Año 28, nº 48, 2º semestre 2019

Avances teóricos y problemas en la sociología del castigo*

David Garland · Universidad de Nueva York, Estados Unidos


Theoretical advances and problems in the sociology of punishment

ORCID: 0000-0002-4831-0097

Recibido: 05/03/2019 · Aceptado: 01/04/2019 | DOI: 10.14409/dys.v2i48/8542


* Publicado originalmente en ingles en Punishment and Society, 2018, 20, 1, 8-33. Traducción al español de Diego Rochow (Universidad de Chile). El traductor agradece a Martina Majlis por sus certeros comentarios a versiones preliminares de este texto.


Resumen

Los últimos veinte años han visto un notable incremento en la cantidad y extensión de los estudios sobre «el castigo y la sociedad». Junto con esta expansión cuantitativa, también se han presentado importantes desarrollos cualitativos en materia de investigación, análisis e interpretación, muchos de los cuales pueden considerarse avances científicos. Este artículo especifica una serie de dimensiones en que se han mejorado la teoría, el método y los datos en el campo, y a su vez identifica algunos problemas y desafíos continuos. Se utilizan ejemplos de la literatura sobre el surgimiento del «encarcelamiento masivo» y la naturaleza de la «guerra contra las drogas» para dar cuenta del abanico de recursos teóricos que han desarrollado los académicos en este campo, y para relevar algunas preguntas empíricas y teóricas que quedan por resolver.

Palabras clave · Historia / sociología / castigo / teoría / encarcelamiento masivo / guerra contra las drogas


Abstract

The last twenty years have seen a remarkable increase in the extent and range of «punishment and society» scholarship. Together with this quantitative expansion, there have also been important qualitative developments in research, analysis and explanation – many of which can be counted as scientific advances. This article specifies a number of dimensions along which theory, method and data in this field have been improved and also identifies some continuing challenges and problems. Examples from the literature on the emergence of «mass incarceration» and the nature of the «war on drugs» are used to indicate the range of theoretical resources that scholars in this field have developed and to point to empirical and theoretical questions that remain to be resolved.

Keywords · history / sociology / punishment / theory / mass incarceration / war on drugs



Los estudios sociológicos sobre el castigo han existido desde hace bastante tiempo, comenzando en la década de 1890, con el trabajo de Emile Durkheim, e incluso con anterioridad, si incluimos los escritos de De Tocqueville o Montesquieu. Sin embargo, solo en los últimos 20 o 30 años la sociología del castigo se ha erigido como un campo de estudio organizado, y «El Castigo y La Sociedad»1 ha jugado un rol central en ese desarrollo.2 En este ensayo, utilizo el vigésimo aniversario de esta revista como una ocasión para reflexionar sobre las formas en que se ha desarrollado el campo en las últimas dos décadas, destacando los avances teóricos y metodológicos que se han presentado, y detallando algunos problemas que aún necesitan abordarse.

Entre los años 1999 y 2018 se dio un notable incremento en la extensión y alcance de los estudios sobre «el castigo y la sociedad». El movimiento de nuevos académicos hacia el campo fue, parcialmente, una reacción a los desarrollos del mundo real, y a un nuevo despliegue del poder penal que trasladó los asuntos penales a un primer plano más cercano a la vida social y política. Pero esta situación también fue impulsada por la habilidad de los individuos para combinar profundidad intelectual y desafiantes preguntas de investigación con la promesa de la relevancia política y social. Precisamente debido a que la sociología del castigo era un campo de estudio emergente, ofrecía a los investigadores la posibilidad de estudiar grandes temas relativamente inexplorados, así como realizar contribuciones teóricas y empíricas de carácter elemental. Como resultado, «el castigo y la sociedad» se ha convertido, en el transcurso de una sola generación, en un campo que se expande rápidamente, es altamente productivo, y atrae a crecientes cantidades de académicos de diferentes disciplinas.

La investigación en este campo también se encuentra cada vez más integrada en las consideraciones intelectuales de disciplinas más amplias, lo cual, como resultado, ha llevado a que los investigadores del «castigo y la sociedad» a menudo se aproximen a sus tópicos como casos específicos de fenómenos más generales, en lugar de concebirlos como una materia sui géneris tratada por especialistas penológicos. El encarcelamiento masivo, el estado penal, la pérdida de derechos de los condenados, y el sobre encarcelamiento de las minorías son, hoy en día, temas que se discuten como casos ilustrativos de la estratificación social, la formación del estado, la ciudadanía democrática, o el orden social, y los estudios sobre el «castigo y la sociedad» están siendo cada vez más publicados en las principales revistas de sociología, historia, derecho, y ciencia política (Campbell y Schoenfeld, 2013; Goodman,2014; Gottschalk, 2014; Savelsberg, 1994; Western y Beckett, 1999).

Junto con la expansión de los estudios sobre el castigo y la sociedad tuvo lugar una cierta normalización del campo, ya que desarrolló los atributos característicos de un área académica establecida. «El castigo y la sociedad» ha llegado a institucionalizarse en libros, cursos académicos, revistas sujetas a evaluación de pares, secciones de conferencias, asociaciones, y equipos académicos. Los jóvenes académicos que ahora publican sus primeros libros estudiaron en un campo de estudios de posgrado ya existente, lo cual, para mejor o peor, constituyó una experiencia formativa que simplemente no tuvieron sus tutores de la generación precedente. El resultado es una nueva ola de conocimiento que, tal vez, es menos rupturista en su carácter, pero es más sofisticada teóricamente, más madura metodológicamente, y más relevante en la consistencia y alcance de sus contribuciones. Si los académicos e investigadores de mi generación pusieron los cimientos para iniciar un verdadero campo de estudios del «castigo y la sociedad» en los años ’80 y ’90, la consolidación y extensión de ese proyecto ha sido el trabajo de una generación sucesora mejor entrenada.

En simples términos numéricos, ciertamente ha existido un incremento en el volumen de libros, reportes, artículos, y recensiones que abordan preguntas sobre «el castigo y la sociedad». Pero junto con esta expansión cuantitativa, también se han presentado importantes cambios cualitativos en la investigación de la sociología del castigo, muchos de los cuales deben considerarse como avances científicos o académicos. En este ensayo, describo alguno de estos avances y doy cuenta de algunos problemas que continúan presentándose, enfocándome particularmente en preguntas relativas al análisis histórico y la teoría sociológica, las áreas del «castigo y la sociedad» con las cuales estoy más familiarizado. Ejemplos de la literatura que trata el surgimiento y carácter distintivo de la penalidad de Estados Unidos —muchas veces referida como «encarcelamiento masivo»3 — se utilizarán para exponer el alcance de los recursos explicativos que han desarrollado los académicos en este campo, así como para relevar las preguntas empíricas y teóricas que aún deben ser resueltas.

Avances

Parecen haber pocas dudas en torno a que, como una cuestión general, el conocimiento sobre el castigo y la sociedad ha hecho un considerable progreso intelectual, volviéndose más sistemático en sus métodos, más consistente en su uso de los datos, más orientado hacia la teoría en su investigación, y cada vez más histórico y comparativo en su enfoque. Pero ¿qué ha cambiado específicamente? ¿Y cuáles de estos cambios constituyen un avance intelectual? Consideremos las siguientes observaciones:4

Se ha presentado un cambio de atención histórica, desde el surgimiento de la prisión moderna a comienzos del siglo 19, hacia las transformaciones penales de fines del siglo 20

Gran parte de los estudios en materia de castigo y sociedad poseen un enfoque contemporáneo, pero una significativa minoría del trabajo se ha realizado por historiadores y sociólogos que trabajan con una orientación histórica. Un foco histórico recurrente en la literatura sobre «el castigo y la sociedad» en los años ‘70 y ’80 fue el nacimiento de la prisión, y los debates teóricos más relevantes se centraron en versiones contrapuestas sobre el giro hacia una penalidad más carcelaria que tuvo lugar a fines del siglo 18 y comienzos del siglo 19, (c/f Durkheim, 1900/1973; Fine et al., 1979; Foucault, 1977; Ignatieff, 1978; Melossi y Pavarini, 1981; Rusche y Kirchheimer, 1968; Spierenburg, 1984, 1991). El desarrollo de la penitenciaría en Europa y Estados Unidos a comienzos del siglo 19 fue interpretado, distintamente, como un efecto del surgimiento de la modernidad, del capitalismo moderno, del poder disciplinario, o de sensibilidades civilizadas. Un objetivo importante de ese trabajo fue teórico, con postulados históricos al servicio de marcos explicativos más amplios. Y aunque algunas de estas teorías se interpretaron como portadoras de una medida de resonancia política contemporánea, una menor parte del trabajo estaba conectado directamente con desarrollos de la penalidad contemporánea. Lo mismo ocurrió con el trabajo histórico sobre la pena de muerte en el siglo 18, que apareció en estos años y que, como los primeros estudios penitenciarios, sirvió como una inspiración para la emergente sociología del castigo (Hay et al., 1975; Laqueur, 1989; McGowan, 1987; Spierenberg, 1984; Thompson, 1975).

Hoy, el foco de atención histórica ha cambiado. La preponderancia del trabajo histórico ahora se enfoca en fines del siglo 20 y las transformaciones de la penalidad que ocurrieron en las décadas posteriores a 1960 (Campbell y Schoenfeld, 2013; Forman, 2017; Garland, 2001; Thompson, 2010; Hinton, 2016; Kohler-Hausmann, 2017; Murakawa, 2014).5Estos estudios históricos también exhiben compromisos teóricos, pero sus objetivos analíticos están menos preocupados en proponer un marco interpretativo general, y más interesados en realizar una intervención en el presente mediante la identificación de las raíces históricas de nuestra situación actual. La historia contemporánea y las historias críticas del presente se han convertido en un tópico dominante.6 Este cambio de foco no constituye en sí mismo un avance teórico; y en la medida en que algún trabajo de este tipo se acerca a ser una historia Whig en reversa,7 proyectando políticas contemporáneas y significando un retorno al pasado, puede ser metodológicamente problemático (Garland, 2016). Pero en la medida en que estos estudios históricos destacan las complejas luchas y caminos fuera de los cuales surgió el presente, extienden las bases empíricas para la teoría sociológica, y potencian una mayor atención hacia los detalles, la variación y la contingencia en el desarrollo de descripciones explicativas generales (véase Campbell y Schoenfeld, 2013; Goodmanet al., 2017).

De la descripción y clasificación a la explicación e interpretación

En la primera fase de los estudios sobre el castigo y la sociedad, una considerable cantidad del trabajo tomó la forma de una sociología descriptiva que se preocupó de identificar tendencias penales y patrones de políticas. Lo mejor de este trabajo exploró los horizontes, observó las tendencias emergentes, y apuntó a futuras perspectivas: como con el análisis de las sanciones comunitarias de Stan Cohen (1985) o la descripción de «la Nueva Penología» de Feeley y Simon (1992).8Otros estudios menos originales se centraron en las tendencias y temas que habían sido identificados por otros como elementos significativos en términos teóricos la proliferación de la disciplina y la normalización; la emergencia de la nueva penología y la justicia actuarial; la influencia del gerencialismo; ejemplos de la cultura del control, la penalidad neoliberal, o las estrategias para «gobernar a través del delito», entre otros- y procedieron a documentar su aparición, o al menos, a mostrar cómo surgieron en formas variantes o modificadas. El objetivo de este tipo de estudios era, principalmente, la descripción y clasificación de la práctica y la política penal. En los años recientes, el trabajo descriptivo de esta especie se ha tornado menos prominente, y se ha visto desplazado, en las principales revistas, por artículos más ambiciosos dirigidos hacia la comprensión interpretativa, la explicación causal, y el desarrollo teórico (Campbell y Schoenfeld, 2013). Una sociología del castigo en gran parte descriptiva ha comenzado a dejar su sitio a una de carácter más analítico.

De la teoría general a la teorización en el rango medio

Los primeros trabajos en el campo exploraron la forma en que los marcos teóricos desarrollados por Marx, Durkheim, Weber, Elias, y Foucault nos permitieron conceptualizar, de una forma muy general, las determinantes sociales, las formas institucionales, y las funciones sociales del castigo, así como teorizar las relaciones evolutivas entre el castigo y la sociedad (Garland y Young, 1983; Garland, 1990). La teoría más reciente opera en un nivel general, menos abstracto, enfocándose con mayor especificidad en efectos particulares y casos específicos (Campbell y Schoenfeld, 2013; Goodman et al., 2017; Whitman, 2003).9 Treinta años atrás, cuando se publicó originalmente Castigo y Sociedad Moderna (Garland, 1990), su objetivo era proporcionar al incipiente campo un conjunto de herramientas de teorías generales y orientaciones sociológicas. Un libro con ambiciones similares, escrito hoy en día, probablemente sería mucho más específico en cuanto a casos y lugares, más comparativo, y más orientado al rango medio en su teorización.

Con contadas excepciones —como el intento de Phillip Smith por repensar la sociología del castigo a través de una óptica neo-Durkheimiana (Garland, 2009; Smith, 2008) —, la teoría contemporánea aborda con mayor precisión fenómenos de rango medio. Como resultado, los debates teóricos actuales son más focalizados y particulares. Estos discuten en torno a las implicancias del neoliberalismo penal (Abbott, 2011; Wacquant, 2009); el poder analítico del «New Jim Crow» (Alexander, 2010; Forman, 2012); o el carácter del excepcionalismo americano o escandinavo;(Pratt, 2008; Reitz, 2017; Scharff-Smith y Ugelvik, 2017); ya no se trata de la relación entre castigo y estructura social concebida en términos amplios. La teoría general no ha desaparecido, continúa vigente para orientar la investigación y sensibilizar a los analistas a recurrir a las relaciones y estructuras generales. Asimismo, los trabajos de Pierre Bourdieu y Giorgio Agamben se han añadido al repertorio (Page, 2011, 2012; Spencer, 2009). Pero ya no se espera que la teoría general realice el trabajo analítico detallado que se requiere para explicar prácticas e instituciones penales específicas.10

Mejoras de la teoría y el método

La sociología del castigo se está volviendo más analítica: esto es, más preocupada de identificar actores y acciones constitutivas; especificar los intereses, incentivos, y oportunidades que hacen posibles las acciones; relacionar acciones recurrentes y modeladas con las estructuras y su reproducción o transformación; y trazar los procesos causales y los mecanismos operativos que generan los cambios penales.11 Y mientras amplias objeciones funcionalistas aún son prominentes, particularmente en trabajos populares y polémicos (Alexander, 2010; Wacquant, 2009), y algunos escritores ocasionalmente se refieren a las «funciones sociales» del castigo como si estas sirvieran a la sociedad como un todo, ahora se tiene más cuidado en distinguir efectos intencionados y no intencionados; en separar causas originales y sus funciones subsecuentes; en identificar el abanico de actores e intereses cuyas acciones constituyen la práctica funcional; y en distinguir los distintos grupos y periodos de tiempo para los que la práctica genera consecuencias funcionales y disfuncionales (c/f Merton, 1996a).

De manera similar, los relatos explicativos que describen el significado de las prácticas penales son menos propensos a hablar en singular de «el sentido» y están más sensibilizados con los diferentes sentidos que tales prácticas tienen para los diferentes grupos y maneras en que los sentidos se rebaten y cambian con el paso del tiempo.

Como resultado de este trabajo, los académicos han sido capaces de identificar los efectos sociológicos y los procesos que caracterizan a los sistemas penales: efectos como «la expansión de la red» (Cohen, 1985), «el proceso es el castigo» (Feeley, 1979; Kohler-Hausmann, 2015); la acumulación de la desventaja penal (Western, 2006); y la transmisión de la presión pública hacia la política penal (Savelsberg, 1994).Los efectos recurrentes de este tipo, bien documentados, junto con una comprensión de las acciones y mecanismos involucrados, son un sello distintivo de un área de estudio madura.

La mayor cuantificación

En los últimos años, el campo ha comenzado a atraer a académicos con habilidades cuantitativas altamente desarrolladas que utilizan técnicas estadísticas sofisticadas y desarrollan y analizan grandes conjuntos de datos (e.g. Manza y Uggens, 2006; Raphael y Stoll, 2013; Sutton, 2004; Travis et al., 2014; Western, 2006). El resultado ha sido una mejora en la precisión de los objetivos empíricos y en el análisis de los datos disponibles. Sin embargo, esta mejor cuantificación también ha llevado al desarrollo de ideas teóricas y la apertura de nuevas líneas de investigación. Ahora sabemos mucho más sobre los efectos perpetuos que genera el encarcelamiento sobre los infractores y sus familias; de los antecedentes penales durante el curso de los acontecimientos de la vida (matrimonio, empleo, formación familiar, salud, etc.); y sobre el rol que juega el encarcelamiento masivo en la estratificación social y los mercados laborales. En términos similares, Manza y Uggen (2006) transformaron nuestra comprensión de la pérdida del derecho a voto de los condenados cuando demostraron estadísticamente que la masiva exclusión de ex internos del proceso electoral había alterado el resultado de las elecciones presidenciales de Estados Unidos el año 2000. Otros estudios cuantitativos han demostrado que los elementos determinantes de los resultados penales solo pueden entenderse detalladamente si los patrones de persecución y de imposición de condenas se analizan a un nivel granular (Greenbergy West, 2008; Pfaff, 2017). Los estudios cuantitativos han permitido establecer patrones de covariación entre la política penal y de bienestar social, dando credibilidad y especificidad a posturas teóricas que previamente habían sido solo conjeturas (Beckett y Western, 2001; Downes y Hansen, 2006; Garland, 1985, 2017). Asimismo, las estimaciones cuantitativas sobre el impacto del encarcelamiento masivo en el mercado del trabajo han dado pie a nuevas interpretaciones en torno al significado económico de la política penal de Estados Unidos (Western yBeckett, 1999).

La mayor especificidad

Mientras las primeras contribuciones sociológicas al campo por lo general se referían en términos amplios al castigo y la historia penal, describiendo las formas y funciones de la penalidad de un modo general, y haciendo afirmaciones históricas en relación a naciones o regiones completas (Foucault, 1977; Garland, 2001; Melossi y Pavarini, 1981; Rothman,1971), la literatura más reciente ha sido más detallada, utilizando recursos locales y casos específicos para complejizar y revisar las tesis más globales y las narrativas nacionales. Las historias sobre el castigo «americano», basadas en recursos secundarios y con un alto nivel de generalidad (Garland, 2001; Rothman, 1971) ahora se han complementado —y se han corregido significativamente— por historias de estados específicos (Barker, 2009; Campbell y Schoenfeld, 2013; Campbell, 2012; Goodman, 2014; Lynch, 2009; Page, 2011). Las descripciones de la política penal «británica» están siendo repensadas a la luz del trabajo sobre el sistema de justicia criminal escocés y la investigación sobre el sistema penal de Irlanda del Norte (Kilcummins, 2005; McAra, 2008). Estos estudios de «segunda generación» —con su cambio de foco desde lo nacional a lo local— revisan y complejizan los relatos aceptados, describiendo variaciones, fenómenos de contestación, y eventos anómalos que no se ajustan a la narrativa general (Goodman et al., 2017; Loader y Sparks, 2005). El resultado es que tenemos, a nivel de acción, descripciones mucho más detalladas, y una mejor comprensión de los procesos causales involucrados. La exploración más detallada de acciones y eventos, que es posible en los estudios locales, de nivel territorial, también permite que las luchas y las neutralizaciones se conviertan en parte de la narrativa. Las historias nacionales de gran alcance dejaron mucho de lado: hoy se están llenando estos vacíos y se proporcionan detalles. El panorama general del cambio penal o la política criminal no ha cambiado, necesariamente, de forma drástica, pero se está volviendo más matizado y detallado.

Por supuesto, la complejidad no es necesariamente una virtud en los análisis sociológicos. Los sociólogos persiguen descubrir patrones recurrentes y procesos generales, no documentar circunstancias únicas o eventos aislados. Pero los académicos de segunda generación están comenzando a hacer un balance y a explorar las consecuencias más amplias de su investigación histórica, desarrollando nuevas síntesis y repensando las narrativas históricas más generales, así como las descripciones sociológicas, a la luz de ellas (Campbell y Schoenfeld, 2013; Goodman et al., 2017).

De los casos aislados a las comparaciones

La sociología del castigo, que inicialmente se desarrolló a partir de la penología crítica y el trabajo académico penológico, tiende a ser local: se enfoca en un sistema penal, o proceso de justicia criminal, específico. Este foco sobre un caso singular hace sentido si el objetivo radica en describir desarrollos específicos, evaluar programas y resultados, o abogar por reformas. Sin embargo, si la finalidad es la comprensión sociológica y la explicación causal, entonces los controles y las comparaciones se tornan importantes, en tanto medios para hacer más profundos los análisis y permitir una mejor comprensión de la variación y la generalización. Estamos comenzando a ver aparecer estas estrategias de investigación comparativa en la sociología del castigo, con más monografías que se construyen en torno a múltiples casos en lugar de solo uno (Barker, 2009; Haney, 2010).

También estamos viendo la emergencia de una penología propiamente comparativa, aunque este campo de investigación se encuentra aún en una etapa temprana, solo con un manojo de estudios serios completados, y gran parte del camino por despejar (Cavadino yDignan, 2005; Lappi Seppala, 2008, 2017; Nelken, 2010). Parece ser cierto que esta tarea se volverá más importante en el futuro, debido a los no menos importantes esfuerzos coordinados dentro de la Unión Europea y el Consejo Europeo por situar los sistemas penales bajo los marcos regulatorios del derecho penitenciario europeo y las convenciones de derechos humanos (Daems et al., 2013; Van Zyl Smit y Snacken, 2009).

Un proyecto relacionado (aunque menos amplio en su extensión) es el esfuerzo por ubicar la penalidad de Estados Unidos en un contexto comparativo, usando datos de otras naciones para relevar el carácter distintivo de sus extraordinariamente altos niveles de castigo, y para generar hipótesis explicativas basadas en estas comparaciones (Garland, 2013, 2017; Lacey y Soskice, 2015, 2017; Reitz, 2017; Savelsberg, 1994). Una iniciativa similar es el intento por explicar el «excepcionalismo nórdico», es decir, las sorprendentemente bajas tasas de encarcelamiento y los altos niveles de provisión de beneficios sociales que caracterizan a los sistemas penales de Noruega, Suecia, Dinamarca y, más recientemente, Finlandia (Pratt y Eriksson, 2013; Ugelkiv y Dullum, 2012). En ambos casos, una de las principales motivaciones es aislar las condiciones históricas y los procesos sociales que generan niveles de castigo inusualmente altos o bajos, lo que mejor resulte para excluirlos o incluirlos en la formulación de políticas. Así, Michael Tonry (2009) habla de «factores de riesgo» y «factores protectores» en referencia a la propensión de un país para utilizar en exceso la cárcel, mientras que Ian Loader (2010) escribe sobre las condiciones sociales y políticas en las cuales la «moderación penal» puede florecer.

El desarrollo de estos proyectos comparativos es tanto un efecto como una causa de la creciente madurez de la sociología del castigo como campo académico. Los desafíos del trabajo comparativo son muchos, pero su aspiración es el desarrollo de marcos conceptuales capaces de explicar la variación entre sistemas penales, y no solo el cambio a lo largo del tiempo dentro de jurisdicciones particulares. En esa medida, también, el campo está haciendo progresos, aunque queda bastante trabajo por hacer.12

De la autonomía de los procesos penales hacia su autonomía relativa

Un tema recurrente en la literatura sobre el castigo y la sociedad concierne a la relación entre crimen y castigo, o más precisamente, al grado en que las decisiones sobre política penal son independientes de los patrones y tendencias delictuales. Aquí, mi visión consiste en que la relación entre las tasas de criminalidad y las políticas penales constituye un asunto empírico que variará a lo largo del tiempo y el espacio, pero las aproximaciones a esta cuestión empírica están formadas, inevitablemente, por asunciones teóricas —y algunas veces ideológicas—. Un principio fundamental de la sociología del castigo (Garland, 1990) es que los fenómenos penales no deben ser entendidos como una simple reacción o respuesta al crimen, sino que, más bien, tienen sus propias dinámicas y determinaciones. El castigo es una institución social, no una reacción automática o una respuesta mecánica.

En lugar de ver los procesos de castigo como una totalidad autónoma, los académicos en este campo han comenzado a pensar en términos de su autonomía relativa. En otras palabras, podemos respetar la formación de políticas en el sistema penal en su integridad, sin sostener que las políticas penales son ajenas el control del delito, la percepción del crimen, el temor frente al delito, y las teorías sobre las causas del crimen y el control de este. El delito afecta al castigo en la medida en que produce efectos en su volumen (cambios en el número de casos procesados) o genera un efecto político (cambios en las tácticas o estrategias penales que se utilizan para responder a los problemas delictuales percibidos). Cuando ocurre este último efecto, generalmente se da de una forma bastante lenta y mediada. Los cambios reales o aparentes en las tasas de delitos o en su naturaleza afectan las políticas en la medida en que producen cambios en la opinión pública o profesional que subsecuentemente ganan impulso político, generan leyes, y tienen aplicación práctica. La relación es compleja, mediada, pero significativa.

En algunos análisis prominentes del cambio penal (Alexander, 2010; Wacquant, 2009), los autores han insistido en que «no» existe relación entre las tendencias delictuales y la política penal, y que esta última es un área autónoma, una empresa motivada políticamente, bastante ajena a los esfuerzos por controlar el delito. En esta mirada radical, los patrones de castigo y las tasas de encarcelamiento están completamente determinados por los procesos sociales y políticos, y no guardan relación con las tasas de delitos. Esta visión, sin embargo, está comenzando a considerarse insostenible (Garland, 2013; Goodman et al., 2017; Pfaff, 2016; Western, 2006, 2016). El fenómeno en cuestión es, después de todo, el castigo de infracciones e infractores criminales, y estos últimos (infracciones e infractores) siempre operan en alguna relación con aquel (el castigo), y siempre ejercen alguna clase de presión en su carácter y alcance. Las tasas de delitos —incluyendo los delitos violentos— pueden aumentar abruptamente sin producir cambios inmediatos y subsecuentes en la práctica penal, como sucedió en Estados Unidos entre 1965 y 1973. A su vez, las tasas de encarcelamiento pueden crecer a pesar de que las tasas de delitos estén cayendo, como ocurrió durante los años ’90 y la primera década del 2000. Pero la diferencia temporal entre los cambios en una y otra no significa que no se encuentren relacionadas. Como Garland (2001) y Miller (2016) han insistido, hace poco sentido analizar la política penal estadounidense de la última parte del siglo XX sin tener en cuenta los extraordinarios niveles de delitos violentos y desorden que caracterizaron sectores de Estados Unidos en los años ’60 y ’70, así como las consecuencias sociales, culturales, y políticas que estos generaron.

Los procesos penales se desarrollan en una relación compleja con los procesos delictuales, y uno puede no determinar directa o inmediatamente al otro. «Los problemas delictuales» están sujetos a definiciones en competencia, y en ocasiones son sustitutos de otros asuntos; las «soluciones» penales se impugnan tanto pragmática como ideológicamente; y los castigos pueden escogerse por sus efectos simbólicos en vez de aquellos de carácter instrumental.13 Pero generalmente existe alguna relación, y es indirecta y mediada. Entonces, cuando comparamos tasas de encarcelamiento a través de distintas jurisdicciones, o a través del tiempo, cualquier clase de inferencia que realicemos sobre su carácter represivo o punitivo debería modificarse mediante la consideración de los patrones, tendencias, y tasas de delitos frente a los cuales las medidas penales son, en alguna medida, una respuesta.

Los fenómenos penales ciertamente requieren análisis en sus propios términos. No obstante, esto no significa que operen en un vacío. La cadena causal que conecta el crimen y la violencia con la política de castigo es extensa, con múltiples vínculos intermedios, pero las conexiones son innegables y están comenzando a entenderse en toda su complejidad. En un sentido similar, el control penal es un tipo distintivo de control -y una característica específica del castigo- que restituye el análisis en sus propios términos (Garland, 2017). Con todo, esta también es una de entre muchas formas de control social que por lo general opera en alianza con, o como un sustituto de, otras formas penales. Estamos comenzando a pensar el crimen y el castigo, el control penal y el control social, el castigo y el bienestar social, la violencia estatal e interpersonal, conjuntamente (Garland, 2017a; Miller, 2016). Y esto, me parece, es un desarrollo que debemos acoger.

Preguntas de alcance y límites

En las últimas dos décadas, se ha presentado una expansión definitiva en el rango y alcance del conocimiento en el ámbito del «castigo y la sociedad» (Hannah-Moffat y Lynch, 2018). El campo ahora incluye investigaciones sobre la detención y criminalización de inmigrantes (Aas y Bosworth, 2013; Melossi, 2015); el castigo en las escuelas (Hirschfield, 2008;Kupchik, 2010); los aspectos penales de la guerra contra el terrorismo (LaFree, otros); la justicia relativa a delitos menores (Kohler-Hausmann, 2015); la regulación internacional de las prisiones y el derecho penal (Coyle y Van Zyl Smit (eds), 2000; Van Zyl Smit y Snacken, 2009); la aplicación de los derechos humanos (Savelsberg, 2018); linchamientos y castigos privados (Garland,2017); representaciones visuales del castigo (Carrabine) y perspectivas globales sobre la historia del encarcelamiento (Anderson, 2016; Gibson, 2011). A su vez, antiguas preguntas sobre el género y el castigo, y sobre el castigo y la economía política se están abordando con nuevos niveles de sofisticación teórica (DiGiorgi, 2006; Haney, 2004, 2011; Lacey y Soskice, 2017; Sutton, 2004).Cada uno de estos desarrollos plantea nuevamente la pregunta sobre los principios propios del campo (Melossi, 2011): ¿estudiamos el castigo y los sistemas penales? ¿Todas y cada una de las formas de castigo? ¿El control penal? ¿El control del delito? ¿El control social? ¿Y es el campo coincidente con los estudios sobre justicia penal? (Caso en el cual, cuestiones como la vigilancia policial y la persecución ciertamente tienen que incluirse, así como la práctica y el derecho relacionados con la dictación de condenas). Mi visión en esta materia, que, pienso, es bastante compartida, es que estos asuntos de límites se conciben mejor como cuestiones pragmáticas y que el alcance de la investigación debe determinarse por los caminos que nuestras propias preguntas de investigación abren en vez de basarse en estipulaciones previas.

La investigación centrada en tópicos y la investigación centrada en teorías

La atracción de la audiencia política (Sarat y Silbey, 1988) es muy poderosa en los estudios sobre el castigo y la sociedad. El financiamiento y el acceso a menudo siguen las preocupaciones de las autoridades de la justicia penal. E incluso donde no existen incentivos de financiamiento, hay una tendencia inentendible de parte de los investigadores por estudiar asuntos que están en la agenda política, donde los nuevos datos y descubrimientos podrían hacer una diferencia en los resultados de las políticas. Lo mismo aplica cuando un tópico se torna políticamente relevante: la pena de muerte, el encarcelamiento masivo, la pérdida de la ciudadanía y derechos de los condenados, las fianzas y costos penales, las cárceles privadas, y los suicidios en prisión, por ejemplo. Sin embargo, una de las características que distingue al conocimiento sobre «el castigo y la sociedad» de la «penología» tradicional, o de la investigación sobre la justicia penal, es una preocupación vinculada con preguntas más profundas de explicación social y teoría, relacionada con «lo que sucede» (a partir de una base recurrente, con patrones, y predecible), tanto como con lo que está sucediendo actualmente. Como consecuencia, el campo debe mantener un compromiso con problemas de una naturaleza más elemental. Necesitamos abordar problemas básicos sobre las bases normativas del castigo; sus funciones comunicativas; sus formas; la naturaleza del poder penal; y sobre la relación del control penal con el control social. Tenemos docenas de estudios sobre el encarcelamiento masivo en Estados Unidos, pero muy pocos análisis de la naturaleza del poder penal en este país y otros lugares.

Una manera más general de presentar el mismo punto pasa por observar que «el castigo y la sociedad» sigue siendo una materia centrada en tópicos. Estudiamos mayormente prácticas penales específicas debido a su intrínseco interés social, político, o moral, y no porque podrían tener un valor estratégico para el desarrollo teórico. Comparados con estos problemas, que abordan principalmente tópicos, la investigación que se emprende con miras a probar o refinar la teoría aún es relativamente escasa. Lo mismo ocurre con los estudios de replicación, excepto en la literatura sobre las reformas relacionadas con el «qué funciona», donde estos son más comunes.

También podríamos mencionar que gran parte de lo escrito en este campo tiende a ser crítico o reformista en su naturaleza, una característica que resulta ampliamente aceptada, incluso si ocasionalmente lleva a afirmaciones tendenciosas o sesgadas que podrían no resistir el escrutinio empírico (para una discusión crítica, véase Pfaff, 2017). Sin embargo, un problema más básico, me parece, es que no existe mucha variación ideológica o «diversidad de puntos de vista» en el campo, un hecho político que tiene consecuencias teóricas. La corriente dominante de pensamiento en el área del castigo y la sociedad sin duda es progresista o de izquierda liberal en sus orientaciones políticas. Existen pocas voces conservadoras en el campo y no es común encontrar académicos que aprueben conjuntamente tanto la política como la práctica actual. El encarcelamiento masivo tiene pocos defensores, e incluso los académicos que destacan sus efectos en la reducción del delito, o sus fundamentos en las preferencias populares, no llegan a describirlo como legítimo. De igual forma, las prisiones privadas y los métodos correccionalistas comercializados tienen pocos adherentes en la academia, a pesar de que atraen a políticos y a quienes desarrollan políticas públicas. Como cuestión general, parece ser que quienes estudian el castigo normalmente desean que este disminuya. Para la mayor parte de los académicos en este campo, las sanciones menos intensas son preferibles a las más intensas; las condenas más cortas son preferibles a las más extensas; las sentencias discrecionales son preferibles frente a las obligatorias; prefieren las medidas que no constituyen formas de custodia por sobre el encarcelamiento; y las sanciones monetarias antes que la supervisión correccional. Por las mismas razones, las políticas punitivas generalmente se consideran menos deseables que aquellas con fines de rehabilitación, restaurativas, o vinculadas al bienestar social.

Estos compromisos ideológicos —que a menudo explican por qué los jóvenes académicos toman esta materia en sus primeros cursos— continuarán ejerciendo presión en el conocimiento sobre el castigo y la sociedad hacia la facción más activista y reformista. Y tal vez esta orientación debe ser acogida frente al carácter trágico del castigo (Garland, 1990). Pero hay buenas razones analíticas para esperar que, al menos, algunos académicos en el campo plantearán preguntas que contradigan el conocimiento convencional, y releven puntos de vista contradictorios, aun cuando parezcan ser políticamente impopulares. Por ejemplo, puede ser útil tomar una postura contraria y hacer preguntas como: ¿Por qué las sociedades no recurren más al castigo en comparación a lo que actualmente lo hacen? ¿Son las sanciones retributivas necesarias para sustentar las normas sociales? ¿Los rituales punitivos tienen un valor moral o social más allá de sus efectos como medios para controlar el delito? ¿Qué valor o beneficios acarrean el encarcelamiento masivo o la pena de muerte para quienes los avalan? Pensar contra la corriente, de esta y otras formas, parecería valorable en cualquier campo, pero resulta especialmente importante en uno que exhibe una orientación ideológica tan extensamente compartida.

Un ejemplo: «El encarcelamiento masivo» y su surgimiento

Puedo ilustrar estos puntos con algunos ejemplos concretos trazados desde la literatura sobre el crecimiento de la penalidad en Estados Unidos, una especialidad que cuenta con más publicaciones que cualquier otra en este campo. Una mirada profunda a este programa de investigación —que comienza con anterioridad, con un número especial de esta revista (Punishment & Society, 2000), y que desde entonces ha atraído buena parte de la atención, así como a muchos jóvenes talentos académicos— debiera permitirme demostrar cómo el campo ha avanzado teórica y metodológicamente, y a su vez, identificar algunos de los problemas que aún debemos enfrentar.

Los estudios históricos recientes —muchos de los cuales han sido escritos por sociólogos con un enfoque histórico o cientistas políticos dedicados al análisis de las instituciones- han jugado un rol notable en el avance de nuestra comprensión analítica sobre las dinámicas causales del cambio penal (Barker, 2009; Campbell y Schoenfeld, 2013; Goodman, Page y Phelps, 2017; Forman, 2017; Fortner, 2015; Lynch, 2009; Perkinson, 2010, etc.). Estos estudios han trabajado a nivel local antes que nacional, enfocándose en estados cuidadosamente seleccionados, utilizando recursos de archivo, y desarrollando contrastes y comparaciones que han promovido revisiones significativas a las narrativas históricas globales que con anterioridad dieron forma a nuestra comprensión. Más importante aún, estos estudios por lo generalhan estado orientados a la teoría —tarea desarrollada de formas que testearon las explicaciones existentes y que a su vez extendieron su crecimiento empírico— y el análisis —es decir, fueron diseñados para identificar procesos causales junto con patrones recurrentes o contingentes respecto a las oportunidades, incentivos, valores, y acciones que los produjeron—. Las reflexiones en torno a los hallazgos acumulativos de estos estudios históricos (Campbell y Schoenfeld, 2013; Goodman et al., 2017) han ido más allá del énfasis en la complejidad y la contingencia (el reproche que usualmente dirige el historiador al sociólogo) para identificar patrones de acción, la formación de grupos de interés y estructuras de oportunidad, así como para teorizar sobre procesos sociales recurrentes y mecanismos causales. Como resultado, hoy en día poseemos un diagnóstico del cambio penal con un carácter más analítico y teóricamente articulado, y no solo uno caracterizado por su complejidad e intrincación. En lo que sigue, se encuentran algunas de las lecciones que podemos sacar de este cuerpo de trabajos.

Primero que todo: la importancia de «establecer el fenómeno», es decir, entregar un diagnóstico objetivo y detallado de lo que exactamente necesita explicarse.14 Este trabajo, preliminarmente descriptivo, sirve no solo para prescindir de concepciones erróneas con un carácter seudo objetivo —una tarea crucial para cualquier investigación—, sino que también, para guiar el estudio hacia una dirección fundada empíricamente y proveer una base sobre la cual elegir entre diferentes hipótesis explicativas que compiten entre sí.15

Desde fines de los años ’90 en adelante, los académicos han estado preocupados de explicar el considerable crecimiento de las tasas de encarcelamiento en Estados Unidos. Con el paso del tiempo, hemos llegado a ver que «el crecimiento del encarcelamiento masivo» (como en general se describe este desarrollo) es, de hecho, el resultado acumulativo de múltiples procesos que operan en diferentes escalas, jurisdicciones, y periodos históricos, provocado por diferentes eventos y motivaciones. Que la mayoría de estos procesos se hayan movido en la misma dirección, expandiendo e intensificando el despliegue del poder penal, y que estos procesos expansionistas continuaran su desarrollo por casi cuatro décadas, puede hacer que parezca que el «encarcelamiento masivo» ha sido generado por un proceso causal, continuo, y dirigido por un poder central, tal como la neoliberalización o el Nuevo Jim Crow. Sin embargo, un análisis más sutil, centrado en la variación histórica y geográfica, así como en los procesos a nivel de sistema, deja en claro que esos supuestos son injustificados, por las siguientes razones:

No existe un único «sistema penal de Estados Unidos»

La tasa de encarcelamiento «nacional» reúne al conjunto de poblaciones penales a nivel federal, estatal, y en centros de detención provisoria. Los detalles a nivel estatal e incluso a nivel de condados son vitales para entender cómo opera el sistema de Estados Unidos (Garland, 2017; Pfaff, 2017).Pocas generalizaciones son del todo fiables, y la práctica común de hacer afirmaciones generales basadas en patrones federales puede considerarse engañosa, ya que la ley federal y su aplicación, a menudo son bastante diferentes de sus equivalentes a nivel estatal (Pfaff, 2017). El terreno institucional sobre el cual se construyó el «encarcelamiento masivo» es bastante diverso, como también lo son las políticas penales locales. Y aunque la totalidad de los 50 estados y los gobiernos federales han incrementado sus niveles de encarcelamiento, han existido marcadas diferencias en cuanto a los tipos de transformaciones que han ocurrido, tanto cualitativa como cuantitativamente; y los múltiples procesos conducentes al crecimiento de la prisión necesitan especificarse y desagregarse. La población penal de algunos estados (como California) ha incrementado de forma masiva; en otros estados (como Maine), de manera mucho más modesta. Algunos han visto una profunda alteración de sus objetivos operativos; otros han continuado operando en gran parte como antes y han visto cómo sus políticas se han expandido hacia otros estados y regiones (Lynch, 2009).

Los estudios históricos basados en el nivel estatal nos han impulsado a revisar una narrativa estándar que sostenía que la política penal en Estados Unidos había cambiado desde una aproximación marcada por la rehabilitación hacia una más punitiva (Garland, 2001).Hoy en día, sabemos que este relato estándar encarnaba dos generalizaciones injustificadas: una regional, que tomaba el correccionalismo de los estados del noreste de Estados Unidos y California como una cuestión extendida a nivel nacional, cuando de hecho los estados en el Sur y Suroeste nunca adoptaron el correccionalismo con la misma extensión (Campbell, 2011; Lynch, 2009; Schoenfeld,2014). Y también, ahora sabemos que el compromiso «correccionalista» de la justicia criminal de Estados Unidos se expresó de forma más plena en la adopción de las sentencias indeterminadas antes que en una extendida y efectiva entrega de servicios correccionales y de bienestar social luego de la dictación de la sentencia (Pifferi, 2016).

Causas próximas y causas de fondo

La primera ola de investigaciones sobre «el castigo y la sociedad» tendió a diferenciarse de la academia penal tradicional mediante su concentración en las causas estructurales: es decir, en los procesos culturales, políticos y económicos que dieron forma a los contornos del castigo y el cambio penal. Sin embargo, los trabajos más recientes han redescubierto la importancia de las causas próximas de los cambios en los patrones de castigo, causas que no yacen en explicaciones sociales de fondo, sino en procesos legales y estatales visibles (Garland, 2013). Como resultado, se aprecia una renovada atención hacia los cambios legislativos que sufrieron las normas relacionadas con la dictación de sentencias, así como hacia las acciones de quienes adoptan decisiones legales, como persecutores, jueces encargados de dictar sentencia, departamentos correccionales, y juntas de libertad condicional, en conformidad con los cambios legales (Pfaff, 2017; Stuntz, 2011). En la tarea de explicar la extensa población penal y las crecientes tasas de encarcelamiento de Estados Unidos, las causas más inmediatas corresponden a las formas específicas de la acción estatal y federal: la promulgación legislativa de las sentencias mínimas obligatorias; mayores sanciones o la extensión de las sentencias; cambios en los criterios de elección para conceder la libertad condicional o la liberación anticipada por buen comportamiento; lineamientos para la dictación de sentencias; el re encarcelamiento de quienes infringen los términos de la libertad condicional; cargos de persecución más agresivos; y acuerdos de declaración de culpabilidad más duros; entre otros. Estos procesos específicos del sistema determinan los resultados penales —número de personas admitidas en prisión provisional; número de personas liberadas; tiempo promedio de condena cumplida, etc. — de formas que resultan obvias, pero que en ocasiones se pasan por alto en el esfuerzo por identificar los «motores primarios» tras el encarcelamiento masivo. A nivel de procesos del sistema, fuela revolución en las normas relativas a la dictación de sentencias posterior a la década de 1970, aún en desarrollo, y con una extensión de al menos tres décadas, la que ha llevado a más infractores a prisión, condenas más extensas, menores perspectivas de liberación temprana, y a una mayor posibilidad de volver a la cárcel por violaciones a los términos de la libertad condicional (Tonry, 2016).

La naturaleza precisa de estas promulgaciones legales es importante, pues pequeñas variaciones en las leyes o su aplicación pueden generar cambios de mayor entidad en los resultados penales. Las leyes de «tres strikes» han sido incorporadas tanto en docenas de estados como en el código de justicia penal federal, pero la legislación de California, con su especificación distintiva del tipo de infracciones que llevan a la dictación de una sentencia —junto con las actuaciones de los agentes persecutores bajo esta ley— derivó en miles de condenas más extensas, e importantes incrementos en la población penal de California (Zimring et al., 2001). Leyes similares en otros estados, con disposiciones ligeramente diferentes y distintos patrones de aplicación, generaron una cantidad significativamente menor de condenas de este tipo, así como menores incrementos en la población penitenciaria. Explicar por qué la población penal de California es mayor que la de otros estados es, de este modo, y primero que todo, una cuestión que implica contabilizar estas diferencias legislativas y de aplicación, en vez de identificar los factores sociales que generalmente ejercen presión para imponer penas más severas y condenas obligatorias.

Dada la importancia de estos procesos intra-sistémicos no resulta sorpresivo que algunos de los trabajos más perspicaces sobre las causas del encarcelamiento masivo hayan surgido desde la academia legal, que se ha enfocado en analizar el impacto de las reglas legales. El renovado foco en los derechos procesales y sus consecuencias involuntarias(Stuntz, 2011); en el derecho y sus tecnicismos (Tonry, 2016); las guías para la dictación de sentencias y sus variados efectos operacionales (Reitz, 2013; Frase, 2005); en los cambios en la práctica persecutoria (Lynch, 2016; Pfaff, 2017); en las decisiones judiciales (Simon, 2014; Garland, 2010); y en las consecuencias legales colaterales (Alexander, 2010, Harris, 2016), han dado a nuestra comprensión del encarcelamiento en Estados Unidos una textura más congruente con la realidad. Esta no describe al «encarcelamiento masivo» como una estrategia unificada, sino como un resultado históricamente emergente que fue producido y reproducido por las rutinas de múltiples actores de la justicia penal a nivel micro, así como por las extensas corrientes sociales, económicas y culturales que dieron forma a las políticas de la ley y el orden posteriores a la década de 1970.

No existe un único proceso de expansión

Las dinámicas que dirigieron el crecimiento de la prisión —cambios en las normas relativas a la dictación de sentencias, en la práctica persecutoria, en las prácticas de liberación, y en el reingreso a la prisión por incumplimiento de los términos de la libertad condicional— se establecieron en diferentes lugares, distintos puntos en el tiempo, y carecieron de gran uniformidad. En algunos casos, el gobierno federal tomó el mando, proporcionando una legislación modelo e incentivos para que los estados la siguieran, como ocurrió con la «guerra contra las drogas» o la política de «truth in sentencing». En otras ocasiones, el Congreso de Estados Unidos promulgó leyes que emulaban la legislación ya vigente en algunos estados, como las guías federales para la dictación de sentencias, o las posteriores leyes de tres strikes. Sin embargo, hubo fases de desarrollo: periodos de tiempo en los cuales iniciativas particulares de reforma dominaron las agendas legislativas a lo largo del país, tal como ocurrió con el giro hacia un modelo de sentencias determinadas a mediados de los ’70; la Guerra contra las Drogas a mediados de los ’80, y las leyes de mano dura contra el delito en los ’90 (véase Campbell y Schoenfeld, 2013; Zimring, 2001; Tonry, 2016).

Los mejores trabajos describen estos tres periodos de tiempo, cada uno de los cuales estuvo caracterizado por ciertas prácticas y políticas que fueron subsecuentemente interrumpidas por nuevas olas de reformas emprendidas por actores identificables, con motivaciones específicas y oportunidades estructuradas para la acción. Cada era generó una plataforma para el desarrollo de la siguiente, y por casi cuatro décadas, las cifras carcelarias continuaron creciendo, aun cuando diferentes tipos de delitos e infractores daban forma a la población penal en expansión. En cada fase sucesiva ocurrió una secuencia de desarrollos. Emergieron nuevos actores, como grupos de interés formados por representantes de víctimas, guardias de prisión, persecutores locales, y compañías comerciales correccionales. Nuevos objetivos políticos salieron a la palestra: el merecimiento y la determinación de las sentencias; la incapacitación; el castigo expresivo; o el punitivismo. Se desarrollaron nuevas agendas de reforma: el movimiento por las guías para dictar sentencias; la guerra contra las drogas; la anti reincidencia de los «tres strikes» o de la política de «truth in sentencing»; o el punitivismo que buscaba abaratar los costos de los regímenes penitenciarios, al estilo sureño «barato y humilde». Se establecieron nuevos incentivos y mecanismos de financiamiento, como subvenciones federales para sustentar la guerra contra las drogas; leyes de confiscación; fondos para permitir la construcción de prisiones si los estados aceptaban restringir la liberación anticipada de internos; y dispositivos de financiamiento estatal que posibilitaron la construcción de prisiones privadas sin necesidad de una aprobación de bonos públicos o nuevos impuestos. Se establecieron nuevos imperativos políticos: la necesidad de contar con una postura de «mano dura con el delito» se convirtió en un prerrequisito para cualquier persona que se postulara a un cargo público; las políticas que favorecieron al Sur y al Sudeste se fueron haciendo cada vez más populares a medida que estas regiones crecieron en significancia electoral y política. Surgieron nuevos bucles de retroalimentación, como proyectos a nivel federal que se filtraron hacia los estados, y las tendencias en la gobernación de los estados fueron recogidas en el nivel nacional (Campbell y Schoenfeld, 2013; Gottschalk, 2014). También existen algunas evidencias que sugieren que Estados Unidos puede estar entrando, actualmente, a una nueva fase de desarrollo penal, con una ralentización de las tasas de crecimiento general; nuevos procesos de desencarcelamiento; una creciente conciencia en torno a los costos e injusticias asociados al «encarcelamiento masivo»; y la formación de coaliciones que exigen reducir la población penal y el gasto correccional (Gottschalk, 2014; Aviram, 2015).

Grandes narrativas y explicaciones macro-sociológicas

A gran escala, las afirmaciones que han sostenido enfáticamente que el encarcelamiento masivo ha sido generado por el neoliberalismo, por el Nuevo Jim Crow, o por una «cultura del control», han funcionado como herramientas heurísticas iluminadoras, y han generado diversas provocaciones. Sin embargo, en tanto relatos analíticos, poseen claras limitaciones. No capturan la estructura de múltiples capas que poseen las definiciones de cada actor, la complejidad de los eventos históricos, el rol de la contingencia, la operación de fuerzas contrarias, o las variaciones de las soluciones locales. En la naturaleza de las cosas, las narrativas de alto nivel esconden tanto como revelan, y solo alcanzan su potencial explicativo cuando se complementan con investigaciones subsecuentes que corrigen sus errores y completan sus omisiones. Las fuerzas estructurales de gran escala —el racismo institucionalizado, los acuerdos políticos federales, una economía de mercado, el conservadurismo cultural— siempre se modifican y alteran cuando uno se acerca a la acción penal. Estas estructuras generales se modifican, obstruyen, desvían, habilitan o amplían en sus efectos por sus propios impactos a través de las instituciones intermedias y los campos organizados en los cuales operan, así como por los innumerables actores en terreno que se alinean a sí mismos con, u ofrecen resistencia a, las oportunidades y obstáculos que estas estructuras sitúan en sus caminos.

Cuando pensamos en las causas sociales de los resultados penales debemos tener siempre en mente que aquellas solo afectan a los fenómenos penales en la medida en que operan en, y a través de, procesos legales o de la justicia penal, como vimos en los apartados anteriores en que se discutieron las causas próximas. El racismo, el neoliberalismo, o el populismo punitivo, entre otros, solo impactan en los resultados penales en la medida que alistan, realinean, o cambian de algún modo, la conducta de los actores y de quienes adoptan decisiones en el proceso penal. Y este último, es en sí mismo complicado —envuelve múltiples actores y puntos de decisión— y capaz de generar efectos imprevistos que también resultan contra intuitivos. Solo un trabajo detallado puede iluminar cómo y por qué las cosas se dan de la forma en que lo hacen.

Complejizar el saber tradicional

Señalé anteriormente que una tarea vital de la investigación sociológica consiste en desafiar el saber tradicional y reemplazarlo, donde sea necesario, con análisis estructurados sobre bases empíricas y teóricamente coherentes. Un área en que los esfuerzos por realizar correcciones de este tipo han rendido frutos, recientemente, se relaciona con la «guerra contra las drogas», su carácter racial, y su rol en la creación del encarcelamiento masivo. En los últimos años, se ha convertido en una consigna fundamental de los comentarios críticos y la opinión progresista, la idea de que la «guerra contra las drogas» constituyó un proyecto político con profundas motivaciones raciales, poca relación con el control del delito, y que ha sido la principal causa de la masiva construcción de cárceles en Estados Unidos y el sobre encarcelamiento de jóvenes de color. Ese saber convencional ha sido desafiado recientemente en aspectos importantes, no por conservadores que apoyan la draconiana legislación antidrogas, sino por sociólogos e historiadores del castigo que generalmente aceptan la idea de que el fortalecimiento de las leyes de drogas ha presentado un carácter racista y represivo, pero cuya investigación agrega un matiz significativo a esta historia. Aquí, nuevamente, el uso de información más detallada y desagregada ha sido crucial para el avance del conocimiento; tanto como la especial atención que se ha puesto en la ley y los procesos legales.

Primero que todo, la información sobre los internos y las infracciones por las cuales han sido condenados indica que los delitos relacionados con drogas representan una gran proporción de los reclusos a nivel federal, pero una mucho menor en las prisiones estatales. Esto sugiere que es poco probable que la guerra contra las drogas haya sido la principal causa de la expansión carcelaria, y que, además, resulta improbable que la liberación de infractores no violentos, condenados por delitos de drogas de menor entidad —una propuesta estándar de muchos reformistas— cause un gran impacto en los niveles de población penal, sin perjuicio de que una reforma en tal sentido sería adecuada (Gottschalk, 2014a).

En segundo lugar, los investigadores han ido más allá del slogan —una «guerra contra las drogas»—, para examinar los fenómenos políticos y legales a los que este se refiere. Aquí, de nuevo, los detalles importan. Los comentaristas, algunas veces, apuntan al presidente Richard Nixon como el impulsor de la guerra, citando los comentarios que hizo en 1971 sobre este tema, y conectándolos con la Estrategia Sureña del Partido Republicano16, con su propósito racial. Pero, de hecho, la aproximación de Nixon a los delitos en materia de drogas fue mucho menos punitiva de lo que esto sugiere (Hinton, 2016), y no fue sino hasta mediados de 1980 que un Congreso Republicano, bajo el mandato de Ronald Reagan, dictó su histórica ley en contra del abuso de drogas. Asimismo, muchos académicos apuntan a la promulgación de la legislación sobre drogas de Rockefeller en el Estado de Nueva York en 1973 como el comienzo de esa «guerra», así como del desarrollo de un patrón a nivel nacional. Sin embargo, en los años inmediatamente posteriores a su promulgación, declinó el encarcelamiento de infractores por delitos de drogas en Nueva York (Pfaff, 2017).

En tercer lugar, está la cuestión relativa a las motivaciones políticas que impulsaron la criminalización de la venta y posesión de drogas. Nuevamente, la investigación histórica más detallada sugiere que estas políticas públicas no pueden reducirse a un simple relato sobre las políticas raciales de los partidos de derecha. Una observación crucial en este sentido es que la «Guerra contra las Drogas» fue, al menos inicialmente, apoyada por los líderes de la comunidad Afroamericana y sus representantes políticos (Forman, 2017; Fortner, 2015; Kohler-Hausmann, 2017). Para estas comunidades, el uso ilegal de drogas y los mercados de drogas no eran crímenes sin víctimas: se trataba de una plaga peligrosa que llevaba robos, asaltos, violencia y adicción a sus vecindarios. Y mientras las comunidades normalmente exigían salud pública y políticas prosociales, la persecución policial y los castigos más severos usualmente fueron las únicas respuestas que se ofrecieron (Forman, 2017).

Si la guerra contra las drogas se emprendió sobre una base de pretextos, hay sustento para pensar que una motivación importante no fue oprimir a la población afroamericana, sino más bien controlar la violencia, incluida la que afectaba a las comunidades y víctimas afroamericanas. De acuerdo con escritores como Stuntz (2011), el principal objetivo de la legislación antidrogas era lograr que la aprehensión de infractores violentos que podían luego ser condenados usando bajos estándares probatorios, pero sin dejar de enfrentar penas altas, se tornara rutinaria. Como táctica de control del delito, el nuevo foco en las infracciones a las leyes en materia de drogas tuvo una serie de ventajas. Para perseguir delitos violentos, las autoridades dependen, generalmente, de la llegada de testigos a las audiencias y de la prueba del dolo. En contraste, la posesión de drogas propiamente tal, y la posesión con fines de distribución, eran prácticamente delitos de responsabilidad estricta que podían abordarse proactivamente mediante detenciones policiales o a través de métodos de investigación encubiertos para adquirir drogas y con ello desbaratar bandas dedicadas a su comercialización ilegal. Para los impulsores de la nueva legislación sobre drogas, la guerra debía darse a través de medios legales efectivos para la identificación de infractores violentos, líderes de pandillas, criminales organizados, y zares de la droga. Así como Al Capone fue condenado por evasión tributaria, los infractores violentos debían ser conducidos a la justicia teniendo a la vista su involucramiento en asuntos de drogas. Para muchos de sus partidarios, la guerra contra las drogas era una guerra de poder, dirigida no contra usuarios con fines recreacionales, sino hacia los criminales violentos que trabajan en este mercado ilegal (Stuntz, 2011).

Una motivación adicional para la guerra contra las drogas —al vez la más significativa en el largo plazo— derivó del hecho de que el foco sobre el control de drogas proporcionó al gobierno federal una base plausible sobre la cual transformarse en un agente con un mayor grado de involucramiento en el control del delito, ámbito que, para los años ’80, constituía un problema social que generaba gran preocupación en amplios sectores del público de Estados Unidos. Históricamente, la justicia penal había sido un asunto de exclusiva competencia de los gobiernos locales, y la constitución de Estados Unidos limitaba el grado en que las autoridades podían involucrarse en el negocio del control del delito. Sin embargo, la preocupación política por el delito en los años ’60 fue de tal entidad, que los políticos a nivel federal buscaron maneras de involucrarse más activamente, para así cosechar algunas de las recompensas políticas que conlleva responder a las preocupaciones públicas (Gottschalk, 2006; Hinton, 2016). Este involucramiento, en un principio, se concretó mediante el establecimiento de agencias federales —como la LEAA17— para coordinar o reforzar la aplicación de la ley a nivel local. No obstante, la criminalización del uso de drogas generó un involucramiento federal más directo, ya que las drogas podían considerarse como una forma de comercio interestatal, dominio sobre el cual el gobierno federal siempre tuvo jurisdicción. Librar una guerra contra las drogas fue, para el Congreso de Estados Unidos y la Presidencia, un medio para evitar las restricciones constitucionales sobre una política federal de la ley y el orden.

Desde los años ’80 en adelante, el Congreso aprobó una serie de leyes anti-abuso de drogas, y los persecutores, cortes, y cárceles federales, las hicieron cumplir con gran vigor. Sin embargo, finalmente, la guerra contra las drogas se daría a nivel local, por policías y fiscales, de modo que las autoridades federales se las ingeniaron para incentivar la acción local por medio de la provisión de generosos subsidios, y, particularmente, a través de la promulgación de leyes de decomiso que permitían aprovechar y retener el dinero o las propiedades que se consideraban bienes provenientes de delitos de droga. Con el paso del tiempo, estos incentivos lucrativos promovieron una extralimitación masiva de su aplicación: una guerra contra las drogas supuestamente dirigida en contra de infractores violentos, con el tiempo barrió a una masa de pequeños infractores y traficantes callejeros -la mayor parte de ellos afroamericanos- y los condenó a penas de cárcel que guardaban poca relación con su culpabilidad o peligrosidad (Hinton, 2016; Lynch, 2016; Tonry, 2016).

Hoy, los impactos de la guerra contra las drogas en el control del delito son aún inciertos, aun cuando sus impactos raciales se han vuelto cada vez más innegables. Carecemos de buenos datos sobre ese tema, aparte de los precios en las calles de las drogas prohibidas y el número de arrestos, siendo esto último una medida del esfuerzo policial antes que un indicador relativo a las tasas delictuales subyacentes. Entonces, aunque podemos decir que el aumento de las tasas de encarcelamiento ha coincidido en el tiempo con el descenso de la violencia y los crímenes contra la propiedad, no podemos hacer las mismas aseveraciones en cuanto al impacto de la guerra contra las drogas en las tasas de posesión, venta, y fabricación de estupefacientes. 18

Conclusión

Me he enfocado en los avances de los últimos 20 años, pero, por supuesto, los problemas se mantienen y los desafíos nos esperan. Si la literatura sobre la sociología histórica del encarcelamiento masivo ilustra alguno de los avances que se han hecho, hay muchas otras áreas en las que tanto la teoría como la investigación se encuentran menos desarrolladas de forma adecuada. Un buen ejemplo concierne a la pregunta comparativa sobre por qué, en la mayor parte de las dimensiones, el castigo de Estados Unidos parece más severo que el de otros países comparables. Esta pregunta expande el objeto de análisis más allá de las tasas de encarcelamiento, dado que Estados Unidos es también un lugar único en el uso de sanciones extremas, extensión de las sentencias, consecuencias colaterales del castigo, supervisión correccional, y su uso limitado de sanciones monetarias como pena para delitos ordinarios (Garland, 2017). Y, al ser una pregunta comparativa, es aún más difícil de abordar que la pregunta por el cambio penal a lo largo del tiempo que he estado analizando. En primer lugar, los problemas subyacentes son diferentes: la historia es una disciplina sobre el lineamiento de acciones, eventos, y consecuencias, a nivel individual, grupal, e institucional o estructural. Pero trazar diferencias de extensión, intensidad, y escala a través de los países es una cuestión relacionada con la identificación de los factores que impulsan el crecimiento de los indicadores como elementos opuestos a su disminución; de identificar factores de riesgo o preventivos; y de observar los incentivos y facilitadores tanto como los límites o frenos. Y los diversos factores y procesos son interactivos. Es bastante probable que la explicación sobre el carácter distintivo de Estados Unidos no será un asunto relativo a procesos causales con un carácter único o particular, sino que sobre las fuerzas y factores que motivan con más intensidad estos procesos, o que debilitan las contrafuerzas que limitan el incremento del castigo en otros lugares. Otra dificultad básica es que, actualmente, carecemos de datos comparables, de hecho, ni siquiera nos hemos puesto de acuerdo en un conjunto único de parámetros. Por último, aunque tenemos una serie de marcos explicativos plausibles, cada uno de los cuales se apoya en evidencia empírica de distinta clase, todos ellos poseen una orientación hacia el nivel macro sociológico, y aún les resta por especificar —sin considerar su prueba empírica— los mecanismos, procesos, y vínculos intermedios a través de los que las estructuras macro llegan a dar forma a los patrones y resultados penales (Garland, 2017). Ejemplos de esta clase de campos menos desarrollados podrían multiplicarse, pero el punto es claro. Debido a todos los avances importantes que se hicieron en la sociología del castigo en los últimos veinte años, no faltan tareas desafiantes esperándonos en los años que vendrán.

Reconocimientos del autor

Agradezco a Mona Lynch por sus útiles comentarios y sugerencias, y también a Filomen D’Agostino y al Fondo de Investigación Max E. Greenber de la Facultad de Derecho de la Universidad de Nueva York.


1 N. del T. A lo largo del texto, las expresiones «castigo y sociedad» o «el castigo y la sociedad» se encuentran recurrentemente entre comillas («»). Esto es análogo en el texto original. Se trata de una decisión de estilo del propio Garland.

2 Para un resumen sobre la formación del campo, véase Simon y Sparks (2012), «Introduction».

3 N. del T. A lo largo del texto, la expresión «encarcelamiento masivo» ocasionalmente se encuentra entre comillas («»). Ello es fiel reflejo del texto original y corresponde a una decisión del autor que persigue advertir al lector que se trata de un concepto que puede o no describir la realidad de forma exacta. Esto, pues la frase «encarcelamiento masivo» generalmente se utiliza en Estados Unidos como una suerte de slogan político antes que como un concepto preciso.

4 Estas reflexiones no están basadas en un estudio empírico sistemático de «sociología del conocimiento» (como el que ha presentado Abend (2006) para la sociología; o Savelsberg (2004) para la criminología), sino en las impresiones personales que me he formado trabajando en el campo durante un extenso periodo de tiempo. Aquí, me concentraré en la sociología del castigo, pero los lectores deben tener en mente que hoy en día muchas disciplinas confluyen en el campo del «castigo y la sociedad»: ciencia política, derecho, historia, economía, estudios afroamericanos, teoría cultural, etnografía, economía política, y política social comparativa, por mencionar las más prominentes.

5 Para un manifiesto influyente, véase Thompson (2010). Naturalmente, también continúan apareciendo estudios históricos de otros periodos: McLennan (2008), Guy Geltner (2015).

6 Véanse los números especiales de dos revistas históricas de Estados Unidos que tratan el nacimiento del estado carcelario: «Historians of the Carceral State», en Journal of American History, 2015, v. 102, n° 1, y «Urban America and the Carceral State», en Journal of Urban History, 2015, v. 41, n° 5. Sobre la historia del presente, véase Garland (2014).

7 N. del T. Los «Whigs» fueron el partido liberal en el parlamento británico, y se les atribuye la responsabilidad por el desarrollo de muchas de las reformas sociales que ocurrieron en ese país durante los siglos 18 y 19. Los historiadores que sostuvieran visiones políticas asociadas a este movimiento, presentarían relatos en los que las cosas son cada vez mejores a medida que transcurre el tiempo, sobre enfatizando el valor del progreso y las mejoras. Una «historia Whig en reversa» corresponde a una narrativa en que todo se torna peor a medida que pasa el tiempo. En este caso, estaríamos ante relatos en que las prácticas y las políticas son cada vez más represivas y antiliberales, presentándose un declive inexorable hacia un presente fatal.

8 El trabajo sobre el desencarcelamiento de Scull(1977) fue un ejemplo notable en relación con la manera en que los analistas pueden, a veces, equivocarse.

9 Véase Whitman (2003), sobre los límites de lo que él denomina «sociología de la modernidad» al momento de tratar casos específicos, historias nacionales, y culturas locales del castigo.

10 Para una exposición clásica sobre los límites de la teoría general y el lugar de las teorías de rango medio en el desarrollo científico, véase Merton (1996b).

11 Sobre la sociología analítica, véase Bearman y Hestrom (2009).

12 Confróntense con los estudios comparativos de los estados de bienestar —política social comparativa— que surgieron décadas antes que la sociología del castigo, y que han alcanzado un impresionante nivel de madurez medidos en estos términos.

13 Los procesos a los que me refiero son, sin duda, el tema principal de la literatura sobre la sociología de los problemas sociales (para una mirada general, véase Best, 2015). Las comprensiones teóricas en torno a la manera en se construyeron los problemas sociales derivó de esa literatura, por lo que puede movilizarse como un elemento de la sociología del crimen y el castigo.

14 Sobre la determinación de este fenómeno, véase Merton (1987) y Garland (2010). Como observa Merton: «Las expectativas teóricas fuertemente arraigadas, o aquellas inducidas ideológicamente, pueden conducir a percepciones de “hechos” históricos y sociales, incluso cuando resultan fácilmente refutables con evidencia sólida de fácil acceso.» (1987: 4).

15 Las ideas erróneas más recurrentes en este campo incluyen estimaciones exageradas del impacto de la guerra contra las drogas en la población penal (que asume que la población penitenciaria federal caracteriza a las prisiones del estado, cuando de hecho la situación es bastante diferente); del rol de las prisiones privadas y el complejo carcelario industrial (solo cerca del 8 % de las camas de las cárceles son comerciales; la comercialización correccional tuvo lugar bastante tiempo después de que la construcción de prisiones comenzara); o el rol de las pruebas de ADN exculpatorias en más de 150 casos de exoneración a personas condenadas a muerte (menos de 20 se habían basado en evidencia de ADN con anterioridad), entre otros.

16 N. del. T. En la política norteamericana, la noción de «estrategia sureña» alude al objetivo republicano de captar los votos de la población blanca del centro y sur del país mediante discursos y propuestas con una fuerte carga racial. Endichas zonas el apoyo de la mayoría blanca al partido demócrata comenzó a debilitarse a medida que este se acercaba a algunas de las ideas y consignas del movimiento por los derechos civiles.

17 N. del T. La sigla en inglés corresponde a una agencia dependiente del Departamento de Justicia de Estados Unidos denominada «LawEnforcementAssistanceAdministration», y cuya traducción al español correspondería a «Administración de Asistencia para la Aplicación de la Ley». La institución fue creada el año 1968 bajo el gobierno del presidente Lyndon Johnson como parte de su «guerra contra el crimen», y fue desmantelada el año 1982. Su objetivo principal radicaba en administrar el financiamiento federal para las agencias encargadas de hacer cumplir la ley a nivel local y estatal, así como financiar programas educativos, de investigación, e iniciativas locales de prevención del delito, entre otros.

18 Necesitamos recordar que los delitos de drogas no se encontraban en el listado de crímenes que denunciaba el FBI, y por ello, estas infracciones no figuran en los datos relacionados con las tendencias de crímenes usuales. Pfaff (2017) entrega estimaciones nacionales; Beckett et al. (2005), cuidadosamente, estiman los patrones para la ciudad de Seattle.

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Como citar este artículo:

Garland D. (2019). Avances teóricos y problemas en la sociología del castigo.Delito y Sociedad. Revista de Ciencias Sociales. 28(48), 9-37.