Apuntes

Sobre: Un arte radical de la lectura: constelaciones de la filología latinoamericana, de José Rafael Mondragón. México: Universidad Nacional Autónoma de México, 2019.

Facundo Gómez
Universidad de Buenos Aires, Argentina

El taco en la brea

Universidad Nacional del Litoral, Argentina

ISSN: 2362-4191

Periodicidad: Semestral

vol. 8, núm. 14, 2021

eltacoenlabrea@gmail.com

. Universidad Nacional Autónoma de México. 2019. México. Universidad Nacional Autónoma de México


DOI: https://doi.org/10.14409/tb.2021.14.e0054

Para citar este artículo: Gómez, F. (2021). Sobre: Un arte radical de la lectura: constelaciones de la filología latinoamericana, de Mondragón, J.R. El taco en la brea, (14) (junio–noviembre). Santa Fe, Argentina: UNL. e0055 DOI: 10.14409/tb.2021.14.e0054

Tras la lectura fascinada de Yo El Supremo, la magna obra de Roa Bastos, Ángel Rama caracterizó la tentativa del paraguayo como un «monumento narrativo», un texto cuya desmesura remitía a aquellas grandes creaciones latinoamericanas como Facundo o Os sertões (2008:413). Pues bien, la lectura atenta de Un arte radical de la lectura: constelaciones de la filología latinoamericana, de Rafael Mondragón, invoca un estremecimiento semejante: se trata de un tour de force poco frecuente en los estudios literarios contemporáneos, un recorrido que a lo largo de sus casi quinientas páginas aspira a recuperar los pasos fundadores de la tradición filológica latinoamericana.

Mondragón formula dos preguntas centrales que disparan su indagación: por un lado, cómo entender el sentido social y ciudadano de los esfuerzos llevados adelante por una ilustre galería de críticos de la literatura latinoamericana durante gran parte del siglo XX; por el otro, cómo apropiarse de ese linaje para concebir una práctica de la lectura en un contexto contemporáneo exhausto de violencia y marginación. Ambas cuestiones motivan una reformulación del objeto de estudio: la filología, que es pensada como una praxis intelectual marcada por un fuerte imperativo ético y volcada al estudio, la interpretación, el resguardo y la trasmisión de la palabra escrita. El autor procede entonces a una suerte de «arqueología» (23) de aquellos debates constitutivos en el devenir de la tradición filológica latinoamericana y de las tensiones, propuestas y exploraciones que los estudios literarios han emprendido ante las demandas históricas y culturales de las sociedades en las que se encuentran anclados.

Un arte radical de la lectura se organiza en cuatro capítulos que exploran debates y proyectos fundamentales para la historia de los estudios literarios en nuestro subcontinente entre 1910 y 1964. En cada uno de ellos, las secciones internas conforman un verdadero mapa de voces, desafíos y textos a través de los cuales se recomponen panoramas, itinerarios, lógicas institucionales y conflictos sociales y políticos. La obertura del primer capítulo se inicia con un entrañable recuerdo de la gran filóloga Margit Frenk, lo que no solo resalta la veta autobiográfica del libro, sino que introduce cierta idea de magisterio humanista y una imagen poderosa de la comunicación intergeneracional alrededor de las letras hispánicas. El objeto central del capítulo es la indagación sobre las ideas y ensayos de Raimundo Lida y Antonio Cornejo Polar acerca de la experiencia lectora y cómo ambos, en su juventud, debieron configurar estrategias de análisis y reflexión sobre lo escrito en vivo diálogo con mentores y colegas ilustres o con trayectorias intelectuales heterónomas, respectivamente.

El segundo capítulo toma como problema la cuestión de las literaturas indígenas y los esfuerzos descolonizadores de tres intelectuales, Ángel María Garibay, Pablo González Casanova y Jesús Lara. El tópico es interrogado con diversas perspectivas: desde el trazado de un estado de la cuestión sumamente preciso hasta la narración autobiográfica sobre el dictado de clases en el D.F. y la reflexión con los estudiantes —otra escena de magisterio— sobre la falta de percepción acerca de la riqueza plurilingüe de la sociedad mexicana. Además, otro señalamiento hace de la sección uno de los momentos más lúcidos del ensayo: la consideración de cierto lado oscuro de la filología, aquel que la convierte en dispositivo de silenciamiento y marginación de las lenguas nativas en aras del idioma metropolitano que aún seguimos hablando.

El tercer capítulo gira en torno a dos intelectuales insignes del pensamiento y las letras latinoamericanas, José Carlos Mariátegui y Pedro Henríquez Ureña, y se esfuerza por reconstruir una escena cultural impregnada por los debates y las esperanzas de la Revolución Rusa alrededor de la fusión entre el arte y la vida, las vanguardias artísticas y las masas, la práctica intelectual y la intervención política. En esta sección, el ensayo exhibe su veta más narrativa al desplegarse como una prosa biográfica sobre las trayectorias de cada uno de los autores. Los apartados sobre Mariátegui se concentran en rescatar el núcleo arte−vida de su pensamiento, mientras la estrategia de análisis se desliza como un delicado y sutil ejercicio de lectura de uno de sus ensayos de juventud. Las secciones dedicadas a Pedro Henríquez Ureña se plantean como reivindicación programática de sus trabajos mediante un detenido trabajo de archivo y la lectura de sus manuscritos.

Un arte radical de la lectura concluye con un largo examen sobre las polémicas culturales suscitadas luego del triunfo de la Revolución Cubana. Si bien el título del capítulo refiere al semanario uruguayo Marcha, lo cierto es que tras un acertado rescate de la labor crítica de Emir Rodríguez Monegal al frente de sus páginas literarias, el ensayo gira hacia una pormenorizada glosa de los conflictos en la isla durante la década de 1960. La sección es quizás la que menos se deja atrapar por la noción ampliada de filología, en vistas de que el objeto de análisis excede con creces el mentado amor por las palabras y se sumerge de lleno en las acendradas disputas ideológicas sobre el arte y el compromiso revolucionario. El autor ubica en estas coordenadas históricas la intervención crítica de Ángel Rama y el texto «Diez problemas para el novelista latinoamericano», publicado en Casa de las Américas hacia 1964. El ensayo es leído por Mondragón como un «manifiesto inaugural de la nueva teoría literaria latinoamericana» (419), aunque la ponderación parece excesiva al corroborar el carácter coyuntural de varias de las aportaciones de Rama (muchas de ellas serían de hecho revisadas pocos años después), la focalización del texto en un específico género literario (la novela moderna) y el abordaje de un preciso fenómeno cultural apenas considerado por el autor (la llamada «nueva novela», es decir, el «boom latinoamericano»).

El ensayo en tanto género funciona en el libro simultáneamente como forma, objeto, estrategia y apuesta intelectual. La argumentación es sólida y creativa. El texto no teme a la digresión y abjura de la mezquindad de la factoría transnacional de los papers académicos. El entrelazamiento entre escenas de lectura, análisis de poemas, debates de ideas, reconstrucciones de archivo, citas eruditas e interpelaciones sobre el presente es sumamente productivo, por lo que el libro plantea con su propia textualidad una crítica certera hacia el sistema científico estandarizado y ultracuantificado que transforma a la filología en una práctica desapasionada y a las humanidades en una mera rutina de citas autorizadas, corpus prestigiosos y competencia individualista. Y lo hace, justamente, al abordar un vasto conjunto de ensayos elaborados por autores con los cuales se establece un diálogo respetuoso mas no complaciente. Si bien desde el título la respuesta al siempre vigente «¿qué hacer?» parece apuntar hacia una experiencia radical de lectura, es válido plantear que la propuesta de Mondragón rompe lanzas también por la escritura ensayística.

La centralidad de la noción de filología en un texto que aborda un legado tan diverso no deja de resultar sorprendente y exige cierto detenimiento. El autor traza una operación específica sobre el sentido de la disciplina, a la que concibe como labor intelectual de elevada trascendencia en contextos históricos de crisis. Su función social reside en la posibilidad de articular «proyectos que permitan la circulación de la palabra, la escucha colectiva de experiencias, la elaboración de registros, la construcción de lenguajes, la formación de “comunidades experimentales”, así como la discusión, transcripción y re−figuración de narrativas» (449). En tales instancias autorreferenciales del libro se explicita y resalta el lugar de enunciación: la realidad mexicana, transfigurada por la violencia del narcotráfico y por la convivencia forzada con el terror. En este contexto, el amor por las palabras adquiere un sentido ético y programático: ante la necesidad de resignificar la experiencia del horror, la filología deviene una estrategia de intervención válida y un llamado urgente a transformar el campo de estudios en una comprometida experiencia de lectura, escucha y diálogo.

Ahora bien, llama la atención la confianza del autor en el prestigio de la disciplina filológica y sobre todo en la celebración de un humanismo lacerado por la modernidad y dinamitado por la experiencia y el pensamiento contemporáneo. Los llamados «filólogos» son presentados como héroes letrados, custodios de la lengua, última resistencia contra la alienación y la violencia. Sobrevive en la obra una épica de los intelectuales que oblitera la ya extensa serie de trabajos que ha echado luz sobre las ambigüedades y operaciones discursivas a través de las cuales los intelectuales se han autoconstituido como grupo privilegiado. Se trata de un elemento que no se rastrea en otras operaciones de reinvención de la filología, como las ensayadas por Raúl Antelo (2013) o Daniel Link (2015). Por momentos, si se saltean las notas al pie —de lectura obligatoria—, el texto parece escrito décadas atrás, hacia mediados de la década de 1970, cuando las grandes narrativas de la modernidad aún desplegaban sus fastos y ordenaban los imaginarios. En medio de tantas y tan fructíferas inquisiciones, Un arte radical de la lectura no se permite considerar fenómenos como la cultura de masas, la globalización capitalista ni mucho menos la revolución tecnológica en progreso que ha sumergido a las humanidades en una situación de colosal crisis y cuestionamiento.

Para concluir, vale la pena revisar cómo la enunciación autobiográfica, que reaparece con elocuencia en las secciones finales del libro, adquiere una productividad fuera de serie en los estudios literarios recientes. El ensayo no se despliega en primera persona por veleidades autorreferenciales, sino porque la obra entera funciona como un auténtico manifiesto generacional, que pugna por llenar de sentido la práctica filológica y cuestionar el presente estado de cosas a partir de los saberes y tradiciones de una disciplina que parece fragmentada y domesticada. En este sentido, el rescate de las figuras intelectuales acentúa una y otra vez la juventud de los escritores dedicados a pensar estrategias para aunar ética y estética; se habla de un joven Lida, un joven Mariátegui, un joven Cornejo Polar, Rama, González Casanova, Garibay... Y, en este mismo gesto, se hace referencia tanto a los jóvenes latinoamericanos formados en las universidades norteamericanas, como a unos cuantos pares coetáneos cuyos aportes son glosados con entusiasmo, como Raúl Rodríguez Freire, Romina Pistacchio o Fernando Degiovanni. El arco de jóvenes filólogos se completa con el propio autor, que asume que el suyo se trata de un libro de juventud, a pesar de que él ya no se considera como tal. El ensayo entonces apuesta: los jóvenes filólogos de hoy —parece decir—, aun dispersos, precarizados, agobiados, pueden y deben hacerse cargo de una tradición rica en utopías y avanzar hacia un trabajo en conjunto, que es subrayado con una interpelación franca: «Aunque sea un libro lleno de notas al pie, está en busca de otros jóvenes que lleguen al oficio con sus propios sueños e inquietudes» (442, cursivas nuestras). La búsqueda del otro completa el carácter de manifiesto generacional de un libro que no solo investiga un tema, sino que propone un programa.

Un arte radical de la lectura se constituye entonces como un aporte de relevancia para los estudios latinoamericanos recientes debido a su síntesis esclarecedora, la argumentación fluida y provocativa, el modélico trabajo de archivo, una serie de operaciones que invitan al debate y, sobre todo, por el llamado a repensar nuestras prácticas intelectuales en un horizonte tan plagado de silenciamientos, violencias y desprecio por las palabras.

Referencias

Antelo, R. (2013). Para una archifilología latinoamericana. Cuadernos de literatura, 17(33), 253−281. https://revistas.javeriana.edu.co/index.php/cualit/article/view/5597

Link, D. (2015). Leer lo viviente: Roland Barthes y la filología. Comunicación leída en la mesa «Roland Barthes en Argentina: lecturas y actualidad» en el marco del Año Barthes. Buenos Aires: Museo del Libro y de la lengua. https://ficciondelarazon.org/2015/09/02/leer-lo-viviente-roland-barthes-y-la-filologia/.

Rama, Á. (2008). La novela en América Latina. Panoramas 1920−1980. Chile: Universidad Alberto Hurtado.

Información adicional

Para citar este artículo: Gómez, F. (2021). Sobre: Un arte radical de la lectura: constelaciones de la filología latinoamericana, de Mondragón, J.R. El taco en la brea, (14) (junio–noviembre). Santa Fe, Argentina: UNL. e0055 DOI: 10.14409/tb.2021.14.e0054

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