Papeles de investigación

Viajes tras las tierras perdidas

Travels across the lost lands

Carmen Perilli
Instituto Interdisciplinario de Estudios Latinoamericanos, Argentina

El taco en la brea

Universidad Nacional del Litoral, Argentina

ISSN: 2362-4191

Periodicidad: Semestral

vol. 10, núm. 17, e0096, 2023

eltacoenlabrea@gmail.com

Recepción: 21 Mayo 2022

Aprobación: 19 Diciembre 2022



DOI: https://doi.org/10.14409/eltaco.9.17.e0096

Para citar este artículo: Perilli, C. (2023). Viajes tras las tierras perdidas. El taco en la brea, (17) (diciembre–mayo). Santa Fe, Argentina: UNL. e0096 DOI: 10.14409/eltaco.9.17.e0096

Resumen: Un conjunto de narraciones escritas por mujeres latinoamericanas actúa no como máquinas de memoria y mapas de una contemporaneidad en la cual violencia e historia familiar son familiares. Las posiciones trans‒territoriales de las narradoras, trazan nuevas líneas entre el dentro y el fuera, retornando sobre los pasos de sus ancestros: Volverse Palestina de Lina Meruane (Chile), La tierra comenzaba a arder de Cynthia Edul (Argentina) y Mar Negro e Infieles de Ana Arzoumanian (Argentina). En los textos encontramos una narrativa de la pérdida, el duelo y la melancolía en un mundo oriental dominado por el colonialismo, el autoritarismo y la violencia, frente al cual solo resta tomar una posición política y ética.

Palabras clave: viaje, mujer, territorio, memoria, identidad.

Abstract: A selection of Latin American women’s narratives shows them to act as memory machines, and maps of a contemporaneity in which violence and family history are inseparable. Narrators’ trans‒territorial position redraw the lines between inside and outside, and track their ancestor’s steps. Volverse Palestina (Lina Meruane, Chile), La tierra comenzaba a arder(Cynthia Edul, Argentina), Mar Negro and Infieles (Ana Arzoumanian, Argentina): in each text we encounter a narrative of loss, mourning and melancholy, in an oriental world dominated by colonialism, authoritarianism and violence. The writers take a political y ethical position.

Keywords: travel, woman, territory, memory, identity.

Narraciones de mujeres latinoamericanas trazas líneas entre lenguas, territorios y memorias, dibujando mapas de una contemporaneidad violenta donde reinan la guerra y el autoritarismo. Viajes en el espacio y en el papel que escenifican desplazamientos de cuerpos y afectos y suscitan búsquedas identitarias donde las fronteras tienen gran importancia. Al mismo tiempo refieren a la multiplicación de muros y suscitan interrogantes políticos y éticos acerca de nuevos y viejos colonialismos. Todos ponen en cuestión los esencialismos de raza, nación, género, etc. apuntando a la crisis de formas de convivencia de un mundo atrapado en la violencia entre fundamentalismos.

Volverse Palestina de Lina Meruane (Chile); La tierra empezaba a arder de Cynthia Edul (Argentina) y Mar Negro e Infielesde Ana Arzoumanian (Argentina) son relatos de viaje y ficciones biográficas que apelan a la crónica, el testimonio, el ensayo y la ficción autobiográfica. Vidas narradas que buscan responder en el sentido de contestar y de responsabilizarse por otro/s. En todos los casos nos encontramos con regresos «en nombre de». Itinerarios trazados en un pasado convertido en ruinas, que anuncian e inscriben las catástrofes del presente. Las narradoras se convierten en testigos y cronistas en un mundo donde «el espacio y el tiempo se cruzan para producir figuras complejas de diferencia e identidad, pasado y presente, adentro y afuera, inclusión y exclusión» (Bhabha, 2013:17).

Nuestras protagonistas recogen los hilos de su novela familiar y recorren de modo inverso el camino de sus linajes. Tienen el legado de un mandato que las conduce hacia lugares de memoria, que explican la historia personal y familiar. Herederas de relatos fragmentados, van en busca de fantasmas y acaban por comprometerse con las comunidades de origen, al descubrir y descubrirse en esos otros lejanos. Los relatos reconstruyen la errancia por territorios y cuerpos,[1] pero también por memorias y lenguas que libran verdaderas batallas por la supervivencia.

Desde la primera mitad de siglo XX, las migraciones de abuelos y padres refieren a un mundo con categorías muy diferentes de distancia, espacio y tiempo. Un universo de sujetos nómades[2] que anuncia un nomadismo más radical, el de un siglo XXI de intolerancias y apropiaciones. Las representaciones del Otro como la ajenidad bárbara, extraña a la mirada occidental forma parte de todas las globalizaciones. Al actualizar lecturas y testimoniar heridas, las escritoras se insertan en la invención de la tradición desde otros lugares que le permiten intervenir en un presente donde la desterritorialización es uno de los efectos de la guerra.

El viaje y las vueltas

Volverse Palestina[3] de Lina Meruane es una crónica autobiográfica, que narra el viaje de la autora hacia la historia familiar en Palestina. En 2015 Meruane agrega un ensayo. La escritura se caracteriza estilísticamente por el rodeo, que muestra las idas y vueltas de la protagonista. No se narra un solo viaje sino varios al que se acerca a través de varios intentos. En la portada de la primera edición un dibujo de estampillas de Chile y Palestina en rojo y negro parece indicar un hecho cotidiano; en la última, en cambio, la mujer de espaldas cubierta con un hiyab —a todas luces árabe— intenta subir un muro prohibido. La distancia entre las dos ediciones es indicativa del lugar de enunciación del texto. La última versión del libro consta de dos partes: la primera con tres apartados: «La agonía de las cosas», «El llamado palestino» y «Palestina en partes». La segunda: «Volverse otros», un ensayo sobre las lenguas. Este último agregado despliega la lectura política de la cuestión palestina.

El «volverse» enlaza al sí misma y se complementa en ese volverse otros que se agrega. Poco a poco la narradora irá transformando su condición de testigo en mediadora e intérprete. En contacto con la realidad palestina sufre un gran cambio. El libro comienza con la acción de volver, un volver que engloba dar vueltas a algo, restituir, mudar a otro estado o forma, ir al lugar donde se partió y, por último, anudar el hilo de la historia.

Regresar. Ese es el verbo que me asalta cada vez que pienso en la posibilidad de Palestina. Me digo: no sería un volver sino apenas un visitar una tierra en la que nunca estuve, de la que no tengo ni una sola imagen propia. (17)

Se trata de un regreso delegado, en lugar de otro/s, el padre y el abuelo que no pudieron o no quisieron. La protagonista cumple con un mandato recibido por otros. Un volver «prestado» que se guía por fragmentos de un relato impreso en la memoria, transmitido de generación en generación: «Lo palestino ha sido siempre para mí un rumor de fondo, un relato al que se acude para salvar un origen compartido de la extinción» (17).

El primer «regreso» la lleva de Nueva York a Santiago de Chile y de la capital al pueblo de provincia donde ha quedado la vieja casa familiar abandonada junto a la cordillera, donde se observa el deterioro de los objetos: «Esa agonía de las cosas es lo que quiero salvar, o resucitar» (24). En el libro la imagen de las casas se mantiene constante: casas cerradas, casas tomadas, casas en escombros. Con la partida se desvanecen los recuerdos y las sombras ocupan las ruinas. La casa se ha vaciado de vida, está oscura «como una tumba» (32) y se han perdido las llaves que nadie guardó. En el pueblo, en un oscuro pasaje, se reconoce el nombre del abuelo palestino.

Este capítulo tiene un sentido arqueológico, gira en torno a los restos fantasmagóricos. El padre delega el relato, renuncia a la «recapitulación», acaso por tratarse de un «material demasiado reciclado, dudoso» (20). Una genealogía de nombres y lenguas, pasos silenciosos y encuentros insólitos, que marcan el camino a la integración de la familia con el alejamiento de la comunidad de origen. Los palestinos trocaron la lengua y los nombres por la ciudadanía chilena: «La sutil distancia de la que nunca se hablaba pero que vivía entre nosotros como un pájaro, pienso, aunque luego veo que es extraña la imagen alada que acaba de cruzarse por mi cabeza» (34).

Lina Meruane se detiene en la problemática de lo que llama «lenguas en bifurcación»: aquellas lenguas guardadas, canceladas, que no se transmitieron, que fueron enmudecidas. Los abuelos, como señala Cristina Rivera Garza, están «aprendiendo, conservando y ocultando lenguas, eligiendo con matemático rigor el habla que le garantizaría una ciudadanía que no fuera “de segunda clase” a su progenie» (2020:5). Más que una desaparición de lenguas maternas se trata de capas superpuestas que, al acumularse una sobre otra, lejos de borrar, enfatizan las palabras que ocultan, ausencias donde se nombra los borramientos, se hacen presente los pasados. El idioma materno ha sido relegado a código secreto, en el que se nombra a los abuelos.

Jaser el taxista de Nueva York y Hamza el alumno de España, actúan como ayudantes que la incitan a emprender el viaje y la enfrentan con la identidad donde se desconoce. Tomar la decisión de partir implica muchas divagaciones. El pretexto para viajar es la redacción de una guía a dos manos con un periodista judío‒palestino. Desde un comienzo el viaje en el espacio implica «La incursión en un tiempo que ya no existe. La excursión del presente. Nuestra travesía carece del dramatismo que el viaje a este valle tuvo para los primeros inmigrantes» (25).

Si los tachones que pueblan las epístolas que recibe anuncian la mirada vigilante de la ocupación, en el aeropuerto inglés sufre el escrutinio de la seguridad israelí. La vigilancia le demanda mostrar el cuerpo, exhibir la sutura de la máquina de insulina. Una cicatriz que metaforiza las heridas de un pueblo. Los ojos alertas de los guardas le revelan su peligrosidad como palestina: «La palestinidad que sólo defendía como diferencia cuando me llamaban turca, alguna vez, en Chile, había adquirido densidad en Heathrow» (64).

Proveniente de un mundo cosmopolita su marcha por el aeropuerto la lleva a visibilizar límites donde los cuerpos y nombres pueden ser sospechosos e incómodos.

En el arribo a Israel se encuentra con una ciudad tenebrosa. Jaffa/Yaffo, de calles oscuras y misteriosas, cuyos habitantes se defienden unos de otros, vinculados por modos jerárquicos y establecen complejas negociaciones entre clases, etnias y nacionalidades separadas de modo rotundo. Como Jano, la ciudad parece tener por lo menos dos caras enfrentadas.

Ankar, el periodista árabe judío, y su mujer Zima, una palestina musulmana, son los amigos que funcionan como la otra familia, la que la protagonista adquiere por afiliación. Zima es guía, intérprete y espejo. Cuando viaja al lugar de origen familiar —el pueblito en las montañas de Bel Jait— no reconoce rastros de su estirpe. Las dos ancianas palestinas cristianas atesoran solo una foto en sepia de sus abuelos y de su padre pequeño. Se trata de un regreso a ningún lugar, a la desolación del despojo. En el encuentro con las tías una noticia la conmueve y apunta a la condición precaria de las identidades: la posibilidad de tener otro apellido: «Si yo no soy Meruane entonces esta mujer que dice ser mi pariente no es nada mío. Pero hay algo aun peor: si nosotros no somos Meruane, entonces, quién soy yo» (77).

Poco a poco toca las cicatrices de la tierra, recorre pueblos hundidos, destruidos, sustituidos, arrancados por una colonización feroz que se inscribe en un territorio decretado vacío. Como las tachaduras en las cartas de Ankar, el espacio exhibe la violencia de la ocupación y una historia de dolor y desterritorialización borrada de los discursos occidentales. Jerusalén una ciudad, que no es una sino muchas, está llena de muros, armada en retazos. La omnipresencia del control es opresiva, así como la condición precaria de las vidas despojadas de sus tierras.

Vuelvo al mapa, busco coordenadas y las encuentro. Esta es la zona musulmana, me digo, pero qué hace aquí esta casa protegida por una alambrada de púas, premunida de pequeñas cámaras de vigilancia, de banderas blancas y estrellas celeste. (86)

El paso constantemente entorpecido de los palestinos dentro de los territorios se agrava con la construcción de asentamientos, que impiden la circulación. Edificios protegidos por alambres, cámaras, banderas y ejército. La Cisjordania está poblada de fortalezas inexpugnables donde reinan los hostiles colonos. Sólo puede visitar Hebrón en una excursión limitada, disfrazada de turista. Alambres, cámaras, banderas, carteles alertan sobre el peligro de circular: «Nuestro mapa está lleno de interrupciones y las ciudades se han vuelto espacios sofocantes de los que cuesta salir. Incluso para ver el mar, agrega Ankar» (56).

Todos estamos armados desde la mirada ajena, nos miramos desde el alma ajena (el otro de Bajtin, el sí mismo de Ricoeur). La mirada siempre encuentra una otredad a la que acepta o rechaza. Zima cuenta que los palestinos se clasifican de acuerdo con los exilios y al lugar donde residan. Para los israelíes, los palestinos son los que viven en Gaza o Cisjordania, no los que habitan dentro de sus fronteras como minorías. Para los sionistas los que viven dentro de las fronteras son árabes y para los israelíes moderados, árabes‒israelíes. Lina descubre que sus abuelos serían refugiados a secas. Palestina es la comunidad de refugiados más grande del mundo. «Importa no porque todos lo pasen mal, sino porque han sido desplazados por circunstancias históricas. Lo que importa es no perder la posibilidad del regreso» dice Zima (91‒92).

Si la crónica, como señala Mónica Bernabé, constituye un acto de intervención, es decir, posee una tendencia a lo performativo que a la vez es propia del arte en la actualidad, la escritura es «una forma de provocación capaz de desmontar las posturas e imposturas del simulacro y apuntar a una ética de la representación que (...) se origina en el lugar del rostro del otro» (2006:13). La protagonista siente que solo puede rescatar el pasado desde la aceptación lúcida de la catástrofe. Una vez más las míticas llaves que guardaron sus abuelos son inútiles. Volver a Palestina no es independiente del compromiso con la lucha por la liberación de la tierra. Concluye que «volver es un verbo muy cargado, muy esencialista. No había nacido allí, pero al ir a Palestina no podía dejar de decir que iba a regresar. ¿Cómo regresar a un lugar que no es de uno pero que sientes tuyo?» (Meruane, 2015:105).

«Volvernos otros» es un ensayo vasto que se centra en el análisis del lenguaje como instrumento de poder, cuestión planteada en la cita de David Grossman (1987): «Una sociedad en crisis forja, para sí misma, un nuevo vocabulario usando palabras que ya no describen la realidad, sino que intentan ocultarla» (113). El ensayo escribe (y describe) una búsqueda, dibuja un movimiento, el del pensamiento de la escritora.

Meruane «regresa» pero, de una manera distinta, con una mirada política. No basta con conocer el presente, hay que sondear el pasado y las vicisitudes del lenguaje —el mapa de las lenguas— que sirvieron para armar esta historia: «Las palabras son la escurridiza sustancia del mundo» (115). La larga persecución del pueblo palestino iniciada en 1948 solo se puede comprender en el recorrido por las palabras, en el trabajo de deconstrucción de un lenguaje utilizado políticamente para distorsionar y colonizar imaginarios, controlando la lectura del conflicto.[4] Los palestinos han sido colocados en el lugar de los bárbaros por un pueblo judío relegado históricamente a ese espacio por los alemanes. Se trata de «repetir el pasado judío en el presente de los palestinos» (125). Su examen pretende armar «una gramática de los silencios»; ya que «el silencio es una palabra imperdible» (117). Meruane cruza las lecturas de distintos lados y trata de abandonar cualquier discurso impositivo. Pero reconoce que no siempre se pueden equilibrar dos discursos opuestos. Israel ha construido un cerco, un gran gueto, que quiere condenar al olvido exiliando no solo los cuerpos sino palabras como imperialismo y conquista. Después de su nuevo viaje a ese territorio, la autora intenta desandar la gramática de los silencios miliares y colectivos; juntar los pedazos de sus casas y contar la historia. Para ello se hace cargo de

Llaves que nadie guardó, que ya no tintinean en los dedos. Todas ruinas mudas de la historia palestina: los objetos caídos en desuso que urden nuestros olvidos y la necesidad de recordar. Las letras del silencio dispersas sobre la hoja de papel, el repaso de la ese con el lápiz mientras vuelvo a la tarde de garúa sobre Hebrón y pienso que silencio es una palabra impenetrable. (117)

Sin embargo, al «volverse» sobre sí misma, sobre los otros lejanos y cercanos, propone una lectura de los pasos acallados de un pueblo condenado a perder su territorio, a ser despojado de las memorias. Meruane decide echar abajo ese muro alto y liso en que se han convertido las palabras. Su mejor arma es la literatura.

El viaje a la tierra ardiendo

En La tierra empezaba a arder. Último regreso a Siria de la escritora argentina Cynthia Edul se narra el encuentro con un país al borde de la guerra. El verbo arder, se repite dentro del texto vibrando en todos sus sentidos, en la acepción de sufrir la acción del fuego, experimentar el calor intenso y un sentimiento intenso, así como de sufrir una gran agitación.

El trayecto entre Buenos Aires y Siria motivado por un acontecimiento familiar concluye en el catastrófico encuentro con la guerra que asola al país. El libro se organiza en un prólogo y tres partes: «Tierras solares»; «La hora del té» y «La tierra empezaba a arder». El primer apartado narra la crónica del viaje a Siria, el segundo el encuentro familiar en Buenos Aires ya desatada la guerra y el tercero se centra en la situación en Siria y Líbano e incluye testimonios de víctimas y refugiados.

La crónica funciona como autobiografía familiar referida desde lo íntimo familiar y la narradora, desde un comienzo, marca la relación entre memoria y territorio en un país sometido a una brutal dictadura: «El pasado era ruina sobre ruina, tiradas así nomás, como a quien no le importa lo humano, ni la historia, ni tampoco el futuro, pero para nada» (9); «Habían destruido todo. Hamas, Homs. A Alepo la arruinaron, a la cuna del arte se la habían llevado puesta» (9). «Si para ellos, los míos, había siempre una tierra propia, yo entonces no tengo adónde regresar» (234).

«La Siria que vos conociste ya no existe más» dice la tía, el personaje más potente, desde la actualidad de la escritura. Y la cronista se pregunta cuál es la Siria que conoció: la de los abuelos, la de la madre y la tía o la suya con la boca seca y agobiada por el calor. El relato tiende varias líneas temporales. El presente va y viene entre 2010 y 2019, marcado por el regreso de la madre y la hija y la vuelta a Buenos Aires. El pasado se remonta a las primeras décadas del siglo XX con la llegada del abuelo a Argentina y sucesivos viajes a Siria que, en la ficción familiar, es el lugar de los tiempos felices.

La crónica tiene dos protagonistas: la madre, que vuelve, después de 40 años, al país donde había nacido y la hija argentina, la narradora, que visita por primera vez esa patria lejana y desértica, casi mítica. Se podría decir que los personajes realizan viajes distintos. «Siria no es la misma. Siria cambia todo el tiempo, aunque permanezca igual» (25). Siria es la patria de la madre «ella, en secreto, (la) sentía como su tierra» (17). Los tíos y su hijo están instalados allí. La herida familiar más profunda ha sido infringida por el abuelo cuyo legado arbitrario está atado a leyes consuetudinarias, que privilegian a los varones.

La nación se escribe desde dentro y desde fuera: desde la madre que se siente siria, desde la hija que no se reconoce en esa tradición. En la aceptación o rechazo de la ley de la tribu predomina la ley de la sangre. El país se ha transformado en un lugar anacrónico, ha retrocedido hacia el pasado en ese «sistema paranoico» que es la larga dictadura, con leyes islámicas. El primo forma parte de esa sociedad represiva y patriarcal e interpela a la narradora con la imposición —«Este es tu país»; «Sos una expatriada»— de una identidad extraviada. El viaje empieza en un Fiumicino, un lugar viejo y grisáceo, «un galpón donde no hay ni heladerías de lujo ni tiendas de moda esa decidida escenografía de periferia» (13). La llegada al aeropuerto sirio los enfrenta con el clima dictatorial.

Allí está la casa del abuelo, el edifico familiar que construyó en la doble vida entre Siria y Argentina: «Todo seguía igual, intacto en su decadencia, como si se pudiera ver el tiempo pasar, una fuerza que dejaba su huella, en los muebles, en el piso, en las paredes» (36); «Como si ese espacio del presente ya no se pudiera habitar» (36). Pero «La corteza del tiempo se empezaba a romper y mi madre, perdida como su madre, se encontraba finalmente con las experiencias pasadas, que ahora se hacían reales» (31).

Las historias tienen como centro a las mujeres: las tejedoras de la familia.[5] Entre ellas están la madre y la tía y, desde el pasado, la abuela. Viajeras a pesar suyo han vivido entre países y entre lenguas. Las memorias se entrelazan y la visita permite reencontrar lazos, reconocer y tomar distancia de las tradiciones. «La ley del desierto, la ley de las tiendas se perpetúa en esta historia» (35). En Damasco donde confluyen todos los tiempos, «todo, y todo junto» (29), es un mundo antiguo dominado por los hombres, donde las mujeres tienen vedadas las calles.

La narradora no maneja la lengua materna, aunque su sonido le sea familiar: «El árabe, que para mí siempre había sido la lengua de los secretos familiares y la lengua de los funerales, de repente lo envolvía todo» (33). La tía, poderosa y autoritaria matriarca, instalada en Siria, reclama su derecho a la propiedad. El tejido intersubjetivo devela una red de amores y odios atravesados por el poder en una sociedad donde se vive en la tensión entre la modernidad del pasado y la clausura del presente dominado por el islam.

La historia de la abuela adquiere autonomía y nos llega a través de la memoria familiar: una niña que fue enviada sola y recién casada a encontrarse con el esposo desconocido en América y terminó extraviada en su mente: «Que se instaló en la herida que dejó la separación» (26). Sacrificada por la madre fue comprada por la riqueza del hombre que vino de América. Conocemos por fragmentos la historia de la mujer encerrada en el silencio y sacudida por temblores: «Habla con las sombras... El abuelo ya está muerto y ella, ahora y siempre la vieja, siente que no corre más peligro» (34)». Para mí la abuela es su silencio y solo en la frontera marítima pudo ser dueña de su potestad. Ni de allá, ni de acá» (38). «Vio muchas cosas muy fuertes y escuchó el dolor. Los recuerdos eran un zumbido que no la dejaba dormir» (113). «La mirada busca en las calles las huellas de una identidad extraviada, busca y no encuentra» (26). Murmura dichos y habla con las sombras. Ella marca el extrañamiento, un extrañamiento que la ha condenado a un no lugar y a una no identidad. No se reconoce en el nombre que le dieron cuando bajó del barco ni en el que le pusieron en la infancia. La sanación no es posible, solo la ausencia y el silencio.

El regreso supone el viaje por las ciudades. Contempla con asombro un mundo milenario amenazado de ríspida convivencia entre pueblos enfrentados. En contraste, encuentro familiar en Yabrud; reunión con la familia materna desmembrada por la migración. Incluye la visita al colegio que lleva el nombre del abuelo donde comprueban que el pretérito, como las montañas, se conserva en ese pueblo de Qalamun donde «los regresos se superponían» (125). La narradora se siente interpelada por las sombras del pasado, en particular por la de la vuela, la niña vendida.

Edul introduce zonas ensayísticas donde se refiere a estudiosos del mundo árabe como Sami Naïr quien afirma que la primavera árabe no logró desarrollar la igualdad entre los sexos, apoyándose en razones religiosas que ya están en El Corán, un texto sagrado que ata a la mujer. Eugene Rogan considera que Nasser y el panarabismo abre el gran momento de secularización que se rompió después de su muerte.

La hora del té se inicia con la conversación entre las hermanas en Buenos Aires. La tía pide ayuda, Siria está condenada. «la conversación se vuelve nuestra forma de resistir a la muerte» (135); «Las cosas están muy feas. El lenguaje no puede hacer pie» (144). Poco a poco se encuentran con imágenes y voces que, desde la pantalla, intentan, con desesperación, hacer conocer la guerra lejana: ¿Y el mundo?, dice mi madre, ¿el mundo dónde está? El mandato de escritura corre por cuenta del tío: «tenés que escribir la historia de Siria» (163). Solo quedan las fotos del encuentro familiar en Yabrud, en el Qalamun,[6] «lo que había sido el gran reino de Zenobia». El relato está acompañado por fotos en blanco y negro con descripciones que le sirven para conservar lo que se destruyó. Su descripción. Las redes le acercan múltiples testimonios, escenas y relatos de la matanza y de la destrucción.

Cuando comienzan a visibilizarse los cuerpos muertos, torturados, desplazados por el régimen de Al Assad, Occidente simula sorpresa. Las primeras noticias aparecen en las redes sociales que dan lugar a la noticia cruda. Tamman escribe en Facebook: «Cincuenta mil personas (al menos quinientos de ellos son niños) están viviendo en lo que queda de Alepo, mientras el régimen avanza hacia ellos. Van a ser asesinados pronto (en la mayor masacre que pueda suceder) o se les dará la posibilidad de morir lentamente por la tortura» (208). Más adelante una foto donde un hombre yace tirado con un bolso y una mamadera. Allí se localiza el horror, aquello que se torna insoportable. Hamas, Palmira, Alepo son la geografía de la desolación, del terror.

La periodista invoca la frase del estudioso Samir Kassir «No es agradable ser árabe hoy». El tono del texto ha cambiado, la realidad incomprensible de la muerte lo tiñe todo. La narradora deviene cronista que se involucra con ese mundo destrozado convertido en campo de batalla internacional. La «primavera árabe» acaba en una guerra de sectas y la intervención extranjera coronó la matanza y destrucción de la población civil. La revolución abrió una caja de pandora. Como la dominación imperial ocultó y reprimió la identidad de sociedades que ahora aflora en la forma de guerras intertribales e interconfesionales.

En esta zona del libro se mezclan los tiempos del viaje con otros viajes a Nueva York, a Cerdeña, donde la narradora conoce a exiliados como Lina, la activista que pasó por las cárceles del muhbarat. Ya los refugiados sirios marchan por el mundo, huyendo de la catástrofe. Curiosa metáfora la de los innumerables campamentos nombrados como ciudades espejo. «Si para ellos, los míos, había siempre una tierra propia, yo entonces ya no tengo adónde regresar» (234).

El viaje a la tierra de las madres

La escritura de Ana Arzoumanian abre un espacio donde se mezclan diversos géneros: poesía, ensayo, teatro y ficción. Imágenes sonidos y palabras que ponen en juego fronteras, desarmando límites. «Es prosa poética. Poesía de frases largas, espasmódicas. Espasmos que son rezos, revelaciones, pero también testimonio, tratado amoroso, cuaderno de viaje, libro de “memorias”, glosas» (Manzur, 2022:4). Se trata de desarticular una gramática de guerra que sigue funcionando a través de la palabra y la imaginación. Se trata, como dice Georges Didi‒Huberman, de cavar «en la tierra fértil de los tiempos sedimentados... Habría que trabajar para revolver en el tiempo, o los tiempos» (2021:17). Y eso solo se logra con un pensar poético. La imaginación interpela a la historia, hace comparecer al pasado y enjuicia el presente.

Las novelas Mar Negro (2012) e Infieles (2017) son relatos testimoniales y poéticos que parten de la historia propia familiar y comunitaria. La protagonista recoge los restos de un pueblo condenado a la muerte y el destierro, sacrificado en la construcción de una nación. Las ficciones biográficas de los abuelos motivan el viaje a Turquía y Armenia, exploran el mundo y el pasado que los expulsó y aniquiló. La viajera del siglo XXI ingresa a un territorio donde el regreso armenio está prohibido. Allí la violencia y el sometimiento obra sobre cuerpos y letras que han sido condenadas al exterminio. La figura de los amantes, siempre de culturas distintas, se reitera en los libros desde distintos lugares. La mujer siempre se llama Ana y el encuentro de los cuerpos es violento.

La historia de Armenia, dividida entre Europa y Asia, tantas veces negada y desconocida, convertida en una isla rodeada de tierra, se dice en crónicas y poemas, en imágenes y canciones. La Armenia Occidental fue sacrificada en una operación de limpieza étnica. Un país sin tierra. Turquía se construye a costa de la aniquilación de una gran parte de los habitantes del deteriorado imperio otomano. Adriana Cavarero en su estudio señala que el genocidio armenio iniciado en 1915 inaugura lo que ella denomina el horrorismo, nuevas formas de la guerra que se imponen desde el siglo XX.[7] Las novelas de Arzoumanian se centran en este hecho y sus consecuencias. Una tercera generación que, a partir de los relatos de las víctimas, busca trazar nuevos mapas.

Mar Negro apela a la ficción y al testimonio, dividida en cuatro capítulos‒ciudades —Buenos Aires, Berlín, Jerusalén y Karabaj—, la historia no se devuelve solo en el tiempo, sino también en el espacio. Ana se ofrece como la traductora de ese territorio violento recorrido por embates imperiales. La narrativa del pueblo armenio está interrumpida por un genocidio silenciado y el posterior negacionismo; en sus líneas un doloroso enigma asociado, un original perdido en diásporas urgentes La historia ha quedado en las voces de las mujeres sobrevivientes o en las sombras de sus cuerpos muertos y vejados, abandonados al enemigo —la mujer y las hijas del abuelo—, o empeñadas en mirar hacia el pasado —la abuela que entregó al hijo fruto de la violación—. Son las madres que vivas o muertas fueron objeto de la devastación. El nudo del archivo se encuentra en el agujero donde nos encontramos con la falta. No podemos confundir la locación del archivo con el pretérito rígido y lineal, sino con aquello que no termina de ocurrir. El archivo incide en la visión del pasado, pero también encierra una dimensión del futuro. Lo que no se encuentra nunca concluido, se muestra como latencia de lo que podríamos no tener acopiado y nos empuja hacia el porvenir. La escritura puede ser el único rito de entierro de un martirio que sigue ocurriendo.

En Mar Negro el abuelo fotógrafo es el testigo ciego, que esconde la culpa detrás de la obsesiva visión de los cuerpos despedazados. Una y otra vez vuelve sobre su primera mujer y sus hijas abandonadas. Las cabezas cortadas en las imágenes inscriben la imposible representación de lo que dejó para salvarse. Encarna la figura del salvado de Primo Levi en eterna deuda con los fantasmas.[8] Arzoumanian emplea la máquina de la escritura para ir más allá de los cuerpos cercenados. El abuelo ha armado otra familia de hijo varón, pero está amarrado a los sucesos del pasado que siguen ocurriendo. Después de la huida nunca logra recuperarse: imagina, una y otra vez, la cruel muerte de las mujeres en el desierto, su estadía en los orfanatos, su esclavitud. Una memoria doble de la letra y de la imagen. «El abuelo es un trapero, un buscador de huesos» (Arzoumanian, 2012:19).

«Esta es una carta», señala el texto, una «arqueología de formas inestables». Se puede pensar que el libro establece de manera estratégica una afirmación o tal vez una definición. O quizás sea el recurso de la epístola, de esta particular epístola, lo permita la materialidad de una escritura que renuncia a la linealidad. En este sentido, la «carta inestable» puede ser entendida como una misiva que viaja del Mar Negro hacia la Argentina, una carta que condensa más de cien años de tránsito, un siglo entero de letra que no consigue llegar a su destino porque ese destino o esa cima todavía no se ha configurado. (Eltitt, 2011:4)

Ese hombre que no puede hablar realizó el largo trayecto de huida por el Ararat, escapó de la persecución, pero «vio fotos de colgados, de decapitados. Por ende, lo propio de su trabajo será recortar la apariencia del mundo en pequeños trozos». Fragmentar, descuartizar; nunca nada entero, el encuadre, el fragmento, lo que queda fuera de escena. El anciano fotografiando parejas en las plazas de Buenos Aires es el testigo que no quiere hablar y se apropia de escenas familiares ajenas. Ese personaje se configura como un signo narrativo, eslabón de esa «Turquía asiática donde se eliminaban nueve de cada diez armenios». El horror lo persigue y se transmite a la nieta.

Ana une historia y performance, al hacer una puesta en escena del cuerpo que se convierta en significante de esa protesta. Un cuerpo que ha sido despojado ontológicamente de su humanidad, atacado en su vulnerabilidad. La autora escribe para restablecer genealogías interrumpidas. Para ella: «Están huérfanos de verbo el asesino y la víctima». Entonces se fotografía y se escribe como un modo de ensayar una posible filiación: «¿Se puede tener un hijo por la garganta? ¿Acaso la filiación sea una manera de escribir con luz sobre el cuerpo? Algo que no puede ser negado» (Arzoumanian, 2012:15)

La narradora erige lo que se ha intentado exterminar; evoca la historia en la fábula, deja hablar a los muertos. A medida que el libro avanza, se va demostrando que entre vida y relato siempre hay cuerpos gozosos o dolorosos. En la segunda parte afiebrado y tembloroso el joven armenio que mata en Berlín a su verdugo, el Ex Gran Visir Talaat Pashá. La narración se condensa en escenas: la escena del tribunal, el conflicto entre ley y territorio, la tipificación del delito, la satisfacción que siente el supuesto «victimario» al hecho de vengar en suelo alemán la tragedia de su pueblo. En la sección final la protagonista propone «el arte como un acto terrorista, de amor y crimen; cómo se infiltra la inspiración artística en la violencia sobre el cuerpo de las acciones únicas» (Jeftanovich, 2017:317).. Hay que apostar a la poesía y a la palabra: «En el pasaje de una lengua a otra algo siempre queda, aun cuando nadie pueda recordarlo. Las lenguas preservan más que los hablantes» (Arzoumanian, 2017:23).

En Infieles el mandato de la abuela materna lleva a Ana a Ereván, la capital de Armenia oriental y luego a Estambul, a buscar las huellas del viaje de comienzos del siglo XX. «Eso es el goce de la vida mundanal, pero junto a Dios está la hermosura del retorno. El sello en el pasaporte de mi abuela: sin retorno posible» (2017:43). Mi abuela volvería a la casa donde vivía. Pediría entrar, pasar al jardín, juntar tierra. Se traería la tierra para que después de las palabras yo le tire esta tierrita sobre el cajón, su cuerpo» (2017:34).

En un mundo que se mueve entre amos, la alteridad se marca como la no cultura, en todo sentido, religioso, genérico, lingüístico, etc. La narradora intenta explicarse la intolerancia, emplea fragmentos del Corán a modo de letanía. Trata de entender esa artificial separación que no logró desterrar lazos que se habían forjado en el imperio otomano que permitió la coexistencia, religiosa y étnica. En acciones muy alejadas de la épica, Turquía elimina y expulsa al diferente, lo marca como «asociador». El genocidio busca «des‒armenizar» arrancar todo rastro de los otros. En un gesto que anticipa el nazismo se remueven poblaciones enteras, alcanza a un millón y medio de habitantes, muchos empujados a morir en el desierto. Masacrados en sus aldeas y deportados al desierto sirio para morir de hambre, inermes lanzados a los largos caminos de Asia, condenados al desierto, pierden la vida más de un millón de armenios. El Monte Ararat, «la montaña del dolor», se erige como símbolo de un pueblo y de su destino: Armenia acaba reducida a un territorio mínimo Lo más terrible es el silencio que se cierne, desde el primer momento.

Voy a Estambul. Hacia la Nueva Roma. Hacia los azulejos decorativos. Hacia la alfombra para el rezo, el servicio del café y los banquetes a la turca. Voy hacia la tradición de comer de las bandejas en el piso. Voy hacia el cristal en el protocolo otomano. Voy hacia una isla sin serpientes ni escorpiones venenosos (...) Todo el mundo es una morada, pero Sultanahmet es una cárcel. (2017:31)

La escritora juega con geografías y lenguas, refiriendo la convulsionada historia de un pueblo que no responde a la idea de nación moderna. El pueblo armenio, aún en su larga marcha hacia la muerte, mantiene lazos imborrables con los turcos, en todos los órdenes, en especial en su cultura. La narradora intenta comprender cómo se vive en ese límite, entre culturas. Se apoya en el Corán cuyas oraciones, repetidas de modo letánico, cifran la guerra santa. Arzoumanian provee cifras y mapas que hablan de Estambul y de Anatolia, originalmente Anadolu, la tierra llena de madres y, sobre todo, recoge historias de vidas. «Una madre es un cuento sobre una madre, una canción... Una madre es mi abuela yéndose de Constantinopla, sola y sin hijo» (2017:31). (Los cuerpos asumen distintas posiciones violentas en la guerra y en el sexo). El retorno de los expulsados está prohibido, la escritora se protege en su pasaporte argentino.

El relato de la historia de la abuela se desgrana en forma paralela a la relación sexual de «Ana» con un misterioso amante turco. Como si el relato se sostuviera sobre dos elementos fundamentales: los cuerpos que son aniquilados y torturados y los cuerpos que gozan. En ambos casos se encuentra presente la violencia. En el trance de conquista las mujeres quedan atrapadas, sus cuerpos cautivos, escondidos, usados, violados. Los niños son vendidos, asesinados «los hijos abandonados en los árboles no volvieron a cerrar los ojos nunca más» (Arzoumanian, 2017:157). El marido de la abuela va a la guerra convocado por el imperio, condenado a muerte por el mismo, la abuela debe huir en medio de la masacre, ocultarse en la locura. Vidas precarias reducidas a pura materia maleable, obligadas a entregarse y entregar a aquellos que deben proteger. Ana, la nieta, parte de Buenos Aires para buscar inútilmente al hijo de la abuela, siguiendo su relato. La nieta ha perdido la lengua y sus movimientos están signados por el control de los verdugos.[9]

La lengua es uno de los temas centrales de ese retorno imposible, al que han sido condenados los armenios y sus descendientes. Los llamados millet han quedado fuera del diseño nacional. El armenio es una lengua en vías de desaparición, incluso la grafía original. Los turcos quemaron sus libros y cambiaron el alfabeto. Las escrituras se volvieron ilegibles: «El armenio occidental que no se habla en Armenia, el turco que no quiere ser hablado, el castellano cuya total asunción es vivida como una pérdida de un idioma sin anclaje territorial, ni nacional, nos describe la singular condición diaspóricas.[10]

El cuerpo de la narradora escenifica una dislocación de lo visual a lo táctil: no sentir el cuerpo, violentarlo aun en el sexo. La máquina sensorial, el cuerpo como superficie en la que se inscriben los hechos y los placeres se construye ausente y desierto. Para Diamela Eltitt la pregunta que atraviesa la escritura de Arzoumanian es «¿Cuántas memorias portan las memorias en la memoria?».

Todos los días estoy desembarcando, desembarcando como naciendo. Todos los días me voy de Armenia y no vuelvo. Todos los días llego a la Argentina donde escribo, imagino, leo; aquí es donde vivo. Aquí donde pienso, a veces, en esa saña dislocada, desubicada ya de su comienzo y que cohabita en el mundo argentino. Vivo en Buenos Aires y escribo como quien buscara lavar la herida. (2021:4)

Una escritura dislocada dice Eltitt. Relatos de viajes en el tiempo y en el espacio que muestran cómo navegar un archivo desde la fragmentación y el silencio, dejando constancia de sus huecos, de sus «males». «Capas sobre capas sobre capas» (Eltitt, 2017:156). La escritora apela a relatos orales y escritos al mismo tiempo que emplea la fuerza de las imágenes, reiteradas en la cultura armenia. Uno de los temas importantes remite a los límites de la palabra, incluso los sonidos tanto de presencias como de ausencias. En el final se expresa el escepticismo. «Me repetiré a mí misma/ Esto es lo que se sabe./ Esto es lo que se sabe. ¿En qué relato, después de esto, creerán?» (2017:156).

Un libro de prosa poemática Del Vodka hecho con moras (2015) permite recorrer la geografía y la historia actual de la Armenia Oriental. El protagonista es un soldado armenio que ha combatido contra los azeríes:

No sos mi hermana porque mirás el mapa donde lo mío es sobre todo mi distancia. Un territorio crea un adentro y un afuera. Un adentro. Un afuera. Y un pasaje de uno a otro lado. ¿Acaso hay afueras para tu Armenia de al lado que no tiene después? ¿Y que no tiene nombre más que este ruido que hacen las fichas al caer sobre un juego de tabli? (2015:48)

La busca del pasado en la memoria y en la tierra confronta con la catástrofe de los presentes que remite al futuro. Una narrativa de la derrota las reta con la responsabilidad. La condición de sobreviviente es particularmente clara en Arzoumanian: «Problema que genera el fantasma de fragmentación en las generaciones siguientes, y una identidad en el sujeto diaspórico armenio siempre en cuestión ya que debe conjugarse con un sin cuerpo no identificado» (Arzoumanian, 2008:27).

La filósofa italiana Adriana Cavarero propone nombrar la violencia contemporánea desde el lugar de las víctimas y sugiere el término horrorismo, que intenta dar cuenta tanto del horror de lo que pasa como de la sensación que producen las escenas lacerantes. Tania El Khoury —artista visual y performer libanesa— arma una instalación fuerte que recorrió el mundo, Gardens speak (Los jardines hablan) tumbas con parlantes, que encierran el testimonio de alguien —hay de gente muy joven— que murió en la primavera árabe, torturado o desaparecido por el régimen; que ella recopiló ahí. La artista palestina Reem Bader armó La celosía de Jenin, que nos hablaba de la matanza de sesenta y tres personas en un campo de refugiados en el año 2002 por parte de un ejército israelí. Sesenta y tres cabezas abren sus huecos, impolutos, idénticos, en rigurosa hilera, en un enorme muro, como un homenaje a la ausencia sin nombre, sin identidad, sin rostro, porque representan a muchas más. En cualquier caso, los agujeros son idénticos, pero las sombras que proyectan sobre el suelo nunca lo son.

Un arte que pone en evidencia lo que se oculta, donde los cuerpos y los nombres importan, que rescata lenguas y memorias. Una escritura gobernada por una ética del decir, que tiene un carácter performativo, al mismo tiempo un discurso que no solo es alegato sino poesía, documento, gesto, acción. Una palabra literaria que recupera su valor antropológico y busca las llaves para dejar suelta las memorias de los pueblos.

Referencias bibliográficas

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Notas

[1] La distancia, lejos de ser objetiva, impersonal, física, «establecida», es un producto social; su magnitud varía en función de la velocidad empleada para superarla (...) Vistos retrospectivamente, todos los demás factores socialmente producidos de constitución, diferenciación y conservación de las identidades colectivas —fronteras estatales, barreras culturales— parecen meros efectos secundarios de esa velocidad. (Bauman, 1999:21).
[2] «El sujeto nómade es un mito, es decir, una ficción política que me permite analizar detalladamente las categorías establecidas y los niveles de experiencia y desplazarme por ellos: desdibujar las fronteras sin quemar los puentes. La elección de esta figuración lleva implícita la creencia en la potencia y la relevancia de la imaginación, de la construcción de mitos, como un modo de salir de la estasis política e intelectual de estos tiempos posmodernos» (Braidotti, 2000:30‒31).
[3] Volverse Palestina ha conocido, hasta el momento, varias versiones en las que ha ido evolucionando de un modo significativo. Trabajaré con la versión aparecida en 2015.
[4] «Una lengua que tiene la capacidad de articular la condición humana como una relación afectiva con la opresión, la humillación, la violencia, la pobreza, la ignorancia, la desnutrición, pero que al mismo tiempo tiene el poder de darle forma a lo humano como aspiración a la libertad, la salud, la representación política, la diferencia y la erradicación del hambre» (Bhabha, 2013:20).
[5] «Tiendo el hilo, hacia adelante y hacia atrás, como los tejedores de mi familia, que así hicieron su vivir, para que se despliegue la trama y la escritura encuentre su origen» (10).
[6] Qalamun es una región montañosa y escabrosa localizada al este del Valle de Bekaa, en el Líbano. Durante la guerra, la región se convirtió en un punto clave para ambos bandos. La gran batalla se dio el 15 de noviembre de 2013.
[7] «El crimen, más que simplemente llevado a cabo, es puesto en escena como una ofensa intencional a la dignidad ontológica de la víctima. Con toda evidencia, la cuestión no es a quién matar sino deshumanizar, ensañarse sobre el cuerpo en cuanto cuerpo, destruyéndolo en su unidad simbólica, desfigurándolo. En el acto que golpea al humano en cuanto humano, el horror es, por así decir, abrazado con convicción por los asesinos. Como si la repugnancia que ello suscita fuese más productiva que el uso estratégico del terror. O como si la violencia extrema, vuelta a nulificar a los seres humanos antes aún que a matarlos, debiese confiar más en el horror que en el terror» (Cavarero, 2009:25).
[8] Arzoumanian, que es abogada, ha trabajado la cuestión del genocidio. Su libro texto, El depósito humano. Una geografía de la desaparición, trata sobre la diáspora armenia en Argentina.
[9] En un relato publicado en la sección «Diarios Íntimos» del Diario Clarín, Arzoumanian, en «Una mujer de familia armenia», habla de su autobiografía: «Los fines de semana íbamos a la casa de la abuela, la que sí había tomado un barco, aquella que sólo hablaba algunas palabras de castellano para hacerse entender en el barrio. Y la abuela contaba siempre esas historias: las cabezas cortadas rodaban y, sin embargo, hablaban. ¿Cómo una cabeza puede estar separada del cuerpo y, a pesar de ello, hablar? De algún modo, para aliviarme, pensaba que la abuela fantaseaba. Recién de grande, cuando vi en una película cómo degollaban a una gallina y aún así, aún con la sangre caliente, la gallina expulsaba una especie de cacareo, inferí que era cierto, pesqué la realidad de la imagen, su ferocidad» (26).

Información adicional

Para citar este artículo: Perilli, C. (2023). Viajes tras las tierras perdidas. El taco en la brea, (17) (diciembre–mayo). Santa Fe, Argentina: UNL. e0096 DOI: 10.14409/eltaco.9.17.e0096

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