Año 28, nº 48, 2º semestre 2019


Recibido: 07/03/2019 · Aceptado: 17/04/2019 | DOI: 10.14409/dys.v2i48/8549

El trabajo de Inés Mancini, Doctora en Antropología Social e investigadora del CONICET, aporta una serie de pistas fundamentales para comprender si es posible iniciar procesos de inclusión social de jóvenes de sectores populares, a partir de la implementación de una política de seguridad y, fundamentalmente, el impacto que un programa de prevención social del delito tiene en las trayectorias vitales de estos jóvenes.

Mancini realiza una etnografía en una villa de emergencia de la ciudad de Buenos Aires donde se aplicó el programa de prevención social del delito «Comunidades Vulnerables». Su estrategia metodológica, guiada fundamentalmente por una serie de aportes de la antropología, apunta a dar respuesta a interrogantes que, según su perspectiva, no tienen respuestas a priori sino que se intentarán responder a partir de la observación sistemática de las interacciones entre los actores.

La autora realizará su trabajo de campo guiada por una premisa fundamental: es poco lo que sabe sobre lo que el Estado hace en materia de prevención del delito y menos aún acerca de las relaciones posibles entre inclusión social y prevención del delito. A partir de allí se estructura la investigación de una política pública —el Programa Comunidades Vulnerables— que se propone hacer prevención del delito a partir de la generación de inclusión social para sus beneficiarios.

Desde el comienzo de su trabajo Mancini va a centrar su análisis en la propuesta que el Programa Comunidades Vulnerables tiene para sus destinatarios: iniciar un proceso de transformación. Ahora bien, ¿en qué consiste la transformación que propone el Programa? Para responder a este interrogante Mancini utilizará los aportes de Philippe Bourgois en su importante trabajo etnográfico En busca del respeto para describir el proceso mediante el cual se intenta que los jóvenes abandonan una serie de prácticas culturales antagónicas, una «identidad antagónica» construida para dar forma a la opresión y la subordinación social, en la búsqueda de adquirir una nueva identidad acorde al orden social vigente. En este sentido considera fundamental analizar minuciosamente las relaciones entre beneficiarios/as y agentes estatales en el territorio donde se implementa el Programa para pensar esas posibles transformaciones.

Mancini nos introduce en su trabajo analizando algunas miradas que han caracterizado los estudios sobre las interrelaciones entre política social y política criminal. La primera de ellas se corresponde con un conjunto de trabajos que cuestionan los programas de prevención social del delito porque supondrían una criminalización de la política social e incluso una criminalización de la pobreza. Como uno de los ejemplos más significativos de esta perspectiva la autora desarrolla las ideas de Baratta y enfatiza la pregunta central que se hace el autor: ¿estamos asistiendo a procesos de criminalización de la política social o de socialización de la política criminal? Esta construcción teórica buscaría dar respuesta a esa pregunta analizando las intenciones de quienes aplican y diseñan las políticas de prevención, así como en sus etiquetas institucionales.

La segunda mirada se vincula con una generación de estudios que abordan políticas específicas para analizar dichas relaciones desde la perspectiva del control social y que, sostendrá Mancini, terminan formulando la misma pregunta que se plantea en los primeros trabajos citados. En este sentido la autora cita una serie de trabajos de Emilio Ayos, Nicolás Dallorso y Máximo Sozzo en Argentina.

Todos estos trabajos plantearían, desde su punto de vista, una crítica a este tipo de propuestas por considerar que no superan la selectividad propia del sistema penal, en definitiva los programas de prevención del delito hacen el mismo recorte poblacional que las políticas punitivas: jóvenes pobres. Estos programas reproducirían para los autores estructuras de desigualdad social y estigmatizarían a algunos jóvenes por considerarlos «ofensores potenciales».

A partir de estas construcciones teóricas la autora plantea una serie de cuestionamientos. En primer lugar se debate la idea de que el análisis de las intenciones de quienes aplican y diseñan estos programas sea la llave para comprender si estamos o no ante un proceso de criminalización de las políticas sociales. El análisis de las intenciones, argumenta, coloca al analista social en la posición de interpretar voluntades que difícilmente podrían constituir datos observables. En esa línea pondrá en duda la utilidad de la metodología de trabajo que utilizan las citadas investigaciones centradas en las entrevistas a funcionarios y/o la lectura de documentos, pretendiendo suplir de esa manera la observación de prácticas concretas. En consecuencia, sostendrá que la respuesta a los límites entre política social y política criminal puede ser posible en la teoría pero en la práctica hay una serie compleja de mediaciones entre los diseños de los programas y sus experiencias concretas.

En segundo lugar, argumenta que es discutible que el recorte poblacional del Programa suponga de manera automática un proceso de criminalización, para poder dar cuenta de este proceso es preciso analizar en las prácticas concretas y en los discursos de los beneficiarios si efectivamente existe ese proceso de estigmatización por pertenecer al Programa. En ese sentido, es fundamental dar cuenta de la importancia que puede tener la política de seguridad para la comunidad en la que residen los jóvenes y cómo es leída o interpretada en ese contexto.

En definitiva, la propuesta es debatir si efectivamente la implementación de estos programas se constituye como una forma de control social, profundizando el análisis de la posición de los jóvenes en relación a estos dispositivos, que no siempre es de subordinación, sino que se modifica en las diversas interacciones y genera un conjunto de prácticas de resistencia.

A continuación, el trabajo se estructurará en cinco capítulos que buscarán dar cuenta de los recursos que el Programa Comunidades Vulnerables pone en circulación en el territorio y cómo esos recursos construyen vínculos entre los diversos actores involucrados. Analizar esos vínculos permite descifrar las distintas estrategias que el Programa pone en juego para iniciar lo que la autora considera una «transformación» de los beneficiarios y producir su inclusión social.

El primer capítulo aborda la cuestión de los recursos humanos, centralmente beneficiarios y operadores/as, y los vínculos que generan en el territorio. Sobre los beneficiarios, más allá de lo que establece la documentación al respecto, la autora destaca que se realiza una definición de los beneficiarios directos que involucra una serie de características que habilita a la población a ser destinataria de esta política pública. Mancini afirma que si bien existe una descripción del programa sobre quienes deben ser los beneficiarios y una serie de estadísticas que justificarían, en principio, la elección de la población para trabajar la prevención del delito, existe una idea de que el «joven villero» debe ser «objeto» de esta política pública y eso se funda centralmente en un estereotipo. El programa se define como un dispositivo para jóvenes en conflicto «actual» o «potencial» con la ley penal e implica definir prácticas próximas al delito, algo que la autora considera sumamente contingente y arbitrario.

En cualquier caso, pasar a ser beneficiario del Programa supone adquirir, según las observaciones de este trabajo, la condición de «chico con problemas», al menos en algunos contextos, lo que nos remite al problema de la estigmatización. Sin embargo, Mancini destaca que el hecho de que alguien se presente como una persona con problemas o que ya no quiera «estar todo el día en la calle», no tiene mayor incidencia en términos de estigmatización, porque se trata de una presentación en un contexto específico que no necesariamente impacta en otros espacios de socialización. Incluso, sentir que se convenció a un operador para ser reclutado era sentido por algunos jóvenes como una hazaña.

La autora considera que los beneficiarios son sujetos «difíciles de reclutar» y por lo tanto deben establecerse un conjunto de estrategias para acercarlos al programa. En ese sentido destaca el rol central de los actores comunitarios que acercan a los jóvenes y, por otra parte, el dinero que ofrece el plan a quienes participan. Quién «merece», o no, ese dinero es una «evaluación moral» que hacen los operadores frecuentemente y Mancini desarrolla esta problemática ampliamente a partir de una serie de notas de campo. Finalmente, en la definición que los/las propios/as operadores/as construyen de los beneficiarios habría un elemento común que funciona como condición para que las personas sean merecedoras de la transformación: la situación de vulnerabilidad que se les atribuye.

Sobre los/las operadores/as la autora destaca que no existe ninguna documentación que permita acceder a las características que debería tener quien ejerza el rol de operador/a. Se trata, según sus observaciones de agentes estatales que deben insertarse en la «comunidad vulnerable», establecer relaciones de confianza con los posibles beneficiarios, iniciar con ellos un vínculo tal que permita la transformación. Esa relación está mediada por una serie de cuestiones de clase, raza, edad y género.

La confianza, que se observa como central en la construcción de vínculos entre los/las operadores/as y los beneficiarios, se construye a partir de la constante presencia en el barrio, pero también con la utilización del «carisma», la apuesta a construir lazos afectivos. Mancini dispone a los operadores en dos grupos, remitiendo a los tipos ideales weberianos, el primero de ellos estaría compuesto por los «operadores carismáticos», aquellos que fundan su relación con la comunidad en la ejecución de su carisma, y en segundo lugar se refiere a «operadores burocráticos», quienes desarrollan su trabajo con la comunidad fundamentalmente aplicando reglas institucionales.

Otro recurso fundamental para la construcción de relaciones en el territorio es la comunidad, en el segundo capítulo Mancini le dedicará algunas páginas a definir la importancia de la comunidad como otro recurso central para las políticas sociales implementadas en el territorio. Sin embargo, como podrá observarse a lo largo del resto de su trabajo, la relación entre el Programa y la comunidad no es del todo clara: los operadores deben insertarse en la comunidad y producir cohesión social; es la comunidad la que debe acercar a los beneficiarios para que sean transformados y a la vez hay que transformar a la comunidad. Lo cierto es que la postura del Programa es que las redes de confianza solo pueden ser producidas si se profundizan los vínculos de confianza entre los actores comunitarios.

En este apartado la autora también analizará la importancia del dinero que los jóvenes reciben como contraprestación por su participación en el programa1. El dinero es, según sus observaciones, un elemento fundamental para que los jóvenes se acerquen al programa a proponerse como beneficiarios y a la vez un elemento que genera algunas preocupaciones para los/las operadores/as, la pregunta central que guía esa preocupación es si los jóvenes realmente quieren cambiar y están comprometidos o sólo se acercan para recibir ese monto de dinero. En definitiva el dinero será utilizado como una forma de atraer a los jóvenes y como un recurso que habilita la posibilidad de transformación. Pero su cariz problemático no termina allí, se trata de un recurso escaso y ampliamente demandado en la comunidad. Ese recurso insuficiente, de alguna manera, determina una serie de selecciones que los operadores deben hacer con criterios que, según la autora, son demasiado amplios y quedan librados a la decisiones informales de los/las operadores/as.

Los capítulos siguientes se dedican a analizar concretamente las relaciones que son construidas en el territorio y a la complejidad de los vínculos entre operadores/as y beneficiarios. Más allá de las tensiones que se generan en estos vínculos y que la autora analiza minuciosamente en estas páginas, existe una relación de confianza entre operadores/as, actores comunitarios y beneficiarios que está sostenida, en buena parte, por lazos emocionales que permitirían mantener los procesos de transformación que se propone el Programa. En estas relaciones existe un «encuadre», una serie de reglas y disciplinas que forman parte de lo que podría «transformar» a los beneficiarios. Las reglas muchas veces están implícitas en las relaciones y no existe una obediencia sostenida sino que la autora pudo observar una serie de resistencias que pueden o no generar una ruptura del encuadre, según diversos criterios informales que aplican los operadores. Finalmente, las normas son negociadas entre los diferentes actores y no existe a priori una situación de subordinación de los beneficiarios.

En los últimos dos capítulos Mancini se dedica a reflexionar acerca de lo que los agentes del Programa definen como «transformación». De alguna manera lo que los/las operadores/as intentan sostener es una transformación en los hábitos y en las prácticas de ciertos jóvenes, lo que debería producir finalmente su inclusión social, y como efecto indirecto la modificación del barrio en el que viven. Para explicar esa transformación se utilizan en este trabajo una serie de teorías de la conversión religiosa. La autora combina algunos modelos teóricos que le permiten analizar la «conversión» que propone el Programa y las situaciones particulares que se enfrentan en un territorio donde los posibles «conversos» comparten ciertas condiciones materiales de pobreza, que no son experimentadas de la misma manera por todos los beneficiarios.

En este sentido, Mancini sostendrá que el escenario de conversión que propone el Programa es abierto, es decir, se intentan conciliar dos visiones del mundo; mientras los beneficiarios participan del Programa al mismo tiempo sostienen otros espacios sociales que podrían ser irreconciliables con las visiones que propone el Programa. En este apartado la autora apuesta a definir cuál es la transformación que el Programa debería sostener para procurar la integración social de los beneficiarios: afirmará que para lograrla efectivamente se debe procurar una verdadera «resocialización» que supone modificaciones en el uso del tiempo, del dinero y de los roles de género y para ello es necesario un cambio profundo en sus visiones del mundo. Sin embargo, desde la perspectiva de los beneficiarios no se logra observar una apropiación de la idea de estar construyendo una nueva identidad y los usos que se hacen de los diversos talleres del programa tienen otras finalidades inmediatas para los jóvenes: despejarse, conversar, o simplemente asistir a las actividades para cumplir con el encuadre del Programa.

Para finalizar su trabajo, Mancini elabora una tipología de trayectorias de vida2 de los jóvenes que participan del Programa. El análisis de estas trayectorias de vida le permite reflexionar sobre el impacto que tiene en sus vidas la circulación de recursos que propone el Programa, las relaciones construidas y los procesos de transformación.

La conclusión que se permite esbozar la autora es que el programa encauza, solo en algunos casos, determinados procesos de inflexión de los jóvenes en procesos de cambio más o menos exitosos. Esos puntos de inflexión en la vida de los jóvenes, lo que ellos mismos denominan «rescatarse» se vinculan en general con episodios de su vida personal ajenos a la propuesta del Programa. Sin embargo, en los demás casos, el plan se configura para los beneficiarios como un espacio de contención más o menos intermitente.

El análisis de estas prácticas se constituye, por lo tanto, como un terreno fértil para seguir indagando cómo producir procesos de inclusión social y si existen posibilidades reales de que estos programas produzcan modificaciones en los sistemas de creencias e interacciones entre los jóvenes de sectores populares.


1 Los beneficiarios del Programa Comunidades Vulnerables reciben como compensación por su participación un dinero mensual que cobran a través de una entidad bancaria, se lo denomina Plan de Empleo Comunitario (PEC) y se recibe a partir de la articulación del Programa con el Ministerio de Trabajo.

2 Las tipología elaborada incluye diversas trayectorias, a saber: trayectorias de muerte, trayectorias de cárcel, trayectorias de dependencia y trayectorias de trabajo.