Dossier

Juan L. Ortiz en la línea del poema celebratorio americano

Juan L. Ortiz in the lines of the celebratory poem of the Americas

Edgardo Dobry
Universidad de Barcelona, España

El taco en la brea

Universidad Nacional del Litoral, Argentina

ISSN: 2362-4191

Periodicidad: Semestral

vol. 10, núm. 16, 2022

eltacoenlabrea@gmail.com

Recepción: 25 Febrero 2022

Aprobación: 31 Agosto 2022



DOI: https://doi.org/10.14409/eltaco.8.16.e0081

Para citar este artículo: Dobry, E. (2022). Juan L. Ortiz en la línea del poema celebratorio americano. El taco en la brea, (16) (junio–noviembre). Santa Fe, Argentina: UNL. e0081 DOI: 10.14409/el taco.8.16.e0081

Resumen: El artículo recorre la presencia del simbolismo francés, particularmente de Verlaine y Mallarmé, en la poesía de Juan L. Ortiz. Esa deriva está presente también en algunos de los grandes poetas estadounidenses del siglo XX, como Wallace Stevens, con quien Ortiz tiene varios elementos en común. A la vez, se muestra el modo en que esa raíz simbolista se funde con uno de los rasgos extensos de la poesía americana (en el sentido amplio del término), desde Whitman: el del poema celebratorio, que canta y exalta lo presente.

Palabras clave: Juan L Ortiz, Wallace Stevens , simbolismo francés, poesía celebratoria, canto de lo presente.

Abstract: This article reviews the presence of French symbolism, particularly Verlaine and Mallarmé, in the poetry of Juan L. Ortiz. This drift is also present in some of the great American poets of the 20th century, such as Wallace Stevens, with whom Ortiz has several elements in common. At the same time, it shows the way in which this symbolist root merges with one of the extensive features of poetry of the Americas since Whitman: that of the celebratory poem, which sings and exalts what is present.

Keywords: Juan L Ortiz, Wallace Stevens, french symbolism , celebratory poetry, song of the present.

Poetas americanos que no viajan: Wallace Stevens, José Lezama Lima, Juan L. Ortiz, Mário de Andrade. En particular, que no viajan a Europa. No porque se hayan propuesto apartarse de la herencia literaria y cultural europea. Más bien al contrario: prefirieron la Europa de la biblioteca, comprendida y aprehendida en la lectura y, en esa dirección, el viaje representa no solo una pérdida de tiempo sino el riesgo de una distorsión. Stevens casi no salió de Estados Unidos. La poesía francesa está visiblemente presente en sus lecturas, como se refleja en su correspondencia y artículos, y en sus poemas, como se ve en «Sea Surface Full of Clouds», la pieza más extensa de Harmonium, donde inserta, dispersos en distintas estrofas, cinco versos en francés que componen, sumados, un poema dentro del poema. Además, tituló en francés su libro de citas recopiladas a lo largo de toda su vida, Sur Plusieurs Beaux Sujects. En su libro de ensayos El ángel necesario incluyó una reflexión sobre las relaciones entre poesía y arte (1994:111−121) que sirve como guía de sus preferencias: de un lado Baudelaire, Mallarmé, Apollinaire, el diario de los hermanos Goncourt, Proust; del otro, Corot, Cézanne, Picasso, Jacques Villon (pseudónimo de Gaston Duchamp, pintor cubista, hermano de Marcel), Juan Gris. No consideró, empero, que viajar a Europa fuera imprescindible: le bastaba con que un librero de París lo proveyese de novedades varias veces al año.

Mário de Andrade, figura central del modernismo brasileño, fue un «el turista aprendiz» —tal era el título genérico de sus crónicas de viaje, recogidas póstumamente bajo el mismo membrete—; recorrió extensamente Brasil y se detuvo en Iquitos, ciudad fronteriza de Perú: no fue más lejos. Lezama Lima, el gran mallarmeano, pasó parte de su infancia en Florida —su padre, militar, murió en un campamento de maniobras cuando él tenía nueve años—. A partir de entonces casi no volvería a viajar; desde 1929 y hasta su muerte, en 1976, vivió en la misma casa. Con excepción de dos breves salidas (a México, en 1949; a Jamaica, en 1950) no abandonó Cuba. En ninguno de estos poetas la renuncia al viaje puede entenderse como un deseo de no contaminarse o como una falta de curiosidad. El mandato premonitorio de los poetas de esta estirpe podría encontrarse en el último poema (en el último verso) de Les fleurs du mal, donde Baudelaire —que apenas salió de París durante su vida adulta— invita a ir «au fond de l’inconnue pour trouver de nouveau». El poema se titula «Le voyage»; para ir hasta «el fondo de lo desconocido» el viaje debe ser sin desplazamiento.

Whitman ve eso «desconocido» como el punto de partida:



Ha llegado la hora de explicarme, pongámonos de pie.
Me despojo de lo conocido.
Lanzo conmigo a todos los hombres y a todas las mujeres a lo Desconocido.
El reloj indica el momento —pero, ¿qué indica la eternidad?

It is time to explain myself —let us stand up.
What is known I strip away,
I launch all men and women forward with me into the Unknown.
The clock indicates the momento —but what does eternity indicate? (1991:146−147)

Wallace Stevens renunció a vivir en Nueva York para instalarse en Hatrford, una mediana localidad de Connecticut, junto al río homónimo. Parece decir: en el siglo XX la única esperanza de no ser provinciano —con la dispersa ilusión del cosmopolitismo— consiste en radicarse en la provincia. Juan L. Ortiz traza desde muy joven la línea de su destino: a los 17 años se va a Buenos Aires; a los 19 ya está de vuelta en Gualeguay, de donde solo se moverá para mudarse a Paraná, sin salir de la provincia natal. En medio de esa breve estadía en Buenos Aires hizo un rápido viaje a Marsella en un barco mercante. Parece como si se hubiera descargado de una tarea: rozar, aunque sea fugazmente, el suelo europeo, al que nunca volverá. Desde entonces, solo salió de Argentina para viajar a China, en 1957.

La poética de Ortiz destaca en su apartamiento respecto de tendencias visibles durante la escritura de su primer libro, El agua y la noche, entre 1924 y 1932. Ni las líneas del posmodernismo latinoamericano ni las de las vanguardias francesas o el modernism anglosajón. Frente al decadentismo del primer Eliot o la disociación entre «vida» y «significado» de la mayor parte de la literatura de vanguardia (que Roland Barthes señalará, en la década de 1960, como característico de la literatura moderna),1 En el aura del sauce se enraíza en la prolongada contemplación de un paisaje acotado. «Permitidme que me apoye otra vez en el aire», decía José Gorostiza en sus apuntes sobre poesía, en referencia a la música como elemento constitutivo del verso; Juan L. Ortiz podría haberle respondido: «Yo, en el agua». Eso explica el «sentido unitario» que en 1965 Alfredo Veiravé detectaba en la «obra total» de Ortiz (1965:67). Frente a la fragmentariedad, la dispersión, el cosmopolitismo, lo lacunario, el collage, lo eminentemente urbano —en el Girondo de los 20 poemas para ser leídos en el tranvía y en el Borges de Fervor de Buenos Aires—, Ortiz proyecta desde el principio una obra ceñida a un paisaje singular, único, fijo, que tiende a una progresiva fusión del sujeto que mira con el objeto mirado. Difícil encontrar una obra que haya ido más lejos en el mandato mallarmeano de «Crisis de verso»: «La obra pura implica la desaparición elocutoria del poeta, que cede la iniciativa a las palabras, reunidas (mobilisés) por el choque de su desigualdad» (1897:246, mi traducción). En Ortiz las palabras convocan o mobilisent, a su vez, el paisaje, al que también se le ceden la iniciativa.

La huella del simbolismo es visible en numerosos pasajes de En el aura del sauce: «La poesía francesa —testimonia Juan José Saer— era una de sus lecturas permanentes, a partir de Baudelaire, de Rimbaud, de Verlaine y de Mallarmé...» (1994:227). Pero se hace particularmente explícita en los poemas escritos durante el viaje a China, en 1957. Son los que abren El junco y la corriente; en el primero, «Luna de Pekín»: «con la harina de Li-Tai-Pé/ tal como a su doble/ en lo hondo,/ dicen,/ la eternidad lo iguala?...» (2020 I:454). Se solapa la alusión a la leyenda según la cual el poeta chino por antonomasia, Li-Tai-Pé, también conocido como Li-Po, muere ahogado al querer abrazar el reflejo de la luna en el agua del río, con la paráfrasis del primer verso del soneto de Mallarmé a la tumba de Edgar Poe: «Tel qu’en Lui-même enfin l’éternité le change». El mismo verso es evocado en otro de los poemas del libro, «Fue en la lluvia de Husan»: «a Tou-Fou mismo, a Li Tai-Pé mismo, a Su Tong Po mismo, a Wang Wie mismo,/ tal como en ellos mismos, al fin/ los perlara la eternidad...» (474). Los poetas chinos quedan envueltos en el soneto funeral que Mallarmé dedicó a la tumba de Edgar Poe. El poeta francés rendía tributo al precursor americano; para su viaje asiático, el poeta argentino parodia al francés.

Paul Verlaine también está presente en esas páginas: el título y los dos primeros versos de una de sus composiciones más conocidas («Il pleut dans mon coeur/ Comme il pleut sur la ville», de Romances sans paroles) es aludido en el estribillo de «En el Yan-Tsé»: «Llueve en mi corazón y llueve sobre el Yan-Tsé...» (266); verso que se repite en otras dos ocasiones y se afirma en el eco del gerundio que cierra el poema: «Y me doblo como un sauce.../ Y sigue lloviendo en mi corazón y sigue lloviendo, lloviendo, lloviendo.../ lloviendo sobre el Yan-Tsé...» (467). La presencia de Verlaine en Wallace Stevens no es menos evidente: Samuel French Morse, editor de su obra póstuma, habla de «an obvious influence of Verlaine» (Stevens, 1957:xviii); el crítico Charles Henri Ford tituló la entrevista que le hizo en 1940 como «Verlaine en Hartford» (Ford, 1940:1). El propio Stevens lo certificó: «Había muchos versos suyos [de Verlaine] que yo me complacía en repetir» durante la escritura de Harmonium, según anota en una carta de 1949 a Bernard Heringman (1996:636). Y a René Taupin, autor de L'Influencedu Symbolisme Français Sur la Poesie Americaine, le había escrito en 1929, en francés: «La légèreté, la grâce, le son et la couleur du français ont eu sur moi une influence indéniable et une influence précieuse». En los aforismos reunidos bajo el título de Adagia, publicados póstumos (en 1957) se lee: «French and English constitute a single language».

Stevens publicó su primer libro, Harmonium, en 1923, cuando tenía 44 años; Ortiz da a conocer El agua y la noche en 1933, a los 37. Esta resistencia a la ansiedad de la publicación es una deriva de la actitud de los simbolistas, del encierro en el estudio o la tertulia en casa, a salvo del ruido y la vulgaridad de la calle y su odeur de cuisine. La renuncia al viaje y, en Stevens y Ortiz, a vivir en las capitales, es la actualización en el siglo XX de esa inclinación. También, la tesitura musical, el sopesar las palabras por su sonido. Verlaine escribió romances sans paroles y, en su «Art poétique», mandó a los poetas a componer «de la musique avant toute chose». Según Daniel García Helder, Ortiz buscó «eclipsar en las palabras y las sílabas todo aquello que les impida devenir notas musicales; dotar de un halo de indeterminación la referencia a los objetos...» (Ortiz, 2020 I:690). Helder habla de semitonos, bemoles y armónicos, y atribuye la preferencia del tuteo en el plural («habláis, haríais, salid») no a una vocación por el castellano peninsular sino al «aspecto tímbrico» y a la «búsqueda de sonoridades cristalinas». Alfredo Veiravé ubica a Ortiz en la estirpe mallarmeana de «una especie de sacerdocio de la poesía» (1965:72), del «poeta oficiante» de «cierto rito» y habla de «su radiante perplejidad», de «su humildad angélica, su pureza y también su sabiduría de los seres y las cosas» (68). Agrega: «Ortiz era (...) el poeta que busca siempre y cada vez más profundamente, una poesía que quiere eludir casi las palabras, silencio materializado (...) imagen invisible del instante» (68). Indeterminación, imprecisión, perplejidad, musicalidad: las palabras han envejecido, están herrumbradas y exhaustas de su excesiva circulación; el poeta, como el chamán de la tribu, debe restaurarlas, debe darle «un sens plus pur aux mots de la tribu». El rito, el oficio, no invoca una divinidad salvífica o propiciatoria sino la restauración de la palabra no vaciada ni aplanada por el lugar común.

El abandono de lo mundano equivale a «la prueba de la soledad en el paisaje», para usar las palabras del propio Ortiz. Ese mandato puede leerse como una reconfiguración moderna del beatusille no solo, o no tanto, en su sentido ético —sustraerse a la feria de vanidades de la vida en la corte en favor de una existencia austera y estudiosa— sino en el de apartarse de la cacofonía para reencontrar una nueva cadencia, una armonía posible. Es significativo, sin embargo, que Ortiz declare (en una entrevista con Vicente Zito Lema) que toma esa consigna de Antonio Machado y lo complemente con otro mandato: que el apartamiento no consienta el retraso estético respecto de los centros irradiadores de tendencias:

—¿Por qué ha elegido vivir permanentemente en una provincia?

—Acaso porque he decidido pasar, como bien dice Machado, la prueba de la soledad en el paisaje; dura prueba para todo escritor. Machado, precisamente, fue un típico escritor de provincia, en el sentido pleno. O sea estuvo radicado en un pequeño lugar, y muy espaciadamente viajaba a Madrid, y menos aún a París, aunque no por ello estaba ausente o desconocía lo que pasaba. (1976:66)

Un típico escritor de provincia es aquel que, no por permanecer «radicado en un pequeño lugar», deja de estar al día; es la diferencia entre el poeta fiel a un paisaje y el poeta regional.

Se ha dicho —entre otros, Francisco Bitar: «un intento por de−construir el sistema de la poesía modernista» (Ortiz, 2016:xxii)— que la obra de Ortiz es una deriva tardía de la prosodia rubendariana. Esa deriva reafirma su resistencia a la fragmentariedad y a la ironía vanguardistas que, sin embargo, Ortiz admiraba como lector, por ejemplo, en los 20 poemas de Girondo; y el sostenimiento de un diapasón clásico, por mucho que solo de forma esporádica aparezcan patrones métricos identificables. Las resonancias modernistas manifiestan, a la vez, la actitud antimoderna de Ortiz: son su forma de abonar un proyecto unitario y abarcador, más cerca de lo especular que de lo prismático.

La ciudad terminó yendo hacia el poeta a fuerza de la resistencia del poeta a la llamada de la ciudad. Según la conocida definición de Beatriz Sarlo, Borges fue «un escritor en las orillas»; Ortiz, entonces, habría sido poeta en la orilla de las orillas: precisamente la ribera, la línea inestable entre agua y tierra es uno de los espacios más recurrente en sus versos. Cosa que, por multiplicación de negatividades, lo ubicaría en una inesperada centralidad, una centralidad en la que cabe uno solo. Eso es lo que se viene manifestando en las últimas décadas, y se puso de manifiesto a partir de la primera edición de la Obra completa, en uno de cuyos prólogos señalaba Martín Prieto: «Ortiz pasaría de este modo del margen de un sistema —el de la historia de la poesía argentina— al centro de otro» (Prieto, 2020 II:677): el que empiezan a señalar, desde la década de 1960, autores como Juan José Saer, Alfredo Veiravé, Hugo Gola y Marilyn Contardi. Las numerosas entrevistas y testimonios de gente que peregrinaba a Paraná para ver a Ortiz dan cuenta de ese callado triunfo, que se acrecienta y consagra póstumamente, como si también a él la eternidad lo convirtiera en sí mismo. Configuración de raigambre simbolista: el poeta es un mistagogo cuyo libro iniciático es el de sus propios versos. Ortiz le explica a Juana Bignozzi que el principio de «Rosa y dorada...» («Febrero, y ya estás, belleza última, en el cielo y en el agua») se refiere a la inminencia del otoño («quiere decir ya está el otoño, ¿no?») (Aguirre, 2008:17). En el documental Homenaje a Juan L. Ortiz (Marilyn Contardi, 1994), Juan José Saer evoca las visitas del poeta a Santa Fe para leer composiciones nuevas a sus amigos: «Las explicaciones eran sumamente largas y detalladas, cada palabra estaba puesta con una intención múltiple». Ese espesor de significado y esas resonancias en expansión corresponden a una línea central de la poesía moderna: aquella que desdeña toda forma de didactismo, aquella que no facilita al lector el trabajo de acceso al poema. Eso no significa que el poeta no se explique; pero lo hace afuera del poema: en entrevistas, cartas, declaraciones, más o menos casuales pero siempre deliberadas.

La explicación es siempre posterior y exterior al texto, aunque el poema la ponga como invocación de lo aurático: los amigos, «mis amigos» o «amiguitos», tan presentes en la poesía de Ortiz, como un círculo de iniciados, como una pequeña hermandad de aristocracia estética. Esos amigos/interlocutores, que evocan el origen de la poesía lírica —en Teognis de Mégara («Riquezas las da el cielo hasta al hombre malvado;/ la parte de virtud llega, Cirno, a muy pocos»), Alceo («Bebe y emborráchate, Melanipo, conmigo») o Arquíloco («El ánimo de los hombres, Glauco, hijo de Leptines/ se ajusta al día que Zeus a los mortales depara»)— aparecen como una efigie del lector ideal. Es aquel que puede conocer las pistas del escamoteo de la referencia directa. Solo pistas: nunca elucidaciones. El mismo, breve, «Rosa y dorada», que Bignozzi y Helder identifican con el otoño, Saer, en El río sin orillas, lo asocia con las tonalidades que el río puede tener según la luz de cada momento del día. Y, como recuerda Sergio Delgado, también puede ser algo abstracto, «despojado de todo referente» (Delgado, 2020 I:26). En cualquiera de los casos, agrega Delgado, «no agota su misterio» (31).

El carácter elusivo es una estrategia afín al procedimiento central de la poesía que deriva del simbolismo: nace de lo que Mallarmé denomina «ensoñación» («Nombrar un objeto —escribe en una carta a Jules Huret, de 1891— supone eliminar las tres cuartas partes del placer que nos ofrece un poema que consiste en adivinar poco a poco; sugerirlo, éste es el camino de la ensoñación» —Mallarmé; 1987:14—) y se proyecta en el siglo XX desde lo que T.S. Eliot llamó «correlato objetivo»: «El único modo de expresar emoción en forma de arte es encontrando un “correlato objetivo”; en otras palabras, un conjunto de objetos, una situación, una cadena de acontecimientos que sean la fórmula de esa emoción...» (Eliot, 2004:319). También Severo Sarduy está cerca de esta órbita cuando habla de la «sustitución» y la «proliferación» como estrategias principales del «artificio» barroco y neobarroco (Sarduy, 1972:169−170). Juan José Saer da un paso más en la misma dirección cuando prefiere, para la poesía de Ortiz, el símil del arte abstracto: «Esa obra está hecha de matices, de alusiones, de silencios y de medias palabras (...) no hay en ella nada de afirmativo o de erudito; y (...) los elementos del paisaje aparecen, no transpuestos según el orden convencional de las apariencias, sino en un orden propio, del mismo modo que un matiz de verde observado en una planta puede aparecer en un cuadro abstracto sin ninguna alusión a su referente» (Saer, 1994:229). Esto se lee en un pasaje de El río sin orillas encabezado por una cita de Wallace Stevens, y buena parte de los conceptos glosados —preferir los matices, evitar la elocuencia— derivan del núcleo central del simbolismo, expresado en el «Art poétique» de Verlaine.

Existe, empero, una diferencia sustancial entre la raíz simbolista y la entonación orticiana. En Rimbaud, en Mallarmé, en Laforgue el aire es crepuscular y dominado por la consciencia del final de una larga etapa del mundo y sus representaciones. «La gran brecha en la historia de la literatura occidental ocurre entre los primeros años de la década de 1870 y el fin de siglo. Separa la literatura que habita la lengua como su propia casa de las letras cautivas en la cárcel del lenguaje», dice George Steiner (1980:204). «Lo desconcertante de esta modernidad es que está atormentada hasta la neurosis por el impulso de huir de la realidad, pero por otra parte se siente incapaz de creer o de crear una trascendencia con contenido preciso y lógico» (1959:71), observa Hugo Friedrich. De allí la sensación de hastío, como cuando Mallarmé («Brise marine», 1865) exclama que la «carne es triste». Es la «intensidad de lo feo», en términos de Friedrich: «Rimbaud tiene pasajes absolutamente “bellos”, tanto por sus imágenes plásticas como por la sonoridad de su lenguaje. Aun así, lo que importa es que estos pasajes no están aislados, sino cerca de otros “feos”» (1959:118). Este incursión en lo desagradable y hasta en lo horrible (como en Maldoror) abre la vía por la que las vanguardias iban a declarar la guerra a la belleza, poniéndole bigotes a la Gioconda o haciendo chirriar la lengua hasta romperla, como en Altazor. Nada de eso hay en Ortiz; al contrario, no hay resistencia a esa certeza: «La poesía también fue, la poesía también es, un llamado en la noche/ tímido o firme, pero un llamado hacia ese rostro./ Acaso la belleza está allí, estamos seguros de que la belleza está allí» (Ortiz, 2020 I:243). El poema participa de la tendencia hacia lo elusivo, hacia la palabra como música o «la desaparición ilocutoria» del poeta en su poema; pero existe, a la vez, la confianza en que existe en el paisaje una forma de belleza que el poema busca sin pausa incluso a sabiendas —o precisamente por esa consciencia— de que todos sus intentos serán solo aproximativos. Las palabras se han debilitado y su vínculo con las cosas es borroso; pero el mundo, en sí mismo, guarda alguna forma de plenitud a la que el poema se acerca como una asíntota.

A propósito de Wallace Stevens escribe Frederic Jameson:

El único contenido de su poesía, desde Harmonium al póstumo The Rock, es el paisaje; no en el sentido visionario de muchos de los grandes poetas de la naturaleza, para quienes las súbitas epifanías del mundo local y objetivo son hechos inusuales, que deben ser preservados de la destrucción progresiva de la naturaleza, así como de la alienación debida a la ciudad o la sociedad. (2016:209, traducción propia)

Hasta aquí, esta apreciación podría valer también para Ortiz. Pero Jameson agrega a continuación: «En Stevens, la naturaleza no es, en todo caso, sino una ocasión propicia para hablar —pájaros, viento, montañas, sol—, siempre disponible para recurrir a ella cuando el discurso poético necesita algún tipo de contenido objetivo en su producción» (214). Aquí radica la diferencia: para Ortiz la naturaleza no es un catálogo de objetos con los que rebajar la abstracción del discurso mental sino lo que está siempre en primer lugar y es lo que subsume a todo lo demás.

William Carlos Williams, en Paterson, su obra más ambiciosa y extensa, transita en la línea del «ahora» whitmaniano como enunciación preferente y caso exclusivo del poema. La tradición americana es el presente, lo presente que surge de la inminencia y cuya fuente está en el futuro: «Present, forever present» vuelve a proclamar en Paterson (libro IV).2 La consigna de Williams, «no ideas but in things» (inscripta desde el primer esbozo de Paterson, de 1927), podría servir de contraseña a buena parte de la línea hímnica americana: solo a través de las cosas, de lo presente, de las enumeraciones, se puede sugerir el abarcamiento de la esplendorosa variedad de lo presente. En este aspecto, las «cosas» de Williams traen una resonancia de lo que Schiller denominó «naturaleza»:

Este modo de interés hacia la naturaleza nace sólo bajo dos condiciones. En primer lugar, es absolutamente necesario que el objeto que nos lo inspira sea naturaleza o por lo menos que lo consideremos como tal; y luego, que sea ingenuo (en el más amplio significado de la palabra), es decir, que en él la naturaleza contraste con el arte y lo supere. Cuando esto último se agrega a lo primero, y sólo entonces, resulta ingenua la naturaleza. (Schiller, 1994:1−2; el subrayado propio)

Paterson se divide en cuatro libros, publicados entre 1946 y 1951, y reunidos en un volumen en 1963. Williams manifestó la intención de agregarle un quinto, pero la mala salud de sus últimos años se lo impidió; la unificación bajo un mismo título de las entregas progresivas de un mismo proyecto es de clara inspiración whitmaniana. El poema tiene, por otra parte, algunas similitudes con los proyectos más ambiciosos de Ortiz, en particular con El Gualeguay: ambos son obras de madurez, casi de vejez. Ambos se centran en un paisaje concreto y acotado. En el caso de Williams, la pequeña ciudad de Paterson, en New Jersey —otra vez: preferencia de la localidad de provincia frente a la capital cosmopolita: «Nueva York era demasiado grande, un hacinamiento excesivo de las facetas del mundo entero» (2009:17)—, unida al río Passaic, y en particular a las cascadas que forma allí. En 1958, Williams rememoraba su «método documental»:

Comencé a leer todo cuanto pude sobre la historia de las cataratas Passaic, el parque en la pequeña loma, y sobre sus primeros pobladores. Desde el principio decidí que serían cuatro libros que seguirían el curso del río, cuya vida, cuanto más lo pensaba, más se parecía a la mía: el río arriba de las cataratas, la catástrofe de las cataratas mismas, el río debajo de las cataratas, finalmente su desembocadura en el inmenso mar. (...) El ruido de las cataratas me parecía el lenguaje que estábamos y seguíamos buscando, y mi búsqueda, al mirar alrededor, se convirtió en una lucha por interpretar y usar este lenguaje. Esta es la sustancia del poema. (18)

Como en Ortiz, el río de Williams no divide la ciudad en dos, como sucedería en una urbe europea. No hay una Rive Gauche y Droite, no hay un Southbank o un Buda unido a (y separado de) un Pest. La ciudad limita con el río, el río la bordea y casi la envuelve, como en Gualeguay o en Paraná; en Paterson, la ciudad está bajo la «catástrofe» de unas cataratas. Eso está en la fundación de la literatura americana, porque está en su geografía: en La aventuras de Huckleberry Finn, la isla del Misisipi en la que se refugian Huck y Jim en su huida pertenece, en su ribera occidental, al Estado de Misuri, y en la oriental, al de Illinois. Una aventura parecida en una isla del río Paraná podría pasar entre las provincias de Santa Fe y Entre Ríos. Dos provincias o dos Estados son jurisdicciones, particiones políticas; pero no tienen inscripción en el paisaje, como sucede en una ciudad físicamente dividida por un río.

En el espacio americano la ciudad no ha sometido al gran río, no puede canalizarlo. Esa diferencia sustancial exige al poeta otra expresión. Paterson de William Carlos Williams es una larga celebración de ese paisaje particular, por mucho que, en varias ocasiones, se lo haya querido definir como poema épico. Erine E. Templeton, tras recorrer los cuatro libros publicados (en 1946, 1948, 1949 y 1951), el quinto que Williams proyectó y no llegó a escribir, y los apuntes sobre el poema que escribió a posteriori, como el que hemos citado, afirma: «En Paterson, Williams sintió la necesidad de componer un poema épico americano» (2016:102); lo cual recuerda a lo que dice Borges en su prólogo a Hojas de hierba: «Whitman se impuso la escritura de una epopeya de ese acontecimiento histórico nuevo: la democracia americana» (Whitman, 1991:7). El deseo y la imposibilidad de una epopeya americana recorren la historia de las literaturas nacionales del continente. Nacidas ya adultas o en la era moderna de Occidente, la imposibilidad del poema épico fundacional determina no tanto la creación de las obras como su interpretación, tal como se hace notorio, para el caso argentino, en la larga discusión acerca del género literario del Martín Fierro, al que Lugones adjudica, en El Payador, la categoría de epopeya, que Borges, en cambio, considerará novela en verso. En el caso de la interpretación que hace Templeton de Paterson, la única justificación de su presunto carácter épico es que «a diferencia de Ezra Pound, T.S. Eliot y H.D., quienes sazonaron (peppered) sus versos con alusiones a la literatura de otros siglos y de otros continentes, Williams estaba decidido a poner el foco mucho más cerca de su casa, tanto en el tiempo como en el espacio» (2016:102, traducción propia). Ahora bien: poner el foco en el aquí y ahora no determina un poema épico, más bien al contrario. La celebración de lo presente es lo propio de la oda. La epopeya invoca un acontecimiento heroico en un pasado legendario.

Una pulsión semejante opera en El Gualeguay, el poema más extenso de Ortiz, de 2639 versos, que exhibe, entre otras cosas, la voluntad de historiar un paisaje aparentemente poco rico en marcas humanas, aun cuando los hechos y, sobre todo, los personajes o héroes sean elusivos y cifrados. Puede leerse El Gualeguay como un intento de revertir la larga tradición de ríos figurados que atraviesan la poesía occidental, la dificultad casi insalvable de ver el río en sí y no en su como si. Cuando, por ejemplo, Góngora escribe: «Cuantas al Duero le he negado ausente/ tantas al Betis lágrimas le fío...» (1985:148) hace de esos ríos metonimias de Castilla y de Córdoba para resaltar la música verbal (ua−ue−au, en el primer verso; tas−tis, en el segundo) y el juego conceptual (lágrima, agua vertical/ río, agua horizontal). O bien, en el soneto de Quevedo «Buscas a Roma en Roma, oh peregrino», donde el Tíber es alegoría de «lo fugitivo [que] permanece y dura» (1969:418).

En El Gualeguay, sobre el castellano resaltan la toponimia y los nombres de especies vegetales y animales (aves, sobre todo) en guaraní, poniendo de manifiesto una superposición histórica y, probablemente, la entonación del habla regional:

En ese despliegue léxico se reconoce la huella de palabras de origen indígena y de las sonoridades del guaraní, reforzadas con inflexiones de la dicción o de la prosodia (acentos agudos, ascenso del tono en los finales interrogativos) que sugieren una cierta melodía subyacente propia del sustrato lingüístico de la zona. La sugieren: no la miman o imitan a la manera de los escritores costumbristas. Porque nada de todo esto, ni el paisaje ni las particularidades toponímicas y prosódicas, cae jamás en las tentaciones del pintoresquismo regional. (Gramuglio, 2004:46)

Esta observación de María Teresa Gramuglio tiene dos direcciones complementarias. De un lado, señala el concepto, de raíz simbolista, por el cual el poema sugiere sin decir, evoca sin ser explícito; por otra parte, puede entenderse como una resonancia de lo que Rodríguez Monegal (1973:59) denomina, a propósito de Neruda (y, como origen de ese procedimiento, de Whitman), «vocalización». Monegal se refiere al final de «Alturas de Machu Picchu»: «¿Cómo no reconocer aquí un proceso de identificación que no es solo solidaridad (...) sino algo más y diferente: ¿la vocalización, el poder de vocalizar que tienen los poetas y que los convierte en verdadera vox populi?» (1973:59). En Ortiz, aunque el «sentido político y social» que Monegal aprecia en Neruda no está ausente, se trata, sobre todo, de una captación de lo natural a través de la cual el sustrato histórico y lingüístico se manifiestan. Porque no hay nada parecido al Machu Picchu en la región rioplatense y las huellas no están en la piedra sino en el agua y el aire.

Como en Wallace Stevens, en Juan L. Ortiz hay multitud de topónimos; en Stevens combinan los lugares exóticos con los familiares o conocidos —Java, Key West, Oklahoma, Tennesse, Yaucatán—; en Ortiz son siempre localizaciones de su región, del paisaje que podía abarcar sin moverse de su paseo diario. En ambos, no solo designan lugares precisos sino que ponen en funcionamiento un sistema simbólico autónomo. Dice Jameson:

Los topónimos en Stevens (que viajó muy poco, y estaba orgulloso de eso) juegan un papel clave en la transformación de los sistemas de imágenes naturales o del paisaje en otro más propiamente lingüístico: el misterio de los topónimos, como el de los nombres propios en general, radica en su coordinación dentro de un sistema cultural general (...) con el deíctico particular del aquí y ahora, el nombre individual que es incomparable y no sistematizable. En Stevens, el topónimo es exclusivamente local y, a la vez, el pretexto para la producción de imágenes... (2016:214, traducción propia)

En ese despliegue, el poema también es un paisaje, los versos fluyen con la suavidad del agua. William Carlos Williams, en Paterson:



The province of the poem is the world.
When the sun rises, it trises in the poem
and when it sets darkness down
and the poem is dark.

La provincia del poema es el mundo.
Cuando el sol sale, sale en el poema
y al ponerse, la oscuridad desciende. (Williams, 2009:99−100)

¿Cómo se compatibiliza la tesitura hímnica en Ortiz con el tono elegiaco de algunos de sus poemas? García Helder habla de «los modos de la elegía» y Bitar de «la elegía como estructura» (Ortiz, 2016:200). Este se refiere a «una nueva forma del poema elegiaco (...) la nostalgia por lo que será». En «Luna de Pekín», por ejemplo, los nombres propios (Luis, Raúl, Hugo, Paco, José Luis), designan a los interlocutores suspendidos y extrañados por el viaje a China, con la conciencia del reencuentro: invocados no como perdidos sino como momentáneamente ausentes. Pero en la mayor parte de la obra de Ortiz el aura persiste y se sostiene precisamente porque no hay movimiento elegiaco sino hímnico, de celebración de lo presente: «Se trata de un poema celebratorio», afirma Martín Prieto acerca de «Gualeguay», y recuerda que fue escrito para una «ocasión»: la celebración, en 1953, de los ciento setenta años de la fundación del municipio. Es «un poema civil» (2020 II:684), dice Prieto, de poeta que festeja las efemérides. Sobre esa base periodística y comarcal, Ortiz construye el otro sentido de lo celebratorio: el de la oda que subsistirá cuando la ocasión haya sido olvidada. En Las colinas, además, se habla de «presencia naciente», «esa presencia, pues, ofrecida a los caprichos», «aquella presencia por florecer». Todo es presencia: «vestidas todas de fe agrícola como las sacerdotisas del año» (la silva agrícola es una forma del himno, como en la «Silva a la agricultura de la zona tórrida», de Andrés Bello), y esas niñas/colinas que «crecieran, crecieran hacia el río en la natural línea del canto», «siempre, siempre, con satines irisados o con satines mates» (2020 I:390).

Es cierto que Ortiz, cuando empieza a incorporar notas de compromiso político, habla de «elegía combatiente». Parte de la crítica sobre En el aura del sauce ha tomado al pie de la letra esta declaración para referirse a contenidos o entonaciones elegiacas, dentro de la línea que marcaron los poetas políticos de Boedo. Héctor P. Agosti, por ejemplo, traza una división entre la poesía primera de Ortiz, donde destacarían los «recursos del crochet femenino, con cuyo deslumbramiento se complacía una poesía que es preferible olvidar», frente al «tono de recatada virilidad», de «descarnada y precisa sobriedad»3 de la madurez. Aquí lo femenino sería lo decorativo y estetizante, y lo masculino el canto de la lucha. Es una versión comunista del concepto del poeta antitético de sí mismo, presente al menos desde mediados del siglo XIX, cuando Edouard Schuré escribía que Heinrich Heine «es un genio de doble faz. Por un lado, encontramos en él una sensibilidad ardiente, sutil, femenina, de exquisita delicadeza; por otra, un espíritu infernal, una ironía maligna y salvaje, que asaetea a su enemigo con flechas emponzoñadas; unas veces, tristeza suave y soñadora; otras, risa maligna y cínica; ahora, un ángel; después un demonio...» (1868:449). Unos veinte años más tarde, Menéndez Pelayo parafrasea (sin declararlo) esas palabras al escribir, en el prólogo a la traducción de Heine hecha por José J. Herrero:

Educado yo en la contemplación de la poesía como escultura, he tardado en comprender la poesía como música (...) casi siempre me parecían sus cantos vacíos de contenido y realidad (...) me parecían hasta insípidos y vagamente sentimentales, recreándome a lo sumo los rasgos irónicos, que forman, por decirlo así, el elemento masculino de esta poesía... (1942:408)

Lo decorativo es afeminado; lo pleno de sentido es viril: esta categórica repartición entre defectos estetizantes y valores virtuosos subsiste en el siglo XX bajo la forma del desprecio a la poesía pura o marfileña y la entronización de la lira políticamente comprometida.

Pero, ¿puede aplicarse esa antítesis a En el aura del sauce? Ortiz no puede compararse con Tuñón: no hay en él pasaje de una etapa de vanguardia (estetizante) a una identificación con el obrero, a la búsqueda de un lenguaje popular, didáctico, coloquial (lo viril, en el esquema de Agosti). Cuando aparece el otro —el trabajador, el indigente, el excluido del círculo del placer estético— lo hace bajo la expresión de un explícito sentimiento de culpa que acompaña, pero no impide, el cultivo y la prosecución de la belleza. Tal cosa sucede en el tantas veces citado: «Hermanos nuestros tiritan aquí cerca bajo la lluvia/ y henos aquí junto a la delicia/ del fuego/ con Proust entre las manos». Esa forma de asumir al otro como responsabilidad, como mandato ético más que como presencia insoslayable era posible en la América de las grandes llanuras, no en la América andina, donde el otro está siempre ante los ojos, cuando no es parte indiscernible del propio poeta, como en el caso del Vallejo que no sabe cómo expresar los «golpes en la vida». El otro al que se invoca en Ortiz está «aquí cerca», pero afuera, separado. La injusticia de esa diferencia no borra ni oculta la otra escena, la del cenáculo de los iniciados en el refugio del poeta. La elegía canta la pérdida, en tanto que aquí hay sobre todo presencia, «delicia» junto al fuego, a pesar de la declarada mala conciencia por quien no tiene ese privilegio.

La gran tradición americana de la celebración de lo presente, que Whitman funda y que tiene muy diferentes inflexiones en el siglo XX latinoamericano, alcanza en Ortiz su plasmación más sutil y singular en el ámbito rioplatense.

Referencias bibliográficas

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Notas

1 «La “representación” pura y simple de lo “real”, el relato desnudo de “lo que es” (o ha sido) aparece así como una resistencia al sentido; esta resistencia confirma la gran oposición mítica de lo vivido (de lo viviente) y de lo inteligible; basta recordar que en la ideología de nuestra época, la referencia obsesiva a lo “concreto” (en lo que se exige retóricamente de las ciencias sociales, la literatura, las conductas) está siempre armada como una máquina de guerra contra el sentido, como si, por una exclusión de derecho, lo que vive no pudiera significar (ser significativo) y recíprocamente» (Barthes, 1972:99).
2 No es imposible leer estas líneas como el desarrollo de una premonición que Ralph Waldo Emerson había expresado en un sermón escrito hacia 1830: «La edad del paraíso es la de la mañana primordial, la misma de ayer y para siempre y un eterno ahora» (Salmo 126). Concomitante con esta percepción es la tendencia de los poetas americanos del siglo XX a pensar la tradición como una forma de la simultaneidad o incluso de inversión de la cronología, idea que está presente en Borges, en Lezama Lima, en Haroldo de Campos.
3 Cfr. García Helder (2007:138).

Información adicional

Para citar este artículo: Dobry, E. (2022). Juan L. Ortiz en la línea del poema celebratorio americano. El taco en la brea, (16) (junio–noviembre). Santa Fe, Argentina: UNL. e0081 DOI: 10.14409/el taco.8.16.e0081

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