Año 28, nº 47, 1º semestre 2019


«¿Qué importancia tuvo la revolución de mayo en la redefinición de lo justo y lo legal?¿Qué rol se atribuyó a la ley y la justicia en el proceso de construcción de la modernidad en Buenos Aires?» A partir de estos interrogantes centrales, que la autora va desglosando en el desarrollo de su investigación, Un maldito Derecho nos conduce a un terreno todavía poco explorado por nuestra disciplina: el momento de conformación del «saber» y la justicia penal «modernos», en la Argentina de principios del siglo XIX. Una etapa de compleja articulación institucional entre el legado cultural del derecho colonial y las ideas importadas de la Europa ilustrada, cuyas dinámicas y tensiones aún resuenan hoy en la práctica cotidiana de nuestros tribunales.

Pese al claro interés que el período revolucionario despierta para la Historia del Derecho en nuestro país, el campo criminológico cuenta con escasas investigaciones en la materia. Quizás debido a esa particularidad, algunos de esos trabajos se ocupan de examinar el propio proceso de transición entre el «pasado» colonial y el «futuro» liberal, mientras que otros se concentran en el análisis de instituciones o discursos específicos. En este contexto, la mayor virtud del libro de Candioti, para los intereses de nuestra disciplina, parece ser la de poblar esos «espacios vacíos» con preguntas clave, análisis documental, y respuestas que, en muchas ocasiones, desafían nociones arraigadas o de sentido común.

El libro se estructura en tres partes: La revolución jurídico-política. Retórica y diseños institucionales para la nueva república; La Revolución Erudita. Juristas repensando el derecho y la justicia; La Revolución en los Tribunales. Jueces, litigantes y formas de hacer justicia en el foro porteño.

En la primera parte, se abordan los discursos, debates, proyectos y reformas judiciales en el período considerado. Desde sus primeras páginas, la autora nos invita a reconsiderar las afirmaciones tradicionales de la historiografía local relativas a la «ausencia de un discurso revolucionario crítico de la justicia colonial» (p. 41). En cambio, nos ofrece un variado repertorio de fuentes documentales que pone de manifiesto que el discurso político revolucionario se nutrió de argumentos «jurídicos» críticos, tanto del derecho indiano como de la administración de justicia colonial, que giraron en torno a cuatro ejes: la ilegitimidad de las normas por carecer de origen en el consenso ciudadano local; su inadecuación para regular un ámbito ajeno al de su creación; la falta de reconocimiento de los derechos fundamentales del hombre, que seguían planteados como concesiones reales; y el carácter confuso y contradictorio de su ordenación (p. 41).El derrotero de las transformaciones en la justicia relevadas en el primer capítulo, nos muestra sucesivos ciclos de reformas que avanzaron y retrocedieron entre, por un lado, una retórica del «imperio de la ley» como contracara del despotismo (p. 51), que consideraba que el derecho expresaba la voluntad popular entendida como elemento fundante de la legitimación política, y obligaba a los jueces (ahora letrados) a convertirse en meros voceros de los textos legales; por el otro, la «lógica institucional corporativa del antiguo régimen», habituada a fundar sus decisiones en las múltiples leyes coloniales, los usos y costumbres afianzados, y la búsqueda de «equidad» en la solución particular por sobre el empleo de criterios generalizables, que «continuó desplegándose y modulando respuestas posibles» (p. 52).

Surgen a esta altura varios aspectos a destacar. En primer lugar, toda esta dinámica de avances y retrocesos demuestra que las reformas judiciales no se desarrollaron como un proceso lineal de «reemplazo inmediato de lógicas jurídicas contrapuestas» (p. 52). Es más, es factible que los discursos críticos hayan circulado entre las élites, alejados de la hegemonía que una mirada excesivamente entusiasta de la participación popular le pudiera atribuir. Sin embargo, la autora se encarga de enfatizar que, como consecuencia de esa misma circulación en distintos espacios de difusión pública, «es plausible que hayan repercutido en la imagen de la justicia y del derecho de sectores más extendidos de la población» (p. 44), y que, por esa vía, «la crítica al derecho y a los jueces de la colonia» haya cumplido «un rol fundamental y (…) coherente con una más generalizada crítica al despotismo en tanto modo de ejercicio del poder sin sujeción a reglas» (p. 74). En segundo lugar, que ya en ese período puede identificarse una primigenia tensión entre las nociones de «garantía» y «eficacia» como «disyuntiva de hierro en la política criminal republicana» (p. 50, con cita de Barreneche, 2001). En este sentido, el modelo del «imperio de la ley» debió lidiar con (y adaptarse a) la persistencia o reformulación de medidas excepcionales y comisiones ad hoc. En este punto, Candioti efectúa un lúcido señalamiento acerca del carácter nada coyuntural de este problema, cuando advierte que «la voluntad de regular la excepcionalidad es tan antigua como su imposibilidad» (p. 51). Finalmente, se adelanta aquí un tema que la investigación trata con mayor detenimiento en la parte siguiente: el creciente interés por los «sabedores de derecho» (p. 60), como consecuencia del intento de fundar la institucionalidad jurídico-penal sobre la base del criterio de la primacía de la ley.

La segunda parte se ocupa del desenvolvimiento del campo jurídico experto en dos núcleos fundamentales de la época: la Academia de Jurisprudencia y el Departamento de Jurisprudencia de la Universidad de Buenos Aires. Si bien la autora sitúa en el siglo XVI el inicio de la «preeminencia social en el mundo hispano» de los expertos en derecho, a través de la tecnificación de herramientas conceptuales y de la creación de barreras institucionales de acceso al campo (p. 107), la creación de esas instituciones, en 1815 y 1821 respectivamente, jugó un rol decisivo en el modo en que se reconfiguró dicho campo. El libro analiza tres tipos de juristas que recorrieron el espacio de la Academia: uno tradicional, «anclado en la cultura jurídica colonial y su puesta a punto con algunos principios del credo revolucionario»; un segundo jurista más inclinado «a la importación y difusión de las novedades europeas ilustradas; finalmente, una joven generación formada entre ambos modelos, deseosa de generar un nuevo orden» (p. 108). Esos tres perfiles están caracterizados en las reseñas a la obra e ideas de Manuel Antonio de Castro (p. 113), Guret de Bellemare (p. 117) y Valentín Alsina (p. 124), respectivamente. Más allá de su función pedagógica y su rol como espacio de «sociabilidad letrada», Candioti pone de manifiesto que la Academia operó la sistematización del debate, el desacuerdo y la reflexión sobre el contexto local, y permitió que «las nuevas miradas sobre el derecho y la justicia» contribuyeran a «explicar los desplazamientos discursivos y prácticos a través de los cuales se gestó la modernidad jurídica en el Río de la Plata» (p. 113). En cuanto a la Universidad, la investigación recorre las distintas orientaciones político-jurídicas que expresaron actores relevantes de la enseñanza del Derecho (el ilusnaturalismo en Sáenz, el utilitarismo en Somellera), y los tópicos recurrentes en las tesis de grados que revelan las inquietudes de alumnos y profesores.

Coherente con la propuesta que recorre toda la obra, Candioti enfatiza la importancia de esta producción intelectual en el contexto revolucionario en el que se inscribió, poniendo de manifiesto el modo en que los líderes políticos buscaron, en estos espacios académicos, asesores especializados para emprender sus propuestas (p. 155). E incluso más, la autora destaca el modo en que los debates sobre el orden jurídico y las propuestas de refundación, contribuyeron a llamar la atención sobre su carácter contingente —y no «dado» o transcendental— (p. 156), lo que debió otorgarles a aquellos actores una conciencia más clara del rol significativo que les tocaba desempeñar.

En la tercera parte, el libro comienza examinando el pasaje de una justicia lega y electa en forma cerrada al interior de las élites, a un esquema de jueces letrados y de paz elegidos a través de un esquema gubernamental centralizado (p. 184). Plantea que dicha transformación no implicó un cambio en la procedencia de estos funcionarios, ni un apego necesariamente más estricto a la aplicación de la ley o a la independencia del gobierno. Sin embargo, sí produjo «una conciencia más clara de que la tarea de juzgar era una función específica que (…) ya no se identificaba con» las tareas del gobierno «ni tenía la misma fuente de legitimidad». En medio de esa mutación, se observa cómo los ciudadanos adquirieron y —rápidamente— perdieron el derecho a elegir a sus jueces, generando que la justicia no deba buscar en el pueblo, sino en el propio gobierno, su fuente de legitimación.

A través de una exploración cualitativa sobre expedientes civiles y criminales del período, el libro abre «una ventana al funcionamiento cotidiano» de los juzgados de la revolución, para describir las relaciones entre jueces, litigantes y leyes, pero también, y, sobre todo, para probar las hipótesis centrales de la investigación: «¿Qué gravitación tuvieron las leyes dictadas por los gobiernos nacidos de la revolución?» «¿Continuaron las leyes coloniales modulando las decisiones de los jueces, junto a la costumbre, la doctrina y la idea de equidad?» «¿Se transformó el sistema de garantías de la mano de aquellas consagradas jurídicamente?». Aquí Candioti demuestra que los cambios en el escenario judicial no fueron ajenos a las transformaciones operadas por la revolución en materia política y social, «en tanto procesos que solo analítica y artificialmente pueden ser disociados en la experiencia histórica y más aún en los expedientes judiciales».

Un maldito Derecho constituye una contribución indispensable a la comprensión del surgimiento del saber y la justicia penal modernos en nuestro país. Renueva claves de lectura tradicionales en nuestra historiografía, que relativizaban el rol de los discursos sobre el derecho y la justicia en la etapa formativa de esas instituciones patrias. Aporta un minucioso relevamiento de fuentes documentales significativas para comprender y debatir las problemáticas propuestas. Trabaja desde el sentido que movilizaba a los actores, y no desde una perspectiva posterior que juzgue los procesos históricos en términos de aciertos o fracasos. Y, más importante aún para nuestra disciplina, coloca a la criminología ante el desafío de profundizar las investigaciones acerca del momento fundacional de nuestro saber penal, ante la evidencia de que muchas de nuestras tensiones actuales, entre garantías y eficacia, entre democracia y arbitrariedad, entre discurso experto y saber popular, e incluso acerca de la legitimidad política del poder judicial, tienen una configuración histórica que debe ser examinada y debatida, como presupuesto necesario para comprender nuestro presente.