Dossier

La poesía de Juan L. Ortiz y lo inapropiable

The poetry of Juan L. Ortiz and the inappropria

Clelia Moure
Universidad Nacional de Mar del Plata, Argentina

El taco en la brea

Universidad Nacional del Litoral, Argentina

ISSN: 2362-4191

Periodicidad: Semestral

vol. 10, núm. 16, 2022

eltacoenlabrea@gmail.com

Recepción: 04 Abril 2022

Aprobación: 11 Julio 2022



DOI: https://doi.org/10.14409/eltaco.8.16.e0084

Para citar este artículo: Moure, C. (2022). La poesía de Juan L. Ortiz y lo inapropiable. El taco en la brea, (16) (junio–noviembre). Santa Fe, Argentina: UNL. e0084 DOI: 10.14409/el taco.8.16.e0084

Resumen: El artículo explora la condición enigmática de todo discurso poético anclada en la tensión irreductible entre significado y significante. En esa indagación se realizará una lectura, por fuerza muy incompleta, de la obra del poeta entrerriano Juan L. Ortiz poniendo el acento en la negatividad propia de su poética, concibiéndola como una obra crítica que indaga sobre los límites de la conciencia, de las posibilidades de la propia escritura. La poética orticiana sabe y asume la distancia y la desposesión que marcan su decir. Indagaremos el espacio de esta tensión cartografiando algunas de sus operaciones.

Palabras clave: enigma poético, tensión, negatividad, obra crítica, desposesión.

Abstract: This paper explores the enigmatic condition of poetic discourses caused by signified and signifier’s tension. The reading emphasizes the negativity in the poetry of Juan L. Ortiz, which will be conceived as a critical work that investigates the limits of consciousness and the possibilities of poetic writing itself. His poems know and assume the distance and dispossession of poetic writing. Likewise, this lyrical corpus presents a speaker in tension with the evoked landscape. In this paper we will map some poetic operations to search the literarial space of this tension.

Keywords: poetic enigma, tensión, negativity, critical work, dispossession.



Ráfaga del vacío, del abismo,
que hace temblar como húmedos cirios a las plantas con luna
y vuelve los caminos arroyos helados hacia la nada.
Ráfaga del vacío, del abismo.

Visos, todo, visos sobre la gran sombra!
Juan L. Ortiz. «Ráfaga del vacío…» (De: El alba sube)

Introducción. Una sabiduría del enigma

El enigma de todo significar se aloja en la irreductible tensión entre significado y significante. El discurso poético nos recuerda como ningún otro esa diferencia insalvable. No obstante y con una tenacidad digna de mejor propósito, nos esforzamos por descifrar, por encontrar la clave del poema, por desentrañar su sentido último y único. La poesía de Juan L. Ortiz nos advierte y nos alecciona acerca de esa pretensión inútil. Hay en su escritura una distancia sostenida poderosamente entre el sujeto y el objeto de la enunciación, entre el poema y el mundo, entre el lenguaje poético y lo que llamamos «realidad», sea el paisaje, los hombres, mujeres y niños que habitan la poesía de Ortiz o la inasible experiencia que ella evoca. Lejos de disolverse en la escritura, dicha distancia la sostiene y la hace posible. Percibimos la negatividad propia del enunciado poético, esa potencia que interroga y asedia las condiciones de posibilidad del poema, los límites de la conciencia que lo enuncia y también de la conciencia que lo explora. No existe en el enunciado poético —no podría darse— el equilibrio final o la instancia tranquilizadora de la síntesis por vía unitiva; no hay fusión mística del yo lírico con el paisaje.1 Rechazo ese camino interpretativo porque implica reponer consoladoramente las certezas ya muy envejecidas de la metafísica occidental, pero sobre todo, porque implica desoír la tensión instalada en el espacio del poema.2

No obstante y sin contradicción, la poesía de Ortiz tiende incesantemente al conocimiento del paisaje evocado, de la humanidad disuelta o diseminada en ese paisaje; indaga en la condición y el sentido de la existencia con una sed de comprensión infatigable, expresada en la interrogación cuyo signo solitario cierra tantos poemas sin que podamos adivinar dónde comienza. Ansias de conocimiento y desposesión del objeto son dos líneas de fuerza en tensión que atraviesan cada uno de sus poemas. Me propongo a continuación justificar estas afirmaciones que se me han impuesto en la lectura de la poesía de Ortiz desde que comencé a leerla, hace ya muchos años.

La mencionada tensión (entre significado y significante, entre ansias de conocimiento y desposesión radical de lo contemplado y enunciado, entre el poema y su objeto) cobija otra enorme cuestión problemática:3 la condición del sujeto en la enunciación poética. Los pronombres de primera persona y los verbos conjugados en primera eluden, siempre, en todos los casos, la deixis. No señalan a nadie que sea «exterior» a ese discurso; el yo del poema no puede ser homologado al yo autoral, y aunque lo demos por sabido, aunque no parezca posible a estas alturas del siglo seguir discutiendo esta cuestión aparentemente saldada en nuestros debates críticos, no obstante, muy a menudo se pasa por alto como si no existiera la dialéctica de identidad y diferencia que domina siempre la relación entre el yo de la escritura y el yo autoral.

Indisociable de estos debates se impone otro, más antiguo aún: la «vieja querella» entre poesía y filosofía, de la que ya Platón hace historia en República.4 Afirmo que en Juanele hay pensamiento del paisaje, de la humanidad, de la injusticia, del abismo y de la sombra que penetran la vida. Hay tensión crítica en la poesía orticiana: entendemos por crítica aquella actividad que —comprometiendo todas las facultades mentales— indaga sobre los límites de la conciencia, se enfrenta a ellos e interroga las condiciones de posibilidad de lo que observa y de sus propias estrategias de observación. Veremos de qué manera cada poema le da la espalda a la tradición hermenéutica que exige el desciframiento del sentido. La poética orticiana desconoce dicho imperativo hermenéutico porque conserva el misterio como su bien más preciado5 y lo protege de toda posesión —siempre imaginaria— de su objeto. El poema sabe y asume la distancia y la desposesión que marcan su decir. Indagaremos en el espacio de esta tensión cartografiando algunas de sus operaciones.

Tal vez no sea del todo innecesario señalar que esta constelación de problemas es decisiva para nuestra comprensión del habla poética (la de cualquier autor pero en particular la de Ortiz) por cuanto allí, en el espacio abierto por la distancia siempre sostenida y la desposesión del mundo evocado, insiste el sentido. Y sin la insistencia del sentido, no habría poema.

Un canto desposeído

Elijo un poema de El alba sube... (cuyos primeros cinco versos elegí como epígrafe de esta reflexión) para comenzar a indagar en el conjunto de problemas que me he propuesto explorar sin eludir su dificultad, y sin negar su condición intratable que desafía los hábitos de nuestro pensamiento y los protocolos de nuestro trabajo académico.



Ráfaga del vacío...

Ráfaga del vacío, del abismo,
que hace temblar como húmedos cirios a las plantas con luna
y vuelve los caminos arroyos helados hacia la nada.
Ráfaga del vacío, del abismo.

Visos, todo, visos sobre la gran sombra!

Ah, y mis hermanos, mis hermanos sedientos,
sobre cuyas espaldas se edificó la belleza,
y florecieron todas las gracias que sonrieron a los otros
los otros que no sintieron nunca
el perfume de sangre de las fragilísimas flores...
Mis hermanos esforzándose por saludar a la aurora!

¿Será esa belleza nueva,
la belleza que crearán ellos,
esa belleza activa que lo arrastrará todo,
un fuego rosa contra el gran vacío,
o el viento que dará pies ágiles a la mañana,
sobre esta enfermedad aguda, terrible, de la sombra?
(Ortiz, 2020:98)

El poema invita a ser releído, por cuanto su lectura está regulada por la insistencia de un sentido que no puede ser capturado, que fluye en un movimiento incesante, sin configurarse nunca según las exigencias de la lengua no poética (o de la lógica del habla, diríamos con Kristeva),6 sin disciplinarse ni caer bajo los imperativos del lenguaje comunicativo y socialmente determinado, aunque inscribiéndose en él.

No cometeremos la torpeza de creer que sabemos qué es el vacío, el abismo o la sombra en la poesía de Ortiz. Sí volveremos amorosamente a sus poemas y nos enfrentaremos a la ráfaga del vacío, del abismo, que nos obliga a formular de nuevo la pregunta final, y a participar de la sed de conocimiento que el poema no puede calmar: «¿Será esa belleza nueva/ la belleza que crearán ellos,/ esa belleza activa que lo arrastrará todo, (...)». No tenemos respuestas, sí habremos de insistir en la búsqueda: «un fuego rosa contra el gran vacío,/ o el viento que dará pies ágiles a la mañana,/ sobre esta enfermedad aguda, terrible, de la sombra?». Si aceptamos que el poema, como obra crítica, indaga sobre los límites de la conciencia y de las posibilidades de lo real, no deberíamos pedirle que responda a sus propias preguntas, por cuanto el texto poético tiene por contenido algo que no se encuentra en él.

Algo similar acontece en el primer poema de El ángel inclinado: «Fui al río...»



Fui al río, y lo sentía
cerca de mí, enfrente de mí.
Las ramas tenían voces
que no llegaban hasta mí.
La corriente decía
cosas que no entendía.
Me angustiaba casi.
sentir qué decía el cielo vago y pálido en él
con sus primeras sílabas alargadas,
pero no podía.

Regresaba
—¿Era yo el que regresaba?—
En la angustia vaga
de sentirme solo entre las cosas últimas y secretas.
De pronto sentí el río en mí,
corría en mí
con sus orillas trémulas de señas,
con sus hondos reflejos apenas estrellados.
Corría el río en mí con sus ramajes.
Era yo un río en el anochecer,
y suspiraban en mí los árboles,
y el sendero y las hierbas se apagaban en mí.
Me atravesaba un río, me atravesaba un río!
(Ortiz, 2020:123)

No hay posibilidad de poseer el objeto que el poema nombra, y al mismo tiempo el río atraviesa al sujeto: doble desposesión que desconoce tanto las relaciones de pertenencia como las de identidad. Esa es la manera de vincularse el poema con el río, el modo de estar el río en el poema, el sujeto extasiado y perdido en la contemplación del río, en una enunciación siempre a distancia del paisaje evocado. Coincido, en este punto, con lo afirmado por Olvido García Valdés en el texto liminar de la edición citada, la más reciente de la Obra completa de nuestro autor:

Un diálogo consigo mismo, la palabra poética desenvolviéndose en preguntas, en el titubeo y la incertidumbre, en la necesidad y el no saber. Leer a Juan L. —leer poesía— implica la sensación de perdernos, de no ver ya cuáles son los referentes; el hilo del sentido se devana y se entrelaza con otros, se enreda, lo perdemos, perdemos pie, y hay que aceptar esta pérdida del yo lector para poder acceder, entrar en la propuesta del poema. (García Valdés, 2020:7−8. Énfasis en el original)

El mundo es lo inapropiable y el poema se encarga de resguardar esa inapropiabilidad como su condición necesaria, por cuanto ese y no otro es el fundamento del habla poética. Hay en ella un goce dilatorio,7 un deseo nunca colmado de conocimiento, y una negación inevitable de aquello que se nombra. Esa negatividad le es propia, y funda el enigma de su decir.

A propósito quiero citar una excelente entrevista publicada en Diario de Poesía (en rigor se trata de un montaje de varias entrevistas publicadas entre 1969 y 1978, una de ellas realizada por la poeta Juana Bignozzi). Interrogado acerca del agobio que sin duda debería provocarle su empleo público en el Registro Civil, Ortiz afirma:

«Ya lo dijo el Dante (...) puedo estar en el lugar más inhóspito pero yo sé que está el sol de Dios, la luz de Dios...». El interlocutor replica asombrado: «¿Quiere decirme usted que tuvo nada menos que su sol de Dios?». A lo que el poeta responde: «Algo parecido que no puede llamarse para mí Dios, pero estaba la luz, estaba el paisaje, estaban muchas cosas. Una hierbita, un insecto, una mujer o un niño». (Ortiz, 1986:12)

Hay una inmanencia radical en la enunciación poética de Juan L. Ortiz. Eso «que no puede llamarse para mí Dios» actúa, como el Dios de Spinoza, en la sustancia misma del mundo, de su dinámica incesante y de su infinito poder de afección y de composición. En la misma entrevista leemos:

no veo en el paisaje, como Sartre dijo muy bien, solamente paisaje. Veo, o lo trato de ver, o lo siento así, todas las dimensiones de lo que trasciende o de lo que diríamos así, lo abisma. Es decir, la vida secreta por un lado y la vida no sólo con las criaturas que lo habitan o lo componen sino con las otras cosas con lo que está relacionado no solamente en el sentido de las sensaciones, diríamos. (12)

Un discurso que se tensa al extremo para tratar de decir lo que acontece en el poema: la vida en composición maquínica8 no solo con las criaturas que habitan el paisaje sino «con las otras cosas con lo que está relacionado»; el poema se acopla con un infinito campo de inmanencia cuyo devenir involucra a todo lo existente.

Acerca de algunos términos muy reiterados en su obra, como el sustantivo «luz», el poeta también vacila y no obstante acierta en la intuición de su propio hacer: «La sombra supone la luz. No es posible la existencia de una sin la otra. Están dentro de movimientos que los superan a ellos mismos». Cuando se refiere al sustantivo «ángel» declara: «Es una manera de nombrar lo innombrable» (13)

En esa sabiduría del enigma se produce e insiste el sentido del poema orticiano, que evoca el paisaje amado (y todo lo que en él se mueve y se diluye) sin poseerlo nunca.9 El vacío, el abismo, el infinito, la sombra que arrecian insistentemente en su escritura nos envían a esa múltiple tensión y a ese deseo de conocimiento siempre diferido. Dice a propósito el poeta: «En lo individual, la insistencia para mí, ahora, en lugar de hacerme sospechoso de monotonía, me afirma en algo que está más allá de la conciencia» (12).

Las cosas últimas y secretas no se presentan como pura cifra oscura y silenciosa, puesto que ellas son nombradas una y otra vez, y en esa repetición insiste el sentido: «Ráfaga del vacío, del abismo,/ que hace temblar como húmedos cirios a las plantas con luna/ y vuelve los caminos arroyos helados hacia la nada», «el perfume de sangre de las fragilísimas flores», «la aurora», «un fuego rosa contra el gran vacío», «el viento que dará pies ágiles a la mañana», y así podríamos seguir indefinidamente citando los elementos del paisaje transfigurados por la palabra poética, en un intento por penetrar y comprender, por nombrar, afirmar y gozar de esas «cosas últimas y secretas». No hay desciframiento sino búsqueda, interrogación sostenida. Un decir que asume lo inquietante, lo intraducible, lo indecible del mundo que —en una contradicción no excluyente, paradojal y productiva— es nombrado a través de un «sentido insistente actuante».10

¿De dónde nos asimos en el dulce naufragio?11

Ya he aludido en la introducción a la problemática del yo en la poesía de Juanele. Me voy a detener ahora en algunas operaciones de escritura que evocan, con las dificultades del caso, esta relación del hablante con su propio decir y con el mundo evocado.

En el poema que he transcripto, «Fui al río...», observamos una particular condensación de procedimientos. Las dos estrofas del poema acompañan claramente dos momentos de la sutil conexión del yo con el paisaje. El primero está signado por el enfrentamiento y la separación: las voces de las ramas no llegan hasta él, el decir de la corriente se pierde, incomprendido. El segundo movimiento lo inicia el regreso («Regresaba» es la única palabra del verso 12) y está signado por «la angustia vaga» provocada por aquella separación. Pero «De pronto sentí el río en mí», y el dinamismo de la naturaleza impulsa el de la escritura; la brevedad de los versos, el ritmo que da el pulso de las íes acentuadas, la intensidad que le imprime la repetición con sus consonantes dobles: «sentí el río en mí,/ corría en mí/ con sus orillas trémulas de señas, (...) corría el río en mí con sus ramajes». Entre esos dos movimientos perfectamente diferenciados y contrarios pero afirmados ambos (en una reunión no sintética que evoca la especificidad del lenguaje poético), se sostiene la pregunta sin respuesta: «—¿Era yo el que regresaba?—». La cuestión permanecerá sostenida en cada recorrido, sin negar ni afirmar la reticencia primera del río y de las ramas, sin afirmar ni negar la identificación («Era yo un río en el anochecer»), y sin ser canceladas (ni la reticencia ni la identificación) por el atravesamiento final: «Me atravesaba un río, me atravesaba un río!». El río fluye («corría en mí», «me atravesaba») y el yo permanece a distancia aunque ya sin la separación inicial. Paradoja del decir poético que no habremos de resolver en la lectura, y que se repite con todos los seres y objetos que habitan y transitan el paisaje.12

Leamos los versos 7 y 8 del poema «Se extasía sobre las arenas...» recogido en El agua y la noche (Ortiz, 2020:57): «Iba mi ternura con los ojos grandes/ por los caminos de la tarde». Los términos acentuados son: Iba; ternura; grandes; caminos; tarde. El sujeto deambula y su deriva acompaña el movimiento de la mirada que no enfoca en ningún objeto preciso y se disemina como él por los caminos de la tarde. La ternura con los ojos grandes conecta interior y exterior sin detenerse: la mirada no cae en el paisaje ni en el hombre; se extasía (en una inflexión verbal impersonal) y se disemina. La concentración de procedimientos asombra: son apenas dos versos. El final del poema nos afirma en esta intuición de lectura: «Mi corazón era transparente/ como esta luz llovida». La transparencia del agua y de la luz, una iridiscencia a punto de apagarse. Esa parece ser la condición del yo en esta escritura.13

El poema «Hay entre los árboles...» (Ortiz, 2020:99), de El alba sube, es el que le sigue al ya comentado «Ráfaga del vacío...» y dialoga con él. En la primera estrofa se afirma la existencia de un pensamiento sin sujeto (me refiero al sujeto fuerte y centrado de la filosofía moderna):



Hay entre los árboles una dicha pálida,
final, apenas verde, que es un pensamiento
ya, pensamiento fluido de los árboles,
luz pensada por estos en el anochecer?

Este poema se sostiene en la evocación de un pensamiento que fluye sin límites ni centro, pensamiento del árbol, de la luz. En la segunda estrofa se nombrará a los pájaros pero tampoco ellos asumirán la posición firme del sujeto:



(...) los pájaros, vacilan
quiebran, al fin, tímidas frases entre las hojas:
la pura voz delgada de ese pensamiento
que quiere concretarse porque empieza a sufrir.

Las frases tímidas y la voz delgada no pertenecen a los pájaros ni a los árboles ni al viento, es «la pura voz delgada de ese pensamiento». Como hemos anotado respecto del ángel, del espíritu, del paisaje otoñal, el pensamiento se afirma como lo que trasciende toda conciencia o percepción individual. Un pensamiento que «empieza a sufrir».



¿Sufrir por qué? Alado, tiembla hacia las nubes,
miedoso de perderse, de morir, (...)

En el inicio de la tercera estrofa no podemos decidir a qué sustantivo se aplicaría el adjetivo «Alado», ni de qué sujeto se predica: «tiembla hacia las nubes, miedoso de perderse, de morir». Lo indecidible que arrecia en toda la poesía de Ortiz se presenta aquí potenciado por lo inapropiable en términos ontológicos, y lo inatribuible que desafía todas las imposiciones del lenguaje. En esta doble transgresión el poema desconoce radicalmente los presupuestos epistémicos de nuestra cultura occidental, racionalista y moderna, para postular un pensamiento sin sujeto, una vitalidad que fluye y atraviesa las cosas y los seres (el río, los árboles, los pájaros, el viento, las estrellas, la noche, la tarde, el silencio, el infinito).

La poética de Ortiz se inscribe en una potente discusión con la metafísica de la presencia que ha dominado el pensamiento occidental desde la antigüedad. Por ello considero necesario agregar a esta breve reflexión un apartado en el que abordaré la consideración (apenas bosquejada) del vínculo entre la poesía de Ortiz y el pensamiento, su posible intervención en los debates epistemológicos que han atravesado el siglo XX, y su inscripción en una estética de la inmanencia.

Poesía e inmanencia



Versos leídos casi entre un doble vacío
cuyo llamado tiene un encanto más fuerte
que el mismo de la música, voz acaso encantada
de la muerte, la noche ciega o iluminada?
Juan L. Ortiz. «Versos leídos junto...» (De: El alba sube)

El último poema de La rama hacia el este (Ortiz, 2020:175−176) es de una intensidad y de una concentración de ideas que abisma y que desafía el interés crítico que nos anima. Leeré detenidamente este poema porque considero que hay en él una afirmación de la vida y la poesía ligados en un campo de inmanencia donde todo es dinamismo, afectos y composición en una «amistad delicada», una «amistad profunda» con el mundo. Luego me voy a detener en la explanación del sentido del término «música» en este y otros textos de Ortiz y volveré al poema para arribar a algunas conclusiones provisionales.

«Sí, la lucha de las fuerzas oscuras...» es el título, el primer verso y el sintagma que intenta nombrar «el gran drama» que tensa las posibilidades del lenguaje poético hasta crisparlo. El poema podría ser leído en clave alegórica o, digamos, metafórica. Podríamos leer las imágenes como la descripción de los inicios del otoño en el amado litoral entrerriano: «los paisajes lejanos prontos a desgarrarse», «la vana coalición del oro pérfido contra la estrella» o «las pálidas nieblas» de «Marzo» podrían ser imágenes confiadas a su poder de evocación de los cambios en el orden cosmológico dados por el equinoccio de otoño. Pero en el verso 6 se opera una disrupción que nos desvía hacia otro recorrido de lectura: «el destino de todos, la figura indecisa de nuestra futura relación o de nuestra alma integrada». La mención al destino, a la integración del alma (¿con el equilibrio del cielo del verso anterior?) introduce la nota humana que alerta sobre la insuficiencia de una lectura en clave otoñal de este poema. Es marzo, sí, es el otoño «Pero Marzo de pensamientos y de nieblas vino ya». Y a partir del verso 15 insiste la potente reiteración anafórica: «Yo sé». «Yo sé que este paisaje no es tan sólo un silencio celeste o un silencio dorado/ con las figuras perfectas de un recuerdo. Yo sé/ de otras criaturas arrancadas a las cosas y empujadas cruelmente a los caminos/ de la mañana ingrávida o la tarde infinita/ hasta hacernos desparecer la mañana o la tarde bajo una angustia ambulante» (Ortiz, 2020:175).

Por todo lo que he sostenido en las páginas precedentes, no es el propósito de mi lectura descifrar esas imágenes, desde luego. Pero hay figuras muy potentes que nos obligan a pensar, precisamente, en la condición filosófica de esta reflexión del poema frente a la naturaleza que habla. La lucha de las fuerzas oscuras, la vana coalición del oro pérfido contra la estrella, anticipan otra lucha: «Es el momento adorable de una amistad delicada y triste con el mundo./ Luchamos por afirmar esta amistad profunda para todos» (Versos 26/27).

El final del poema se estira en una larga pregunta que prolonga los versos y hace avanzar cada línea sobre el margen derecho de la página, generando una tracción anómala o no habitual en los poemas de Juanele hasta este momento de su producción, y así la lucha parece trasladarse también al espacio de la página. Considero necesario recorrer esa larga pregunta:



¿Por qué aún en la lucha de las sombras entre sí o de las sombras unidas
[contra la estrella,
en la humana angustia de nuestras colinas puras y otoñales,
hemos de despreciar el gesto envolvente o musical de la común dicha indefensa
[frente al sueño o la muerte
el gesto amigo y triste de las cosas que respiran con nuestro mismo sueño,
con el sueño en que todos, criaturas salidas de la noche y asidas de la mano
[podrán entrar mañana?

Las cosas respiran con nuestro mismo sueño y todos somos criaturas salidas de la noche, repito con el poeta. Hay una concepción de la vida humana en diálogo con el universo en la que se postula el valor «de la común dicha indefensa/ frente al sueño o la muerte». Esa dicha común se da en virtud de un «gesto envolvente o musical». En muchos poemas de Ortiz se nombra la música en un sentido que no es el convencional de esa palabra. Por ejemplo, en el poema «Otoño» de El agua y la noche se habla de «la misteriosa música en la que flotamos» (2020:78) y en los tres últimos versos de otro poema de La rama hacia el este, «Sentado entre vosotros...», se declara: «en el vacío infinito que ya empieza a absorbernos en el límite de las tardes,/ como una pausa profunda, casi vertiginosa, de un pensamiento musical,/ o de una música final que nos sumerge y en que, débiles hojas, flotamos...». En todos los casos percibimos la carga ontológica de los términos «música» o «musical», asociados a una potencia que nos absorbe, en la que «débiles hojas, flotamos», y al mismo tiempo otra valencia del término lo asocia al pensamiento: se trata de un pensamiento musical o de una misteriosa música.

A propósito me parece oportuno citar una vez más la entrevista de Diario de Poesía porque el poeta se refiere precisamente a este término:

yo tengo también un poco del simbolismo en el sentido musical, pero no en la música en sí, diremos lo que puede ser música para los oídos en el sentido literal, sino esa otra música, esa cosa que hay más allá de la música (...) la sugerencia de algo que está germinando y que va a florecer y que no puede definirse. Es decir el devenir, es decir el tiempo más que los momentos esos de la eternidad donde uno puede sentir como un vértice, una cosa que es dolorosa aunque sea de éxtasis, más que eso, algo que los traspasa, que los trasciende, que puede llamarse el tiempo. Como los orientales que escriben música que dicen que es lo que más se parece a la vida, porque es transcurso... (Ortiz, 1986:13)

Esta respuesta que parece, por momentos, algo vacilante, en la que se esfuerza por decir algo que no termina de ser dicho, el poeta explora y logra expresar con claridad el campo de inmanencia vital en el que se mueve su poética. No la música en sentido literal, sino «esa otra música, esa cosa que hay más allá de la música»; no los momentos que son de la eternidad, sino el éxtasis «que los traspasa, que los trasciende, que puede llamarse el tiempo». La música como lo que más se parece a la vida: su transcurso, su devenir. Ese proceso inmanente en permanente cambio, donde todo es cuerpo afectado y afectante, donde todo se conecta materialmente y es objeto de transformación, es el gran tema de su obra poética, es el universo de Ortiz.

En el largo poema que estoy cartografiando, el último de La rama hacia el este, reaparece esta potencia musical «envolvente» como vía de posibilidad para «la común dicha indefensa/ frente al sueño o la muerte». Está claro, más allá de la evidente condición enigmática del poema, que se plantea una consideración de la vida como campo de inmanencia radical, donde todas las criaturas respiran con el mismo sueño, se enfrentan al mismo misterio, y donde el otoño no se agota en un cielo desgarrado o en las últimas rosas prontas a deshojarse: «Yo sé que este paisaje no es tan sólo un silencio celeste o un silencio dorado», afirma la voz poética con una contundencia rara en ella. Es un pensamiento del paisaje evocado que nos permite entrever una formidable vecindad de todo lo existente, en virtud de un elan14 —término francés empleado por el poeta en muchos de sus textos— inseparable de la escritura, un proceso infinito que atraviesa lo vivible y lo vivido, lo expresable y lo expresado.

El devenir de esta escritura, que compromete e impulsa el de nuestra lectura, nos presenta un mundo donde las cosas ya no están definidas por una cualidad distintiva sino por su potencia, y esa potencia es su modo de ser en el poema. En el mismo sentido se comprende la insistencia de lo impersonal, que traté de justificar en el segundo parágrafo, condición de la escritura que habilita la desposesión de la que hemos hablado al comienzo de esta reflexión.

Un ritmo quebrantado. La escritura más allá de la lengua

Hay un cambio muy evidente en el ritmo y en la distribución de los versos en la página a partir de La orilla que se abisma (1971). Es posible que ese cambio en el estilo tenga que ver con los más de diez años (entre 1958 y 1970) durante los cuales el poeta mantuvo en silencio su escritura, pero no lo sabemos. Lo cierto es que los poemas de la década del setenta están atravesados por una potencia que los disgrega y en esa disgregación los hace más sutiles y enigmáticos. (¿Aludirá a esta potencia el verso 17 del poema «Las viborinas»: «lo desconocido que no llega a respirar»?).

El primer poema de ese libro se titula «El río». A medida que avanzamos en la lectura percibimos su discontinuidad. El poema se deshila en brevísimos versos, algunos de dos o tres sílabas, otros de más largo aliento, todos marcados por una vacilación que no se sostiene exclusivamente en un procedimiento sino en varios: los reiterados puntos suspensivos, los dos signos de interrogación que cierran (versos 4 y 12) pero que no se habían abierto, estirando así el límite de la pregunta; la insistencia de lo que no se ve, no se sabe, es imperceptible, huye o se abisma. Pero lo que da mayor sensación de desvanecimiento y dilución en el decir es la sintaxis extenuada y como perdida de la mayoría de las frases, más otras estrategias de orden musical. No hay manera de percibir esos efectos sin la lectura completa del poema:



El río

El río,
y esas lilas que en él quedan...
quedan...
No se morirán esas lilas, no?
Y ese olvido que es, acaso, el de unas hierbecillas
que no se ven...
Pero qué rosas se secan, repentinamente,
sobre las lilas,
en el hilo de las diecisiete,
entre la enajenación del jardín
y la ligereza de las islas, allá, para sugerir hasta los iris
de lo imperceptible que huye?
Oh aparición de Octubre
abismándose en un aire que quisiese de lilas,
sólo de lilas,
para no ver el minuto
de que no saben, probablemente, por ahí
unas briznas...
(Ortiz, 2020:645)

He intentado respetar la distribución de los versos en el espacio de la página (tal como aparece en la edición que cito de la Obra completa) porque hay en ella —tal vez— una clave del sentido. Los versos se mueven en una oscilación entre el centro y los márgenes de la página, lo cual le otorga al poema un particular dinamismo; esto se observa muy marcadamente entre los versos 3 y 4, pero se da en todo el poema. Advierto, además, en varios momentos un ritmo sincopado. Si aceptamos que la síncopa refuerza el tiempo débil del compás alargándose hasta el tiempo siguiente (un silencio sin nota), el poema parece imitar ese procedimiento musical al sostener la palabra en el silencio: «y esas lilas que en él quedan.../ quedan...»; o: «(...) hierbecillas/ que no se ven.../ Pero qué rosas...».

Lo que observo en este cambio de ritmo poético con respecto a su obra anterior es la acción de una potencia invisible o inobservable (y por lo tanto indefinible pero actuante) que atraviesa el enunciado poético alterando la sintaxis y haciendo colapsar el orden del lenguaje. Las conexiones y las relaciones de referencia se desajustan, la puntuación se reduce casi obsesivamente a los puntos suspensivos y la musicalidad sincopada acompaña el desvanecimiento de la formalidad lingüística. Estas características revelan una máxima tensión entre la escritura y su instancia generadora que no es de orden verbal, o dicho con mayor precisión, que no se deja capturar por el orden del lenguaje y sus reglas de producción. El poema es el cuerpo de esta tensión entre la palabra y un querer−decir intraducible. Esta disimetría es rastreable en muchos otros poemas de Juanele, pero arrecia en su escritura con particular intensidad a partir de los libros publicados en la década del setenta.

Similar efecto de lectura provoca el cuarto poema de La orilla que se abisma, «Las “viborinas”», que se configura como una especie de balbuceo entrecortado. Los desplazamientos hacia ambos límites de la página que ya habíamos observado en «El río» se extreman, aumenta el número de versos constituidos por una sola palabra y la sintaxis aparece aún más crispada que en el poema anterior:



Las «viborinas»

Las «viborinas», bajo la lluvia, tiritan
y se doblan
sobre su propia gasa...
O es que, bajo el destino, en un juego de nieve
puerilmente
doblan
un a modo de melodía
que no puede, ay,
huir?

En el rocío que sube
ellas
más blancas que el día...

Y la luna dejó «viborinas» en la penumbra?
Y el suspiro de las sombras
dejó novias
en esta «orilla»?
Y lo desconocido que no llega a respirar
dejó
desvanecimientos en la hierba,
de cera?
hasta volver, él mismo, ya en sí, por ellos,
con las alas de la una,
para revelar a las gramillas
su brisa de «aquí»
mientras enciende, febrilmente, la del cielo,
que ha de deshojar
con un azul de escalofrío
después...
antes de ser, ay, otra vez, la herida de la nube
sobre la hoja que la divide
de qué cinc?
(Ortiz, 2020:651−652)

El extraño final de la primera estrofa: «un a modo de melodía/ que no puede, ay,/ huir?» parece resumir la naturaleza de este texto. O bien el verso 17: «Y lo desconocido que no llega a respirar». Los seres evocados se mueven, tiritan, se doblan; hay desvanecimientos en la hierba y alas que no sabemos a quién o a quiénes pertenecen; también el tiempo desconoce el orden convencional: «que ha de deshojar/ con un azul de escalofrío/ después.... antes de ser, ay, otra vez, la herida de la nube» (versos 26/29, énfasis mío).

Este poema, como muchos otros de Ortiz, no se deja interpretar porque hay un más allá de la lengua operando en él, una fruición en la materialidad sonora de cada palabra, de cada silencio, una fuerza desconocida que no podemos nombrar ni definir y que desestabiliza las articulaciones del lenguaje para multiplicar al infinito las posibilidades del sentido.

He intentado justificar la poderosa percepción de lectura que ha provocado mi acercamiento crítico a la obra de este poeta fundamental: la de un decir siempre enfrentado a sus propios límites, regulado por un conocimiento sereno y agradecido de los afectos del mundo donde los seres y estados de la naturaleza son concebidos como fuerzas o potencias capaces de existir en común. Una poesía que invita a experimentar la vida, sin pretensión de capturarla en una evocación descriptiva o precisa. En esto acuerdo plenamente con Veiravé (1965): hay en la poética orticiana una sostenida exclusión o elusión de la metáfora. Esa reticencia tal vez pueda ser explicada por su aguda conciencia poética: no existe en ella el deseo de establecer semejanzas o analogías con lo real, ni siquiera a través del procedimiento metafórico. El poema más bien se desliza y fluye como el amado Gualeguay, en una evocación nunca completamente realizada. Considero necesario aceptar que algunos poetas como Juan L. Ortiz desafían la tendencia hermenéutica de nuestro logos crítico;15 tal vez sea hora de abandonarla.

Referencias bibliográficas

Agamben, G. (2006). Estancias. La palabra y el fantasma en la cultura occidental. Pre−textos.

Blanchot, M. ([1955]1992). El espacio literario. Paidós.

García Valdés, O. (2020). Imprecación y plegaria. Texto liminar. Ortiz, Juan L. En el aura del sauce. Obra completa (pp. 7−15).Vol. 1. Ediciones UNL/EDUNER.

Gramuglio, M.T. (2004). Juan L. Ortiz maestro secreto de la poesía argentina. Cuadernos hispanoamericanos, (644), 45−57.

Kristeva, J. (1981). Semiótica 2. Fundamentos.

Mastronardi, C. (2020). Juan Ortiz y su poesía. En Juan L. Ortiz. Obra completa, Volumen II Hojillas (pp. 647‒650). Ediciones UNL.

Moure, C. (2005). La ausencia de la dicotomía sujeto−objeto en la poesía de Juan L. Ortiz. Cuadernos del CILHA, (30), 365−377.

Ortiz, J.L. (2020). En el aura del sauce. Obra completa. Volumen 1. Ediciones UNL/EDUNER.

Rosa, N. (1997). Tratados sobre Néstor Perlongher. Ars Editorial.

Steiner, G. (1997). Pasión intacta. Siruela.

Veiravé, A. (1965). Estudio Preliminar para una Antología de la Obra Poética de Juan L. Ortiz. Universidad, (63), 67−106.

Zampini, F. (2016). Trazados preliminares del mapa de la poesía de Juan L. Ortiz. Estudios de Teoría Literaria, V(9), 213−221.

Notas

1 He reflexionado sobre este problema y polemizado con algunas intervenciones críticas en un artículo anterior: «La ausencia de la dicotomía sujeto−objeto en la poesía de Juan L. Ortiz», cuya referencia encontrará el lector interesado en la bibliografía.
2 En uno de los primeros textos críticos sobre Juan L. Ortiz, publicado originalmente en 1933 y por obvias razones cronológicas, solo referido a los poemas de El agua y la noche, Carlos Mastronardi afirma: «Todo está realizado, resuelto en presencias, cumplido en órbitas regulares y en esplendores casi vegetativos. Y la conformidad feliz ocurre en nuestro contemplador, porque su íntimo anhelo y el mundo exterior coinciden invariablemente, sin distancias» (2020:648). Discrepo respetuosamente con el maestro Mastronardi, porque entiendo que —si bien la tensión alojada en los poemas se percibe con intensidad creciente conforme se desarrolla su poética, y el desajuste crispado de la lengua lo hará patente en los últimos poemarios— la experiencia de lo inapropiable está presente en la poética de Ortiz desde sus textos de 1924, como trataré de demostrar en las páginas que siguen.
3 Soy consciente, y no quiero dejar de señalarlo claramente, de que toda cuestión problemática lo es porque no se resuelve y por ello no será esa mi pretensión en el desarrollo de este breve trabajo crítico. Propongo que nos dejemos recorrer por la potencia del enunciado enfrentándose a lo inapropiable. Valgan como ejemplo estos magníficos versos del largo y enigmático poema «¿Por qué?», de La orilla que se abisma: «O —para resumir, si quieres— esos vínculos con alguien o con algo,/ de repente,/ o sobre los hilos que tal vez viniera adelgazando/ la fuente de nuestra noche.../ esos vínculos/ ante el deslizamiento de una vida que no es esta, no...? (...) Y lo que huye,/ no es, acaso, lo que buscas o lo que te seduce/ desde la nieve de la onda?/ Y esa nube que cae, no es la que pone de pie a lo desconocido (...)» (Ortiz, 2020:659-660).
4 Podrían hacerse dos razonables objeciones a esta referencia. La primera es que Platón (particularmente en los libros II, III y X de República) rechaza la poesía «imitativa», y como queda demostrado en Ion, valora la poesía lírica o «inspirada». También en el Fedro los poetas comparten con los filósofos el nivel más elevado en la jerarquía de las almas. La segunda objeción podría sostenerse en la discutible vigencia de esta polémica. Como señala George Steiner en su colección de ensayos Pasión intacta, tal vez la querella haya llegado a su fin. Cito al pensador vienés: «Es posible que la fraternal polémica entre la filosofía y la literatura, concretamente entre la ontología y la poética, haya llegado a su fin. Esta polémica da comienzo con la exclusión de los poetas del Estado ideal de Platón, un movimiento argumental y espiritual de efecto mortífero en virtud del genio literario y dramático del propio Platón. Después viene Aristóteles, quien reclama fines terapéuticos para la ficción trágica e incorpora la poética a la política de la cordura individual y cívica. Con la insistencia de Martín Heidegger sobre la unidad fundamental de denken o dicten, de las funciones intelectualmente preceptoras y poéticamente creativas; con la visión de Heidegger, según la cual el pensador auténtico y el verdadero poeta están necesariamente ligados al mismo acto y al mismo testigo del ser, es posible que el debate milenario, íntimo y agonístico, haya cerrado el círculo y llegado a su conclusión final» (Steiner, 1997:73). Agamben por su parte, no considera que la polémica esté saldada: «En nuestra cultura, el conocimiento (según una antinomia que Aby Warburg hubo de diagnosticar como la “esquizofrenia” del hombre occidental) está escindido en un polo estático−inspirado y en un polo racional−consciente, sin que ninguno de los dos logre nunca reducir íntegramente al otro. (...) Lo que de este modo queda suprimido es que toda auténtica intención poética se vuelve hacia el conocimiento, así como todo verdadero filosofar está siempre vuelto hacia la alegría. El nombre de Hölderlin (es decir de un poeta para quien la poesía constituía ante todo un problema y que había expresado la esperanza de que ésta se elevara al grado de la μηχαυή de los antiguos, de tal modo que su procedimiento pudiera calcularse y enseñarse) y el diálogo que con su decir mantuvo un pensador que no designa ya su propia meditación con el término de “filosofía”, son llamados aquí a dar testimonio de la urgencia, para nuestra cultura, de reencontrar la unidad de la propia palabra despedazada» (Agamben, 2006:12-13).
5 Esta última hipótesis de trabajo está inspirada en el libro de Giorgio Agamben: Estancias, citado en la nota anterior.
6 Julia Kristeva llama «lógica del habla» al enunciado comunicativo que está regulado por la lógica 0−1, donde 0 es falso y 1 es verdadero. En relación dialéctica con ella, el enunciado artístico, situado en el espacio paragramático «donde el problema de su existencia y su verdad no se plantea» (1981:80), atraviesa esa polaridad y se inscribe en el código de la lengua pero negándolo y afirmando esa negación. Este desarrollo se encuentra en su artículo «Poesía y negatividad» de 1968 (1981:55−93).
7 Agamben alude en el ensayo citado al «proyecto poético que la lírica trovadoresca−stilnovesca ha dejado en herencia a la cultura europea y en la cual, a través del tupido entrebescamen [enlace] textual de fantasma, deseo y palabra, la poesía construía su propia autoridad convirtiéndose ella misma en la “estancia” ofrecida a la gioia che mai non fina [la alegría que no termina] de la experiencia amorosa» (2006:14).
8 Uso esta expresión de resonancias deleuzeanas y spinozianas para dejar establecido mi rechazo a la expresión cristalizada «en comunión». Lo que percibo y estoy justificando en este ensayo es una relación de composición entre los seres que el poema nombra, y entre el poema y ese mundo evocado que no se deja regular por las alternativas de la comunión, la fusión o cualquier otra vía unitiva, como ya he señalado. Entiendo que la dinámica vital en la poesía de Juan L. Ortiz responde más a la infinita capacidad de composición de lo que existe, entendiendo la vida y la literatura como campos de inmanencia.
9 En su artículo: «Trazados preliminares del mapa de la poesía de Juan L. Ortiz», Fabián Zampini afirma: «En la mesa de montaje siempre es más lo que se descarta que lo que finalmente es utilizado, son más las imágenes que quedarán archivadas que las que emergerán para delinear nuevos contornos del mundo —nuevas formas, otras historias, mapas inéditos. El mapa Ortiz será resultado de esa inédita experiencia de montaje: el mundo, la “realidad” objeto de su borrosa representación, continúa (continuará) sosteniendo su enigma» (2016:217).
10 Según la formulación de Julia Kristeva, en el espacio paragramático donde se produce el poema, el significante es siempre una recaída desajustada, y en virtud de ese desfasaje el sentido insiste sin estar contenido en una fórmula o fenotexto, esto es, en la parte observable, audible, del enunciado poético. De este modo el poema es un incesante «devenir de la generación en fórmula» (1981:104).
11 Tomo como título de este apartado el verso 3 de: «Poemas del anochecer» (Ortiz, 2020:70).
12 Este poema es recorrido por el poeta y ensayista Alfredo Veiravé en su «Estudio Preliminar para una Antología de la Obra Poética de Juan L. Ortiz». Su interpretación recorre un camino por completo divergente respecto del que sigue mi lectura, por cuanto sostiene que la subjetividad del poeta se anula en la pregunta que, a mi juicio, sostiene la diferencia entre los dos momentos del poema y prepara el atravesamiento final. Dice Veiravé: «Esa necesidad de salvar su soledad con la compañía de las cosas últimas se le revela como lo que él denomina una angustia vaga. Momento éste en la vida del poeta donde se condensa una actitud de la subjetividad anulada en la relación con la realidad exterior: ¿Era yo el que regresaba?» (Veiravé, 1965:79). No hay, a mi juicio, resolución equilibrada o definitiva para la condición del yo poético: ni absorción anulatoria del yo, ni identificación simple con el paisaje. Insisto en sostener que si, como afirma Veiravé, tuviéramos ante nosotros «una actitud de la subjetividad anulada en la relación con la realidad exterior», no habría ninguna tensión instalada en el ambiguo decir del enunciado poético, y su producción de sentido quedaría cancelada antes de empezar a fluir.
13 Discrepo con lo afirmado por María Teresa Gramuglio respecto de la consideración del diseño de sujeto poético en la obra de Juan L. Ortiz. Leemos en su artículo de 2004: «Pues la poesía de Ortiz trabaja contra las concepciones del “yo” que suponen la escisión entre sujeto y objeto, y contra las separaciones temporales y existenciales entre el yo que vivió y el yo que escribe; se niega a la construcción de un sujeto poético poderoso o heroico, y sólo recoge de la tradición romántica la fusión o comunión de ese sujeto con los mundos de la naturaleza y de todas las criaturas, por humildes y despojadas que sean» (2004:48. Énfasis mío). En primer lugar me resulta sorprendente la afirmación de que el poeta Juan L. Ortiz haya trabajado contra una determinada concepción del «yo», o bien contra la separación existencial entre el yo empírico y el yo textual. No veo cómo eso podría ser justificado en el análisis textual. En segundo lugar, son innumerables las citas textuales que podríamos dar (de las cuales he dado muchas en el presente artículo y en otro anterior) que sostienen de manera explícita la tensión entre sujeto y mundo evocado, y la inviable identificación simple y directa entre sujeto empírico y sujeto textual. Como he sostenido, hay una marca de infinitud y de inapropiabilidad en lo que, con muchas dudas, he denominado «mundo evocado». El abismo, la ráfaga del vacío, la sombra, lo infinito, lo eterno, lo desconocido, lo otro, lo misterioso, lo negro, lo lejano... determinan una relación siempre disimétrica —Blanchot (1992)— con el sujeto que lo nombra. Adjetivos como: eterno/a, último/a/s, lejano, abismal, desconocido, innombrable, entre muchos otros, instalan una discontinuidad que no permite justificar la hipótesis de la coincidencia o de la identificación simple, ni la de la fusión o la comunión con el paisaje.
14 Acerca de este término dice el poeta: «Empleo elan en vez de impulso porque esta palabra me parece una palabra casi de mecánica natural, en cambio elan tiene una connotación de mayor sentido vital» (Ortiz, 1986:13).
15 Dice Nicolás Rosa en sus Tratados sobre Néstor Perlongher: «La convención retórica “tratado” debe ser leída paródicamente, en tanto toda la materia de este texto es absolutamente in−tratable en los límites ideológicos de nuestro logos crítico» (1997:21).

Información adicional

Para citar este artículo: Moure, C. (2022). La poesía de Juan L. Ortiz y lo inapropiable. El taco en la brea, (16) (junio–noviembre). Santa Fe, Argentina: UNL. e0084 DOI: 10.14409/el taco.8.16.e0084

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