Dossier

Sobrevivir al poeta

Surviving the poet

Sergio Delgado
Université Paris-Est Créteil, Francia

El taco en la brea

Universidad Nacional del Litoral, Argentina

ISSN: 2362-4191

Periodicidad: Semestral

vol. 10, núm. 16, 2022

eltacoenlabrea@gmail.com

Recepción: 18 Marzo 2022

Aprobación: 26 Agosto 2022



DOI: https://doi.org/10.14409/eltaco.8.16.e0080

Para citar este artículo: Delgado, S. (2022). Sobrevivir al poeta. El taco en la brea, (16) (junio–noviembre). Santa Fe, Argentina: UNL. e0080 DOI: 10.14409/el taco.8.16.e0080

Resumen: Este trabajo, escrito luego de la segunda edición, revisada y aumentada, de la Obra completa de Juan L. Ortiz (2020), es al mismo tiempo una memoria y un balance de las distintas «publicaciones» de la obra del poeta. De la edición mencionada, pero también, de manera retrospectiva, de las precedentes: la edición de la obra reunida, en tres tomos, con el título de En el aura del sauce (1971) y la primera edición, luego de la muerte del Ortiz (1978), de la Obra completa (1996). Este trabajo, en definitiva, es una reflexión sobre la historia de la escritura poética y sus «maquinarias», sobre el verso como instrumento, el poema como dispositivo y el libro como objeto. Una reflexión sobre la vida y la sobrevida del poeta en su obra.

Palabras clave: Juan L, Ortiz / obra completa / escritura poética / genética de texto.

Abstract: This work, written after the second edition, revised and enlarged, of the Complete Works of Juan L. Ortiz (2020), is both a memoir and a review of the various «publications» of the poet's work. Of the aforementioned edition, but also, retrospectively, of the preceding ones: the edition of the collected work, in three volumes, with the title En el aura del sauce (1971) and the first edition, after Ortiz's death (1978), of the Obra completa (1996). This work, in short, is a reflection on the history of poetic writing and its «machinery», on verse as an instrument, the poem as a device and the book as an object. A reflection on the life and survival of the poet in his work.

Keywords: Juan L, Ortiz / complete Works / poetic writing / text genetics.

Cuando recibí el libro,1 con los dos volúmenes en su caja, tuve uno de esos momentos de melancolía intensa pero pasajera que los franceses, por no encontrar en su propio diccionario una palabra más eficaz, llaman un coupde blues. Tantos años de trabajo desaparecían o se ahogaban, por decirlo así, en el pasado, y el libro material venía a ocupar ese vacío sin compensarlo. En un momento dado tomé el primer volumen de la edición, el que reúne, en un mismo objeto, por primera vez En el aura del sauce, la obra poética de Juan L. Ortiz, y me dije: ¿qué pensaría el poeta? ¿Estaría satisfecho?

Fue un pensamiento ingenuo. El poeta estaba muerto y no tenía ojos para mirar esta edición, ni manos para alzarla, ni dedos para pasar sus páginas. Probablemente, me dije, hay siempre algo en la obra de un poeta como Ortiz que desafía la muerte. Llegó a formularlo, de manera igualmente ingenua, si se quiere infantil, como lo demuestra un poema que se encuentra en el primer libro, El agua y la noche, escrito hacia 1924:



Qué será de nosotros
de aquí a doscientos años?
Dentro de cien,
dónde estaré yo?2 (2020:62)

Todo gran escritor produce este efecto de ser y estar «entre nosotros», siempre, cada vez que lo leemos. Quizás para algunos, como es el caso de Juan L. Ortiz, de una manera especial. Por dos motivos, se me ocurre ahora. En primer lugar por el carácter «dialógico» de su poesía, señalado por muchos críticos,3 con poemas poblados de interlocutores diversos, como el «amigo», la «amiga», «los amigos» o «los amiguitos», y en los que proliferan los signos de interrogación o los puntos suspensivos que obligan al lector a detenerse, volver atrás, sentirse en el marco de ese ida y vuelta que es una conversación. En segundo lugar porque esta obra produce la impresión de encontrarse en permanente prolongación y el lector se queda siempre como esperando algo más, aunque sea esa continuidad prometida y probablemente ilusoria de una segunda parte del ya extenso poema El Gualeguay o de un «cuarto tomo» que prolongue ese de por si incierto estar En el aura del sauce.

Vladimir Jankélévitch plantea que la muerte abre un espacio de ambigüedad, de «entre‒apertura» («entreouverture»), que es además una de sus condiciones fundamentales: «Respecto a la muerte tenemos siempre un semi‒saber, que es también una semi‒ignorancia, una docta ignorancia; sobre la muerte tenemos un semi‒poder, que es también una semi‒impotencia» (1977:137, traducción propia). La muerte es aquello que, evidentemente, nos impide seguir viviendo pero, al mismo tiempo, representa aquel horizonte u «orilla» que condiciona, desde nuestro nacimiento, toda nuestra existencia. Es siempre relativa la frontera que separa la vida y la muerte, su antes y su después: ¿están realmente vivos los que viven?, ¿están muertos los que mueren? Estas preguntas, y otras tantas, en estos tiempos pandémicos donde la muerte ha sido banalizada hasta su vaciamiento, convertida en mera cifra, alcanzan, se me ocurre, una dimensión única. ¿Quién decide, hoy en día, la suerte de nuestra vida y de nuestra muerte? ¿Cómo llegar, hoy, siquiera a ese semi‒conocimiento de la muerte que plantea Jankélévitch, cuando miles y millones de personas desaparecen sin siquiera una ceremonia, sumergido ese tiempo necesario para el duelo por la otra ola de infecciones que viene detrás? La pregunta habitual, que solemos plantearnos en cualquier momento de un día —¿dónde estaré yo mañana, el año que viene?—, que el poeta tensa hasta el absurdo —¿dónde estaré yo dentro de cien, de doscientos años?— adquiere de pronto un relieve impensado. El poeta sin embargo nos recuerda, como invitándonos a una conversación interior, que siempre, en los tiempos que sean, el verdadero sentido de toda vida reside en superar la prueba de la muerte. En hacer que la palabra viva.

Hay muchas maneras de editar a un poeta como Juan L. Ortiz, de considerar su sobre‒vida, comenzando por las que él mismo ensayó y perfeccionó a lo largo de su obra: pienso en los diez libros realizados como «edición de autor», entre 1933 y 1957, con el sistema de venta anticipada de bonos, pero también en los tres tomos de En el aura del sauce, editados por la Editorial Biblioteca de Rosario, que no escaparon totalmente a su control. Esta última edición, que reunió por primera y última vez en vida del poeta toda su obra, la ya editada y también un volumen importante de textos en ese momento inéditos, tuvo lugar en un marco de trabajo particularmente receptivo, en compañía de amigos y cómplices como Hugo Gola o Rubén Naranjo, que supieron adaptar el proceso editorial —materialmente hablando— al pensamiento poético de Ortiz, permitiendo, además, que el poeta no se mantuviera ajeno, en ninguna de sus instancias, a la confección de cada uno de los tomos.

La edición se realizó entre 1967 y 1971 en incesantes idas y venidas entre Rosario y Paraná, en tiempos en que Entre Ríos se encontraba geográficamente aislado y el río se cruzaba en ferry, balsa o lancha. El túnel que unió Santa Fe y Paraná fue inaugurado recién en diciembre de 1969, es decir, casi al final del trabajo de En el aura del sauce. Son numerosas las anécdotas que circulan respecto a la preparación de la edición, pero muy pocos los testimonios concretos. En este marco tienen un valor especial las palabras de Rubén Naranjo en el documental Homenaje a Juan L. Ortiz realizado por Marilyn Contardi. Allí Naranjo habla de la exigencia del poeta, que quería saberlo todo, hasta el mínimo detalle, y de su particular manera de trabajar, que producía dilaciones impensadas —como la «distracción» de pruebas—, a las que había que adaptar el ritmo del trabajo.4 En una entrevista personal, realizada en Rosario en 1995, Naranjo me aportó algunas precisiones respecto a la «pérdida de material» que mencionaba en dicho testimonio. Me contó que una vez, ya al filo del final, fue a Paraná a recuperar unas pruebas5 pero el poeta no sabía dónde estaban: se las había prestado a un amigo y se habían perdido. Se trataba —creo recordar— de las del tercer tomo, el que contiene los dos libros, en ese momento inéditos, que muestran la última poesía de Ortiz: El Gualeguay y La orilla que se abisma. Puedo imaginar que esta «pérdida» pudo haber respondido a dos razones: la necesidad del poeta de ver y de hacer ver los poemas puestos en página; la necesidad de ganar tiempo para la revisión de esos dos complejos libros inéditos.

Mallarmé solía enviar a sus amigos las pruebas de corrección de sus poemas. Le gustaba conocer la impresión que les producía el poema en su página y solicitaba, además, que la prueba fuera «coleccionada».6 Era importante para el poeta esta «vista» material en el espacio de la página. Allí comenzaba esa puesta en escena, o ese «teatro», que consideraba como el espacio fundamental del hacerse presente de un texto. En octubre de 1897 envió unas pruebas de corrección a Camille Mauclair solicitándole que las conserve: «creo que toda frase o pensamiento, si tiene un ritmo, debe modelarse sobre el objeto al que apunta y reproducir, puesto al desnudo, inmediatamente, como surgiendo del espíritu, un poco de la actitud de este objeto en relación con un todo. La literatura pasa así su prueba: no hay otra razón de escribir sobre el papel» (Mallarmé, 1995:634).7 El sentido que otorga Mallarmé a la impresión de los versos en papel, a la puesta en página material de la palabra, le permite jugar con el doble o múltiple sentido de la palabra «prueba». La subraya, además, junto con el correspondiente posesivo (su prueba: «La littérature fait ainsi sa preuve») para remarcar ese carácter único e inequívoco que tienen la escritura, la reescritura y la corrección. Pasar esa prueba, entre la vista y la lectura, entre el grafo y la palabra, entre el proceso y el estado definitivo de una obra, es una etapa fundamental en la creación y en la posteridad (o caducidad) de la palabra poética.

Nos resulta muy difícil imaginar, en este mundo informatizado, el contexto de trabajo que iba de la mano al papel en aquellos tiempos de las «máquinas de escribir». Hoy en día cualquier poeta, escriba en un cuaderno o directamente en su computadora, rápidamente —por copiado, pegado o por una simple fotografía digital— puede compartir por las redes sociales en cuestión de segundos un poema con sus amigos. Antes de internet, antes de las computadoras, antes incluso de la tecnología de la fotocopia, el poeta debía primero pasar en limpio el poema a máquina, letra a letra.8 Podía, en todo caso, hacer dos, tres o cuatro copias con carbónico. Pero era un trabajo lento y artesanal. El problema no es banal en esta obra puesto que, a partir de mediados de los años 50, Ortiz comienza a escribir poemas cada vez más extensos, que crecen en su desarrollo, pero también en su complejidad e intensidad poética. En 1954, en La brisa profunda, incluye el poema «Gualeguay» de más de 500 versos y en 1956, en El alma y las colinas, el poema «Las colinas» de casi 1000 versos. Pero el tema se vuelve más problemático luego de 1958, que ya no edita sus propios libros, y el material se mantiene durante años en estado manuscrito o dactilográfico. Luego de la publicación en 1957 del último libro realizado como «edición de autor», De las raíces y del cielo, se inicia un período de silencio que se cerrará en 1971, parcialmente, con la edición de En el aura del sauce.

Señalé en varias oportunidades lo difícil que resulta interrogar ese silencio que coincide, no por casualidad, con uno de los momentos más intensos del trabajo poético de Juan L. Ortiz y también, paradójicamente, de mayor exposición mediática.9 En esos años Alfredo Veiravé preparaba una antología, que hubiera debido aparecer en la colección del «Sesquicentenario» de Ediciones Culturales Argentinas y que hubiera reparado en parte esa falta. En esa colección hubiera encontrado, además, un ámbito particularmente receptivo puesto que allí se habían publicado antologías dedicadas a sus amigos José Pedroni (con prólogo de Amaro Villanueva) y Carlos Mastronardi (con prólogo de Saúl Yurkievich). Pero, por razones que ignoramos, la antología preparada por Veiravé no pudo concretarse. En 1965, Veiravé publica en una revista universitaria el largo «Estudio preliminar» que la hubiera presentado (1965). En su archivo, que se encuentra en Resistencia, vi a principios de los años 90 una carpeta con el proyecto de la antología y la selección de textos.

Poco sabemos entonces de estos diez años de silencio, y en este contexto es muy valiosa la correspondencia que Ortiz mantuvo con Veiravé, que lo solicitaba para la elaboración de la antología y su introducción, de la que solo tenemos una muestra incluida en su estudio. En esa carta, de 1962, Ortiz cuenta que en ese momento ya están definidos los núcleos de dos libros: El junco y la corriente (que contiene los poemas escritos durante su viaje a China) y La orilla que se abisma. Y menciona como en proceso de trabajo la escritura de El Gualeguay, uno de sus poemas centrales, el más extenso e intenso de la obra. En el aura del sauce cierra, aunque más no sea parcialmente, esa larga vigilia.

¿Por qué no salió la antología de Veiravé? Puedo imaginar ahora, sin ninguna base documental, por simple intuición, que el mismo Ortiz pudo no haber estado totalmente de acuerdo. En este contexto se preparaba y se publicó, en 1969, una antología de Juana Bignozzi que llevó el título Juanele,10 que Ortiz desdijo públicamente. Llegó a hablar de «poemacidios».11

Vuelvo a mirar las cubiertas plateadas de los tres tomos de la edición de En el aura del sauce y descubro que esa rama de sauce que desciende por la superficie de la tapa, recostándose hacia la izquierda, en un movimiento que de alguna manera mima el alinearse de los versos en el poema, cuando los versos, a partir de El junco y la corriente, entran precisamente en «crisis» y los poemas, perdiendo para siempre su orilla izquierda, se despliegan en el blanco de la página. La imagen materializa además una figura fundamental, presente al comienzo del poema El Gualeguay, la del árbol de plata:



Oh, las ramillas rápidas que labrara esa sed
y que buscaban, vueltas culebritas, el sur...
Cuántas eran las que los niveles atraían,
en un ligero árbol de plata,
por un país, quizás, ahogado de cortinas
que parecerían sin fin,
hacia el tallo del tiempo en que la lira iba a latir? (2020:55, cursiva propia)

Es una imagen que explica el origen del río Gualeguay y, en consecuencia, del poema dedicado al río —la apertura justamente de los «ojos» del río—, a partir de una lluvia iniciática que va produciendo esas «ramitas» o «culebritas», arroyos o arroyitos que van buscando y conformando el valle del río, el que discurre entre las cuchillas Grande y de Montiel, desaguando, con las pendiente este y oeste, en su «cauce» central, que, a su vez, crece descendiendo hacia el sur.

La tapa del libro concentra esa dinámica entre río y árbol, entre lo móvil y lo inmóvil, que está en el origen de toda una poética.

Luego de la edición de En el aura del sauce, a partir de 1971 y hasta su muerte, Ortiz prepara un «cuarto tomo», que no logrará concretar en vida. El relato que presenta Tamara Kamenszain de un viaje realizado a Paraná en 1978 brinda un testimonio fundamental de esa desesperanza:

Nos aventuramos con Héctor Libertella y César Aira en un momento en que llegar hasta Paraná a ver al viejo maestro no sólo ya no estaba de moda sino que era casi un gesto arriesgado y sospechoso. Los medios periodísticos ya no hablaban de él, sus amigos íntimos se habían exiliado, su casa editora estaba por sufrir un atentado. Encontramos a un Juanele triste, menos espectacular, pero por lo mismo más inmerso tal vez en sus obsesiones literarias. Nosotros tres, en ese momento oscuro del país, fuimos buscando confirmación de alguna paternidad literaria (...). Él nos pidió, como retribución, que le pasáramos poemas a máquina. Sentados ante [la máquina de escribir] hicimos como una especie de parodia de la edición, suerte ésta cada vez más lejana para la obra de Ortiz. (Kamenszain, 1985)

Vuelvo a recurrir a la poesía de Mallarmé para seguir evocando escenas íntimas de la escritura y la edición. Concretamente, la de aquel 30 de marzo de 1897 en que Paul Valery pasó por la casa del poeta en Valvins a buscar las pruebas corregidas de «Un golpe de dados...» («Un coup de dès...»), el poema que revolucionará la concepción de la poesía moderna y cuyo impulso inspira sin duda el juego con el blanco de la página de los últimos poemas de Juan L. Ortiz. «Un golpe de dados...» se publicará dos meses después en Cosmopolis en una disposición, limitada por el formato de las páginas de la revista, que no respondía a la que Mallarmé deseaba, sobre todo en cuanto a la diagramación a doble página. Recién en mayo de 1897 Mallarmé acordará con Ambroise Vollard una edición del poema en libro de gran formato, con ilustraciones de Odile Redon e impreso en la imprenta Firmin‒Didot. Sin embargo el trabajo de corrección fue muy penoso y es difícil determinar la cantidad de pruebas que se tiraron. Se conservan, entre colecciones públicas y privadas, 23 juegos (aproximativamente de 29x38 cm por página; es decir 38x38 cm para la doble página). El estudio de estos juegos permite determinar que hubo por lo menos cinco tirajes diferentes con varias copias. Hay copias corregidas por Mallarmé, otras por el impresor, y copias no corregidas que, como señalamos anteriormente, fueron distribuidas entre amigos. Mallarmé murió el 9 de septiembre de 1897 sin ver el libro publicado. La edición, en realidad, naufragará fatalmente. Recién aparecerá en 1914 en edición de la Nouvelle Revue Française, pero en caracteres muy diferentes a los de la imprenta Didot, es decir los que Mallarmé vio, corrigió y compartió con sus amigos durante los últimos meses de su vida.

Valery conocía «Un golpe de dados...» desde el comienzo. Se jactaba incluso de haber sido «el primer hombre que vio esta obra extraordinaria» (Valery, 1930:264). Cuando Mallarmé terminó al menos una primera versión visible del poema, hacia 1896, lo llamó para que fuera a verlo y Valery llegó en esa oportunidad a su casa de la rue de Rome, en París, donde vivía entonces el poeta, entró en su habitación y pudo ver el poema desplegado sobre su mesa de trabajo, esa mesa cuadrada, de madera oscura y «piernas torcidas». Pero en la segunda oportunidad que evocamos, aquella tarde de marzo de 1897 en que fue a buscar las pruebas corregidas para Cosmopolis, Valéry llegó hasta la casa de Valvins, un pueblito cerca de París, recostado sobre el Sena, donde Mallarmé se había recluido. Valery relata esta experiencia y también la despedida, cuando Mallarmé lo acompañó a tomar el tren. Era noche despejada y en ese momento Valéry esbozó esa magnífica figura, comparando la visión del poema con la de un cielo estrellado. Tantas lecturas han procurado a la humanidad, desde el alba de la historia, la contemplación de los astros, las estrellas y sus constelaciones desplegados y en movimiento en la página del cielo. A veces tenemos la suerte, como editores o simples lectores, de ver por primera vez el manuscrito de un autor. Nuestros ojos son los primeros, aparte de los del autor, en ver ese texto. Es un sentimiento único, entre el pavor, la necesidad e incluso la sonrisa, de ser sus «primeros lectores».12 ¿Está listo para su publicación o necesita, todavía, una última revisión?

Pero aquella tarde de marzo de 1896 en que Valery fue a buscar las pruebas de corrección de «Un golpe de dados...» nos encontramos en otra etapa de la relación del autor con su poema. Valéry asiste, si se quiere, a un momento importante (que, como se dijo, tampoco era el definitivo) de la relación entre la mano del poeta y la página impresa. En ese momento, al entregarle las pruebas corregidas, Mallarmé le dice a Valery: «¿No cree usted que esto es una locura?». Valery nos cuenta la anécdota y nos transmite, además, esas palabras de Mallarmé.13 Pero no nos dice qué fue lo que él le respondió esa tarde de marzo de 1896. Tratamos de imaginar la escena: Mallarmé tenía en ese momento 55 años, Valery 26. ¿Qué podía haberle dicho ese joven al viejo poeta? Quizás nada, encogiéndose de hombros. Quizás se sonrió con ternura y eso fue suficiente; quizás argumentó sobre el valor «extraordinario» del poema y, transmitiéndole una visión de su proyección en el porvenir, sostuvo al autor, que en ese momento dudaba y esperaba precisamente alguno de esos gestos o palabras, aunque mínimos. La escena en ese caso sería admirable: el poeta joven da ánimos al poeta viejo. Tenía todo el derecho puesto que, después de todo, había sido su primer lector y editor.

Pero también le podría haber dicho (y tengo en este momento la imagen de muchos valientes editores argentinos) tantas otras cosas. Podría haberle dicho, por ejemplo: «mire, maestro, en verdad creo que sí, que es una locura. Mejor no publicarlo. Se van a reír de usted». Podría haber dicho también: «mire, maestro, tómese unos días, unos meses si quiere, y piénselo mejor. Si usted no está seguro, por algo será...». O podría decirle, si acaso se encontraba en un mal día, que todos los tenemos: «mire, estoy muy apurado, tengo muchos problemas que resolver, no me haga perder tiempo. ¿Lo publica o no? Decídase de una vez».

No quisiera ocupa un lugar indebido. Me resulta obvio que quienes tuvieron esa responsabilidad frente a Juan L. Ortiz fueron, en un momento equivalente, interlocutores como Hugo Gola, Adolfo Prieto o Rubén Naranjo. Aquellos que hicieron posible, a fines de los años 60, la primera edición de En el aura del sauce. Pero sí quiero decir que todos nosotros, a partir de este momento, deberemos seguir respondiendo a esa pregunta: ¿No será una locura?

Es difícil editar a un poeta como Juan L. Ortiz sin tener al menos una idea respecto a la ambición y el alcance de su obra. Una idea se encontrará en el centro del libro a editar, por acción u omisión, inevitablemente. Es preferible, por supuesto, que sea por acción. Incluso en ese caso hay ideas que nos anteceden y nos sobrepasan, como la concepción moderna del verso, que se fue entrelazando hacia fines del siglo XIX y desde entonces gobernó, imponente, entre poesía y anti‒poesía, la mayor parte del siglo XX. El verso como instrumento, el poema como dispositivo y el libro como objeto son sin duda una de las maquinarias más importantes del hacer literario contemporáneo. ¿Quién es, entonces, el editor: la persona o el dispositivo? Estamos además frente a un poeta que, como dijimos, durante toda su vida fue su propio editor, que tenía una idea propia, si se quiere una estética, en cuanto a la relación entre el verso y el poema, entre la letra y la página donde se la imprime.

En lo que respecta a la edición de la Obra completa, sintagma que tiene más de truismo que de título, dos ideas presidieron el trabajo de preparación.

En primer lugar, la idea del Libro único. En el prólogo a la edición de 1996, hace ya 25 años, decíamos lo siguiente: «Juan L. Ortiz escribió a lo largo de toda su vida un único Libro: En el aura del sauce». Esa idea organizaba, sin duda, gran parte de la edición: el Libro es el centro de la obra y todo lo demás constituye el margen de su cauce. En 2020, en la segunda edición, se mantuvo esta afirmación y se redobló además la apuesta agrupando En el aura del sauce, por primera vez, en un único volumen.

Pero, en segundo lugar, en 1996 afirmamos también que los tres tomos de En el aura del sauce componían un libro abierto, una primera etapa que debía continuarse en el proyecto de un cuarto y último tomo. En la edición de 2020 se agrupan, al final del primer volumen, en la sección «A la orilla del sauce», los poemas que hubieran podido formar parte de ese libro incompleto.

¿Qué forma hubiera podido alcanzar ese «cuarto tomo»? Es difícil saberlo. Deberíamos emprender, irresponsables y felices, los trazos de una nueva posibilidad de la crítica, la anticipatoria, y aventurar, ¿por qué no?, algunas hipótesis.

Podemos tomar por ejemplo la matriz doble del tercer tomo, con sus dos libros, El Gualeguay y La orilla que se abisma, discurriendo en paralelo y marcando sus claras direcciones.

En lo que respecta al primer libro, El Gualeguay, en el trabajo de revisión, posterior a la edición de En el aura del sauce, Ortiz publicó con la forma de una «fe de erratas» dos importantes correcciones o indicaciones. Desdibujan los límites del poema, con la aclaración, en primer lugar, al comienzo, bajo el título, de su condición de «fragmento»; y en segundo lugar con el agregado, al final, de la palabra «continúa» entre paréntesis.14 Algunos años después de la edición de En el aura del sauce, Ortiz seguía prometiendo una «continuación» de este poema, tal como la declara en 1976 en un reportaje:

Bueno, estoy preparando, como le dije hoy... No, no estoy preparando, estoy pasando en limpio ciertas cosas que tenía en borrador, traspaleadas ahí, y que irían en este cuarto tomo que anuncia ya la Vigil, ¿no?, donde estaría como la continuación de ese poema El Gualeguay: «Cuando el río me ahogue»; bueno, ahí está la continuación: otra historia del río, otra parte de la historia del río. (Ortiz, 1988)

No se encontró ningún manuscrito de esta continuación y solamente se posee este título o verso: «Cuando el río me ahogue». Se desconoce el grado de concreción que pudo haber alcanzado esta segunda parte del poema, pero, de todas maneras, podemos percibir en su seno una imposibilidad fundamental. Estudiando la progresión cronológica de El Gualeguay, que se inicia con el origen del río y que recorre toda la historia provincial y nacional tratando de alcanzar la actualidad, se comprueba que el poema, en su estado final, concluye a mediados del siglo XIX. Toda continuación de El Gualeguay, dada su condición de poema histórico, pero sin perder de vista tampoco su dimensión autobiográfica («los ojos de aquél a cuyo borde abrí los míos...»), en algún momento debería alcanzar la fecha de nacimiento del poeta: 1896. Podría pensarse, de manera hipotética por supuesto, que en este punto el poema asumiría plenamente el registro autobiográfico y alcanzaría las orillas del inicio del poema «Gualeguay» (en el v. 4, durante una «inundación, el agua gris, hasta la vereda», el río visitaba la casa natal). Y así seguiría el curso del poema, acompañando al poeta hasta la muerte, cuando, en un movimiento circular inevitable, mordiéndose la propia cola, el río efectivamente lo «ahogue» y se detenga.

Tomemos por otra parte el otro libro, La orilla que se abisma. ¿Cómo continuaría? Es difícil que los poemas reunidos en «A la orilla del aura», la sección que cierra el primer volumen de la segunda edición de la Obra completa, puedan darnos una respuesta. Será en todo caso una respuesta parcial. Son poemas muy diversos los que «quedan». Muestran fragmentos incluso contradictorios del borramiento de esa orilla, de su abismarse. Y ambiguos son también los testimonios del mismo poeta.15

La orilla que se abisma, curiosamente, contiene muchos poemas dedicados a árboles. Los árboles de esa «orilla» están, con en sus raíces, ayudando a consolidar la relación cambiante entre tierra y agua, que es la función de muchas especies, en particular el sauce; pero están también dibujando esa orilla superior, la de las copas de las ramas, en el diálogo entre verde y cielo. Puede pensarse que así como el tercer tomo articula la figura del «árbol de plata», este cuarto e hipotético tomo debería buscar la síntesis entre árbol y río.

¿Cómo seguir leyendo y editando a Juan L. Ortiz? La pregunta es pura tautología: leyéndolo y editándolo. El trabajo apenas está comenzando.

No tiene razón Bertrand Marchal cuando dice en 1998, montado en la cresta de su siglo, que la primera edición de las Œuvres complètes de Mallarmé para la Bibliothèque de la Pléiade de Gallimard, establecida y anotada por Henri Mondor y G. Jean-Aubry, se realizó de manera prematura. Esta edición, de 1945, es decir casi cincuenta años después de la muerte de Mallarmé, es el resultado de una lucha contra la tormenta, entre guerras, por la conservación de la memoria textual del poeta. En el prólogo de su Vida de Mallarmé, decía Mondor:

El 14 de junio de 1940, cuando se vio a los regimientos alemanes ocupar París, algunos de los que no se habían podido ir, por amor a la ciudad, por necesidad, por humor sedentario, se preguntaron a qué opio solicitarían la atenuación, sin duda ilusoria, de su dolor.

Nosotros elegimos estudiar una existencia que nadie se había animado a contar todavía y donde se encuentra, para reconciliarse con la vitalidad de cierto prestigio francés, una extraordinaria virtud.

A partir de entonces, y durante veinte años, de librería en librería, de remate en remate, de azar en sorpresa, recolectamos manuscritos, cartas, reliquias. La reunión de estos materiales hacía revivir, poco a poco, la aventura sin estallidos, sin drama en apariencia, pero singularmente ardiente, de un poeta en su torre de marfil. (Mondor, 1941:7)

Esta edición de Mondor y Jean-Aubry es la que permitió, durante medio siglo, las lecturas de Mallarmé de, entre otros, Jean-Pierre Richard, Jean Paul Sartre, Gaston Bachelard, Lloyd James Austin, Maurice Blanchot, Julia Kristeva (y con ella pienso en todo el estructuralismo y el posestructuralismo, desde Roland Barthes hasta Jacques Derrida), Henri Meschonnic y también, sobre todo, por contraste, del edificio interpretativo elaborado por Jacques Scherer respecto a las doscientas cincuenta hojas sueltas del manuscrito del «Libro», la Gran Obra Secreta de Mallarmé.

Pero por otra parte tiene razón Marchal cuando sostiene, en la introducción a su segunda edición de las Œuvres complètes de Mallarmé para la misma Bibliothèque de la Pléiade, que aquella primera edición de Mondor y Jean-Aubry había sido prematura porque no tenía la perspectiva necesaria como para comprender importantes problemas textuales de la poesía de Mallarmé, por ejemplo el carácter abierto de libros como Igitur y del proyecto del «Libro». Recién en ese momento, es decir, más de cien años después de la muerte del poeta, al cabo de tantos estudios, se pudo comenzar a comprender al menos el alcance del proyecto de la obra de Mallarmé.

Las palabras del doctor Mondor (el hospital universitario que lleva su nombre, uno de los más importantes de Francia, es hoy un centro mundial de la lucha contra el Covid) pueden volver a repetirse puesto que son los tiempos de la reunión de materiales, de la lectura, el estudio y la edición, los que permiten dar vida, lentamente a «la aventura sin estallidos, sin drama en apariencia, pero singularmente ardiente», de la obra de cualquier poeta.

Hoy más que nunca hay que seguir leyendo, pensando y editando a un poeta como Juan L. Ortiz. La tarea, en realidad, recién comienza. Démonos cita dentro de 60 años, cuando se cumplan el centenario de su «muerte», y veremos si lo que dijo en aquel poema de su juventud tenía algo de razón. Quién sabe dónde estará el poeta, donde estaré yo, entonces, dónde estarán ustedes. No importa. Siempre habrá la poesía.

Referencias bibliográficas

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Veiravé, A. (1965). Estudio Preliminar para una Antología de la Obra Poética de Juan L. Ortiz. Universidad, (63), 67‒106.

Notas

1 Retomo las notas leídas en oportunidad de la presentación de la Obra completa de Juan L. Ortiz, el 27 de noviembre de 2020, en la mesa inicial, «Editar a Juan L. Ortiz», junto con Osvaldo Aguirre. El video de la presentación puede verse en: https://www.youtube.com/watch?v=DqTSZRleWlQ&t=1045s
2 Juan L. Ortiz, «Aquí estoy a tu lado», El agua y la noche, En el aura del sauce, Obra completa, vol. 1, Editorial UNL/EDUNER, Paraná/Santa Fe, 2020, p. 62. Salvo que se indique lo contrario, todas las referencias se establecerán según esta edición.
3 «Dentro del conjunto de los mecanismos de inscripción de la relación dialógica se destaca la pregunta, una elaboración de la pregunta que modula no sólo el verso y segmentos sintagmáticos mayores, estrofas, estrofas enteras, sino aun el discurso mismo. La de Ortiz es una poesía del preguntar inédita en la historia de la literatura» (Piccoli y Retamoso, 1982:184). Daniel García Helder estudia la inscripción de las voces en ese diálogo que postula el poema. Se realiza muchas veces de manera convencional, con guiones, signos de interrogación y de suspensión, pero también, en otro nivel, con la entonación o musicalidad: «Lo que escapa a lo convencional, en todo caso, es el tipo de diálogo que ensaya Ortiz: enseguida se advierte la relativa independencia de las voces; a una pregunta puede suceder otra pregunta, casi desalineada semánticamente de la anterior, como una quinta más arriba» (2020:694, vol. 2).
4 «Era el poeta ideal para abrir la colección Homenajes. Pero no pudimos comenzar con él porque la relación creó situaciones distintas, porque Juan era un hombre muy exigente. Y además quería saberlo todo en sus últimas consecuencias. Entonces las pruebas de imprenta fueron muy lentas. Y fue mucho el tiempo que tuvimos que trabajar con él. Además hubo pérdida de material por la propia forma de trabajo de Juan. Y eso hizo que como primer título de la colección saliera Pedroni, que hubiera sido segundo». Rubén Naranjo, en el documental de Marilyn Contardi, Homenaje a Juan L. Ortiz, UNL, 1994. En este reportaje Naranjo confirma que el trabajo comenzó hacia 1967.
5 Es necesario aclarar, para hacer un poco de arqueología editorial, que en ese momento los libros se confeccionaban «en plomo». Los textos se componían en una linotipia, de la que salían los lingotes de metal con que luego, línea a línea, se iban armando las páginas. La corrección se hacía así en dos etapas: en la primera, las líneas o lingotes, se disponían en largas tiradas o «galeradas» y en la segunda se diagramaban las páginas. En 1971 Marilyn Contardi realizó Un film sobre Juan L. Ortiz, documental encargado por la Editorial de la Biblioteca Constancio C. Vigil de Rosario, seguramente para acompañar la salida del libro. En la película de 1994 incorpora, al comienzo, un fragmento de aquel documental en el que se ve el intenso trabajo de los talleres de la editorial. Esta secuencia «de archivo» termina con una imagen de una página ya armada y dispuesta en la máquina para comenzar a imprimirse en el papel.
6 En septiembre de 1897 escribe a Gustave Kahn: «Mis saludos a Madame Kahn, a quien enviaré próximamente unas pruebas por lo menos curiosas para su colección». Stéphane Mallarmé, Correspondancecomplète, 1862‒1898, ed. de Bertrand Marchal, Gallimard, París, 1995, p. 635. Es probable que se trate de las primeras pruebas del proyecto de publicación de «Un golpe de dados...», que comenzó a recibir, como veremos más adelante, a partir de julio de ese año.
7 Puede tratarse también de pruebas de «Un golpe de dados...».
8 La empresa Xerox instaló en Argentina su primera planta de producción de fotocopiadoras en 1967. Habría que determinar en qué momento llegó esta tecnología a Paraná, a precios medianamente accesibles, pero es difícil que hubieran llegado antes del trabajo de edición de En el aura del sauce.
9 Ver la «Introducción» a la Obra completa (vol. 1, pp. 17‒34) y las notas al final del segundo volumen, en particular la «Noticia general» (pp. 735‒737).
10 Juan L. Ortiz, Juanele. Poemas, Carlos Pérez Editor, Buenos Aires, 1969. El libro cierra con un largo reportaje de Juana Bignozzi, sin duda uno de los mejores realizados a Ortiz.
11 Cfr. Delgado, 2016.
12 Maurice Blanchot sugiere, malévolo, que Valery no se repuso nunca de la «herida» que le produjo la visión del manuscrito del poema y que, en todo caso, su manera de «curarse» será la del repliegue hacia una poesía más bien conservadora (1955:148). Henri Meschonnic, no menos malévolo, critica estas extrapolaciones metafísicas de Blanchot, situándolas «fuera» de una auténtica reflexión sobre el lenguaje poético, y las define como «edulcoración metafórica» (1978:99).
13 Mallarmé dice, exactamente: «Ne trouvez-vous pas que c’est un acte de démence?». Julia Kristeva insinúa al pasar que Valery, en lugar de ver aquí el «acto supremo de una nueva moral», hubiera debido percatarse de la «ironía de la pregunta» (La révolution du langage poétique: L’avant-garde à la fin du XIXe siècle: Lautrement et Mallarmé, Editions du Seuil, París, 1974, p. 291). Personalmente pienso que no está mal que en determinados momentos de la vida, sobre todo cuando estamos frente a un poeta a punto de morir —no lo sabemos pero podemos intuirlo—, nos tomemos en serio sus palabras.
14 Estas correcciones fueron incorporadas, a partir de 1996, a todas las ediciones del poema: la de la Obra completa, la edición crítica de la Editorial Beatriz Viterbo, la edición realizada por Hugo Gola en México. Y también las traducciones: al neerlandés y al francés (esta última en proceso de edición en este momento).
15 Ver notas a «A la orilla del aura», OC, vol. 2, pp. 821‒830.

Información adicional

Para citar este artículo: Delgado, S. (2022). Sobrevivir al poeta. El taco en la brea, (16) (junio–noviembre). Santa Fe, Argentina: UNL. e0080 DOI: 10.14409/el taco.8.16.e0080

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