Papeles de investigación

Poner la realidad entre paréntesis: representación de la función materna en El Dock (1993) de Matilde Sánchez y La casa operativa (2007) de Cristina Feijóo

Putting reality in parentheses: Representation of the maternal function in El Dock (1993) by Matilde Sánchez and La casa operativa (2007) by Cristina Feijóo

Lucía Battista Lo Bianco
Universidad de Buenos Aires, Argentina

El taco en la brea

Universidad Nacional del Litoral, Argentina

ISSN: 2362-4191

Periodicidad: Semestral

vol. 10, núm. 16, 2022

eltacoenlabrea@gmail.com

Recepción: 28 Marzo 2022

Aprobación: 27 Junio 2022



DOI: https://doi.org/10.14409/tb.8.16.e0074

Para citar este artículo: Battista Lo Bianco, L. (2022). Poner la realidad entre paréntesis: representación de la función materna en El Dock (1993) de Matilde Sánchez y La casa operativa (2007) de Cristina Feijóo. El taco en la brea, (16) (junio–noviembre). Santa Fe, Argentina: UNL. e0074 DOI: doi: 10.14409/tb.8.16.e0074

Resumen: En el presente trabajo analizamos dos novelas publicadas en el período de «posdictadura» argentino: El Dock de Matilde Sánchez (1993) y La casa operativa de Cristina Feijóo (2007). Centramos nuestra lectura en la representación disímil de los roles maternos y la reconfiguración de los lazos filiales que hacen las novelas a través de sus narradores. En el marco de las relecturas emprendidas durante los años 90 en torno al proceso revolucionario de la Argentina, abierto en 1969 y abortado a sangre y fuego por la última dictadura cívico−militar, de una revisión y reevaluación de la cultura de aquellos años, de las relaciones interpersonales establecidas en las organizaciones políticas y guerrilleras y, en el contexto de aparición de nuevos sujetos víctimas y testimoniantes como fueron los hijos e hijas de desaparecidos, estas novelas ponen foco en aspectos considerados «privados» o «íntimos» que, como veremos, no lo son tanto. Apuntan a rediscutir la complejidad de la función materna intersectada por la política: dos madres que ya no están o que están ausentes (muertas o desaparecidas) son evocadas positiva o negativamente por sus dos hijos huérfanos, y una (tercera) madre comienza a serlo, mientras se debate si debería.

Palabras clave: maternidad, posdictadura, militancia política, literatura de hijos, literatura argentina.

Abstract: In this paper we analyse two novels published in the Argentinean «post-dictatorship» period: El Dock by Matilde Sánchez (1993) and La casa operativaby Cristina Feijóo (2007). We focus our reading on the dissimilar representation of maternal roles and the reconfiguration of filial bonds in the novels through their narrators. In the context of the re-readings undertaken during the 1990s of the revolutionary process in Argentina, opened in 1969 and aborted in blood and fire by the last civil-military dictatorship, of a revision and re-evaluation of the culture of those years, of the interpersonal relationships established in the political and guerrilla organisations and, in the context of the appearance of new victims and witnesses such as the sons and daughters of the disappeared, these novels focus on aspects considered «private» or «intimate» which, as we shall see, are not so private. They aim to re-discuss the complexity of the maternal function intersected by politics: two mothers who are no longer there or who are absent (dead or disappeared) are evoked positively or negatively by their two orphaned children, and a (third) mother begins to be one, while debating whether she should be.

Keywords: mothering, post-dictatorship, political activism, children’s literatura, Argentine literature.



Si hablábamos de los hijos que habrían de venir,
hablábamos de la patria que les dejaríamos.
Vallejos, 1989

Polémicas finiseculares

En el presente trabajo indagaremos comparativamente las representaciones de los roles maternos, los nuevos esquemas de familia y la configuración que los narradores hacen de los mismos en dos novelas que pertenecen a lo que la crítica argentina ha denominado período de posdictadura (Drucaroff, 2011): El Dock (1993) de Matilde Sánchez y La casa operativa (2007) de Cristina Feijóo. Tanto Sánchez como Feijóo no pertenecen a las generaciones de escritores de posdictadura que conformarían la «Nueva narrativa argentina» (NNA),1 sino que son parte de lo que Drucaroff denomina «generación de militancia».2 Sin embargo, sus novelas aparecen en un período en el que la reflexión y representación narrativa sobre los años setentas está a la orden del día (Drucaroff, 2002; Strajilevich, 2006). Ambas novelas interrogan esa época convulsa de la historia de nuestro país de distinto modo y en diferentes sentidos. Además, con diferentes jerarquías desde el punto de vista de la estructura narrativa, aparece también una indagación sobre las figuras maternas y las reconfiguraciones de los lazos filiales. Como veremos, en una de ellas la militancia política materna es cuestionada negativamente, mientras que en la otra es reivindicada. En cada caso, el proceso narrativo de puesta en valor o denostación es llevado adelante por sus respectivos hijos.

Por un lado, la novela de Sánchez ficcionaliza el asalto al regimiento de La Tablada en 1989 realizado por el grupo guerrillero, Movimiento Todos por la Patria (MTP), durante los meses finales de la presidencia de Raúl Alfonsín. Es una novela que a partir de un hecho histórico que produjo una profunda conmoción social y política (trajo reminiscencias de la guerrilla y resabios del período setentista en plena democracia) no indaga sobre los efectos sociales y políticos que tuvieron lugar en la esfera pública, sino que, por el contrario, pone el foco en los efectos privados —que también son sociales, aunque no se vuelvan públicos (Filc, 1997)—. Consecuencias individuales y particulares de dos sujetos que, sin quererlo, se ven arrastrados por la cadena de acontecimientos y funcionan, en última instancia, como metáforas de esos procesos sociales. Así, no es estrictamente una novela que sitúa su trama durante los setenta sino que los aborda oblicuamente, tocando temas o tópicos que son parte de la reflexión social, cultural, política y, por supuesto, también literaria de los años 90: la guerrilla (o la decisión de morir en pos de un ideal); la reconfiguración de la maternidad o el rol materno (como acción colectiva e individual y como elección o adopción); los hijos huérfanos (¿abandonados?), los hijos adoptivos (¿adoptados?, ¿apropiados?). En última instancia, se trata de un período donde se da curso a una reconfiguración de las identidades sociopolíticas de vastos sujetos que conforman el tejido social argentino. Allí aparece El Dock, narrando una historia que puede ser lateral o bien, puede no serlo; pero lo que está en el centro de ella es, sin duda alguna, una reevaluación de las coordenadas posibles para acceder a y ejercer la maternidad. En este sentido, El Dock se recorta como parte de una serie literaria finisecular que empieza a mostrar que hay cuentas pendientes con el pasado.

La madre y la muerte

De este modo, catorce años después, en 2007, se publicará La casa operativa, también basada en un hecho real, pero esta vez sí situado durante los setenta: narra una historia que transcurre en la ciudad de Rosario en el año 1972, y se refiere al pasado reciente argentino con un tono mucho más reivindicativo. La novela también se inscribe en eso que Paola Cortés Rocca (2014) señala como una relectura de la cultura setentista y un ajuste de cuentas con el pasado. En ella, el núcleo narrativo se centra en los preparativos para un secuestro (que deviene asesinato) de un general de la policía rosarina a manos de una célula de las FAR (Fuerzas Armadas Revolucionarias), que convive durante cinco días en una casa operativa. La novela tiene la particularidad de proponer un diálogo con un debate presente en la esfera pública desde, al menos, 1996: la emergencia de los hijos de desaparecidos en el marco de la lucha por los derechos humanos; que pasaron de ser meras víctimas a «enunciadores, analistas y militantes de su propia causa» (Dema, 2012:2). Estos hijos narradores ingresaron a la ficción literaria, en muchos casos, con el rol de investigadores sobre la vida de sus padres, tal es el caso de la construcción narrativa que hace la novela de Feijóo. Dentro de este corpus inicial que aparece en la literatura promovido por una compulsión social, Pablo Dema ubica a La casa operativa en una línea diferente de la narrativa que él distingue a partir del año 2005, en la cual los hijos e hijas pasan de ser personajes a autores y autoras, y los sentidos que se despliegan son otros. En la propuesta narrativa de Feijóo quien conduce la historia es ese niño que presenció (fue testigo y partícipe) de los preparativos del asalto y del fracaso de la operación. Pasados treinta y dos años (con su madre desaparecida cuatro años después de los sucesos narrados en la novela) vuelve a esa ciudad, se entrevista con Dardo (el responsable de la operación y el único de los cuatro integrantes adultos de la casa que sobrevivió). Iván no le dice a Dardo cuál es su verdadera identidad, sino hasta el final del relato. Solo en ese momento «se recupera la identidad, se unen los fragmentos dispersos», porque Manuel es «un H.I.J.O., que escribe para recordar» (Gasparini, 2020:93). Narra la historia tal y como puede reconstruirla en su memoria a los treinta y seis años, junto con el testimonio de Dardo (y de Tessi, la amiga de su madre). Así, define a su relato como «“la versión de los hechos según Iván Illich”» (Feijóo, 2007:264). Manuel tiene el afán de recuperar la memoria de su madre —que también es la suya— y reconstruir no solo sus historias personales, sino también sus identidades políticas: su madre fue una militante popular que está desaparecida y él es un hijo de desaparecida.

Así, la novela es narrada por Manuel en la voz de su niñez clandestina, es decir, de Iván. Esto se explicita al inicio de la narración y permanentemente el narrador−niño se corre para que emerja la voz del narrador−adulto que lo asalta para realizar aclaraciones. Además, no solo el relato comienza con la errónea pronunciación que le da (Manuel) Iván Illich de 4 años a su nombre de guerra: el «Hilván» o «Hilvaniyo», sino que también el narrador elige transcribir tal como escucha(/ba en esa época) las siglas de las organizaciones guerrilleras: las «far» o el «perreté». Con este procedimiento la novela pone en evidencia que para revisar y transmitir un pasado es necesario remontarse a la identidad que se tenía por entonces. De este modo, Feijóo, una ex presa política que también militó en las FAR, construye la voz de un hijo de una desaparecida (que defiende la categoría de tal) y así es como la novela interroga a su contexto de aparición.

Esa muerte que Manuel se rehúsa a asumir es aquella que en El Dock se presenta como irrechazable, todo lo tiñe, se constituye como el punto de partida de una trama y el origen de cambios profundos en dos vidas que ninguno de los personajes está en condiciones de rechazar (aunque lo intenten). La novela, que es narrada en primera persona por la amiga de la guerrillera muerta, es también un relato performativo e introspectivo. Performativo porque al mismo tiempo que la historia avanza, vemos cómo Poli, la protagonista y narradora, va asumiendo progresivamente el rol materno que su amiga muerta le legó. Según Nora Domínguez, «El Dock (...) construye la imagen de una mujer que se convierte en madre durante el relato, la novela es el verdadero sitio de la construcción» (1996:265). Y decimos introspectivo porque la narradora nos muestra en primera persona las contradicciones internas que le produce el hecho de tener que tomar la decisión de asumir o no asumir ese rol, de elegir o no elegir maternar a Leo, el hijo huérfano de su amiga. Además, al igual que Manuel en La casa…, hace un ejercicio de memoria. Tanto ella como el hijo huérfano buscan reconstruir las razones por las cuales habría decidido abandonarlo, no elegirlo como prioridad y, de ese modo, casi sin saberlo, intentan construir un relato, una historia familiar para una familia que no es (pero puede llegar a ser).

Más allá de este punto de comparación en cuanto al ejercicio intro y retrospectivo que realizan los personajes de ambas novelas, la actitud de ambos hijos respecto de sus madres no es la misma. Leo se siente abandonado, le reprocha a su madre no haberlo puesto como prioridad, no logra digerir la orfandad. Mientras que Manuel, al contrario, reivindica el legado de lucha y compromiso de su madre, aunque le haya costado la vida; y se siente parte de él (por eso exige que la muerte no se interponga entre ellos, porque la posición política que señala la categoría de desaparecida es irrechazable). Así, sin omitir sus variaciones, ambas novelas coinciden en la voluntad de dar testimonio, de recordar, de conjurar al olvido, de hacer memoria como una necesidad vital.

Las madres después de las Madres...

Si tuviéramos que resumir sumariamente ambas novelas diríamos que dos madres que ya no están o que están ausentes (muertas o desaparecidas) son evocadas por sus dos hijos huérfanos, y una (tercera) madre comienza a serlo, mientras se debate si debería.

La novela de Sánchez propone repensar la maternidad y el rol materno o la función de maternar «sobre un modelo de madre ya reformulado histórica, social y políticamente por las Madres de Plaza de Mayo» (Domínguez, 2007:381). Además, tal como señala Judith Filc, el movimiento de lucha por los derechos humanos dio origen a una «familia política» (1997:178). En palabras de Nora Cortiñas, Madre de Plaza de Mayo – Línea fundadora, «nosotras ya no somos madres de un solo hijo, somos madres de todos los desaparecidos. Nuestro hijo biológico se transformó en 30.000 hijos. (...) revalorizamos la maternidad desde un lugar público» (Bellucci, 2000).

La narradora de El Dock comparte con Poli no solo el nombre, sino también su infancia y ahora, el hecho de ser la madre de ese hijo que heredó de manera más o menos forzada, inesperada y amorosamente. La segunda madre Poli, la amiga, la Poli viva narra en la novela una historia que podríamos definir en: cómo me hice madre o bien, cómo se dice madre; «la Poli que narra tiene que comenzar a lidiar con una máquina de sentidos que le es decididamente ajena. No hay nada biológico en la llegada de este hijo, se trata más bien de una irrupción intolerable, de una presencia que no se asienta en el deseo previo ni se prefigura en un discurso que lo antecede» (Domínguez, 2007:381) Así, el significante vacío «Poli» es para siempre la madre de Leo, desde el momento mismo de su nacimiento e incluso más allá de la muerte de su primera madre Poli, no importa quién sea, qué persona vaya a ocupar o desempeñe ese rol, esa función materna: Leo será siempre el hijo de Poli, así como las Madres son madres de todos los desaparecidos. Según Nora Domínguez, el nombre que denomina a esa(s) madre(s) convoca a la semiotización permanente. Esto aparece como reflexión de la narradora hacia el final de la novela ante una acción de Leo: «Hasta mañana, Poli, dijo, y yo no supe realmente a quién se dirigía pero tampoco importaba» (Sánchez, 2004:220. Subrayado mío).

De este modo, el rol metatextual del relato, de la acción de narrar, del hecho de contar historias se vuelve central en la novela. Tal como lo señala Silvia Rosman: «narrating and reading are here responsible acts» (2003:457). Una acción por excelencia constitutiva de las relaciones de parentesco (contar historias, anécdotas que son marca identitaria de las genealogías familiares). Y, por sobre todas las cosas, es una acción socialmente asociada a las madres (o de lo que se espera de ellas): contar cuentos. Es la nueva madre Poli quien le cuenta una y otra vez alguna historia que ayude a mitigar el dolor a Leo. Ese niño indomable, un niño adulto (a decir de Poli: «insobornable») que se muestra excesivamente como un ser racional que necesita entender, comprender y asimilar —para poder explicar cuando lo preguntaran en la escuela (Sánchez, 2004:156)—, por qué su madre lo abandonó, o no lo puso como prioridad en su vida y lo dejó como herencia a esta desconocida: «Es simplemente que no había recordado a su hijo, pensaba Leo, él no había bastado para salvarla» (165). Una madre a la que incluso se dispone a conocer en profundidad una vez muerta: «En esa investigación póstuma sobre su personalidad en la que su hijo y yo nos habíamos embarcado, me pareció advertir que Poli respondía a las exigencias de la madurez mediante el autocastigo» (154). Sin embargo, el proceso de reconstrucción subjetiva emprendido en la novela se vuelve un intento (que parece imposible) de elaboración de un discurso que anestesie la angustia, una «respuesta tranquilizadora», una «coartada poética», una «muleta» (166−173), que ordene las partes sentimentales y materiales que salieron eyectadas en sus propias vidas —pero sobre todo en la de Leo—, luego de la muerte de Poli. En ese transcurrir de relatos, entre El sacrificio de Tarkovski y la trilogía de Los tres mosqueteros, la narradora simultáneamente se va constituyendo a sí misma como madre, va comenzando a hacer aparecer y funcionar en ella esa identidad que le era hasta entonces solo ajena. «Ese compromiso me resultaba extraño» (227): contar historias, como lo hacen las madres (para, a la vez, decidir comenzar a serlo; pero, no como se espera que lo haga, sino a su modo). Historias que intentan justificar la muerte de la otra madre pero que, a la vez, sin quererlo, van tejiendo la propia relación materno−filial entre Leo y Poli:

La Poli muerta será el objeto de interpretación para quienes arman su experiencia y construyen su subjetividad sobre el terreno que su muerte deja vacante. (...) La narradora y Leo tendrán que desentrañar la historia del cuerpo y del nombre, disolver sus cenizas, para que la imagen se evapore de la escena y solo ellos dos la ocupen. (Domínguez, 2007:383)

Y así, inmersos en este proceso amoroso, leemos las historias que Poli le inventa a Leo, las que Leo lee en sus revistas y utiliza para asombrar y molestar a Poli, el resentimiento que Leo, ese niño−adulto, tiene respecto de su madre biológica, no solo por haberlo abandonado sino por la vida que llevaba mientras vivía: «Leo detestaba algunos aspectos de la personalidad de su madre. Le seguía reprochando la falta de seriedad profesional, a pesar de que Poli nunca había tenido estrictamente una profesión, ni siquiera un oficio» (Sánchez, 2004:149, destacados en el original). Pero también leemos la propia historia de la narradora, negándose primero, eligiendo después y por fin, comenzando a ser madre. Poli lee en ese niño «imposible» las coordenadas que terminan por arrojarla a la maternidad: «El texto transforma una primera escena que podría reducirse en “Yo leo a Leo” en “yo leo con Leo a Poli”» (Domínguez, 2007:390). Es por esto, tal como señala Silvia Rosman, que la novela pone en juego algo no muy presente en los relatos sobre la maternidad: el rol (activo y necesario) que los hijos e hijas desempeñan en esta relación (o para que esta suceda) que, como todo otro vínculo, siempre implica a dos sujetos en mutuo intercambio de aprendizajes: «La maternidad es un lugar al que se llega por un trabajo, resulta una producción, una actividad entre dos personas» (382). La maternidad, según Poli, se elige y se aprende. En este mismo sentido, Domínguez agrega que se trata de una doble adopción que debe ser considerada en sus dos extremos: la adopción de la madre−debutante de su hijo y la adopción que Leo, el hijo huérfano, hace de la madre−sustituta que su madre−biológica−muerta le legó. Así como los desaparecidos «parieron» políticamente a sus madres —padres, hijos y familiares que tomaron en sus manos la lucha social que estos les legaron (Filc, 1997)—, del mismo modo Leo hace nacer la maternidad en Poli.

Este vínculo profundamente especial atraviesa distintos momentos perfectamente identificables a lo largo del relato (así como los atraviesa cualquier relación de una madre con sus hijos y de los hijos con las madres).3 Al principio están sumidos en el desconocimiento mutuo: «unos días más tarde no tuve más remedio que preguntarle la edad a Leo»; «ese no sé, era la opinión que Leo tenía de mí» (Sánchez, 2004:74−79).4 Más adelante aparece la negación —«es absurdo pero hasta ese momento yo no lo había visto» (44)—; la indiferencia —«Digamos que acceder a la categoría de diálogo con Leo no era tarea sencilla» (79)—; la desconfianza, «¿Qué monstruo horrendo había engendrado Poli?» (139), se pregunta la narradora después de que el chico se dirigiera a su madre como «la difunta». Luego vino la aceptación de la incertidumbre: leen el diario en la casa y es lo único que, al comienzo, los encuentra juntos. Posteriormente, la competencia entre sí (Leo le explica sus reflexiones sobre el universo a Poli que se fastidia por su condición de niño sabelotodo y por la inquietud que esas ideas le provocan); la aceptación de los caprichos (Leo exige frenar el auto para comer hamburguesas una y otra vez); las manifestaciones de cariño —«Me acerqué a él y lo arropé, como supongo que hacía su madre y como habrán hecho todas las madres desde que el mundo es mundo» (219. Subrayado mío)—; las peleas reiteradas a la hora de dormir y, finalmente, el acercamiento afectuoso:

Fue una buena señal que cierta vez después de haber estado peleando estúpidamente durante toda la sobremesa (...), me dejara conducirlo del hombro hasta la cama y me permitiera ayudarlo a ponerse el saco del piyama, no por necesidad sino por gusto, un gesto de comunión física. (144. Subrayado mío)

Más adelante sobrevino el alejamiento (Poli va a Montevideo y toma la distancia necesaria para comprender por fin que «no podía regresar al país sin niños» (228). Y finalmente, las peleas (mientras vuelven del restaurante y Leo choca sin motivo aparente a Poli con la tabla); el sacrificio (la ida de Poli a buscar leña para poder calentarse en medio del temporal); la mutua elección (decidir quedarse ambos solos en su casa de Solís); el aprendizaje (Poli le enseña a hacer sopa en la escena que es prolegómeno del desenlace), hasta el posterior establecimiento de un nuevo orden .simbólico materno —Muraro, 1994—) final: «“los viajes habían terminado y comenzaba la etapa de residir”. Residir como madre, residir con niños, residir con Leo» (Domínguez, 2007:385).

En esa relación aparecen también tres momentos en los cuales se da una inversión de los roles socialmente estereotipados del vínculo madre−hijo: 1) luego de un reto de la narradora, Leo representa el rol de dueño de casa y manifiesta su poder ante la situación ilegal que los tiene como protagonistas; 2) cuando Leo la atropella con la tabla mientras volvían de su primera cena, la narradora responde con golpes, insultos y reproches «infantiles». Esto sucede después de haberlo aceptado y elegido como hijo y, por lo tanto, haber comenzado a conciencia . ser/hacer−de−madre; 3) en la escena final, el hijo le da de comer en la boca a la madre convaleciente (después de un enfriamiento pos «sacrificio»), la sopa que esta le enseñó —con amorosas indicaciones a hacer—: «Había conseguido una sopa realmente deliciosa, espesa y fuerte, capaz de despertar de su sueño a los difuntos» (Sánchez, 2004:253). O, en otras palabras, capaz de despertar en ella a su madre Poli, a la madre que en ella habitaría de ahora en más, esa madre que es otra y que es ella a la vez. Así, a través de intransigencias, de la mutua elección de decidir compartir sus soledades y de transitar juntos el duelo necesario que la desaparición de la madre biológica les impuso, Leo va ganándose poco a poco el afecto de Poli, y ella el suyo, para conformar «alguna forma de comunidad que [los] acepte» (191).

Considero que, en este sentido, sobre la base del imaginario materno reformulado por la emergencia del fenómeno social, político y cultural que significaron las Madres de Plaza de Mayo en nuestro país, socializando la maternidad, volviéndola pública y política, sacándola de la intimidad irreductible del hogar, en El Dock también se arriba a la reformulación del esquema familiar: «la paródica familia de veraneo» (118) que conforman Leo, Poli y Kim al final de la primera parte. Para posteriormente expulsar al «padre» y conquistar la posibilidad de un nuevo vínculo amoroso y equitativo de madre e hijo. Como dice Nora Domínguez, una «diferencia no jerarquizada» (2007:390), en la cual ambos sujetos son interpretantes.

Madres (y) guerrilleras

La imagen materna que se construye de Felisa en La casa operativa es muy distinta de la de las madres de El Dock. Incluso, es diferente de la de Poli, la madre guerrillera. En El Dock esta madre es una persona que se describe como a la deriva, de gustos cambiantes, sin un proyecto de vida demasiado definido, que se mete a guerrillera sin un motivo fehaciente (o al menos, que sus seres queridos puedan identificar a posteriori). Su hijo, de hecho, inventa una historia, según la cual, lo habría hecho por haberse enamorado de un líder guerrillero. Esa historia parece verídica y suficiente durante gran parte de la novela para explicar semejante decisión irreversible, sin embargo, luego Leo dice que no es verdad. Mientras que Felisa, una de las protagonistas de La casa..., la madre de Manuel o Iván, a quien él, como hijo de madre desaparecida propone recordar como a una «militante popular» (Feijóo, 2007:283), es una madre «poco convencional» para el ideal materno de la época, ya que es una madre guerrillera, de quien sí conocemos sus convicciones. Pero no por ser una madre guerrillera Felisa deja de hacer «típicas cosas de madre», como, por ejemplo, «sacrificarse» por su hijo. Un acto que Manuel lee como altruista, propio de la camaradería que también atravesaba el vínculo madre−hijo. Un acto de cuidado, de amor. Mientras escapaban de madrugada del ataque a la casa donde se alojaban, Iván, con la absoluta inocencia de un niño, le preguntó a Felisa cómo hacía para dormir caminando, ante lo cual, Felisa detuvo su acelerada marcha y le explicó pacientemente a su hijo los pasos que seguirían entonces y cómo llegarían a Buenos Aires. Treinta y dos años después Manuel reflexiona:

¿Podría pensarse que mi madre desperdició esos minutos, que contaban, que valían oro, y expuso nuestras vidas? Pero no había mezquindad en ese universo. Ése era un mundo de gigantes. Felisa me puso en el centro del tiempo, y sin ningún cálculo, calmó mi inquietud. Ese impulso irracional, loco, imperativo, que impulsó a mi madre a extrapolar la realidad, a ponerla entre paréntesis para darme consuelo, fue la plataforma de amor que pisé de ahí en más, año tras año, para no desprenderme de la vida. (280. Subrayados míos)

Se trata de una madre que, con este acto visceral, deja una huella de profunda humanidad en ese niño−adulto que en el presente decide recordarla así, en su entrega: «Por eso, entre todos los días de mi infancia, elegí buscar a mi madre en esos días. ¿Dejaré yo una huella semejante? ¿Clara, indeleble y desnuda? ¿Una huella sobre la que mi hijo pueda pisar para recuperar, si la ha olvidado, su estatura humana?» (280). Además de la entrega, del cuidado amoroso permanente brindado por Felisa hacia Iván y de su exigencia de igualdad al interior de su pareja, también esa militante madre fue irreductible respecto de los patrones de conducta establecidos en las dos organizaciones en las cuales militó, dirigidos con particular énfasis sobre las mujeres. Esto se expresa en los cuestionamientos que sus compañeros le hacen a Felisa sobre su vestimenta y en las respuestas reactivas de ella, que no cede al estereotipo masculinizado de mujer guerrillera (Filc, 1997; Cosse, 2010; Sepúlveda, 2016).5 Este rol más o menos tradicional que se esperaba de las mujeres, aun de las militantes, se conjuga con el que en el imaginario de la época establecía, para quienes integraban la guerrilla, que si los hijos nacían —y se esperaba que lo hicieran, que las vidas de los militantes los incluyeran y que los varones colaboraran en la crianza (Sepúlveda, 2009)— serían considerados como aquellos que recibirían el legado del mundo nuevo por el cual sus madres y padres luchaban. Estos niños y niñas eran parte, constituían, al hombre nuevo (Altieri y Stoppani, 2013): «Estos jóvenes consideraban que la tarea de tener hijos implicaba la responsabilidad de construir un mundo para ellos y de criarlos para que entendieran qué significaba la justicia social» (Filc, 1997:169). En palabras de Isabella Cosse: «la izquierda revolucionaria —peronista y no peronista—, lejos de negar el mandato maternal, lo politizó» (2010:176).

De hecho, la tensión que atravesaba a las guerrilleras, entre su ser mujeres militantes y su rol materno, aparece contradictoriamente en la novela en la conversación que entablan Felisa y Dardo durante la primera noche en la casa. En un principio el narrador señala el placer que expresa su madre por tenerlo cerca, pero esta idea no se dice explícitamente, sino que aparece camuflada bajo la manifestación de la eventual tranquilidad o «cobertura» que les da un niño en la casa. Felisa elige esta formulación para referirse a la presencia de su hijo porque es la que más se ajusta a lo que diría como militante, rol que, en este caso, excluye al de madre. Pues no sería tomado a bien que exprese sencillamente la alegría de tener a su hijo cerca. Según el narrador, «su amor de madre pasa, así, por ser una táctica» (Feijóo, 2007:63). Ante lo cual Dardo responde que es verdad, la presencia de Iván les da mayor cobertura, no obstante, él no lo hubiera llevado (Feijóo, 2007). En ese momento Felisa estalla y su sentir materno, pero también su convicción militante la convierten en una defensora sin cuartel de su doble agencia:

—Te aclaro una cosa, Dardo [cambia el tono y la apelación pasa de apodo a nombre de guerra] —dice con voz ronca—. Sobre mi hijo decido yo. Mi marido está preso, así que considerame doblemente responsable. O doblemente irresponsable, considerame como carajo se te dé la gana. Dijiste una gansada enorme porque se nota que no tenés hijos. Un compañero con hijos se mordería la lengua antes de decir algo así, Tordo. Te lo aseguro. (...)

—No es un punto de vista, nada más —Felisa se inclina hacia él, rabiosa—. Es un punto de vista patriarcal; un compañero puede ir a una cita con su abuelita en silla de ruedas sin que nadie lo cuestione, pero una compañera no puede decidir sobre su hijo. (64−65)

Así, Felisa no solo defiende su rol de madre y su legítima potestad de decidir sobre su hijo, sino que también señala la diferencia sustancial entre lo que significa ser un(a) militante con hijos o sin ellos. Y yendo aún más allá de los estereotipos femeninos instalados también al interior de la guerrilla (Sepúlveda, 2009; Cosse, 2010), se manifiesta contra la visión patriarcal imperante respecto de las mujeres y la diferenciación que esta implica, en cuanto a lo que suele opinarse sobre lo que ellas hacen o dejan de hacer en relación con su familia. Además, transgrede el espacio de lo privado (Filc, 1997) que es el reducto al que se condenó históricamente a la maternidad en nuestras sociedades capitalistas−patriarcales y la instala como parte de una discusión política y de una vida pública que ella está legítimamente en condiciones de ejercer, en su calidad no de militante sin más, sino de militante y madre o de militante madre. En este pasaje también expone su vida personal, manifestando que su compañero está preso,6 y reforzando con ello su autoridad incuestionable sobre la vida de su hijo. Aparece entonces en Felisa un conflicto de identidades y pertenencias que Sandra Gasparini define como contrapuestas y que anticipa el estallido de roles que producirá la relación familiar que descubrirán entre sí, Felisa y Celeste: «la lógica del adentro y del afuera de la organización, de la casa, del grupo. Se desplazan como en dos dimensiones simultáneas que, en la lógica taxativa de la militancia, no admiten lugar» (2020:97) Asimismo, la reactividad de Dardo, responsable del operativo, respecto de la maternidad de Felisa, también pone en cuestión una idea difundida entre los militantes setentistas, como fue la de una cierta crianza comunitaria de los hijos.7

Más adelante en el relato se vuelve a evidenciar la mixtura de las esferas de lo privado y lo político (Cosse, 2010). Dardo señala el peligro que una posición como la de Felisa implicaría para la organización, a la cual se refiere a través de metáforas maternas:

Estamos mezclando lo personal con lo político —dice, pero en sus palabras suena una nota falsa. (...) Felisa habló como madre y él como militante. (...) Si admite que Felisa habló como madre tiene que aceptar que la maternidad no está subordinada a la militancia, que responde a otras reglas y a otra lógica. Pero él no puede admitir eso. (...) A Dardo esta soledad de Felisa lo agravia porque denuncia su actitud refractaria hacia lo colectivo. Le cuesta admitir que un compañero se sitúa por fuera de la organización para criticar. (...) Piensa que para criticar, se critica desde adentro, en familia. Yo estoy adentro, piensa, en el vientre de la ballena, que calienta y protege. (Feijóo, 2007:70−71. Subrayados míos)

Esta metáfora materna y familiar con la que Manuel se refiere al pensamiento de Dardo respecto de la organización es llamativa porque aparece en reiteradas oportunidades en la novela. Se trata de una percepción generalizada que tienen los militantes respecto de las organizaciones políticas de la época, como una madre protectora (que a veces falla en su rol). Felisa piensa, por ejemplo, que no posee ese «cordón umbilical» (79) que la conectaría con la camaradería y la fraternidad que sí poseen sus compañeros del PRT, tanto es así que decide irse e ingresar a las FAR. Luego, ante el temor por el compañero que cayó preso y era el único nexo de la casa operativa y sus habitantes con la organización, se debaten sobre la posibilidad de delación: «Por un momento, los cuatro están embriagados en esa atmósfera sagrada, saturada de historia, de sueños, preñada de destino. La orga no cobija traidores, ha dicho Miguel. Contra esa frase, que los encierra súbitamente en un útero único, se revuelve Felisa» (166. Destacados en el original).

En este sentido, la tensión que experimenta Felisa (en quien conviven dos identidades o agencias —madre y militante— que parecen superponerse: la madre−individual se enfrenta con la madre−organización) es uno de los núcleos centrales de la novela. Al respecto, María José Punte sintetiza que

Felisa además de militante es madre, y aunque finalmente deba dejar a su hijo, la novela se centra en ese momento en que ella tiene que lidiar con ambos roles, sin perder la eficiencia en ninguno de los dos. La imagen que devuelve el texto es la de una mujer que acepta la complejidad, sin cuestionarla, pero viviéndola de manera plena. El texto de Feijóo se ocupa de mostrar todos aquellos rasgos de ligazón con lo humano y cotidiano, no para rebajar la calidad heroica del tipo del o la militante. (2007:7. Subrayados míos)

Así, Felisa acaba por considerar que la organización produce una «masacre de lo personal» (Feijóo, 2007:80) a la cual ella decididamente se niega, opta por intentar ser, de hecho, una madre hasta las últimas consecuencias y de conciliar su mundo militante y su mundo individual. En efecto ocurre que, al llevar a su hijo al operativo, le otorga a este otra identidad que lo excluye del espacio de la infancia o que, en realidad, inserta su mundo infantil en un mundo adulto (y clandestino), lo mete dentro del vientre de la ballena:

En los días que pasé en Rosario no era un chico. Era uno de ellos. Era Iván Illich (...) tenía un nombre de guerra y una casa operativa. Era parte de aquellos alrededor de los cuales el mundo giraba. (...) Éramos de otra estirpe. (...) Yo fui uno de ellos. Tuve ese privilegio. (281−282. Destacados en el original)

De hecho, Iván Illich es un niño que juega con balas, aunque su madre le diga que son «tornillitos» (195). Y el hecho de cambiar de identidad no altera el vínculo madre−hijo que parece estar constituido sobre otro tipo de cimientos: «Había dejado de ser Iván Illich, nuestros días allí habían terminado y yo no debía volver a mencionarlos. Pero seguía siendo el hijo de mi madre» (279).

De este modo, a través de una serie de tensiones que explora la novela (como la (im)posibilidad de conciliar la maternidad con la militancia, en tanto expresión de la tensión entre lo personal y lo político que atravesó la izquierda setentista), aparece reformulado el esquema de familia. También por el encuentro fortuito en la casa operativa de la madre y la tía de Manuel, es decir de Felisa con su cuñada (la compañera de su hermano, Josecito), Celeste. Así, el dinámico narrador, una vez develado el secreto del vínculo filial existente entre Felisa y Celeste, comienza a denominarlas «mi madre [y] mi tía» (214). Sobre este inesperado e incipiente nuevo modelo de familia basado en los lazos de camaradería y atravesado por la convicción política que transforma incluso los vínculos preexistentes —algo que en efecto sucedió entre los militantes setentistas—, reflexiona Felisa: «este hermano mío del que seguía los pasos, (...) está en el destino, en la época en la que nos toca vivir. ¿Cómo hubiera sido, de qué manera, ser hermana de tu hermano en tiempos comunes? (219. Subrayados míos). De estos nuevos lazos de parentesco construidos al interior de la organización guerrillera (reforzados por la clandestinidad) se siente parte integrante Iván. Él lo llama «cofradía trashumante» y la define, en tanto niño, lúdica y alegremente:

De haberlo dibujado en esa época, hubiera hecho un metegol, con dos delanteros: mi madre y Julián (que valía más porque no estaba presente), en el medio campo el responsable y en la defensa los compañeros, que eran nuestro equipo y nuestra familia, eran tíos, hermanos, primos; eran íntimos y a la vez eran intercambiables. No permanecían, pero me gustaban todos por igual. No tenía preferidos. (...) Mi madre me había dicho en tono perentorio, con una mirada elocuente que me tocó el alma, que confiara en los compañeros, únicamente en ellos y por completo, y yo confiaba. Con ellos estaba seguro. Era feliz en esa «cofradía trashumante». (170. Subrayado mío)

En este sentido podemos concluir que, con su texto, tal como señala Peller, Manuel/Iván realiza «una interrogación crítica sobre las circunstancias en que se desarrolló su infancia y a la vez un rescate de la figura de la familia que, así y todo, en clandestinidad, con nombres falsos y estrategias de ocultamiento, construyeron los integrantes de aquella casa» (2014:13). Pero esa «cofradía trashumante», tal como Iván define a su familia, que había logrado traspasar los lazos sanguíneos para erigir vínculos filiales sobre la base de compartir un mismo ideal en miras a una nueva sociedad, lamentablemente no sobrevivió.

Algunas conclusiones

En síntesis, vemos cómo los vínculos familiares fueron reformulados por las experiencias guerrilleras previas a la dictadura; reformulación que, paradójicamente, no aniquiló el gobierno de facto, sino que prolongó reconfigurándolos. Tal como señala Judith Filc: «Las medidas de la dictadura tuvieron como consecuencia tanto el fortalecimiento de los vínculos familiares como la fusión de lo familiar y lo político en la lucha por la supervivencia» (1997:168). Y agrega más adelante algo que resume la experiencia de Manuel/Iván con su madre y sus compañeros, pero también podría incluso ser pensado para la relación que establecen en El Dock, Leo y Poli: «La vivencia de una causa y un peligro compartidos también creó un lazo especial entre los militantes» (169). Como sabemos, ni Leo ni Poli son militantes, pero la vivencia de una misma causa peligrosa —por la ilegalidad de esa adopción y la soledad acechante— «que hizo saltar la serie del azar» los arrojó a la «experiencia compartida de una contingencia amorosa» (Domínguez, 1996:267). Y en este sentido, al igual que sucedió al interior de los organismos de derechos humanos de posdictadura, lo que une a esta nueva familia en ciernes es la historia verdadera de la madre muerta Poli que intentan reconstruir en pos de explicar su trágica e inesperada realidad; y al hacerlo, la nueva madre−amiga Poli y Leo, el hijo huérfano en busca de una Poli que lo materne, construyen las bases de su propio vínculo madre−hijo.

Finalmente, las novelas muestran estas reconfiguraciones familiares —con particular énfasis en la función materna— tanto predictadura (La casa…) como posdictadura (El Dock, leído metafóricamente con vistas a lo que ocurría en los inicios de los años 90 en los organismos de derechos humanos —H.I.J.O.S., Familiares— a partir del proceso iniciado por Madres y Abuelas). Estos, al calor de su lucha por la aparición con vida, la memoria, la verdad y la justicia fueron conformando nuevos modelos de familia. Lo mismo que ya habían hecho sus propios hijos, madres, padres o nietos al interior de las organizaciones guerrilleras, trascendiendo y resignificando las relaciones de parentesco. En este sentido es que la novela de Feijóo a través del relato de los hechos, pero sobre todo a partir del discurso de Manuel−Iván, se inserta en los relatos de memoria de la época. Apareció 14 años después que la novela de Sánchez, durante la primera década de los 2000, cuando la reivindicación de la militancia setentista era un eje de debate público en disputa, en pos de la configuración de un legado nacional. Así es que interviene y toma posición al igual que lo había hecho El Dock. En esta se metaforizan los avatares del proceso de reconstrucciones filiales de posdictadura en la década del 90; por esto la propuesta de una familia alternativa es central, aunque lo hace de un modo más oblicuo e intimista que en el relato de Feijóo.

Sobre el efecto político de la novela de Sánchez, Nora Domínguez (2003) señala que se ubica directamente en la vereda opuesta del Estado argentino, constituyéndose como un reclamo hacia él y, a la vez, como la exigencia de una compensación necesaria: la reconstrucción de la identidad, la sepultura de los cadáveres. De igual manera, la adopción de Feijóo —una ex detenida desaparecida— de la voz y la perspectiva de un niño para narrar, también se ubica en la posición de quien reclama por las muertes y desapariciones del terrorismo de Estado, y busca reconstruir positivamente el legado de una madre militante. Si la opción por la militancia en el caso de Poli, no tenía una justificación del todo aceptable, en Felisa se manifiesta como todo lo contrario. Además, a diferencia de otros textos de la llamada «literatura de hijos» (Dalmaroni, 2004; Dema, 2012; Peller, 2014) —escrita por ellos, no por una ex militante como Feijóo— esta novela no le reclama a su madre, sino que opta por reivindicarla. No obstante, en ambos procesos narrativos (reivindicación o denostación), los dos hijos logran llenar los vacíos de su propia historia, reconstruir su identidad y reconciliarse con la madre.

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Notas

1 «Para delimitar los que escriben la NNA, me referiré a 1960 como una fecha frontera, bisagra: el más tardío y el más temprano año de nacimiento que comparten dos grupos generacionales: el de militantes y el de posdictadura» (Drucaroff, 2011:61).
2 Feijóo fue sin dudas una protagonista adulta de la «generación de militancia» setentista, nació en 1944 y su biografía está signada por ser una ex presa política durante dos dictaduras distintas (1971−1973 y 1976−1979), luego se exilió en Suecia hasta 1983 que retornó al país. Mientras que Sánchez nació en 1958 y pertenece a los que Drucaroff considera como los más jóvenes de esta generación.
3 El término aquí no es utilizado en sentido biológico, sino filial, es decir, refiere a quien sea que desempeñe la función materna.
4 Todas las notas subsiguientes corresponden a la novela El Dock (2004).
5 «Con pantalones bolsudos, polleras largas y blusas hasta el cuello no me veo, no sabría cómo mierda actuar si me para la yuta. Había hablado con confianza, desenvuelta, creyendo que las objeciones de los compañeros tenían sus raíces en la seguridad. Si me lavo la cara y me ato el pelo, pierdo fuerza, como Sansón —dijo Felisa a las carcajadas—; la mitad de mi instinto se va al carajo» (Feijóo, 2007:76−77, destacado en el original). Es llamativa la similitud de este pasaje de la novela con un testimonio de una ex militante del PRT−ERP (la misma organización en la que Felisa militaba en ese momento del relato), recabado por Sepúlveda: «siempre anduve con polleras muy cortas. Nunca asumí el papel jean, camisa, botitas de gamuza y morral verde, ¡jamás de la vida!» (2016:80).
6 Sobre las situaciones de las militantes madres que se quedaban solas porque sus compañeros caían presos, Patricia Sepúlveda señala que: «este elemento estructurante de la subjetividad [la maternidad] constituyó una puerta de acceso o de realización de la posibilidad militante. Incluso en lo referente a la entereza y fortaleza con que se ven las propias militantes constituye una característica de “la esposa y madre” que se pone a la cabeza de la familia cuando su compañero flaquea, o cae preso (...) se generó una maternidad militante, dado que ésta no se vivió en la mayoría de los casos como una situación que obturaba la participación, sino como parte de un proyecto político−social trascendente» (2009:31. Subrayados míos).
7 Esta imagen de familia colectiva y plural o de maternidad socializada —tal como hicieron las Madres años más tarde—, que no por ello borra los conflictos propios de la maternidad en términos individuales, es manifestada por el testimonio de una militante de la época recogido en un artículo de Altieri y Stoppani: «“compartías todo, nacía el bebé y era el bebé de todos (...) todo era de todos, la casa era de todos, la comida de todos, los libros eran de todos”. Esta experiencia se intensificaba en las parejas que vivían en casas operativas o de forma clandestina “ese hijo era parte de esa casa y era hijo de todos, y todos lo cuidábamos, era nuestra familia. No solo internamente sino para el barrio donde vivíamos”» (2013:11).

Información adicional

Para citar este artículo: Battista Lo Bianco, L. (2022). Poner la realidad entre paréntesis: representación de la función materna en El Dock (1993) de Matilde Sánchez y La casa operativa (2007) de Cristina Feijóo. El taco en la brea, (16) (junio–noviembre). Santa Fe, Argentina: UNL. e0074 DOI: doi: 10.14409/tb.8.16.e0074

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