Artículos
Reformas punitivas en la Costa Rica de fin de siglo: novedad o inercia del pasado
Punitive reforms in the end of the century’s Costa Rica: novelty or inertia of the past
Delito y Sociedad
Universidad Nacional del Litoral, Argentina
ISSN: 2362-3306
Periodicidad: Semestral
núm. 54, e0070, 2022
Recepción: 02 Junio 2022
Aprobación: 20 Julio 2022
Resumen: Costa Rica ha sido señalado como un caso excepcional en Centroamérica, especialmente por la temprana abolición del ejército, su institucionalidad democrática y el apuntalamiento de la legislación de derechos humanos en la región. No obstante, estos reconocimientos no se han visto reflejados en otros campos, como el de la legislación punitiva y las prisiones. Fue a partir de la década de 1990 cuando las cifras de población carcelaria en Costa Rica empezaron a aumentar hasta llegar a colocarse en los últimos años entre los primeros veinte países con mayor encarcelamiento. En este articulo elaboro una explicación sobre este fenómeno a partir de la revisión documental de los expedientes de cuatro reformas legislativas con mayor impacto en el aumento de la población penitenciaria costarricense. Al atender los debates, las decisiones de los agentes legislativos y su inclinación hacia las soluciones de mayor extensión y severidad penal, fue posible hallar una tensión no resuelta entre el ímpetu reformista, la desconfianza hacia la cárcel como método de control social y la imposibilidad de pensar en medidas alternativas. Así, la novedad que buscaban los legisladores terminó en una «inercia del pasado» donde la innovación consistió en regresar a un ya conocido modelo penal intransigente y severo.
Palabras clave: sociología del castigo, legislación punitive, política penitenciaria, prisiones, Costa Rica.
Abstract: Costa Rica have been recognized like an exceptional country in the Centro American region, especially for the early decision to abolish the army, for its democratic institutions, and the leading of the human rights legislation on the region. However, these recognitions do not be reflected in other arenas like the punitive legislation and the prisons. Since the 1990 decade, the prison population rate in Costa Rica begun to arise until become in nowadays in one of the top-twenty countries in the world with highest incarceration rate. In this paper I analyze this problem by a documental research strategy of the records of four legislative reforms which had have more impact in the increase of Costa Rica’s penal population. By attendance these debates, the decisions of the legislators, and their preference of more length and severity punitive solutions, I found a no-resolved tension between the impetus for something new, the disbelief on the jail like a social control strategy, and the impossibility to think in alternative ways. In this sense, the novelty which the legislators were seeking for, become in a «inertia of the past», where the innovation has turned in a coming back of the well-known intransigent and severe penality model.
Keywords: sociology of punishment, punitive legislation, penitentiary policy, prisons, Costa Rica.
Introducción
Durante la última década Costa Rica ha destacado entre los primeros veinte países que más encarcela a su población, contando con números relativos que sobrepasan las trescientas personas en privación de libertad por cada cien mil habitantes —por ejemplo, en el 2018 se reportó una tasa de 395 personas privadas de libertad por cada cien mil habitantes—. La tasa de encarcelamiento de Costa Rica durante este periodo solo fue sobrepasada en la región por países como El Salvador, Panamá o Cuba (Walmsley, 2018). No obstante, es poca la atención que se le ha prestado a este país centroamericano en los análisis comparativos a nivel internacional o en la propia discusión que pretende trascender los límites nacionales.
Una de las situaciones que más impacto han tenido sobre este fenómeno está dada por la implementación de una veintena de reformas de matiz punitivo en el marco de las últimas tres décadas (Programa Estado de la Nación, 2017; Sánchez Ureña, 2011). Las cuales han propiciado el incremento de las penas, la disminución de garantías y derechos de la población reclusa y, consecuentemente, el abarrotamiento y el hacinamiento de los espacios carcelarios. En por ello que en el presente artículo me concentraré en examinar el contexto que favoreció la sanción de cuatro de las reformas que más impacto han tenido sobre esta circunstancia de extensión y severidad del castigo legal.
Dado que el propósito de esta investigación fue sobre todo reconstruir y analizar un proceso reciente de consolidación de las dinámicas punitivas y carcelarias, la estrategia se volcó hacia un enfoque de tipo cualitativo y de investigación propiamente documental, rastreando y confrontando fuentes de tipo legislativo, de campaña política y hemerográficas. Particularmente, el examen y análisis de dichas leyes se sustentó en una revisión exhaustiva de los expedientes legislativos de cada una de ellas. Estos expedientes permiten entender la ruta crítica por la que atraviesa un proyecto de ley desde su etapa de formulación, debate y dictaminación, hasta su sanción como ley de la república. De tal manera, esta fuente fue propicia para indagar en los actores involucrados, sus posiciones, sus retórica y argumentos respecto al tema.
Asimismo, la atención que se prestó específicamente al campo de decisiones y a los actores intervinientes en la configuración de los resultados penales responde a una perspectiva analítica que decidió sortear el determinismo estructural que muchas veces se encuentra en el campo de la discusión teórica sobre el castigo legal, la cual entiende el propio matiz de lo penal como un epifenómeno de cambios o transformaciones que operan en ámbitos más abarcadores, tales como las estructuras económicas, los cismas políticos o los ordenamientos culturales. En este sentido, el propósito al que me avoco es también trascender el propio contexto inmediato de Costa Rica para entender la relevancia que tiene una mirada que apueste por un dualismo analítico, atento a la relevancia ya no solo de las influencias estructurales, sino también de la intervención de agencias y actores específicos que, muchas veces, por primar una causalidad de orden más general y omnicomprensiva, son dejados de lado.
Por último, conviene señalar que, al atender a una jerarquía causal, el contexto de Costa Rica y los casos de reforma seleccionados, permiten entender cómo, efectivamente, el ímpetu reformista que se dio en el país centroamericano se desarrolló efectivamente en el marco de un momento de cambios estructurales, de apertura a nuevas dinámicas de mercado y de relaciones globales, las cuales operaron dentro de un marco general que promovió cambios y mutaciones. Asimismo, este contexto invitó a reformar y actualizar el conjunto de normas y de respuestas frente a una condición donde el delito adquirió relieve como problema y asunto público. Sin embargo, aquellas dinámicas no operaron de manera automática o mecánica. Las respuestas y la forma en las que se asumió el cambio estuvo atravesado por una discusión y debate —propio de la lógica parlamentaria— donde, no obstante, se antepuso una respuesta «neoconservadora» (O’Malley, 1999) que promovió, a la vez, una «inercia del pasado» (Sozzo, 2018). Así, la innovación prometida no consistió más que en regresar a un ya conocido modelo penal intransigente y severo. Un programa que, además, intentó conciliar o combinar —de manera contradictoria y con poco éxito— la reivindicación de los derechos humanos, las garantías legales y procesales, junto a un «elástico» ideal de rehabilitación (Artavia Cubero, 1999) y de prevención del delito.
Las reformas punitivas de fin de siglo en Costa Rica
La definición de lo punitivo generalmente ha sido asociada con una forma particular de castigo. Esto es, con la «imposición de un sufrimiento» (Fassin, 2018; Sozzo, 2017) que se inflige desde una base normativa o legal en el contexto de una jurisdicción determinada, sea esta, por ejemplo, un estado o una nación. La configuración de una jurisdicción es central en el análisis de lo punitivo porque es ello lo que en última instancia define el catálogo de comportamientos que pueden ser clasificados como indeseables y, en consecuencia, como punibles. La base de esta normativa y el consecuente castigo, han sido señaladas desde algunas corrientes teóricas como una «necesidad social» que no solamente atiende y regula el comportamiento delictivo o criminal, sino también instaura y preserva un «orden social» específico.
De tal manera, concebir una sociedad particular, o un conjunto de leyes o normas que infligen castigo y dolor como punitivas, supone una mayor precisión, pues tanto en sociedades premodernas como modernas el castigo ha sido una práctica social extendida y ampliamente recurrida (Fassin, 2018; Garland, 2010; Malinowski, 1991) asimismo porque «las sanciones siempre implican […] una cierta cantidad de dolor o sufrimiento y por ende, siempre tienen como cualidad ser “punitivas”» (Sozzo, 2017:2). En este sentido, la punición es sólo una dimensión de una política de control del delito compleja y contradictoria que a la vez constituye una tendencia que abarca varios decenios y no está exclusivamente vinculada a un régimen político específico (Garland, 1997). Todo esto invita a entender que el adjetivo punitivo no puede ser utilizado sin antes partir de una caracterización específica y determinada.
Por ejemplo, cuando se habla de reformas o políticas punitivas en la actualidad es posible remitirse inmediatamente al sostenido aumento y predominio del aparato carcelario y de la población privada de libertad (Sozzo, 2017). Una realidad que es posible observar en múltiples contextos nacionales y continentales, la cual ya ha sido nombrada como un «momento punitivo» (Fassin, 2018). No obstante, aunque las tasas de encarcelamiento por cien mil habitantes sea la métrica usual para caracterizar este fenómeno mundial, el uso de una sola medida de castigo es incompleto y a menudo engañoso para describir la tendencia punitiva en un contexto determinado (Tonry, 2007).[1] Es necesario, por ello, considerar una combinación de políticas, de prácticas y resultados, antes de arribar a conclusiones prematuras. Asimismo, debería matizarse el supuesto de que, en términos generales, es posible encontrar un momento general y quizás homogéneo.
Antes bien, podría hablarse de un proceso que tiene rasgos particulares en los diversos ámbitos nacionales o regionales. Aunque ello no impide que podamos rescatar algunos puntos de encuentro o coincidencias en distintos contextos. Por ejemplo, la adhesión a políticas represivas, la agravación de las penas, las prácticas cada vez más inflexibles de las instituciones penales y así, la implementación y consolidación de penas de prisión más duras y dilatadas (Fassin, 2018).
Lo anterior supone que «lo que aquí se nombra como punitivo puede ser entendido como una cuestión de grado». Lo cual, a su vez, se puede abordar en términos de «extensión» —esto es, cuando el castigo y sufrimiento llega a mayor cantidad de personas— así como de «severidad» —cuando este castigo es implementado en condiciones cruentas, durante tiempos más prolongados y, por ende, con mayor sufrimiento— (Sozzo, 2017). Esto implica, simultáneamente, tener un punto de referencia para establecer dicha graduación. Es decir, si partimos de que el castigo puede ser hallado de múltiples y específicas maneras en distintos contextos, debemos establecer una referencia desde la cual se pueda clasificar aquel contexto como más o menos punitivo.
De tal suerte, hablar de las reformas punitivas en el contexto finisecular costarricense conlleva situar un escenario previo con respecto al cual se introdujo un cambio o ruptura. Por tanto, en lo que respecta al contexto particular de Costa Rica convendrá hacer algunas delimitaciones y precisiones. Primero, hay que reconocer nuevamente que, aunque la tasa de población penitenciaria no es el único ni más preciso indicador de lo punitivo (Garland, 2019; Sozzo, 2017; Tonry, 2007) resulta conveniente como aproximación de la extensión del sistema penal y el castigo legal. Las cifras correspondientes a la población recluida pueden dar cuenta de cómo el castigo legal ha llegado a una mayor cantidad de personas.
Segundo, y en lo que compete a la «severidad», será oportuno indagar en principio sobre la «oleada» de reformas que han caracterizado el periodo de fin y principio de siglo en Costa Rica, las cuales han propiciado la tipificación de nuevos delitos y su consecuente castigo con penas de prisión que, igualmente, han venido acompañadas de una reducción de beneficios y garantías para la población privada de libertad en muchos casos (Programa Estado de la Nación, 2017; Sánchez Ureña, 2011). Sobre ambos aspectos vinculados a la gradación de lo punitivo, en la perspectiva de la historia reciente de Costa Rica, conviene detenerse, aunque someramente.
A manera de antecedente habría que señalar cómo la extensión de las medidas punitivas ya referidas parte de un momento particular y específico. El punto de contraste debe ponerse en el momento de creación del Ministerio de Justicia, en el año 1978. Momento que constituyó un cuestionamiento directo sobre la propia lógica penal y de la cárcel en específico. La antigua Penitenciaría Central, instaurada en el país a principios del siglo XX, ya había colmado las posibilidades de contener la población penitenciaria a finales de la década de 1970. Entre otros, la serie de motines y de conflictos a lo interno de la penitenciaría, acompañados además de la imagen siniestra que se había colocado sobre el inmueble, propiciaron un abierto cuestionamiento de aquella forma de castigo (Artavia Cubero, 1999).
A partir de ello, el gobierno del exmandatario Rodrigo Carazo Odio (1978-1982), emprendería de manera explícita una política alternativa para la atención de la población reclusa. Tal como Elizabeth Odio Benito, ministra de la cartera de Justicia, señaló en aquella oportunidad: «…el cierre de la Penitenciaría Central marca el fin de un capítulo inaceptable y sangriento de la historia del derecho penitenciario costarricense, pero esto es sólo el principio de toda una gran transformación que realiza el país en materia penitenciaria.» (Carazo, 1989:454).
Esta «gran transformación» que se anunciaba, iba acompañada ya no solo del mencionado cuestionamiento del encierro clásico —como el que se había implementado mediante la Penitenciaria Central— sino también una posición crítica frente al predominio de la criminología positiva que se presentaba como paradigma de la administración penitenciaria (Artavia Cubero, 1999). Este escenario marcó así el despegue de un nuevo sistema que complementaba, por un lado, el modelo progresivo de cumplimiento de la pena; y, por el otro, el avance en la legislación internacional de derechos humanos.
El expresidente Carazo Odio fue optimista al señalar el apoyo decidido y la colaboración que el Ministerio de Justicia —a través de su titular, Elizabeth Odio Benito— brindó para lograr la ratificación del Pacto San José sobre Derechos Humanos, así como la instalación de la Corte Interamericana de Derechos Humanos en Costa Rica y la creación del Instituto Interamericano de Derechos Humanos (Carazo, 1989:451). De igual forma, señaló que el régimen de tratamiento progresivo para los internos sentenciados estaba sustentado en «métodos científicos y modernos y en los principios filosóficos de los derechos humanos», cuyo éxito además se constataba en la baja reincidencia de quienes integraban aquel programa (Carazo, 1989:452).
En este sentido, los múltiples cambios introducidos al modelo penal y al sistema penitenciario tuvieron un notable impacto en lo inmediato, que se vio reflejado, por ejemplo, en la instauración de un tratamiento digno para la población reclusa y en la promoción de una serie de reformas que buscaban reducir la cantidad de imputados. Dichas medidas propiciaron que Costa Rica figurara en 1981 con el índice más bajo de privados de libertad en régimen de detención provisional en América Latina. Lo cual llevó al exmandatario Carazo Odio a asegurar que, aquel sistema reformado, quedaba «consolidado e integrado dentro de los lineamientos de una filosofía humanitaria, con claro respeto de los derechos humanos y un desarrollo técnico claro, probado y efectivo» (Carazo, 1989:452).
Sin embargo, este programa no tardaría en ser, ya no solo reñido, sino replanteado y modificado. Precisamente el modelo progresivo y los «beneficios» que este otorga se definirían como uno de los principales blancos de crítica y polémica en los ambientes reformistas de matiz punitivo (Artavia Cubero, 1999:153-154). De tal manera, la primera década que configuró el auge y apogeo del sistema progresivo arribó, a inicios de 1990, en una serie de intenciones de reforma y en un conjunto de propuestas que, si no conflictuaban de manera explícita aquellos presupuestos, al menos sí los contradecían.
Siendo así, la década de 1980 y el primer lustro de la década de 1990, fue un periodo que estuvo marcado por una fluctuación en la tasa de población penitenciaria dentro de un rango relativamente bajo. Una dinámica que a partir de 1995 empezó a incrementarse para ya no volver a descender. Más bien, esta tendencia considerable de aumento sostenido y prolongado se iba extender incluso casi dos décadas después del cambio de siglo (cfr. Gráfico 1).
De tal manera, el periodo que arranca a partir de la década de 1990 está marcado por lo que se ha denominado el «parteaguas de la oficialización legislativa de la nueva “lucha” contra la delincuencia» (Sánchez Ureña, 2011:448), el cual estuvo conducido mediante un consecuente «despegue penitenciario» (Artavia Cubero, 1999:163). A partir de este periodo fue posible observar una explícita y mayor preocupación por el delito y la criminalidad (Huhn, 2012:74) acompañado además de una marcada y evidente crisis del modelo progresivo y de la prisión de naturaleza más «asistencialista» (Artavia Cubero, 1999:163). Razón por la cual los ánimos reformistas subsecuentes partirían de estos cuestionamientos del problema delincuencial y el debilitamiento del sistema penitenciario para definir su intención de respuesta y cambio.
Fue así como, a partir de la década de 1990, empiezan a figurar una cantidad de reformas y modificaciones al Código Penal que resultan considerables (Cfr. Gráfico 2). Este Código, emitido mediante ley N.. 4573 del 30 de abril de 1970, buscó en sus inicios actualizar el promovido en el año 1941 e introducir una serie de consideraciones rehabilitadoras. Principalmente atacaba los presupuestos normativos de Cesare Lombroso y Enrico Ferri, proponiendo un objetivo «preventivo» antes que «retributivo».
A propósito de estas reformas habría que señalar que, aunque en la década de 1970 se formularon más de diez modificaciones al Código, aquellas partieron de una «necesidad de sintonía legislativa» con el Código de Procedimientos Penales de 1973. Es decir, estos cambios no partían de una intención estrictamente punitiva. Lo anterior, contrasta entonces de manera importante con los años siguientes. Sobre todo con lo acontecido durante la década de 1990 y los diez primeros años del 2000, donde la tendencia en las reformas se incrementó de manera considerable, esta vez sí desde un ánimo y programa de tipo punitivo (Sánchez Ureña, 2011:447-448).
Dichos cambios, como ha sido señalado, propugnaron la creación de nuevos tipos de delitos, el agravamiento de las penas y la reducción de los procedimientos de cumplimiento progresivo de la pena. Estas modificaciones abrieron una serie de paradojas en la administración de lo penal: mientras que era evidente la paulatina crisis penitenciaria, el deterioro de las condiciones de encierro, así como la disminución de los beneficios y de oportunidades para la población privada de libertad; simultáneamente se hizo cada vez más marcado un discurso que acudía al auxilio de la prisión. En ocasiones asistiendo a la «elástica hipótesis de la “rehabilitación”» (Artavia Cubero, 1999), con el fin de legitimar aquellas reformas.
De tal manera, el contexto social de cambio y transformación que empezó a desarrollarse en Costa Rica durante el fin y principio de siglo, fue también oportuno para colocar la idea de una necesidad cada vez más urgente de renovar, de actualizar, y abandonar las viejas taras que impedían el progreso y el desarrollo (Solís Avendaño, 2006); y fue así, entonces, que el ámbito de lo penal también vino a verse reflejado en aquella retórica: hacía falta renunciar a los vicios de un sistema que ya estaba agotado, aunque la novedad no fuera una transformación radical, sino la manifestación de una «inercia del pasado» (Sozzo, 2018) que recuperaba los viejos moldes de la penalidad retributiva, intransigente y severa.
El ímpetu del cambio y la inercia del pasado
En esta sección me detendré a analizar los debates, las decisiones de los agentes legislativos y sus inclinaciones respecto a las salidas punitivas de control social. La base metodológica y técnica para desahogar este propósito consistió en una estrategia documental, con la intención de rastrear y confrontar fuentes de tipo legislativo, de campaña política y hemerográficas. En este sentido, aunque el objeto de este trabajo se concentró en dibujar el contexto de dos décadas de reformas y transformaciones en el ámbito de lo punitivo y penitenciario, presté especial atención a aquellos proyectos legislativos que más impacto han tenido sobre el problema y que conllevaron un debate en el espacio ampliado de la opinión pública.
Por tal razón, el énfasis está puesto en las reformas al Código Penal que se promulgaron entre 1994 y 2009 y que el Estado de la Justicia del 2017 (Programa Estado de la Nación, 2017) ha señalado como proyectos de alto impacto en la dinámica de sobrepoblación carcelaria. Estas reformas y su pertinencia se destacan en la tabla 1.
En los acápites que integran esta sección del documento me detendré a elaborar la ruta crítica de cada una de las reformas antes señaladas. El propósito será dirigir la mirada a aquellos contextos desde la perspectiva del dualismo analítico, situando la agencia de los tomadores de decisión en el marco de los debates y procesos deliberativos; pero también, considerando los ámbitos más amplios y estructurales que influyeron o acotaron el propio proceso de resolución legislativa. En tal sentido, en el primer acápite me detendré a revisar sendas reformas realizadas al Código Penal durante el cuatrienio 1990-1994 y su relación con los procesos de ajuste estructural y la deriva neoconservadora. En el segundo acápite, pasaré revista a la consolidación de una norma doméstica sobre el tráfico de drogas y el vínculo con la política bilateral estadounidense. Mientras que, en el tercer y último acápite de esta sección me detendré a revisar la ley No. 8720, que consistió en un paquete complejo de reformas al Código Penal y Procesal Penal, así como la creación de los Tribunales de Flagrancia. La ruta crítica de esta ley será analizada a la par de la tendencia al alza de los delitos contra la propiedad y la percepción extendida en el país de inseguridad, temor al delito e impunidad.
1990-1994: Las reformas punitivas en un contexto de cambio social
La década de 1990 en Costa Rica fue asumida desde la imperiosa necesidad de superar la crisis y desde el ímpetu por la apertura hacia nuevas formas de administración pública. Rafael Ángel Calderón Fournier, candidato del Partido Unidad Social Cristiana y presidente de la República durante el periodo 1990-1994, anunciaba ya en su programa de gobierno «la necesidad de una nueva forma de gobernar» y la introducción de una «nueva economía» que garantizara así un «futuro de todos». En este sentido, debe recordarse que este gobierno estuvo inserto en la dinámica consecuente de «ajuste estructural» que se había iniciado al menos una década atrás producto de la crisis económica de 1980. Fue así como durante este gobierno se terminó estableciendo una serie de políticas acordes con el programa neoliberal, entre ellas, la congelación de los salarios, los recortes presupuestarios y la reducción del empleo público. Asimismo, el gasto público en educación, salud, vivienda y afines se redujo en dos puntos porcentuales del PIB entre 1989 y 1992 (Molina Jiménez & Palmer, 1997:110). No obstante, hacer un traslado directo de esta serie de políticas en lo económico hacia el campo de lo penal, resultaría problemático. Sobre todo, cuando el escrutinio del problema penal costarricense en este contexto se ofrece más bien como un ámbito «volátil y contradictorio» (O’Malley, 1999).
Recuperando a O’Malley, antes de caracterizar el campo de lo penal en Costa Rica como un espacio afín con una racionalidad política homogénea, deberíamos más bien admitir su carácter ya no solo dinámico sino incluso incoherente. Es allí donde conviven y se desarrollan las prácticas políticas de lo penal: integrando programas tan antitéticos entre sí como aquellos que aúnan el castigo y la estigmatización frente a un ideal de «restauración» y «rehabilitación». O bien, donde la punición intransigente se intenta congeniar con la retórica de los derechos de la población reclusa. Como apunta O’Malley, la tendencia a considerar los cambios importantes en el campo del castigo legal en relación con una «racionalidad política singular» ha pasado por alto la posibilidad de la coexistencia, muchas veces común, de tendencias de pensamiento distintas.
Por ejemplo, O’Malley propone entender el castigo «volátil y contradictorio» como una confluencia, no siempre armónica, sino tendiente a las diferencias e incompatibilidades, donde riñe el neoliberalismo «de libre mercado» con el neoconservadurismo social «autoritario». Aunque esta descripción incurre también en una caracterización del neoconservadurismo como un proyecto político concertado, habría que advertir que siempre hay tendencias discordantes y no afines en lo absoluto. Sin embargo, podría señalarse que, el núcleo de aquella vertiente neoconservadora encuentra eco en quienes se sienten amenazados por el cambio cultural, articulando así la nostalgia de un mundo ido y convirtiéndolo en un programa político que aspira a restaurar los valores tradicionales que se asumen en riesgo o perdidos; entre ellos, la religión, la familia y el trabajo (Escalante Gonzalbo, 2015). Aspectos que fue posible hallar de manera reiterada en el proceso de cambio social en Costa Rica y que se perfilaron con énfasis a lo interno del debate y la discusión de las reformas de carácter punitivo.
En este sentido, el dibujo trazado para admitir en el análisis lo que a simple vista resulta incoherente o contradictorio, supone que no resulta difícil encontrar una tensión constante en el ánimo de las reformas planteadas en Costa Rica en el contexto de 1990. Por ejemplo, dos de los principales motivos, o dos de las razones centrales esgrimidas por los legisladores para emprender las reformas, resultan también incoherentes. Estos motivos abrieron la tensión entre la animosidad del cambio y la urgencia de transformación —sobre todo en un momento de apertura hacia un nuevo siglo y un mundo globalizado— pero también la nostalgia por un tiempo ido y la respuesta reaccionaria frente a lo nuevo que se ofrecía amenazante.
Por ejemplo, cuando el diputado socialcristiano Vargas García presentó en junio de 1990 el proyecto de ley No. 7389 para aumentar la pena máxima a cincuenta años —que anteriormente estaba fijada en veinticinco años— argumentó de la siguiente manera:
La ley, como elemento del desarrollo de un país, debe ser dinámica, por ende, requiere el ser revisada y actualizada. No obstante, se mantienen disposiciones legales que no responden a la realidad del momento. Por eso, es relevante el que la legislación penal de un país se incorpore y adecué a las necesidades de cada época. Desde esta perspectiva, puede afirmarse que las leyes que no responden a una sentida necesidad del medio devienen en inoperantes; de ahí la participación del pueblo, que clama por un nuevo ordenamiento jurídico o por reformas sustanciales. (Expediente ley No. 7389:1)
Esta concepción anuente al cambio y la actualización estuvo acompañada también de un diagnóstico poco positivo sobre las condiciones y la dinámica de la delincuencia en el país. No obstante, lo señalado tanto por el legislador Vargas García, al proponer este proyecto, como el de la mayoría de los diputados que la respaldaron, no iba dirigido a la tasa de delincuencia en términos generales. Más bien, entendían que un proyecto como este constituía un importante elemento disuasorio para los delitos y crímenes más graves. En este sentido, toda vez que fue necesario respaldar y legitimar la iniciativa se recurrió al menos a dos tesis.
La primera era «aritmética», y señalaba que, toda vez que ocurría un «concurso material de delitos» —esto es, cuando con varias acciones se cometen tantos delitos como acciones realizadas, por ejemplo, quien comete un delito sexual primero, e inmediatamente después un homicidio— la pena que podía recibir quien procediera de esa forma era «tan baja», que prácticamente más de uno de esos delitos «salía gratis». La segunda tesis, que apareció con fuerza cuando los legisladores razonaron su voto afirmativo, fue principalmente la de la premura y la urgencia. Un argumento que además estuvo acompañado del reconocimiento de la capacidad limitada que tenía la futura ley para resolver el problema de fondo.
Estas razones referidas principalmente al delito fueron fundamentales a lo largo del debate. Los diagnósticos que hacían los legisladores partían desde múltiples observaciones —algunas bastante contrastantes entre sí— sin embargo, las dos más recurrentes entre quienes defendían la necesidad de la reforma partían de una base «positiva» y otra moral. El diagnóstico positivo sostenía que estos crímenes, que debían ser atendidos con urgencia, provenían de sujetos con algunas características patológicas. Ello suponía también cuestionar la posibilidad de una eventual «rehabilitación». Ante tal urgencia y determinismo, no había una salida más que propiciar un encierro mayor o incluso indeterminado.
Quizás quienes más drásticos fueron en esta posición positiva, fueron los socialcristianos Vargas García, Trejos Fonseca y Chaverri Soto, así como el diputado Gutiérrez Sáenz, de la coalición de izquierda Pueblo Unido. Por ejemplo, Vargas García sostuvo que no se oponía a la «rehabilitación» si la «ciencia médica» lograba rehabilitar a partir de «operaciones en el cerebro» (Expediente ley No. 7389:46). Asimismo, el diputado Gutiérrez Sáenz patologizó a quienes cometían crímenes sexuales y afirmó que, en caso de pederastas, violadores o «criminales natos» convendría el confinamiento permanente (Expediente ley No. 7389:173). Mientras que el legislador Chaverri Soto señalaría también que aquel que llegara a acumular una pena de cincuenta años era porque tenía una «vocación criminal» (Expediente ley No. 7389:102).
Por otra parte, el diagnóstico moral del delito coincide en este caso con la posición neoconservadora antes anotada. Aunque igual fue posible encontrar en algunas ocasiones referencia al delito como una condición «estructural» propiciada por condiciones económicas —ya fuese atribuido a la desigualdad o la pobreza— esta posición también se complementaba muchas veces con la dimensión «moral» y cultural del problema. El propio proyecto presentado rezaba en su declaración de motivos cómo «…actualmente el Derecho Penal se ve enfrentado a un aumento en el índice de criminalidad, en parte como producto de una serie de descontentos de carácter social y económico y por otra como fruto de una degradación de los valores fundamentales» (Expediente ley No. 7389:3). Argumento que aparecería en reiteradas ocasiones desde distintas voces legislativas.
Por ejemplo, parte de la «degradación de valores» estuvo asociada con el auge de la cultura de masas en Costa Rica. Fue así como la diputada Olsen Beck llegó a afirmar que las películas y videos daban «instrucción para cometer crímenes» (Expediente ley No. 7389:78), mientras que el mismo diputado Chaverri Soto señaló también que la «universalización de la cultura» era un problema grave y a tomar en consideración, pues «la importación de películas violentas» promovían la agresión hacia la mujer y los niños. Asimismo, apuntaba que estos productos culturales «violentos» eran «tan sofisticados», que realmente configuraban «un adiestramiento para el delito», en tanto que «ideas que a la gente común de este país no se le ocurren sobre la manera de cometer un delito, las está aprendiendo a través de la televisión» (Expediente ley No. 7389:172).
Por otra parte, estas concepciones y diagnóstico sobre el delito vinieron acompañadas también de una visión sobre la cárcel que, aunque coincidentes en algún grado, se sostenían desde bases argumentativas distintas. Entre ellas, la ministra de Justicia se distanció de las perspectivas más pesimistas y agoreras y sostuvo que «la legislación penal y la penitenciaria, no sólo deben tender a separar al delincuente peligroso de la sociedad, como se afirma en la exposición de motivos del proyecto. Sobre todo, porque la noción de «peligrosidad» resulta vaga, relativa y mutable, y porque los fines del sistema penal dentro del cual está inserto el tipo penal, trascienden el castigo y la inhabilitación social» (Expediente ley No. 7389:29). Esto supuso, a la vez, remarcar su posición sobre la idea de la rehabilitación:
De acuerdo con nuestra ley, la sanción tiene un carácter rehabilitador, lo que nos hace advertir que el efecto del castigo que implícitamente contiene el proyecto, contradice la orientación doctrinaria del cuerpo legal y más evidentemente contradice los principios fundamentales de la política criminológica y de prevención social del Estado. Con ellas se reconoce que la prisión, lejos de lograr la reducción de la delincuencia, más bien estigmatiza y pervierte física y sicológicamente al individuo (Expediente ley No. 7389:28).
No obstante, la misma ministra Odio Benito sostuvo también cómo «la pena de prisión en muchos casos no sólo resulta económicamente onerosa para el Estado y para el interno, sino también suele ser inútil como instrumento de re-adaptación social» (Expediente ley No. 7389:29). En este sentido, la «elástica» idea de la rehabilitación, aunque apareció de manera reiterada, fue abordada principalmente como un ideal o una aspiración legítima pero inasible. Las posiciones y argumentos fueron en este tema también contradictorios y ambiguos, pero ello no limitó que igualmente fuera un motivo recurrente para seguir validando la cárcel como alternativa.
A propósito de esto último, el mismo proponente del proyecto, y quienes se manifestaron explícitamente a favor de él, admitieron en muchas ocasiones y de manera contundente que la cárcel ya había agotado sus posibilidades, que su infraestructura era limitada, que no iba a solventar ningún problema de fondo; pero que, frente a todo esto, no podían por el momento hacer mucho, pues la urgencia era inhabilitar a «los delincuentes peligrosos». En este tenor, también se argumentó sobre la necesidad de reducir todo tipo de «beneficio» del que gozara la población penitenciaria.
Durante el debate legislativo de la ley No. 7398, el diputado Trejos Fonseca —uno de los proponentes del proyecto— sostuvo que esta nueva ley vendría a «ponerle un mayor valor a la vida humana», toda vez que homicidas o asesinos tendrán que «pagar con más prisión» y no tendrán posibilidad de «excarcelación por buena conducta, y todas esas alcahueterías que actualmente se dan» (Expediente ley No. 7398:24-25). En este sentido, para el legislador, el endurecimiento de las penas y la reducción de los beneficios representaba una suerte de proyecto civilizatorio que subrayaba el valor de la vida y establecía un nuevo estándar moral:
Creo que desde hace muchos años hace falta actualizar nuestro Código Penal. No proponemos cadenas perpetuas ni la pena de muerte, como existe en otros países […] no proponemos nada de eso, simplemente pedimos que se le dé un mayor valor y se aprecie más la vida humana, que el que le quite la vida a una persona tenga que pagar con un mayor tiempo de reclusión, con un mayor tiempo aislado de la sociedad (Expediente ley No. 7398:25).
De tal suerte, como se verá en los acápites subsiguientes, las tensiones y contradicciones ofrecidas en los discursos que definen una política penal y una forma particular de procedimiento legislativo no fueron exclusivos de este contexto. El establecimiento de sanciones más severas y de una tolerancia menor con la transgresión y el delito, siempre necesita sostenerse sobre una retórica que legitime aquello que desde una perspectiva garantista y humanista no resulta ni coherente ni conveniente, pero quizás sí popular —sobre todo cuando se insiste en hablar desde la voz de la gente y el «pueblo»—. Por lo tanto, aunque los discursos de los legisladores acudieran constantemente a una reafirmación de aquellas bases axiológicas pretendidamente humanitarias y atentas al derecho, en el trade off que define su puesta en práctica, se terminan imponiendo los efectos punitivos.
1982-2002: La inserción en un contexto global y el problema del tráfico de drogas
Una de las causas más señaladas en el aumento de la población penal en Costa Rica durante las últimas tres décadas corresponde a la legislación punitiva para controlar el tráfico ilegal de estupefacientes. Estas reformas ya no corresponden a cambios integrales sobre el texto del código propiamente, sino a leyes que amplían el catálogo de tipos penales, modificando los previos o creando nuevos tipos de delito (Sánchez Ureña, 2011). Los efectos punitivos de este conjunto normativo pueden verificarse en las cifras del sistema penitenciario durante el decenio del 2005 al 2015: pese a que casi la mitad de la población reclusa costarricense durante este periodo descontaba penas por delitos contra la propiedad, los delitos contra la ley de psicotrópicos aparecieron como la segunda causa más común de quienes permanecían en la cárcel (Programa Estado de la Nación, 2017).
Estos tipos penales son regulados y penados a partir de la ley No. 8204, que entró en vigor en enero de 2002. La venta directa de droga, o lo que se ha dado en llamar también como «venta al menudeo», es el delito más común, muy por encima de otros tipos penales estipulados en esta ley (Palma Campos, 2011). En específico, el artículo No. 58 establece que:
Se impondrá pena de prisión de ocho a quince años a quien, sin autorización legal, distribuya, comercie, suministre, fabrique, elabore, refine, transforme, extraiga, prepare, cultive, produzca, transporte, almacene o venda las drogas, las sustancias o los productos referidos en esta Ley, o cultive las plantas de las que se obtienen tales sustancias o productos. La misma pena se impondrá a quien, sin la debida autorización, posea esas drogas, sustancias o productos para cualquiera de los fines expresados, y a quien posea o comercie semillas con capacidad germinadora u otros productos naturales para producir las referidas drogas (Expediente ley No. 8204).
Este amplio catálogo de conductas enumeradas en el artículo No. 58 han sido consideradas como «delitos graves» y su pena mínima es mayor que la del robo agravado o los delitos sexuales contra menores de edad. Asimismo, dichas sanciones no establecen una diferenciación estricta ni pormenorizada que distinga entre quienes trafican grandes cantidades de droga o aquellas personas que lo hacen al menudeo o mediante venta directa de pequeñas cantidades (Programa Estado de la Nación, 2017).
Además del impacto que ha tenido esta ley en el aumento de la punición de un sector específico de la población en las últimas décadas, conviene poner en contexto de dónde viene el énfasis de sucesivos gobiernos del país centroamericano en el tema del tráfico de drogas y, sobre todo, cuál ha sido la argumentación que ha sustentado las decisiones legislativas sobre el tema. Una revisión general sobre ello permitirá observar que dicha problemática ha sido una preocupación continua desde al menos cuatro décadas atrás, inscrita en los esfuerzos de Costa Rica por integrarse de manera efectiva en los tratados multilaterales que rigen la dinámica global y, parecido a lo ya visto, estableciendo una política de control doméstica referida a un idealizado conjunto de valores y un programa civilizatorio basado en la moral.
En consecuencia, se ha señalado de manera reiterada cómo la posición estratégica del país centroamericano —específicamente como punto de unión entre América del norte y Suramérica— le permite ser un punto clave para el tránsito y trasiego de la droga en el mercado internacional. Dicho problema conllevó el establecimiento de normas y leyes que regularan y definieran controles a este tráfico ilegal de estupefacientes que, aunque supone una preocupación global, tiene evidentemente implicaciones considerables en el contexto local.
Fue así como Costa Rica, en primera instancia, se adhirió a las distintas y sucesivas convenciones sobre estupefacientes que la Organización de Naciones Unidas promovió desde el año 1961. Sin embargo, la legislación propia del país centroamericano empezaría específicamente a partir de la primera administración del expresidente Oscar Arias Sánchez, cuando el Poder Ejecutivo presentó a la corriente legislativa el proyecto de ley sobre psicotrópicos, drogas de uso no autorizado y actividades conexas, que se convirtió en ley de la república No. 7093 en 1988 (Palma Campos, 2011).
Dicha ley, según su propia exposición de motivos, señalaba que su intención primera era actualizar y elaborar un todo integrado y coherente de normas que legislaran de manera eficaz la amenaza que significaba el tráfico ilegal de droga. Específicamente, se indicó que
... a pesar de la magnitud del problema, la legislación que al respecto existe en nuestro país es insuficiente y desadaptada a la realidad actual. De ahí que ante la progresiva amenaza que para la estructura institucional, económica, social y moral del pueblo costarricense representa el consumo de drogas y la comisión de delitos relacionados al narcotráfico sea necesario e imperioso expedir a la mayor brevedad posible una «Ley sobre psicotrópicos, drogas de uso no autorizado y actividades conexas» que actualice las disposiciones vigentes sobre la materia y se constituya en un instrumento eficaz para la erradicación de ese gravísimo flagelo que azota la humanidad. (Expediente Ley No. 7093:3).
Nuevamente, esta legislación aparecía en un contexto de cambio y transformación, tanto a nivel institucional —dadas las condiciones de ajuste estructural que instauraban un nuevo modelo económico para Costa Rica— como en el contexto de apertura e integración global. Siendo así, fue igualmente posible encontrar en aquel contexto una retórica que combinaba el entusiasmo por el futuro y el énfasis puesto en una política sustentada en una amplia y vaga concepción de lo moral. Evidencia de esto fueron las declaraciones del propio exmandatario frente al Plenario Legislativo el 1ero de mayo de 1989, un año después de haber entrado a regir la ley No. 7093:
El crecimiento material de un país descansa sobre el vigor moral y espiritual de su pueblo. Los principios morales sobre los que se levanta la democracia costarricense deben guardarse con toda nuestra fuerza. La Costa Rica del futuro sólo puede concebirse si la conservamos sana y robusta. Hemos dado una de nuestras mayores batallas en favor de la moral. Mantenemos una lucha implacable contra la drogadicción, contra el narcotráfico, contra los que hacen negocio con el sufrimiento de otros […] Parte de la tarea por la moral fue la iniciativa y aprobación de la Ley de Psicotrópicos, la más severa de América Latina. Pero también lo ha sido la decisión con que apoyamos a la Comisión Legislativa que estudia el narcotráfico y llevamos a la práctica, de inmediato, sus recomendaciones (Arias Sánchez, 1989:202).
Además, en aquella ley aparecería de nuevo la contradicción —que será posible encontrar también en los proyectos y reformas posteriores— de combinar o entender de manera complementaria un ideal preventivo y rehabilitador junto a la animosidad punitiva. Se entendía así que era necesario atender las condiciones asociadas al consumo —principalmente la adicción— mediante algunas medidas de salud pública, a la par de la creación de nuevos tipos penales y un aumento generalizado de las penas.
Por ejemplo, durante el debate de la segunda reforma a esta ley, el aumento de las penas apareció de nuevo asociado al baremo moral y a un pretendido proyecto civilizatorio. Particularmente aquella iniciativa de reforma promovió el cambio de tres artículos y la adición de uno, los cuales venían a ampliar la tipificación de algunos delitos y a agravar algunas de las penas previamente estipuladas en la ley. Entre los artículos reformados estaba el equivalente al ya referido artículo No. 58 de la ley vigente, el cual amplió la pena máxima de quince a veinte años. A propósito, el diputado Solís Fallas al hacer una exposición general de los cambios promovidos sostuvo:
se han bajado algunas penas, se han escalonado otras, de acuerdo a la gravedad de las conductas; las penas no se establecen caprichosamente, sino atendiendo una escala de valores en donde lo social, lo espiritual y lo moral tienen un lugar, y de acuerdo al daño social que provoca una conducta así van a ser de graves las penas. (Expediente Ley No. 7233:100).
Esta reforma, fue finalmente sancionada por el Poder Ejecutivo y entró a regir en mayo de 1991, durante la administración de Calderón Fournier. No obstante, durante el cuatrienio posterior se presentó por iniciativa del Ejecutivo una nueva propuesta de reforma a la Ley. Esta vez se insistió igualmente en la necesidad de actualizar y hacer más efectivo el conjunto de normas, tal como se exponía en su declaración de motivos:
Las actividades relacionadas directa o indirectamente con el tráfico y consumo ilícito de drogas varían día a día, haciéndose cada vez más complejas y sofisticadas, lo que demanda que la ley que las reprime sea también actualizada y mantenga su eficacia y operatividad ante los más variados mecanismos empleados por la narcomafia (Expediente Ley No. 7786:3-4).
Dicha ley entró en vigor a partir de su publicación oficial en mayo de 1998, sin embargo, dos años después, durante la administración del socialcristiano Miguel Ángel Rodríguez, nuevamente se presentó una reforma integral al conjunto normativo que regulaba el mercado y trasiego de estupefacientes, psicotrópicos y drogas ilícitas. Esta nueva ley, que entró a regir en enero de 2002, es la que se mantiene vigente. En la declaración de motivos de aquel proyecto, se señalaba de entrada el impacto negativo que tenía el tráfico de drogas para el desarrollo y la libertad; dos de los ejes centrales del programa impulsado por el gobierno socialcristiano: «la evolución y comportamiento del fenómeno de las drogas constituye uno de los principales problemas sociales y de salud pública, que afecta la libertad y el desarrollo de la sociedad en general y de los jóvenes en particular, quienes son nuestro patrimonio más preciado.» (Expediente Ley No. 8204:2).
En general, la propuesta de reforma señalaba explícitamente que «Costa Rica había adquiridos compromisos ante la Organización de las Naciones Unidas para enfrentar los principales retos de una sociedad en constante cambio y transformación» (Expediente Ley No. 8204:2) y, por ello, apostaba por un amplio programa normativo que buscaba establecer instrumentos procesales, administrativos y penales para facilitar investigaciones y acciones represivas. Además de reforzar mecanismos y recursos que respondiesen adecuadamente a aquellos compromisos internacionales, a la reducción de la oferta de drogas y al fomento de la cooperación internacional —prestando especial atención al impacto de los delitos de legitimación de capitales y a la estabilidad de los sistemas financieros y comerciales a nivel nacional—. Todo ello, a la par de los programas de salud pública que atendían tanto la prevención como el ideal rehabilitador y de reinserción social de aquellas personas que se concebían como «víctimas de toxicomanía» (Expediente Ley No. 8204:2-5).
Por otra parte, en lo correspondiente a las iniciativas de los legisladores, solamente el diputado libertario Guevara Guth presentó una moción que sugería mantener en cinco años la pena mínima para las actividades tipificadas en el actual artículo No. 58, sin embargo, esta fue desechada por unanimidad en el debate de la comisión. Los argumentos de dicho rechazo no se consignaron en el expediente, no obstante, las manifestaciones del diputado liberacionista Arias Fallas, emitidas un mes antes en el plenario legislativo, permiten entender el compromiso de algunos legisladores con las penas más severas:
consideramos que elevar las penas tiene como objetivo combatir con más dureza y desestimular la reincidencia [...] dado que las penas no son para nada severas, en todo caso siempre habrá algunos [...] que creen en el abolicionismo de las penas, yo creo que la mejor medicina contra el lavado de dinero, contra el narcotráfico, es la prevención, pero una vez que la prevención falla, yo me sitúo en los que consideran que las penas deben ser mayores... (Expediente Ley No. 8204:1238-1239).
De manera coincidente con lo visto en el capítulo anterior, el ideal rehabilitador y preventivo figura a la par de las penas más severas como un programa deseable pero poco realista, por lo que el aumento de las penas y la disuasión a partir del castigo se erige como una respuesta pragmática, frente a la que no hay más remedio. Esta definición se ha configurado como una de las ideas más recurridas en la legitimación de la acción punitiva. Aspecto que, además, iba a encontrarse también en el debate propiciado pocos años después a lo interno de la discusión de la ley No. 8720: una de las leyes que más impacto ha generado en la extensión y severidad del modelo punitivo en Costa Rica, la cual será atendida con detenimiento en el acápite que sigue.
2006-2009: La aspiración de una justicia pronta y cumplida
Este último apartado de la investigación está concentrado en el debate legislativo que se propició a partir de la ley No. 8720, la cual fue sancionada como ley de la república en marzo de 2009 bajo el título «Protección a víctimas, testigos y demás sujetos intervinientes en el proceso penal, reformas y adición al Código Procesal Penal y al Código Penal». Inicialmente esta ley entró a la corriente legislativa con el título «Ley de fortalecimiento integral de la seguridad ciudadana» y contaba con seis títulos donde se abordaban un conjunto de criterios normativos para la promoción de derechos y protección de víctimas y testigos, así como el control de la «delincuencia organizada», la prevención de la violencia con armas de fuego, el fortalecimiento de la seguridad municipal y barrial, además de una serie de disposiciones migratorias con el fin de «mejorar la seguridad».
Dicha propuesta, no obstante, terminaría reduciéndose durante el debate legislativo solamente a tres títulos, donde se mantuvo únicamente lo correspondiente a la protección de víctimas y testigos. Además de la adición al Código Procesal Penal de un procedimiento expedito para los delitos en flagrancia y algunas reformas específicas al Código Penal; en las cuales se aumentaron las penas para algunos delitos como el hurto y el hurto agravado. Sin embargo, antes de pasar a detallar en específico en qué consistió este paquete normativo, y qué implicaciones punitivas tuvo posteriormente, conviene poner en contexto las circunstancias en las que nació este proyecto de ley.
Después de que en el año 2003 la Sala Constitucional de la Corte Suprema de Justicia emitiera un polémico fallo que facultaba la reelección de los expresidentes en Costa Rica, el exmandatario Óscar Arias Sánchez enfrentó la campaña electoral que le permitió asumir el cargo de presidente de la república durante el periodo 2006-2010. Dicha campaña, y su futuro gobierno, además de impulsar la firma del Tratado de Libre Comercio con Estados Unidos, Centroamérica y República Dominicana —tratado que terminó de concretar la apertura comercial y modificar la estructura económica nacional que había empezado desde principios de 1980— colocó también el tema de la seguridad ciudadana y el combate contra la delincuencia y el narcotráfico como un eje central de las propuestas programáticas.
Esta atención al tema securitario quedó plasmada dentro de las «grandes metas nacionales» que se destacaron en el Plan Nacional de Desarrollo para el cuatrienio 2006-2010, dentro del cual se propuso específicamente «detener las tasas de crecimiento de la criminalidad, el tráfico de drogas y la drogadicción y revertir la sensación de creciente inseguridad por parte de todos los ciudadanos». Allí mismo se apuntaba además que, «congruentes con el lema de ser duros con la delincuencia, pero más duros aún con sus causas, el Gobierno impulsará por una parte programas ambiciosos de prevención social y, simultáneamente, fortalecerá a las fuerzas policiales con recursos económicos y humanos» (MIDEPLAN, 2006:34).
Una de las características notables de este contexto es que la preocupación por el tema del delito, la inseguridad y el temor, se habían configurado ya no solo como un problema cada vez más saliente —dada la dinámica creciente en las tasas de delitos más comunes, principalmente los delitos contra la propiedad— sino que el problema también se configuró como una agenda de investigación relevante desde distintas organizaciones, think thanks y oenegés; las cuales ofrecieron evidencia para la formulación posterior de políticas públicas. Quizás la organización más relevante al respecto fue el Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD), que elaboró distintos informes atenientes al tema, los cuales posteriormente fueron retomados en el Plan Nacional de Desarrollo, así como en el propio proyecto de ley presentado a la Asamblea Legislativa. Estos informes tendían a ofrecer datos tanto de victimización objetiva como de percepción de inseguridad y temor al delito.
En este sentido, la mirada que se colocó respecto a la problemática remitía al impacto de la delincuencia, la criminalidad y la violencia —como aspecto interconectados y vagamente diferenciados— y los contraponía a un pasado ideal, asociado a la paz, la tranquilidad y la nobleza; donde a la vez se jugaba una identidad nacional vulnerada:
Costa Rica ha sido conocida en el mundo como una nación de paz y tolerancia. A lo largo de la historia aprendimos a resolver gran parte de nuestras diferencias y conflictos, mediante el diálogo y el respeto a los otros. Sin embargo, dichos rasgos distintivos de nuestra nacionalidad han sido puestos en entredicho en los últimos años ante el crecimiento de la criminalidad y la violencia que afecta derechos esenciales de los ciudadanos como el derecho a la vida, a la integridad física y a la propiedad y que incide de manera negativa en el desarrollo del país (Expediente Ley No. 8720:2).
El diagnóstico del problema combinaba tanto el «crecimiento de las tasas de victimización» como la «la elevada sensación de inseguridad en la población». Por tanto, se hacía ver que la victimización primaria, real u objetiva, era igual de relevante que la victimización secundaria, indirecta o vicaria, que remitía a un sentimiento o percepción de inseguridad. En consecuencia, el propósito de la ley y la norma ya no solamente iba dirigido a un fin de disuasión del eventual delincuente, sino también procuraba ofrecerse como un mensaje claro y directo a la ciudadanía.
Fue así como aquel proyecto, presentado en marzo del 2008 por iniciativa del Ejecutivo, fue recibido con entusiasmo y optimismo por parte de los diputados, pues aquella constituía una propuesta muy acorde y consecuente con los esfuerzos que el propio espacio legislativo estaba proponiendo. Al respecto, debe mencionarse que la propia Asamblea ya había emprendido acciones específicas en este tenor, previo a la entrada del proyecto de ley. Específicamente, fue en enero del 2008 cuando se ratificó el acuerdo legislativo de crear una comisión especial que tenía como como meta «recopilar, estudiar, dictaminar y proponer las reformas legales necesarias para mejorar la seguridad ciudadana». Así como «mejorar la política criminal costarricense» y «cumplir con los preceptos de justicia pronta y cumplida mejorando el sistema procesal penal y la tramitología en el Poder Judicial en el área penal.» De tal manera, aquella comisión se configuraba como un esfuerzo más que procuraba no solo externar una preocupación sobre el problema delincuencial y securitario, sino también evidenciar que se estaban realizando esfuerzos para atenderlo (Beltrán Conejo, 2015:132-133).
La promesa de aquella justicia pronta y cumplida remitía a una reiterada y cada vez más grave contrariedad en el sistema judicial y en la propia percepción que tenía la ciudadanía de este. Aquel problema era la impunidad, asociada a la indulgencia y a la tolerancia excesiva con la que aparentemente la judicatura estaba tratando a los delincuentes comunes. Se entendía así que, algunas nociones referidas a lo que configuraba un «delito menor», eran aprovechadas como un criterio de oportunidad para seguir transgrediendo la norma sin ser penalizado. Aquel tipo de argumento puede ser ilustrado de manera fiel en las declaraciones del presidente de la comisión legislativa, el diputado Barrantes Castro:
Si ustedes investigan cuál es el tema que a los costarricenses hoy les aqueja, probablemente van a decir que seguridad ciudadana, y si investigamos más allá de qué le aqueja, probablemente van a decir: la sinvergüenzada —en esos términos hablaría el pueblo costarricense— de que alguien robe, una y otra vez, y que los fiscales los lleven a la cárcel y digan que se tienen que soltar porque en el artículo 22 del Código Procesal Penal, inciso a), la insignificancia deja un portillo abierto como el mar Atlántico (Expediente Ley No. 8720:577).
De tal manera, la concepción específica que se tenía del delito, o del tipo de transgresiones que había que poner en regla y castigar con firmeza, ya no eran aquellas que se concebían como graves, sino aquellos que, al ser entendidos como menores o insignificantes, se habían vuelto recurrentes y estaban generando un impacto considerable en la ciudadanía, la cual hoy se sentía temerosa y vulnerable. La imagen del delincuente era la del ladrón común que al no ser sancionado de manera oportuna reincidía sistemáticamente. Sin embargo, esta posición intransigente no estuvo ajena al debate y la controversia, tanto desde las discusiones a lo interno del Poder Judicial como del propio contexto legislativo, donde se contrapuso una argumentación más atenta a un derecho penal mínimo, con fuertes límites a la actuación del poder punitivo del Estado.
Estas diferencias programáticas, que muchas veces se entendieron como compromisos de oposición, o posiciones irreconciliables, fueron puestos en la palestra incluso fuera del debate legislativo. Por ejemplo, para el propio presidente Arias Sánchez la disyuntiva que implicaba la lucha contra la delincuencia en el país constituía en suma «la piedra filosofal de la seguridad ciudadana». En tal sentido, el mandatario ponía en contraste la demanda por mayor seguridad y menor temor al delito frente a la «tradición democrática» que, según él, definía la historia política y diplomática del país. Ante tal dilema, optaba por una salida garante de los derechos civiles, pero que no por ello dejara de atender el clamor de las víctimas y de la ciudadanía temerosa (Arias Sánchez, 2008). Aquella era la única alternativa posible para evitar una respuesta que se revirtiera en violencia y un eventual atentado contra las instituciones democráticas. El bajo umbral de tolerancia a la transgresión y el delito debía ser encauzado institucionalmente, mediante normas, leyes, y un Estado democrático que garantizara su eficacia y cumplimiento.
Dicha formulación, que atendía a una «tercera vía» institucional y garantista ante la disyuntiva polarizante, fue atendida y discutida en el contexto legislativo cuando la legisladora socialcristiana Chacón Echeverría interrogó a la sala, al sostener que era importante cuestionarse cuál era la política criminal que se anhelaba para el país: si se buscaba «una política de mano dura, o mano suave», o si aquella iba a ser «benevolente con los criminales». Pero, ante todo, si ante aquel dilema era posible resolver el problema de la reincidencia (Expediente Ley No. 8720:593). Fue así como, ante tal interrogante, la diputada Arguedas Maklouf sostuvo: «El acuerdo es lo mejor que se pueda elaborar bajo la tesis jurídica, bajo la tesis de realidad, bajo la tesis de lo que es mejor para el sistema judicial […] aquí se requiere una mano inteligente» (Expediente Ley No. 8720:630-631).
No obstante, aunque las disyuntivas arriba planteadas sugerían una salida intermedia, y pese a que las intenciones primeras del proyecto de ley sugerían alcanzar una «propuesta integral» para atender y resolver la inseguridad y el temor al delito; las soluciones finales terminaron más bien decantándose por una salida que enfatizó las medidas de implicaciones punitivas. La propia jerarca de Justicia, Laura Chinchilla Miranda; así como el jerarca de Seguridad, Fernando Berrocal; admitirían posteriormente que, aunque la promesa tomaba en cuenta ya no solo acciones en materia de represión y control, sino también un componente importante en materia de prevención y reinserción, aquellas iniciativas no había tenido suficiente repercusión como sí lo tuvieron las que enfatizaban la protección de víctimas y testigos, los procedimientos expeditos de sanción y el aumento de las penas; en parte porque —según los propios jerarcas— las demandas de mayor seguridad y justicia propiciaron que el componente punitivo o represivo fuese más «atractivo» para su aprobación (Beltrán Conejo, 2015:78).
De tal suerte, el nuevo paquete normativo, además de establecer el conjunto de artículos que procuraban la protección de las víctimas, los testigos y demás sujetos intervinientes en el proceso penal; introducía una serie de reformas al Código Procesal Penal que reducían las faltas o contravenciones donde era posible realizar un proceso de conciliación. Asimismo, se definió una mayor cantidad de causales de prisión preventiva y se aumentaron las penas mínimas y máximas para algunas figuras delictivas. A la vez que, acciones consideradas previamente como contravenciones, fueron tipificadas como delitos. Medidas todas que se complementaron con la adición al Código Procesal Penal de un procedimiento expedito para atender delitos cometidos en flagrancia.
Dichas medidas reunidas en esta ley, al ser revisadas por la Corte Suprema de Justicia, serían ampliamente debatidas. En algunos casos porque contravenían algunos principios y garantías de las personas sospechosas o imputadas, así también por los posibles roces de inconstitucionalidad y el quebranto de principios como la igualdad ante la ley y la presunción de inocencia. De igual forma, se subrayó que la reducción de medidas alternativas y la restricción de salidas distintas a los procedimientos ordinarios y a los juicios, tendría un inevitable impacto en el funcionamiento del Poder Judicial y en el ámbito penitenciario. Aspecto que, hoy día y en reiteradas ocasiones, ha sido confirmado.
Por lo tanto, al haber llegado a este punto, es posible confirmar que, pese a las reiteradas intenciones de atender un problema social mediante alternativas que se suponen atentas a la complejidad del problema, aquellas salidas han terminado revirtiéndose en una mirada ciertamente corta y simplificadora. El delito y la inseguridad percibida por la ciudadanía han terminado, en repetidas ocasiones, reducidas a la necesidad de «sacar de circulación» a aquellos transgresores indeseables y mantenerlos el mayor tiempo posible fuera de vista. Al ser así, aquellas opciones distintas al encierro y la prisión han terminado concibiéndose como programas imposibles. Mientras que los programas punitivos se han impuesto como la salida más pragmática y realista. O bien, como la única posible.
Conclusiones
Partiendo de la intención de examinar las condiciones y los contornos que han definido las políticas penales punitivas en Costa Rica fue posible indagar en múltiples aspectos de relevancia. En este apartado de balance y cierre convendrá hacer una enumeración de aquellos detalles más salientes, los cuales tiene que ver tanto con los aspectos singulares del contexto que fue examinado, así como de los abordajes que fueron empleados para su estudio.
En tal sentido, resultó conveniente atender una óptica de análisis que rehuyera a las visiones más mecanicistas de la sociología del castigo, las cuales asumen un conjunto de condicionantes estructurales como causales de los resultados penales. En esta dirección, la alternativa de análisis más bien privilegió el examen del espacio político —y del campo legislativo en particular— como un ámbito de autonomía relativa, donde los modelos económicos, y los cambios propiciados por estos, actúan o influyen, pero no condicionan estrictamente sus resultados. Tal mirada permitió en términos generales indagar cómo, en el caso costarricense, los cambios estructurales que se implementaron desde finales de la década de 1970 fueron un espacio de influencia para las transformaciones del cambio penal, pero estos no actuaron de manera directa.
Sobre ello, habría que resaltar al menos dos aspectos. El primero, supone entender de qué manera se activó lo que O’Malley (2016) ha denominado como la «correa de transmisión» entre los grandes cambios estructurales y los procesos más próximos de decisiones y efectos en el espacio de lo penal. En tal sentido, lo visto permitió examinar cómo los cambios presentes en Costa Rica a nivel estructural —principalmente a través de la situación de crisis y la definición de un nuevo modelo económico— propiciaron un entusiasmo en la retórica y la intención reformista: había que abrirse a un mundo global y dinámico, era imperativo ofrecer nuevas y mejores condiciones para la población; se hacía urgente dejar de lado las taras de todo aquello que, por ser previo, anticuado y desfasado, impedía abrirse a la novedad.
Lo segundo, remite a las condiciones en las que ese ánimo reformista y abierto al cambio, propició una exaltación por un nuevo modelo de país, pero, simultáneamente, significó una posición abiertamente contradictoria, donde se terminó por imponer lo que Sozzo (2018) ha caracterizado como «la inercia del pasado»; que, al mismo tiempo, guarda relación con las nociones del castigo «volátil y contradictorio» sugerido por O’Malley (1999). Aunque las transformaciones presentes en Costa Rica en el plano estructural hayan movilizado un entusiasmo en la retórica y la intención reformista del castigo legal, esta condición de cambio también supuso enfrentarse a condiciones que retomaron las viejas formas de la penalidad retributiva y poco tolerante. Por tanto, el optimismo que se había impuesto a finales de la década de 1970 —al crearse el Ministerio de Justicia y aventurarse una nueva etapa, de castigo humanista y atento a los derechos humanos— iba a desdibujarse con el aumento del delito y el apoyo a las tradicionales formas de control. Fue así, además, como se halló una lectura «neoconservadora», de una moral idealizada, que renegaba de las derivas culturales del presente y reivindicaba el pasado de valores arraigados.
Aquel panorama general no implica, sin embargo, afirmar que dichas formas de administración de lo penal se hayan impuesto de manera homogénea y sin conflicto. Hubo tensiones, perspectivas contrapuestas e incluso mucha incoherencia en las posiciones de compromiso y las agendas programáticas. Ello supone entender y afirmar de nuevo que, difícilmente se puede caracterizar y ubicar una penalidad con contornos definidos y propiciada a raíz de un fenómeno único. La tendencia fue más bien un programa ambivalente, donde se entrelazaban visiones humanistas, sanitarias y garantistas, a la par de un ánimo intransigente, intolerante y punitivo. Aunque ciertamente en el balance se hayan terminado imponiendo con mayor contorno estas últimas.
De tal suerte, admitir ese espacio heterogéneo y en muchas ocasiones poco coherente, permitió también resaltar cómo las discusiones no solamente están guiadas por un criterio técnico asociado a posiciones claras y tendientes a las corrientes predominantes de la criminología y el derecho penal. Muchas veces las decisiones de política penal están vinculadas a compromisos de valor, a posiciones morales, a adscripciones identitarias y proyectos políticos que atienden a relatos de una democracia idealizada. No quiere decir esto que no haya discusiones técnicas y criterios de experticia en el debate legislativo, sino que dichos criterios también son ambivalentes y cambiantes, y en ellos también se confunden muchas veces los razonamientos con las posiciones y compromisos de valor.
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Notas