Papeles de investigación
Los que no fuimos a la guerra (1930), de W. Fernández Flórez: una caricatura de la moral pequeñoburguesa
Los que no fuimos a la guerra (1930), of W. Fernández Flórez: caricature of petite-bourgeosie moral
El taco en la brea
Universidad Nacional del Litoral, Argentina
ISSN: 2362-4191
Periodicidad: Semestral
vol. 9, núm. 15, 2023
Recepción: 28 Junio 2021
Aprobación: 23 Noviembre 2021
Para citar este artículo: Ares Cuba, G. (2022). Los que no fuimos a la guerra (1930), de W. Fernández Flórez: una caricatura de la moral pequeñoburguesa. El taco en la brea, (15) (diciembre–mayo). Santa Fe, Argentina: UNL. e0059 DOI: 10.14409/tb.2022.15.e0059
Resumen: En este estudio se propone un análisis de algunas contradicciones pequeñoburguesas presentes en Los que no fuimos a la guerra (1930). Primero, será necesario aproximarse a la voz narrativa, que aquí funciona como el elemento de unión más importante entre los sucesos narrados. Segundo, nos centraremos en la relación entre la moral colectiva y los conflictos bélicos, así como también sus consecuencias materiales. Y por último, se abordará la dialéctica entre la intención de encontrar una nueva forma estética y su destrucción a través de la caricatura. A pesar de la usual ambigüedad ideológica que presentan las novelas de Fernández Flórez, se concluye que estas contradicciones provocan una mirada inocente sobre la tragedia de la guerra, cuyo único argumento serán teorías prefascistas subyacentes.
Palabras clave: novela de la guerra, Primera Guerra Mundial, pequeña burguesía, humo, Restauración Borbónica.
Abstract: In this work, I propose an analysis about some of the petite‑bourgeoise contradictions presented in Los que no fuimos a la guerra (1930). At first, it will be necessary to approach to the narrative voice, that works as the most important element of cohesion among the events. Secondly, we will focus on the connection between the colective moral and the armed conflicts, as well as its material consecuences. Finally, I will tackle the dialectic between the aim of find a new aesthetic form and its destruction through the caricature. In spite of the usual ambiguity that is presented in the Fernández Flórez’s novels, I conclude that these contradictions cause a naïve look of the tragedy of war, whose single argument will be underlying pre‑fascists theories.
Keywords: War novel, First World War, petite-bourgeosie, humor, Bourbon Restoration, First World War.
Wenceslao Fernández Flórez (1885–1964) forma parte de una larga lista de escritores que, a pesar de haber conquistado el aplauso popular durante su tiempo, fue ignorado por la crítica académica posterior. Darío Villanueva considera que «Fernández Flórez es un buen ejemplo del escritor de amplia trayectoria y considerable éxito popular al que no acompañó un parejo interés por parte de la crítica» (1985, p. 33). Sin embargo, como explica Fidel López Criado, «ese desinterés procede esencialmente de una crítica canónica, elitista y conservadora, que antepone la inmanencia de la obra y la universalidad de sus temas a su naturaleza histórica como diálogo social» (2002, p. 19).1
Los primeros estudios consagrados a su obra literaria son la tesis doctoral de Sara Bolaño (1963), el libro biográfico de Albert P. Mature (1968) y el capítulo de Eugenio G. Nora en La novela española contemporánea (Nora, 1968).2 Sin embargo, será el Análisis de una insatisfacción: las novelas de W. Fernández Flórez, de José-Carlos Mainer (1975), el libro que revitalice los estudios sobre un autor que estaba ya prácticamente condenado por el paso del tiempo. En él, se establece la primera clasificación de sus obras: «naturalismo simbolista: frustración y paisaje», «costumbrismo utópico: humor y crítica» y «costumbrismo utópico: autodefensa y contradicción». Los que no fuimos a la guerra (1930) pertenece al segundo bloque, y según el catedrático presenta el conflicto entre una gran burguesía vencedora y una pequeña burguesía engañada, al mismo tiempo que muestra un «péndulo continuo entre la aceptación de un modo de vida y su violento rechazo» (Mainer, 1975, p. 198).
En 1980, el propio Mainer rescataría una de las novelas más importantes del autor a través de una edición crítica para Cátedra: Volvoreta (1917). En su prólogo, considera a Fernández Flórez como un ciudadano conservador: en 1915 es fiel a Antonio Maura (1853–1925), en 1923 acepta la dictadura de Primo de Rivera (1870–1930) y aplaude el alzamiento militar de 1936; aunque también reconocería la Constitución de 1932 como la mejor en la historia del país. Sin embargo, según Rosa María Echeverría (1987), Fernández Flórez pertenece a una burguesía moderna, europeizada y liberal que escandaliza a la derecha tradicional y, al mismo tiempo, es tildada de hipócrita por los sectores de izquierda. Fernando Díaz Plaja profundiza en torno al posicionamiento político de Fernández Flórez en un libro publicado en 1998, asociándole el transparente adjetivo de «conservador subversivo». Esta postura ideológica contradictoria puede rastrearse en la novela que nos ocupa, ya que como sostiene Mainer, completa «los trazos de su contradictoria actitud política: lúcida en el diagnóstico, regeneracionista conservadora (...) en sus principios, dramáticamente inadaptada al mundo que la condiciona como consecuencia de la misma inadaptación social del autor» (Mainer, 1975, p. 306). Precisamente para protegerse de su propia inadaptación y de sus contradicciones internas, Fernández Flórez acude recurrentemente al humor, que, como explica Carlos Fernández (1987), «es, sobre todo, escéptico. Es el humorismo de un escritor profundamente desilusionado, deseoso de poner a la vista de los demás los errores e incoherencias de la humanidad» (Fernández, 1987, p. 214).3
Sin embargo, este eclecticismo y escepticismo ideológicos tan contradictorios, que lo encumbraron al éxito literario en su tiempo, fueron precisamente el principal óbice para su canonización dentro de la Historia académica e intelectual. Fidel López Criado se pregunta «¿por qué ese desprecio? ¿Cuál es el pecado canónico de nuestro escritor? Las razones son muchas y muy variadas, y entre ellas se encuentran de manera muy destacada la difícil ubicación del autor y la oculta complejidad de su producción literaria» (2002, p. 20). De hecho, es Mainer el primero en señalar esta dificultad, ya que Fernández Flórez
manifiesta, por ejemplo, rasgos de regeneracionismo en su acerba disección de la vida española, pero carece de los registros populistas de Joaquín Costa y antes bien parece próximo al regeneracionismo conservador de los círculos mauristas. Sus primeras novelas tienen una clara progenie modernista, pero, cuando aborda el relato de protagonista, el escepticismo corrige el aire neorromántico, confesional y angustioso de este tipo de narraciones. Tampoco corresponde su talante al optimismo burgués de los aledaños de 1914, y que se encarnó en las ficciones moralistas de Pérez de Ayala o en la reflexiva y provocativa prosa doctrinal de Ortega y Gasset. (1980, p. 13)
Comparada con obras como Volvoreta (1917),El malvado Carabel (1931) o El bosque animado (1944), Los que no fuimos a la guerra (1930) no ha recibido demasiada atención por parte de la crítica especializada. Dice bien Fidel López Criado cuando explica que en esta novela todo fenómeno social es provocado bien por el error humano, bien por la herencia genética o la Naturaleza:
Fernández Flórez ha hilvanado en la trama de esta novela los grandes cambios sociales propiciados por la Primera Guerra Mundial. Y con la notable excepción del feminismo, nuestro autor ha puesto en solfa humorística una problemática social que, en menos de dos décadas, desembocaría en una cruenta guerra civil. En este sentido, si bien hemos destacado el mérito —no solo literario— que corresponde a la sagacidad de nuestro autor a la hora de identificar con meridiana claridad los cambios que el mundo europeo andaba experimentando, después de 1918, también hemos insistido en cómo esa visión es producto de una sensibilidad sociopolítica, característica de una parte de la sociedad española prefascista, incapaz de ver en los problemas sociales, económicos o políticos, que aquejaban al país entonces, algo más que un problema moral. (2008, p. 126)
El objetivo principal de este artículo es explicar algunas de las contradicciones pequeñoburguesas que aparecen en Los que no fuimos a la guerra a partir del tema de la Primera Guerra Mundial. Para ello, será necesario analizar, primero, la voz narrativa, que aquí funciona como el elemento de unión más importante entre los sucesos narrados, cuya técnica se aproxima al cuento.4 Segundo, la relación entre la moral colectiva y los conflictos bélicos, así como también sus consecuencias materiales. Y tercero, la dialéctica entre la intención de encontrar una nueva forma estética y su destrucción a través de la caricatura.5 Por conciencia pequeñoburguesa se va a entender aquella tendencia de las trabajadoras y trabajadores autónomos (aquellos que poseen medios de producción para poder desarrollar su fuerza de trabajo sin tener que venderla a un capitalista, pero que al mismo tiempo tiene escasas capacidades de acumulación de riqueza) a idolatrar el sistema que la burguesía (el gran capital) tiene planeado para la sociedad, generando pobreza, desigualdad, explotación, etc. Por eso se habla de contradicciones pequeñoburguesas: la pequeña burguesía idolatra el sistema burgués, pero critica sus consecuencias.6 Será necesario tener en cuenta también la característica ambigüedad que presentan las novelas de Fernández Flórez (y esta no es una excepción) a la hora de abordar la crítica social. En esta línea, este trabajo se detendrá en los siguientes elementos puntuales: el extremismo ideológico (aliadófilos contra germanófilos), la pobreza del pueblo trabajador, el patriarcado, y la prensa como generadora de opinión.
La voz narrativa
Javier ejerce de voz narrativa en Los que no fuimos a la guerra. Posee un aspecto de omnisciencia editorial. Javier investiga sobre los personajes de Iberina como si se tratase de un historiador, por tanto conoce todos los detalles de los hechos que va a narrar y, además, introduce sus propias consideraciones. El tipo de voz, en cambio, es más complejo, ya que hay pasajes en los que es él el propio protagonista de los hechos, cuando narra su romance frustrado con Aurora, la hija de Amado Casal. La voz, por tanto, fluctúa entre el tipo heterodiegético y autodiegético. La modalización de los pensamientos de los personajes se lleva a cabo mediante una psiconarración, simplemente se describen como si el narrador los tradujese. A pesar de tratarse de un narrador heterodiegético omnisciente, el lector tiene la constante sensación de estar leyendo un texto profundamente subjetivo. Esto se debe fundamentalmente al capítulo I, donde se presenta a Javier como si fuese un personaje más, dando la impresión de que la novela está construida sobre una voz de aspecto yo testigo. Ya en las primeras líneas se puede apreciar el tono de la novela y algunos de sus rasgos estilísticos fundamentales:
Voy a cumplir cuarenta años. Gano ochenta duros al mes. Sufro hiperclorhidria. Tiempo ha que enterré todas mis ilusiones, y, cuando pienso en la inutilidad de mi existencia, me extraña que la Muerte no se haya acordado de mí y dudo que, verdaderamente, la Naturaleza suprima lo superfluo. (Fernández Flórez, 1930, p. 7)
Javier parece ahogarse en un vaso de agua. Reflexiona ya en sus primeras líneas en torno a la muerte, esperándola como la solución a todos sus problemas.7 Y sin embargo, sus problemas no son tan graves. Primero, su salario es de «ochenta duros al mes», es decir, 400 pesetas, mientras que el salario medio de un obrero rondaba las 176 pesetas mensuales (Germán Zubero, 2009, p. 385). Segundo, su enfermedad más destacada es la «hiperclorhidria», es decir, acidez de estómago. Y tercero, va a cumplir cuarenta años, cuando Fernández Flórez tiene ya, en 1930, 45 años. Y estas condiciones son las que lo llevan a enterrar todas las ilusiones, a pensar en lo inútil de la existencia y a añorar a la muerte.8
El narrador aparece ridiculizado, presenta de forma exagerada sus rasgos más característicos, es decir, se muestra caricaturizado desde el primer momento, lo que oculta el sentimiento trágico del autor, esa «peculiar ideología fatalista que pregonan estas primeras novelas y en las que una Naturaleza impertérrita preside, sin un gesto de piedad ni un arrebato de ira, el azaroso destino de los seres, en los que la muerte, la felicidad, el dolor, son simples accidentes del misterio profundo de vivir» (Mainer, 2001, p. 16).9 En el fondo, Fernández Flórez se está riendo de sí mismo.
La moral colectiva y las consecuencias de la guerra
El segundo capítulo de la novela abre con una trascendente oración: «donde hay dos hombres existe una rivalidad; y en Iberina moraban veinte mil personas que nunca estuvieron acordes» (Fernández Flórez, 1930, p. 19). Esta frase parece evocar las palabras que Thomas Hobbes (1588–1679) había tomado prestadas de Plauto, homo homini lupus, para justificar los regímenes autoritarios y corregir, así, el egoísmo innato en el ser humano.10 La novela no parece sugerir que el origen de la guerra fuese la necesidad de las potencias beligerantes por mantener su estatus hegemónico en el panorama económico europeo, alejándose radicalmente de los análisis de autores como Vicente Blasco Ibáñez (1867–1928).11 Mediante una anécdota exagerada de una rivalidad futbolística aparece caricaturizada esta condición humana:12 «allí fue donde murió el sacristán de San Jorge. Se le rompió el corazón al conseguir su equipo el goal de empate» (Fernández Flórez, 1930, p. 21).
El 28 de julio de 1914 Austria–Hungría declara la guerra a Serbia con el pretexto del asesinato del archiduque Francisco Fernando de Austria (1863–1914) el 28 de junio de ese año a manos de Gavrilo Princip (1894–1918), terrorista de origen serbio. Con esto, comienzan las hostilidades en Europa, suceso que en Iberina produce un efecto inesperado:
Al estallar la guerra europea, en el verano de 1914, todos los rencores desaparecieron, todas las divergencias se borraron; hubo una pausa de atención y de susto en la que se diría que el barro en que estaban modelados los recientes visajes de los enemigos, era amasado nuevamente por las manos del escultor. (Fernández Flórez, 1930, p. 22)
De nuevo, el contractualismo de Hobbes vuelve a relucir. El ser humano es egoísta por naturaleza, pero una sociedad represiva podría llegar a corregirlo.13 En este caso, el temor a la miseria, la muerte y el hambre se convierten en los alicientes de una nueva convivencia.
Sin embargo, «de pronto, Iberina se rajó en dos mitades» (p. 22), más concretamente, aquellos que defendían la causa de Francia y los países aliados (aliadófilos), y los que defendían la postura del Imperio Alemán y las potencias centrales (germanófilos).14 Esta escisión también va caricaturizada con una breve anécdota: el conserje del Colegio de San Antonio era muy amigo de todos, especialmente del director, el señor Ibarra, hasta que le regalaron un perro «pequeño, rabicorto y torpe de movimientos» (p. 22) al que le puso de nombre, primero, Kaiser, después, Kronprinz, y finalmente Ludendorf (sic).15El señor Ibarra era germanófilo e instó a su empleado a que le pusiese otro nombre al can. El conserje se negó y fue despedido. Cuando abandonó el colegio, «Ludendorf .sic.) le siguió con pasitos apresurados» (p. 25). Este conflicto estará presente a lo largo de toda la novela y condicionará las acciones de sus personajes principales. Amado Casal, el señor Suárez y Medina, todos aliadófilos, protagonizarán una jocosa persecución hacia Hermann Halp, un alemán radicado en Iberina por asuntos meramente personales, al que acusan de espía de las potencias centrales.16 Sin embargo, todo lo que hasta ahora producía la risa, provoca la caída en desgracia de Amado Casal, despedido por el ayuntamiento germanófilo en que trabajaba, quedando su familia sustentada solamente por el humilde salario de su hija Aurora, que había comenzado a trabajar en un pequeño bazar.17
Conforme la novela va avanzando, nos vamos sumergiendo en el mundo de Iberina. Gracias a eso, podemos comprobar que todas estas relaciones humanas que eran objeto de deformación esconden, en el fondo, una tragedia individual presentadas con una sobriedad que contrasta con la caricatura del ser humano en sociedad.18 En esta línea hay que entender al personaje doña Elisa, la esposa de Amado Casal, responsable de «esos callados milagros que nadie canoniza: el de no enloquecer, el de hacer tortillas sin huevo, el de que Aurora aparentase tener un sombrero en cada estación cuando en realidad no poseía más que uno para toda la vida» (pp. 51–52).19 Elisa, mujer fuerte, ama de casa, tuvo que enfrentarse a unas duras circunstancias socioeconómicas. «Cada día todo costaba un poco más. (...) —Pero, ¿por qué?— preguntaba cada vez doña Elisa. Y le respondían cada vez: —Es la guerra» (p. 52). En efecto, la Gran Guerra supuso un periodo en que España, neutral en el conflicto, pudo exportar ciertas materias primas, como el algodón, a los países beligerantes. Sin embargo, debido a la deficiente estructura económica del país, se vieron perjudicadas las capas sociales más vulnerables: el Estado dio preferencia a las exportaciones ante el abastecimiento interno, lo que provocó la escasez de alimentos y, por tanto, el aumento de los precios y la disminución de los salarios (Casanova y Gil Andrés, 2009).
Estas circunstancias económicas se interponen en los planes a futuro de Javier, el narrador, ahora también convertido en personaje: el eterno enamorado de Aurora, la hija de Casal. Los jóvenes mantenían un idílico romance rodeado de la pobreza, ya que Javier–personaje «estaba sometido a un sueldo más mísero aún que el de Casal» (Fernández Flórez, 1930, p. 59). Un día, el joven se atrevió a solicitar a doña Elisa que les permitiese mantener sus reuniones dentro de la casa. Sin embargo, encontró una negativa bajo la excusa de que, como todavía no estaban casados, podría ser violento si algún día llegasen a romper. No obstante, «la razón secreta estaba en aquellos muebles sin barnizar y en aquellas butacas rotas y en aquel aspecto empobrecido y lamentable de la casa» (p. 60).
Aurora vive angustiada por la situación económica de su familia y, también, por la constante amenaza de que su padre pueda ser despedido en cualquier momento debido a sus posicionamientos políticos. «El destino le ofrecía a ella una solución: casarse. Casarse con veinticinco duros al mes, volver a vivir la historia conocida, a agonizar, a embrutecerse en una miseria angustiosamente disimulada...» (p. 200). La que hasta entonces «había sido en su casa menos que un animalito, casi un objeto» (p. 200), decide presentarse a un puesto de dependiente en un nuevo y moderno bazar. Sin embargo, esta decisión provocará el obstáculo definitivo que truncará el amor de los muchachos. Lo resume perfectamente Aurora cuando Javier va a verla al trabajo para suplicarle que lo deje y vuelva a ser una mujer de su casa:
Yo también te quiero, y si tú pensases como yo, nada en mi nueva vida estorbaría nuestro cariño. Al contrario: ¡recibiríamos tantos alientos de él...! Pero sé que sería imposible. Te opondrías; lucharías diariamente por hacerme abandonar mis propósitos...; acaso yo concluyese por ceder... Y no quiero. (p. 211)
El obstáculo insalvable, en realidad, era la concepción machista de la que Javier–personaje no era capaz de evadirse, como reconoce Javier–narrador: «creía que mi dignidad varonil se menoscababa si accedía» (p. 203). Lo cierto es que al 31 de diciembre de 1930, solo 1 103 995 mujeres formaban parte de la población activa, frente a los 7 460 108 varones, de una población total bastante equilibrada (11 565 805 varones y 12 111 989 mujeres) (Núñez, 1993, p. 15). El prototipo de mujer que la novela presenta es moderno para la España de 1930.20 Ya no era un objeto, un acompañamiento, sino la protagonista de su propia existencia. Javier–narrador lamentaba el no haber podido comprender la situación de especial miseria de la mujer del primer tercio del siglo XX: «Por aquel tiempo —y fue ayer— los hombres aún no comprendíamos...» (Fernández Flórez, 1930, p. 212).
Cuando Aurora se propuso solicitar el puesto de dependiente en el Bazar Moderno, «parecíale que su voluntad no había nacido hasta aquella mañana, y que ella misma, privada del derecho de regir sus destinos, no había sido hasta entonces más que un ser informe y vago, llevado y traído por lejanos azares, como a merced de ondas de indiferente vaivén» (p. 202).21 Al abandonar el papel tradicional de la mujer doméstica, Aurora deja de ser mujer–objeto para convertirse en mujer–sujeto. Hasta tal punto de que «un perfil de personalidad comenzaba a dibujarse vigorosamente» (p. 202). No solo se hace dueña de su destino material, sino que también forja una nueva mentalidad.
Al empezar a trabajar, Aurora adquiere la consciencia de vivir bajo un patriarcado, bajo unas leyes y unas costumbres que escriben los hombres, y que relegan a las mujeres a las labores domésticas alejándolas de la esfera pública. Así discutían Javier–personaje y Aurora:22
—La vida es así. No se puede cambiar la Naturaleza. Cada uno nace con su destino. —Pero es un destino que habéis fabricado vosotros, los hombres. Nos apartáis cuidadosamente de un trabajo que tiene sin duda sus fatigas, pero que es más alegre que el nuestro. Cuando habláis de la oficina o del taller parece que habláis a la vez de un templo y de un calabozo y, por estar en él unas horas, exigís nuestra admiración y nuestra piedad. Nunca serviríamos para una labor análoga —decís—; la mujer no es más que una madre. Y cuando os lanzáis en esa estupidez de la guerra y faltan brazos y cerebros en el país, se ve que nosotras, improvisadamente, podemos hacer lo mismo: guiar un tranvía, llevar una Caja, defender a un procesado, despachar expedientes en un ministerio... Ya no volveremos a pensar nunca con sentimiento de respetuosa inferioridad en vuestro taller y en nuestra oficina. Hemos entrado en los lugares prohibidos y sabemos que también nos es asequible vuestra obra. (pp. 209–210)
Como explica Aurora, la mujer era un objeto social, y adquiría una posición de mayor o menor responsabilidad dependiendo de los intereses masculinos. En este aspecto, la guerra aparece denotada de una forma positiva, generadora de prosperidad e igualdad, cuando la realidad se presentaba muy distinta: la Gran Guerra había causado una gran cantidad de muertos, incluso en España, que se había declarado neutral. Y gracias a esas bajas y su correspondiente disminución de la población activa, la mujer adquiere consciencia de su dominación. La Gran Guerra fue, en realidad, una lucha entre las potencias imperialistas por la hegemonía mundial. Para asegurar su posición privilegiada en la economía, España, entre otras potencias, hace disminuir el bienestar en las capas populares, obligando así a un nuevo modelo de dominación que contemple a la mujer como parte de la población activa. La necesidad de incrementar la mano de obra esclava durante la guerra se convierte aquí en la virtud de la guerra para modernizar las sociedades.
Sin embargo, esta visión idealizada de la guerra no es constante en la novela.23 En el capítulo XV, que funciona a modo de epílogo, Javier–narrador declara que «la guerra ha terminado hace tiempo. Los pueblos arrasados surgieron otra vez de entre los escombros. Hay menos libertad que antes, y la Justicia y el Derecho siguen entregándose a los fuertes, como mujerzuelas» (p. 251). La guerra no trajo ni paz ni justicia a un mundo violento e injusto.24 Se alude a la crisis del sistema político–económico español y europeo.25 En la misma línea, «Atila», el periodista conservador de Iberina, dice: «Todo lo que ocurre en el mundo es más horripilante y cruel que una guerra» (p. 257). Todos los días hay muertes por enfermedades, por asesinatos o por miseria, pero no causan miedo. La guerra, sin embargo, sí. Y es el miedo el motor de las sociedades, por eso durante las guerras se producen los mayores avances de la sociedad.26 Con estos pensamientos, Fernández Flórez blanquea el concepto de guerra imperialista y, por tanto, también daría pie a justificar la guerra civil durante una II República asolada por la inestabilidad política y la crisis de 1929.27 Eso explicaría por qué esta obra, que, entre otras cosas, reivindica la incorporación de la mujer a la población activa, fue publicada en plena posguerra, durante la fase más autocrática y abiertamente represiva del franquismo.
El capítulo VI está completamente consagrado al papel de la prensa como generadora de la opinión pública. No sorprende este énfasis por cartografiar la integridad ética del periodismo en un autor que le debe tanto al oficio.28 Los iberienses germanófilos habían sufrido «una grave defección. El Faro Iberiense, el diario más modesto y aburrido de los tres con que contaba la ciudad, y que defendía la acción de los Imperios centrales, se pasó al enemigo» (Fernández Flórez, 1930, p. 87). Don Silvino Pérez, su director, no podía ser más racista:
Al estallar la guerra [El Faro] se declaró francófilo, y el director, don Silvino Pérez, pedía todas las mañanas la devolución de Alsacia y de Lorena con tanto ahínco como si tuviese propiedades en aquella comarca y se las detentasen los germanos. Poco tiempo después, coincidiendo con la aparición en la tercera plana del periódico de unos anuncios de casas alemanas, El Faro separose de la Entente y rindió pleitesía a Hindenburg. Su justificación ante los lectores fue el arribo al frente de batalla de un regimiento de senegaleses. El Faro declaró adolorido que era incompatible con los senegaleses. La santa causa de la Libertad, la Civilización, el Derecho y las Pequeñas Nacionalidades no podía admitir, sin denigrarse, la colaboración de aquellos bárbaros de obscura piel traídos a Europa como feroces instrumentos de muerte. (p. 88)
El Faro mostraba toda esta ideología mediante noticias de opinión amarillistas, con lo que «las incesantes vacilaciones de sus preferencias no alteraban la felicidad del director de El Faro, que más bien ofrecía el creciente aspecto de un hombre satisfecho de la existencia» (p. 92). Y no era para menos, ya que había podido saldar sus deudas y pagar «sus irrisorias gratificaciones» (p. 92) a sus redactores. Lo importante para Silvino es el dinero, no el derecho del ciudadano a la información.
Había otros dos periódicos en Iberina: El Eco (francófilo) y La Gaceta (germanófilo), que habían desarrollado una enemistad mutua que incluso provocaba que sus repartidores se enfrentasen cuerpo a cuerpo si se encontraban por la calle. Ambos periódicos contaban en su redacción con un crítico militar cuya tarea era informar del estado del frente leyendo los partes de la guerra. En El Eco escribía «un simple pasante de notario [que] firmaba con dos asteriscos» (p. 94), en La Gaceta colaboraba «Atila», «comandante de la escala de reserva» (p. 93) con gran talento para movilizar a las masas. Los dos usaban las mismas estrategias sucias para tergiversar los datos en favor de una causa u otra, que pasaba del uso de eufemismos (por ejemplo, «paso atrás» en vez de «derrota» —p. 94—) hasta la libre falsificación de datos.
En este pasaje hay una caricatura permanente, no solo del negocio de los periódicos («en un periódico hay una norma inquebrantable casi siempre impuesta por las conveniencias y las ambiciones de una empresa» —Llano, 1985, p. 77—, diría Fernández Flórez), sino también del extremismo y el fanatismo de los periodistas, que, según él, se buscan la censura. De ahí que también escribiera que «para los que tenemos una pluma serena, la censura no nos puede preocupar» (p. 77).
La búsqueda de una nueva forma estética: desarrollo y anulación
A partir de la postura victimizada del narrador surge la posibilidad de elevar a categoría de novela las vivencias de un pasivo papel en tiempos de guerra. Y aunque esta posibilidad sigue mostrándose con un cierto tono de caricatura, al ser Javier Velarde, el autor fingido, un quejicoso y un quisquilloso, también es cierto que encierra una reflexión profunda en torno al rol del historiador y de la historiografía:
el mundo está ya enterado de lo que pensaban, hablaban y hacían en sus trincheras los soldados de todos los frentes y de todos los países (...). Lo que no sabe sino por vagas referencias orales que se perderán lastimosamente, es cómo fue la guerra allí donde no hubo guerra, y lo que nos sucedió a los hombres que no combatimos ni un solo día. (Fernández Flórez, 1930, p. 13)
La historiografía se había venido ocupando de interpretar los sucesos históricos desde un punto de vista científico, pero surgía la necesidad por parte de los ciudadanos no combatientes de conocer la situación en el frente. Esta demanda provocó que autores reconocidos se trasladasen a Francia para dar cuenta de los sucesos. Algunos de ellos fueron enviados por la prensa española, europea o latinoamericana como corresponsales de guerra. De ahí surgieron obras ensayísticas o literarias como la Historia de la guerra europea de 1914 (1914–1921) y Los cuatro jinetes del Apocalipsis (1916), de Vicente Blasco Ibáñez; Inglaterra en armas. Una visita al frente (1916), de Ramiro de Maeztu (1874–1936); La media noche. Visión estelar de un momento de guerra (1917), de Ramón del Valle‑Inclán (1866–1936); Hermann encadenado (1917), de Ramón Pérez de Ayala (1880–1962); o La guerra injusta (1917), de Armando Palacio Valdés (1853–1938). Todas ellas tienen en común su tema central: los sucesos de la Guerra Europea.
Por eso, el narrador tiene la impresión de que «había hecho el más valioso hallazgo literario e histórico de nuestros días» (Fernández Flórez, 1930, p. 13), y, además, sostiene que «en mi opinión, el que no lea este fiel relato de la vida en un pueblo neutral durante los años de la guerra, no puede presumir de conocer completamente la guerra» (p. 14). En estas palabras subyace una concepción del papel de la literatura como un sustrato básico de la historiografía, y, por tanto, una reflexión en torno al papel del escritor de ficción: «sé que no soy tan solo un novelista, sino un hombre que afronta la responsabilidad de nutrir la Historia» (p. 15). El novelista tiene la responsabilidad de dar un retrato veraz de los sucesos que relata para cubrir las posibles lagunas de los historiadores, demasiado ocupados en estudiar los hechos como para contemplar los sentimientos: «mi conciencia está tranquila y mi corazón jubiloso por prestar un servicio a los hombres» (p. 15).29
Al final de este primer capítulo, el narrador muestra una preocupación por la expresión lingüística apelando al lector explícitamente: «debo hacer, únicamente, una advertencia al lector. Me interesa mucho. En este libro no encontrará ninguna palabra sucia, ninguna alusión escatológica, ninguna referencia a la región glútea» (p. 15). Javier considera que todas las novelas de guerra presentan palabras malsonantes para retratar más fielmente los comportamientos de las trincheras. Pero que, alejado de esos ambientes, no es necesario introducirlas, ya que las gentes de Iberina hablan con educación. Al final, reconoce haberle preguntado por carta al habitante más anciano de Iberina, aficionado a las estadísticas, si en la ciudad pronuncian algunas de esas «palabras sucias», que seguidamente había enumerado en el documento.30 Esto da pie al lector, por un lado, a reconocer una verdadera voluntad historicista en Javier, aunque el anciano no le haya dado ninguna información; y por otro, a ver esta obra como una caricatura: el estadista trata de loco y de maleducado a Javier, que se resigna ante los insultos y su fracaso. En definitiva, esta historia del pueblo de Iberina está escrita por un clown.
Sin embargo, esto no quiere decir que este autor fingido escriba sin criterio literario. Al contrario, sabe perfectamente el género que está cultivando, por eso advierte a los lectores «que no olviden en ningún momento que están leyendo una novela de la guerra, impregnada de la incoherencia, el desorden y la sucesión atropellada de vidas y de hechos que la guerra impone» (p. 37). Por eso «mis personajes llegan de la sombra y a la sombra vuelven en momentos fatales que señala el reloj de la terrible epopeya, y pretender retenerlos es como asirse al fantasma que comienza a desdibujarse cuando ya ha cantado el gallo anunciador de la aurora» (p. 38).31 De nuevo, se aprecia el intento de la voz narrativa por presentar unos hechos verosímiles, y para ello es necesario mostrar cómo los personajes se someten a la vida y a la muerte.32
Medina, el escritor aliadófilo de Iberina y colaborador de El Eco, es el personaje continente de todo este complejo de inferioridad que se le achaca a los escritores como Fernández Flórez, los dandis pequeñoburgueses.33 Al mismo tiempo que Medina publica en el periódico su célebre cuento «El pequeño héroe», Jorge Pons ocupa las páginas principales del diario al anunciar que se había alistado a la Legión Extranjera para dar apoyo a los franceses. Medina
comprendió claramente que él representaba el Ideal, y Pons, la Práctica; y le dolía la ceguera del populacho que anteponía en su admiración la brutalidad de un sujeto dispuesto al homicidio, a los méritos de una labor intelectual que se insinuaba en las almas y las conquistaba para la Buena Idea. (p. 142)
Medina tiene miedo de que su voz literaria quede sepultada bajo el paso del tiempo, e incluso estaría dispuesto a pasarse al bando germanófilo si ahí su voz fuese escuchada.
Al mismo tiempo, Medina representa el afán renovador de todo escritor con respecto a sus antecesores. Según él, la historia de la literatura mundial está fuertemente vinculada al desarrollo de los medios de locomoción. Así, durante la Edad Media, el caballo se convirtió en objeto literario, dejando de lado otros animales; el tren se convirtió en un lugar común de la literatura romántica y, ahora, era necesario centrarse en los aviones, porque aportan una «nueva visión de la tierra, contemplada no con la horizontalidad de los puntos cardinales, sino verticalmente, desde el cenit, de arriba abajo» (p. 240). Estas palabras recuerdan a La media noche. Visión estelar de un momento de guerra, donde Valle‑Inclán afirmaba que el relato subjetivo del soldado, una vez terminada la guerra, engendraría un discurso colectivo, del cual nace el poeta–adivino. Y asegura que «yo, torpe de mí, quise ser el centro y tener de la guerra una visión astral, fuera de geometría y cronología, como si el alma, desencarnada ya, mirase a la tierra desde su estrella» (Valle‑Inclán, 1917, p. 8) (Villanueva, 1985).
Conclusiones
En estas páginas se ha intentado explicar algunas de las contradicciones pequeñoburguesas que aparecen en Los que no fuimos a la guerra a partir del tema de la Primera Guerra Mundial y jalonadas por los siguientes elementos puntuales: el extremismo ideológico (aliadófilos contra germanófilos), la pobreza del pueblo trabajador, el patriarcado, y la prensa como generadora de opinión. En primer lugar, se analizó la voz narrativa; en segundo lugar, la relación entre la moral colectiva y los conflictos bélicos, así como también sus consecuencias materiales; y por último, la dialéctica entre la intención de encontrar una nueva forma estética y su destrucción a través de la caricatura. A partir del análisis expuesto, se puede confirmar las siguientes afirmaciones:
Javier Velarde, el narrador, podría funcionar, por un lado, como un autorretrato deformado del autor, y por otro lado, como una burla de su propia novela, ya que funciona como la columna vertebral que cohesiona los hechos. El escritor, a través de este autor fingido, muestra una constante preocupación por el género que está cultivando, que es la novela de guerra. Además, es consciente de que una de las funciones del novelista es nutrir la historia allá donde los historiadores no alcanzan: los sentimientos. A través del personaje de Medina, Fernández Flórez vehiculiza su intento de renovar la estética literaria, del que se burla constantemente.
El origen de la Primera Guerra Mundial según se explica en la novela no es la necesidad de las potencias beligerantes por mantener su hegemonía económica en Europa, sino el egoísmo innato en el ser humano. Según se puede ver en algunos pasajes de la obra, el autor parece sostener que un gobierno basado en el miedo podría llegar a corregir este problema. Estas ideas se aproximan peligrosamente a las tesis expuestas por Thomas Hobbes. La prensa se convierte en una herramienta fundamental para ganar las guerras, pero es un arma hipócrita a la que no le interesa la verdad, sino la victoria de uno u otro bando. Es preocupante la influencia que tienen estas mentiras en la opinión pública.
Se puede rastrear dos tipos de mujer en la novela. Por un lado, la mujer–madre (Elisa), que es fundamental para la sociedad. Es una figura fuerte, admirable y luchadora, y supone una plausible reminiscencia a la madre del autor. Por otro lado, la mujer–hija, cuya misión será crear nuevos estándares que transformen el mundo. A partir de estos dos personajes, la novela defiende una postura moderna con respecto a la situación social de la mujer, pero no llega a ser ni progresista ni mucho menos revolucionaria. En ningún momento se plantea la igualdad de sexos en su más amplio sentido, sino que solo se reivindica el derecho de la mujer a ser igualmente explotada que los hombres. En este sentido, la pobreza se coloca como óbice para el triunfo del amor, como puede verse en la relación sentimental entre Javier–personaje y Aurora.
La caricatura se hace visible en cada uno de los lugares analizados, utilizada como una técnica de exageración de los rasgos y las situaciones objeto de crítica desde el humor. No obstante, en los pasajes de mayor tensión trágica o en la descripción de personajes dignos e inocentes como Aurora o doña Elisa, el tono se presenta sobrio, aportando ternura a la novela.
En una investigación futura será necesario analizar con mayor detenimiento los personajes de la novela, ya que podrían ser portadores de más conflictos pequeñoburgueses. También podría ser relevante estudiar la proyección espacial de Iberina, como sociedad y como paisaje, para intentar delimitar el posicionamiento político e ideológico. A este respecto, a pesar de presentar un cierto grado de feminismo conservador, la novela obtuvo el visto bueno por la censura franquista en su edición de 1941, a la cual le amputaron algunas referencias explícitas antibelicistas, pero respetaron este alegato a favor de la incorporación de la mujer a la población activa. ¿Por qué un sistema tan represivo como el franquismo permitió la publicación de una obra que atentaba contra uno de los pilares básicos de su sociedad, como lo era confinar a la mujer a las tareas domésticas? Esta pregunta debería tener respuesta en el futuro, para lo cual resulta urgente la elaboración de una edición crítica de la novela que tenga en cuenta, al menos, tanto su versión original en relato largo, como su edición castigada de 1941.
Los que no fuimos a la guerra presenta una mirada muy ingenua hacia la naturaleza y el alcance de los conflictos bélicos. Fernández Flórez era un trabajador asalariado, pero siempre se mostró cercano al círculo de la pequeña burguesía que, a pesar de converger en muchos aspectos con el proletariado, se sentía más identificado con la gran burguesía y la nobleza. Estas contradicciones ideológicas impiden ver que el propio sistema burgués que ellos mismos defendían y les surtían de suficientes recursos económicos era el responsable de tanta destrucción y miseria a su alrededor. Por eso necesitan acudir a las teorías de Hobbes, para poder justificar su postura con respecto a las guerras y la pobreza en un hipotético egoísmo innato que todavía a día de hoy está por demostrar. Las novelas de Fernández Flórez suelen ocultar lo suficientemente bien su posicionamiento ideológico como para resultar ambiguas al lector y a la crítica. Sin embargo, en este caso, como había dicho López Criado (2008), parece que el autor se siente muy cómodo defendiendo los ideales que promocionaría, a su pesar, el golpe de estado fascista en 1936, aunque presente matices opuestos dignos de consideración.
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Notas
Información adicional
Para citar este artículo: Ares Cuba, G. (2022). Los que
no fuimos a la guerra (1930), de W. Fernández Flórez: una
caricatura de la moral pequeñoburguesa. El taco en la brea, (15)
(diciembre–mayo). Santa Fe, Argentina: UNL. e0059 DOI: 10.14409/tb.2022.15.e0059