Dossier

Voces infantiles en El cementerio más hermoso de Chile, de Christian Formoso

Children’s Voices in El cementerio más hermoso de Chile, of Christian Formoso

Andrea B. Pac
Universidad Nacional de la Patagonia Austral, Argentina

El taco en la brea

Universidad Nacional del Litoral, Argentina

ISSN: 2362-4191

Periodicidad: Semestral

vol. 9, núm. 15, 2023

eltacoenlabrea@gmail.com

Recepción: 10 Octubre 2021

Aprobación: 08 Noviembre 2021



DOI: https://doi.org/10.14409/tb.2022.15.e0067

Para citar este artículo: Pac, A.B. (2022). Voces infantiles en El cementerio más hermoso de Chile, de Christian Formoso. El taco en la brea, (15) (diciembre–mayo). Santa Fe, Argentina: UNL. e0067 DOI: 10.14409/tb.2022.15.e0067

Resumen: El cementerio más hermoso de Chile (Christian Formoso, 2008) es un poemario que condensa la conquista de la región magallánica y la historia de Chile en las voces de personajes que habitan el Cementerio Municipal Sara Brown de la ciudad de Punta Arenas. Sus versos desnudan la crudeza de la historia pero su densidad poética trasciende el testimonio y prescinde de la verosimilitud para, no obstante, constituir un relato literario de la violencia en Latinoamérica. Este trabajo propone una interpretación de dicha densidad en clave filosófica, concentrándose en uno de los sectores del cementerio, que es uno de los múltiples planos de la poética de la obra. Se trata de las voces infantiles que hablan en las Canciones para los niños muertos y las Canciones para los niños muertos en los basurales. El carácter de la infancia y su ser experiencia se revelan en los relatos de estos niños para decir el horror —no de la muerte, sino de la violencia de los vivos.

Palabras clave: Formoso, infancia, experiencia, violencia, poesía.

Abstract: El cementerio más hermoso de Chile (Christian Formoso, 2008) is a collection of poems that assembles the conquest of the Magallanes region and the history of Chile in the voices of the characters that inhabit the Cemetery Sara Brown in the city of Punta Arenas. Its lines expose the roughness of history but its poetic density transcends the testimonial and need not verisimilitude in order to build a literary narrative of violence in Latin America. This paper puts forward a philosophical interpretation of this density. It concentrates on one of the areas of the cemetery, which is also one of the numerous levels of the play’s poetics. This is the voices of the children that speak up in the Canciones para los niños muertos and the Canciones para los niños muertos en los basurales. The traits of childhood and its being experience show in the stories of these children in order to express the horror -not of death but of violence among the living.

Keywords: Formoso, childhood, experience, violence, poetry.

Un cementerio en la Patagonia Austral

La dicha y la desdicha son asimétricas. La desdicha siempre acecha; la dicha, no. La desdicha despierta empatía en cualquier relato; la dicha, no necesariamente. La desdicha, el mal, la violencia parecen ser inenarrables; la dicha parece más dócil al relato. La dicha se imagina sin memoria; la desdicha apela a la memoria personal, pero también a una experiencia que puede no ser propia aunque opera como pre­-comprensión para la palabra poética.

La dificultad de expresar el horror y la violencia se hizo evidente en los intentos de testimoniar el Holocausto y los textos que reflexionan sobre esos intentos. En América Latina, los esfuerzos de la ficción por dar testimonio de dictaduras, represiones y masacres han sido también objeto de estudios académicos (Basile, 2015). En estos estudios se reitera la pregunta no solo sobre la posibilidad sino también sobre la legitimidad de representar en palabras la violencia extrema (Pabón, 2015). Estas obras que ponen palabras a lo indecible, a aquello que parece más allá del lenguaje, pueden ser leídas también como traducciones de experiencias traumáticas (Di Meglio, 2020). Más aún, se trataría de

un segundo grado de la traducción en tanto que hablar es traducir, entonces hablar de lo traumático agudiza esta acción: se trataría de traducir del lenguaje de la para­-experiencia al de la experiencia cotidiana. Desde el momento en el que el núcleo de lo traumático es aquello que queda fuera del discurso, en otras palabras, lo que difícilmente puede inscribirse ni simbolizarse, el horror que supuso la experiencia dictatorial viene a redoblar la crisis de lo representable. (p. 230)

No obstante, la experiencia que se traduce no es necesariamente una individual, ni el trauma debe ser entendido únicamente en términos psicológicos. Tampoco lo es la memoria que se activa y se construye. Por el contrario, se puede decir que la experiencia que traduce esta literatura es histórica. Y que la memoria es la convergencia de la historia personal, las narraciones recibidas sobre la historia pasada, la vigencia del pasado en las vivencias colectivas del presente, la experiencia del presente en sí mismo, y el sentido que reclaman todos estos planos de la experiencia.

En una analogía con la literatura posterior al Holocausto, Pabón afirma que «las crisis de representación que provocaron las dictaduras militares en Argentina, Chile, y otros países latinoamericanos llevó a la búsqueda de nuevos modos de representación literarios para dar sentido a la experiencia traumática de la violencia extrema» (2015, p. 28). El cementerio más hermoso de Chile (2008) de Christian Formoso, se puede inscribir en el conjunto de artistas chilenos que «articula una memoria de hechos claves de la fundación y expansión nacional que dialoga con hechos actuales como la dictadura y la violación de los derechos humanos» (López Torres, 2013, p. 67). Presente y pasado conviven en naufragios de barcos españoles que encallan en pantallas de computadora, protagonistas de la conquista narran su desesperanza que es eco del dolor de la tortura, y los huesos de las tumbas halladas por arqueólogos son espejo de los huesos sepultados por la dictadura pinochetista.

La obra propone un recorrido por el Cementerio Municipal Sara Brown que, en la primera sección del libro, se extiende a todo el territorio patagónico austral (En medio del Estrecho el sueño del cementerio más hermoso de Chile, precedido por un Extracto apócrifo de La Araucana, de Alonso de Ercilla). Lleva al lector a través del Pabellón de los nombres, los Panteones urbanos, el Sector poemas a cambio de lápidas, Sector el milagro chileno, para terminar con un Epílogo que es espejo de los poemas de la primera parte, y una Posdata que termina con una carta al lector de Formoso (El cementerio más hermoso de Chile. Algunas consideraciones finales —o iniciales—). A lo largo de este recorrido, da la palabra a los muertos en un esfuerzo por narrar pero también conjurar el horror, la desdicha y la violencia. La memoria en estos poemas se construye de manera análoga a la que Echagüe encuentra en Celan:

un modo de elaboración y un acting-out, en difícil balanceo y dialéctica permanente: un dolor que no cesa, y un decir que lo elabora, no en el sentido de un elemento tranquilizador, sino de una memoria que trabaja para que permanezca, elaborando una respuesta: un contra-decir. Un equilibrio difícil, pero necesario, y que da cuenta, desde otro lugar, de su decir. Esto le da, además de su excelencia estética, su eficacia, en lo que respecta a la memoria. Ésta, agregamos, no es el hecho mecánico y psicológico de recordar; es un dolor que no cesa, y del cual la poesía es a la vez el aguijón, el dolor, que no olvida, y la elaboración, la denuncia activa. (2017, p. 26)

Más aún si, como afirma Lespada (2015), la poesía de Celan es un caso claro en que el lenguaje da batalla contra el horror, el extremo de esa batalla celaniana irrumpe en El cementerio cuando Albert Pagels (un alemán radicado en Punta Arenas que se hizo famoso como el simpático «capitán Chucu-Chucu», pero también por ocultar un barco alemán de la flota británica durante la Primera Guerra Mundial y participar en la Segunda Guerra Mundial dando charlas motivacionales e instrucción naval a las tropas) recita Tenebrae, de Celan, en una versión­-cita de Formoso (p. 87).

Existe un rasgo de la violencia en el que Arendt (1968) coincide con Benjamin (2014): su instrumentalidad. Para la primera, el fin de la violencia es el dominio —si bien los resultados de las acciones violentas son tan inciertos como los de cualquier otra acción y contienen, además, un elemento extra de arbitrariedad—. El segundo, considerando este atributo, insiste en distinguir el campo de los medios del de los fines para poder elaborar una crítica de la violencia. No obstante, Benjamin identifica una violencia que denomina «mítica» que atribuye a los dioses y «no es un medio para sus fines, sino mínimamente una expresión de su voluntad y, particularmente, una manifestación de su ser» (p. 127). A diferencia de esta violencia, la «divina» tiene un carácter educativo, purificador:

La violencia mítica es una de tipo sangriento sobre la vida, una que actúa en nombre de la violencia. La violencia divina es una clase de violencia que actúa sobre el conjunto de la vida en nombre del ser viviente. La mítica reclama sacrificios, la violencia divina acepta sacrificios. (p. 131)

La violencia del Holocausto, como la de la dictadura, es sin duda instrumental, aunque en su apoteosis termina ejercida con el carácter mítico: la pura expresión del poderoso. No obstante, no podría presentarse a los pueblos sin pasar por divina. El Cementerio desarticula la violencia con sencillez. Las voces de sus infancias toman el rostro divino de la violencia en una mano, el rostro mítico y los ofrecen al lector con mirada interrogante.

El poemario de Formoso ha sido analizado como metáfora de la historia chilena (Mansilla, 2014), como testimonio del genocidio de los pueblos originarios de la región (López Torres, 2013), como documentación de la acción de intereses económicos ganaderos en la Patagonia (Mellado, 2016). Pero la obra tiene una densidad poética que produce una verdad más allá de la referencia histórica. Por ese motivo, no me centraré aquí en las fuentes de su carácter testimonial. En primer lugar, se propondrá una lectura del poemario como juguete (Agamben, 2015). En segundo lugar, de todos los tiempos y los ecos que pueblan este cementerio se prestará oído a las formas en que la violencia se inviste poéticamente en las voces infantiles que pueblan El cementerio. Estas permiten una lectura filosófica de la infancia como lugar de la experiencia y de la condición de posibilidad de la palabra (Agamben, 2015). En consecuencia, de estos poemas emerge una belleza poética que resulta profundamente anclada en la experiencia personal y chilena, al tiempo que trasciende el testimonio y se planta frente al lector como poesía cuyo sentido y valor no dependen del testimonio. Como sugiere Sontag (2003), no es necesaria la «literalidad» de la fotografía para que la pintura de Goya pueda responder al sufrimiento (pp. 56-58). Del mismo modo, la potencia de El cementerio radica en su decir poético, antes que en una supuesta transparencia mnémica.

Un cementerio-juguete

Como se dijo ya, en este poemario el cementerio de la ciudad de Punta Arenas, situada sobre el Estrecho de Magallanes, deviene en metáfora de la historia chilena:

el espacio alegórico denominado cementerio de Punta Arenas se expande hasta copar la totalidad de la historia nacional; este cementerio particular se vuelve, así, metonimia de ese otro gran cementerio —rutilante, luminoso, espectacularizado, neoliberal— llamado Chile. (Mansilla, 2014, p. 159)

A lo largo del poemario, las múltiples dimensiones de la historia de América, la historia de Chile y las experiencias de la Patagonia se anudan en una densidad poética de ecos y reflejos. Los rasgos inconfundibles del paisaje y la experiencia de la belleza hostil patagónica constituyen el escenario para la presencia de los pueblos originarios y el mito cosmogónico de Kooch, la instalación de la primera población de Puerto del Hambre, las matanzas de la conquista y la apropiación del territorio, el establecimiento de la ciudad de Punta Arenas y los tiempos de la dictadura pinochetista. En el amplio marco de la narración de la violencia en Latinoamérica, El Cementerio es un microcosmos, casi una miniatura del cementerio, como una ciudad de muñecas cuyas casas y muebles son las lápidas y tumbas, cuyos habitantes son los muertos que cuentan la historia en sus historias; en términos de Agamben (2015), podemos decir qué es un juguete:

El juguete es aquello que perteneció —una vez, ya no más— a la esfera de lo sagrado o a la esfera práctico-económica. Si esto es así, la esencia del juguete (...) es entonces algo eminentemente histórico: e incluso podría decirse que es lo Histórico en estado puro. (p. 100)

El cementerio de Punta Arenas es promocionado por los sitios de turismo como «un exquisito parque cuidado y mantenido con esmero», «reconocido como el ícono de la región en el concurso público 15 Clásicos de Chile en su Bicentenario, convocado por el gobierno en el año 2010».1 El artefacto que el poemario invita a recorrer, sustrae árboles y arquitecturas que una vez pero ya no más pertenecieron a la esfera práctica de la vida de la ciudad y de la esfera económica de la atracción turística y lo convierte en la condición de posibilidad de decir la experiencia histórica y poética. Desde luego, esta transposición no convierte al cementerio en un objeto ingenuo, ni inocuo. Por el contrario, el cementerio no es ya un lugar de paz. «El juguete no es imitación de los útiles del adulto, es enfrentamiento, no tanto del niño con el adulto, sino más bien al revés. ¿Quién da al niño los juguetes si no los adultos?», pregunta Agamben (2015, p. 90). ¿Quién pone en nuestras manos este cementerio? ¿Qué pone en nuestras manos Formoso?

La belleza que disimula la muerte y que se promociona como paseo obligado y orgullo de Punta Arenas, se inviste de otra belleza visceral, desgarrada por la violencia. Mansilla describe el resultado de la transposición del cementerio como sigue:

Sus cuidadas tumbas y primorosos pasajes ocultan y a la vez delatan la fealdad de la violencia demoledora de los procesos civilizatorios que se fundaron en el exterminio físico o simbólico del salvaje, del «natural», y que dio paso a tantos cementerios sin ningún nombre, sin portal alguno; violencia homicida que volverá a aparecer, con otro ropaje, durante la dictadura militar con sus campos de prisioneros políticos (...) y continuará con la opresión impuesta a partir del endiosamiento del mercado, el cual, desde la perspectiva de Formoso (...) no es ni será nunca libre. (2014, p. 168)

También, el cementerio es ahora un teatro en el que los muertos comparten sus congojas, se sorprenden de su propia muerte. El carácter dramático del poemario es notable y, de hecho, ha dado lugar a una serie de performances teatrales de una selección de poemas en 2016, en distintos museos y espacios culturales de Ohio.2La condición de la polifonía de El cementerio es, paradójicamente, el silencio del poeta. Formoso no da su propia voz a los muertos. Formoso es, a la vez, una boca abierta pero muda, el escenario-monitor3 en el que se desplazan las voces y el espectador que asiste a las escenas en silencio y con ojos cerrados. El poeta, pues, no es la voz de la memoria, no busca suturar el dolor con palabras, ni alentar en la posibilidad de la resiliencia. Formoso lo advierte en su nota al lector del Post-Scriptum:

El Malborough y la Esperanza, barcos que antaño surcaron el Estrecho de Magallanes, hoy siguen su derrotero no sólo en las páginas de este libro. Desde cubierta, sus tripulantes nos dicen que nuestras velas están echadas y, por naturaleza, dispuestas al naufragio. (Formoso, 2015, p. 331)

En palabras de Mansilla, El cementerio no presenta «un hablante o narrador que relate la historia en la forma de un mito poético-político cuyo desenlace sea la (promesa de) restitución, ni ahora ni en el futuro, de un cierto pasado entonces aún no fracturado por la violencia colonizante» (2014, p. 163). Los espejos-pantallas explotan en todo el poemario. Los fragmentos del pasado fracturado son filosos y no terminan de encajar entre sí. Las imágenes que devuelve ese espejo son definitivas e inapresables; huyen pero permanecen en las heridas, en el vértigo inmovilizante y en la incredulidad ante la propia muerte. Esto es lo que describe la voz del poeta, cuando abandona el silencio.

Así, la obra es un «desorden entrópico» (Mansilla, 2014, p. 169), un conjunto polifónico del territorio patagónico, los dioses, los yamanes, los marineros, conquistadores, atrapados en Puerto Hambre, amotinados, condenados, habitantes de tomas, torturados y desaparecidos. Todos desfilan y resumen su historia, relatan su esperanza y su desasosiego en la experiencia de su muerte. Si El cementerio es una casa de muñecas, si es un país a escala, es de esperar que lo habiten niños. Si lo que proponemos es detenernos en las voces infantiles no es porque la convergencia de violencia e infancia resulte llamativa. Niñas y niños comparten la misma pobreza, el mismo abandono y hambre de los adultos. Pero la infancia no se revela solo como una diferencia cronológica sino como lo esencial de la experiencia, como un decir especial de la palabra poética.

Violencia e infancia en El cementerio

La obra contiene diversos poemas en los que la infancia o las hijas e hijos son interpelados o evocados, o cuya presencia se sugiere. Pero hay dos secciones en las que niños y niñas hablan por sí mismos. Estas son: «Canción para los niños muertos» (pp. 184-189), que reúne seis poemas, y «Canción para los niños muertos en los basurales» (pp. 254-260), que reúne siete poemas.4 Los primeros se ubican en la quinta parte del libro «Sector poemas a cambio de lápidas» y llevan fecha de las muertes o inscripciones que efectivamente se leen en las lápidas.5 Los segundos se encuentran en la sexta parte, «Sector del milagro chileno», y se instalan así en la dictadura pinochetista, e inmediatamente posterior a ella:

La idea de problematizar esa frase de Milton Friedman en relación a la reactivación macroeconómica en dictadura, con un abordaje temporal mucho más amplio, claro, pero que de igual forma interroga y tensiona constantemente tanto la frase como el modelo que la sostiene,... (Formoso, 2019)

Afirma Formoso en una entrevista que le hicieron con motivo de la presentación auspiciada por la Fundación Pablo Neruda de El milagro chileno (2018) (que reúne los poemas de esta sección más otros hasta ese momento inéditos). También en la nota que cierra el Post-Scriptum al El cementerio...:

Kooch asomará hasta en los episodios más sórdidos, como el exterminio de los pueblos originarios y la estatuización de los recodos citadinos más angustiosos: El Milagro Chileno —frase del Premio Nobel en Economía Milton Friedman, en alusión a la reactivación económica del Chile en dictadura— es también Kooch en Magallanes. (Formoso, 2015, p. 329)

Y los basurales contrastan con el milagro en los hechos que también evoca:

pobladores tomados de una toma a orillas del Río de las Minas en 1990, en Punta Arenas, son llevados a una población que luego de 17 años, y a causa de los altos índices de problemas sociales, es incluida en los programas de intervención social del gobierno. En esos ex pobladores de la toma, se lee el sueño vulnerado de toda una nación, porque este Kooch que tiene connotación de milagro para los economistas significa en verdad un derrumbe total. (p. 339)

Ambas secciones de canciones para los niños muertos se leen como en espejo o, mejor, los poemas de los niños muertos en los basurales amplifican y actualizan las experiencias de los primeros. Las voces que hablan en ellas (salvo en el primer poema de la segunda sección, «El sonido es un golpe en el gimnasio vacío») tienen los mismos nombres: Víctor Gutiérrez, Nora Triviño Ruiz, Carlos Nahuelpán, Hernancito, Pedrito, Javier y Mercedes González González, y Gerarda Rosas.

Los poemas del primer grupo («Canción para los niños muertos») llevan por título solamente el nombre de los niños y niñas, más los datos de las tumbas. Los del segundo grupo («Canción para los niños muertos en los basurales»), se presentan como un testimonio: Víctor Gutiérrez dice. Nora Triviño Ruiz dice... Así, los poemas son soliloquios y declaraciones en primera persona en los que estas voces infantiles traducen su experiencia de la violencia y de la muerte —y el poeta, a su vez, traduce para el lector—. El decir de estas voces es significativo, pero no por las edades cronológicas de estos habitantes del cementerio (solo se conoce con certeza las edades del primer Hernancito, once, y del primer Víctor, ocho); no es el golpe bajo de estas cortas vidas lo que provoca el acontecimiento poético que pone en palabras la violencia en estos poemas, sino la experiencia de la infancia.

Agamben (2015) implica infancia, experiencia, lenguaje e historia: «Que el hombre no sea desde siempre hablante, que haya sido y sea todavía in-fante, eso es la experiencia» (p. 68). A diferencia del experimento, la experiencia no es previsible ni se puede describir. La infancia en tanto que experiencia es lo inefable, pero constituye la condición de posibilidad de lenguaje e historia. El decir de los niños de El Cementerio da cuenta poéticamente de una experiencia que dice la violencia como sorprendida por su impacto incomprensible e inenarrable, una experiencia casi inconsciente de sí misma, que describe lo ominoso con inocencia.

Víctor Gutiérrez dice

La escena es una mañana oscura, una caída cuyo fondo es la tumba —escena confusa en el recuerdo de Víctor, que relata su propia muerte—: ¿sube solo, siguiendo a su hermano?, ¿sube de su mano?, ¿reconoce el camino?, ¿lo pierde? El poema da cuenta de su confusión con frases rotas:

Víctor Gutiérrez, 11/08/1983 – 20/12/1991

María ahora escucho
me levanto más temprano
no me puedes dejar
está oscuro escucho
María huérfano dice
mi juguete más roto
que la llama de mi hermano
a media mañana erguido
tomado de la mano
entre las piedras subiendo
hasta la casa de Abel
hasta la casa de Pía
donde le digo caí
donde Cristian no me deja
y le digo que no sea
malo, que me lleve
de la mano que la mano
de la leche no se llama
como yo le decía
como Cristian decía
que se llama turbio
frío, oscuro que se
llama feo por qué
me dejaste ir
por qué me dejaste
aquí hermanito, todo mojado
todo hecho agua y con la tierra
en los ojos y en la boca, todo frío
si tú sabías
que no me gusta ir solo
si tú sabías
que me da miedo
cuando todo está oscuro.
(Formoso, 2015, p. 184)

El reclamo por acompañar a su hermano se convierte en la tristeza del abandono. Finalmente, Víctor termina susurrando su miedo en soledad.

El Víctor muerto en el basural, en cambio, no sube un camino. Su confusión no responde a la oscuridad sino, tal vez, a las drogas. Las rayas de la cancha son las rayas de los tigres (¿niños o jóvenes mayores que él?, ¿integrantes de una pandilla enemiga?) encaramados al techo de la sede vecinal, a las rejas que rodean la cancha de la población.



No hay rayas en el piso de la cancha
pero rayas lo hay que llamar, rayas
que dicen que suben como de tigre
bacán como de tigre que hacen así y se suben
al techo de la sede y miran de allá hacia abajo
y amenazan a los que se creen y a los que vienen
de la otra población, y cuando les dicen
que lo hay que hacer, llegan y lo hacen,
llegan y se suben y se bajan del arco y de las rejas
de la cancha, y después se creen pájaros
y yo también me creo pájaro pero tigre no
y me jalo por la reja y de ahí les digo que
se callen, que qué se creen todos, que esperen
que ya vamos a bajar. (p. 255)

Este Víctor no cae ni teme, sino que se cree pájaro y, desde lo alto de la reja desafía a los tigres que lo amenazan.

Nora Triviño Ruiz dice

Así como, dijimos más arriba, El cementerio es un juguete que Formoso pone en manos del lector, los juguetes son parte del mundo infantil en este cementerio. La Nora muerta en 1934 no presta los suyos:

Nora Triviño Ruiz 24/6/1934

No voy a prestar
le voy a decir que no voy a prestar
chica mi muñeca mi piel
que mi ella me dijo que
no la otra vez y ahora dice y
llora y le digo no porque
no, porque quiero
llevarla al patio
cuando salga mañana. (p. 185)

La Nora de los basurales, en cambio, prestó la cabeza de su muñeca:



No voy a perdonarlo de lo que hizo, porque
yo le presté a su hermana la cabeza
de mi muñeca, y ellos se fueron a jugar a la
cancha con la cabeza, como si fuera una
pelota la pateaban alto y se reían, por eso
fui a quitársela, y se reían más (p. 256)

La Nora que murió en 1934 no teme consecuencias de otros vivos u otros muertos, no teme consecuencias estando ella misma muerta:



total
qué van a hacer
ella, él
cuando quieran
gritar. (p. 185)

La Nora de los basurales, en cambio, sugiere la violación que sobreviene:



empezaron a cantar que si me lo metían
decían que a mí me salía sangre, te sale sangre
ecían, y se reían los chicos. (p. 256)

«Cabrita rica corazón de alambre/ te meto el pico y te saco sangre», comenta Formoso que cantaban los niños a las niñas en algunos vecindarios (Entrevista personal del 4 de agosto de 2021).6El enojo de Nora se convierte en humillación de la burla mientras corre infructuosamente tras la cabeza de su muñeca para, finalmente, trocarse en impotencia frente a una violencia que no termina de comprender.

Carlos Nahuelpán y Hernancito dicen

Sin nombrarlos, los cuerpos de estos niños y niñas están siempre presentes. Dice Agamben (2012):

lo que caracteriza al infante es que él es su propia potencia, él vive su propia posibilidad. No es algo parecido a un experimento específico con la infancia, uno que ya no distingue posibilidad y realidad, sino que vuelve a lo posible en la vida en sí misma. (...) El experimentum potentiae del niño, de hecho, ni siquiera separa su vida biológica: el niño juega con su función fisiológica, o, mejor, la juega, y de este modo, se complace en ella. (pp. 29-30)

Y esta inmanencia de la vida con respecto al sí mismo es el cuerpo. En estos poemas, el complacerse está perdido, y los niños y niñas que juegan sus cuerpos no terminan de saber por qué: algunos (Víctor), porque la simple inmediatez de su presencia aún no es presencia ante sí mismo; otros, porque son cuerpos violados (Nora), golpeados (Carlos), con hambre (Pedrito, Javier y Mercedes). El decir con que Carlos describe su maltrato con un discurso directo que transparenta la brutalidad.

Carlos Nahuelpán 18/11/1987

Trae para acá me dicen
trae para acá que me calle
me dicen todo me dicen
(...)
que no sé, se ríen
que no pase
que no hizo, que no trajo
que está bien que llore
que no tiene qué comer. (Formoso, 2015, p. 186)

Para el Carlos de los basurales, los insultos no son sugeridos:



Pateaba y sacaba sangre, era lo mismo
que hacía cuando me fue a buscar a la cancha comemierda me dijo, dónde está el
comemierda y después que me fuera me dijo
a la casa, que me entrara, que sacara la mano. (p. 257)

A ambos les pegan, los patean, les dicen que no lloren. Ambos son arrastrados a sus casas, encerrados. Reciben sus golpes en la oscuridad de sus casas-tumbas, lejos de los ojos que los ven sin ver. La única diferencia es que el Carlos muerto en 1987 se permite odiar:



mejor no hubieras sido mi hijo. (p. 186)

mientras que el Carlos de los basurales recibe el odio y la amenaza de muerte:



mejor no hubieras sido mi hijo, pero
ya vas a ver. (p. 257)

A Hernancito también le dicen cosas, pero por el apellido que no conocemos (de hecho, es el único poema sin apellido en ambas series). El Hernancito de once años le pregunta a su madre desde su tumba cuando ella lo visita:

Hernancito 10/10/1969 – 20/10/1980

Así me dicen yo sé
que me digan si pregunto y mi madre que me mira
y mi madre que me mira
y se duele de la tierra
cuando un rayo de sol corta
el pan duro de su mesa.

Ya no comes Madre el pan
amasando esa pregunta
pensando qué preguntaba
cuando enojado preguntaba:
no me digas cómo me dicen
dime cómo me llamo.7 (p. 188)

Pero ella no tiene respuesta. Es así que Hernancito encuentra un nombre en sus lágrimas:



No llores que ahora sé
que ahora sé cómo me llamo
curso seco me llamo
por donde corren tus lágrimas. (p. 188)

El Hernancito de los basurales, en cambio, defiende su nombre (¿y el de su madre?). ¿Muere?, ¿mata? en una pelea. Sabe insultar con palabras de adulto, sabe pegar y patear.



me decía que mi apellido era como decir
seco, como decir pene, como decir cualquier
cosa que fuera risa, por eso me lo bajé de un
aletazo y lo esperé en la cancha a las siete después
por eso fue que empezó la mocha, que no
lo dijera más le dije y él me dijo que lo iba
a seguir diciéndolo, que lo iba a
decirlo las veces que quisiera
y que qué iba a hacer ven a callarme
dijo, entonces le dije ahora sí que te callas
conch ahora sí que te ca y le mandé
el puntete, y le mandé no uno sino
varios me dicen, diciéndole que se calle
que se calle para siempre. (p. 258)

Vista en la perspectiva de Benjamin (2014), la violencia contra los cuerpos de Carlos es violencia mítica con pretensión divina. Pura manifestación de la voluntad de un padre negado de distintos modos en ambos poemas. Es llana expresión de una violencia que lo excede en la muerte de Hernancito.

Pedrito, Javier y Mercedes González González cantan al unísono

Los padres negados de Carlos y las madres abandonadas de Hernancito son ausencia y desamparo en las canciones de Pedrito, Javier y Mercedes. No quieren saber del hambre, del sexo, de la muerte. Sin embargo, estos danzan tomados de sus manos, acomodan en la tierra sus cuerpos, hablan por ellos en la semi-consciencia del ritual que despliegan inmóviles sus figuras grises.

Pedrito, Javier y Mercedes González González QEPD

P: Donde las niñas hunden sus palas
un gusano entra en las manos de los niños
y están sucias mis manos y mi pala
mas por qué tuve que saber

J: Hay un animal que parece un río
y no puede nadar
y hay un río que parece que no puede nadar.
Si recién mojaba mis pies en el agua
por qué tuve que saber

M: No digas que los tigres tienen horas
donde se duermen y se apagan
porque los tigres nunca duermen
con sus luces apagadas
si es todo un agujero un algo muerto
por qué tuve que saber. (p. 187)

La canción de los hermanos de los basurales lleva un título: «Pedrito, Javier y Mercedes cantan al unísono: El amor envenenado ha hecho una casa sin puertas». Es el único poema en que un narrador parece presentar la escena:



dentro, hay una reunión de cabros hambrientos
o la reunión de viejos carniceros sin cuchillo. (p. 259)

Y luego da paso a la canción, o el ritual, o la denuncia de cómo el amor ha construido sus tumbas:



Todos murmuran que si abres la boca en la
noche, ya has hecho todo lo que en amor
se sirven los hermanos: dame un pedazo de corazón quemado por piedad, significa
la luz. El amor envenenado ha hecho una casa
y una olla común de puertas y ventanas. (p. 259)

A diferencia de la pelea claramente narrada por Hernancito, en estos poemas todo se dice a medias. Eso dicho y no dicho entrevé lo ominoso con inocencia desgarrada. Si algo no es relevante aquí es inferir a partir del poema cómo han muerto, es entender qué clase de situación testimonian. La experiencia que, por su inmediatez, se vuelve opaca a la narración es el hecho poético en estas voces.

Gerarda Rosas dice

El decir de ambas Gerardas es la revelación sorprendente e imposible de su propia condición. Agamben afirma que: «la vida del niño es inaferrable, no porque trascienda hacia otro mundo, sino porque se aferra a este mundo y a su propio cuerpo de un modo que los adultos encuentran intolerable» (2012, p. 31).

Del mismo modo, Gerarda se aferra al mundo de un modo tal que la muerte se vuelve imposible para ella. Regresa a su casa, busca a su mamá, repite como siempre las acciones cotidianas: una mañana en la cocina, la mesa puesta, el patio, la ropa recién lavada tendida al sol. La Gerarda muerta en 1995 se ve en la evocación de su madre que relata como propia. Es el vuelo de una mosca lo que introduce la extrañeza de sí misma, la intuición de que no encuentra su propio cuerpo:

Gerarda Rosas 7/26/1995

La mañana saluda con su mano recién desenterrada
mi madre, con el sombrero mojado del alba.

En la cocina, la ventana despedaza el horizonte.
Yo hija amada mordisqueo un mendrugo
yo hija abandono la cabeza de mi madre.
Me desconcierta el vuelo veloz de una mosca. (Formoso, 2015, p. 189)

También la Gerarda muerta en los basurales se aferra a una escena cotidiana:



Cuando llegué de la escuela, mi madre
lavaba una camisa al fondo del patio.

Madrecita, le dije, pero no
y hallé la mesa servida.

Y todos los muertos sentados a la mesa. (p. 260)

Pero no son los muertos quienes le revelan su condición.



Mientras ella estrujaba la ropa
yo servía los platos.

De pronto las manos de mi madre
me sacaron del agua

y me torcieron el cuello
para ponerme a secar al sol. (p. 260)

Al igual que la otra Gerarda, busca el amparo en las manos de su madre y busca un cuerpo que pueda ser suyo. Su muerte se revela con la brutalidad de un cuello retorcido en el cuerpo camisa al que se aferra.

Así se cierra el recorrido por estas secciones. Las voces de estos niños y estas niñas reúnen la pobreza y el dolor del mundo de sus familias y sus vecindarios. El tomo de inocencia de los primeros poemas se desgarra en sus ecos más perversos que la muerte, en una violencia adulta que no pertenece a los niños pero que, no obstante, encarnan.

Notas finales

En este trabajo hemos recorrido un pequeño sector de El Cementerio más hermoso de Chile, y nos hemos detenido en una de sus múltiples dimensiones: la de la infancia y su experiencia de la muerte y la violencia. En comparación con la totalidad de la obra toda, en estas páginas apenas hemos podido rozar su superficie; aun así, las voces que se despiertan al tacto de este gesto mínimo resuenan con claridad y se despliegan como hechos poéticos densos.

Formoso subraya en diversas entrevistas el carácter situado de su obra. Y, en efecto, en El cementerio se reconocen sin dificultad rasgos, personajes y episodios de la historia de América y de Chile. Al leerla, es imposible no evocar la novena tesis de la filosofía de la historia de Benjamin (1971):

Hay un cuadro de Klee que se titula Angelus Novus. Se ve en él un ángel al parecer en el momento de alejarse de algo sobre lo cual clava la mirada. Tiene los ojos desencajados, la boca abierta y las alas tendidas. El ángel de la historia debe tener este aspecto. Su cara está vuelta hacia el pasado. En lo que para nosotros se aparece como una cadena de datos, él ve una catástrofe única que acumula sin cesar ruina sobre ruina y se las arroja a sus pies. El ángel quisiera detenerse, despertar a los muertos y recomponer lo despedazado. Pero una tormenta desciende desde el Paraíso y se arremolina en sus alas y es tan fuerte que el ángel no puede plegarlas. Esta tempestad lo arrastra irremisiblemente hacia el futuro, al cual vuelve las espaldas, mientras el cúmulo de ruinas sube ante él hacia el cielo. Tal tempestad es lo que llamamos progreso. (p. 82)

No obstante, el poemario no adopta en ningún momento un tono didáctico ni edificante. No es necesario conectar los poemas con «los hechos» para ser conmovida por la sucesión de las voces que hablan desde las tumbas del Cementerio Sara Brown y de la historia desgarrada de nuestras tierras. Es, me permito reiterarlo, la densidad poética lo que atraviesa y conmueve; lo que pone el lenguaje más justo a la violencia más cruda.

El presente que nos toca vivir nos ha enfrentado con la enfermedad y la muerte, nos ha forzado a recorrer nuestros propios cementerios. No obstante, es importante diferenciar la muerte de la violencia. Si la obra de Formoso es un terreno en el que se batalla con el horror y la violencia, no es porque en sus poemas hablen los muertos. Si las voces infantiles desgarran la inocencia y denuncian la violencia, no es porque esos niños estén muertos. La violencia solo es posible en la vida. El sinsentido de la violencia solo sorprende en la vida. No es por conjurar la muerte, sino por la potencia de la vida que la literatura latinoamericana escribe la violencia. Las «velas desplegadas al naufragio» son condición, esperanza y memoria de nuestras historias.

Referencias

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Agamben, G. (2012). Teología y lenguaje. Del poder de Dios al juego de los niños. Las Cuarenta.

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Sontag, S. (2003). Ante el dolor de los demás. Alfaguara.

Notas

2 Las principales fueron: el 24 de junio en The Andrews House, Delaware, cuatro actores, 15 asistentes; el 26 de junio en Springfield Museum of Art, cuatro actores, 25 asistentes; 8 de octubre en Wild Goose Creative, Columbus, cuatro actores, 35 asistentes. En esta última, Formoso leyó dos poemas en español para abrir la presentación dramática. Datos obtenidos vía correo electrónico del Dr. Terry Hermsey, traductor de Formoso al inglés en Estados Unidos y responsable de la puesta.
3 Las referencias a las pantallas, los discos duros, los enlaces de internet son vitales en los poemas la primera y la última sección del libro, y ameritarían un trabajo por sí mismas.
4 Los poemas son citados según la edición bilingüe español-inglés de Green Fish Press, 2015.
5 Entrevista personal realizada el 4 de agosto de 2021.
6 Y, de hecho, aún se puede encontrar sitios en internet o en donde circulan expresiones similares.
7 «Tendría 4 ó 5 años cuando comencé a sentir persistentemente que, entre esa palabra y yo, había algo que no correspondía. Y le insistía a mi abuela: no me digas cómo me dicen, dime cómo me llamo. Porque tenía la impresión que me decían Christian pero que mi nombre, en verdad, era otro. Esos problemas siguieron apareciendo en diferentes niveles», dice Formoso en una entrevista a propósito de la publicación de su último libro, WWM Walt Whitman Mall en marzo de 2021. https://www.lector.cl/christian-formoso-wwm-walt-whitman-mall-y-la-poesia/

Información adicional

Para citar este artículo: Pac, A.B. (2022). Voces infantiles en El cementerio más hermoso de Chile, de Christian Formoso. El taco en la brea, (15) (diciembre–mayo). Santa Fe, Argentina: UNL. e0067 DOI: 10.14409/tb.2022.15.e0067

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