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El sociólogo como partisano: la sociología y el estado de bienestar[1]
Delito y Sociedad
Universidad Nacional del Litoral, Argentina
ISSN: 2362-3306
Periodicidad: Semestral
núm. 56, e0102, 2023
La sociología comienza por desencantar el mundo y continúa desencantándose a sí misma. Habiendo insistido en la irracionalidad de aquellos a quienes estudia, la sociología llega, finalmente, a confesar su propio cautiverio. Pero las confesiones voluntarias deben ser siempre sospechosas. Cuando los hombres se quejan de los lazos que los encadenan, deberíamos tratar de observar si su tono es de un decepcionado resentimiento o de una confortable adaptación.
En 1961, en un discurso ante una sociedad científica, ataqué lo que consideraba la ideología profesional dominante entre los sociólogos: la que favorecía la doctrina de la ciencia social libre de valores. Hoy, sólo seis años después, me encuentro en la incómoda posición de retractarme de algunos que encontraron tan persuasivos mis argumentos contra el mito de la ausencia de valores. Ahora me encuentro atrapado entre dos impulsos contradictorios: no quiero parecer un ingrato con aquellos que simpatizaron con mi posición, pero la cuestión es seria y tampoco quiero sobrecargar las discusiones sobre ella con consideraciones de tacto personal o cortesía profesional.
En pocas palabras: temo que el mito de una ciencia social libre de valores esté a punto de ser suplantado por otro mito más, y que la alguna vez simple aceptación de la doctrina libre de valores esté a punto de ser reemplazada por un mito nuevo, pero no menos fácil de rechazar. Mi inquietud al respecto llegó a su punto álgido al leer el artículo de Howard S. Becker que plantea audazmente el problema: «¿De qué lado estamos?». En lugar de presentar la imagen de cuento del sociólogo como un científico libre de valores, Becker comienza afirmando que es imposible que un sociólogo realice una investigación «no contaminada por simpatías personales y políticas». Se nos dice que, independientemente de la perspectiva que adopte un sociólogo, su trabajo debe escribirse desde el punto de vista de los subordinados o de los superiores. Al parecer, no se puede hacer justicia a ambos por igual.
El indicio más revelador de la magnitud del cambio que ha experimentado recientemente la sociología puede verse no tanto en la posición que adopta Becker como en la forma en que se presenta su posición. No hay nada defensivo en la forma en que Becker rechaza la antigua concepción no partisana del papel del sociólogo. Por el contrario, Becker presenta su rechazo de esta posición como si no necesitara explicación, como si fuera completamente obvio para todos y como si no hubiera nada que discutir. Su postura no es la del retador engreído, sino la de un árbitro despreocupado que anuncia el resultado de una pelea terminada, y cuyo veredicto debe ser obvio. Más que cualquier otra cosa, esto sugiere que se ha producido un cambio sustancial en la cultura profesional de los sociólogos en la última década aproximadamente.
La concepción de Becker del sociólogo partisano carecería de importancia si fuera simplemente una expresión de su propia individualidad idiosincrásica. El hecho es, sin embargo, que hay muchas razones para creer que está expresando los sentimientos de un número sustancial y probablemente creciente de sociólogos y, en particular, de aquellos cuyos intereses se centran en el estudio de los problemas sociales, o en la sociología del «comportamiento desviado». Cabe destacar que el artículo en el que Becker se pregunta «¿De qué lado estamos?» fue pronunciado originalmente como su discurso inaugural ante la Sociedad para el Estudio de los Problemas Sociales. Esto implica que el electorado de Becker era al menos lo suficientemente amplio como para haberlo elegido para esta posición modestamente notable en la estructura de las ciencias sociales norteamericanas. En resumen, Becker no habla sólo por sí mismo.
Que la voz de Becker es representativa lo demuestran además sus propios escritos sobre la conducta desviada, especialmente sus libros Outsiders .Problemas Sociales, que son en la actualidad uno de los dos puntos de vista dominantes en la sociología estadounidense en relación con el análisis de los problemas sociales. Becker, por tanto, es uno de los principales portavoces de un considerable grupo de sociólogos especializados en el estudio de la desviación social, entre cuyos miembros se encuentran hombres tan capaces como Howard Brotz, Donald Cressey, John Kitsuse, Raymond Mack, David Matza, Sheldon Messinger, Ned Polsky y Albert J. Reiss; y este grupo se solapa a su vez con una red más amplia que comprende esencialmente la «Escuela de Chicago» de sociología. La petición de Becker de una sociología partisana puede considerarse como una veleta que señala que nuevos vientos están empezando a soplar. Sin embargo, la dirección de donde provienen no está del todo clara.
Puesto que Becker titula enérgicamente su discusión «¿De qué lado estamos?», podríamos esperar razonablemente que, en algún momento, diera una respuesta directa a su propia pregunta directa. Sin embargo, uno lo lee y lo deja, y de repente se da cuenta de que Becker no da ninguna respuesta directa a su propia pregunta. De hecho, volvemos a leerlo para asegurarnos de que nuestra primera impresión es correcta y descubrimos que efectivamente es así. Si, en un esfuerzo por descifrar el enigma, recurrimos a la obra anterior de Becker, Outsiders, descubrimos que allí hace esencialmente lo mismo. En las páginas finales de ese volumen, también se pregunta: «¿El punto de vista de quién debemos presentar?». Y una vez más nos encontramos con que no se da una respuesta directa. Si hay una diferencia entre ese libro y el discurso inaugural de Becker, es que, en el libro anterior, afirma explícitamente que no existe una base en términos de la cual pueda formularse una respuesta a la pregunta. Es decir, sostiene que ni las consideraciones estratégicas ni las consideraciones temperamentales y morales pueden decirnos "qué punto de vista debemos suscribir".
Sin embargo, parece igualmente claro que, aunque Becker se niegue explícitamente a responder a su pregunta explícita, sí tiene una respuesta para ella. Si en lugar de fijarnos en las formulaciones explícitas de Becker o de otros miembros de su grupo, nos fijamos más bien en las investigaciones específicas que han llevado a cabo, descubrimos que adoptan inequívocamente un punto de vista específico, una especie de identificación con los «desvalidos.. Como ya he dicho en otro lugar, la suya es una escuela de pensamiento que se encuentra como en casa en el mundo de los drogadictos, los músicos de jazz, los taxistas, las prostitutas, la gente de la noche, los vagabundos, los estafadores y los depravados: el «mundo de los bajos fondos». Se identifican más con la sociedad desviada que con la respetable. «Para ellos, la orientación hacia los bajos fondos se ha convertido en el equivalente de las identificaciones proletarias que sintieron algunos intelectuales durante los años treinta. Pues no sólo lo estudian, sino que en cierto modo hablan en su nombre, afirmando la autenticidad de su estilo de vida». Sus investigaciones específicas delatan claramente, por ejemplo, que les preocupa y les molesta el chaleco de fuerza legal en la que está confinado el drogadicto en Estados Unidos, o el impacto degradante del hospital psiquiátrico sobre sus internos. En parte, esta escuela de pensamiento representa una metafísica de los desvalidos y de los bajos fondos: una metafísica en la que la sociedad convencional se contempla desde el punto de vista de un grupo ajeno a sus propias estructuras sociales respetables. En cualquier caso, así es como empezó; pero no es como permanece.
Cuando Becker nos dice que el mundo se divide en subordinados y superiores, y que los sociólogos deben mirar el mundo desde un lado o desde el otro, parece sostener implícitamente que deben mirarlo desde el punto de vista del desviado, del subordinado, del desvalido. Porque estas personas, dice Becker en su discurso presidencial, son «más que pecadores, son gente contra la cual se peca». Cabe preguntarse por qué, aunque las inclinaciones de Becker son suficientemente claras, opta por no expresarlas explícitamente. ¿Por qué Becker no se pronuncia abiertamente a favor del punto de vista de los desvalidos, ya que es evidente que así lo siente? Si el partidismo es inevitable, ¿por qué Becker no dice claramente de qué lado está, en lugar de limitarse a incitar a otros a tomar partido? Probablemente hay razones tanto intelectuales como prácticas para que Becker no dé una respuesta definitiva a su propia pregunta: ¿de qué lado estamos? En primer lugar, quiero explorar brevemente algunos de los factores intelectuales y prácticos que conducen a la reticencia de Becker.
Teoría y práctica de la indiferencia
En Outsiders, Becker deja claro que su propio aporte teórico lleva a centrarse, no sólo en los infractores de las normas o los desviados, sino también a estudiar a los que crean y hacen cumplir las normas, y muy especialmente a estos últimos. Aunque gran parte de la investigación concreta de Becker se ha centrado en los desviados, su propia teoría, que llegó más tarde, se ha centrado en gran medida en los creadores y ejecutores de las normas. Una etapa crucial, en lo que Becker denomina «la carrera del desviado», se produce cuando alguien declara que el comportamiento de otra persona ha violado las reglas de su juego. El desviado, en resumen, es fabricado por la sociedad en dos sentidos: en primer lugar, la sociedad crea las normas que él ha infringido y, en segundo lugar, la sociedad las «hace cumplir» y efectúa una declaración pública anunciando que se han infringido las normas. La creación del desviado implica, pues, un proceso de interacción social. Así pues, el proceso de creación de desviados no puede entenderse a menos que se estudien los procedimientos o las personas que crean y aplican las normas.
Se plantea entonces la cuestión de qué punto de vista se adoptará cuando se estudie a los responsables de la elaboración o aplicación de las normas. ¿Debemos describir su comportamiento desde su propio punto de vista «superior» o desde el de los desviados «subordinados»? Una respuesta nos la da la posición teórica más general de Becker, la tradición de George Herbert Mead, que exige que los hombres —aunque sean subordinados— sean estudiados desde el punto de vista de sus propias concepciones de la realidad. El punto aquí, por supuesto, es que la definición que dan los hombres de su situación da forma a su comportamiento; por lo tanto, para entender y predecir su comportamiento debemos verlos como ellos lo ven. La teoría específica de Becker sobre la desviación, por tanto, lo obliga a observar el comportamiento de quienes «aplican» las reglas, mientras que su tradición afín a Mead lo obliga a observar desde su punto de vista, en lugar del de los desviados infractores de las normas.
Pero esto, por sí mismo, seguiría sin crear dificultades. Si Becker estuviera totalmente de acuerdo con esta postura, simplemente recomendaría que los estudios se llevaran a cabo desde el punto de vista de «quienquiera» que se esté estudiando, ya sean los que aplican las normas, los que las hacen o los que las infringen. Para ser coherente, Becker respondería a la pregunta «¿de qué lado estamos?» afirmando simplemente que estamos del lado de quienquiera que estemos estudiando en un momento dado. En otras palabras, defendería la promiscuidad devocional de la prostitución sagrada.
La razón por la que Becker no puede adoptar esta conclusión bastante obvia, y por la que no puede dar ninguna respuesta a su pregunta, es sencilla: sus «sentimientos» están en desacuerdo con sus teorías. Becker está sentimentalmente dispuesto a contemplar todo el entorno de la desviación desde el punto de vista de las propias personas desviadas. Esto es lo que lo hace sentarse en una valla de su propia construcción. Atrapado en la divergencia entre sus teorías y sus sentimientos, es incapaz de responder a su propia pregunta: «¿de qué lado estamos?» Su disposición sentimental a ver el mundo de la desviación desde el punto de vista del desviado entra en conflicto con su disposición teórica a adoptar el punto de vista del grupo que esté estudiando. Becker «resuelve» este problema planteando la pregunta, ¿de qué lado estamos?, con tal contundencia que hace que la propia pregunta parezca una respuesta; y evidencia sus propios sentimientos tan claramente que no necesita afirmarlos y, por lo tanto, nunca necesita responsabilizarse de ellos.
Al sugerir que Becker se ha negado a responder a su propia pregunta debido a este conflicto entre sus teorías y sus sentimientos, no quiero decir que ésta sea la única razón de su reticencia. Porque hay otros costes, más prácticos, que habría que pagar si Becker (o cualquier otro) anunciara tal posición de manera directa. Una afirmación directa de simpatía por los desvalidos, por un lado, crearía dificultades prácticas para Becker como investigador. Porque algún día podría desear acceder a la información que poseen los que hacen las reglas y los que las aplican, quienes, a su vez, podrían sentirse consternados al oír que Becker estaba dispuesto a verlos desde el punto de vista de aquellos a quienes consideran una amenaza para la sociedad. Una vez más, una afirmación directa de simpatía por el desvalido o el desviado podría crear cierto malestar entre quienes, directa o indirectamente, proporcionan los recursos que Becker, como cualquier otro investigador necesita. La expresión directa de preocupación o simpatía por el desvalido entra así en conflicto con los intereses prácticos y profesionales del sociólogo. En otras palabras: incluso el apego genuino a los desvalidos debe comprometerse con un apego tácito, pero no menos genuino, al interés propio. En resumen, también estamos de nuestra parte.
Creo que hay otra razón por la que Becker no dice de qué lado está. Tiene que ver con el hecho de que no sólo está de su propio lado y que, a pesar de todas sus simpatías por los desvalidos, su trabajo también está del lado de una de las élites actualmente en conflicto en el sistema de bienestar. Pero esto lo dejaré para más adelante. Así pues, la reticencia de Becker a responder su propia pregunta, entonces, se deriva en parte de un conflicto entre sus sentimientos y sus intereses, en parte de un conflicto entre sus teorías y sus sentimientos, y en parte también de un conflicto dentro de sus sentimientos.
Hay otra forma en que Becker afronta el conflicto entre su simpática preocupación por los desvalidos y su igualmente humana preocupación por intereses más prácticos. Podemos verlo si nos fijamos en la ironía implícita en la postura de Becker, una ironía que contribuye de forma importante a la persuasión de su argumento. La tesis central de Becker es la imposibilidad de estar libre de valores y la necesidad de tomar partido. En otras palabras, sostiene que el verdadero desapego es imposible. Sin embargo, una de las cosas que hace convincente a Becker es que de algún modo consigue transmitir una sensación de desapasionada imparcialidad. Esto lo consigue en gran medida gracias a su «estilo». Escrita en un estilo no polémico y flácido, la retórica de Becker transmite una imagen de sí mismo como fríamente imparcial, a pesar de su propio argumento explícito de que el partidismo y el compromiso son inevitables. Su estilo blando y sobrio proyecta una imagen de él como alguien que no tiene ningún interés personal. A través de su estilo, Becker nos invita a creer que es posible.
En efecto, Becker parece sostener que la insipidez emocional es de algún modo un antídoto eficaz contra el partidismo. De hecho, en varios puntos, uno sospecha que Becker cree que la insipidez es también un sustituto eficaz de la indagación analítica y el pensamiento duro. Cómo desarrollaré más adelante, Becker cree que el verdadero enemigo de la buena ciencia social no es un compromiso de valor unilateral, sino, más bien, algo que él llama «sentimentalismo».
Así, aunque Becker invita al partidismo, rechaza el partidismo apasionado o erguido. En el proceso mismo de oponerse al mito convencional del científico social libre de valores, Becker crea así un nuevo mito, el mito del científico social libre de «sentimientos». Empieza a formular un nuevo mito que afirma tácitamente que existe un partidismo puramente cerebral, que está desprovisto de compromiso emocional y «sentimientos». Subyace la suposición tácita de Becker de que éstos conllevan sacrificios intelectuales, y «sólo» sacrificios. Sin embargo, parece igualmente razonable creer que la pasión y el sentimentalismo no sólo sirven para producir sacrificios y ceguera intelectual, sino que también pueden servir para iluminarnos y sensibilizarnos ante ciertos aspectos del mundo social. De hecho, cabe sospechar que es precisamente, en parte, porque existen ciertas ganancias intelectuales derivadas de los compromisos teñidos de emoción por lo que es posible que los científicos sociales mantengan tales compromisos. En resumen, el sentimentalismo no parece ser el villano desalmado que Becker presenta como tal. Es Becker quien está siendo «sentimental» cuando fomenta un mito que sostiene que es posible tener un compromiso libre de sentimientos.
Recomendar que las investigaciones sociológicas se realicen desde el punto de vista de los subordinados o desvalidos crea tantos problemas como los que resuelve. Aunque este punto de vista expresa una simpatía que comparto, me siento obligado a preguntar: ¿Cómo reconocemos a un desvalido cuando lo vemos? ¿Quiénes y qué son los desvalidos? ¿Qué caracteriza a un desvalido? Y tenemos que hacernos una pregunta aún más difícil: ¿Por qué debemos emprender nuestros estudios desde el punto de vista del subordinado, desvalido?
Becker puede reconocer el aprieto intelectual en el que se ha metido al invitar a investigar desde el punto de vista de los desvalidos. Pero sólo ha empezado a vislumbrarlo. Aunque admite que un superior puede ser un subordinado para otro, no reconoce que esto funciona en ambos sentidos: todo el que es un subordinado, frente a su superior, es también un superior en relación con algún tercero. Si consideramos a todo hombre como superior y subordinado a la vez, dominante o desvalido, ¿cómo sabemos entonces y en qué nos basamos para seleccionar a los desvalidos cuyo punto de vista adoptaremos? Es evidente que Becker no presenta ninguna solución lógica a este dilema; sólo puede pretender resolverlo a impulsos del propio sentimentalismo que deplora. También es probable que Becker nunca se enfrente a este problema (¿con qué desfavorecido simpatizar?) porque asume tácitamente que los buenos liberales sabrán instintivamente, y siempre estarán de acuerdo, quiénes son los verdaderos desvalidos.
Permítanme reconocer, de una vez por todas, que comparto las simpatías de Becker por los desvalidos. Sin embargo, también creo que el estudio sociológico desde un punto de vista de los desvalidos se verá intelectualmente perjudicado si no se aclaran los motivos del compromiso. Un compromiso asumido sobre la base de una ideología no examinada puede permitirnos sentir una honradez humana, pero nos deja ciegos.
Sociología y sufrimiento
La pregunta es: ¿hay alguna «buena» razón para investigar desde el punto de vista de los desvalidos? Una de esas razones puede ser que un compromiso sincero con la difícil situación de los desvalidos nos permite hacer un mejor trabajo como «sociólogos». En concreto, cuando estudiamos un mundo social desde el punto de vista de los desvalidos, hacemos públicos ciertos aspectos desfavorecidos de la realidad. Se trata de aspectos de la realidad social que tienden a ser comparativamente desconocidos o públicamente desatendidos porque son disonantes con las concepciones de la realidad que tienen los poderosos y respetables. Adoptar el punto de vista de los desvalidos en nuestras investigaciones, por tanto, hace dos cosas. En primer lugar, nos proporciona nueva información sobre mundos sociales de los que muchos miembros de nuestra sociedad, incluidos nosotros mismos, sabemos poco o nada. En segundo lugar, puede darnos nuevas perspectivas sobre mundos que nos parecían familiares y que suponíamos que ya conocíamos. Hasta ese punto, pues, adoptar el punto de vista del desvalido contribuye realmente al éxito en el cumplimiento de las obligaciones intelectuales que tenemos como sociólogos. Nos ayuda a hacer el trabajo que nos caracteriza.
He reconocido mi simpatía por los desvalidos y mis impulsos de realizar investigaciones desde su punto de vista. Sin embargo, al buscar la justificación de mis sentimientos, también debo confesar con franqueza que no veo ninguna virtud especial en quienes carecen de poder o autoridad, del mismo modo que no veo ninguna virtud especial que sea inherente a quienes poseen poder y autoridad. Me parece que ni la debilidad ni el poder como tales son valores que merezcan ser apreciados.
Lo esencial del desvalido es que sufre, y que su sufrimiento es claro y visible. Esto es lo que nos obliga y debería obligarnos. Lo que hace que su punto de vista merezca una consideración especial, lo que lo hace particularmente digno de simpatía, es que sufre. Sin embargo, una vez que vemos esto, la naturaleza de nuestra relación con el desvalido cambia; en consecuencia, la naturaleza de la obligación que experimentamos como «sociólogos» también puede cambiar.
En primer lugar, podemos reconocer que puede haber formas de sufrimiento humano que sean inevitables, que no puedan remediarse en una sociedad concreta o en un momento determinado. Sin embargo, también hay formas de sufrimiento que son innecesarias en determinados momentos y lugares. Creo que es tarea del sociólogo prestar especial atención a estas últimas, aunque reconozco que no es tarea fácil distinguir entre el sufrimiento evitable y el inevitable, y aunque temo que algunos categoricen fácilmente ciertos tipos de sufrimiento como inevitables para poder ignorarlos con comodidad.
Por otra parte, también insistiría en que incluso cuando los hombres experimentan un sufrimiento innecesario, un sufrimiento que es inevitable, trágico y verdaderamente una parte de la eterna condición humana, que todavía merecen simpatía y consideración afectuosa. Es vital que los sociólogos también retraten esta parte irreductible del mundo. Por esta razón, no puedo imaginar una sociología humana que fuera insensible al sufrimiento de los «superiores». Una sociología que ignorara esto no manifestaría, en lo que a mí respecta, ni respeto por la verdad ni sentido común de la humanidad.
Pero si todos los hombres sufren y hasta cierto punto inevitablemente, ¿hay alguna razón para sentir una simpatía especial por los desvalidos? ¿Hay alguna razón para hacer un esfuerzo especial por investigar desde su punto de vista? Yo creo que sí.
Por un lado, el sufrimiento de algunos sigue siendo simple y literalmente desconocido para muchos en la sociedad. Se trata de una parte especial e importante de la realidad que, en mi opinión, es una de nuestras importantes responsabilidades comprender y comunicar. El problema no es simplemente que exista lo que Becker llama una «jerarquía de credibilidad» en la que a los hombres en el poder se les concede presuntamente el derecho a declarar lo que es real y verdadero en el mundo que les rodea. Se trata más bien de que estas concepciones dominantes de la realidad, sostenidas y fomentadas por los gestores de la sociedad, tienen un defecto común: no captan un tipo muy especial de realidad, concretamente la realidad del sufrimiento de los que están por debajo de ellos. Al no ver esto, lo que tampoco pueden ver es que los que están por debajo de ellos son en realidad muy parecidos a ellos mismos, tanto en su sufrimiento como en otros aspectos.
Esto, a su vez, implica que una sociología verdaderamente preocupada por representar el punto de vista del desvalido trataría especialmente de comunicar el carácter de su sufrimiento, sus fuentes peculiares y su intensidad especial, las formas y los grados en que es evitable, las fuerzas que contribuyen a él y su lucha contra él. Por lo tanto, el punto de vista del desvalido merece ser escuchado en sociología no porque tenga alguna virtud especial ni porque sólo él viva en un mundo de sufrimiento. Una sociología del desvalido se justifica porque, y en la medida en que, es menos probable que se conozca su sufrimiento y porque —por la propia razón de ser desvalido— es probable que el alcance y el carácter de su sufrimiento contengan mucho que se pueda evitar.
Aunque Becker se inclina hacia una simpatía y consideración especial por el punto de vista del desvalido, y aunque el sufrimiento del desvalido es particularmente visible, no deja de ser una paradoja más en la discusión de Becker que no encontremos que muestre tal preocupación por su sufrimiento. Más bien, lo que encontramos es un miedo a tal preocupación, un miedo a que esta preocupación nos haga perder la calma. Me atrevería a suponer que es en parte debido a este miedo por lo que Becker hace tanto hincapié en rechazar el «sentimentalismo».
Sin embargo, si no es el sufrimiento del subordinado o del desviado lo que involucra a Becker —y a otros de su escuela con los desfavorecidos— entonces ¿qué es? Tengo la impresión, tras muchos años de leer sus investigaciones y de hablar con ellos, de que su atracción por el desvalido a veces forma parte de una atracción excitada por la diferencia exótica del desvalido y fácilmente adopta la forma de «ensayos sobre lo extraño». El peligro es, por tanto, que esa identificación con los desvalidos se convierta en el equivalente para el sociólogo urbano de la (antigua) apreciación romántica de los antropólogos por el noble salvaje.
La visión de la Escuela Becker encarna una crítica implícita del etnocentrismo de la clase media baja, de la respetabilidad de las pequeñas ciudades, de la paradójica superioridad que una etnia puede sentir hacia otra. De hecho, podría decirse que la suya es sobre todo una crítica de las clases medias sin educación. Y no es para menos, ya que la piedad de estos estratos es ciertamente omnipresente en Estados Unidos. El rechazo de Becker a su petulante mezquindad es sano y valioso.
Al mismo tiempo, sin embargo, la escuela de la desviación de Becker recuerda al romanticismo. Expresa la satisfacción del Gran Cazador Blanco que con valor se expuso a los peligros de la jungla urbana para traer de vuelta un espécimen exótico. Expresa el romanticismo de un curador del zoológico que exhibe con arrogancia sus especies raras. Y, como un guardián del zoológico, desea proteger su colección; no quiere que los espectadores apedreen a los animales que están tras las rejas. Sin embargo, tampoco quiere derribar las rejas y dejar marchar a los animales. La actitud de estos guardianes del zoológico de la desviación es crear una Reserva Indígena cómoda y humana, un espacio social protegido, dentro del cual estos coloridos especímenes puedan ser exhibidos, sin ser molestados ni transformados. La propia sensibilidad empírica por el detalle que caracteriza a esta escuela nace y se ve limitada por la fascinación del conocedor por sus objetos raros: su riqueza empírica se inspira en la estética del coleccionista.
Es en parte por esta razón que, a pesar de su desafiante concepción de una sociología partisana y su simpatía por los desvalidos, la discusión de Becker está paradójicamente impregnada de un sorprendente aire de complacencia. De hecho, lo que expresa es algo muy diferente de la antigua y tradicional simpatía por la difícil situación de los desvalidos. Básicamente, concibe al desvalido como una «víctima». En parte, esto es inherente a la propia concepción de los procesos mediante los cuales se concibe que se genera la desviación. La teoría de Becker hace hincapié en el desviado como producto de la sociedad y no como rebelde ante esta. Si esta es una concepción liberal de la desviación que gana simpatía y tolerancia para el desviado, tiene la paradójica consecuencia de invitarnos a ver al desviado como un ente pasivo que no es responsable ni de su sufrimiento ni de su alivio: «más que pecadores, son gente contra la cual se peca». Coherente con esta visión del desvalido como víctima, está la concepción más moderna de él como alguien que tiene que ser gestionado y debe serlo del mejor modo, por un aparato burocrático de cuidadores oficiales. En resumen, concibe al desvalido como alguien maltratado por la burocracia cuyos esfuerzos correctivos son ineficaces, cuyos esfuerzos de custodia son brutales y cuyas técnicas de aplicación de las reglas son egoístas. Aunque considera que la desviación es generada por un proceso de interacción social, que emerge de la matriz de una sociedad no analizada, no considera que la desviación derive de instituciones maestras específicas de esta sociedad más amplia, ni que exprese una oposición activa a ellas.
El desvalido es visto en gran medida desde el punto de vista de las dificultades que se encuentran cuando los cuidadores de la sociedad intentan hacer frente a la desviación que ha producido en él la sociedad. La escuela de la desviación de Becker considera, por tanto, al desfavorecido como alguien que está siendo mal gestionado, no como alguien que sufre o se defiende. Aquí el desfavorecido es astuto, pero no desafiante; es tramposo, pero no valiente; burlón, pero no acusa; se las «arregla» sin montar una escena. En la medida en que esta escuela teórica tiene un matiz crítico, éste se dirige a las instituciones cuidadoras que realizan la tarea de corrección, más que a las instituciones fundamentales que producen el sufrimiento del desviado.
Es en parte por esta razón que los tipos de investigaciones que se emprenden desde este punto de vista tienden a excluir una preocupación por la desviación «política», en la que los hombres luchan activamente en nombre de sus valores e intereses. Así, encontramos relativamente pocos estudios sobre personas implicadas en la lucha por los derechos civiles o en el movimiento pacifista. Por mucho que se haga sufrir a estos grupos desviados, nadie podría concebirlos fácilmente como meras víctimas sometidas al control de la burocracia oficial. No es el hombre combativo el que despierta la simpatía de Becker, sino el hombre pasivo, que despierta su curiosidad.
Lo que tenemos aquí, por tanto, es esencialmente un rechazo del fanatismo de la clase media no ilustrada. Y en su lugar hay una visión comprensiva de los desvalidos vista cada vez más desde el punto de vista de los relativamente benignos, bien educados y altamente situados funcionarios burocráticos: de la clase administrativa estadounidense. Lo que parece ser un rechazo del punto de vista del superior es, en realidad, sólo un rechazo del superior de «clase media».
Podemos ver esto más claramente si volvemos al problema que más inquieta a Becker, la observación de que cada superior tiene su propio superior y, en consecuencia, la incapacidad de Becker para observar que cada subordinado tiene su propio subordinado. (Inferior a la prostituta es el proxeneta; inferior al proxeneta es el chico de los recados; e inferior al chico de los recados es el chico al margen de la banda al que le gustaría su puesto). Ahora bien, como todo el mundo puede tener a alguien o algo por encima o por debajo de él, esto no hace más sino menos posible saber «qué» punto de vista del subordinado debemos adoptar. Pero esto no disuade a Becker ni por un momento. Como dice alegremente: «No me propongo aguantar la respiración hasta que se resuelva este problema».
A mí, sin embargo, me sigue dejando perplejo el modo en que se elige a un estrato específico de desvalidos como centro de un punto de vista orientador. Hay una anomalía oculta en cualquier recomendación de mirar el mundo desde el punto de vista de los desvalidos. La anomalía es la siguiente: en un grado sorprendente, los desvalidos se ven «a sí mismos» desde el punto de vista de la sociedad respetable; los negros, de hecho, a menudo se llaman unos a otros «niggers». Así pues, si estudiáramos a los desvalidos desde «su propio» punto de vista, inevitablemente estaríamos adoptando el punto de vista de la cultura dominante. Precisamente en la medida en que los desviados y subordinados aceptan un papel de víctimas pasivas en lugar de rebelarse contra las circunstancias, se ven a sí mismos desde el punto de vista de la cultura dominante.
En el mismo acto de ver a los desviados y subordinados desde su propio punto de vista, estamos obligados a verlos desde el punto de vista de la sociedad respetable y sus instituciones dominantes. También veremos a los desviados en términos de categorías convencionales no sólo cuando los veamos como víctimas pasivas, sino también en la medida en que los veamos desde el punto de vista de los guardianes burocráticos encargados públicamente de ponerlos bajo custodia o de corregir su comportamiento. Paradójicamente, aunque Becker nos invita a adoptar el punto de vista del subordinado, y con ello presumiblemente evita ofender los valores respetables, creo que él mismo sigue utilizando alguna versión del punto de vista de la sociedad respetable.
La sociología del Defensor del Pueblo: crítica al intermediario
Becker parece adoptar la posición del marginado. De hecho, creo que también está adoptando la posición del liberalismo «ilustrado» pero no menos respetable hacia los marginados. Becker parece levantarse en armas contra la sociedad en nombre de los desvalidos. En realidad, se levanta en armas contra la ineficacia, insensibilidad o capricho de los guardianes que la sociedad ha designado para administrar el desastre que ha creado. El argumento de Becker es esencialmente una crítica de las organizaciones de cuidado y, en particular, de los funcionarios de «bajo nivel» que las administran. No es una crítica de las instituciones sociales que engendran sufrimiento o de la burocracia de alto nivel que da forma al carácter de las instituciones de asistencia.
Gran parte de los estudios desviados de hoy se han convertido en un componente del nuevo estilo de reforma social que ahora se diseña a través de burocracias públicas asistenciales. El punto de vista ideológico implícito en la Escuela de Becker encarna una crítica del aparato de burocrático «convencional» y del «antiguo» estado de bienestar, antes de que se desvinculara de la reforma de los movimientos sociales. Es, como tal, una crítica al etnocentrismo y la ineficacia con la que la desviación es considerada y tratada por algunos de los cuidadores locales inmediatamente responsables de ella hoy. De hecho, la escuela teórica de Becker está tomando partido; es parte en la lucha entre las viejas y las nuevas elites en los establecimientos asistenciales; entre las instituciones del Estado Benefactor heredadas de los años 1930 y las que hoy se promueven; y entre los «locales» que trabajan en los municipios y los «cosmopolitas» que operan desde Washington D.C. Su ideología es, en cada caso, perjudicial para los primeros y apoya a los segundos. Si se ve esto, se comprenderá mejor cómo deben resolverse algunas de las otras dificultades en la discusión de Becker. Por lo tanto, necesitamos un desvío temporal para tener una idea de estas dificultades.
Becker hace una distinción entre la realización de la investigación en dos entornos: en situaciones políticas y no políticas. Se siente impulsado a hacer esta distinción porque quiere sostener que las acusaciones de parcialidad contra los sociólogos, y las reacciones ante ellas, difieren, dependiendo de si la situación estudiada es política o no.
Becker sostiene que en situaciones no políticas es más probable que los sociólogos se acusen unos a otros de parcialidad cuando sus estudios adoptan perspectivas inferiores, que cuando miran las cosas desde el punto de vista de los superiores. La razón de esto, dice, es que en estas situaciones apolíticas existe una «jerarquía de credibilidad» aceptada que atribuye a los superiores el derecho a definir la realidad social en sus esferas; dado que la mayoría de los sociólogos, como otros, tienden a aceptar las jerarquías establecidas de credibilidad, tienden a considerar sesgados los estudios realizados desde perspectivas desvalidas.
Esto es muy curioso. Porque lo que Becker sostiene es que la mayoría de los sociólogos, que él dice que son liberales, se identificarán, a pesar de esta ideología, con los poderosos en sus estudios de situaciones no políticas. En resumen, si bien la mayoría de los sociólogos presumiblemente darán rienda suelta a sus ideologías liberales cuando estudien situaciones políticas, les darán la espalda a esas mismas ideologías liberales y actuarán como si fueran no liberales cuando estudien situaciones no políticas. Si esto es cierto, seguramente uno debe preguntarse: ¿Cómo se efectúa este cambio? ¿Qué lo provoca? De hecho, ¿es realmente un cambio? Debemos considerar el otro lado de la ecuación; es decir, si preguntamos cómo algunos sociólogos liberales llegan a identificarse con el desfavorecido, también debemos preguntarnos ¿cómo es posible que otros no lo hayan logrado?
Becker reconoce que se requiere «alguna» explicación para comprender la adopción por parte de los sociólogos de los puntos de vista de los poderosos en sus investigaciones. Dice que (en situaciones no políticas) la mayoría de los sociólogos tienden a aceptar la jerarquía dominante de credibilidad. En otras palabras, en estas situaciones la mayoría de los sociólogos realizan sus estudios desde el punto de vista de los funcionarios responsables, dice Becker, porque aceptan su punto de vista. La mención por Becker de esta tautología reconoce, al menos, que es necesaria una explicación. Sin embargo, cuando se trata de explicar por qué una minoría de sociólogos adopta un punto de vista desvalido en las mismas situaciones no políticas, Becker ni siquiera advierte que éste también sea un problema que necesite explicación.
Hipótesis sombría
¿Cuáles son, en efecto, las fuentes de la identificación de estos sociólogos con los desvalidos? Está claro que no podemos simplemente sostener que tal identificación con los desvalidos surge predominantemente de la ideología liberal de los sociólogos. Porque Becker tiene toda la razón al afirmar que la mayoría de los sociólogos son políticamente liberales. Por lo tanto, está claro que muchos, si no la mayoría, de los que adoptan el punto de vista de los desvalidos deben compartir esta ideología liberal. Por lo tanto, si bien la ideología liberal puede ser una condición necesaria para adoptar un punto de vista desvalido, no puede ser una condición suficiente para hacerlo. La pregunta aquí, la pregunta más importante que alguna vez enfrentamos al comprender cómo funcionan la moral y las ideologías en el mundo, es: ¿mediante qué mecanismos específicos se mantiene a los hombres honestos? En otras palabras, ¿cómo es posible que se les obligue a ajustarse a sus ideologías o valores?
Puede resultar sorprendente, pero en realidad hay muchas cosas que mantienen honestos a los hombres, inclusive los sociólogos. En primer lugar, hay que recordar, como reconoce Becker, que un punto de vista minoritario sólo es adoptado por una minoría de sociólogos. Al ser frecuente, una perspectiva minoritaria tiene más probabilidades de ser visible en la comunidad profesional más amplia de la que los sociólogos buscan reconocimiento. Por supuesto, tal notoriedad puede adoptar la forma de crítica hostil. Sin embargo, aunque un punto de vista de los desvalidos tiene sus riesgos, también puede generar beneficios mayores y más rápidos que la adopción de un punto de vista de los poderosos que, al ser común, tiende a inundar el mercado y a reducir el precio pagado por cada contribución individual.
Así pues, la perspectiva de los desvalidos puede considerarse una estrategia profesional más atractiva para la promoción de la carrera profesional que, a su vez, tienen más posibilidades de encontrarse entre los jóvenes ambiciosos. Hay que tener en cuenta, sin embargo, que el público profesional más amplio al que se dirige su trabajo se considerará en su mayoría «liberal» y que el punto de vista de los desvalidos puede despertar cierta simpatía. Por lo tanto, es probable que los que adoptan un punto de vista de los desvalidos no se comprometan en una empresa tan arriesgada como podría implicar su posición minoritaria. Estamos, en resumen, sugiriendo una hipótesis sombría: los sociólogos con ideologías liberales adoptarán con mayor probabilidad las perspectivas de los desvalidos cuando las consideren compatibles con la búsqueda de sus propios intereses profesionales.
Implícita en esta sombría hipótesis está la suposición de que probablemente exista alguna relación positiva entre la juventud y el bajo estatus profesional, por un lado, y la adopción de una perspectiva de los desvalidos, por otro. En resumen, cabría esperar que los intelectuales más jóvenes estuvieran más dispuestos a adoptar esta apuesta discrepante que los intelectuales de más edad. También es posible que los intelectuales de más edad que consideren haber sido ignorados o que no se les ha recompensado adecuadamente sean más propensos a adoptar una postura del desvalido.
En consecuencia, yo también esperaría que a medida que los sociólogos envejecen, a medida que se vuelven cada vez más exitosos, se acerquen o asocien con aquellos que también son exitosos, o que ellos mismos se involucren en la gestión práctica de los asuntos públicos (incluyendo la Universidad), ellos también adoptarán cada vez más los puntos de vista de los poderosos a pesar de sus continuas profesiones públicas de liberalismo. Además, a medida que los sociólogos se establecen, son reconocidos y tienen éxito, se arriesgan más si apuestan por los desvalidos. De este modo, disminuye la ventaja neta adicional que aún pueden obtener. En resumen, para el sociólogo en ascenso, la identificación con el desvalido puede significar un mayor riesgo que para los sociólogos más jóvenes o con menos éxito.
Sin embargo, me gustaría sugerir una importante matización con respecto a esta disposición de los hombres mayores hacia posiciones cada vez más dominantes. A medida que alcanzan el cenit de sus carreras (y no sólo se acercan a él), las recompensas que reciben los sociólogos de más edad por su conformidad con las posturas convencionales están especialmente sujetas a una utilidad marginal decreciente; en consecuencia, algunos de ellos pueden estar menos sujetos a los controles profesionales que los inclinan hacia las posturas convencionales de sus contemporáneos. Así, algunos sociólogos mayores que empiezan a pensar en el juicio de la «posteridad» más que en las opiniones de sus contemporáneos, pueden volver a los puntos de vista de su juventud. Además, a medida que su propio grupo de edad se reduce por la muerte, pueden recibir más aliento de los jóvenes con los que no compiten que de los de mediana edad, y pueden empezar a sentir que el futuro de su reputación se verá afectado de forma más duradera por el juicio de los relativamente jóvenes. Éstas son, en cualquier caso, algunas de las formas en que la carrera y los intereses personales de algunos sociólogos mayores pueden llevarlos a desafiar la jerarquía establecida de la credibilidad y a optar por los menos favorecidos. Podríamos llamarlo el «Síndrome Bertrand Russell».
Pero hay otras consideraciones que impulsan a los hombres a prestar atención a la voz de la conciencia y a atenerse a los altos principios. Podemos ver algunas de ellas si preguntamos, ¿cómo es que los jóvenes discrepantes no son controlados por sus mayores en el curso de su educación, su aprendizaje y sus investigaciones comunes, y de esta manera son forzados a adoptar los respetables puntos de vista de los superiores más afines a los mayores? Aquí, de nuevo, las cosas no son sencillas. En parte, la ideología académica de la colegialidad, que nominalmente rige las relaciones, protegerá los impulsos desvalidos de los jóvenes. Así, incluso cuando trabajan bajo la supervisión de hombres mayores, los jóvenes pueden reclamar la protección de sus puntos de vista desvalidos.
Una vez más, sin embargo, debemos llamar la atención sobre el papel de los sombríos factores en el mantenimiento de la honestidad de los hombres. Estos tienen esencialmente que ver con el papel ramificado y poderoso de las nuevas estructuras de financiación en las ciencias sociales actuales que, a su vez, están vinculadas al crecimiento del nuevo Estado de Bienestar y sus nuevas concepciones de reforma social.
Nada es más obvio que estos son tiempos prósperos para los científicos sociales norteamericanos, y nunca hay razón para subestimar el poder de lo obvio. En lo que respecta a los hombres mayores y más conocidos, a menudo están tan bien financiados que pueden tener poco tiempo para supervisar personalmente sus investigaciones, para administrarlas con la cercanía continua que podría imprimir eficazmente sus identificaciones excesivas en la investigación. A veces, los hombres mayores están tan poco vinculados a las investigaciones que han financiado que incluso las decisiones básicas de investigación las toman hombres más jóvenes desde sus diferentes puntos de vista. En la actualidad, los hombres mayores se ven obligados a ceder un amplio poder discrecional a sus jóvenes ayudantes, si quieren mantenerlos en el mercado actual de la investigación social. La ironía del asunto es que, cuanto más éxito tenga el hombre mayor en la financiación de su investigación, menos éxito tendrá en que se lleve a cabo según sus criterios: es menos probable que la investigación sea «suya».
Con la nueva situación de la financiación y la mayor facilidad de acceso al dinero para la investigación, ahora también es mucho más sencillo para los más jóvenes procurarse fondos para sí mismos, para sus propias investigaciones, y a una edad más temprana. Al ser sus propios dueños, ahora pueden expresar más fácilmente su propio punto de vista, en la medida en que lo tengan.
Pero parece que en este asunto hay gato encerrado. La cuestión que se plantea ahora es si la nueva situación en materia de financiación no significa simplemente que los jóvenes han cambiado un maestro por otro, pues aunque ya no estén sometidos a la presión directa de los catedráticos, ahora pueden estar sometidos a la presión directa de los organismos de financiación. En mi opinión, esto es exactamente lo que ha ocurrido.
Con la creciente facilidad de financiación, los hombres más jóvenes obtienen un acceso independiente a los recursos de investigación en un momento en que sus ideologías liberales desvalidas siguen siendo relativamente fuertes y pueden dar forma a su investigación. Al mismo tiempo, sin embargo, las gratificaciones profesionales de estas oportunidades de financiación, así como las gratificaciones personales de estar cerca de los hombres de poder, se convierten en intereses creados que obligan a depender de las nuevas fuentes de financiación. De este modo, las identificaciones más destacadas del joven con los desvalidos deben acomodarse a su nueva «apreciación» de los desvalidos. Esto se consigue en parte sumergiendo este «aprecio» en una conciencia subsidiaria que se mantiene gracias a una reciprocidad colateral: cada uno acuerda discretamente en no mirar «los dientes al caballo regalado» por el otro. (Hay, por desgracia, casos «desviados»: por ejemplo, los que hacen carrera denunciando el Proyecto Camelot y luego ellos mismos solicitan una subvención de medio millón de dólares al Departamento de Estado).
Esta adaptación de la identificación de los desvalidos a las dependencias de los poderosos no es demasiado difícil hoy en día, aparte de una hábil racionalización. Los nuevos organismos de financiación necesitan ahora desesperadamente información sobre los desvalidos, y éstos no son reacios incluso a las investigaciones realizadas desde el punto de vista de los desvalidos, por la misma razón por la que los gobiernos coloniales apoyaron investigaciones similares en antropología. Los poderosos del Estado del Bienestar —en las burocracias de Washington y en las fundaciones de Nueva York— son compradores de la investigación de los «desvalidos» por las mismas razones políticas por las que el régimen de Johnson inició la «guerra contra la pobreza». Para explorar algunas de las implicaciones de esto, debo volver a algunos de los grandes cambios institucionales que se producen en el Estado de Bienestar.
Tal vez el quid de la cuestión sea la manera en que ha cambiado el carácter de la reforma social en Estados Unidos. Lo nuevo no es la «difícil situación de las ciudades», por mucho que aumente su deterioro, sino que ésta se convierta en objeto de una «preocupación» mesurada en lugar de una «vergüenza». Lo nuevo, en una perspectiva histórica algo más amplia, es que el lugar de las iniciativas y los recursos de reforma se encuentra cada vez más en el nivel de la política y las fundaciones nacionales, en lugar de en la vitalidad política, los recursos económicos o las celosas iniciativas de las élites con raíces locales.
La reforma de las ciudades norteamericanas fue un antaño proceso en el que participaban pequeños empresarios, periodistas y políticos locales, todos ellos con una implicación y un interés vital en sus comunidades locales. Sin embargo, en la actualidad, con los cambios en la estructura, el carácter y la ecología de las clases medias, muchos de los que podrían liderar la reforma urbana no viven ni en la propia ciudad ni en las poderosas zonas rurales, sino más bien en los suburbios y zonas residenciales. Las clases medias con estudios, empleo burocrático y gran movilidad tienen un apego localista cada vez menor y una base de poder cada vez más estrecha a nivel «local», lo que podría proporcionarles la influencia económica y política necesaria para llevar a cabo la reforma urbana. En consecuencia, deben buscar una solución no a nivel local, sino nacional.
A medida que los esfuerzos de reforma se desplazan del nivel local al nacional, la concepción y el significado de la reforma social cambian. Las reformas urbanas que busca esta nueva clase media se dirigen ahora a la reforma de una comunidad a la que están menos ligados por intereses complejos, placeres urbanos o por una ronda de actividades cotidianas habituales. No es «su» comunidad la que ahora desean reformar porque sus suburbios son bastante decentes tal y como ellos los ven. Cuando se preocupan por la situación de los negros, ni siquiera son «sus» negros a los que quieren ayudar, sino a los negros vistos de forma abstracta e impersonal.
La reforma social se convierte ahora en un esfuerzo motivado en gran medida por una serena valoración política, un cálculo económico distanciado, una previsión prudente o un sentimiento de piedad y simpatía que se aleja cada vez más a medida que pierde arraigo en la experiencia y el encuentro cotidianos. La comunidad que ha de reformarse se convierte en un objeto, en algo ajeno y extraño al reformador. La naturaleza de la reforma se convierte menos en una cuestión de celo moral o incluso de interés personal inmediato y más en una preocupación impulsada por una valoración y prudencia a largo plazo. La reforma social se convierte ahora en una especie de trabajo de ingeniería, una tarea tecnológica que debe someterse a un anodino «costo-beneficio» o a un «análisis del sistema». El auge del Estado del Bienestar significa entonces el auge del reformador no implicado: significa el auge de la reforma a distancia. Hoy en día, la reforma ya no es principalmente la afición a tiempo parcial de aficionados dedicados, sino que es cada vez más la carrera a tiempo completo de burócratas asalariados.
Hoy en día, muchos persiguen las reformas de los derechos civiles y la guerra contra la pobreza con un talante bismarckiano. La reforma ya no está motivada por una punzada de conciencia o por un interés personal inmediato, sino más bien por "razones de Estado" y en nombre del «interés nacional». El liberalismo personal se convierte en liberalismo de Estado. El liberalismo cambia de carácter y pasa de ser una cuestión de conciencia, que afectaba a las decisiones privadas y cotidianas, a la lealtad electoral al Partido Demócrata y a las diferencias marginales en las estrategias profesionales. El significado operativo del liberalismo para el sociólogo tiende ahora a calibrarse en términos de la agencia gubernamental para la que trabajará o cuyo dinero aceptará. Desde algunos puntos de vista actuales, por ejemplo, un verdadero «sociólogo liberal» es aquel que rechaza el dinero del Departamento de Defensa pero lo busca y lo acepta del Departamento de Estado.
Las agencias que financian hoy las ciencias sociales, ya sean agencias gubernamentales o grandes fundaciones privadas, son esencialmente los agentes compradores del Estado de Bienestar para la investigación de mercados: son los instrumentos de este nuevo movimiento reformista. Expresan la «preocupación distante» de las clases medias educadas pero burocráticamente dependientes que ya no tienen bases efectivas en las localidades; cuyas simpatías cosmopolitas no están personal y profundamente comprometidas con un encuentro diario con el sufrimiento urbano; y cuyos temores no están profundamente despertados por una estrecha dependencia de la comunidad urbana en deterioro. Impulsados en parte por leves malestares, vagos presentimientos, extrapolaciones prudentes, en parte por la preocupación por mantener una imagen decente de sí mismos y, no menos importante, por el creciente aumento de la política militante de manifestaciones públicas, abordan la tarea de la reforma urbana moderna con una racionalidad cautelosa y burocrática. Éste es el contexto social en el que podemos comprender mejor algunos de los significados ramificados del insulso programa de Becker para una sociología desvalida. Es el contexto más amplio lo que hace posible que algunos sociólogos de hoy sean honestos: es decir, implementen sus ideologías liberales con un esfuerzo por identificar a los desvalidos.
Los superiores cuyas «jerarquías de credibilidad» dominantes encuentran resistencia en esta sociología desvalida son esencialmente aquellos cuyos poderes permanecen arraigados en el nivel local y, por tanto, limitados por él. La sociología de los desvalidos es una sociología que rechaza el punto de vista únicamente de los funcionarios locales: el director de la facultad de medicina, el director de la prisión, el director municipal de la agencia de vivienda. En resumen, los respetables a los que se resiste, y cuya jerarquía de credibilidad se cuestiona, son aquellos funcionarios locales que, en su mayor parte, no controlan el acceso a grandes cantidades de fondos para investigación.
Hacia una nueva sociología del establishment
La nueva sociología de los desvalidos propuesta por Becker es, entonces, un punto de vista que posee una combinación notablemente conveniente de propiedades: permite al sociólogo ser amigo de los más pequeños desvalidos en entornos locales, rechazar el punto de vista de los respetables y notables de nivel medio que administran establecimientos locales de cuidado y, al mismo tiempo, hacen y siguen siendo amigos de las personas realmente importantes en las agencias de Washington o las fundaciones de Nueva York. Si bien Becker adopta una postura de intrépido predicador de una nueva sociología desvalida, en realidad ha dado origen a algo bastante diferente: a la primera versión de la nueva sociología del establishment, a una sociología compatible con el nuevo carácter de la reforma social en los Estados Unidos. Es una sociología de y para el nuevo Estado de Bienestar. Es una sociología de jóvenes con amigos en Washington. Es una sociología que logra resolver el problema más antiguo de la política personal: cómo mantener la integridad sin sacrificar la carrera, o cómo seguir siendo un liberal aunque adinerado.
La utilidad social de esta nueva ideología se apoya en el hecho de que, desde hace un tiempo, ha habido una tensión creciente entre los establecimientos locales de asistencia social y las nuevas agencias y programas de la «Gran Sociedad» con poderoso apoyo federal. Estas nuevas agencias federales, encabezadas por personal con una educación sustancialmente mayor que la de las elites locales, están intentando actualmente implementar sus nuevos programas contra la resistencia de los notables locales. La función última de los programas de base federal es ganar o mantener el vínculo de las clases bajas y trabajadoras urbanas con los símbolos y maquinaria política del Estado estadounidense en general, y del Partido Demócrata en particular. Si bien las élites cuidadoras locales suelen compartir estos objetivos políticos, también sienten que sus propias prerrogativas y posición locales se ven amenazadas por el crecimiento de programas sobre los cuales tienen menos control, ya que se derivan de recursos e iniciativas nacionales. La nueva sociología desvalida de Becker funciona para alinear sectores de la sociología contra la resistencia «atrasada» de la burocracia a nivel municipal, y a favor de los sectores «ilustrados» más poderosos a nivel nacional.
Esencialmente, el tipo de investigación de Becker hace esto porque, al adoptar el punto de vista de los desvalidos, muestra simultáneamente cuán ignorantes son los cuidadores locales respecto de este punto de vista y cuán mal los funcionarios locales administran sus establecimientos. No debe pensarse ni por un momento que la obra de Becker desempeña esta función ideológica mediante alguna intención de promover las ambiciones de la alta burocracia o mediante alguna intención de conducir su investigación de una manera aplicada de una concepción estricta. Sus consecuencias ideológicas se logran principalmente adoptando y revelando el punto de vista de aquellos de quienes son responsables los funcionarios locales y «deshaciendo» la ignorancia de estos funcionarios. Esto no es un subproducto incidental o trivial; más bien, esto es exactamente lo que conlleva la carga política. Porque es este descrédito de los funcionarios locales lo que legitima los reclamos de las clases administrativas superiores en Washington y les da una brecha de entrada en el nivel local.
La disposición de Becker a sacrificar a los de nivel medio en favor de los de alto nivel se desprende de su afirmación de que no tiene sentido intentar adoptar el punto de vista de los funcionarios de nivel medio. Considerar la situación desde el punto de vista de los funcionarios de nivel medio, es decir, desde el punto de vista del director de la prisión, del director de la escuela o del administrador del hospital, simplemente conduce a una regresión infinita, afirma Becker.
Esto tiene un aparente poder de persuasión, pero es con diferencia demasiado simplista. En primer lugar, no es en modo alguno seguro que se trate de un problema de «regresión infinita». ¿Es realmente cierto que todo superior tiene un superior que, a su vez, le limita e impide hacer lo que realmente le gustaría? ¿No hay algún punto en el que termina la cadena? Esto parece ser parte de lo que C. Wright Mills tenía en mente cuando hablaba de la «élite del poder». Por supuesto, podemos sostener que incluso los más altos funcionarios del Estado siempre requieren, a su vez, el consentimiento de los gobernados. Pero esto nos devuelve al punto de partida; y entonces tendríamos que reconocer que los mismos desvalidos, de quienes Becker dice que, más que pecadores, son gente contra la cual se peca, son, al menos en parte responsables de los pecados contra ellos. ¿Y por qué, entonces, los sociólogos deberían realizar sus estudios principalmente desde su punto de vista?
Parece que para Becker hay una salida a este punto muerto. Podría decir que no se trata de superiores y subordinados como tales, sino de las «instituciones» que rigen su relación. Podría sostener que lo necesario no es estudiar las situaciones sociales desde el punto de vista de los subordinados como un fin en sí mismo, sino realizar estudios con miras a comprender cómo algunos son aplastados por ciertas instituciones, y cómo todos por igual están sometidos a instituciones que no les permitas vivir como desean. Como digo, esta posición sería una vía para Becker. Pero ni lo ve ni lo acepta. Porque esto socava su táctica de «regresión infinita» y lleva inevitablemente la investigación a las puertas del poder; forzaría el enfoque de la investigación hacia arriba, fijándolo en los niveles nacionales.
Entre paréntesis, pero no de manera irrelevante, creo que los sociólogos «radicales» se diferencian de los liberales en que, si bien adoptan el punto de vista de los desvalidos, lo aplican al estudio de los poderosos. Los sociólogos radicales quieren estudiar las «élites del poder», los líderes o amos de los hombres; los sociólogos liberales centran sus esfuerzos en los desvalidos y las víctimas y sus cuidadores burocráticos inmediatos.
A pesar de todas sus dificultades, la posición de Becker proporciona un punto de vista privilegiado para criticar a los gestores locales del sistema de asistencia, los intereses creados y los métodos arcaicos de estos personajes de nivel medio. Todo esto es bueno. Pero este punto de vista se ha comprado a un precio muy alto. El precio es una adaptación acrítica a la elite nacional y a las instituciones dominantes de la sociedad; y todo esto es para mal.
Creo que hay otro aspecto en el que la postura de Becker es demasiado simplista. Se basa en una convicción (o sentimiento) según la cual, como dice en Outsiders, aunque sea posible ver una situación desde «ambos lados», esto «no puede hacerse simultáneamente». Esto significa, explica Becker, que «no podemos construir una descripción . . . que fusione de algún modo las percepciones e interpretaciones realizadas por ambas partes implicadas en un proceso de desviación…No podemos describir una 'realidad superior' que dé sentido a ambos conjuntos de puntos de vista». Supongo que esto significa que aunque el sociólogo puede en un momento dado presentar los puntos de vista de un grupo y luego, en otro momento, presentar los puntos de vista de un grupo diferente, el punto de vista del sociólogo —cuando habla con voz omnisciente— tiende inevitablemente a favorecer a uno de estos bandos más que al otro, a presentar un bando de forma más atractiva que el otro. Esta franca confesión de la falibilidad humana es tan atractiva que parece casi de mal gusto cuestionarla. Pero lo hago.
Una de las razones por las que Becker no encuentra la salida a este callejón es que está comprometido con un tipo de psicología social interpersonal que, con todos sus méritos humanísticos, no ve que los hombres —tanto superiores como subordinados— pueden tener un poder totalmente limitado por las instituciones, por la historia y, de hecho, por la biología. La posición de Becker es en gran medida la del norteamericano invicto, pragmático, sin historia y todavía optimista para quien «todo es posible» en el encuentro varonil y de hombre a hombre. Sin embargo, si reconocemos que tanto los superiores como los subordinados viven dentro de estos límites (que tal vez no sean imposibles de traspasar, pero sí costosos de hacerlo), creo que no degradamos su humanidad, sino que más bien nos sensibilizamos ante ella. Entonces podremos ver que la cuestión no sólo implica un conflicto entre superiores y subordinados sino un tipo más amplio de lucha humana. Tal perspectiva no requiere que restrinjamos nuestra simpatía por los desvalidos o ignoremos su situación especial, pero nos da una comprensión más amplia de la misma. Tener un sentido de la humanidad común del hombre no exige una capacidad sobrehumana para trascender el partidismo. Pero un partidismo que se sitúa dentro del marco de una comprensión humanista más amplia es bastante diferente de uno que carece de ella. Ésta es una diferencia entre el partidismo meramente político de las implicaciones cotidianas y el partidismo más reflexivo y moderado que bien puede ser la objetividad de la que somos capaces.
Hay obras de arte que manifiestan este partidismo objetivo. Los dramas de los grandes trágicos clásicos son un magnífico ejemplo de ello. Lo que los hace grandes es su objetividad; y lo que los hace objetivos es su capacidad de comprender incluso la nobleza de sus enemigos persas, incluso la dignidad de sus esclavos «bárbaros», incluso la torpeza de sus propios sabios. De hecho, expresan un punto de vista que en cierto sentido adopta el punto de vista de ambas partes, y lo hace simultáneamente. Si el gran arte puede hacer esto, ¿por qué debería prohibirse esto a las grandes ciencias sociales? Que no sea común es precisamente lo que hace que su realización sea una expresión de grandeza.
A pesar de la inevitabilidad de la parcialidad y el partidismo, lo cierto es que dos investigadores pueden tener el mismo sesgo y, sin embargo, «no» ser igual de objetivos. ¿Cómo es posible? Becker señala «que nuestras inevitables simpatías no invalidan nuestros resultados» y que, a pesar de ellas, la investigación debe cumplir «las normas del buen trabajo científico». Esto no aclara la cuestión tanto como desearíamos, pues nunca se ha sugerido que el partidismo menoscabe la «validez» de la investigación. Tampoco cabe duda de que el partidismo no perjudica necesariamente la «fiabilidad» de una investigación. La validez y la fiabilidad de las investigaciones son cuestiones independientes de su «objetividad». Y es sobre todo esta última preocupación la que se aborda cuando se plantea el problema del partidismo. La cuestión que se plantea aquí es únicamente si el partidismo vicia necesariamente la objetividad, lo que, a su vez, requiere que en algún momento aclaremos nuestra concepción de la objetividad y de cómo puede alcanzarse.
Una vez más: el problema de la objetividad
Entonces, ¿cómo intenta Becker mejorar la objetividad incluso de la investigación partidista? Sus puntos de vista al respecto son extremadamente vagos. Aunque habla de la necesidad de mantener estándares científicos, rápidamente reconoce que no hay forma de estar seguros de que los sociólogos «aplicarán» estos estándares «imparcialmente en todos los ámbitos». También expresa la esperanza matizada de que, con los años, la acumulación de estudios «unilaterales» producirá gradualmente una imagen más equilibrada de una situación social; pero también reconoce que esto no ayuda al investigador individual en el aquí y ahora.
Los remedios en los que Becker aparentemente confía consisten más bien en otras dos cosas. En primer lugar, recomienda que confesemos honestamente la posición partidista que hemos adoptado, reconociendo abiertamente que hemos estudiado el problema sólo desde el punto de vista de algunos de los actores implicados y no de todos. Teniendo en cuenta que el propio Becker se ha negado abiertamente a reconocer su propio punto de vista desvalido, esta solución al problema de la objetividad no inspira del todo confianza. En segundo lugar, Becker también recomienda —y es en esto en lo que parece estar más convencido— evitar el «sentimentalismo», signifique esto lo que signifique.
Por mi parte, me parece que se podrían hacer otras cosas.
Por un lado, alentaría una condena de la complacencia más que del sentimentalismo. Porque es la complacencia la que nos permite pensar, a la Myrdal, que hemos resuelto el problema de la objetividad confesando de buen humor que sí, tenemos un punto de vista y especificando abiertamente cuál es. La confesión puede ser buena para el alma, pero no es un tónico para la mente. Si bien el «corazón puede tener sus propias razones», cuando simplemente opta por afirmarlas sin una inspección crítica, entonces la razón debe condenar esto como complacencia. Por supuesto, es bueno que los sociólogos sepan lo que hacen; y es bueno que sepan y digan de qué lado están. Pero una confesión insulsa de partidismo sólo revela petulancia e ingenuidad. Es petulante porque supone que los valores que tenemos son suficientemente buenos; es ingenua porque supone que conocemos los valores que tenemos. Una vez que reconocemos que la autocomplacencia es el líquido embalsamador de la mente y nos disponemos a superarla, nos vemos obligados a preguntarnos qué es lo que nos hace tan autocomplacientes.
La complacencia de Becker y de su escuela de la desviación se deriva en gran medida de su propio compromiso, no examinado, con el liberalismo político. Se ha envuelto en el manto protector del establishment liberal que domina la sociología norteamericana actual, así como la vida académica norteamericana en general. Becker reconoce suavemente, sin hacer el menor esfuerzo por explorar sus apreciables consecuencias, que «no es ningún secreto que la mayoría de los sociólogos son políticamente liberales...». Pero es autocomplacencia dejarse apaciguar por una confesión del lugar común. Confesar que la mayoría de los sociólogos son políticamente liberales es como «confesar» que los hombres son concebidos en el acto sexual. La cuestión es si Becker observa las «consecuencias» de lo que confiesa. Sin considerarlas, la confesión se convierte en un ritual de franqueza sin sentido.
El problema importante es la exploración de las formas en que el liberalismo político de muchos sociólogos afecta hoy el valor, el alcance y la objetividad de su sociología. La misma blandura de su confesión implica que Becker no capta que el liberalismo hoy no es simplemente la fe consciente y liberadora de individuos aislados. Por el contrario, el liberalismo político es casi una ideología oficial de amplios sectores de la comunidad universitaria estadounidense, así como de estratos más amplios de la vida estadounidense. Para muchos académicos norteamericanos, el liberalismo se ha convertido en una muestra de respetabilidad, un símbolo de gentil apertura mental, la cuota para ser miembro del club de la Universidad. De hecho, el liberalismo es también un código operativo que vincula la vida académica a la maquinaria política del Partido Demócrata.
Lejos de ser el código de conciencia de individuos aislados, gran parte del liberalismo actual es la ideología bien financiada de un establishment poco organizado pero coherente. Es la ideología dominante de un poderoso grupo que se extiende por la comunidad académica; que está integrado en la política estadounidense; que tiene sus líderes de opinión en diversas publicaciones; que tiene sus héroes cuyos mitos se recitan. El liberalismo, por tanto, es el mito de uno de los establishment estadounidenses dominantes; no es simplemente la fe ganada a pulso por unos pocos felices. Como ideología de un establishment, el liberalismo oficial tiene cosas que proteger. Tiene razones para mentir. Tiene todos los mecanismos sociales de que dispone cualquier clase dirigente para recompensar a los que dicen las mentiras correctas y castigar y reprimir a los que dicen las verdades equivocadas. En sus peores momentos, es una mafia intelectual. No es sólo, por tanto, como dice Becker, que «los funcionarios deben mentir porque las cosas rara vez son como deberían ser». Como cualquier otro miembro del establishment, se espera que el sociólogo que es un liberal político mienta junto con sus compañeros del establishment, que sienta la fuerza de su causa y la responsabilidad de su éxito.
La parcialidad del sociólogo, pues, no deriva simplemente del hecho de que sea inherente a la condición humana o a la investigación sociológica. El sociólogo también miente porque es una persona política. Parece, sin embargo, que los sociólogos no tienen derecho a ser complacientes con algo que ellos, más que otros, deberían tener buenas razones para saber que les convierte en mentirosos. Por lo tanto, no tienen derecho a ser complacientes con las consecuencias intelectuales de su propio liberalismo.
La complacencia que rezuma la discusión de Becker, la insípida franqueza de su estilo confesional, descansa sobre una simple condición sociológica: sobre el hecho de que está aliado con el liberalismo oficial, está incrustado en el establishment liberal y está cómodamente apoyado por el Estado del Bienestar.
Esto sigue dejando la cuestión de si hay algún camino hacia la objetividad, y qué dirección podría tomar. En mi opinión, la objetividad de los sociólogos aumenta en la medida en que examinan críticamente todas las «jerarquías de credibilidad» convencionales, incluida su propia «jerarquía de credibilidad» liberal, que hoy en día es tan respetable, convencional y conformista como cualquier otra. Becker reconoce que a veces es posible «adoptar el punto de vista de algún tercero no implicado directamente en la jerarquía que estamos investigando». De hecho, está de acuerdo en que esto nos haría neutrales ante los grupos contendientes en la situación estudiada. Pero, añade, esto «sólo significaría que ampliaríamos el ámbito del conflicto político para incluir a una parte no implicada habitualmente cuyo punto de vista ha adoptado el sociólogo». Pero, ¿no es éste precisamente uno de los posibles significados de una vía hacia la objetividad?
¿No es bueno que un sociólogo adopte el punto de vista de alguien ajeno a los más inmediatamente implicados en un conflicto concreto, o ajeno al grupo investigado? ¿No es precisamente este punto de vista externo, o nuestra capacidad para adoptarlo, una fuente y un posible significado de la objetividad sociológica? Es cierto que todos los puntos de vista son partidistas; y es cierto que nadie escapa a un punto de vista partidista. Pero, ¿no son algunas formas de partidismo más liberadoras que otras? ¿No es el trabajo de los sociólogos observar las situaciones humanas de manera que puedan decir cosas que los participantes en ellas no ven normalmente? Esto no significa que el sociólogo deba ignorar o ser insensible a toda la fuerza de los puntos de vista de los actores. Pero sí significa que él mismo debe tener un punto de vista sobre el punto de vista de ellos. En efecto, la objetividad se ve amenazada cuando los puntos de vista de los actores y los de los sociólogos se funden indistintamente en uno solo. La adopción de un punto de vista «externo», lejos de llevarnos a ignorar el punto de vista de los participantes, es probablemente la única forma en que podemos incluso reconocer e identificar el punto de vista de los participantes. Sólo cuando tenemos un punto de vista un poco diferente del de los participantes es posible hacer justicia a sus puntos de vista.
Me parece que existen al menos otras tres concepciones posibles de la objetividad sociológica. Una de ellas puede caracterizarse como «autenticidad personal» o «conciencia», otra puede denominarse «objetivación normativa» y la tercera puede llamarse «replicabilidad transpersonal».
Para considerar primero la «objetivación normativa»: cuando hablamos de la parcialidad o imparcialidad de un sociólogo estamos, en efecto, hablando del sociólogo como si fuera un «juez».[2] Ahora bien, la formulación de un juicio supone la existencia de partes en conflicto o rivales; pero implica la intención de «mediar» entre ellas. La función de un juez no es conciliar a las partes sino, simplemente, hacer justicia. Hacer justicia no significa, como ocurre con la mediación o el arbitraje, que a ambas partes se les deba dar o negar una parte de lo que buscaban. Justicia no significa llegar a acuerdos o «dividir la diferencia». Porque hacer justicia puede, en efecto, otorgar todos los beneficios a una parte e imponer todos los costos a la otra.
Lo que hace que un juicio sea justo no es el hecho de que distribuya costos y beneficios equitativamente entre las partes sino, más bien, que la asignación de beneficios y costos se haga de conformidad con algún estándar normativo establecido. La justicia, en definitiva, es aquello que se justifica en términos de algún valor. La "imparcialidad" u objetividad del juez es una imputación que se hace cuando se cree que ha tomado su decisión principal o únicamente en términos de algún valor moral. Entonces, en una parte, la objetividad del juez requiere su explicación del valor moral en términos del cual se ha dictado su sentencia. Una de las razones por las que el análisis de Becker fracasa en el problema de la objetividad es precisamente porque considera el compromiso de valor de los sociólogos simplemente como un hecho ineludible de la naturaleza, en lugar de verlo como una condición necesaria de su objetividad.
En la medida en que se considera que el problema consiste en elegir bandos, en lugar de buscar un camino hacia un compromiso de valores, no veo cómo es posible que los hombres reconozcan que el bando al que están apegados puede estar equivocado. Pero los hombres no siempre dicen, ni necesitan decir, «mi país está bien o mal». En la medida en que son capaces de distinguir el bando al que se adhieren de los «motivos» por los que se adhieren a él, son, en esa medida, capaces de una objetividad significativa.
Por tanto, debe quedar claro una vez más que no considero que el partidismo sea incompatible con la objetividad. El médico, después de todo, no es necesariamente menos objetivo porque haya asumido un compromiso partidista con su paciente y contra los gérmenes. La objetividad del médico está garantizada en cierta medida porque se ha comprometido con un valor específico: la salud. Es este compromiso el que le obliga a ver y a decir cosas sobre el estado del paciente que quizá ninguno de los dos quiera saber.
Pero al decir que la explicación del compromiso de valor del sociólogo es una condición necesaria para su objetividad, estamos diciendo poco a menos que reconozcamos al mismo tiempo las dificultades abrumadoras que esto implica. Por un lado, no es fácil saber cuáles son nuestros propios compromisos de valor. En un esfuerzo por parecer francos y abiertos, con demasiada facilidad descartamos una declaración meramente simplista sobre nuestros valores sin hacer ningún esfuerzo por estar seguros de que esos son los valores con los que realmente estamos comprometidos. Esto es mucho de lo que sucede cuando los científicos afirman convencionalmente que creen sólo en «la verdad». En segundo lugar, una mera afirmación de un compromiso de valor es vanamente ritualista en la medida en que el sociólogo no tiene conciencia de la forma en que uno de sus compromisos puede entrar en conflicto con otro o excluirlo. Por ejemplo, suele haber cierta tensión entre un compromiso con la verdad y un compromiso con el bienestar. En tercer lugar, también debemos reconocer que los valores en función de los cuales podemos formular nuestros juicios pueden no ser necesariamente compartidos por los participantes en las situaciones que hemos estudiado. Nuestra objetividad, sin embargo, no requiere que compartamos valores con aquellos que estudiamos, sino sólo que apliquemos los valores que afirmamos que son nuestros, por impopulares que sean. En otras palabras, esta forma de objetividad requiere que estemos en guardia contra nuestra propia hipocresía y nuestra necesidad de ser amados. Esto crea un problema porque los valores que realmente podemos tener pueden diferir de aquellos que creemos que debemos mostrar para obtener o mantener el acceso a los sitios de investigación.
Para llegar a otro significado de la objetividad sociológica, «autenticidad personal». Si la concepción anterior de la objetividad, la «objetivación normativa», hace hincapié en que el sociólogo no debe engañar a los «demás» con respecto a la base valorativa de su juicio, la autenticidad personal subraya que el sociólogo no debe engañarse a sí mismo con respecto a la base de su juicio. Por autenticidad personal o conciencia, quiero llamar la atención sobre la relación entre las creencias del sociólogo sobre el estado real del mundo social, por un lado, y sus propios deseos, esperanzas y valores personales para este mundo social, por otro. Existe autenticidad o conciencia personal cuando el sociólogo es capaz de admitir la facticidad incluso de cosas que violan sus propias esperanzas y valores. Las personas difieren en este sentido, ya que algunas tienen mayor capacidad y necesidad de autoengañarse y otras poseen menos talento para alcanzar las comodidades que nacen de ese autoengaño. No todos los conservadores son igual de ciegos ante la fragilidad del statu quo, ni todos los radicales son igual de ciegos ante su estabilidad.
En este sentido, pues, una forma de objetividad sociológica implica la capacidad de reconocer la «información hostil», la información que discrepa de nuestros propósitos, esperanzas, deseos o valores. No es el estado del mundo, pues, lo que hace que la información sea hostil, sino sólo el estado del mundo en relación con los deseos y valores de un hombre. Aquí, por tanto, la objetividad consiste en la capacidad de conocer y utilizar -de buscar o, al menos, de aceptarla cuando se nos proporciona de otro modo- información contraria a nuestros propios deseos y valores, y de superar nuestro propio miedo a dicha información.
Ambas formas de objetividad implican una condición paradójica: a saber, que no se puede ser objetivo sobre el mundo exterior sin, en cierta medida, tener conocimiento de (y control sobre) nosotros mismos. En la objetivación normativa, uno de los problemas centrales es «conocer» nuestros valores y ver que ese conocimiento es problemático. En la autenticidad personal existe la necesidad de un conocimiento similar de sí mismo, pero de un conocimiento que va más allá de los valores y se adentra en la cuestión de nuestros impulsos ciegos y de otros deseos o anhelos que puede que no sintamos en absoluto como valiosos. En ambas formas de objetividad, también, sería temerario esperar que el conocimiento requerido se adquiera a través de un simple proceso de fricción menos «recuperación». Más bien, debemos esperar que cualquiera de las dos formas de objetividad implique cierta medida de «lucha» en y con el yo del sociólogo y, con ello, una necesidad de coraje. Ahora debería estar claro por qué he atacado la autocomplacencia: porque es la antítesis misma del tipo de lucha moral necesaria para la objetividad.
Profesionalismo y objetividad
En la medida en que la búsqueda de la objetividad se basa en lo que de mala gana debo llamar "carácter moral", también podemos ver otra fuente por la cual la objetividad sociológica se ve profundamente socavada hoy. Se ve socavado, por un lado, por un cultivo compulsivo y exclusivo de estándares puramente técnicos de investigación y educación, de modo que no hay consideración ni lugar de responsabilidad para el cultivo de esas mismas cualidades morales en las que descansa la objetividad. La verdad es que en la medida en que la sociología y la educación sociológica siguen obsesionadas con un enfoque puramente técnico, han abdicado de su preocupación por la objetividad; es meramente hipócrita que quienes tienen ese punto de vista presenten acusaciones ocasionales sobre la falta de objetividad de otros.
Un segundo factor básico interno de nuestro incumplimiento con respecto al problema de la objetividad es la creciente transformación de la sociología en una profesión. Esto puede parecer nuevamente paradójico, porque seguramente las profesiones adoptan compromisos valorativos, al menos con el bienestar del cliente, si no del público. Las profesiones, sin embargo, no tienden a ver los compromisos de valores como cuestiones de compromiso personal, sino que tienden, más bien, a tratar los valores que transmiten como algo dado y no problemático. La mayoría de las profesiones civiles tienden a dar por sentadas la cultura y las instituciones más amplias de su sociedad. Pero la naturaleza peculiar de la tarea del sociólogo es precisamente poder considerarlos problemáticos. El desarrollo de la profesionalización entre los sociólogos merece oposición porque socava la capacidad del sociólogo para la objetividad en cualquier sentido serio. En efecto, el crecimiento de la profesionalización significa la sustitución de una preocupación por el tipo serio de moralidad en el cual —exclusivamente— puede descansar la objetividad por un código de ética rutinario y banal.
Una tercera concepción específica de la objetividad común a muchos sociólogos estadounidenses —tan común, de hecho, que incluso C. Wright Mills estaba de acuerdo con ella— es lo que se ha denominado «replicabilidad transpersonal». Wright Mills estaba de acuerdo con ella? es lo que se ha denominado «replicabilidad transpersonal». En esta noción, objetividad significa simplemente que un sociólogo ha descrito sus procedimientos con tal explicitud que otros que los empleen en el mismo problema llegarán a la misma conclusión. En efecto, se trata de una noción de objetividad como rutinización técnica y se basa, en el fondo, en la codificación y explicación de los procedimientos de investigación empleados. A lo sumo, sin embargo, se trata de una definición operativa de la objetividad, que supuestamente nos dice lo que debemos «hacer» para justificar la afirmación de que una conclusión concreta es objetiva. Sin embargo, no nos dice mucho sobre el «significado» conceptual y connotativo de la objetividad. Sólo dice que los resultados que se reproducen deben considerarse objetivos.
Es muy posible, sin embargo, que cualquier generalización empírica limitada pueda, según esta norma, considerarse objetiva, por estrecho, parcial o sesgado y prejuicioso que sea su impacto neto, debido a su selectividad. Así, por ejemplo, se podría llevar a cabo una investigación sobre la distribución ocupacional y política de los judíos y llegar a la conclusión de que una cierta proporción de ellos son banqueros y comunistas. Dado el concepto de replicabilidad de la objetividad, se podría afirmar simplemente que este hallazgo (verificado posteriormente) es «objetivo», y esta afirmación podría hacerse legítimamente aunque nunca se compararan las proporciones de banqueros y comunistas entre los judíos con las de protestantes y católicos. Podría decirse que, sin tal comparación entre las tres religiones, nunca se sabría si la proporción de banqueros y comunistas entre los judíos es mayor o menor que entre los protestantes y los católicos. Pero esta objeción indicaría simplemente la condición estadística técnica que debe cumplirse para justificar una afirmación relativa a una «diferencia» de los judíos. En la medida en que a uno no le interese hacer o justificar una afirmación al respecto, la objetividad de la afirmación original sigue siendo defendible en términos de la concepción técnica de la objetividad como replicabilidad. Así pues, parece que el criterio de replicabilidad está muy lejos de lo que comúnmente se entiende por objetividad.
Esta concepción técnica de la objetividad recuerda en parte, pero sólo en parte, la manera en que Max Weber la concebía. Podríamos decir que la concepción actual es una especie de corrupción descerebrada de la de Weber. Weber concebía esencialmente la objetividad científica como algo que sobraba. Era una esfera residual de lo puramente técnico, un ámbito en el que las decisiones debían y podían tomarse sin pensar en sus últimas conexiones valorativas. El enfoque de Weber sobre la objetividad se reduce a una estrategia de segregación: el mantenimiento concienzudo de una separación estricta entre el mundo de los hechos y el mundo de los valores. Por lo tanto, Weber no hace hincapié en el modo en que la objetividad científica depende de los compromisos de valor; esto tiende a asumirse tácitamente en lugar de insistir deliberadamente en ello. Weber hace hincapié, más bien, en la separación y discontinuidad de los hechos y los valores. Como resultado, uno puede llegar a creer que, para Weber, la objetividad de la investigación no tiene por qué estar teñida por los valores personales del científico o por la forma en que se llega a ellos y se mantienen. En principio, ni la cordura ni la madurez de un científico tienen por qué afectar a su objetividad. Desde este punto de vista, el loco y el adolescente pueden ser tan objetivos científicamente como cualquier otro, siempre que se adhieran a las normas puramente técnicas de la ciencia, una vez que se han comprometido con algún problema. La teoría de Weber invita a la fantasía de que la objetividad puede, en algún momento, rendirse por completo a la maquinaria impersonal de la investigación.
El apasionado arte con el que Weber argumenta esta posición puede hacer que confundamos con la realidad el mundo que evoca en su imaginación, y que no nos demos cuenta de lo «grotesco. que es este mundo fabricado. En realidad, toda la empresa de Weber aquí nace de su intento de superar su concepción del mundo como grotesco mediante la formulación de un mito salvador de una ciencia social libre de valores. Con ello intenta calmar su furiosa sensación de malestar por el hecho de que el mundo real, en el que cohabitan la ciencia y la moral, sea un mundo de incompatibles mutuamente destructivos. Weber fantasea con una solución en la que los hechos y los valores se mantengan en compartimentos estancos. Las tensiones y los peligros de la conjunción de hechos y valores deben superarse mediante una segregación de las fases secuenciales de la investigación, de modo que: primero, el científico formule su problema en términos de sus intereses de valor y, después, una vez hecho esto, deje atrás sus valores, presumiblemente sin permitirles nunca más que se infiltren en la fase posterior del análisis técnico.
Para superar su experiencia del mundo como grotesco, Weber formula una utopía incipiente en la que el mundo impuro se escinde en dos mundos puros, la ciencia y la moral. A continuación, intenta salvar la escisión que ha creado pegando estos dos mundos purificados, de modo que cada uno de ellos se haga soberano en un periodo de tiempo diferente pero adyacente. La incongruencia del mundo no ha sido tanto superada como trascendida en el mito. La ingobernabilidad experimentada del mundo único da paso a la manejabilidad prometida de los dos mundos. La realidad deja paso al mito, pero lo grotesco permanece.
Una diferencia central entre la concepción de Weber y la actual concepción técnica de la objetividad es que Weber reconoció que la esfera técnica tendría que alinearse de algún modo con la esfera del valor. La concepción técnica moderna de la objetividad, sin embargo, simplemente considera el problema del valor y su relación con la técnica como algo insignificante o aburrido. Permite que no se aclare. La concepción técnica moderna de la objetividad también difiere de la weberiana en un segundo aspecto. El primero da por sentado que, de alguna manera, los científicos sociales harán lo correcto. Asume que, de alguna manera, habrá una reunión de motivos suficiente para hacer que los científicos sociales se conformen con sus normas y reglas técnicas.
Por lo general, no se explora el origen de estos motivos. A veces, sin embargo, se sostiene que la inspección mutua y los controles y equilibrios de la profesionalización moderna bastarán para mantener la honradez de los científicos sociales. En resumen, se asume que la maquinaria de la profesionalización hará funcionar la maquinaria de la ciencia.
Esta expectativa subestima la facilidad con la que el profesionalismo es corruptible, así como el poder de las fuerzas corruptoras. Quizás el ejemplo más importante de esto en la generación actual fue el trabajo de la Comisión Warren nombrada por el presidente Lyndon Johnson para investigar el asesinato del presidente John Kennedy. Cualesquiera que sean las conclusiones sobre las cuestiones de fondo, es decir, si Lee Harvey Oswald fue el asesino, y si él solo o en conspiración con otros asesinó al presidente Kennedy, una miserable conclusión parece inevitable: que apenas había una profesión cívica —militares, médicos, la policía, los abogados, los jueces, etc.— que no estuviera implicada en la supresión o distorsión de la verdad, y que no se inclinara servilmente ante el poder. Y no estoy nada seguro de que esto estuviera siempre motivado por una preocupación por el bienestar nacional. Cuanto más se transformen las profesiones respetables de vocaciones independientes en dependencias burocráticas y patrocinadas por el gobierno federal, más corruptibles serán en el futuro. Aquellos que piensan que las asociaciones profesionales y las universidades inmunizarán a las profesiones de las presiones y tentaciones del poder simplemente no han entendido las revelaciones sobre la penetración de la C.I.A. en estas mismas asociaciones y universidades. Pues éstas demuestran que fueron parte voluntaria y ansiosa de su propia corrupción en nombre de una devoción patriótica bien financiada.
Por su parte, sin embargo, Weber nunca supuso que la maquinaria técnica de la ciencia fuera automática y se mantuviera por sí misma. Para Weber, el mantenimiento de la objetividad requería al menos un esfuerzo moral persistente para evitar que los valores personales de cada uno se entrometieran en las decisiones puramente técnicas. En realidad, nunca se pensó que la maquinaria funcionara con éxito al margen del carácter de los hombres. Weber parte de la premisa de que, incluso en las fases puramente técnicas de la investigación posterior, el trabajo estará sujeto a una superintendencia continua por parte del compromiso moral del científico social con la «verdad». Puesto que la continua fuerza de este valor personal se concibe como compatible con el mantenimiento de las normas técnicas, su significado se deja sin explicar. Por lo tanto, Weber sólo indica implícitamente que la objetividad de la investigación depende continuamente, y no sólo en las primeras fases de formulación de problemas, de algo más que de la maquinaria técnica de la investigación.
Sin embargo, se plantea la cuestión del significado de este compromiso extratécnico y «trascendental» con la verdad. ¿Implica algo más que un compromiso con la segregación de hechos y valores? O tiene algún significado más allá de esto o no lo tiene. Si no lo tiene, nos queda preguntarnos cómo y por qué se puede confiar en que los científicos sociales se adhieran a esta misma segregación de hechos y valores: ¿Qué le confiere fuerza vinculante? Si es así, y si la «verdad» que exige es algo más que la mera aplicación de normas técnicas, entonces debe implicar algo más que la creencia en la fiabilidad o la validez. Si la «verdad» no es una mera redundancia que resume estos términos, debe estar imbricada en alguna concepción que emane o haga resonar compromisos de valor que exijan algo más que la pura verdad.
La búsqueda de la «verdad por sí misma» es siempre una búsqueda tácita de algo más que la verdad, de otros valores que pueden haber sido oscurecidos, negados y tal vez incluso pujados, y algunos de los cuales se expresan en la búsqueda de la «objetividad». La objetividad expresa un apego persistente a algo más que los bienes puramente técnicos de la ciencia por sí sola y por algo más que los fragmentos de información válidos y fiables que pueda producir. En este sentido, «la verdad por sí misma» es una cripto-ética, un ocultamiento de algunos otros valores sustantivos mediante una estrategia que, dejándolos totalmente al descubierto, desvía la atención de ellos hacia otro valor dramáticamente acentuado: la verdad. El antiguo lugar sagrado de los druidas no se destruye; simplemente se aloja en una nueva e imponente catedral. Al afirmar que sólo busca la verdad por sí misma, el científico no miente tanto como promete lealtad a la bandera de la verdad, sin decir nada sobre el país que representa.
¿Cuáles son los otros valores que yacen oscurecidos en las largas sombras proyectadas por la luz de la verdad pura? En la cultura occidental, a menudo han sido la libertad —la verdad os hará libres— y el poder —saber para controlar—. Sin embargo, bajo la concepción de la verdad como objetividad se esconde otro valor, una imagen tenue pero duradera de la posibilidad de la totalidad. Una implicación obvia de la objetividad ha sido comúnmente contar la historia «completa». El anhelo en este caso es encajar los fragmentos parciales y rotos, ofrecer una imagen que trascienda la persistente sensación de falta de integridad; superar la multiplicidad de perspectivas cambiantes. En la búsqueda de la objetividad subyace, pues, la esperanza de disolver las diferencias que dividen y las desavenencias que separan a los hombres, uniéndolos en una única visión del mundo que traiga la paz.
En tal concepción de la objetividad existe, sospecho, el residuo de un anhelo ilícito que vincula la ciencia a la religión. Tal vez esta conclusión sea una ilusión. Peor aún, tal vez sea «sentimental». Sin embargo, no parecerá tan fantasiosa si se recuerda que la concepción moderna de una ciencia social objetiva nació con el positivismo de principios del siglo XIX. Este se propuso la tarea de crear tanto una ciencia social objetiva como una nueva religión de la humanidad, cada una de las cuales informara a la otra y tuviera como objetivo la reunificación de la sociedad. La objetividad de la nueva sociología no fue, desde sus inicios, un fin en sí misma, sino que estaba claramente orientada a la mejora de la unidad humana y tenía entonces la más íntima conexión con un impulso abiertamente religioso.
La concepción de la objetividad ha proyectado comúnmente una imagen del científico como vinculado a un reino superior, como poseedor de una penetración divina en las cosas, como serenamente por encima de las fragilidades humanas y las pasiones distorsionadoras, o como poseedor de una imparcialidad sacerdotal. El reino de la objetividad es el reino superior de la episteme, de la Wahrheit, de la raison, de la Verdad, que siempre han sido algo más que pura información. En otras palabras, el reino de la objetividad es el reino de lo sagrado en las ciencias sociales. Pero, ¿por qué la búsqueda de este reino se ha enquistado bajo la concepción defensiva de la verdad por sí misma?
Esencialmente, el destino de la objetividad en la sociología está ligado, y su suerte varía, a las cambiantes esperanzas de una unidad humana portadora de paz. Algunos científicos sociales tentados por el poder simplemente ya no son capaces de escuchar esta música. Otros pueden retirarse porque su esperanza es tan vital que no pueden arriesgarse a ponerla en peligro con una confrontación abierta. Para algunos, una admisión abierta sería disonante con la concepción que tienen de sí mismos como personas rigurosas y realistas. Otros tienen una auténtica humildad y creen que la búsqueda de este alto valor está por encima de sus posibilidades. También hay quienes dudan del valor mismo de la paz porque, curiosamente, quieren que los hombres perduren y vivan, y sospechan que el éxito de la búsqueda de una unidad que traiga la paz significa la muerte: se preguntan, después de la unidad y la paz, ¿qué?
Quizá lo que más ha desacreditado la búsqueda de la unidad humana es que, desde su formulación clásica, sus portavoces más dotados han tenido a menudo inclinaciones totalitarias; llegaron a ser considerados enemigos de la "sociedad abierta", que negaban el valor y la realidad de la diferencia humana. En resumen, el alegato a favor de la unidad humana se ha interpretado a menudo, y con toda justicia, como una demanda de una sociedad sin tensiones, supervisada por una estrecha superintendencia de los hombres desde la guardería hasta el cementerio, y envuelta en una implacable exigencia de conformidad y consenso. Sin embargo, lo que realmente se ha desacreditado ha sido esta escalofriante versión del sueño de la unidad humana, aunque sigue siendo extremadamente difícil extraer la esperanza más amplia de la forma de pesadilla que se ha recibido.
Que la objetividad se considere posible se reduce entonces a la cuestión de si alguna visión de la unidad humana se considera viable y deseable. Se trata, como dijo en una ocasión C. Wright Mills, de si todavía existe una visión de un «público» más amplio cuyos intereses y necesidades trasciendan los de sus componentes y facciones enfrentadas. En este sentido, uno de los posibles significados de la objetividad en las ciencias sociales es su contribución a la unidad del género humano. Pero para hacer esa contribución, las ciencias sociales no pueden ni deben ser imparciales ante el sufrimiento humano; no deben hacer las paces con ninguna forma de unidad humana que se acomode complacientemente al sufrimiento o lo imponga.
Al mismo tiempo, sin embargo, un partidismo vacío de contenido, incapaz de trascender la inmediatez de un compromiso político estrechamente concebido, es simplemente una forma más de investigación de mercado. Una alianza ciega o no examinada entre los sociólogos y la burocracia superior del Estado del Bienestar sólo puede producir el estudio de mercado del liberalismo. Se basa en la suposición liberal tácita y errónea, pero común, de que las políticas de esta burocracia encarnan equitativamente los diversos intereses del público en general, en lugar de ver que la burocracia es otra facción tendente interesada y poderosa, y que está más estrechamente aliada con algunos de los contendientes que igualmente distante de todos. Es con los valores, no con las facciones, con lo que los sociólogos deben asumir su compromiso más básico.
Notas