6] Para un magnífico trabajo que contribuye a desmontar este sesgo, dotando a la oralidad de unas dinámicas propias en lugar de concebirla como simple negación de la escritura, ver Ong (1982).
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