Estigmatización, violencia y discriminación: situación de convictos y ex convictos en el contexto mexicano
Stigmatization, violence and discrimination: situation of the prison population in the Mexican context
Delito y Sociedad
Universidad Nacional del Litoral, Argentina
ISSN: 2362-3306
Periodicidad: Semestral
vol. 52, núm. 30, 2021
Recepción: 28 Agosto 2020
Aprobación: 09 Febrero 2021
Resumen: El estigma, desde los aportes de Erving Goffman, es un atributo y, recientemente, se considera un proceso social. La sociología interaccionista afirma que el estigma puede desplegarse en varios ámbitos de la interacción social y confluir en otros fenómenos sociales como la discriminación y la violencia. Además, el estigma pertenece a grupos sociales específicos, entre los que destacan los convictos y ex convictos. Tal grupo es claramente desvalorizado y rechazado por la sociedad. A través de una revisión documental, el presente trabajo busca analizar y comprender los efectos del estigma de este grupo en particular en el contexto mexicano. Aunque es carente la investigación empírica sobre las causas y los efectos del estigma hacia hombres y mujeres, se ha encontrado que en México existe un perfil homogéneo para los convictos, los cuales, dentro y fuera de la cárcel, viven en condiciones de estigma, violencia y discriminación, lo cual posee causas estructurales como la pobreza, la desigualdad y la exclusión social. En el caso de las mujeres, el estigma es relativo al género. Finalmente, se establece una relación entre las vivencias de estigma y discriminación dentro de la cárcel y las dificultades que enfrentan los individuos tras ser liberados.
Palabras clave: estigma, género, niños, desigualdad, México.
Abstract: Stigma, from the contributions of Erving Goffman, is an attribute and is recently considered a social process. Interactionist perspective in sociology states that stigma can be deployed in various areas of social interaction and converge on other social phenomena such as discrimination and violence. In addition, the stigma belongs to specific social groups, among which are convicts and ex-convicts. Such a group is clearly devalued and rejected by society. Through a documentary review, this work seeks to analyze and understand the effects of this particular group's stigma on the Mexican context. Although empirical research on the causes and effects of stigma on men and women is lacking, it has been found that in Mexico there is a homogeneous profile for convicts, who, inside and outside the prison, live in conditions of stigma, violence and discrimination, which has structural causes such as poverty, inequality and social exclusion. For women, the stigma is gender-related. Finally, a relationship is established between the experiences of stigma and discrimination within the prison and the difficulties faced by individuals after being released.
Keywords: stigma, gender, children, inequality, Mexico.
Introducción
La sociología contemporánea ha puesto en tela de juicio la hegemonía que, por mucho tiempo, ha tenido el análisis sociológico de las estructuras, la organización o los grandes sistemas en la sociedad, lo cual ha dejado de lado las situaciones cotidianas de la interacción social. Esta superación de lo «supra-individual» dirige los estudios sociológicos a la noción de sujeto,1 una noción ciertamente contemporánea y que se incluye, de acuerdo con Marrero-Guillamón (2012), en la sociología situacional-interaccionista en la que destacan los análisis de Erving Goffman.
El etiquetamiento, el estigma y todo un conjunto de circunstancias que enrolan el rechazo y la marginación son, entre muchos otros, los objetos de estudio de la sociología contemporánea desde su enfoque interaccionista. Desde esta perspectiva, el presente trabajo tiene como objetivo, en primer lugar, concebir el estigma como una forma de descripción y formación de sujetos y, en segundo lugar, centrar el análisis a un sujeto en específico: el criminal. Desde esta perspectiva, se concibe que el estigma desata otras situaciones interaccionales dentro del medio social como el rechazo, la marginación y la desigualdad, además de fenómenos sociales como la discriminación y la violencia.
Se considera que para el estudio del estigma es necesario concebir factores de orden social pero también cultural. En los análisis de Goffman (2015), el tema de la desviación suele ser imprescindible, y quizá inherente, al estudio del estigma, aunque, desde nuestra perspectiva, pueden confluir otros conceptos como la exclusión social, la discriminación y la desigualdad, lo cual ayuda a comprender de un modo más complejo y sustancial el tema del estigma social. Es necesario aclarar que, el presente análisis no pretende utilizar el concepto de estigma como sinónimo de exclusión o discriminación, más bien, se tratan como distintas categorías que pueden explicar un mismo fenómeno sociocultural.
Al respecto, hay una vasta investigación teórica sobre el estigma, desde los aportes de Goffman, sin embargo, la investigación empírica es carente respecto a sus causas y efectos. Tal vacío opera en la comprensión del estigma dentro del espacio carcelario, así como los procesos de interacción social fuera de prisión, ya que impide que se establezca una generalización sobre el estigma y la discriminación que se vive tras la liberación, sobre todo en el contexto mexicano.
El presente trabajo parte de un análisis teórico del estigma contemplado como un atributo y, recientemente, como un proceso social. Otras categorías van articulándose con el estigma, como el prejuicio, las cuales se van conjugando con algunas representaciones sociales como las pertenecientes a convictos y ex-convictos. Lo anterior conforma el segundo apartado en el cual se considera al estigma atribuido a individuos etiquetados como «desviados sociales» y que son claramente estigmatizados y discriminados en varios ámbitos de la interacción social.
En la tercera parte, se aterriza en el contexto mexicano. A través de las investigaciones teóricas y empíricas, se subraya que la estigmatización y la discriminación hacia convictos o ex-convictos también posee causas estructurales. Además, los «enemigos públicos» poseen un perfil específico: jóvenes delincuentes cuyas condiciones de vida ya eran desfavorables antes de ingresar a la cárcel. Es decir, provenían de barrios marginados, con baja escolaridad, sufrieron violencia familiar, y su ámbito social se caracterizaba por la carencia de oportunidades.
En el caso de las mujeres encarceladas, en México también existe un perfil homogéneo para ellas: tienden a ser jóvenes, con baja escolaridad, con cuatro o más hijos y algunas pertenecen a alguna comunidad indígena. La violencia y la desigualdad hacia las mujeres recorre todo el proceso judicial y el estigma asignado es relativo al género. Además, aunque es carente la investigación empírica, los hijos e hijas de las mujeres encarceladas también son poseedores de estigma.
Así, se plantea una articulación entre lo intracarcelario y lo postcarcelario entre lo cual confluye el estigma. En otras palabras, existe una relación entre las prácticas e interacciones en el mundo carcelario y aquellas que se dan cuando el individuo sale de prisión, ambas caracterizadas por la estigmatización, la violencia y la discriminación. Aunque es carente la investigación al respecto, se afirma que el ámbito social, familiar y laboral se vuelve dificultoso para los individuos que han pasado por las rejas.
La teoría del estigma y el problema de la exclusión
El estudio del estigma es reciente en el campo de las ciencias sociales. A mediados del siglo XX, el concepto «estigma» propició el análisis de diversos aspectos de la interacción humana dentro del medio social (Miric, et al, 2017). En el ámbito de la microsociología, Erving Goffman revolucionó el modo de contemplar situaciones cotidianas de la interacción humana como la discriminación y la exclusión. Los avances en el estudio del estigma han sumergido tal concepto, no solamente como un atributo, sino como un verdadero proceso social.
El análisis del estigma se encuentra inmerso dentro de múltiples manifestaciones de la interacción humana y el avance en su estudio va a poseer distintas particularidades. Debido a las múltiples aplicaciones, es necesaria la conceptualización precisa del término «estigma» para la construcción teórico-empírica de múltiples manifestaciones sociales. Según Miric, et al. (2017), Goffman «estableció el camino para la conceptualización propia del estigma como un fenómeno social independiente, evitando la confusión conceptual propia de la mayor parte de los estudios posteriores» (Miric, et al., 2017:178).
Concebido como un atributo, para Goffman (2015) el estigma forma parte de una minoría selecta de la población que no se adhiere a formas universales de ser, verse o conducirse. Los defectos de carácter son una de las tres formas de estigma referidos por Goffman (2015) como «una clase especial de relación entre atributo y estereotipo» (Goffman, 2015:16). En su obra Estigma, la identidad deteriorada, el autor explica que la sociedad establece categorías de normalidad a la que corresponden algunos atributos siendo relevantes «únicamente aquellos que son incongruentes con nuestro estereotipo acerca de cómo debe ser determinada especie de individuo» (Goffman, 2015:15).
Es decir, aquellas características físicas, mentales o morales, comportamientos o conductas que se encuentren lejos de lo considerado como «normal», se van consolidando como categorías particulares. Así, la estereotipia está reservada «para aquellas personas que caen dentro de categorías sumamente amplias y que pueden ser extrañas para nosotros» (Goffman, 2015:72). Entonces, el individuo debe ser capaz de ajustarse a un ideal que la sociedad asigna, de otro modo se considera dentro de parámetros de «anormalidad» o «desajuste».
Goffman (2015) llama «coherencia del Yo» a la capacidad del individuo para auto-conducirse de acuerdo con los valores y las creencias de la sociedad. Tal capacidad va propiciando el orden social. Al respecto comenta: «Se puede dar por sentado que una de las condiciones necesarias para la vida social es que todos los participantes compartan un conjunto único de expectativas normativas» (Goffman, 2015:160). Sin embargo, cuando la sociedad establece ciertos códigos de conducta, existen valores sociales que se vuelven un problema para el individuo ya que este no tiene un control directo sobre estos.
Según Goffman (2015), lo anterior no tiene que ver con la voluntad del individuo a adaptarse a ciertas expectativas, sino con la condición de esa expectativa que se pretende que cada individuo se ajuste cabalmente (Goffman, 2015:161). Así, los individuos se van enmarcando en otras categorías, concebidas como «diferentes» o «anormales», debido a la imposibilidad de ajustarse a estereotipos que se consideran dentro de los ideales. Es aquí cuando aparece el estigma, el cual se encuentra envuelto, generalmente, en características negativas acerca de cómo un individuo debería comportarse.
En términos de Goffman, esas «apariencias normales» llevan consigo el cumplimiento de obligaciones sociales y la capacidad de ser «presentables», lo cual va más allá de la identidad o de la subjetividad (Marrero-Guillamón, 2012:319).2 Apoyándose en las formulaciones de G. Mead respecto al self, Marrero-Guillamón (2012) menciona: «en la interacción, los selves se construyen a partir de la aceptación recíproca de las definiciones de sí: los individuos deben ser capaces de proyectar definiciones aceptables y al mismo tiempo aceptar las del otro» (Marrero-Guillamón, 2012:315).
Como se ha visto, para Goffman el estigma es un atributo. Para otros autores, como Link y Phelan (2001, citado en Barón, et al. 2013), se refiere más bien a un proceso social que está relacionado a relaciones de poder (Barón, et al. 2013:840). Lo anterior es sencillo de entender ya que ciertos grupos que se enmarcan en círculos de poder político, económico o social son capaces de establecer criterios legítimos de diferencias que conllevan a la estigmatización.3 Como bien menciona Barón, et al. (2013), el estigma, visto como un proceso social, permite contemplarlo como una herramienta de poder «para mantener las desigualdades sociales y los privilegios de los estigmatizadores» (Barón, et al. 2013:841).
Desde ese punto de vista, cualquier individuo o grupo puede ser estigmatizado.4 Para Barón, et al. (2013), el estigma es, en sí mismo, violencia, muchas veces simbólica (Barón, et al. 2013:845). Esto remite a los aportes de Pierre Bourdieu (2000) quien afirma que en la configuración del mundo social existe una lucha ideológica constante, una lucha de clase que va de acuerdo con sus intereses, esto es, la «dominación de una clase sobre otra» (Bourdieu, 2000:67). La imposición de conocimientos, de taxonomías y de toda una realidad que otorga un sentido social.5
Desde el ámbito de la psicología clásica y de aprendizaje social, Barón, et al. (2013), postulan que el estigma es aprendido, se transmite, aunque también resaltan que tanto las conductas de los «estigmatizantes» como las respuestas de los estigmatizados pueden variar debido a la complejidad y a la multiplicidad de múltiples variables biopsicosociales (Barón, et al. 2013:845). El rechazo, la denigración y la desvalorización de individuos o grupos considerados anormales también estaría relacionado a procesos inconscientes o irreflexivos, transmitidos de generación en generación y convertidos en hábitos.
El prejuicio es un ejemplo claro. En La naturaleza del prejuicio, Gordon W. Allport (1962) explica que el prejuicio, definido como un juicio positivo o negativo prematuro, a veces se fundamenta racionalmente con base en una experiencia previa siendo que se puede generar miedo o aversión a ciertos grupos. Así, la categorización (definida por el autor como un proceso de generalización), es la causa principal del prejuicio (Allport, 1962:35) y tanto la generalización errónea como la hostilidad son sus características principales.6
Las categorías pueden ser racionales (como las leyes científicas) o irracionales (como las características atribuidas a los judíos), sin embargo, son estas últimas las que conllevan a situaciones más perjudiciales por su contenido emocional (Allport, 1962:57-58). El desprecio, el miedo, la aversión y todo un conjunto de emociones negativas se atribuyen a grupos ya constituidos como «peligrosos» y es muy probable que se mantengan incluso por generaciones.
Dentro de ese enfoque cognitivo, algunas características del prejuicio aparecen como naturales y comunes de la mente, aunque no podemos descartar los elementos culturales o educativos. Al respecto de la edición del libro de Allport, Comas (1962) menciona que los prejuicios y estereotipos que «no son innatos sino fruto de un proceso cultural capaz de ser contrarrestado» (Comas, 1964:207). Así, las tipificaciones que generan estigma pueden someterse a cuestionamientos concretos para impulsar el cambio. Sin embargo, ante esta dificultad resulta más cómodo dirigirse hacia el rechazo o la no-aceptación.
Como parte de la no-aceptación, la exclusión7 adquiere relevancia, ¿cómo nace y para quién? Foucault (2015), en su libro Historia de la Locura en la Época Clásica I, hace referencia a que, desde el siglo XVI, la sociedad excluyó, a través del destierro y posteriormente del internamiento, a locos, vagabundos, sifílicos, pobres, brujos (y brujas) y a todo aquel que no cumpla con los códigos morales de aquella época. El análisis de tal obra permite visualizar cómo la sociedad exige que el individuo posea ciertos códigos de conducta que la sociedad impone.8
¿Qué pasa cuando el individuo no se adhiere a los estándares de normalidad? Es en ese momento cuando se construyen nuevas categorías que, dentro de los estudios psicosociales, se consideran como «identidades». De acuerdo con Revilla (2003) son «identidades no valiosas» o «fragilizadas». Para Goffman (2015), se trata de «identidades deterioradas». Siguiendo los análisis de Foucault (2015), eso demarca una organización del mundo ético bajo la premisa de una integración social lo cual va a determinar una separación entre el bien y mal, lo excluido y lo incluido, lo reconocido y lo condenado o lo rechazado.
Como lo apunta Revilla (2003), en los procesos de socialización, la construcción de identidades también incluye las que se encuentran susceptibles a la desaprobación dentro de los marcos sociales. Identidades confusas, débiles o frágiles que, en interacción, son marcadamente señaladas y separadas de categorías socialmente aceptables. Nuevas categorías e identidades van surgiendo, así como la generación de diversas formas de exclusión. Goffman (2015) también explica que debido a las situaciones en las que la aceptación social no es posible, el individuo se encuentra inhabilitado y apartado del medio social y por tanto de la interacción.
En palabras de Allport (1962), «el efecto final del prejuicio (…) es colocar al objeto del prejuicio en una situación de desventaja no merecida» (Allport, 1962:24). Para el autor, el prejuicio constituye un verdadero y grave problema no solo social sino psicológico, ya que lejos de constituirse dentro del ámbito cultural o moral, se basa en la irracionalidad y en actitudes negativas (Allport, 1962:27-28). Sin embargo, la discriminación, entendida como el prejuicio en acción, es mucho más problemático ya que sus consecuencias son más inmediatas.
La segregación, como discriminación institucionalizada, encubre el rechazo y la desaprobación de categorías «no-normativas» asignadas por la sociedad (y el conocimiento científico) como el loco, el enfermo, el homosexual, la prostituta y el criminal. Dentro de la multiplicidad de categorías que recorren los procesos de comunicación y la interacción humana en el espacio social, la totalidad no llega a aceptarse. Por su parte, la conformación de dichas categorías se debe, entre otras cosas, a construcciones sociales, históricas e ideológicas. Para Allport (1962), «el establecimiento excesivo de categorías es quizá la trampa más frecuente en que cae la razón humana» (Allport, 1962:23).
Sin embargo, Goffman (2015) establece que estigmatizados y normales tienen las mismas características mentales lo cual pone en un dilema al tema de la desviación. El «desviado normal», cómo lo llama, se encuentra ante momentos de indignación, incompletud e inferioridad, sin embargo, el papel de los normales y «su prejuicio contra un grupo estigmatizado puede constituir una forma de enfermedad» (Goffman, 2015:163). Para el autor, «el problema no consiste en saber si una persona tiene experiencia con un estigma, porque de hecho la tiene, sino más bien cuántas son las variedades de esa experiencia» (Goffman, 2015:162). Es decir, entre los normales pueden aparecer creencias o sentimientos que, incluso, son anormales.
Las personas que se consideran normales y las llamadas anormales poseen la capacidad para manejar posibilidades y estrategias tanto normales como anormales. Para Goffman, «el estigmatizado y el normal son parte uno del otro; si uno demuestra ser vulnerable debe esperarse que el otro también lo sea» (Goffman, 2015:169). Desde este punto de vista, no existe distancia entre normales y estigmatizados ya que, para el autor, se trata de meras racionalizaciones y, más allá de considerarse personas, son más bien perspectivas. Es aquí donde los atributos se convierten en estereotipos.
El estigma como parte de un grupo específico: los criminales
Desde la perspectiva anterior y partiendo de los conceptos de Revilla (2003), la identidad del criminal se atribuye en términos de inferioridad, de desacreditación y, por tanto, de no-aceptación. El control ejercido sobre el que delinque combina la estigmatización, la segregación y la discriminación. La condición de alienado lo aísla y lo aparta del medio e interacción social. Los «delincuentes», los «vagos», los «drogadictos» y otras categorías, forman parte de una minoría que se enfrenta a múltiples formas de exclusión social que incluye todo tipo de violencia.
Goffman (2015) da el nombre de «divergente» al individuo que no se adhiere a las normas sociales y de «divergencia» a su peculiaridad (Goffman, 2015:175). Otra categoría que se señala es la de «desviado social» en la que se incluyen gitanos, vagabundos, borrachos, drogadictos, prostitutas, homosexuales, criminales y todo aquel que se encuentra en una situación de rechazo colectivo y que «representan fracasos en los esquemas motivacionales de la sociedad» (Goffman, 2015:179). El «divergente» no necesariamente se encuentra en una situación de rechazo o marginación, sin embargo, el «desviado social» se establece como una diferencia vergonzosa (Goffman, 2015:175-176).
Ante la existencia de otras categorías sociales, como los grupos étnicos o la clase baja que también pueden funcionar como estigmatizados, son los «desviados sociales» los que se encuentran en situaciones de desventaja e infortunio ya que presentan una incapacidad para acceder a ciertas oportunidades o movilidad que la sociedad pueda ofrecer. Desde esta postura, el criminal, que se encuentra dentro de los parámetros de desviación,9 se encuentra inmerso en formas particulares de estigmatización, como se verá más adelante.
Becker (2010) ofrece una categoría: el outsider, definido como aquel que «se desvía de un grupo de reglas» (Becker, 2010:23). El outsider pertenece a un estrato social que es incapaz de seguir las reglas sociales acordadas. Sus acciones son consideradas inapropiadas ya que rompen tanto las reglas formales como informales. El autor afirma que «la desviación es creada por la sociedad (…) al establecer las normas cuya infracción constituye una desviación y al aplicar esas normas a personas en particular y etiquetarlas como marginales» (Becker, 2010:28).
Los «marginales», para Becker (2010), son «aquellas personas que son juzgadas por los demás como desviadas y al margen del círculo de los miembros llamados normales de un grupo» (Becker, 2010:34). Para Becker (2010), el grado de marginalidad dependerá del tipo de delito, por ejemplo, habrá más severidad para los crímenes de asesinato o violación, y menos para el que conduce en estado de ebriedad (Becker, 2010:21-22). Así, la desviación se encuentra inmersa en el relativismo ya que cada sociedad va conformando formas de desviación de acuerdo con parámetros culturales, económicos o políticos.
Lejos de las concepciones de la psicología individual, la desviación se manifiesta en los procesos de interacción y en todas las esferas de socialización tal como lo afirma Goffman. También, en su «teoría interaccionista de la desviación», Becker (2010), considera a la desviación como una acción colectiva. Al respecto, el autor menciona que se debe «observar a todos los involucrados en cualquier episodio de presunta desviación. Al hacerlo, descubrimos que, para que ocurran de la manera que ocurren, esas actividades requieren de la cooperación tácita o explícita de muchas personas o grupos» (Becker, 2010:200).
El estigma y la exclusión, desde esa postura, van a manifestarse como una reacción de la sociedad ante los actos del outsider. Becker (2010) comparte esa postura al decir que «la desviación no es una cualidad intrínseca al comportamiento en sí, sino la interacción entre la persona que actúa y aquellos que responden a su accionar» (Becker, 2010:34). Esto explica que la manifestación del estigma y la etiquetación de los «desviados sociales» se encuentra en los procesos de interacción y comunicación humana. Las reglas que operan en los grupos o comunidades son parte de un consenso social que debe cumplirse, de modo que para cualquier comportamiento atípico se buscarán medidas restaurativas o de compensación.
La obligación de los individuos, para mantener el orden social, es «comportarse de modo comprensible y pertinente en todo momento. (…) En un espacio de copresencia y visibilidad mutua entre extraños, dependemos totalmente de las apariencias y las impresiones» (Marrero-Guillamón, 2012:316). Así, el individuo, en su rol de criminal o exconvicto se obliga, a través de los mandatos sociales y culturales, a asumir un nuevo rol que le permita conseguir la re-acreditación de los demás y re-insertarse a formas aceptables de comportamiento.
Al respecto de los ex-convictos, Allport (1962) menciona que existe un prejuicio evidente ya que, debido a sus antecedentes, es difícil establecer confianza (por ejemplo, en un puesto de trabajo). Sin embargo, para el autor, es más fácil que las personas posean un prejuicio basado en la experiencia o en lo que supone saber acerca de ellos, que hacer nuevos argumentos a favor del ex-presidiario, por ejemplo, que se haya reformado o que haya tenido una condena injusta (Allport, 1962:23). Entonces, las experiencias personales o lo que se cree saber sobre ciertos grupos de individuos no deben generalizar el rechazo o el desprecio a la totalidad de los individuos pertenecientes a ese grupo.
El estigmatizado también posee símbolos (de estigma) y, para Goffman (2015), son «aquellos signos especialmente efectivos para llamar la atención sobre una degradante incongruencia de la identidad, y capaces de quebrar lo que de otro modo sería una imagen totalmente coherente disminuyendo de tal suerte nuestra valorización del individuo» (Goffman, 2015:63). Para el autor, estos símbolos transmiten información social ya que son visibles, (cómo los uniformes de los presidiarios) marcan la identidad de los individuos y también establecen diferencias (Goffman, 2015:82-83).
Dentro de la prisión también hay esquemas de identificación que pueden evidenciar la segregación y la discriminación. Por ejemplo, las tarjetas de filiación en las que se subrayan características del encarcelado, los documentos que afirman sus «antecedentes penales» o simplemente los apodos o sobrenombres que identifican a cada uno de los reclusos. Para Cisneros (2007), la valoración de la peligrosidad, las clasificaciones, los perfiles criminógenos y los tratamientos de los reclusos son una forma de estigmatización (Cisneros, 2007:275-278).
La estigmatización también se presenta como un medio de control social formal. Los documentos, y toda aquella información perteneciente al individuo estigmatizado, se convierte en un tipo de control: control de la información personal y de la identidad. Cuando el individuo se desvía de las normas sociales, es inmerso dentro de diversos mecanismos de coerción que lo conllevan a comprender las reglas sociales y enmarcarse en ella, (o al menos ese es el ideal). La prisión es el mecanismo más utilizado para entender y adecuarse a las normas sociales. Ese espacio de reclusión también opera como un símbolo que coadyuva a reforzar el estigma.
Discriminación y violencia: convictos y ex-convictos en el contexto mexicano
Tal como Becker (2010) afirma, las reglas y las categorías de desviación se deben a una imposición ligada principalmente al poder y la legitimidad. También Goffman (2015) menciona que «cuando se infringe una regla aparecen medidas restauradoras; agencias encargadas del control, o el mismo culpable, ponen punto final a la acción perjudicial y reparan el daño» (Goffman, 2015:160). En el contexto mexicano, los modelos de justicia penal y sus agentes, como parte del poder orientado al resguardo de las normas que regulan el orden, se envuelven en diversas contradicciones.
El estigma, tal como lo señala Goffman (2015), puede ser visible. Aunque el sistema penal mexicano, apegado a la postura de reinserción social, rechaza toda forma de marca permanente en el recluso, actualmente algunas cárceles de México y de América Latina (e incluso de EUA) colocan marcas en la piel del recluso para señalar su estatus de «criminal». Las «marcas que condenan» conllevan a los ex convictos a la observación, segregación social y a la disminución de oportunidades como el empleo, la educación o la salud. Incluso, la valoración de la peligrosidad es a partir de la presencia de tatuajes en los reclusos (Cisneros, 2007:277).
Por otro lado, a pesar de que la exhibición y la vergüenza, propia de un antiguo régimen, quedaron abolidas gracias a los ideales de liberalismo y democracia, aún persiste una diversidad de marcas visibles e invisibles que señalan a los procesados, sentenciados y ex convictos que los aísla del espacio público, los adhiere a otros grupos de estigmatizados y, en la mayoría de los casos, los obliga a reincidir. Lo anterior es parte de un «círculo de estigmatización” que, como menciona Pérez (2003), genera «una cultura de identidad colectiva que gira en torno a la ilegalidad» (Pérez, 2003:303) tal es el caso del narcotráfico en el entorno mexicano.
Lo anterior lo explica Goffman (2015) de la siguiente manera: el estigmatizado va adquiriendo un nuevo Yo y «es probable que en ese momento establezca una nueva relación con otros estigmatizados» (Goffman, 2015:53). Así, los que pertenecen a una misma categoría tienden a organizarse en grupos y de ahí puede surgir una ideología, además:
en los múltiples casos en que la estigmatización del individuo se asocia con su ingreso a una institución de vigilancia, ya sea una cárcel, un sanatorio o un asilo para huérfanos, gran parte de lo que aprende acerca de su estigma le será transmitido a lo largo de estrechos y prolongados contactos con aquellos que se encuentran en el proceso de transformarse en sus compañeros de infortunio (Goffman, 2015:54).
Un estudio reciente de Moreno (2019) afirma que la cárcel promueve el aprendizaje de nuevos delitos. La autora, a través de testimonios de reclusos de dos cárceles en Colombia, da cuenta de las condiciones precarias dentro de los establecimientos lo cual, impide que se lleven a cabo los objetivos de resocialización y, además, generan la reincidencia que comienza con prácticas delictivas dentro de la misma prisión. Sin embargo, tal investigación no es suficiente para demostrar que el sistema penitenciario, en general, promueva el aprendizaje de nuevas formas delictivas y que, además reafirme la discriminación intracarcelaria.
Hombres, mujeres y niños son parte de una minoría segmentada y discriminada dentro y fuera de los espacios de reclusión. De acuerdo con Pérez (2013), en México, el castigo penal es una forma de estigmatización que es impuesto «de una manera desproporcionada a un determinado sector de la sociedad» (Pérez, 2013:278) y que, además, resulta ineficiente, ya que «no sólo disuade de cometer delitos, sino que además los promueve» (Pérez, 2013:279). Desde esa postura, las sanciones penales operan como formas de estigmatización y exclusión legitimadas por el sistema penal y carcelario y promovidas por sus mismos agentes.
Para Pérez (2013), existe un consenso entre la población carcelaria no solamente en México sino a lo largo de Latinoamericana. La población reclusa es un grupo uniforme: hombres jóvenes provenientes de sectores considerados de exclusión social, sin o poca escolaridad, que consiguieron un empleo a corta edad y algunos sufrieron violencia familiar. Existe, entonces, un perfil homogéneo de delincuentes «perseguidos por el sistema penal e ingresados al sistema carcelario del país» (Pérez, 2013:294). Específicamente en México, existe un estereotipo de criminal: el joven delincuente.
Para el Estado de México, Cisneros (2007), refiere que el joven delincuente, proveniente de zonas o barrios marginales se constituyó dentro del imaginario que gira en torno a la criminalidad y que emerge como «producto de una violencia expresada en la incertidumbre social, en la falta de oportunidades para un empleo, en la falta de condiciones para una vida digna (…) y reconocimiento de un futuro con alternativas de desarrollo» (Cisneros, 2007:257).10 Entonces, la vulnerabilidad forma parte de grupos específicos de individuos cuyas oportunidades nunca fueron ni serán parte de su vida.
El abandono y la violencia forman un continuum en su vida y, quizás, en los que les rodean. Asimismo, la violencia estructural que se ejerce sobre los que se consideran delincuentes se legitima y se sostiene a través de, como menciona Cisneros (2007), diversos dispositivos de control cultural, de control y vigilancia aunado a los fenómenos de injusticia y exclusión social lo cual va generando sentimientos de abandono institucional. Para Pérez (2013) «la designación de criminal confiere a una persona una marca que la señala como de inferior estatus en el orden social» (Pérez, 2013:296).
Lo anterior es lo que Goffman (2015) explica sobre las situaciones en las que la aceptación social no es posible ya que el individuo se encuentra inhabilitado y limitado bajo concepciones, entre otras cosas, de peligrosidad e inferioridad. Se considera, entonces, que en distintos contextos los criminales y ex-convictos son percibidos, dentro de una escala social, como peligrosos, perversos y perjudiciales.11 Ante esto, las representaciones sociales hacia los delincuentes, o lo que lo fueron, son negativas y tales percepciones se encuentran más allá del miedo al propio fenómeno de la criminalidad.
Y es que, no solo se trata de percepción o miedo a la inseguridad o a la delincuencia, como lo apuntan diversos estudios (Jasso, 2013; Robles, 2014; Arnoso et al., 2015; Paydar y Kamani-Fard, 2015)12 sino el rechazo y el temor que generan las personas etiquetadas como «delincuentes», «drogadictos», «vagos», etc. siendo que, desde la subjetividad, se perciben como un riesgo para la tranquilidad y la paz social. Esa percepción de la sociedad hacia individuos específicos contribuye a justificar el rechazo y guiarse hacia formas específicas de violencia y, como señala Becerra y Trujano (2011), se acepta «la violencia de manera abierta sólo a los grupos que son constituidos como enemigos» (Becerra y Trujano, 2011:36).
Del Olmo, (citado en Becerra y Trujano, 2001) sustenta que el temor de la sociedad sobre la inseguridad pública conlleva a exigir y justificar la represión, la violencia o el derecho legítimo del castigo. Así, bajo el discurso de salvaguardar la seguridad pública y privada, la población exige castigos más severos y, además, los justifica. Por tanto, los actores responsables de un hecho delictivo, y a quienes se teme, se encontrarían ante la violencia legitimada siendo que «cuando un discurso de seguridad establece cuáles eventos y actores, qué y a quién se debe temer, necesariamente establece al “otro” (el delincuente o simplemente el extraño que merodea el vecindario)» (Becerra y Trujano, 2001:37).
También Cisneros (2007) explica cómo la clasificación o etiquetamiento responde a «la respuesta pública mediante la cual se definen las normas y funciones de la normalidad, así como la imputación de una desviación que justifica la acción de un castigo contra aquel considerado como extraño» (Cisneros, 2007:268). Inicialmente, la sociedad va confiriendo etiquetas que se convierten en un estigma y culminan en alguna forma de violencia. Todo ello, como se resalta, se defiende imperativamente bajo justificaciones de seguridad personal y social y como parte de la cohesión social o una forma en que se genera un consenso entre lo que debería ser castigado con vehemencia.
Así, medidas como la pena de muerte, la violencia física policial o la intervención del ejército se consideran herramientas legitimadas por la sociedad para conseguir un estado psicológico de tranquilidad y seguridad. Como menciona Becerra y Trujano (2001), el descontento social es un buen discurso para justificar la violencia hacia el otro considerado como delincuente (Becerra y Trujano, 2001:41). En resumen, la discriminación, el rechazo y la violencia conforman un conjunto de fenómenos, todos justificados, que son dirigidos hacia grupos que no siguen los imperativos sociales, que atentan contra la armonía personal y social y que son percibidos como «peligrosos».
Los «criminales», fuertemente estigmatizados, son percibidos socialmente como un riesgo. La sociedad, atemorizada, asigna toda clase de discriminación13 hacia ellos tal como lo haría para otros sectores de la población, como los homosexuales o las personas pertenecientes a las minorías étnicas.14 La estigmatización puede, en la mayoría de los casos, desplegarse hacia la discriminación y exclusión social además de que favorece la desigualdad social y genera un obstáculo en el acceso a las mismas oportunidades.
Sin embargo, para Cisneros (2007), la segregación y la exclusión social no es la consecuencia de los que se perciben como delincuentes, sino que el fenómeno de la delincuencia viene dado por previas situaciones de marginación y pobreza que propiciaron que los individuos se enrolaran en el mundo delictivo. Es decir, ya existe una previa estigmatización hacia ciertos sectores, generalmente populares, y una percepción de temor e inseguridad hacia grupos específicos que se van constituyendo como enemigos:
el problema de la criminalidad en las sociedades contemporáneas no sólo se encuentra relacionado con la construcción imaginaria de un enemigo público; esta imagen se confabula con una violencia estructural editada por los medios de comunicación y por la construcción de un escenario social de temor, producto de la inseguridad identificada en ciertos grupos y espacios sociales, con los que se etiqueta y marca a sus pobladores (Cisneros, 2007:256).
Los individuos a quienes se adjudican calificativos negativos y desacreditadores se vuelven el blanco de la sociedad, de los medios de comunicación y del sistema de justicia creando así un perfil de los victimarios. Se crea todo un imaginario sobre la peligrosidad que encubren ciertas zonas o determinados grupos. El «joven delincuente», es para Cisneros (2007) un estereotipo creado y difundido a través de los medios de información que se le atribuyen etiquetas como «violento», «vago», «ladrón» o «malviviente».
Los «enemigos públicos» o «enemigos sociales», como los llama Cisneros (2007), son una minoría segregada desde mucho antes de que se involucraran en el mundo delictivo. La pobreza, la falta de oportunidades para la educación o la inmersión en un empleo digno son algunas de las formas de exclusión social que se vive en el contexto mexicano. La falta de políticas públicas orientadas a la prevención de la delincuencia en zonas consideradas marginadas, son una de las causas estructurales del aumento de la criminalidad y la inseguridad que actualmente impera en el país.
Violencia y desigualdad: mujeres en reclusión, hijos invisibilizados
¿Cuál es la situación de las mujeres en prisión?, ¿cómo se va constituyendo el estigma y la discriminación respecto al género? La información reciente arroja que la criminalidad de las mujeres ha ido en aumento en todo el mundo. Al menos en Latinoamérica, la participación de las mujeres en los delitos relacionados con el narcotráfico presenta un aumento desde el año 2000 aunque, se destaca que el impacto de la prisión y todo el proceso judicial es diferente para ellas (Espinoza, 2016:95-96).
El análisis de las mujeres en las cárceles mexicanas debe considerar, en primer lugar, la situación de los lugares donde son alojadas y la distribución de los espacios ya que, en su mayoría se trata de espacios mixtos, es decir, compartidos por hombres. Enfrentar la agresión y el desprecio que genera compartir espacios con hombres y los problemas de hacinamiento tienden a ser un problema grave. Los objetivos de readaptación social se ven obstaculizados por las condiciones en las que las presas conviven en espacios reducidos donde llevan a cabo las labores asignadas por los funcionarios, generalmente orientadas a su «condición de mujer».
Según Adato (2011), en el 2010 se encontraban 10 204 mujeres recluidas en los distintos espacios de encierro en el país, lo que corresponde a un 4,57% del total de la población reclusa. De los 428 centros penitenciarios, 10 centros eran exclusivos para mujeres en los cuales, 3 041 mujeres se encontraban ahí y las restantes se alojaron en espacios adaptados para ellas en las prisiones de hombres. Para el 2013, la población femenil reclusa aumentó a 12 331, que constituye el 4,95% del total, en los centros femeniles se encontraban 3 083 internas (Asistencia Legal por los Derechos Humanos A.C. ASILEGAL, 2013:6).
Ya en el 2018, eran 18 centros de reclusión femenil de los 311 centros penitenciarios. El porcentaje de mujeres en prisión aumentó a 5,20% de la población total reclusa (ASILEGAL, 2018:25). Desde años antes, las condiciones de las prisiones no se consideraron óptimas ya que, según el Diagnóstico Nacional de Supervisión Penitenciaria del 2009, el 40% de los centros tenía irregularidades en las condiciones materiales, como la iluminación, el agua o el drenaje y el 54% no contaba con atención médica dirigida a los problemas de salud femeninos (Adato, 2011:334-335).
La educación, el trabajo y la salud, como parte de la reinserción social, se ven obstaculizados entre otras cosas, por la falta de espacios y programas orientados exclusivamente a las mujeres. Lo anterior conlleva a que se propague la estigmatización y la discriminación hacia las mujeres, también por razones de género. De acuerdo con ASILEGAL (2018), la falta de un enfoque de género en el sistema penitenciario mexicano se debe a que las mujeres constituyen una minoría (numérica), la estigmatización y la criminalización de la mujer delincuente y el desprecio hacia los convictos (ASILEGAL, 2018:14).
Además, la violencia institucional ejercida por el Estado mexicano hacia las mujeres en reclusión ha sido una constante. Los abusos, la corrupción y las condiciones de prisión ha generado que las mujeres se encuentren vulneradas en espacios de encierro que han sido construidos para hombres. Según la ASILEGAL (2018), esa «discriminación estructural comporta graves sufrimientos y daños físicos sexuales y psicológicos a las mujeres internas y no les permite una efectiva readaptación social» (ASILEGAL 2018: 4).15
Ha quedado evidenciada toda clase de abusos y discriminación por parte de los agentes de las instancias de justicia. Los golpes, las amenazas, la tortura y violaciones son parte de la detención y encierro de mujeres sin que el hecho delictivo quede aún demostrado (ASILEGAL, 2013:7-98). Lo anterior implica considerar la discriminación por razones de género ya que, en el sistema penal mexicano, que opera bajo esquemas patriarcales, persisten bastantes irregularidades en torno a la aplicación de justicia y aún más, lo correspondiente a las mujeres.
El informe de la ASILEGAL en el 2018 para los estados de Oaxaca, Chiapas, Hidalgo y Baja California brinda información sobre violencia que se ejerce contra las mujeres desde el momento de la detención entre las que destacan los golpes, patadas, descargas eléctricas, incomunicación o aislamiento, amenazas, las ataron, las presionaron para dar información, les vendaron los ojos, las desvistieron o las violaron (p.23). Además, las condiciones de alimentación son insuficientes y no existen suficientes programas educativos, los trabajos son precarios y reproducen estereotipos de género tradicionales, las revisiones médicas no son periódicas ni suficientes, no hay personal médico femenino ni atención ginecológica (ASILEGAL, 2018:33-44).
La definición de su situación jurídica, la desinformación, la falta de asistencia legal, el desconocimiento de sus derechos, la detención arbitraria, la co-participación en un delito o la duración excesiva de prisión preventiva, son circunstancias a las que se enfrentan las mujeres ante los órganos de justicia. Además, la “«peligrosidad» de las mujeres se argumenta bajo opiniones estereotipadas sobre los roles y las conductas de género y la criminalización de las mujeres opera de forma latente.
Debido a lo anterior, la vida en reclusión para las mujeres resulta tener un impacto negativo para ellas debido, en primer lugar, a la convivencia forzada en un lugar donde habitan hombres y cuyo ambiente tiende a ser hostil y donde también se genera todo tipo de abusos (Adato, 2011:329). Al igual que la población varonil, las mujeres reclusas representan un grupo homogéneo: mujeres jóvenes (menos de 40 años), con baja escolaridad, con 4 o más hijos y en situaciones de pobreza (ASILEGAL, 2013:6).
En México, en el 2013, el 67% de las reclusas tenía menos de 40 años, el 87% tenía estudios de primaria o secundaria, el 41% tenía más de 4 hijos y el 10% se reconocieron como indígenas (ASILEGAL, 2013:6). Espinoza (2016), ofrece un perfil similar para las mujeres encarceladas a lo largo de América Latina: joven, afrodescendiente o indígena, soltera y con 2 o más hijos (Espinoza, 2016:97). Es decir, existe un perfil homogéneo de mujeres reclusas en el contexto mexicano que se asemeja al contexto latinoamericano.
En México, la situación de las mujeres en reclusión es una prueba fehaciente en el tema de la segregación y la violencia y que, además, involucra la categoría de género. Según Hernández (2018), las mujeres ingresadas a los Centros de Readaptación Social se les atribuyen características «desacreditables» derivadas de las expectativas propias de su género. El rechazo, la discriminación y el prejuicio ha sido parte del devenir histórico de la mujer en prisión. La etiquetación y la desacreditación es parte de la vida cotidiana de las mujeres en los espacios de reclusión. Hernández (2018), basándose en los estudios de Elena Azoala, menciona que:
el estereotipo de la mujer delincuente se sostiene como producto de la marginalidad, desigualdad y dependencia hacia los hombres; es el resultado de un entramado de prejuicios que se magnifican en el momento en que se incumplen las expectativas sociales hacia lo femenino (Hernández, 2018:167).
Hernández (2018) propone que el estigma hacia las mujeres, consideradas delincuentes, surge de su interacción con las instituciones «criminalizantes» (el «plano real») y que, además, las señala como inferiores al eliminar toda forma atributos positivos propios de su género («plano simbólico»). Así, la aceptación y reafirmación de su nuevo rol es parte de todo un proceso de normalización, es decir, la mujer se debe adecuar a un espacio donde es doblemente señalada y criminalizada y, además, debe pagar su condena con el mejor comportamiento posible.
El rechazo, los insultos y toda forma de discriminación hacia las mujeres etiquetadas como delincuentes es debido a que han quebrantado lo esperado hacia su rol femenino lo cual conlleva nuevamente al reduccionismo sobre cómo debe ser la conducta apropiada de una mujer y que atribuye características que por siglos han acompañado a la imagen femenina, entre ellas el recato y la docilidad. Cuando no es así, se puede llegar a justificar el abuso hacia las mujeres dentro de los establecimientos carcelarios pasando por todo el proceso judicial.
Así, dentro del ámbito penal se encuentran naturalizadas prácticas de denigración y maltrato hacia las mujeres que han sido procesadas o sentenciadas por diversos delitos, aunque se ha visto más atenuado aquellos delitos que rompen con el ideal propuesto para las mujeres. Recientemente, el avance en los estudios históricos y sociales de la justicia punitiva y su aplicación a las mujeres ha puesto de manifiesto que cuando los ideales femeninos se rompen, la aplicación de la justicia se torna confusa o desigual.16
Una tesis doctoral reciente de Carlos A. Hernández17 señala que no solamente las mujeres recluidas son portadoras de estigma (visible e invisible, de acuerdo con lo que postula Goffman) sino también sus hijos lo cual, el autor lo define como «estigma heredado». Hernández (2020) señala que se trata de una «herencia social», que se va aceptando e internalizando. Esos «niños invisibles» (en términos de Elena Azoala), poseen características tanto favorables como desfavorables, aunque abundan las segundas, atribuidas también a la permanencia en un «ambiente estigmatizante» como lo es la prisión.
Como lo plantea Gea (2017), el asunto de las hijas y los hijos que se encuentran en prisión con sus madres es un tema invisibilizado y necesario de analizar a partir de las categorías de género, de los grupos minoritarios y las relaciones humanas y que se debe contemplar en los estudios psicológicos y sociológicos sobre la infancia y las consecuencias del encierro cuya base sean los derechos humanos. Según la autora, debe modificarse también la visión «adultocentrista» que impide ver la infancia como un constructo, y contemplar todas las situaciones en las que existe una clara segregación hacia las niñas y los niños.18 Al respecto comenta:
La cárcel no solo afecta exclusivamente a las personas que han de cumplir una condena por la comisión de un delito, sino que impregna todo su medio, lo que obstaculiza en muchas (demasiadas) ocasiones la mejora de las relaciones positivas para las personas penadas y alimenta un círculo de exclusión social y aislamiento (Gea, 2017:294).
Para el contexto de España, Gea (2017) plantea que la escasez de prisiones que tengan las condiciones necesarias y óptimas para albergar a las presas y a sus hijos generara la dispersión, es decir, el traslado, por su condición de embarazo o maternidad, a prisiones más alejadas del establecimiento carcelario en el que inicialmente fueron puestas para pagar su condena, lo cual obstaculiza los objetivos de reinserción. Así, como menciona la autora, la condición de las mujeres y de sus hijos debe contemplar, que más allá de las consecuencias punitivas, la cárcel genera un coste social.
Lo anterior debido a que la dispersión de las presas impide que los menores puedan convivir con sus familiares y obstaculiza otros derechos que, como niño o niña, deben existir sin importar el tema del encierro (Gea, 2017:294-295). Así que, impedir que los niños convivan con sus familiares, el juego libre o el acceso a la educación y a la salud son algunos derechos violentados por la privación de libertad. Para Gea (2017), las niñas y los niños se atribuyen a una minoría por edad, pero «la forma en que se están desarrollando los primeros años de estos niños y niñas les hace parte de otra minoría» (Gea, 2017:303).
Es decir, la infancia, de por sí, se encuentra segregada por la supuesta visión «adultocentrista» y la privación de libertad de los niños y las niñas genera aún más exclusión, la vulneración de derechos y el desarrollo psicosocial óptimo. Desde esa perspectiva, la estancia en prisión de los niños y las niñas se considera inviable, a pesar de las reformas o mejora de condiciones ya que, nada de eso puede sustituir la vida fuera de las rejas y el sano desarrollo que es imprescindible los primeros años de vida.
Como Gea (2017) afirma: «la cárcel no está adaptada para albergar mujeres, con lo que se agudiza y se perpetúan en ella las diferencias entre los sexos» (Gea, 2017:295). En el caso de España, los módulos de madres, por un sinfín de dificultades, se consideran como un «segundo aislamiento» ya que vulnera algunos, o muchos, derechos de las niñas y los niños. Además, las relaciones que se dan dentro de la prisión entre los niños y los funcionarios se consideran negativas por la falta de empatía y buen trato hacia los primeros (Gea, 2017:301).
El caso de México no dista de tales condiciones y es necesario conocer sus implicaciones. El tema de las madres en prisión se torna complejo debido a la carencia de información sobre los hijos nacidos en prisión que, además de la falta de datos sobre la cantidad de niños y niñas que acompañan a sus madres reclusas, la situación de encierro genera una problemática psicológica, social y con implicaciones negativas en torno a los derechos humanos de las niñas y los niños. Para el 2010, se estimaba un total de 874 menores (Adato, 2011:332), hasta el momento, no hay información exacta al respecto.
La permanencia de los niños y niñas con sus madres en prisión es descrita como precaria. Algunos estados mexicanos como Baja California no cuentan con instalaciones especiales para los hijos y las hijas de las presas y por tanto no pueden permanecer con sus madres. Otros, como Chiapas, Hidalgo y Oaxaca, que sí cuenta con módulos para niños y niñas, la atención a los menores se considera inadecuada e insuficiente. En el 2018, los hijos e hijas de las mujeres reclusas en esos estados no recibieron atención médica o psicológica y tampoco educación escolar. Además, existe discriminación y violencia obstétrica hacia las mujeres embarazadas (ASILEGAL, 2018:48-49).
Los niños y las niñas, como sus madres, se encuentran privados de las condiciones óptimas y, por tanto, la violación de derechos humanos es una constante. Se puede afirmar que algunas mujeres reclusas se enfrentan a dos tipos de fracaso social: haber cometido un delito y ser madres dentro de prisión. Lo anterior debilita, por un lado, su rol de mujer y por otro, su rol de madre. Además de las afectaciones emocionales que genera la prisión en las mujeres, el tema de la maternidad contribuye a doblar el esfuerzo de las mujeres para evitar conflictos, criar a su hijo y mantenerlo a salvo.
Debido a las situaciones que ha enfrentado la mujer en reclusión a lo largo de los años, la aprobación de la Ley Nacional de Ejecución Penal (LNEP)19 en el 2016 ha buscado, a través de una perspectiva de género, reinsertar a las mujeres en el medio social y erradicar la desigualdad y discriminación estructural del sistema penitenciario mexicano. Esta, como otras iniciativas sociales pretenden cambiar las situaciones a las que se encuentran las mujeres desde la detención, momento en que inicia su privación de libertad. Además, el tema de los niños y las niñas en prisión ha tenido especial atención en los últimos años.
Barón, et al. (2013) proponen considerar el «estigma de género»20 a los procesos de estigmatización que afecta a las mujeres que no se ajustan a modelos normativos y cuyo origen se encuentra en el sistema ideológico patriarcal. Para los autores, es necesario observar la «reacción a la discriminación por razones de género” (Barón et al., 2013:839) entre las que se pueden encontrar la resiliencia y el empoderamiento. Sin embargo, hablar de «mujeres delincuentes» puede complejizar el modo en que éstas responden a la estigmatización tanto en reclusión como fuera de ésta.
Además de las afectaciones psicológicas de las mujeres en reclusión, las afectaciones sociales recorren su vida familiar, educativa y laboral cuando se encuentran fuera de prisión. Según Barón, et al. (2013), las personas estigmatizadas, en su ámbito cotidiano, son menospreciadas y viven diversas dificultades en su entorno social, familiar y laboral (Barón, et al. 2013:848). Aunque, el autor también resalta, a través del análisis de diversas investigaciones, que el estigmatizado también puede tener una vida satisfactoria al enfrentar o afrontar adecuadamente el estigma (Barón, et al. 2013:850).
Esto conlleva a analizar, desde los estudios que aporta la psicología social, los mecanismos o recursos de afrontamiento, como la resiliencia, que ayudan a manejar adecuadamente el rechazo o propiamente el estigma. Desde las concepciones propuestas en la presente investigación, el estigma, claramente, tiene un carácter negativo. Los individuos o grupos víctimas del estigma pueden crear estrategias de evitación o control para aminorar o eliminar la desaprobación o el rechazo. Es decir, se consideran individuos reactivos capaces de crear mecanismo de resistencia, de adaptación y de resiliencia para aminorar las consecuencias del estigma lo cual se puede abordar en futuras investigaciones.
Conclusiones
Se ha puesto de manifiesto, a partir del análisis de la sociología interaccionista, la formación de un sujeto: el criminal. Para la sociedad, el «criminal» posee características de inferioridad, se le rechaza y se le excluye del medio social ya sea por temor o inseguridad. Esta situación ocurre tras el etiquetamiento de individuos que no se ajustan a las normas sociales y que, por el contrario, se desvían de lo aceptable o lo que se considera «normal».
Quizá el problema no radica en la presencia o existencia de «criminales» sino el modo en que el resto de la sociedad los percibe, los señala y los excluye.
La segregación de aquellos individuos que no se ajustan a las normas sociales es un proceso no solo social, sino histórico. A pesar del avance de la justicia punitiva, la cárcel como un modelo de separación entre el bien y el mal no afirma que los «normales» estén a salvo de los que no se consideran así. Más bien, es necesario replantearse hasta qué punto la sociedad puede, en los procesos situacionales de interacción, crear estrategias de aceptación y no-violencia hacia los que considera «desviados sociales».
De acuerdo con la revisión de literatura y los avances en la investigación empírica, podemos evidenciar que el estigma se puede abordar desde el plural, es decir, la presencia del estigma en diversos contextos conlleva a analizar «los estigmas». Un ejemplo claro es el «estigma de género», propuesto por Barón, et al. (2013). Así, en un mismo contexto pueden darse distintos tipos de estigma, como el estigma de género en el ámbito escolar o el estigma de género en el ámbito de la reclusión. Es útil considerar otras categorías de estigma (como «estigma de religión») ya que tales categorías pueden ayudar a delimitar situaciones de rechazo y discriminación en distintos ámbitos de la interacción social.
El estigma, ya sea como atributo o como proceso social, es perteneciente a una diversidad de grupos sociales claramente rechazados y desvalorizados. El presente trabajo dirigió el análisis a un grupo en específico, el de los convictos y ex-convictos. Es así como se partió del análisis teórico del estigma para caracterizar a aquellos que se encuentran en prisión y que, al salir, se enfrentan a serias dificultades en varios ámbitos de la interacción social. También se estableció una relación entre las vivencias de discriminación dentro de la cárcel y las dificultades que enfrentan los individuos tras ser liberados.
Se afirmó que existe una articulación entre situaciones desfavorables y de discriminación antes, durante y después del encierro carcelario lo cual va conformando un estereotipo de criminal no solamente en el contexto mexicano, sino que es característico de América Latina. Además, al menos en México, otras causas estructurales como la pobreza, la desigualdad o la exclusión social, van desplegando la estigmatización y la discriminación. Asimismo, la violencia institucional y la discriminación estructural en el caso de las mujeres es propia del contexto mexicano.
Hace falta la profundización sobre el estigma de los hijos e hijas de las mujeres en reclusión ya que la investigación empírica al respecto es escasa, sobre todo en el contexto mexicano. Lo mismo para el tema de las causas y los efectos del estigma y la discriminación hacia convictos y ex convictos ya que, como se vio, los estudios realizados en Colombia y en España no son suficientes para extrapolarlos al contexto mexicano o bien, hacer generalizaciones respecto al sistema de justicia y las representaciones sociales de los y las criminales.
Después de esto, es necesario replantearse los objetivos de igualdad, no-discriminación, no-violencia lo cual se encuentra en las agendas internacionales sobre todo en materia de derechos humanos. La diversidad de estudios psicológicos y sociales apuntan el mantenimiento o aumento de la violencia, la discriminación y la exclusión social en todo el mundo. La marginación y la pobreza, el difícil acceso a la educación, el acoso escolar, la violencia machista, el abuso sexual, el secuestro, el narcotráfico y otros, son problemáticas que deben considerarse problemáticas urgentes de disminuir y erradicar.
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Notas