Artículos
Penalidad neoliberal y necropolítica: una aproximación a las masacres carcelarias en Ecuador
Neoliberal penalty and necropolitics: an approach to prison massacres in Ecuador
Delito y Sociedad
Universidad Nacional del Litoral, Argentina
ISSN: 2362-3306
Periodicidad: Semestral
núm. 56, e0101, 2023
Recepción: 10 Marzo 2023
Aprobación: 19 Abril 2023
Resumen: Las masacres carcelarias registradas en Ecuador desde el año 2019 han conmocionado al Ecuador y al mundo por la frecuencia de eventos, número de muertos y por su crueldad. Sin embargo, luego de cuatro años, las razones y responsabilidades de esta crisis se han convertido en una suerte de enigma, lo que ha llevado a ubicar la explicación en el campo de «la necropolítica». Asimismo, la penalidad neoliberal ha sido puesta en el centro del debate para dar cuenta de estas masacres. ¿De qué forma se articulan estas dos racionalidades en el caso de la crisis carcelaria del Ecuador? Este artículo analiza cómo detrás de esta sanguinaria crisis se evidencia una práctica necropolítica, la cual sería el corolario extremo de la racionalidad penal neoliberal construida desde los años 80. A través de un estudio de caso de corte cualitativo, se argumenta que, a partir de las masacres carcelarias en Ecuador, se pueden ver los síntomas de una extrema forma de racionalidad penal. En otras palabras, la racionalidad neoliberal y la necropolítica no deben ser vistas como lógicas excluyentes, sino como dos caras de una misma moneda. El oscuro panorama de la violencia carcelaria en Ecuador da cuenta de la aplicación de una necropolítica, entendida como una forma extrema de penalidad neoliberal, propia de contextos periféricos.
Palabras clave: cárceles, massacres, penalidad, neoliberalismo, necropolítica.
Abstract: The prison massacres registered in Ecuador since 2019 have shocked Ecuador and the world due to the frequency of events, the number of deaths and their cruelty. However, after four years, the reasons and responsibilities of this crisis have become a kind of enigma which has placed the explanation into the field of «necropolitics». Likewise, the neoliberal penalty has been placed at the center of the debate to account for these massacres. How are these two rationalities articulated in the case of the prison crisis in Ecuador? This article analyzes how behind this bloody prison crisis a necropolitical practice is evident, which is the extreme corollary of the neoliberal penal rationality built since the 1980s. Through a qualitative case study, it is argued that, in the Ecuadorian case, one can see the symptoms of an extreme form of penal rationality. In other words, neoliberal and necropolitical rationality cannot be seen as exclusive logics, but rather as two sides of the same coin. The dark panorama of prison violence in Ecuador accounts for the application of a necropolitic, understood as an extreme form of neoliberal penalization typical of peripheral contexts.
Keywords: prisons, massacres, penalty, neoliberalism, necropolitics.
Introducción
Desde el año 2019, Ecuador y la comunidad internacional han visto absortos el crecimiento de una violencia carcelaria, que hasta el día de hoy no tiene fin. Entre 2019 y 2022, casi 591 crímenes se han cometido en 11 centros penitenciarios del país (Jorge Paladines 2023). Esto ha ubicado al problema carcelario ecuatoriano en el ámbito de la «necropolítica» dado el número de muertes y de episodios de masacres, debiddo a la crueldad empleada en las mismas y a la poca voluntad política para resolver este problema (Brito Alvarado, Calderón Tello, and Monteiro 2023a; Kaleidos 2021a; Paladines 2023; Paladines n.d.; Vega Cristina 2022; Viejó Vintimilla and Delgado Torres 2023). No está por demás decir que Ecuador enfrenta una de las peores crisis penitenciarias a nivel mundial, con consecuencias todavía insospechadas.
Diversas interpretaciones y diagnósticos se han realizado sobre esta situación. Casi todos coinciden en que esta crisis es un arrastre de viejos problemas estructurales propios de los sistemas penitenciarios latinoamericanos como el autogobierno mafioso, la influencia del narcotráfico, el hacinamiento, la falta de presupuesto, las limitaciones de infraestructura, las precarias condiciones de vida, entre otros factores (Asamblea Nacional del Ecuador, 2021; CIDH, 2022). No obstante, también se ha sido identificado entre las causas estructurales de esta crisis, la presencia de una serie dispositivos, mentalidades y racionalidades de control penal que para efectos de este trabajo le denominaremos «penalidad neoliberal».
Ahora bien, ¿Qué racionalidad es capaz de explicar esta barbarie? ¿Es posible equiparar la penalidad neoliberal con la necropolítica a raíz del análisis de la crisis carcelaria del Ecuador? El objetivo de este artículo es responder a estas preguntas de investigación, para lo cual se parte de un análisis de la relación entre penalidad neoliberal y necropolítica en contextos periféricos, aplicado al caso de la violencia carcelaria en Ecuador. Se argumenta que las masacres penitenciarias vividas en Ecuador desde el año 2019 han sido producidas por una racionalidad penal neoliberal que en los últimos años ha acentuado sus rasgos más conservadores (merecimiento justo) y autoritaritarismo (militarización) equiparándola con el gobierno de muerte o necropolítica.
Este artículo es un estudio de caso sobre la racionalidad penal imperante en Ecuador desde los años 80 y su impacto en las masacres carcelarias entre 2019 y 2022. Su valor heurístico no radica en dar cuenta de la situación carcelaria en este país, sino en revelar cómo, alrededor de esta crisis hiperviolenta (casuística) subyace una lógica penal cuyo componente conservador y autoritario se encuentra exacerbado desde hace 40 años. La crisis penitenciaria ecuatoriana puede ser concebida como un caso cuya relevancia se justifica por diversos argumentos. En primer lugar, por ser un caso de interés general que, por sus particularidades propias, y a través de pruebas indíciales, evidencia los rasgos dominantes de una racionalidad punitiva que ha devenido extrema (Giménez Montiel, 2012). En segundo lugar, por constituir un caso «extremo» cuyas dinámicas y efectos podría extenderse a otros países que comparten ciertas condiciones específicas similares a las ecuatorianas. Para analizar la crisis carcelaria del Ecuador, se empleó una estrategia cualitativa que recurrió a la triangulación de diversas fuentes (Ragin, 2007), entre ellas: reportes institucionales, marcos legales, artículos de prensa, estadísticas oficiales y análisis de contenidos de discursos. Se analizó la mentalidad del merecimiento justo en el marco de una predominante lógica del uso del castigo expresivo[1] (encarcelamiento masivo, militarización carcelaria, cárceles de máxima seguridad) y el uso simbólico del recurso punitivo como control social ampliado.
Necropolítica como penalidad neoliberal
Algunas pérdidas de vidas humanas en el mundo contemporáneo, en contextos de limitados recursos económicos y numerosas presiones financieras, por lo general son concebidas como producto de la toma de decisiones rápida y poco planificada para prevenirlas. Este es el caso, de Ecuador, donde las masacres carcelarias han sido atribuidas a fallas o negligencias burocráticas en la gestión del sistema penitenciario. Sin embargo, no todo es atribuible a las decisiones inmediatas. Gran parte de las vidas perdidas en las cárceles son responsabilidad de un sistema político y económico que decide quién muere y cómo. Se podría afirmar que, en muchos lugares del mundo, el poder, la política y la economía no han estado al servicio de la producción de vida, sino que han sido útiles para administrar la muerte.
Por esta razón, han emergido con enorme pertinencia los términos «necropoder» y «necropolítica», Estos conceptos fueron acuñados por el filósofo, político y académico, de origen camerunés, Achille Mbembé (2006) para retratar la antítesis de las nociones de biopolítica y biopoder formuladas por Michel Foucault (Foucault, 2012). Como es conocido, la biopolítica y el biopoder fueron nociones creadas para referirse a las tecnologías de poder (leyes y políticas públicas) que permiten la administración, gestión y control de la vida (también sus formas) de la población, como un colectivo biológico, para garantizar su reproducción y fuerza productiva (Foucault, 2007; 2012). Para ello, es indispensable clasificar a la población según sus características biológicas, para permitir la vida de unos (elevando y mejorando sus condiciones) y para dejar morir a otros, que generalmente son grupos racializados y subordinados (Estévez, 2018).
Para Mbembé (2006) la necropolítica y el necropoder operan de forma distinta a la biopolítica, porque estas formas de gestión de la muerte y de la vida ocurren en contextos periféricos. En efecto, en muchos países de la periferia mundial, la gestión estatal revela que su fin último no es la promoción y la regulación de la vida, sino de la muerte. En la necropolítica, la racionalidad consiste en mantener el control de la población, a partir de permitir o facilitar la muerte de ciertos grupos sociales y sus hábitats; es decir, el poder radica en la capacidad de decidir quién va a morir y cómo. Es en esencia, el derecho de matar de un Estado de excepción soberano, ampliado y banalizado de forma permanente. Al igual que en la biopolítica, el Estado y su contraparte criminal mantienen el control sobre el territorio, la explotación, la venta de seguridad privada, pero esta vez por medio de la regulación de la muerte antes que de la vida.
El necropoder sigue las lógicas del pensamiento colonial pues se aplica sobre el «Otro», sobre el diferente, sobre el que se considera salvaje, desechable y reemplazable (Mbembé, 2006), asemejando este mundo al reino de lo animal, porque obedecen principalmente a las leyes de la naturaleza. Para justificarse, la política de la muerte ha recurrido a dispositivos, tecnologías y mentalidades racistas y clasistas, envueltas en un halo de racionalidad. Los discursos han buscado justificar el uso (o el intento de usar) la política de la muerte sobre aquellas zonas donde viven «los salvajes». Mbembé, parafrasea con un poco de ironía a Frantz Fanon, al decir que la política controla la vida y muerte de la «gente de mala fama que nace en cualquier parte y de cualquiera manera, y muere en cualquier parte y de cualquier manera» (Mbembé, 2006).
El concepto de necropolítica ha sido ampliamente utilizado para analizar situaciones en las que el Estado ejerce un control extremo sobre la vida de las personas, a menudo vinculado a situaciones de violencia y conflictos. El mismo Mbembé lo utilizó para describir los acotencimientos de Palestina, África y Kosovo. Sin embargo, su uso ha sido menos popular para analizar la violencia que caracteriza a las cárceles latinoamericanas. En efecto, existe una amplia literatura, escrita desde distintas disciplinas, que dan cuenta de la difícil situación de las cárceles en América Latina (Ariza and Tamayo 2020; Brito Alvarado, Calderón Tello, and Monteiro 2023; Carranza 2012; Gusis et al. 2020; Pontón 2022; Sozzo 2016a, 2022; Terán 2023) sin embargo, hay menos autores que han utilizado ese concepto para describir los enormes niveles de mortalidad que registran las prisiones.
La auscencia del uso del concepto de necropolítica deja un vacío analítico, porque tiene lugar a pesar de que casi todos los países de la región han enfrentado la muerte de centenares de prisioneros, debido tanto a la negligencia, como a los enfrentamientos entre bandas rivales, o la intervención policial y militar. En efecto, una revisión de las masacres carcelarias de la región muestra que aquellos eventos en los que perdido la vida más de cien personas privadas de libertad, al mismo tiempo y de forma cruel e indiscriminada han ocurrido en varios países como Brasil, Honduras, Perú, República Dominicana, Venezuela y más recientemente Ecuador. En otros países los muertos han sumado varias decenas, como Colombia, Chile, Guatemala, Uruguay. Además, en todos los recintos carcelarios se producen las muertes por goteo, a las que Zaffaroni denomina como un «verdadero genocidio» (Zaffaroni 2015), que por su discreta perserverancia han pasado inadvertidos ante la opinión pública.
No obstante lo dicho, unos pocos trabajos han analizado lo que ocurre en las cárceles latinoamericanas utilizando la lente de la necropolítica. Estas contribuciones han buscado interpretar la política que subyace a los acontecimientos ocurridos en algunos de los presidios más convulsos de la región, como en Colombia (Parra Gallego and Bello Ramírez 2016), Brasil (Darke 2018), Ecuador (Vega Cristina 2022), y muestran que la muerte es la continuidad de una política criminal que quita la vida biológica y la vida social a quienes han sido encarcelados, que además, mayoritariamente son gente racializada y/o empobrecida.
Ahora bien, la necropolítica no ha sido analizada como una forma extrema de la penalidad neoliberal. Más allá de que el castigo, en su sentido más amplio, se concibe como la capacidad instintiva y visceral de dirigir un sentimiento de venganza y el deseo de infligir dolor (incluso la muerte) hacia individuos o grupos poblacionales (Trajtenberg, 2012a), la modernidad penal ha visto con sospecha esta práctica. En efecto, los teóricos del derecho penal moderno como Becaria y Romagnosi plantean que el «derecho a castigar» debe cumplir con la característica de ser moderado y obedecer a un sentido humanitario (Alessandro, 2002); y esta tradición, en realidad, ha sido un continuum en el pensamiento moderno liberal.
Por ejemplo, desde la perspectiva de Jeremy Bentham el castigo es un juego de incentivos y desincentivos punitivos frente al libre albedrío individual. En la perspectiva retributiva de Immanuel Kant, el castigo juega en la lógica de dosimetría moral, donde las penas deben ser proporcionales al daño causado por los delincuentes (Cordini, 2014). No obstante, el principio de intervención mínima penal se mantiene como un límite natural al exceso. Para Gary Becker, un autor más contemporáneo que los antes citados, la perspectiva liberal ha tenido una mirada prudencial y austera del castigo justamente por creer en la mínima intervención del Estado para regular la vida social. Bajo esta mirada, el delito es un problema económico y no moral, por tanto, la trasgresión de la norma debe ser resuelta en la lógica civil y pecuniaria (O'Malley, 2016). La compleja colindancia entre el derecho penal y el civil es una tarea de estudio de las ciencias jurídicas modernas.
Existen dos excepciones al principio de intervención mínima estatal: la pena de muerte, aplicada todavía en diversos países, incluso en algunos que ostentan altos niveles de desarrollo, y el derecho penal del enemigo interno, formulado por Günther Jacobs (Rubio Manzanares, 2014).[2] Ambos pueden ser vistos como formas de necropolítica, por ser derechos excepcionales no orientados al ciudadano (Mostajo Barrios, 2012) y también como herramientas de aniquilamiento del enemigo social antes que como estrategias de control social ampliadas.
Desde la perspectiva cultural, la penalidad moderna nació como parte de un proyecto civilizatorio que veía a los tratos crueles, mutilaciones y asesinatos públicos de las sociedades premodernas, como una práctica denigrante de la condición humana. Sea por cuestiones atribuibles a cambios o a racionalidades de poder o de sensibilidades sociales (Garland 1999), la civilización moderna ha visto con horror la barbarie del castigo.
Producto de ello, la prisión se constituyó en objeto de estudio por sus características higiénicas de ejercicio del castigo. De ahí surgió la necesidad de pensar en el poder disciplinario, justamente por lo novedoso de esta racionalidad con potencial para normalizar individuos. Lejos de la capacidad del poder soberano de establecer taxativamente el bien y el mal, el poder disciplinario opera sobre el cuerpo y la mente de las personas (Foucault 2008).
De eso se desprende el ideal de la rehabilitación social, cuyo cometido involucra una gestión burocrática del castigo y contenidos de ingeniería social (Garland 1999, 2018).Entonces, la rehabilitación es también una racionalidad biopolítica porque el castigo no opera solo como lógica de normalización de la conducta humana, sino también como estrategia de manejo de poblaciones, formas de vida y reproducción biológica y social. Pero, ¿cómo concebir a la necropolítica dentro de la penalidad neoliberal?
A partir de los años 70, el concepto de penalidad neoliberal ha sido un tema ampliamente debatido en la sociología del castigo, para determinar cómo un tipo de ideología política dominante ha incidido sobre la configuración de las instituciones penalesa nivel internacional. El aporte más significativo en esta materia fue la obra de Löic Wacquant quien, en su libro «cárceles de la miseria», estableció relaciones directas entre la crisis del estado de bienestar (welfarista) y el advenimiento del estado neoliberal, que representaba a las políticas de cero tolerancia contra el crimen y el explosivo incremento de las tasas de encarcelamiento en Estados Unidos (Wacquant, 2004).
Sin embargo, la definición de penalidad neoliberal es una tarea difícil, en primer lugar, porque definir al neoliberalismo es complejo. Si bien existe un consenso en que la desregulación económica, el repliegue del Estado social, la mayor participación del capitalismo corporativo trasnacional y la reducción de la imposición fiscal son cualidades inexorables del neoliberalismo (Harvey 2013), en realidad existen múltiples acepciones y manifestaciones a nivel global, que impiden una definición unívoca y homogénea de este modelo político (Bell 2016). Además, el estudio de Löic Wacquant (2004) parece admitir tácitamente la expansión del modelo penal estadounidense a escala global, lo que no necesariamente tiene asidero en otras realidades. En general, los estudios sobre el crecimiento de la tasa de prisioneros señalan que es un problema multifactorial (Trajtenberg, 2012b; Re, 2008) que no se puede atribuir exclusivamente al neoliberalismo.
Por esta razón, la penalidad neoliberal debe ser entendida como algo más que penas más severas y mayores tiempos de permanencia en prisión. Debe entenderse en el marco de una compleja interrelación de premisas, lo que implica técnicas (eficientísimo penal y administración de poblaciones carcelarias en función de riesgo y peligrosidad); dispositivos (cárceles contenedoras, privatización, seguridad electrónica); procedimientos (víctimas - clientes) y sobre todo mentalidades (responsabilidad individual y merecimiento justo del castigo) (O’Malley, 2016). En esta forma de política penal juega un papel importante el mundo de lo simbólico debido al uso del castigo como mecanismo de cohesión social para resolver crisis políticas y problemas de representatividad (Cohen, 2017).
La penalidad neoliberal ha fomentado la implementación de una estrategia centrada en el castigo selectivo (la preferencia por la condena de cierto tipo de delitos como el consumo de drogas, y de determinados grupos sociales como los negros, personas sexodiversas, o consumidores de drogas, entre otros) (Trajtenberg, 2012a); en la tolerancia cero a ciertos comportamientos; en el rol de los promotores políticos en el diseño de la estrategia penal y en la idea conservadora del merecimiento justo y responsabilidad individual (Garland 2005). La lógica subyacente la aleja del ideal de la rehabilitación, de la profesionalización del diseño de la política criminal, de la responsabilidad y de la re-ingeniería social, en definitiva, de lo que se conoce como el welfarsimo penal. En otras palabras, la penalidad neoliberal da cuenta del cambio de intensidades, mentalidades, racionalidades y dispositivos de las prácticas penales (Bell, 2016).
La definición de penalidad neoliberal, dada la amplitud de sus acepciones, debe comprenderse principalmente desde el plano de lo cultural (Garland 1999), producto de las complejas interacciones con premisas sociales, políticas y económicas del mundo contemporáneo y producto también de su penetrante influencia hegemónica como estrategia para enfrentar al delito a nivel mundial.[3]
La esencia de este concepto da cuenta de una transformación cultural hacia un mayor uso político del castigo pasional y expresivo, prácticas extendidas como mecanismo de control social sobre ciertos grupos poblacionales (Garland, 2005) y también como una mayor tolerancia social hacia la crueldad punitiva, bajo la idea del merecimiento justo y la responsabilidad individual. Por ejemplo, John Pratt (Pratt, 2006) al introducirse en el mundo de las prisiones de algunos países del norte global revela la paradoja existente entre la penalidad moderna que ha llegado a tolerar prácticas «incivilizadas» (castigos crueles, encierros prolongados, arreglos cotidianos, arquitectura penal) en un mundo supuestamente «civilizado». En América Latina, estas prácticas penales han revitalizado la vieja idea de la militarización carcelaria, como un recurso adaptativo a su realidad bajo la idea de «un máximo control social y disciplina» (Carranza 2012).
Lo dicho no quiere decir que en la penalidad neoliberal exista una tolerancia formal a prácticas de exterminio y crímenes brutales. Se puede sostener que la aversión a los castigos brutales y sistemáticos ha estado presente en casi toda la filosofía fundacional de los sistemas penitenciarios del mundo occidental y se ha mantenido incluso dentro de esta transformación emocional de las prácticas penales en el mundo contemporáneo. De ahí que, en diversas cartas constitucionales y diversos cuerpos o estatutos legales, el fin supremo de un sistema penitenciario sea la rehabilitación social como un derecho y la vida de los prisioneros una responsabilidad y estatal. Incluso la idea de un máximo control y de cárceles hiperseguras, se fundamenta en protocolos que buscan disminuir la tasa de mortalidad violenta dentro de las cárceles (UNODC n.d.).
En estas condiciones, asociar la necropolítica con la penalidad neoliberal es una tarea fácil. La pista está en los viajes coloniales de la penalidad neoliberal en distintos contextos del sur global como América Latina y África (Garces, Martin, and Darke 2013; Parra Gallego and Bello Ramírez 2016). En Latinoamerica, la penalidad neoliberal emergió como solución a la falta de modernización de sistemas precarios, a través técnicas de gestión judicial y policial, nueva infraestructura carcelaria, privatización y tercerización de servicios, entre otras cosas (Sozzo, 2016). Pero en la práctica, ésta ha coexistido e incluso agravado los clásicos problemas estructurales de los sistemas penales, caracterizados por la falta de presupuesto, por el hacinamiento, el autoritarismo, la corrupción y la extrema dependencia a la criminalizante política de drogas vigente (Dal Santo and Ferraz Júnior 2023; Uprimny Yepez, Guzmán, and Norato 2012; WOLA 2010). La penalidad neoliberal también ha coexistido con un impresionante despliegue del autogobierno penitenciario que ha dado paso a los ecosistemas mafiosos donde se negocian nuevos principios de autoridad, poder y beneficios mutuos entre el estado y prisioneros (Bobea, 2015; Darke 2018). Así el manejo del narcotráfico, el ingreso de armas, la compra de espacios y el manejo de todo tipo de economías ilícitas, es producido por una serie de acuerdos informales de co-gobernanza (Darke 2018).
Estas prácticas han radicalizado la precaria vida de la población carcelaria, que ha sido espectadora de los alarmantes niveles de violencia estructural, simbólica e interpersonal (muertes violentas, extorsiones, torturas) dentro de los centros reclusión (Calderón Concha, 2009). En esta dinámica, la idea de la penalidad neoliberal de un máximo control coexiste con la pragmática y austera idea de autogobierno privado que se conecta también con el ideario neoliberal de un gobierno mínimo en contextos precarios. Entonces, la penalidad neoliberal no está alejada de la necropolítica y debe ser analizada integral y complementariamente por sus consecuencias prácticas.
En este punto, es útil recurrir al concepto de «nuda vida» de Agamben, puesto que éste se expresa en el mundo de las prisiones como necropolítica. Con esta noción, Agamben se refiere a la idea de la vida humana que no tiene derechos ni protección legal, que está despojada de sus cualidades políticas y que puede ser destruida sin ninguna consecuencia legal; es una vida biológicamente viable, pero no es una vida que valga la pena vivirse (Agamben 2006). Esta propuesta es una crítica a cómo se ha conceptualizado la relación entre vida y política en la cultura occidental y cómo esta conceptualización ha permitido históricamente la exclusión y la violencia contra ciertos grupos humanos.
La necropolítica se expresa como nuda vida porque constituye una continuidad de racionalidades, saberes, técnicas y mentalidades que han naturalizado el castigo expresivo, el control social, y la muerte tanto biológica como social (Parra Gallego and Bello Ramírez 2016). Esta continuidad ha sido forjada a través de acciones y omisiones, y de dotar de sentido sacrificial a la violencia carcelaria, es decir, al hecho que las personas privadas de libertad estén expuestas a la muerte, al vejamen y al abandono, sin que nadie pueda hacer algo o interceder por evitarlo (López, 2018). Esta lógica, cuenta con el patrocinio de los medios de comunicación y de determinados grupos políticos, y ha generado legitimidad en determinados grupos sociales, que justifican la barbarie en el merecimiento justo, es decir, en la supuesta correspondencia entre el merecido sufrimiento en prisión y un «inadecuado» comportamiento social (Nava 2017). En este sentido, opera la lógica de la «institución social del castigo» propuesta por David Garland (1999c), en la cual el castigo pasa de ser un mero instrumento de sanción penal, a conectarse con amplias audiencias ciudadanas. La penalidad neoliberal y la necropolítica, por tanto, son formas expresivas de una misma racionalidad gubernamental.
Por esta razón, la muerte opera como dispositivo funcional sobre la lógica de que alguien vale más y que los que no tienen valor pueden ser descartados. Refleja la cosificación del ser humano y, muestra cómo los cuerpos se han convertido en objetos descartables. Dentro de esta lógica, en las cárceles las personas ya no se conciben como sujetos de derechos, sino que son reducidas a los conflictos criminales, institucionales, políticos y culturales, fácilmente sustituibles y descartables. Bajo esta premisa, las masacres carcelarias deben ser concebidas como prácticas necropolíticas reproducidas como una extrema forma de influjo de la penalidad neoliberal en contextos periféricos.
Neoliberalismo y penalidad en Ecuador
Hablar de neoliberalismo en Ecuador es controversial. Hay quienes sostienen que nunca existió un programa completo de reformas económicas políticas e institucionales que permitan hablar de la instauración de un modelo neoliberal en Ecuador (SAPRIN ECUADOR, 2003).[4] No obstante, para efectos de este artículo es necesario ubicar la mirada en una perspectiva histórica; es decir, cómo una relación económica/política que da cuenta de cómo una cierta clase política, a partir del triunfo del presidente León Febres Cordero en 1984, se relacionó con la idea de la democracia liberal (instaurada en el país desde el año 1979) y con ciertas consignas liberales en el campo económico (Montufar 2000). Esto generó cambios profundos a nivel cultural, generándose así una escuela de retórica política dominante sobre la reforma del Estado y sobre las políticas de desarrollo hasta el año 2007.
Si la ubicación y definición del proyecto neoliberal en Ecuador es complejo, no se diga en el ámbito de las instituciones penales. En realidad, no se puede asociar nítidamente una relación directa entre el naciente neoliberalismo económico y político en Ecuador y un conjunto amplio de premisas técnicas, procedimientos, mentalidades tendientes a ampliación del recurso penal como mecanismo de control social y el uso del castigo expresivo. Durante gran parte del desarrollo de este periodo económico político, las instituciones penales del Ecuador vivieron anquilosadas en una combinación de espurios intentos de forjar un sistema penitenciario de corte asistencialista, culturas penales autoritarias, y doctrinas seguritarias provenientes de la seguridad nacional. Se puede decir que lo más neoliberal de este periodo fue el sistemático proceso de desinversión y abandono estatal en las instituciones penales, lo cual ha sido concordante con la filosofía del ajuste estructural.
Pese a ello, es relevante destacar el alineamiento del Ecuador con la política de drogas dominante en los años 80. Esta alineación no fue solamente un proceso de imposición y sumisión unidireccional, fue también un proceso en el que se construyó un «consenso restringido» producto de un complejo entramado de interacciones entre las élites locales dominantes (Bonilla, 1993). Esto, sin lugar a dudas, tuvo un enorme impacto en el diseño y desempeño de las políticas penales locales. Por ejemplo, la promulgación de la afamada Ley 108 (Ley de Sustancias Estupefacientes y Psicotrópicas) conocida por sus excesos punitivos para el control y castigo de los delitos de drogas y sus actividades conexas (Paladines, 2015; Edwards 2010). Bajo esta política, los delitos de drogas ganaron tal importancia en el sistema punitivo ecuatoriano, que hasta nuestros días tienen una enorme representatividad en el catálogo de delitos en el sistema penitenciario (se llegó incluso a más del 50% de la población) (Núñez, 2006; DNRS, 2005). La política de drogas hegemónica ha convivido y ha agravado los problemas de sobrepoblación carcelaria, el autogobierno mafioso, la falta de inversión estatal, cuestiones que duran hasta el día de hoy (CIDH, 2022).
Es por ello que se puede decir que los excesos punitivos contra las drogas han sido el símbolo o expresión más importante del desarrollo de la penalidad neoliberal en Ecuador, en términos políticos. Aunque estas instituciones permanecieron intactas en términos de desarrollo durante la década de los 80 y 90, el alineamiento del sistema penal ecuatoriano con las lógicas estadounidenses de lucha contra las drogas ha sido útil para calificar la calidad de la democracia, la justicia, el buen desempeño económico y los valores sociales imperantes. De igual forma, este alineamiento se ha justificado por la necesidad de generar apertura estatal hacia el mercado internacional, captar inversiones extranjeras, negociar y renegociar la deuda incluso ha funcionado como una suerte de excusa para avanzar con el debilitamiento del Estado social (Núñez, 2006; Paladines, 2016).
Según Paladines (2016), recién en el año 2000 se dio paso a la representación más icónica del modelo penal neoliberal en Ecuador. Esta reforma dio paso al advenimiento del sistema penal acusatorio propio del sistema anglosajón en reemplazo del viejo sistema inquisitivo. Este programa de reforma se enmarcó dentro de un sistemático proceso de reformas judiciales en América Latina cuyo objetivo estuvo matizado por la necesidad de tener un sistema penal más eficiente y ágil (Simon, 2008). La mayor parte de estas reformas se ejercieron como hegemonía cultural, apoyadas en gran medida por Estados Unidos. En el caso del Ecuador, esta reforma tuvo supervisión directa estadounidense a través de programas de cooperación de más de 1.5 millones de dólares (Paladines, 2006: 153) y fue puesta en marcha como una medida eficaz para enfrentar las crecientes olas de criminalidad evidenciadas en el país desde los años 80 (Arcos, Carrión, and Palomeque, 2003).
Con esta reforma, se permitió un rol más protagónico a la Fiscalía en el proceso penal. De igual forma, el Consejo de la Judicatura (figura creada en 1993) empezó a tener un rol más preponderante en la administración de justicia. También se puso un interés fundamental en el uso de la prisión preventiva (figura altamente discutida hasta el día del hoy). Por otro lado, producto de presiones conservadoras,[5] se realizaron modificaciones importantes en el Código Penal, elevando el techo de penas máximas de 16 años a 25 años (acumulables incluso hasta 35) para delitos como asesinato, robo agravado, violaciones, y delitos de drogas (Paladines, 2016: 156). A partir de 2003 se comenzaron a evidenciar los efectos en el crecimiento penitenciario y el 2007 registró el pico más alto de población penitenciaria en Ecuador hasta ese momento (DNRS, 2005; Ministerio de Justicia, 2012).
A partir del año 2007, Ecuador mostró un viraje político con la llegada del presidente Rafael Correa. Este giro buscó ser una alternativa a la influencia dominante de las políticas del Consenso de Washington, puestas en práctica en la región durante las décadas de 1980 y 1990, período bautizado como «la larga noche neoliberal». Una de las coordenadas fundamentales de este proyecto político consistió en hacer una revisión crítica de la cooperación estadounidense, de los Tratados de Libre Comercio (TLC) con Estados Unidos, de los resultados del Plan Colombia y hacer un rescate de visiones soberanistas y de unidad nacional (Ramírez y Minteguiaga, 2007). Esto llevó al gobierno, en el año 2007, a declarar un indulto generalizado a pequeños traficantes de drogas (denominados mulas) que terminó con la liberación de un amplio contingente de población privada de libertad. En materia penal, una de sus premisas fue el rescate del garantismo, lo cual fue consagrado en la nueva Constitución de 2008 (Ávila Santamaría, 2018). Tanto el indulto como las nuevas disposiciones garantistas determinaron una reducción significativa de la población carcelaria entre los años 2008 y 2009. Se esperaba así un paulatino desacople de las instituciones penales ecuatorianas a la dominante y penetrante racionalidad neoliberal.
En el marco de estas reformas, se anunció un agresivo proceso de inversión pública en materia policial y penitenciaria en el año 2008; no obstante, este proceso en realidad fue ejecutado a partir del año 2011, donde se dio paso a una reforma judicial a través de una Consulta Popular. Este Consulta, fue puesta en marcha como una medida para enfrentar la crisis policial[6] que se atravesaba en ese momento, pero también fue una respuesta a los crecientes niveles de inseguridad ciudadana que vivía el país. La oposición política aprovechó el momento para tachar al gobierno de ser demasiado blando frente al delito. Estos eventos generaron un cambio en la conducción de la política de seguridad, y se produjo un marcado giro punitivo en la política criminal y penal del Ecuador (Paladines, 2016). Lo novedoso del caso es que este viraje consistió en un oneroso proceso de modernización punitiva cuya influencia vino marcada por una lógica institucional de resolución de problemas. Puede decirse que la adscripción del proyecto político de Rafael Correa a la penalidad neoliberal fue más por pragmatismo que por ideología.
En el año 2010 se dio paso a una nueva reforma al Código de Procedimiento Penal para limitar al «abuso» de la prisión preventiva. En el año 2011 con el triunfo de la Consulta Popular, la limitación a la presión preventiva alcanzó la Constitución de la República (Krauth, 2018; Ávila, 2018). Años más tarde esta reforma judicial terminó con la aprobación del nuevo Código Orgánico Integral Penal (COIP) con 730 artículos y 77 nuevas infracciones. En esta nueva norma penal, se establece la acumulación de penas de hasta 40 años, se tipificaron delitos como el sicariato y el feminicidio, se promovieron los juicios rápidos y otras medidas que disminuyeron garantías procesales como el procedimiento directo, el método expedito, entre otros (Ávila Santamaría 2018). La tendencia de ampliación del recurso penal como mecanismo de control social ha sido evidente con la aprobación de este cuerpo legal.
Pero la real transformación no fue solamente normativa, sino también institucional. Con la Consulta Popular, se cambió la composición del Consejo de la Judicatura donde el ejecutivo pudo tener cierta capacidad de influencia. La idea neoliberal de ser más eficiente frente al delito y la lucha contra la impunidad empezó a permear la filosofía del manejo de la administración de justicia, lográndose así paulatinamente una mejora en los indicadores de productividad y eficiencia judicial (Consejo Nacional de la Judicatura 2014). Todo esto en el marco de un agresivo plan de inversiones.
En el ámbito policial, se dio paso al nuevo modelo de desconcentración policial que consistió en un modelo de gestión, al estilo plan cuadrante, denominando distritos, circuitos y subcircuitos (Andrade de Santiago, Ponce, and Ponce, 2021). Esta nueva forma de organización se fundamentó en la idea de mejorar la productividad policial, basada en el COMPSTAT (Comparative Statistics) que fue el cimiento del nuevo sistema de mando de gestión y control policial (Castro Aniyar, Jácome, and Mancero Albuja, 2015). Obviamente las detenciones policiales fueron el centro de gravedad de este sistema. Se crearon también laboratorios de criminalística, centrales de atención de llamadas de emergencia y control de sistemas de videovigilancia, unidades especializadas de investigación delictiva, entre otras cosas. Se evidenció así un proceso de modernización institucional de todo el sistema penal y policial cuyo eje se centró en el castigo.
Todas estas estrategias y acciones de corte neoliberales contribuyeron a configurar la actual crisis del sistema carcelario ecuatoriano y pavimentaron la ruta hacia la necropolítica como se analizará a continuación.
La penalidad neoliberal y las masacres carcelarias
Las reformas penales e institucionales del presidente Correa generaron una impresionante y sin precedente explosión carcelaria que, en menos de 10 años, casi cuadriplicó el número de personas en prisión (de 11.000 a cerca de 40.000) tal como se muestra en el siguiente gráfico1.
De forma paralela, en el año 2013 se dio paso a la creación de tres nuevas cárceles y una remodelación cuya filosofía arquitectónica estuvo inspirada en las denominadas supermax[7] estadounidenses. La idea de esta construcción, fue justamente establecer una nueva era en la administración penitenciaria basada en lógicas de economía de escala donde se puede controlar a un gran número de población carcelaria y ahorrar gastos administrativos. La capacidad penitenciaria creció de 9.000 plazas a cerca de 30.000. Este modelo también supuso un sistema de tercerización privada de servicios carcelarios, un sistema de clasificación de prisioneros en función de su perfil de riesgo, nuevos escuela de guías penitenciarios, plan de carrera, etc. Todo esto con la finalidad de poner en marcha una nueva era en la gestión penitenciaria acorde a los requerimientos del país y con el propósito de poner fin del autogobierno carcelario.
Es pertinente decir que esta ampliación no puede ser considerada el resultado de una política gubernamental. Al contrario, estas medidas deben ser vistas también como el cúmulo de saberes, mentalidades y tecnologías penales que se han venido cimentado en el Ecuador desde los años 80. Por ejemplo, la política de drogas ha jugado un rol preponderante sobre la superpoblación carcelaria, pese a lo cual ésta no ha sido modificada, pese a que en los primeros años del correísmo se promovieron las reformas anteriormente descritas. A partir del 2011, el micro tráfico en Ecuador fue visto como una prioridad, y la política de cooperación internacional se puso a tono de las prácticas ejercidas en los años 90 (Paladines, 2016; Pontón y Rivera, 2016). De igual forma, el abuso de la prisión preventiva, puesta en práctica en el año 2000, ha sido señalada como una de las causas formales de este crecimiento (Krauth 2018). La impresionante expansión del aparato punitivo ha asido entonces el corolario de una racionalidad de control punitivo construida en Ecuador desde los años 80.
Con la crisis económica del 2015, producto de la caída del precio del petróleo a nivel mundial, se empezaron a evidenciar los primeros recortes presupuestarios que rápidamente impactaron en el sistema penitenciario. La falta de inversión en un expansivo y costoso sistema penitenciario del país derivó en que se retomen viejas lógicas del autogobierno criminal en las cárceles. Se sostiene que desde el año 2015, el gobierno del Ecuador cedió las cárceles a las organizaciones criminales dominantes, como una expresión de la poca capacidad de ejercer el control de las mismas (Asamblea Nacional del Ecuador, 2021).
Esta situación se vio agravada con llegada del Lenin Moreno a la presidencia de la República en el año 2007. Moreno fue candidato por el partido de Rafael Correa y con su llegada al poder se esperaba continuidad en su línea de acción. Sin embargo, como es conocido, Ecuador vivió un giro sorpresivo en su política, mismo que ha sido denominado «el giro conservador» (Basabe Serrano and Barahona, 2017), porque supuso una sistemática ruptura ideológica con los lineamientos políticos que lo llevaron al poder y generó transformaciones en materia económica, política e institucional que derivaron en recortes presupuestarios para reducir el tamaño del Estado y la carga fiscal. Por esta razón, se radicalizaron las políticas de ajuste presupuestario que derivaron en un completo abandono institucional del Estado en el manejo carcelario y profundizaron el proceso de concesión de las cárceles al manejo de las crecientes y peligrosas bandas criminales. Solamente durante la pandemia, se recortó más del 80% del presupuesto de inversión en las cárceles del Ecuador (Asamblea Nacional del Ecuador, 2021). Si naturalmente la penalidad neoliberal busca la privatización de las cárceles, en Ecuador esta privatización tuvo lugar, pero a mano de grupos criminales.
Esta forma de privatización y los procesos que de ella se derivaron fueron la génesis de una explosión de violencia carcelaria que ha dejado atónito al país, a América Latina y al mundo. En efecto, una revisión de las masacres carcelarias de la región latinoamericana muestra que aquellos eventos en los que han perdido la vida más de cien personas privadas de libertad, al mismo tiempo y de forma cruel e indiscriminada, han ocurrido en pocos países, entre ellos Brasil, Honduras, Perú, República Dominicana, Venezuela y más recientemente Ecuador.
Por ejemplo, Brasil regristra la conocida masacre de Carandiru de 1992, en la que hubo 111 muertos, y otros asesinatos colectivos menos numerosos como el de Roraima en 2016 (10 muertos); Manaos en 2017 (60 muertos) (Ariza and Tamayo, 2020). En Honduras, por su parte, ocurrieron dos grandes matanzas carcelarias, la más numerosa y reciente ocurrida en 2013, en la Granja Penal de Comayagua con 360 muertos, provocada por un incendio. En Perú también se registró un asesinato colectivo de unas 300 personas privadas de libertad, como consecuencia de un amotinamiento y retoma del control de tres cárceles (Ariza y Tamayo, 2020). En República Dominicana, en el año 2005, se registró la muerte de al menos 133 personas en la prisión de Higuey, como consecuencia de un enfrentamiento entre bandas rivales y de un incendio provocado (El Mundo, 2005).
Por su parte, Venezuela cuentra entre sus registros con dos masacres con más de cien muertos: una ocurrida en 1992 en el Retén de Catia, con 200 muertos (Ariza y Tamayo, 2020); y otra en 1994 en Maracaibo que registra a su haber unas 108 personas asesinadas (El País, 2013). Adicionalmente, entre 2012 y 2012, se presume que un poco más de 500 presos perdieron la vida por hechos violentos (El País, 2013), relacionados con la violencia entre bandas, la privatización de las prisiones y las reformas penitenciarias implementadas por el gobierno. Ahora bien, el caso de Ecuador, este país registra una sola masacre carcelaria con más de 119 muertes de personas privadas de la libertad en la Penitenciaria del Litoral en la ciudad costera de Guayaquil, en el año 2021. No obstante, si se hace un análisis detallado, este caso llama la atención por contabilizar más de 11 masacres en distintas prisiones del país entre el 2019 y el 2022, porque en apenas tres años se han registrado casi 500 muertes de presos en asesinatos masivos e indiscriminados con los presos, por la brutalidad de los eventos, cuyos vídeos han circulado en redes sociales. Las masacres carcelarias en Ecuador se han caracterizado por el nivel de ocurrencia, la frecuencia, la crueldad y la espectacularidad de los eventos.
En el gráfico siguiente, se muestra la evolución de las muertes en prisión en Ecuador, en el período 2010 – 2022. Como se aprecia, la pérdida de vidas en las cárceles comienza a evidenciar un leve crecimiento a partir del año 2018, y experimenta una crisis exponencial en el año 2021, cuando se registran casi 300 muertes en un total de cuatro masacres. Para el año siguiente, se ve una reducción de la mortalidad, con un total de 120 vidas perdidas.
Es importante mencionar que las cifras mostradas no revelan toda la realidad de la violencia carcelaria que se vive en Ecuador. En efecto, estos datos constituyen un subregistro de la realidad de las prisiones durante el período de estudio y en lo que va del año 2023, debido a que no muestran el número de suicidios (o supuestos suicidios) registrados por la prensa,[8] la cantidad de presos heridos que han dejado los enfrentamientos,[9] el número de policías y/o guías penitenciaros tomados como rehenes,[10] heridos[11] o muertos,[12] y otros actos de vandalismo y de violación de derechos humanos cometidos en estos recintos.
Como se ha podido analizar, la penalidad neoliberal imperante en Ecuador desde los 80 ha sido un factor estructural que ha incidido en la proliferación de esta crisis. No obstante, luego de un amplio debate, a nivel internacional y local, sobre la cuestión penitenciaria en el Ecuador, sorprenden la poca iniciativa del gobierno para frenar esta violencia. Esto ha hecho caer a las masacres carcelarias en el ámbito de la necropolítica.
La necropolítica como racionalidad penal neoliberal en Ecuador
¿Es posible explicar la reciente ola de violencia carcelaria del Ecuador? Este fenómeno se ha intentado explicar desde múltiples aristas, y se han elaborado diagnósticos por parte de organizaciones sociales, académicos (Alvear, 2022; Marcella da Fonte Carvalho, 2022; Espín et al. 2022; Kaleidos, 2021; Pontón, 2022). Asimismo, la función legislativa ecuatoriana se encargó de hacer un detallado informe de la situación (Asamblea Nacional, 2021), también la Comisión Interamericana de Derechos Humanos, a inicios del 2022 entregó el informe de una exhaustiva investigación sobre las masacres carcelarias de 2021.
De forma casi unánime, los dignósticos señalaron la existencia de lo que en este trabajo hemos denominado como racionalidad penal neoliberal y de una responsabilidad de los gobiernos de turno en los hechos ocurridos. En otras palabras, los informes han hecho eco de la predominancia de un sistema penal basado en el aumento de las condenas, y la ausencia de medidas para garantizar una adecuada y eficiente administración de las poblaciones carcelarias. También se han pronunciado sobre la política de drogas y su impacto en la realidad penitenciaria. Esto queire decir que la reforma penal del Ecuador emprendia en el 2011 no fue pensada para cambiar la precaria realidad carcelaria de país como se dijo, más bien fue la respuesta a las demandas de mano de dura. Fue el corolario de una mentalidad política que permitió la criminalización extendida de un segmento de la población y que puso en funcionamiento una costosa maquinaria de castigo. Sin embargo, esta filosofía basada en el castigo intensivo y en el control social no explica por sí misma las masacres. Por el contrario, la violencia carcelaria se ha mantenido y ha desarrollado complejos nexos con la violencia callejera. Se podría decir que esta crisis carcelaria hiperviolenta en el Ecuador se produjo en una sorprendente y pasmosa inacción de los gobernantes.
Las respuestas gubernamentales desde el 2019 se limitaron a decretar de forma repetitiva inefectivos «Estados de Excepción»[13] para atender esta problemática (El Comercio 2021), sin encontrar una fórmula adecuada para parar a raya la violencia. En el año 2021, la Corte Constitucional incluso, obligó al estado ecuatoriano a ejecutar una política pública y a erogar los recursos necesarios para frenar esta crisis (Corte Constitucional del Ecuador 2021). En este sentido, la estructura normativa y la infraestructura carcelaria implementada, demandaban un flujo de recursos suficientes y constantes para que todo el sistema carcelario opere adecuadamente. Sin embargo, la ausencia de dinero para este sector fue el elemento clave para el desastre, porque permitió el encarcelamiento masivo en condiciones de extrema precariedad. Meses después del dictamen de la Corte Constitucional, las masacres continuaron como resultado de la inacción oficial.
Durante 2021, la respuesta del gobierno a la crisis se limitó a condonar penas para reducir el hacinamiento (Los Ángeles Times, 2022). Además, conformó una comisión de pacificación (Primicias, 2022c; El Universo, 2021), que no alcanzó ningún resultado. En consecuencia, el año 2021 se convirtió en el más sangriento de la historia carcelaria del Ecuador. Para el 2022, la situación fue muy similar. El Estado mantuvo su incapacidad para enfrentar la crisis,[14] en gran parte, debido a que el gobierno de turno no logró cumplir con los ofrecimientos económicos realizados, pese a lo cual mantuvo un discurso cargado de promesas futuras.[15] Tampoco se activaron los protocolos y normativas internacionales (como el protocolo de Minnesota) para la investigación de muertes extralegales, para evitar su impunidad y para establecer responsabilidades. Apenas en el mes de octubre de 2022 se realizó una reorganización masiva de personas privadas de libertad (Plan V, 2022), aunque las masacres continuaron luego de esa medida.[16]
Esta incapacidad estatal, resultante del inédito desinterés gubernamental por poner fin a las masacres carcelarias, permite ubicar a la crisis ecuatoriana en el campo de la necropolítica. En otras palabras, la política de encarcelamiento en Ecuador es equiparable a la aplicación de una política de la muerte o de una necropolítica. ¿Pero cómo se conecta esta política de muerte —que al final de cuentas no reuncia a la expación del control penal— con la penalidad neoliberal? Es complejo evidenciar de forma explícita los vínculos directos entre estas dos racionalidades porque, desde el punto de vista de este trabajo, ambas se relacionan más por la omisión que por la acción. En otras palabras, esta pasividad frente a las masacres carcelarias no necesariamente implica una renuncia a las formas neoliberales de política penal, sino que más bien significa que se han acentuado algunos de sus elementos, como el conservadurismo y la lógica del merecimiento justo, subyacentes en los discursos oficiales de ciertos tomadores de decisiones. De otra manera no se explica esta suerte de laisser mourir, laisser passer que se ha instaurado en la gestión pública del Ecuador.
Si bien ha existido una reducida inversión en tecnología, en recuperación de las infraestructuras destruidas por los enfrentamientos entre internos, y se han incorporado casi 1400 nuevos guías penitenciarios (Primicias, 2022b), la reducción del presupuestaria en general, en los últimos cinco años, ha dificultado retomar el control de las cárceles por parte del Estado. Esta situación ha venido de la mano con un incremento de poder de mafias hiperviolentas, lo que les ha permitido imponer su propio orden en las prisiones. Esta forma de autogobierno mafioso es semejante a lo que se ha visto en los casos de países como Venezuela y Brasil (Sampó and Ferreira 2020; Terán 2023). Los Choneros, Los Lobos, Los Tiguerones, entre muchos otros grupos, han desarrollado empresas criminales independientes (Plan V 2022), cuya sede son las prisiones, en donde reina la lógica de «dejar hacer y dejar pasar». Esta forma de acción por omisión, ha ido aparejada con discursos que reivindican la autorresponsabilidad y autorregulación social al interior de las cárceles. Sin embargo, esta mentalidad ha dado como resultado la imposibilidad de ejercer algún tipo de contro. De hecho, ha sido imposible contener el dinámico flujo de armas, explosivos y municiones, pese que éstos constituyen los instrumentos que más potencian la violencia y la letalidad, al interior de las cárceles.
Este «estilo» de administración de la muerte, también revela una cierta utilidad política, en la medida en que alrededor de la violencia se ha creado un discurso que la justifica como «merecimiento justo». En efecto, estos asesinatos colectivos de forma implícita fueron asumidos por tomadores de decisiones como una forma adecuada de retribución a la responsabilidad individual de los presos por los daños ocasionados a la sociedad. En efecto, tanto para el gobierno de Lenin Moreno (2017-2021) como para el de Guillermo Lasso (2021- en funciones) el infierno carcelario de Ecuador ha servido para sostener una narrativa que busca posicionar varios argumentos: 1) el merecimiento justo, 2) la efectividad en la guerra contra el narco y 3) los intereses de adversarios políticos y defensores de los derechos humanos.
El primer argumento señala que los enfrentamientos entre bandas son el resultado del involucramiento de estos grupos en el mundo del narcotráfico, entre otros delitos, y de su perfil criminológico. Para este discurso, la violencia carcelaria es propia del submundo criminal y no tiene que salir de él. El segundo argumento interpreta las causas de la violencia carcelaria, abdicando a la lógica de solución de problemas. Para los mencionados gobiernos, la supuesta efectividad de la lucha contra el narcotráfico habría sido la catalizadora de las masacres. No obstante, pese a su brutalidad, frecuencia y espectacularidad, la narrativa oficial las ha convertido en una suerte de medalla al mérito, en la medida en que resaltan los éxitos de una gestión, pero que no ofrece luces para detener la mortandad en las prisiones.
El tercer argumento busca endilgar la responsabilidad de lo sucedido a la oposición política, a defensores de derechos humanos y a activistas políticos. En efecto, en un discurso emitido públicamente el 24 de febrero de 2021 (dos días después de la primera masacre de ese año), el presidente Lenin Moreno insinuó la existencia de una relación entre la violencia sucitada y los intereses de su predecesor, Rafael Correa, a quién el primero acusó de recibir financiamiento de los grupos ilegales colombianos:
Lo de ayer no es casual, fue organizado desde el exterior de las cárceles e internamente orquestado por quienes se disputan el liderazgo y el tráfico de droga en todo el territorio nacional (…) Tampoco es casual la coincidencia con la reciente denuncia de la prensa colombiana sobre el supuesto financiamiento del ELN (grupo disidente de la guerrilla colombiana FARC), a campañas políticas de Ecuador. (Expreso, 2021).
Un año más tarde, en un discurso a la nación del1 de noviembre de 2022, el presidente Guillermo Lasso sostuvo:
Cuidado con apelar a los derechos humanos para solapar la delincuencia, porque primero están los derechos humanos de los 18 millones de ecuatorianos que quieren dormir en paz, salir, volver a casa tranquilos (…) Que sepan los delincuentes que no nos temblará la mano y sepan quienes están a favor de los delincuentes, tendrán el repudio de todos los ecuatorianos (Vega, 2022).
En definitiva, con base en percepciones erróneas, desinformación, información parcial o fragmentada se ha construido una narrativa tóxica para incidir en la opinión pública y para generar una interpretación falaz de la realidad. Esta narrativa ha buscado posicionar la idea de que toda la violencia (carcelaria o no) trasciende la responsabilidad gubernamental en los últimos años, y por tanto, sus manifestaciones son una especie de derivación de hechos previamente consumados. Es decir, se ha promovido una especie de naturalización del problema y una justificación de la acción por omisión.
Conclusiones
El aporte de este trabajo radica en analizar el influjo de la penalidad neoliberal en la masacres carcelarias de Ecuador y mostrar que ésta ha adquirido características de la necropolítica. Si bien no se descarta el aporte de otros factores que explicarían la “barbarie carcelaria” ecuatoriana (narcotráfico, ingreso de armas, extorsiones, entre otros) la penalidad neoliberal, presente en el diseño de instituciones penales y penitenciarias ecuatorianas desde los años 80, tiene un peso fundamental en la compresión global de la actual crisis carcelaria del país. Además, el explosivo crecimiento de la violencia carcelaria permite introducir la noción de necropolítica como un complemento, continuidad y en el caso del Ecuador, como una consecuencia extrema de la penalidad neoliberal.
Es preciso señalar que la penalidad neoliberal no es lo mismo que un gobierno neoliberal. La primera hace alusión a una penetrante mentalidad de abuso del recurso penal como una forma de control delictual y social. La otra, se refiere a una serie de premisas ideológicas que han generado sendas reformas económicas, políticas y sociales de un espectro más general alrededor del mundo. Por ello, la penalidad neoliberal puede convivir adaptativamente en contextos politicos, económicos y sociales distintos al neoliberalismo como forma de gobierno. Esto no quiere que no haya relación entre estas dos premisas y más bien se refuerzan mutuamente en diversos contextos. Producto de ello, en Ecuador la penalidad neoloiberal deben ser analizada en un proceso histórico marcado por distintas continuidades y también rupturas políticas y económicas.
Es importante señalar que la expasión penal neoliberal puede encontrar su némesis en las limitaciones presupuestarias y sus diversas privaciones. Divesos diagnósticos han dicho que la crisis carcelaria del Ecuador fue resultado del arrastre de la precariedad propia de los sistemas penitenciarios Latinoamericanos. Ahí la penalidad neoliberal tiene poco que decir, dada su onerosa lógica modernizadora, sin embargo, es justamente en este espacio donde ésta toma su forma. Primero por una pretensión ideal de ampliar el recurso punitivo como mecanismo de control delictual y social (cárceles más grandes, aumento de población penitenciaria, entre otras cosas). Segundo, por la misma incapacidad de los Estados de hacerse cargo de sus propias pretensiones, dada la ausencia de recursos, la ideología del gasto mínimo, la débil voluntad política, entre otras cosas. Solamente en este escenario el Estado cede a las mafias. Consecuentemente, la necropolítica es la cara de una misma moneda de la racionalidad penal neoliberal en contextos periféricos, o en otras palabras, su expresión más radical y mafiosa.
La crisis penitenciaria ecuatoriana es particular por ser un hecho sin precedentes en la historia del Ecuador y en la región. Por esta razón, Ecuador se ha consitudído en estudio de caso que ha llamado la atención a la comunidad nacional e internacional por los diversos enigmas y preguntas que se ha construdído alrededor de esta problemática. Por eso la vinculación de la necropolítica con la penalidad neoliberal es una apuesta ambiciosa teórica y metodológicamente. No se prestende hacer generalizaciones, pero si se debe decir que por sus particularidades propias, en Ecuador se evidencian los rasgos dominantes de una racionalidad penal dominante, que a lo largo de varias décadas ha devenido en necropolítica. Bajo lógica del «merecimiento justo» adquiere sentido el poco interés y inacción gubernamental por resolver el probelma. La necropolítica en este caso es lo novedodoso, pero esta política de la muerte está al margen de la influencia de una penetrante ideología que busca la expasión del aprisionamiento como una adecuada forma de control social. Por esta razón, no se puede descartar que bajo ciertas condiciones extremas y paradigmáticas, esta penetrante racionalidad penal pueda terminar en una política de la muerte. La idea ha sido justamente dar cuenta alertar de esta relación y posibilidad.
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Notas