Papeles de investigación
Poéticas del embarazo y la lengua materna para América Latina: Ana Cristina Cesar y Tamara Kamenszain
Poetics of the pregnancy and the mother tongue for Latin America: Ana Cristina Cesar e Tamara Kamenszain
El taco en la brea
Universidad Nacional del Litoral, Argentina
ISSN: 2362-4191
Periodicidad: Semestral
vol. 10, núm. 16, 2022
Recepción: 27 Marzo 2022
Aprobación: 21 Junio 2022
Para citar este artículo: di Leone, L. (2022). Poéticas del embarazo y la lengua materna para América Latina: Ana Cristina Cesar y Tamara Kamenszain. El taco en la brea, (16) (junio–noviembre). Santa Fe, Argentina: UNL. e0075 DOI: 10.14409/el taco.8.16.e0075
Resumen: La interpretación de la tradición literaria y la formación de un canon suelen sostenerse en la definición de una identidad, una marca autoral, un estilo particular y en una dinámica de herencia. En el caso de la literatura latinoamericana y su tradición, esta definición de identidad se mostró insuficiente, o inoperante, ya en las formulaciones de sus pensadores más conocidos como Octavio Paz, Ángel Rama o Antonio Cándido. En este texto pretendo mostrar, como uno de los modos más interesantes de contraponerse a la lógica identitaria, autoral y hereditaria, la fuerte presencia de textos poéticos contemporáneos que trabajan en torno a los problemas de la lengua materna —en lugar de una lengua nacional, el balbuceo, la lengua in−fante; del cuerpo materno o gestante— que contiene en sí la alteridad y la apertura; y una economía del cuidado y de la casa, vida doméstica y convivencia; y no del lucro. Para ello, propongo la lectura de algunos textos poéticos que nos permitan observar esta otra economía poética, como los de Ana Cristina Cesar y Tamara Kamenszain. Por último, y con el apoyo de la poesía de Roberta Iannamico, se señala la importancia de no entender estas experiencias como matrices de sentido totalizantes.
Palabras clave: Ana Cristina Cesar, Tamara Kamenszain, poesía latinomericana, embarazo, lengua materna.
Abstract: The interpretation of the literary tradition and the formation of a canon are usually based on the definition of an identity, an authorial brand, a particular style and their heritage dynamics. In the case of Latin American literature and its tradition, this definition of identity was shown to be insufficient, or inoperative, already in the formulations of its best-known thinkers like Octavio Paz, Ángel Rama or Antonio Cándido. This text intends to show as one of the most interesting ways of opposing identity, authorial and hereditary logic, the strong presence of contemporary poetic texts that work around the problems of the mother tongue —instead of a national language, a babbling, an in-fance language; of the maternal or pregnant body— which contains otherness and openness; and an economy of care and of the house, domestic life and coexistence; and not for profit. To do this, I propose the reading of some poetic texts that allow us to observe this other poetic economy, such as those by Ana Cristina César, Tamara Kamenszain and Roberta Iannamico.
Keywords: Ana Cristina Cesar, Tamara Kamenszain, Latin American poetry, pregnancy, mother tongue.
I
Enquanto leio meus seios
estão a descoberto. É difícil concentrar-me ao ver seus bicos. Então rabisco as
folhas
deste álbum. Poética quebrada pelo meio.
II
Enquanto leio meus textos
se fazem descobertos. É difícil escondê-los no meio dessas letras. Então me
nutro
das tetas dos poetas pensados no meu seio.
Ana Cristina Cesar, Inéditos
e dispersos.
Si pensar en la poesía latinoamericana, más allá de los parámetros nacionales, lingüísticos, identitarios o de sangre, continua siendo una tarea urgente para la crítica literaria, quizás una de las formas de llevarla a cabo sea comenzar por observar otros modos de definirla que ya están presentes en ella, o sea, parámetros no nacionales, no lingüísticos, no identitarios, no sanguíneos que la constituyen. ¿Cuánto de cuerpo se sobrepone a los nombres, cuánta desidentificación a la identidad, cuántos otros fluidos a la sangre? Salir de los nombres, meterse en y con el cuerpo, dejar al Padre, entrar en y con la madre, tal vez sean modos de encontrar otros vínculos y otras políticas para pensar la poesía latinoamericana.
El poema de Ana Cristina Cesar que sirve de epígrafe parece ser una buena puerta de entrada para pensar no solo en una intercambiabilidad entre el deseo corporal y el deseo de escribir, como ya señaló Florencia Garramuño (2009:166), sino también para repensar las relaciones literarias y la tradición poética no como basadas en una lógica de la herencia y el nombre del autor, sino a través de la abertura y del cuerpo femenino y su capacidad nutritiva. El poema nos permite pensar en las relaciones poéticas no como una genealogía, sino como una economía, una práctica, una convivencia.1
En este texto propongo pensar la tradición poética latinoamericana desde la perspectiva de la maternidad en tanto una experiencia de los límites del sujeto que tiene lugar en el maternar, en la convivencia con otro, en el (com)partir de los cuerpos, en la ética del cuidado. Entre los muchos poetas que muestran en sus textos formas de relación no verticales y no identitarias asociadas a esa experiencia, me detendré aquí en las representaciones poéticas de Ana Cristina Cesar —en lo que nombro como una «poética del cuerpo embarazado»— y sobre los de Tamara Kamenszain, en lo que llamo una «poética de la lengua láctea». Por último, y con el apoyo de la poesía de Roberta Iannamico, se señala la importancia de no entender estas experiencias como matrices de sentido totalizantes.
América Latina: experiencia de los límites de la lengua y el cuerpo
Sabemos que la interpretación de la tradición literaria y la formación del canon, fundamentada en términos patriarcales, partiendo de la lógica de la herencia, del estilo propio como herencia de un bien o marca que pasa de un autor, de un nombre o de una firma a otra y que sustenta la búsqueda de definiciones identitarias de la estética, ha sido la más corriente, pero también la más discutida, en las últimas décadas, quizás en el último siglo. Criticada, a veces, a través de un gesto maniqueo que reivindica la innovación y la sorpresa formal como superación, y otras a través del planteo de formas de relacionarse con el mundo y con sus escritos a partir de un gesto temporalmente heterogéneo —anacrónico, borgiano— que derrumba la unidireccional del «desarrollo», no aceptando el legado como un hecho, tiene como objetivo abolir la herencia inscrita y la letra o la «letra muerta».2
En el caso de la literatura latinoamericana y su tradición, la definición de identidad ya se presentaba como un problema en los análisis críticos más conocidos. Tanto Antonio Candido como Ángel Rama —para mencionar dos intérpretes emblemáticos—, aunque buscando con insistencia una posible definición de lo que sería la literatura brasileña o latinoamericana, leyeron la modernidad que se daba de este lado del mundo a partir de un dispositivo conceptual que tuviera en cuenta el contacto con otras tradiciones, en el que la innovación y el regionalismo convivieran, en el que lo extranjero y lo local no fueran contradictorios. Pero, a pesar de su preocupación por estas particularidades derivadas de los encuentros culturales, ambos críticos pensaron en el desarrollo (dialéctico) de la literatura nacional o local a partir del trabajo de los escritores sobre lo ya escrito, sobre un legado, generalmente occidental, generalmente de similitud lingüística (que dejó afuera de «su propia tradición» y «su herencia» textos de otras lenguas y que, entre otras cosas, dificultó cualquier contacto entre Brasil y el resto de América Latina). Aunque con más sutilezas, el ideal desarrollista no escapó a la definición de cultura.
Sin embargo, cuando la servilleta de la historia se dobla del lado de las migas, queda claro que, para Occidente (y para el occidente en nosotros), América Latina no siempre ha sido un lugar de desarrollo, sino el otro monstruoso a ser desertificado,3 excluido o domesticado para, a partir de ahí, hacer crecer la cultura europea. En este sentido, Raúl Antelo (2008) dice que América Latina no sería una herencia ni un vástago de Occidente, sino su Otro. Es, en sí misma, una experiencia del límite. No como algo que pueda definirse en términos ontológicos o sustanciales, sino como una experiencia que se realiza en el lenguaje y en la cultura, un modo de enunciación, no un enunciado. Y, siendo una experiencia del límite, es la experiencia del contacto, la abertura, y la contaminación.
Así lo sugiere Georges Bataille (1931) en su respuesta a la encuesta sobre América Latina que el editor de la revista Imán realizó con algunos intelectuales europeos. Bataille llama la atención sobre la importancia de mirar, en estas vastas regiones del mundo entonces poco exploradas y que tanta curiosidad provocaban, no las costumbres locales, sino los elementos de estas culturas que serían susceptibles de corromper y destruir precisamente tales tradiciones, como «los fermentos tenaces que amenazarían recíprocamente con corromper las costumbres de otras partes del mundo aparecerían como elementos irreductibles» (Bataille en Antelo, 2008:32). Sin entrar en el campo batailleano que busca principalmente el elemento sacrificial azteca en América, la pregunta que su intervención ayuda a plantear es: ¿de qué manera se podría mantener la idea de América Latina como amenaza que desestructure una tradición estética basada en la herencia patrilinear? ¿Qué elemento de América Latina es capaz de corromper tenazmente los ideales de las costumbres e identidades locales o particulares, y su contraparte en el exotismo, que sustentaba todo contacto intercultural propuesto desde y por Occidente? ¿De qué manera esta experiencia fronteriza latinoamericana pone en juego y en jaque todo un paradigma de pensamiento, una tradición de construcción unidireccional de relaciones de dominio, políticas, económicas, estéticas? Y, en este sentido, ¿hasta qué punto la lengua latinoamericana puede ser este elemento corrosivo? ¿En qué literatura, en qué poseía podríamos encontrar este «fermento tenaz» latinoamericano?
Como Rama y Cándido, otro fuerte moderno, Octavio Paz, interrogó y reivindicó una identidad y una literatura latinoamericanas, definidas principalmente por rasgos diferenciales, novedosos e inventivos en relación con el canon europeo heredado. Sin embargo, en un curioso artículo intitulado «¿Poesía latinoamericana?» (1968), publicado en la revista Times, la particularidad de esta poesía parece residir menos en su novedad formal y más en un gesto —un uso subversivo— del lenguaje. No se trata entonces de un trabajo positivizante y lucrativo sobre la herencia lingüística y poética, sino una especie de gasto apasionado, esa partícula de fermentación y deterioro que ya había convocado Bataille. Dice Paz: «El español para los suramericanos es nuestro y no lo es. O más exactamente: el idioma es una de nuestras incertidumbres. A veces una máscara, otras una pasión, nunca una costumbre» (1994:72).
La negatividad, la incertidumbre de la identidad, la experiencia del límite definen, para Paz, lo latinoamericano. No sería interesante repetir la lista de nombres de poetas valiosos por su negatividad, ni la distinción que el autor persigue basada en el elemento específico de ser español, y mucho menos respaldar la idea de que los poetas españoles tendrían una posición reverente hacia la lengua mientras que los nacidos en tierras americanas una subversiva o crítica. No interesa porque, en la propia definición de Paz, lo latinoamericano escapa de la idea misma de territorio o lugar geográfico, inclusive contra la partida de nacimiento. Nacer en el territorio de América Latina no garantiza la experiencia latinoamericana. Lo latinoamericano sería una forma de enunciación, un uso de la lengua, de una lengua que nunca se posee, y que por eso cuestiona la idea de que hay dueños de lenguas. Entonces, aunque tropiece una y otra vez en la construcción de un canon nominal, Octavio Paz encontrará esta minoría enunciativa y antimoderna del lenguaje, paradójicamente, en los escritores hoy más canónicos del modernismo: en Borges y su biblioteca los fantasmas; en Huidobro y su ángel caído Altazor; en el Neruda, no de los poemas nacionalistas, sino de su libro, paradójicamente más y menos geográfico, Residencia en la tierra. Para Paz habría allí otra respuesta a Occidente y a la modernidad, en la voluntad de encontrar un tiempo anterior al tiempo, una antigüedad anterior a la historia: «no es Chile ni tampoco la América precolombina; es una geología mítica, un planeta en fermentación, putrefacción y germinación: el amasijo primordial. Vida no intrauterina sino intraterrestre: el tiempo que debajo del océano nos mira» (1994:73); o en Cesar Vallejo y su libro Trilce sobre maternidad y orfandad. Dice Octavio Paz:
¿Quién es ese huérfano? Aquí confluyen el americanismo, el marxismo y el cristianismo: el hombre desposeído de América Latina, el proletariado, la clase internacional sin tierra ni patria y la víctima abandonada por el padre, el hombre como Cristo colectivo. La madre de este huérfano universal es una «muerta inmortal». Una muerta que no es ni la Iglesia ni la Historia ni la tierra: «el placer que nos engendra y el placer que nos destierra». No hay tierra, no hay entierro. Hay exilio. (73)
Aquí llegamos al problema que interesa plantear: tanto para pensar en Neruda como para pensar en Vallejo como «modernos antimodernos», Paz —el patriarca— necesita pensar en madres, madres que no están, en ausencia. Porque la declaración de orfandad latinoamericana —necesaria porque todavía tenemos que «independizarnos» de las llamadas culturas centrales— no implica obligatoriamente la búsqueda de otro origen, ni de otra fundación. Paz hace un llamado a una «fundación por la palabra» (1994:74), pero ¿qué palabra es esa del balbuceo, del tartamudeo, de la in−fancia? ¿Una efervescencia, una fermentación que tanto echa a perder como hace crecer y nutre? Este germen subversivo, que al mismo tiempo «estropea» los sólidos límites de la identidad, el lenguaje y el cuerpo, y los abre para mostrar que han estado abiertos desde un principio, pueden ser leídos en los lugares menos programáticos de las interpretaciones nacionales, allí donde se presta atención a trazos laterales de un poeta, como se ve en Paz; pero también en las lecturas de Antonio Candido de aquello que él ve como una poesía de poca importancia o de poca calidad estética, o en una lectura de la transculturación propuesta por Ángel Rama más abierta.4
Sin embargo, ¿qué pasaría si miramos a las madres «presentes», en lugar de atender exclusivamente a la identidad del exiliado? ¿Qué identidad se dibujaría para América Latina? Si miramos de forma directa a parte de la producción poética de mujeres que se vuelva sobre la experiencia de la maternidad, esos gérmenes subversivos dejan de ser momentos sugeridos y se vuelven eminentes. Su carácter metafórico, va ganando espacio y cuerpos. Podríamos detenernos, a partir de allí, en la lectura de diversos textos de Gabriela Mistral o Alfonsina Storni, de Rosario Castellanos, de María Auxiliadora Álvarez, de Adélia Prado, o aun en muchísimas poetas más jóvenes que insisten en traer figuras de madres e hijes y relaciones variadas de convivencia; pero tomemos apenas dos que nos permiten observar dos momentos singulares de esa identidad abierta para la poesía: Ana Cristina Cesar y los cuerpos embarazados de su producción, y Tamara Kamenzsain y una lengua láctea, en El eco de mi madre.
Poética del cuerpo embarazado: Ana Cristina Cesar
Desde hace tiempo la crítica señala, de forma pertinente, la importancia que tiene el cuerpo en la escritura de la poeta Ana Cristina Cesar, pero pocas veces se ha llamado la atención sobre la importancia de la maternidad y el cuerpo materno en su trabajo, un cuerpo ineludiblemente heterogéneo y abierto, especialmente en el embarazo y la lactancia. Pensemos en, además del ya mencionado «Enquanto leio», otro ejemplo que podríamos llamar «inaugural»: el primer «poema» publicado en el libro Inéditos e dispersos (1986), en realidad, una historieta de diez cuadros. Un no poema. Inédito y dispersos fue organizado póstumamente por Armando Freitas Filho siguiendo una secuencia estrictamente cronológica, aunque quizás esta historieta sea la excepción, ya que su fecha de confección se desconoce. Sin embargo, si no sabemos esa fecha, ¿por qué abrir el libro con ella? ¿Acaso porque se asocia una historieta con algo infantil, entonces serían más antiguos? ¿O porque no «encajan» en medio de los poemas? ¿Porque iban a «cortar la poética por la mitad» si se los pusiera en otro lugar del libro? ¿Porque son «exteriores» y estarían como por fuera de la escritura? Estas preguntas no pretenden encontrar respuestas, sino hacer más interesante la ubicación «inaugural» y «primordial» que esta historieta acaba por ganar. Un doble comienzo, dudoso, irracional, una experiencia del límite, un «amasijo», que —como veremos— reverbera en la propia historia que cuenta.
«Érase una vez —dice Ana Cristina, replicando el tono de los cuentos infantiles y sus personajes— el Conde Del Mar que tenía un rey en la panza» (imagen 1).6La imagen literaliza la letra, la frase coloquial del portugués: el Conde es dibujado con un rostro cínico y un embarazo avanzado, mostrando la paradoja de la frase que, para significar egocentrismo, llama la atención sobre la presencia no de un yo reduplicado sino la de un cuerpo en otro. El segundo dibujo, replicando el primero, dice: «Érase una vez la princesa Anabela que decidió pincharle la panza al conde» (imagen 2). La figura de Anabela continua trastocando estereotipos, ya que es ella quien fuerza el «nacimiento» del Conde, con «un gran alfiler de pañal de bebé», explotando el ego/otro.
El «nacimiento» del rey, extremadamente violento e intervenido, como suele ocurrir en los nacimientos medicalizados donde es generalmente un médico el que opera esa violencia. Anabela perfora el vientre del conde mientras duerme, «entrando de puntillas» al aposento. Resulta ser un parto muy oscuro, una explosión de humo negro, que envuelve todo el castillo (imagen 3). Aunque de allí «nace» un «lindo rey» con el que Anabela combina matrimonio.
Sin embargo, aquello que nos sitúa en la senda de un final feliz se ve enseguida quebrado por un suicidio. En el octavo dibujo (imagen 4), la princesa se arroja al mar (vuelve a entrar, como lo hizo antes, en «Del Mar», ahora no para retirar al otro sino para confundirse con él). El motivo del suicidio solo se revela en el último cuadro: «Fue porque las tripas del conde estaban// EN LAS MANOS DEL REY» (Cesar, 2013:21−22. Imagen 5). Es decir, el rey−cién nacido a quien ella forzó a salir a la luz y con quien se había casado, tiene en sus propias manos la prueba de su origen, las entrañas de su «padre/madre», tripas por cierto muy parecidas a un cordón umbilical.
Tanto en esta historieta como en el poema antes mencionado, aunque con tonos muy diferentes, lo que parece estar en juego es el problema del compartir, de cómo con−vivir, asociado al propio cuerpo. El compartir el cuerpo se muestra en términos de una economía llevada a su espacio más «original» o más irreductible: la economía del/os cuerpo/s en el embarazo y la maternidad. La relación del cuerpo yo/otro mediada por la experiencia del embarazo y sus vestigios. Si en la historia de Anabella, Del Mar y el rey, lo que «queda» son las tripas, en la historia de la poesía que se cuenta en «Enquanto leio» lo que «queda» es el poema y, en ambos casos, estos restos son los elementos del contacto, el vehículo del compartir, lo que pertenece a uno y al otro al mismo tiempo, un límite que, como todo límite, une y separa, nutre y fermenta.
El cordón umbilical y la leche materna son elementos centrales para pensar el sujeto y su otredad primordial, una otredad que no nos permite entender al otro en términos de objeto. En 1957, Melanie Klein escribió su famoso ensayo «Envidia y gratitud», allí podemos leer:
Mi trabajo me enseñó que el primer objeto envidiado es el pecho nutricio. El bebé siente que aquél posee todo lo que él desea y además un fluir ilimitado de leche y amor, que es retenido para su propia gratificación. Este sentimiento se suma a la sensación de agravio y odio, y da como resultado disturbios en la relación con la madre. (2009:188)
El seno de la madre se considera, en la reflexión de Klein, el primer objeto que, internalizado como objeto psíquico, nunca se corresponde plenamente con el seno real de la madre. Por un lado, porque se idealiza como fuente inagotable (rasgo que parece relacionarse más con la figura de la providencia cristiana que con un instinto innato) y que, por su proximidad, se convertiría en un remanente de la nostalgia uterina: el pecho materno se figura como inagotable, omnímodo, generando sentimientos de envidia y frustración, de satisfacción y gratitud. Amor y odio. El pecho ideal es, para Klein, complementario y simultáneo al pecho devorador.
Si bien ya colocados por la analista dentro de una economía, principalmente simbólica y alejada de una concepción donde el sujeto tendría pleno control de ellos, la leche y el pecho siguen funcionando en Klein como objetos, mientras que la poesía de Ana C. parece rechazar esta posición. En el poema «Enquanto leio», las grandes tetas poéticas y los propios pezones impertinentes no se convierten en un objeto separado del que apropiarse: los propios senos físicos o poéticos distraen. Entonces la «poética», entendida como cartilla del hacer literario disciplinado, se corta, se borra, pues no hay regla que quede intacta si la atraviesa el cuerpo (por una mirada que también es el cuerpo), como en:
olho muito tempo o corpo de
um poema
até perder de vista o que
não seja corpo
e sentir separado dentre os
dentes
um filete de sangue
nas gengivas7
La leche y la sangre fluyen y se tocan. ¿Quién siente? No es posible distinguirlo. Pero «el tacto forma un cuerpo con el sentimiento o hace de éste, de su pluralidad, un cuerpo», dice Nancy (2008:31). Qué, la lectura del poema cambia toda la reflexión sobre la herencia literaria y la intertextualidad: y la lectura y la escritura se muestran descaradamente no solo del orden del cuerpo, sino del orden del plural cuerpo, tocado, abierto, cuerpo otro —del otro que soy—. Uno de los toques más radicales e ineludibles es el de la comida, ya que la comida tiene como condición ineludible tocar y ser tocado, contaminado y nutrido por un cuerpo inicialmente separado. La comida (el aire que respiramos también) exige que reconozcamos el toque interior, la sensación del límite del cuerpo cuando se abre. Para Jean-Luc Nancy, este toque nutricional es una consecuencia del toque intrauterino y la experiencia de compartir, una experiencia primordial de apertura. Leemos:
El tocar comienza cuando dos cuerpos se distancian y se distinguen uno del otro. El niño sale del útero y a su vez se convierte en un útero capaz de tragar y regurgitar. Con la boca aprehende el pecho de la madre o el dedo. Chupar es el primer toque. Como es sabido, la succión absorbe la leche que alimenta. Pero también hace más que eso: cierra la boca sobre el cuerpo del otro. Establece o restablece un contacto a través del cual invierte los roles: el niño que ha sido contenido contiene, a su vez, el cuerpo que lo contenía. Pero no se cierra sobre sí mismo, al contrario; se mantiene frente a él simultáneamente. El movimiento de los labios succionadores no deja de retomar la alternancia de proximidad y distancia, penetración y salida del cuerpo, de este nuevo cuerpo finalmente a punto de separarse. (Nancy, 2014:17)8
Después del nacimiento, el niño se separa, pero sigue relacionándose con todo, acercándose y distanciándose de todo: «pero ahora a partir de múltiples escansiones de todos los dentro/afuera de los cuerpos separados» (17). No podemos perder de vista que el movimiento de succión que proporciona la subversión de la lógica contenedor/contenido es un movimiento reflejo intrauterino. En la vida intrauterina, el feto succiona. No leche, por supuesto; puede ser su propio dedo, pero la mayoría de las veces succiona sin tener ningún objeto. Es un gesto hacia adentro/afuera, sin pretender ser efectivo, un gesto que coloca al feto fuera de sí mismo y al mismo tiempo solo en sí mismo. Entonces, en cierto modo, la succión está asociada no con el objeto que se está succionando, sino con el hecho de que, desde la vida intrauterina, el mamífero se prepara, entrena, su apertura. Una apertura que, como los textos de Ana C., muestra que todo empieza y acaba inacabado, todo empieza y acaba siendo otra cosa. La noción de cuerpo que se desprende de los textos de Ana C. es la de un cuerpo expandido, como una suma, un corpus heterogéneo, fragmentario, abierto, donde organismo y discurso se continúan y son un aparato epistemológico y perceptivo; o, parafraseando, a Jean-Luc Nancy (2003), un cuerpo que no se tiene, sino que se es. Y ese ser es abierto y plural, permanentemente acercándose y distanciándose de otros cuerpos, sin nunca lograrlo totalmente.
Poéticas de la lengua láctea: Tamara Kamenszain
En Esferas (2009), Peter Sloterdijk cuestiona la relación de objeto primordial que estructuraría el psicoanálisis freudiano, señalando que habría un tejido íntimo en esa díada más temprana, en la re−partición del cuerpo durante el embarazo, un compartir marcado por la disolubilidad mutua. Teniendo en cuenta esta dimensión relacional, en lugar de analizar los elementos presentes en las primeras fases de la vida biológica humana como objetos, Sloterdijk propone, a partir de la obra de Thomas Macho, un análisis de los medios y situaciones primordiales para pensar en el sujeto como plural. Lejos de pensar en la dimensión lingüística del diálogo, que sería central en una perspectiva humanista, Sloterdijk se centrará especialmente en tres formas situacionales pre−orales: 1) la fase de convivencia intrauterina, donde el primer intercambio lo darían la placenta y la sangre placentaria; 2) la iniciación psicoacústica de los sonidos del cuerpo materno y, inmediatamente después del nacimiento, el propio sonido de la voz, que, según ellos, funciona como una especie de cordón umbilical vocal, ya que garantiza la (no objetiva) relación con la madre; 3) la fase respiratoria.
De esta forma, además de la succión que señalamos antes, la audición es también una forma de apertura primordial y sin objeto, que se replicará después del parto. Es decir, antes de entrar en el lenguaje institucional, el idioma «patrio», existe otra lengua que podemos llamar umbilical, corpórea, fluida y de ruidos. Una lengua que se succiona, un líquido que se escucha.
El de una lengua pre−lingüística no es un mote novedoso para pensar en la palabra poética, principalmente, cuando se la asocia a una palabra primordial u original, más pura y prístina, en contraposición a un lenguaje comunicativo. Sin embargo, el vínculo entre la poesía y la experiencia del embarazo y la lactancia en Ana Cristina Cesar parece estar muy lejos de una idea de origen como pureza, como anterioridad o como comienzo. La experiencia poética, la palabra poética, no es algo dado, sino que se realiza como una palabra con−, una palabra que, succionada, forma parte de un cuerpo. El cuerpo y la palabra se ponen en contacto. La palabra poética solo se articula, en una economía: una praxis convivial, relacional y familiar (no sanguínea).
De la misma, aunque diferente, manera, la poeta Tamara Kamenszain trabaja la relación de la poesía con la vida social y las relaciones familiares en todos sus libros, tanto ensayísticos como poéticos. Para ella, la poesía va de la mano de la novela familiar, como se aprecia en los títulos y temáticas de los libros: si el relato familiar, como señala Enrique Foffani (2012), es el relato fundacional de nuestra cultura, en la obra de Kamenszain es convocado para mostrarlo en el momento de su costura donde hay una performance. Así, sus libros acompañan varias escenas familiares, menos para relatarlas o narrarlas, y más para performarlas, elaborarlas. Porque es cierto que este foco familiar siempre ha ido en paralelo a un trabajo filigranático de la palabra, que en un principio fue pensado por la crítica como una inquietud formal propuesta por el neobarroco (corriente a la que la propia Tamara se emparentaba), pero que hoy se puede pensar como una ocupación de hilvanar, de elaborar y performar una lengua y un alimento que media todas las relaciones familiares y que aún es informe («Grumos, trozos, sorbos apelmazan/ en el puré la estancia del que cría/ y el hijo sienta, sólido, a la mesa/ el segundo alimento de sus ganas», Kamenszain, La casa grande, —2012:189—). En otras palabras, la preocupación no es en relación con la forma que se le da al lenguaje o a la comida, sino a cómo formar un cuerpo (con el lenguaje, con la comida) y qué relaciones son posibles, ya que el lenguaje y la comida son elementos mediales en la convivencia, principalmente, materna y familiar.
Si la economía familiar estaba ya en los primeros libros de poemas, es en los ensayos donde primero aparecerá explícitamente la preocupación de Kamenszain por el habla femenina, y un tipo de uso menor de la palabra. En «Bordado y costura del texto», la propuesta de Kamenszain es que, por escrito, lo femenino vendría dado por una aproximación a una oralidad borrada, una oralidad silenciosa, del murmullo que se opone al micrófono de las hablas altisonantes. Una plática que permite una mezcla discursiva, que crea una «corriente inquebrantable de sabiduría a través de la transmisión oral, que nunca fue recogida en libros» (Kamenszain, 2000:208), sería lo que caracteriza a la poesía latinoamericana. Incluyendo los nombres masculinos más importantes, como José Lezama Lima o César Vallejo.
Tomando esa idea, Foffani define la propia poesía de Tamara Kamenszain como un poema de ecos, de murmullos:
Estribillos, ecos, anáforas, repeticiones, aliteraciones: todos recursos que educan el oído desde una sonoridad en busca de su significación, desde una oralidad que, como el hablar materno, machaca y machaca hasta volver audible la expresión, hasta volverla —la madre se identifica así con la maestra— una lección, un ejemplo de pedagogía casera, sin tiza ni pizarrón. Pedagogas de lo oral, sus lecciones sin embargo se encaminan hacia la escritura. (2012:14)
Kamenszain como Vallejo, Perlongher, Lamborghini o sus compañeros «neobarrocos», utilizarían su lengua materna como material y herramienta, con el aporte millonario de todos sus errores, refranes, dichos, acentos. Es decir, la lengua materna no debe confundirse o asimilarse de manera tan directa con la lengua del Estado, con el código institucionalizado. Si mi «lengua patria» es el español, mi lengua materna es una lengua de errores y con un acento, negociada dentro del seno familiar (y no la familia como institución moralizadora, sino la familia como cohabitantes de la casa, casa ampliada). Una lengua bebida con la leche y llena de acento. Foffani dice: «No se puede falsear la tonada de la lengua materna: ni falluta ni fallida, la tonada es el filamento sonoro de la lengua en íntima (umbilical) relación con la identidad» (2012:15). Y, en tanto umbilical, cose una identidad familiar problemática, por ser esa cicatriz propia de cada uno (egoísta es el que solo mira su propio ombligo), pero un cada uno que nos marca en tanto Otro, la cicatriz de la apertura primordial. La identidad es un ombligo, un hueco en medio del yo que nos muestra al otro. «Por debajo de toda la trama urdida a través de la metáfora de la familia que podemos leer en sus libros, la identidad se afirma cuando se la inventa, se la gana cuando se la pierde» (44). Y el lenguaje, sin fundar una identidad, pasa de uno a otro, por el hilo de baba («Por el hilo de saliva del idioma/ de uno en la lengua del otro se/ traduce», Kamenszain —2012:186—).
Esta reflexión sobre la lengua como eco glosolálico que era palpada en ensayos y poemas se hace ineludible en El eco de mi madre (2010), un libro sobre el duelo por la pérdida de la madre, en el que se ve la economía madre/hija en plena (re)elaboración y funcionamiento en la negociación, repetición y trabajo del lenguaje, que a veces acierta y a veces falla en su umbilicalidad.
Mamá, mamá, mamá
grito en un ataque de ecolalia
a quién llamo qué respuesta espero
los que escuchan voces terminan mal
Alejandra en la Sala de Psicopatología
Osvaldo en el Instituto de Rehabilitación
y sin embargo mamá mamá mamá
repito y viajo desde el sonido hasta la furia
no me alcanza lo que digo para no tropezarme
voy y vengo dos veces de la eme a la a de la eme a
la a
pero me retraso analfabeta entre sílabas que se
borran
y no me escuchan más los que entienden las lenguas
me miran sordos desde su propia neurosis familiar
ellos se dicen unos a otros
mami mamita mamina mamucha
pero mamá, mamá, mamá
eso sólo lo digo yo
¿se escucha?
El habla del Alzheimer, un habla separada de los referentes tradicionales, se aproxima formalmente del habla infantil, del balbuceo repetitivo, y también de lo que conocemos como la forma poética moderna. En otras palabras, el contacto con el balbuceo del Alzheimer, hace que la lengua forme cuerpos o deforme los cuerpos que se consideraban estables hasta entonces, el de la madre y el de la hija. Madre e hija se desplazan, son desplazadas por un uso diferente, y no siempre deliberado, del lenguaje. La madre/niñe tiene un idioma que no tiene y no sabe que conoce.
Como en el caso de la lactancia, el lenguaje de los niños, glosolálico, ecolálico, parece esbozar una economía de la sensación, de lo sensible que altera una idea de sucesión, de herencia, verticalizada. El poema es una experiencia del límite («la que oyó mi nacimiento me sienta en el borde/ para hacerme escuchar por ella el anticipo de su muerte» —Kamenszain, 2012:343—), del lenguaje como límite, un medio que hace que nos toquemos y nos reconozcamos en tanto cuerpos y formas. Y esta experiencia materna del límite, como hemos estado tratando de mostrar, implica una reflexión sobre la tradición poética: Alejandra (Pizarnik), Osvaldo (Lamborghini) son familiares que conviven en el poema con la madre y la hija, y con quienes no tanto se dialoga, pero sí con los que se forma el poema. La boca de Tamara Kamenszain atrapa y aprehende de las tetas de estos poetas como lo hace de su madre. Por tanto, «si la oralidad es lo maternal por excelencia —el seno habla, la boca del hijo apre(he)nde— puede decirse que el elemento femenino de la escritura es la madre» (Kamenszain, 2000:108), madre con minúscula. Porque, en esta experiencia del límite, madre/hije, precursor sucesor, todas las posiciones son inestables.
Conclusión: de la experiencia de los límites a una genealogía de las pequeñas madres para América Latina
Aún es necesario subrayar algunas consideraciones: El jesuita Van Ginneken (que tuvo una gran influencia en el pensamiento estructuralista o, mejor dicho, posestructuralista, citado por Kristeva, Jakobson, Lacan y Barthes) persiguió la cuestión de la adquisición del lenguaje. Barthes, en El placer del texto, se refiere a un lenguaje automático, sin afecto, del niño lactante, que sería el de un escritor: una «una mínima confusión de clics (esos fonemas lácteos que el maravilloso jesuita van Ginneken ubicaba entre la escritura y el lenguaje): son los movimientos de una succión sin objeto, de una indiferenciada oralidad separada de aquella que produce los placeres de la gastrosofía y del lenguaje» (1993:12−13). El placer del lenguaje está para él también antes del lenguaje, y antes de la Madre, está —para Van Ginneken, no para Barthes, cuya madre era solo suya, nombrada, preservada de todo anonimato— antes del nombre y de la escritura. Es curioso pensar que en su primer libro Principes de linguistique psychologique. Essai de Synthese (1903), para Van Ginneken, habría cuatro modos de representación de las palabras o de las imágenes verbales que serían independientes y pre−lingüísticos: 1) la representación oral (que asocia con el movimiento de la boca); 2) la representación auditiva (ya que, incluso sin comprensión de la palabra, hay una imagen sonora, que aparece como música o ruido); 3) la representación visual (incluso sin comprensión, existiría la capacidad de distinguir una palabra por una asociación visual, como en la fachada de una casa); 4) la representación gráfica. Para este último, van Ginneken utiliza como ejemplo un «experimento» según el cual, si realizamos un movimiento cualquiera con un lápiz sobre un papel, con los ojos cerrados, obtendremos como resultado la grafía de la palabra mamam, mamá. Nuestro cuerpo, entonces, podría escribir la palabra mamá, incluso sin saberlo, sin verla, sin simbolizarla. Pero es solo una madre, subraya van Ginneken, en minúsculas, o sea, cualquier madre.
Antes de Barthes, antes inclusive de Van Ginneken, en 2000, se publica uno de los libros de poesía contemporánea más impactantes que —levantando el guante de un lenguaje simple, cotidiano, casi naif y una poesía «sin metáfora» (Kamenszain, 2007)— enuncia una economía de la maternidad sin altisonancias y hace que esta economía sea profundamente política. El libro se llama Mamushkas y su autora, ya que aún no hemos abandonado totalmente los nombres, Roberta Iannamico. Dicen algunos fragmentos:
Una mamushka contiene en
su vientre
la totalidad de las mamushkas
porque no hay mamushka
que no tenga
una mamushka adentro
Madre hay una sola
***
Las mamushkas dan a luz
en la oscuridad
Se asisten a sí mismas en el parto
se parten
en pedacitos
que la hija ya mamushka
junta
para hacer un cubrecama finísimo
***
Cuando una mamushka
duerme
la mamushka de su vientre
vela el sueño y canta
para que la mamushka de
su vientre duerma
***
Las mamushkas se callan
cuando deberían hablar
no pueden parar el murmullo que las habita
Nadan en el rumor
de las hijas creciendo
Si es posible, entonces, pensar en otra forma de relación no objetual para pensar la literatura y sus interlocuciones, y si es posible además acercar esta relación a una economía corporal femenina, materna, esto no significa que sea posible a partir de ahí hacer una reivindicación de la figura de la Madre, y menos aún de la maternidad como experiencia que concierne apenas a las mujeres que han engendrado hijos biológicos. La Madre es única y suele tener dueño. La maternidad, en cambio, es una experiencia que no se objetiva. Por tanto, no se trata de ser o no ser madre biológicamente o con hijos anotados en una libreta. Al contrario, se trata de la posibilidad (de la tarea) de entender la maternidad como una experiencia primordial de apertura por la que pasan todas y cada una de las personas. Una experiencia de relación y convivencia, aunque haya sido negativa, que ha sido negada. Una experiencia de incompletitud, pero también de la imposibilidad del completamiento con un objeto externo. La maternidad es siempre la experiencia de otro, una experiencia de anonimato, sin nombre ni grupo sanguíneo. Una experiencia política.
Si la crítica dispuesta a interpretar o nombrar lo latinoamericano, no fue totalmente ajena a estas experiencias —pues las observaba como un factor de subversión y contaminación—, ellas aún precisan ser leídas. Pensar la literatura, a partir de los cuerpos abiertos, de los ecos del lenguaje y de la leche que nos contagia, de esos cordones umbilicales que aún nos quedan, quizás nos eduque en la experiencia del límite, y nos permita realizar una América Latina sin un Padre, sin una Madre, sino con madres, todas y cualquiera de ellas.
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Notas
Información adicional
Para citar este artículo: di Leone, L. (2022). Poéticas del embarazo y la
lengua materna para América Latina: Ana Cristina Cesar y Tamara Kamenszain. El taco en la brea, (16) (junio–noviembre).
Santa Fe, Argentina: UNL. e0075 DOI: 10.14409/el taco.8.16.e0075