Dossier

Militarismos e imperativos masculinos en condiciones de guerra. Una lectura de La sirvienta y el luchador, de Horacio Castellanos Moya1

Militarism and male imperatives under wartime conditions. An approach to Horacio Castellanos Moya’s La sirvienta y el luchador

Miroslava Arely Rosales Vásquez
Bergische Universität Wuppertal, Alemania

El taco en la brea

Universidad Nacional del Litoral, Argentina

ISSN: 2362-4191

Periodicidad: Semestral

vol. 9, núm. 15, 2023

eltacoenlabrea@gmail.com

Recepción: 18 Octubre 2021

Aprobación: 08 Noviembre 2021



DOI: https://doi.org/10.14409/tb.2022.15.e0068

Para citar este artículo: Rosales Vásquez, M.A. (2022). Militarismos e imperativos masculinos en condiciones de guerra. Una lectura de La sirvienta y el luchador, de Horacio Castellanos Moya. El taco en la brea, (15) (diciembre–mayo). Santa Fe, Argentina: UNL. e0068 DOI: 10.14409/tb.2022.15.e0068

Resumen: El artículo cuestiona el performance masculino en condiciones de guerra en la novela La sirvienta y el luchador (2011), de Horacio Castellano Moya, y cómo un tipo de masculinidad residual es reiterada a través de prácticas y fantasías y, a su vez, avalada por una sociedad heteropatriarcal. Dentro del mundo narrativo, la interconexión militarismo y comunidad masculina es evidente; la guerra ha intoxicado la vida de sus personajes. Tanto las figuras de Belka y Rita logran crear estrategias de sobrevivencia en un mundo marcadamente hostil.

Basado en las nociones de la narratología feminista (Lanser, 1986), la interseccionalidad (Hill Collins, 2019) y los estudios críticos de las masculinidades (Horrocks, 1994; Higate, 2003; Brandes, 2003), el artículo explora las dimensiones negativas de las masculinidades residuales y sus imperativos.

Palabras clave: militarismo, guerra, cultura masculina, imperativos masculinos, narrativa centroamericana.

Abstract: The article questions the male performance in war conditions in Horacio Castellanos Moya’s La sirvienta y el luchador (2011) and how a type of residual masculinity is reiterated through practices and fantasies and, in turn, endorsed by the heteropatriarchal society. In the narrative world, the interconnection between militarism and male community is clear; the war has intoxicated the character’s life. The figure of Belka and Rita succeed in creating survival strategies in a markedly hostile world.

Based on the notions of feminist narratology (Lanser, 1986), intersectionality (Hill Collins, 2019) and the critical Men’s Studies (Horrocks, 1994; Higate, 2003; Brandes, 2003), the work explores the negative dimensions of the residual masculinities and their imperative.

Keywords: militarism, war, male culture, male imperatives, Central American narrative.

1. Militarismo2

Como punto de partida de este artículo, deseo retomar algunas consideraciones del breve ensayo «Cultura y transición», incluido en Recuento de incertidumbres. Cultura y transición en El Salvador, un libro clave publicado en 1993, un año posterior a la firma de los Acuerdos de Paz entre la guerrilla y el Ejército salvadoreño. En este texto, Horacio Castellanos Moya (1993) se concentra en cuatro nudos argumentativos que le permiten explicar los cambios impulsados: Nación, el cuestionamiento a las ideologías imperantes y defendidas por las partes involucradas en el conflicto armado, la modificación de la polarización y, finalmente, los esfuerzos por el desarme de la guerrilla y el Ejército.

En su ensayo, Castellanos Moya (1993) pone de manifiesto los retos epocales que enfrentaba la intelectualidad salvadoreña ante la euforia que se vivía al haber dado fin, al menos en los papeles, a la guerra civil que inició en la década de los setenta. Una parte de este texto fue publicado en la revista Tendencias, uno de los proyectos editoriales que surgieron y destacaron a partir del cese al fuego y que resultaron del retorno de muchos exiliados y también de aquellos que se incorporaron a las filas guerrilleras y que, luego, bajaron del volcán o de las montañas.

Desde una mirada de longue durée, Castellanos Moya (1993) sostiene que la cultura de la guerra tiene sus cimientos en décadas de exclusión en el ámbito político, así como por las desigualdades económicas persistentes. El militarismo, por tanto, es una marca presente en la sociedad salvadoreña, cuyas raíces se remontan a los tiempos coloniales, aunque lo particular de El Salvador es que la guerra civil vino a intensificar dicha dinámica, «permeando prácticamente todos los estratos de la sociedad y de las relaciones humanas» (Castellanos Moya, 1993, p. 30).

En palabras del escritor que nos convoca en este artículo, El Salvador padece de una patología: «expulsar a su propia gente» como si se tratara de

un padre o madre cruel que echa a sus hijos a la calle, para que se conviertan en eso, en «en niños de la calle», que sólo pueden sobrevivir víctimas de la explotación en trabajos ingratos, o de la limosna, o del hurto. (Castellanos Moya, 2021, p. 109)

El país, por tanto, es entendido como un lugar ingrato, cruel y de exclusión, imagen que puede conectarse con la del poema «El gran despecho», de Roque Dalton (2019), en el cual se lee: «País mío no existes/ sólo eres una mala silueta mía/ una palabra que le creí al enemigo» (s/p). En ambos casos, se evidencia una postura cargada de rabia y, por tanto, alejada de una visión romántica o edulcorada de la Nación, aunque es de reconocer que esta postura sigue un sentido heteropatriarcal.

Volviendo al breve ensayo «Cultura y transición», Castellanos Moya (1993) apunta seis particularidades de la transición democrática en El Salvador, de las que resulta primordial considerar la cuestión militar, ya que se tiene como telón de fondo los regímenes militares y la guerra civil.

Castellanos Moya (Centro Cultural de España en El Salvador, 2011) vuelve a las significaciones de la guerra y a sus catastróficas resonancias en la vida nacional, lo cual conecta con su posición frente al devenir histórico. La guerra intoxicó la vida social e individual, la Nación misma, al igual que se puede constatar en la trayectoria de los personajes de La sirvienta y el luchador:

La guerra fue un esfuerzo que consumió las mejores energías de varias generaciones (...) La guerra es una pasión. No solo para el combatiente que está allí enfrentando la muerte diariamente, sino para todo el aparato que está alrededor, pero además para toda la nación. La nación se intoxica con la guerra. (s/f)

En efecto, la Nación se intoxicó con las prácticas de crueldad que formaron parte de la vida cotidiana; de esto da cuenta su narrativa constantemente. El militarismo, siguiendo a Castellanos Moya (1993), está más allá de las instituciones políticas, las leyes o los decretos, es decir, se requería ir más allá de la modificación del marco jurídico y lo reflejado en los Acuerdos de Paz, un documento esencial para las negociaciones, pero no suficiente por sí mismo: «El autoritarismo con sus secuelas atraviesa la familia, la escuela, la empresa y las distintas manifestaciones sociales» (Castellanos Moya, 1993, pp. 30–31). Esta fuerte presencia de la cultura autoritaria en la vida del país le hace pensar que sería un proceso lento y complejo y no carente de tremendos desafíos en el orden social, político e, incluso, íntimo, lo cual los años nos han demostrado que, en efecto, el proceso de democratización resultó insuficiente, puesto que se primó la parte técnica (por ejemplo, énfasis en los procesos electorales y no en los cambios estructurales que dieron pie a la guerra civil). En este sentido, afirma Castellanos Moya (1993), «la consolidación de un sistema democrático requiere que los esquemas de conducta producidos por la militarización a lo largo de varias décadas sean transformados en todos los estratos de la población» (p. 31). Con estas afirmaciones, propone que la desmilitarización no se enfoque exclusivamente al cuerpo militar, al confinamiento del ejército, al cese al fuego y a la represión, sino también a los planos intelectuales e íntimos, lo cual, claro está, no es un proceso a corto plazo o que se resuelve tan solo con la imposición de leyes, decretos o con la firma de acuerdos políticos. Esto obligaba a desmilitarizar la psiquis individual y social, ámbitos más porosos y de largo plazo, así como a cuestionar las prácticas que han caracterizado el ámbito político. Él reconoce que la cultura política ha seguido patrones autoritarios y de constante agresión hasta llegar a considerar el crimen y el asesinato como vías de solución definitiva: «El crimen como conducta básica no sólo del quehacer político, sino como reacción primaria ante la disensión; la impunidad como certeza generalizada» (Castellanos Moya, 1993, p. 18). No obstante, identifica ciertos cambios en cuanto a la praxis política, lo cual arroja matices al análisis: «El mismo hecho de preguntarse, de dudar, de interrogarse sobre la viabilidad del asesinato como solución a las controversias políticas, manifestaría una nueva actitud, una mutación» (Castellanos Moya, 1993, p. 18).

En su planteamiento puedo encontrar una clara conexión con la psicología social y, en específico, con Ignacio Martín-Baró (1990), pues este aborda el problema de la guerra como un fenómeno englobante y que produce, sin duda, una afectación a la salud mental de la población. Para este autor de origen español (1990), un país en guerra, vacía lo mejor de sus energías en esta dinámica poderosamente destructiva; las violencias se convierten un manto que lo arropa. La destrucción no se limita a las muertes que ocasiona, lo cual es el efecto más nefasto y evidente, sino también en la esfera de la psique, la más íntima y menos atendida o valorada. Para él, la guerra, por sus particularidades,

tiende a convertirse en el fenómeno más englobante de la realidad de un país, el proceso dominante al que tienen que supeditarse los demás procesos sociales, económicos, políticos y culturales, y que, de manera directa o indirecta, afecta a todos los miembros de una sociedad. (71)

Martín-Baró (1990) identifica en cuatro hechos la destrucción sistemática de la sociedad salvadoreña y que, por tanto, contradecía lo que arrojaban los informes oficiales estadounidenses de ese momento: «los síntomas psicosomáticos ante los operativos militares, la violación masiva de mujeres campesinas, el descontrol de la violencia criminal de soldados u oficiales y la configuración casi asesina de la mente infantil» (69). De esta afectación de la psique da cuenta el documental El lugar más pequeño, de la cineasta salvadoreña–mexicana Tatiana Huezo Sánchez (2011). Además, en esta línea, cabe mencionar la novela El asco. Thomas Bernhard en San Salvador (2015), ya que explora, entre otros elementos de la cultura nacional, los efectos de la cuestión militar en la salud mental y en la convivencia social:

Por eso te digo que no entiendo qué hacés aquí, aunque Tegucigalpa ha de ser más horrible que San Salvador, aunque la gente en Tegucigalpa debe de ser igualmente imbécil que la gente en San Salvador, al fin son dos ciudades que están demasiado cerca, dos ciudades donde los militares han dominado por décadas, dos ciudades infectadas, espantosas, repletas de tipos que quieren quedar bien con los militares, que quieren vivir como los militares, que ansían parecer militares, que buscan la menor oportunidad de arrastrarse ante los militares, me dijo Vega. (Castellanos Moya, 2015, p. 27)

De este pasaje se desprende que el militarismo ha calado la cultura y la vida urbana, y que las ciudades se construyen a sí misma, además de cómo se tejen o destruyen los vínculos sociales. Se constata que este no se reduce a los cuarteles, a las armas, al escenario bélico; es más grave, ya que puede afectar la forma de relacionarnos con el otro, cómo pensamos en resolver las diferencias, los conflictos, el cómo vivimos/destruimos los espacios, y, en fin, cómo afrontamos la vida. En la guerra, el yo y la comunidad son afectados profundamente, trastocando las distintas esferas vitales. De estos estragos, Martín-Baró (1990) apunta sintéticamente:

El impacto de la guerra salvadoreña va desde el deterioro orgánico que aparece en los síntomas psicosomáticos hasta la criminalización aberrante en la mente infantil pasando por el desquiciamiento de la [sic] relaciones sociales, sometidas al abuso y la violencia de quienes tienen en sus manos el poder. (p. 70)

En este tenor, las novelas de Castellanos Moya son una suerte de ejercicio ficcional, en donde se pone de manifiesto la vida autoritaria y sus ecos, la militarización de los distintos planos de la convivencia social. Como bien señala Esch (2018), la crítica del militarismo es una constante en la narrativa moyana; dicha posición, afirma la autora (2018), se puede identificar en su primera novela (La diáspora); en El asco, en cambio, el militarismo se trata como el mal nacional; en El arma en el hombre, se recurre más a la introspección de la figura militarizada encarnada en Robocop. Luego, Esch (2018) destaca que el tratamiento se complejiza en las novelas Insensatez y Tirana memoria, ya que se toma en cuenta el legado colonial y los procesos de modernización y sus efectos en la conformación de las naciones; por lo tanto, se va más allá de la simple asociación armas‒hombre. Debo reconocer que las contribuciones de Esch (2018) me han sido de suma utilidad para perfilar el abordaje al tema militar en la obra del autor elegido para este artículo.

Para cerrar este apartado, Castellanos Moya (1993) concluye que el desmontaje del componente militar «se perfila como un cambio fundamental en la historia de la nación, una condición sine qua non para poder enfrentar creativamente los retos del nuevo milenio» (p. 31). Estas palabras son significativas tomando en cuenta el resquebrajamiento de la institucionalidad salvadoreña y la vuelta a la opción militar para afrontar los problemas sociales. Por ejemplo, en febrero de 2020, con horror constatamos cómo el actual presidente Nayib Bukele, acuerpado de militares y policías, entró a la Asamblea Legislativa para presionar a los legisladores para que aprobaran un préstamo (Guzmán et al., 2020, s/p). El 19 de julio de 2021, el mandatario nuevamente anunció una acción que privilegia la solución militar: la cantidad de militares en la Fuerza Armada se duplicará con el objetivo de recuperar el control territorial perdido por las pandillas (Reyna, 2021, s/p). Estas acciones que responden a un legado autoritario y al predominio del punitivismo y reduccionismo para enfrentar los retos del país evidencian la pertinencia del trabajo de Castellanos Moya, ya que es un escritor que no ha temido en tomarle el pulso a este tiempo histórico angustiante y profundamente injusto.

2. Revisión crítica de La sirvienta y el luchador

Hasta el momento dos han sido los artículos académicos que han aparecido sobre esta novela; por consiguiente, se puede afirmar que todavía es un libro poco explorado en el campo académico transnacional, si lo comparamos con otros de la producción moyana, como El asco o El arma en el hombre, para el caso.

El primer trabajo que deseo traer a colación es el de Misha Kokotovic (2016), incluido en el libro Horacio Castellanos Moya. El diablo en el espejo. En este artículo, el autor destaca la diferencia entre esta novela producida desde la llamada «posguerra» y las escritas previamente, ya que en esta existe un determinismo sobre los personajes; el tiempo malo deja caer su red sin que estos puedan cambiar el rumbo de sus vidas; el destino trágico es impuesto, sin posibilidades de agencia. Este tratamiento es distinto al que estaba más ligado a los ideales de la revolución: se creía en las posibilidades de transformaciones sociales, y las literaturas de ese momento daban cuenta de ello. Por consiguiente, Kokotovic (2016) afirma que esta novela puede ser considerada «otra forma de literatura de posguerra, ya no caracterizada por la estética del cinismo, sino más bien por su manera de representar el pasado y de concebir las posibilidades históricas de ese momento» (p. 137). Al final del artículo, critica el abordaje limitado al desencanto del presente; es decir, en este sentido, la novela se ancla a las derrotas de las guerras. Al tener más peso las implicaciones del plano extraliterario en el artículo de Kokotovic (2016), se deja poco espacio al análisis de las virtudes literarias del libro en cuestión; por consiguiente, faltó profundizar en la arquitectura literaria y cómo esta abre un sinfín de significados para pensar el tiempo presente.

En el estudio de Margarita Rojas G. y Flora Ovares (2018), la centralidad recae en la cuestión corporal y los espacios de la novela. Las autoras se detienen en dos aspectos: la valoración literaria del texto (recursos semánticos y del manejo del tiempo, por ejemplo) y en cómo la decadencia física de los personajes que trabajan para la seguridad del Estado puede extrapolarse a la dictadura; por lo tanto, entrelazan los ámbitos individuales y sociales. Para el caso, al cierre del texto, se manifiesta esta conexión:

el cuerpo del Vikingo resulta equivalente a la dictadura militar salvadoreña representada en el Palacio Negro. Ambos son cuerpos malolientes e infectados que ya no son capaces de ocultar su enfermedad y cuya pudrición se extiende por toda la ciudad. Ambos vomitan los secretos y los crímenes que no pueden esconder. (p. 27)

3. Imperativos masculinos en la guerra a partir de La sirvienta y el luchador

3.1 Introducción

La diégesis de La sirvienta y el luchador (2011) transcurre durante los primeros años de la guerra civil. Por las múltiples alusiones toponímicas (calles, barrios, por ejemplo), se sabe que se trata de San Salvador, El Salvador. La novela, en pocas palabras, aborda, desde distintos puntos de vista, el secuestro de los jóvenes Albertico y Brita, quienes posiblemente son parte de la insurgencia. Cabe destacar el fluir de la conciencia como técnica narrativa para adentrarnos a la psique atormentada de los personajes, en especial la de María Elena, lo cual permite poner en primer plano la afectación de la dimensión subjetiva como consecuencia de las dinámicas bélicas y la herencia autoritaria. En la guerra, torturadores y víctimas se ven obligados a compartir el mismo espacio; esto hace que sus historias se entrelacen vertiginosamente y sea la violencia un manto que engloba sus vidas. De igual manera, es relevante que se trate el tema de la polarización política al interior del núcleo familiar como, en efecto, sucedía en el plano extraliterario. Para el caso, Joselito es parte de la guerrilla pese a su corta edad e inexperiencia en muchos sentidos de la vida, incluso en el ámbito amoroso; su madre, Belka, logra un ascenso: podrá asumir una jefatura en el Hospital Militar, una de las instituciones centrales de la vida castrense. Por lo tanto, estos dos proyectos de vida totalmente antagónicos muestran la complejidad del tiempo histórico evocado. En la novela, podemos identificar un hincapié en estos entrecruzamientos trágicos.

El título de la novela puede entenderse como una intención del autor por resaltar los oficios de los personajes María Elena y el Vikingo; es decir, la primera, una empleada del servicio doméstico de Albertico y Brita; el segundo, un luchador que deviene en victimario al servicio del Ejército. En ambos casos, nos encontramos ante subjetividades residuales, puesto que sus posiciones en la escala social son menoscabadas constantemente, subalternizadas a tal punto que, incluso Belka, hija de María Elena, se avergüenza del oficio de su madre, pese a que gracias a este logró brindarle sus estudios de enfermera y así lograr escalar en la pirámide social, pese al contexto bélico.

Esta novela, de 267 páginas en su versión del 2011 e incluida en el catálogo de Tusquets, está compuesta por cuatro partes y un epílogo. Desde el epígrafe, encontramos uno de los ejes de la escritura moyana: el peso de la historia y del olvido en las sociedades centroamericanas. De acuerdo a Gérard Genette (1987), el epígrafe bordea la obra, es una antesala a lo que luego como lectores nos enfrentaremos. De ahí la necesidad de mirarlo detenidamente (p. 134). El epígrafe es tomado del mundo bíblico, en específico de Eclesiastés:

Porque el hombre tampoco conoce su tiempo: como los peces que son atrapados en la mala red, y como las aves que se prenden en lazo, así son enlazados los hijos de los hombres en el tiempo malo, cuando cae de repente sobre ellos. (Castellanos Moya, 2011, p. 9)

«El tiempo malo» podría pensarse como la guerra evocada, ya que, en el mundo narrativo, es destrucción, muerte, pudrición como la corporalidad del Vikingo; por lo tanto, la vida nacional e individual se entrelazan catastróficamente. Otro epígrafe que deseo retomar proviene de la novela El arma en el hombre: «En la lanza tengo mi pan negro,/ en la lanza mi vino de Ismaro,/ y bebo apoyado en la lanza» (Castellanos Moya, 2013, p. 7). En ambos actos inaugurales de las obras en cuestión, las armas se vuelven dispositivos constituyentes de la identidad de los personajes centrales; ellos están atrapados por un sentido bélico. Vida y guerra, vida y armamentos están enlazados en el tiempo malo, siguiendo con la metáfora bíblica, lo cual hace más difícil pensar en posibilidades de paz o de un futuro alejado de la destrucción. La guerra mantiene en asfixia constante a los personajes; el fluir de la conciencia de María Elena manifiesta este desasosiego.

3.2 El Vikingo

El personaje es un término narratológico que, en principio, se refiere a los participantes en el mundo narrativo (Herman et al., 2005, p. 52). Este personaje se determina por sus rasgos característicos. El personaje clave en la primera parte de la novela es el Vikingo. La elección es en sí misma una contradicción, ya que el nombre responde a una asociación con nociones de fuerza descomunal, agresión, capacidad de ataque, mundo bélico. De acuerdo a Birkett y Dale (2019), el término viking se ha vuelto maleable y nuevas interpretaciones se han diseminado en el espacio público; por consiguiente, su sentido se ha expandido, ya que puede referir a más que la imagen de «a pirate of Scandinavian origin engaged in raiding and extortion in the early medieval period» (p. 1). En el caso de Castellanos Moya, retoma esta etiqueta de la tradición escandinava y lo sitúa en el contexto bélico salvadoreño, dotándolo de nuevos sentidos. Los escenarios de guerra se vuelven los hilos conductores de ambas figuras, la nórdica y la salvadoreña. Esta operación de apropiación y de resignificación, asimismo, la detectamos con la selección del nombre Robocop, protagonista de la breve novela El arma en el hombre (2013), ya que procede de un filme homónimo de ciencia ficción estadounidense de 1987. Dicha novela fue publicada en 2001 en la colección Andanzas, de Tusquets. De esta forma, el escritor logra vincular una realidad particular (la de los países centroamericanos) con elementos culturales del Norte global. Esto podría leerse como un intento por dotar de marcas universales a sus personajes.

Al referirse al personaje por un apodo, el acento recae en el defecto. Recurrimos al diccionario para constatar una definición básica y extendida. El apodo, de acuerdo a la Real Academia Española, es un «nombre que suele darse a una persona, tomado de sus defectos corporales o de alguna otra circunstancia» (RAE, s/f, definición 1). En el caso del Vikingo, más bien, el mote puede entenderse como una burla o un gesto irónico, ya que es abismal el contraste entre la idea generalizada de los vikingos nórdicos y el cadavérico vikingo salvadoreño, quien padece el ocaso de su vida.

María Elena, un personaje que conoció al Vikingo unos diez años atrás, en la Rabida, al tratar de recordar el «verdadero nombre» del Vikingo, se da cuenta de que para ella siempre ha tenido este mote, es decir, la individualidad es definida por el elemento paródico. En la retórica del yo, el nombre se vuelve un punto esencial; el proyecto de la modernidad impulsó la individualidad. No obstante, el Vikingo carece de ella, lo que acentúa su condición residual.

Trata de recordar el nombre del Vikingo, si alguna vez lo supo; el Vikingo se llama Vikingo, desde siempre tuvo que haberse llamado Vikingo, se dice a sí misma. Y entonces recuerda que sí, que una vez le preguntó por su verdadero nombre y éste le respondió, haciendo guasa, que ya no se acordaba. (Castellanos Moya, 2011, p. 68)

Incluso el hecho de no poseer familia ni la posibilidad de patrimonio añade al Vikingo un sentido de orfandad, precariedad extrema y de no pertenencia a un sitio o institución social. No recibe compasión ni de sus propios compañeros de armas, ya que para ellos él es un ser enfermo y pobre, carente de autoridad. En la cultura masculina en la que se mueve, mostrarse frágil es sinónimo de perdedor. La única que muestra empatía por él, pese a sospechar de sus andanzas, es María Elena: «Pobre Vikingo, así que se está muriendo. Ya debe de tener sesenta y cinco años. Claro, era unos cinco años mayor que ella» (Castellanos Moya, 2011, p. 70).

Desde la escena inicial, en un comedor cercano al Palacio Negro, asistimos a su proceso de degradación corporal que puede conectarse con la degradación social que enfrenta el país evocado: se está volviendo viejo y la úlcera se intensifica. Padece de vómitos, mal aliento, retortijones, mareos, fiebre, escalofríos, náusea, incluso se pone en duda su capacidad sexual (atributo esencial en el imperativo masculino). Esta caracterización no corresponde con el nombre del personaje. La imagen histórica difundida de los vikingos nórdicos está alejada de la del vikingo versión salvadoreña, ya que este más bien es un ser cadavérico, despojado de fuerza y su poder real frente a otros cuerpos masculinos es limitado; por ende, sus capacidades bélicas y viriles son cada vez más mínimas hasta incluso llegar a cansarse al correr. En un momento de la novela leemos sobre su delicado estado de salud: «—Qué es lo que no tiene... —dice el mal encarado, con sorna—. No tiene estómago, ni tripas. Apesta a pudrición. No sé cómo está vivo todavía. Seguro que de ésta no regresa» (Castellanos Moya, 2011, p. 68).

Rita, la personaje que atiende el comedor y que fía la comida a los torturadores, recalca la cuestión de debilidad sin soslayo: «Se te ve bien jodido, Vikingo». O como más adelante afirma: «Estás cadavérico, cada vez más flaco, pálido como la muerte» (Castellanos Moya, 2011, p. 15). Ella desafía a los personajes masculinos, incluso a los «macheteros», nombre dado a los encargados de las torturas en el Palacio Negro; ellos «hacen cantar al más valiente tras el primer tajo» (p. 15), asegura el Vikingo mientras almuerza. Esta hostilidad permanente la obliga a ser una agente activa; es capaz de agredir verbalmente como forma de defensa ante un ambiente compuesto principalmente por personajes masculinos y en donde el abuso o acoso se naturaliza y se exalta.

Para analizar al Vikingo, me apoyaré en ciertos elementos de la propuesta de Mikhail Bakhtin (1984) en Problems of Dostoevsky’s Poetics en cuanto a la caracterización del héroe, aun cuando estemos frente a un antihéroe para ser exactos. De acuerdo a Bakhtin (1984),

the hero interests Dostoevsky as a particular point of view on the world and on oneself, as the position enabling a person to interpret and evaluate his own self and his surrounding reality. What is important to Dostoevsky is not how his hero appears in the world but first and foremost how the world appears to his hero, and how the hero appears to himself. (p. 47)

Por lo tanto, resulta una característica vital el cómo el personaje ficcional aprehende al mundo, el cómo se concibe a sí mismo, es decir, la autopercepción: «the hero as a point of view, as an opinion on the world and on himself, requires utterly special methods of discovery and artistic characterization» (p. 48). Más adelante sostiene que la caracterización del héroe debe asentarse en «the sum total of his consciousness and self-consciousness, ultimately the hero’s final word on himself and on his world» (p. 48). Por ejemplo, para fijar la imagen del héroe incluye cualidades como posición social, el grado de acercamiento a una caracterización típica, la cuestión espiritual y física. Bakhtin se desplaza de la pregunta «who is he?» a «how he is conscious of himself» (p. 49); para él, debemos centrarnos en el cómo.

En el caso del Vikingo, socialmente puede colocarse en el estrato más bajo, puesto que por las descripciones se deduce que sus posesiones son extremadamente limitadas e incluso sus posibilidades reales de jubilarse resultan nulas. Esta realidad precaria se evidencia en sus hábitos alimenticios, ya que lo que acostumbra para el mediodía es un caldo. El narrador heterodiegético, a partir del acto alimenticio, muestra la precariedad a la que es orillado el personaje clave del sistema represivo estatal, lo cual permite humanizar y complejizar a las figuras del mal y, de esta forma, salirnos de categorías dicotómicas: «El caldo le quema el paladar, el esófago, las tripas, o lo que queda de ellas. Es lo único que come, cada mediodía» (Castellanos Moya, 2011, p. 13). En una parte, el narrador heterodiegético hace referencia a las limitadas posesiones del Vikingo, acentuando de esta forma su extrema precariedad:

Es lo que más cuida: sus gafas Ray Ban de aro dorado; su amuleto, lo que más le pesaría perder. Y, claro, la calzoneta de cuando fue luchador que yace envuelta en papel de regalo en una caja en su habitación. (p. 20)

La verosimilitud está determinada, en primer lugar, por los detalles corporales y de pensamiento, de igual manera por los registros lingüísticos (el uso del voseo y palabras del español salvadoreño). Luego por las menciones explícitas a lugares de San Salvador y de actores de la guerra (como el Bloque Popular Revolucionario).

El Vikingo es parte de los perpetradores de la violencia, al igual que otro personaje del mundo moyano, me refiero a Robocop; no obstante, el narrador logra mostrar su grave situación de salud. Presenciamos cómo el personaje poco a poco va muriendo.

El Vikingo está al tanto de las torturas en el Palacio del Negro e inclusive se aprovecha de las víctimas amordazadas. Es decir, pese a que para los demás de la fratría masculina es un ser inservible y motivo de asco, él sigue aprovechando los intersticios del poder frente a los personajes femeninos capturados para torturar con el fin de que delaten a sus compañeros y brinden más información para acabar con el enemigo (los guerrilleros, los comunistas). Esta figura, la del enemigo, es recurrente en la narración y sirve como justificación para las acciones bélicas, que incluyen los secuestros, torturas y asesinatos; ni siquiera los de bajo rango del Ejército saben por qué son sus enemigos. En el mundo extraliterario, esta cuestión la podemos encontrar en la figura del pandillero, ya que, dentro de la retórica oficial, ha servido para mover al electorado y para generar un ambiente de miedo y zozobra y, así, desviar la atención de los problemas estructurales. De esta forma, esta figura se ha convertido en el chivo expiatorio.

Por último, cabe señalar que al caer la atención narrativa en el personaje Vikingo, y no en un alto cargo del cuerpo castrense, puede leerse como una intención del autor por explorar los mundos de los de abajo y sus dinámicas internas. El Vikingo es una figura que encaja en la estética del mal; en cambio, María Elena sigue más el patrón del marianismo (sacrificio, sumisión, lealtad).

3.3 Imperativos masculinos en la guerra

Históricamente, el militarismo, los militares y los hombres han estado interconectados. En efecto, muchos ejércitos del mundo están compuestos principalmente por hombres. Aunque esta afirmación deberá matizarse, ya que, en ciertos momentos históricos y en ciertos escenarios, las mujeres han tenido participación en la composición de los ejércitos o luchas de liberación; sin embargo, su rol ha sido subestimado (Higate, 2003, pp. xi–xii). En la novela La sirvienta y el luchador, la masculinidad es reafirmada constantemente y la relación mundo militar, violencia y comunidad masculina es evidente. Pese a esta construcción dominante de masculinidades bélicas, existe una leve desestabilización de género, la cual se detecta principalmente en las figura de Belka y Rita, ya que ellas son las proveedoras de la casa; por consiguiente, son quienes asumen las responsabilidades mayores en cuanto al sostenimiento del hogar se refiere. En el caso de Belka también debe considerarse que tiene mejor posición en la esfera pública: ha logrado un ascenso, por lo que ahora ocupará una posición de autoridad en una institución central dentro de la diégesis: el Hospital Militar, componente del Ejército; por lo tanto, pieza clave en la arena de poder. Esto la ubica al lado de los militares, es decir, el principal enemigo de la insurgencia.

En la novela, la revisión crítica a los dispositivos de disciplinamiento de los cuerpos es modulada. Las dimensiones negativas de las masculinidades retratadas, en la mayoría de los casos, son hiperbólicas. La única figura masculina que pone en entredicho esto es la de Joselito, hijo de Belka; él muestra cierto temor e inseguridad ante Irma, una de sus compañeras de lucha y cinco años mayor que él; ella ocupa una posición superior dentro de la organización guerrillera y sabe usar armas, por lo cual la coloca en una situación de ventaja. En el siguiente pasaje, se puede constatar esta notable habilidad que desestabiliza los roles tradiciones de género: «Con admiración ve que Irma ha sacado de la mochila una subametralladora Uzi; se ha puesto una cachucha de beisbolista color azul» (Castellanos Moya, 2011, p. 228).

Por lo anterior, Joselito tiene que mostrarle respeto; asimismo, él es empático con las figuras maternas (madre y abuela), lo cual evidencia su conexión con las emociones y el no responder a una visión misógina, como sí es clara en la figura del Vikingo y de los torturadores.

Sin embargo, vale decir que los personajes se mueven en el régimen de la diferencia sexual. El performance masculino es dominado por preceptos negativos y por la falta de cuestionamiento a las jaulas de género.

Dentro de los imperativos masculinos he identificado los siguientes: la agresión en la convivencia social, la anulación emotiva, la dependencia etílica, la sexualidad vivida como agresión, las fantasías y la misoginia instalada.

3.3.1 La agresión en la convivencia social

Dado que el marco espacial de la novela en cuestión está dominado por la guerra, es claro que la violencia extrema en forma de torturas y asesinatos, por ejemplo, marcan, en distintos grados, la trayectoria de los personajes. El secuestro de Albertico y Brita son el eje que mueve o entrelaza de alguna manera a los personajes, lo cual es en sí mismo un acto sumamente violento, además de padecer un final predecible (la muerte violenta) si pensamos en el tiempo histórico al que se hace alusión.

En este punto, me centraré en la figura de los torturadores, ya que todos pertenecen a la comunidad masculina, pero a la vez responden a un sistema de valores y prácticas acordes a la maquinaria de guerra. Por lo tanto, estamos ante masculinidades residuales perfiladas por la violencia extrema.

En la diégesis, sus acciones y formas de relacionarse entre ellos evidencian las dinámicas que llevan a banalizar la muerte; la vida para ellos, por ende, pierde un sentido de sacralidad. La acción continua y el silenciamiento se vuelven componentes necesarios para la sobrevivencia en el presente de la narración. Otro elemento destacable como parte de la cultura masculina evocada es la presencia de las armas de fuego; por otro lado, las prácticas de torturas son vistas como funciones laborales. Ellos cumplen órdenes; esta posición les evita aceptar cualquier responsabilidad. De esto da cuenta el Vikingo en una parte de la novela: «—En este negocio uno cumple órdenes, niña María Elena. Y el que da la orden no siempre es el que decide, el que en verdad manda» (Castellanos Moya, 2011, p. 254). El Vikingo, de esta forma, se está justificando y tratando de esquivar su responsabilidad en los actos de horror.

3.3.2 La anulación emotiva

La maquinaria de guerra hace que los personajes masculinos tengan serias dificultades para cultivar la empatía, y por padecer el vacío. El único que se sale de este guion social es Joselito, ya que se le retrata con sus miedos e inseguridades al relacionarse con las figuras femeninas, en especial cuando se trata de Irma. Esto evidencia que las masculinidades no pueden abordarse como un bloque sin fisuras o como si respondieran a una supuesta universalidad, ya que las masculinidades deben pensarse y analizarse como construcciones sociales múltiples, puesto que existen jerarquías, diferencias, intersticios que problematizan las identidades de género. Aunque es de apuntar que en la representación de los torturadores (los macheteros) la falta de empatía es notoria. Incluso sienten satisfacción al poder poseer los cuerpos femeninos en los momentos de tortura como cuando se refieren a Brita, una de sus víctimas en el Palacio Negro, el lugar asignado para las torturas: «—Bien rica estaba esa rubiota —dice el gordo Silva con fruición, sobándose los genitales—. Yo nunca le había dado a un culote así...» (Castellanos Moya, 2011, p. 262). El hecho de expresar satisfacción en los actos de tortura revela una cuestión más profunda: la cultura de la violación y las dinámicas de poder. Ellos, al ser masculinidades residuales, subalternizadas constantemente, por su condición de clase, solamente pueden lograr acceder a ciertos cuerpos cuando capturan y torturan, es decir, cuando son agentes del sistema represivo estatal. De otra manera, para ellos, ciertos cuerpos, como el de Brita, estarían vedados.

3.3.3 La dependencia etílica

En la novela, debido a la incapacidad para expresar las emociones, uno de los efectos en los personajes masculinos es el alcoholismo; este puede entenderse como un resultado de la imposibilidad de manejar las crisis intensificadas con la dinámica bélica. Ellos quieren escapar del vacío que se impone sobre sus vidas atormentadas por los hechos narrados en la diégesis. En este sentido, Horrocks (1994) advierte que la masculinidad significa tanto compensaciones y premios como también autismo emocional, vacío.

El alcoholismo traspasa las clases sociales, ya que la autodestrucción puede afectar a los sujetos en condiciones de privilegio. Para el caso, Brandes (2003) encuentra que, al menos en un segmento de la clase trabajadora mexicana, la identidad masculina está asociada a las bebidas alcohólicas; su consumo forma parte de los rituales dentro de la comunidad masculina: «Manhood and drinking are closely enough linked in ideology and observable behavior that men —at least, most men in the Mexican laboring classes— come to associate imbibing and inebriation with male identity» (p. 156). Por ejemplo, Don Betío, el padre de Albertico y miembro de una familia con ciertas comodidades, comienza su rutina de vodka desde temprano. Al verlo sumido en su ritual etílico, María Elena manifiesta lo siguiente: «don Betío no cambia, siempre comienza a beber vodka desde antes del almuerzo» (Castellanos Moya, 2011, p. 100). Luego, dentro de la segunda parte de la novela, se menciona la muerte del esposo de doña Cecilia, una integrante de las clases acomodadas: «Dicen que doña Cecilia quedó enferma a causa de la mala vida que le daba don Armando, su marido; dicen que la peor maldición es casarse con un borracho. Por suerte, el hombre murió hace años» (p. 112). Se puede constatar que el imperativo masculino en este contexto bélico, es decir, el tener que mostrarse fuertes y duros frente a cualquier circunstancia, produce efectos nocivos en la psique de los personajes, los trastoca a tal punto que se producen dependencias etílicas, la cual es, quizás, el único vehículo para canalizar la angustia en la que se consumen sus vidas. La guerra es una red que atraviesa todos los estratos, aunque de maneras y grados diferentes.

3.3.4 La sexualidad vivida como agresión

Como mencioné anteriormente, en el imperativo masculino la potencia sexual es parte medular. La sexualidad es ejercida a través de prácticas agresivas en donde se tiene que dejar claro quién es la autoridad. En la novela, el Vikingo, pese a ser, a la vista de todos sus compañeros, un estropajo, sigue acechando a los personajes femeninos con el fin de acceder a un beneficio sexual, no importando la edad. Acosa a Marilú, quien, a decir de Rita, es una niña y, por lo tanto, está fuera de las posibilidades de los hombres que acuden al comedor. Esta actitud de lascivia queda clara en el siguiente pasaje:

Marilú sale de la cocina con el vaso de fresco.

Los tres macheteros voltean en el acto. No le despegan la mirada de las piernas y el trasero.

—A la puta con ustedes, no puede aparecer la niña porque casi se le tiran encima —se queja la Gorda.

—La niña —masculla el Vikingo con burla—. ¿De qué es el fresco, mi amor? —le pregunta.

—De melón —dice Marilú, con su vestido de organdí.

Los tres macheteros pelan de nuevo sus dientes podridos, sin quitarle la vista del trasero a Marilú hasta que ésta vuelve a la cocina.

—Sí, es una niña —dice la Gorda, indignada. (Castellanos Moya, 2011, p. 14)

Rita es la única figura protectora. Ella es quien debe imponer los límites a los clientes del comedor. Para el Vikingo y para los macheteros, Marilú no es una niña, por lo que puede ser objeto de deseo, entrar al mercado sexual. Dado este caso, podemos advertir que los límites fronterizos entre niñez y adultez comienzan a borrarse a temprana edad. Marilú, para los torturadores, está desprovista de inocencia. Para el Vikingo, por tanto, ella puede ayudar a saciar sus deseos sexuales.

En el siguiente pasaje se entiende que la referencia a la limpieza es un pretexto para que la niña acuda a su habitación y así poder aprovechar el ámbito privado y la necesidad económica de la infante; el Vikingo está aprovechándose de tener acceso a un limitado poder dentro de la cultura dominante; él, al ser un hombre, puede gozar de libertades:

—¿Cuándo me la vas a prestar? —le pregunta el Vikingo a la Gorda, sin quitarle la vista de encima a Marilú—. Que me vaya a asear la habitación, aquello es un desastre, necesito una niña limpia y ordenada como ella. (p. 15)

El Vikingo insiste. Se dirige a la niña nuevamente; su ofrecimiento se basa en la claridad de saberse con el derecho a agredir, poner en un primer plano sus deseos: «—Te venís conmigo, mi amor, para que me arreglés la habitación y te doy unos centavitos —le propone» (p. 17). No obstante, Rita se burla de su potencia sexual, como forma de detener el acoso y la denigración a la cual está siendo sometida la niña: «—Viejo cochino, te debería dar vergüenza —dice—. Cualquier día te encontrarán hecho cadáver. Y ya ni se te ha de parar esa tu cosa —agrega, señalándole la entrepierna con un gesto de la boca» (p. 16).

Pese a ser menor de edad, Marilú es continuamente agredida por su entorno, puesto que resulta apetecible en el mercado sexual; ella es vista como carne a ser devorada; se vuelve, por tanto, un trofeo en una cultura que minoriza la agresión simbólica. Rita, por lo tanto, debe ser su defensora, incluso llegando al extremo de obligarla a poner en pausa sus estudios para protegerla de los hombres que la persiguen como fieras. Se lee en un fragmento de la tercera parte:

pero, una vez abrieron el comedor cerca del Palacio Negro, se la llevó consigo, para protegerla del malandrín de Sergio, que la rondaba con la intención de preñarla y luego meterla quién sabe en qué prostíbulo. Ya habrá oportunidad más adelante de que la chica siga estudiando. (p. 186)

Marilú, al ser víctima del acoso sostenido, se ve en la necesidad de suspender su formación para mantenerse a salvo, lo cual muestra cómo la cultura de la violación se normaliza en la diégesis, ya que las víctimas son obligadas, por ejemplo, a salirse del espacio público (la escuela) o a callarse frente a las agresiones; incluso se constata la ausencia del Estado en cuanto a la protección de la niñez, por lo que se deja este tema a la voluntad y a las posibilidades individuales.

Rita empezó a procrear a la misma edad de Marilú, es decir, a los catorce años. Este dato no es menor. Muestra cómo la violencia sexual se padece desde temprana edad y el patrón se mantiene en la siguiente generación, por lo que se convierte en una herencia cultural: «Ella la tuvo cuando era una chica de catorce años, como Marilú ahora. Después vino el otro, Ramón, y el otro, Calín. Cada uno de distinto padre. No quiere recordar» (p. 188). En esta misma escena, se describe el acoso que se vive en la vida cotidiana: desde que salen de la casa empieza a operar; pareciera que la violencia en sus distintas manifestaciones es lo único que experimentan estos dos personajes femeninos. Pero será necesario subrayar que Rita no es un personaje sin agencia. Al contrario, ella también está dispuesta a defenderse; las amenazas la han hecho fuerte; tiene coraje. Esta realidad narrada explica por qué carga un cuchillo en su bolso de mano: es la única forma que tiene para defenderse ante las continuas amenazas del entorno. Más adelante se lee:

La gorda Rita cabecea hasta dar con él: le lanza otra mirada de odio. Habría que matar a todos estos malditos. Lo que más teme es que a Marilú le suceda lo que le sucedió a ella, que la preñen a los trece años y luego la obliguen a hacerse puta. (p. 189)

En definitiva, y pese a ser de dos generaciones distintas, la vida de estos dos personajes femeninos es acentuada por la violencia, lo cual muestra que la convivencia diaria en este espacio resulta a todas luces agreste. La violencia sexual es parte de la estructura social; también el tiempo malo, siguiendo la referencia bíblica, se extiende como un manto sobre ellas. Rita escapó del burdel y pudo recomponer su vida, aunque sabe que la mayoría de sus compañeras no corrieron con la misma suerte. Es por este antecedente que sabe de los peligros que corre Marilú al estar en una edad que resulta un fruto sabroso para las fieras: «Ella logró escapar del burdel y rehacer su vida; la mayoría de sus compañeras, no. Por eso no se despega a Marilú de su lado. Está en la edad más peligrosa» (p. 189).

María Elena fue abusada, o al menos eso se insinúa cuando se refiere al daño, aunque en sus palabras ella niega que haya sido una violación. En la narración se evita, al principio, nombrar directamente a qué se refiere con esto, posiblemente sea por vergüenza y por el silencio que se impone alrededor de las agresiones sexuales; las víctimas no tienen voz ni poder para hacer valer su dignidad. Solo existe un pasaje, breve si se lo compara con la extensión de la novela, en el que se aborda este espinoso pasado, aunque la forma que se presenta hace verla como cómplice y luego como un sujeto pusilánime ante el marcado desprecio de Clemen, el hijo del patrón y causante del daño. Ella es una sirvienta; por consiguiente, no es considerada una ciudadana con el mismo valor que los demás miembros de la familia del patrón; sus capacidades de agencia son limitadas ante el poder familiar:

María Elena nunca le contó a nadie, ni le explicará al Vikingo, que su dolor viene del rechazo, que Clemen después de satisfacer su deseo nunca volvió a tratarla de la misma manera, sino que con el mayor de los desprecios, ignorándola, como si ella fuera una basura, algo corrompido, y que pocos días después de poseerla él se comprometió con la novia que tenía en ese entonces. (p. 250)

Este daño fundacional significó para ella el tener que negarse, posteriormente, a cualquier posibilidad de otra pareja con quien tener una relación bajo otros parámetros: «—Yo era muy joven cuando me hicieron el daño —dice ella—. Me prometí que nunca más volvería a sucederme. Y cumplí mi promesa. Ya no pienso en ello ni me gusta hablar de ello —agrega, terminante, para zanjar» (p. 88). El daño puede ser visto, en términos metafóricos, como la mancha que ella carga en su cuerpo; por eso la culpa y la vergüenza, sobre todo de tener que mencionar este episodio frente a un hombre como el Vikingo, en quien no puede confiar, ya que sospecha de su trabajo y además porque en el pasado él quería seducirla: «Siente remordimiento por haber reconocido frente a ese hombre sucio el daño que sufrió cuando ella era una jovencita, el daño gracias al que nació Belka. No quiere pensar en ello» (p. 90).

3.3.5 Las fantasías

Otro elemento destacable en el imperativo masculino son las fantasías. Esto logra brindarle al Vikingo otros mundos, un mundo que para él es negado por su condición residual y enferma, esta última lo lleva al ocaso de su vida. Él fantasea con Marilú, una niña, porque, en la sociedad heteropatriarcal, están permitidas estas prácticas de agresión simbólica. La única que reprueba las agresiones es Rita, quien representa la imagen de una mujer protectora y trabajadora, un personaje con voluntad y, por tanto, con agencia. En el siguiente pasaje se detecta esta contradicción entre realidad y deseos: «El Vikingo enfila hacia los sanitarios. Orina; piensa en las nalguitas de Marilú mientras se la jala para que le salgan las últimas gotas, las dolorosas» (p. 22). Existe una clara diferencia entre su realidad (cuerpo enfermo y envejecido y, por lo tanto, inservible para la lucha armada; potencia sexual menoscabada; entorno extremadamente precario y violento) y las expectativas (tener beneficios sexuales como alivio existencial, acceso a cuerpos apetecibles).

En un pasaje, cuando está agonizando el Vikingo en el cuartel, afirma: «—Todos los hombres queremos con todas, niña María Elena —musita—. Así es el mundo» (p. 87). Esta afirmación es problemática, pero deja ver lo que para el Vikingo es extendido y aceptado en el imaginario social. Para él, la masculinidad se construye a través del sometimiento del cuerpo colocado en una posición subalterna; por ejemplo, el cuerpo de Marilú, una infante cuya voz no escuchamos dentro del mundo narrativo, por lo que es colocada al margen en todos los sentidos.

3.3.6 La misoginia instalada

La misoginia instalada es otro componente de este imperativo. La hostilidad a los sujetos femeninos forma parte de los comportamientos aceptados en la sociedad heteropatriarcal. El personaje Vikingo responde a esta misoginia cuando culpa a las mujeres de su estado de putrefacción; él se niega a asumir responsabilidades: «—Todas las mujeres son iguales —dice, con un asomo de sarcasmo—. Es como si estuviera hablando con la gorda Rita» (p. 85). Esta misma actitud la encontramos en el personaje Robocop cuando afirma: «las mujeres llevan la traición en el alma y no me iba a gastar mi poco dinero en ella» (p. 15). Robocop desvaloriza a las mujeres, y esto le impide vincularse de manera empática y prolongada en una relación. Para este personaje, las figuras femeninas deben satisfacerlo en sus necesidades sexuales y no deberían esperar nada a cambio: «Las putas son exigentes, caprichosas» (Castellanos Moya, 2013, p. 27).

Conclusiones

La novela La sirvienta y el luchador pone en escena algunas prácticas naturalizadas en sociedades heteropatriarcales y bajo condiciones de guerra, lo cual lleva a maximizar las violencias. En este trabajo se ha comprobado cómo el performance masculino es reafirmado constantemente a partir de prácticas, fantasías, estrategias de dominación. Es clara la interconexión mundo militar y comunidad masculina. Solo dos figuras femeninas cuestionan este mundo sexista: Belka y Rita, ya que ellas, de distintas maneras, asumen los roles históricamente asociados a lo masculino. Pese a las reiteradas hostilidades, estos personajes femeninos encuentran estrategias de sobrevivencia y de defensa; logran valer su voluntad y deseos; tienen agencia.

No obstante, en La sirvienta y el luchador no estamos ante una narrativa que cuestione abiertamente los mundos masculinos y su entrelazamiento con la maquinaria de guerra. La única excepción es Joselito, un personaje que se muestra a veces frágil e inseguro ante la presencia femenina. Sin embargo, esta representación cercana al realismo arroja luces para pensar las dimensiones negativas de las masculinidades abordadas y sus imperativos; por ejemplo, la dimensión hiperbólica de esta masculinidad es notable, lo cual produce efectos en los cuerpos sociales e individuales y en la psique. Es por este punto que, como antesala al estudio, expuse brevemente la cuestión del militarismo en la escritura moyana, ya que deja en claro su talante crítico ante los problemas estructurales de la sociedad a la que hace alusión.

Los personajes del mundo narrativo construido por Castellanos Moya se mueven en una sociedad profundamente sexista, hostil a las diferencias. El performance masculino se reitera a cada paso y deja a un lado los cuestionamientos a las jaulas de género.

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Notas

1 Este artículo está basado en el capítulo tres de mi tesis doctoral en curso. Por lo tanto, puede considerarse como una versión abreviada y preliminar de lo que actualmente desarrollo.
2 En otro artículo abordé la cuestión militar en el ensayo «Cultura y transición», de Horacio Castellanos Moya. Véase Rosales Vásquez (2019).

Información adicional

Para citar este artículo: Rosales Vásquez, M.A. (2022). Militarismos e imperativos masculinos en condiciones de guerra. Una lectura de La sirvienta y el luchador, de Horacio Castellanos Moya. El taco en la brea, (15) (diciembre–mayo). Santa Fe, Argentina: UNL. e0068 DOI: 10.14409/tb.2022.15.e0068

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