Papeles de Investigación

Una escritura abierta a todos los temblores por venir: fondo de escritor, afectos y legado en Libro de Manuel de Julio Cortázar[1]*

A writing open to all the tremors to come: writer's archive, affections and legacy in Libro de Manuel by Julio Cortázar

Lisandro Relva
Universidad Nacional de La Plata, Argentina
Université de Poitiers, Francia

El taco en la brea

Universidad Nacional del Litoral, Argentina

ISSN: 2362-4191

Periodicidad: Semestral

vol. 10, núm. 18, e0114, 2023

eltacoenlabrea@gmail.com

Recepción: 01 Marzo 2023

Aprobación: 05 Septiembre 2023



DOI: https://doi.org/10.14409/eltaco.2023.18.e0114

Para citar este artículo: Relva, L. (2023). Una escritura abierta a todos los temblores por venir: fondo de escritor, afectos y legado en Libro de Manuel de Julio Cortázar. El taco en la brea, (18) (junio–noviembre). Santa Fe, Argentina: UNL. DOI: 10.14409/eltaco.2023.18.e0114

Resumen: Este artículo se propone volver sobre la novela Libro de Manuel, de Julio Cortázar, desde una perspectiva archivística para indagar la forma singular en que esta problemática escritura de Cortázar participó de su propio presente, forma que la vuelve susceptible de integrar una memoria intergeneracional abierta, un legado por venir, en la medida en que la apuesta del escritor por una imbricación entre escritura literaria, afecto y política se torna legible a la luz de las coordenadas históricas actuales. La mirada desde el archivo —en particular desde el Fondo Cortázar del CRLA‒Archivos en Poitiers, Francia— nos permitirá leer los sentidos latentes —pero ilegibles hacia los años setenta— en el pulso escritural cortazariano.

Palabras clave: Cortázar, archive, participación, afecto, legado.

Abstract: This article aims to revisit Julio Cortázar's novel Libro de Manuel from an archival perspective in order to investigate the singular way in which Cortázar's problematic writing participated in his own present, a form that makes it susceptible of integrating an open intergenerational memory, a legacy to come, insofar as the writer's commitment to an interweaving of affection and politics becomes legible in the light of current historical coordinates. A look from the archive —in particular from the Cortázar Archive of the CRLA Archives in Poitiers, France— will allow us to read the latent —but illegible by the 1970s— meanings in the pulse of Cortázar's writing.

Keywords: Cortázar, archive, participation, affection, legacy.

te escribo una carta porque no puedo hablar de vos, sino con vos. y es así porque sos un compañero, parte mía, compañía, y de eso no se puede hablar, se puede hablar con eso. (...) en corrientes y esmeralda, en otros tiempos, vi pasar a escritores que nunca dejaron el país y escribían como un francés cualquiera. yo entendí mejor a buenos aires leyendo lo que vos escribías en parís. así es tu grandeza, así tu amor. también entendí mejor el mundo leyéndote. o sea, lo quise más. creo que no sería difícil demostrar cómo y por qué tu literatura es más audaz que la de borges, más inicial, más misteriosa y perfecta, es decir, más abierta a todos los temblores por venir, más cariñosa del presente y, por eso mismo, más respetuosa o dolida del pasado. a vos siempre te veo —como tu personaje— inventando un camino para ir de una ventana a otra ventana, del misterio de un puño a los crepúsculos de mozart, de un ser a otro, y otro, y otro, y otro.

Juan Gelman, «Carta a Julio Cortázar», 1984

El archivo y el fondo de un escritor: comunidades lectoras en escena

La novela Libro de Manuel (1973), de Julio Cortázar, configura un momento singular en la escritura del autor argentino en múltiples sentidos: si por un lado marca un punto decisivo en la «curva descendente» del interés de la crítica académica por la obra del escritor (de Diego, 2000), por otro significa una tentativa de participación política a la vez que una apuesta por las potencialidades del trabajo artístico para decir una época —o al menos, un acontecimiento que haga temblar una época—, todo lo cual la volvió objeto de numerosas polémicas (Peris Blanes, 2006). Jalonada por una narración fragmentaria y elusiva de la historia de «la Joda» —un grupo de latinoamericanos exiliados en París cuyo plan es secuestrar a un diplomático, «el Vip», para exigir un rescate que sirva a la lucha armada en América Latina— que se articula con el armado siempre en proceso e inacabado de un libro‒álbum para Manuel, hijo de dos de los miembros de la Joda, la novela se mueve en una constante hibridación genérica que hace bascular todas las categorías narratológicas (Rama, 1973; Orloff, 2014). En un trabajo recientemente publicado (Relva, 2022), he analizado material y discursivamente tal hibridación en los términos derrideanos de una «participación sin pertenencia» (20). La presencia insoslayable y orgánica de múltiples recortes de prensa vinculados a la violencia estatal y paraestatal en la región, articulados entre sí y con la escritura narrativa mediante la técnica del collage, constituye uno de los métodos compositivos de la novela en cuestión y ha sido revisada —en tiempos recientes y sucesivamente— por la crítica especializada (García, 2015; Gómez, 2013; Klein, 2019 y 2021).

Ahora bien, ¿cómo leer hoy, en un tiempo histórico que ya no es el del siglo XX, la relación compleja entre la novela y esos documentos que participan de ella? ¿Cómo hacen para inscribir ahí, en el ámbito de la narración, un grano irreductible de historicidad? ¿Qué legibilidad adquieren desde nuestro presente? ¿Qué afectos lectores se movilizan ahí? Mediante el trabajo con materiales inéditos, este artículo comienza preguntándose por los modos en que la escritura cortazariana constituye el archivo de Libro de Manuel para, finalmente, pensar sus formas de participación política desde la figura conjetural del legado —esto es, un don que es posible actualizar entre generaciones diversas.

En octubre de 1973, durante una entrevista televisada y recientemente aparecida con la periodista Silvia Lemus, Cortázar explica que su contacto con los documentos finalmente incluidos en Libro de Manuel tuvo lugar durante las sucesivas reuniones que sostuvo, desde mediados de 1971 y hasta 1973, como miembro del «Comité para la defensa de los presos políticos en Argentina» (CODDEPA), que a su vez trabajaba en coordinación con un comité equivalente para los presos políticos uruguayos (ver Chama, 2016:14). Sobre dicho comité nos interesa considerar que, en una entrevista radial concedida a Hugo Guerrero Marthineitz en abril de ese año, el escritor aseguraba que los vínculos entre lxs participantes no estaban dados por una formación o especialidad compartida:

hay más bien amistades, y además coincidencias de tipo ideológico, es decir, en grupos de gente que luchan por una idea revolucionaria en un plano más o menos activo, ahí se juntan pintores, escritores, deportistas y gente que no tiene ninguna profesión definida. (Cortázar con Marthineitz, 1973)

Como en un juego de mutuas alusiones establecido con la propia novela, la responsabilidad asumida ante la urgente necesidad de denunciar la persecución política y los crímenes cometidos por la dictadura de la autoproclamada «Revolución Argentina» (1966‒1973) tiene lugar como práctica colectiva, de manera organizada y comunitaria, en el encuentro con otrxs y sus experiencias específicas de lucha. En el marco de un proceso más amplio de coordinación, convergencia y solidaridad internacional de las fuerzas resistentes que alcanzó características masivas a fines de 1972 y en los inicios de 1973 (Eidelman, 2009:14), el comité pone en marcha múltiples mecanismos colectivos vinculados con tareas de investigación, resguardo de cables de información, circulación de informes y denuncias, que se dan en paralelo con una práctica de archivo más personal que Cortázar venía sosteniendo en forma privada: los 1666 documentos que hoy constituyen el Fondo Cortázar residente en el CRLA‒Archivos de la Universidad de Poitiers, fueron reunidos por el propio escritor a lo largo de años de escrituras, lecturas y reescrituras que se reenvían mutuamente. Cercana en muchos sentidos a los «archivos de escritor»,[2] la categoría de «Fondo de Escritor» alude al «conjunto de materiales (...) que un escritor recopila sobre su obra o que constituye como archivo de sus producciones y que permite conocer sus procesos de escritura, su trayectoria y los acontecimientos vinculados a su vida artística o política» (Gómez, 2015:2) y, en este caso, constituye una vasta red hecha de «hilos de Ariadna» (Gómez, 2020:3) de enorme relevancia para volver sobre el proyecto compositivo de Libro de Manuel y su participación pionera en el «activismo artístico» (Klein, 2019) que orientó en gran medida las vanguardias latinoamericanas de los años setenta y los primeros ochenta. Lo que una lectura con el archivo —y con este Fondo en particular— abre es la posibilidad de recuperar sentidos que estaban ahí pero que, por diversas razones, no estaban visibles —no eran legibles—, y fueron dejados de lado.[3] En este sentido, la mirada de archivo que me interesa practicar consiste en volver a pasar el rastrillo, con cuidado y ojos atentos, para ver qué es lo que quedó postergado por insignificante, «vale decir por no responder a las significaciones dominantes del momento» (Goldchluk, 2019:127), tras el paso de las grandes lecturas que consagraron o condenaron esta novela. Si me interesa especialmente dar a leer parte de este archivo otro de Cortázar —que no es el de los grandes manuscritos guardados en las universidades norteamericanas— para volver a leer con él el proyecto creativo de esta novela es porque, así como los documentos que componen Libro de Manuel llegaron a las manos del escritor a través de una determinada forma de participación, organización y militancia colectiva, el paso que va de los papeles en cajas de supermercado a la constitución del Archivo digital de libre acceso —ahora disponible online en Nakalona (https://cortazar.nakalona.fr/presentation)— es también el resultado de múltiples apuestas, gestiones y redes de cooperación y solidaridad internacional, de muchas manos y manualidades, de intensidades vitales y de afectos lectores que se sustraen a la economía capitalista del conocimiento para construir un archivo plebeyo (Goldchluk, 2020:250)[4] que desestima el valor de cambio. Con Didi‒Huberman me pregunto, entonces, «cómo fue posible el milagro de que este texto [estos 1666 textos] llegara hasta nosotros» (Didi‒Huberman, 2015:1), que sobrevivieran al primer envío por correo y al probable enmohecimiento en cajas nada convenientes para su conservación, que se empecinaran en transitar el camino que va de lo privado a lo público en un tiempo anterior a ese «proceso de toma de conciencia en relación a la necesidad de cuidado y preservación de archivos» que se ha dado en llamar «giro archivístico» (Caimari, 2020). Este es el milagro secular de un trabajo en comunidad que el propio escritor se encargó de comenzar cuando, lejos de descartar los documentos que iban componiendo su recepción crítico‒periodística por excesivos, eligió leerlos con cuidado, guardarlos, preservarlos y buscarles, si no un domicilio definitivo, sí el contacto con una archivista, Gladis Anchieri, que supiera qué hacer con esos papeles que, cuestiones de propiedad intelectual aparte, eran y no eran suyos, alojaban la memoria intensa de una polifonía sucesiva: se trata de conversaciones singulares que sobreviven en el archivo y que actúan porque abren la obra a nuevas posibilidades lectoras, afectando la interpretación que hacemos desde nuestro presente de «todo lo que giró en torno a Manuel» (Cortázar, 2012:16). Susana Gómez reflexiona sobre esa forma singular de conservación de la memoria en los documentos:

«Conservar» atiende a la textualidad inscripta en ellos por fuera del lenguaje verbal: es texto —dispositivo pensante— también aquel disperso en otros espacios de la cultura que son receptados por las palabras del escritor o del crítico, atendidos en su in‒materialidad semiótica, su presencia en la mente y el recuerdo de la colectividad.

Nos atrevemos a decir que la selección de aquellos textos o documentos para su resguardo futuro, por parte del propio Cortázar, trasciende el individuo en una decisión solitaria como lo sería la elección de un tema para narrar o una anécdota; lo involucra en tanto que participa de la colectividad, del común en que se crean los textos/documentos. (2020:4)

De este modo, cada documento que integra el archivo está a su vez sobredeterminado por la intensidad afectiva del conjunto: «esas relaciones de afectación están presentes en todas las tareas involucradas alrededor del archivo» (Goldchluk, 2019:128). Como investigadorxs sabemos que este es un terreno de trabajo colectivo y un trabajo en el terreno colectivo de un archivo con muchas intervenciones y muchas firmas que se sigue expandiendo con cada nueva investigación, cada nuevo contacto de los documentos con lxs lectorxs en la navegación web o en el encuentro háptico con la materialidad de los papeles. La afirmación de que el tiempo del archivo es el futuro anterior se vuelve evidente en este trabajo en común en que las manos inquietas intervienen y participan de un sentir que retrospectivamente performa una comunidad posible porque pone a circular esas vidas que están involucradas en el archivo (128).

Escritura y sobre-escritura: recuperar los afectos que no fueron leídos

El Fondo Cortázar se organiza en setenta y cuatro carpetas. La n° 18 lleva el título de «Libro de Manuel» y se compone de ochenta y tres documentos que tratan la novela en distintos formatos y registros: treinta y cuatro son en español, treinta en inglés, catorce en francés y tres en alemán. Se trata de textos —en su mayoría publicados en periódicos y revistas especializadas— que Cortázar recibió, leyó, guardó y en los que, en ocasiones, también dejó marcas de sus propias lecturas que se entraman con la escritura de lxs críticxs. Como en gran parte del resto de las carpetas, en estos papeles encontramos lo que Susana Gómez (2015) ha sabido denominar «trazos críticos», inscripciones que van desde extensas glosas hasta subrayados, pasando por propuestas de conversación o breves gestos de afirmación, sorpresa o desacuerdo, y a través de las cuales «Cortázar puede rastrearse como un filólogo» (Gómez, 2015:4) —en la medida en que su función autor‒lector de su propia recepción crítica vuelve legible y legitima (o no) la firma precedente— pero que a la vez obran como huella de algo no fácilmente precisable que atañe a «la vida que ha estado involucrada» (5). Su espesor semántico no reside tanto en su valor sígnico sino en su aparición ahí, en esa materialidad precaria de una escritura junto a la escritura de otrxs, «signo de algo que ya no es posible materializar, phantasma de sí» (3), testimonio legible de un encuentro en otro tiempo hasta entonces ilegible, una sobre.escritura que funciona como lo otro del texto crítico (Luna, 2021:9).[5] La letra invariablemente manuscrita de Cortázar en su contacto con el papel amarillento se vuelve vestigio de una presencia lejana y cercana a la vez, registro de una mirada en empatía con sus lectorxs, y es así capaz de recuperar sentidos y sentires históricos que no son ya dominantes en la era del Google Docs y la co‒edición en línea. Y es que «los documentos que nos ocupan hablan no sólo a través de los signos escritos, sino también por la propia materialidad de los soportes» (Goldchluk, 2020:246). Los ritmos y los sentidos de esos intercambios, de esos contactos afectivos, se dejan leer en el óxido que los clips fueron dejando en los folios, en las marcas de los pliegues indeterminables cuya fragilidad condiciona la lectura actual de lxs investigadorxs, en los orificios laterales para disponer un ordenamiento y una forma de archivación que, conviene ser enfático, empezó en la decisión de guardar (cuidar) por parte de Cortázar. En muchos casos, los textos le eran enviados para obtener de su parte una primera lectura previa a la publicación del estudio en cuestión, en un juego en que autorx y críticx rotan sus papeles. Así ocurre con el artículo «Cortázar: el libro de Andrés+Lonstein=Manuel» de su amiga y crítica literaria Ana María Hernández, en el que se incluyen fragmentos de la correspondencia entre ambxs y en donde el gesto de lectura por parte de Cortázar —que esos trazos permiten reconstruir— «nos dice no sólo una respuesta a un diálogo sino que implica el acto voluntario (voluntarioso) de reconocer al otro en su capacidad de habilitar las lecturas» (Gómez, 2015:4), lo que a su vez supone un ejercicio de desapropiación del sentido de su obra. Como explica Gómez, esa tarea de selección cortazariana de documentos de su propia recepción con miras a una conservación indeterminada involucra su escritura en un común del que ya no es separable. El origen y la destinación vuelven así ostensible su necesaria imbricación material: la lectura desde el archivo no puede sino hacerse cargo de las formas complejas en que esos archivos participan de la novela en la medida en que, al ser resultado de una trama afectiva, la habitan en un lugar indecidible entre su adentro y su afuera. A continuación, recuperaré algunos aspectos y pasajes del extenso artículo de Hernández conservado en el archivo del CRLA‒Poitiers para dar a ver el modo en que los afectos producen una falla, o más precisamente, una fuga de sentidos en la novela, volviéndola hogar de hallazgos lectores por venir.

Como anticipaba, este reconocimiento de Cortázar a sus lectorxs se da a veces bajo la forma de la aprobación, a veces como disenso: a lo largo de las treinta y dos páginas del texto de Ana María Hernández pueden verse numerosas marcas, hechas en todos los casos con birome azul. Comentarios en los márgenes, signos de interrogación, notas al pie, subrayados, tachaduras, marcas laterales para enfatizar un párrafo, van testimoniando una experiencia de trazo‒lectura crítica de la crítica, una conversación diferida, el cruce de sucesivos actos de habla en la inmanencia de la materialidad textual, lo cual supone que «la palabra redactada difiere de un subrayado, y que tanto el ejercicio del crítico como la respuesta de Cortázar (...) pertenecen al mismo uso de la palabra en relación con lo literario» (Gómez, 2015:4). Solo que, en esta oportunidad, es el trazo de Cortázar (ya no escritor sino lector atento de su propia recepción) el que se inscribe como lo otro del texto crítico en tanto sobre‒escritura.

Si al inicio de la página a la izquierda se observa la marca con cuatro rayas verticales al margen del epígrafe, hacia la mitad de la hoja Cortázar agrega una nota al pie «artesanal» para desmarcarse de la consideración de Hernández según la cual la intención celebratoria del hombre nuevo que Libro de Manuel propone no habría logrado «desalojar “el lado oscuro” de la sensibilidad cortazariana», ligada con la tematización de la muerte bajo las figuras de morgues, hospitales o cementerios: «(1) nunca me lo propuse», responde el escritor, en un posicionamiento coherente con la escritura que aparece a continuación en el cuerpo de texto. Transcribo el párrafo de la crítica:

Pronto me di cuenta de que el artículo no llegaría a ninguna parte mientras insistiera en considerar a Marcos y a Andrés como los principales principales de la novela, o la proyección política de la misma como el tema central (2). Más aun: me di cuenta de que al propio Cortázar acaso le había ocurrido algo por el estilo: conscientemente se sentó a escribir un libro político, pero lo que salió fue algo más: salió también el libro de Lonstein.

Cortázar subraya la repetición de la palabra «principales» (escribe «?» y después lo tacha) y la frase «conscientemente se sentó a escribir un libro político». Se detiene ahí y en el margen agrega «NO» en mayúscula.

El trabajo de Hernández, publicado hacia 1975, propone leer la novela en una clave junguiana planteando la recurrencia, en Cortázar, de dos arquetipos: el niño‒dios (o mesiánico) y «la sombra». La crítica procura así analizar lo que Jung denomina «individuation process».

Esta clave interpretativa conduce a Hernández a sostener que Libro de Manuel resulta, en verdad, no del cruce de las posiciones extremas que representan Marcos y «el que te dije» —entendidos como «el típico hombre de acción» y «el puro hombre de pensamiento», respectivamente (17)— sino de la dualidad establecida entre Andrés, que se presenta como posibilidad de integración a la colectividad (es quien asume la tarea de continuar el álbum interrumpido para Manuel), y de Lonstein, exponente de la autarquía creativa (el cordobés judío que pretendería dar las disputas en el plano de las estructuras —lingüísticas y societales—, promoviendo el principio activo de la invención lexical y del onanismo como catalizadores de «las otras muchas fracturas que hay que practicar sensaltro en el esquema del ántropos» [Cortázar, 1973a:224]). Ahí el trazo manuscrito de Cortázar vuelve a intervenir la escritura crítica con una nota al pie: «(1) Marcos es más que eso. No olvides los diálogos con Ludmilla la noche en que se acuestan juntos. Falta un > desarrollo, por razones de apuro, pero Marcos está más presente de lo que te parece» (Cortázar, archivo, p. 16). La propuesta de desplazar al personaje de Marcos para postular una «posibilidad Andrés» y una «posibilidad Lonstein» paralelas y convergentes de las que la novela emergería, encuentra en este trazo una resistencia de parte del autor, renuente a la caricaturización de los protagonistas de la Joda mediante su atribución a «tipos» sociales. Sin embargo, es ciertamente con Andrés que se establece el vínculo más autobiográfico. Hernández escribe (figura 3):

Y si bien Andrés decide (¿decide?) terminar el libro de Manuel, sólo lo hace después de mil dudas, pesadillas, olvidos y obsesiones, y siempre nos queda la sensación de que en realidad Andrés se ve empujado por las circunstancias a participar, y que al hacerlo le está haciendo violencia a su verdadera naturaleza, que funciona en otra onda. (1) [17]

Una vez más aparece la nota al pie cortazariana como acto de habla y como huella (Gómez, 2015): «(1) Como yo. Pero Andrés seguirá. Como yo.». Cortázar enhebra sus decisiones escriturarias con «el confuso y atormentado itinerario» (Cortázar, 1973a:7) de su personaje, ese Andrés Fava que tiene su misma edad y al que

le había tocado justo la generación anterior, y no parecía estar demasiado en el jerk y el twist de las cosas, por decirlo de alguna manera, el muchacho estaba todavía en el tango del mundo, el tango de la inmensa mayoría aunque paradójicamente fuera esa inmensa mayoría la que empezaba a decir basta y a echar a andar. (Cortázar, 1973a:77)

¿Cómo sigue Andrés? ¿Cómo sigue Cortázar? ¿Por dónde? Es en la configuración de este personaje donde verificamos un proceso decisorio —cuyos conflictos internos subtienden en definitiva la trama novelesca— que tiende a la convergencia. El itinerario de Andrés en la novela es el de quien participa sin pertenecer, resistiéndose hasta el último momento a ingresar orgánicamente a la Joda pero compartiendo su tiempo con el resto de los miembros. La búsqueda como modo de desplazamiento se evidencia ya en las primeras páginas, durante la reflexión de Andrés al escuchar la grabación de Prozession de Stockhausen y más precisamente el piano, su oscilación entre los sonidos electrónicos y tradicionales que expone «la ruptura de una supuesta unidad que un músico alemán pone al desnudo en un departamento de París a medianoche», piano que «hace de puente entre pasado y futuro», entre «el hombre viejo y el hombre nuevo» (Cortázar, 1973a:25), el uno que no termina de irse y el otro que no acaba de llegar, que se indetermina a pesar de la necesidad acuciante de su definición y su aparición una y otra vez anunciada y postergada. El «problema del puente» ahí enunciado, la dificultad para tenderlo —y sostenerlo— a fin de que alguien pueda transitar de un lado a otro, funciona como cifra de los movimientos erráticos de Andrés en la novela, su forma singular de sostener la indecisión donde y especialmente cuando —estamos leyendo los primeros años 70— solo hay espacio para lo decisorio y lo decisivo. No en vano la salida posible para la disyunción no es la reunión en una dimensión sintética, unificante de los dos lados en tensión, sino el tránsito incesante entre uno y otro:

Una de las soluciones: poner un piano en ese puente, y entonces habrá cruce. La otra: tender de todas maneras el puente y dejarlo ahí; de esa niña que mama en brazos de su madre echará a andar algún día una mujer que cruzará sola el puente, llevando a lo mejor en brazos a una niña que mama de su pecho. Y ya no hará falta un piano, lo mismo habrá puente, habrá gente cruzándolo. Pero andá a decirle eso a tanto satisfecho ingeniero de puentes y caminos y planes quinquenales. (27‒28)

Si la participación conflictiva de Andrés en el devenir novelesco, siempre oscilante e inacabada como el sueño que lo asedia una y otra vez, parece «resolverse» hacia el final es porque dicha resolución no supone una recaída en lo monolítico de un plan de acción, de una planificación orientada por una única direccionalidad histórica hacia la que «echar a andar», sino una respuesta que apela a lo uno y lo otro a la vez, a una forma de articulación que sostiene el «entre» —y las implicancias del «también»— como dimensión constitutiva de una experiencia de la historia. El problema, dice Cortázar en su entrevista con Lemus, «está en la noción de los caminos» (Cortázar en Lemus, 1973), en la exigencia de optar por uno descartando el avance por vías alternativas.[6] En la anteúltima página de la novela aparece el siguiente diálogo entre Lonstein, Patricio y Andrés:

—Pobre pibe —dijo Lonstein—, avisá si es una manera de equiparlo para el futuro, a los trece años va a ser un espástico completo.

—Depende —dijo Andrés pasándole las tijeras a Susana que pegaba los recortes con un aire altamente científico—, si le echás una ojeada al álbum verás que no todo es así, yo por ejemplo en un descuido de esa loca le puse una cantidad de dibujos divertidos y noticias muy poco serias para el consenso de los monobloques, si me seguís la idea.

—Momento —dijo Patricio alarmado—, a ver si me cambiaste el conjunto por una de Tom y Jerry o algo así.

—No, mi viejo, el conjunto sigue siendo lo que sabemos, incluso el pedacito que nos tocó vivir.

—Mejor —dijo Patricio— porque con tus mezclas refinadas al final nadie comprenderá un belín si le cae el álbum en las manos.

—Manuel comprenderá —le dije—, Manuel comprenderá algún día. Y ahora me voy porque es tarde, tengo que buscar un disco de Joni Mitchell y seguir ordenando lo que nos dejó el que te dije.

—¿En ese orden de prelaciones? —dijo Patricio mirándolo en los ojos—. ¿Tu Joni no sé cuánto y después lo otro?

—No sé —dijo Andrés—, será así o al revés pero serán las dos cosas, siempre. (Cortázar, 1973a:385)

La respuesta de Andrés introduce la voz de Joni Mitchell, cantautora canadiense que hacia 1971 cantaba «I'm so hard to handle/ I'm selfish and I'm sad/ Now I've gone and lost the best baby/ That I've ever had/ Oh, I wish I had a river I could skate away on» (Mitchell, Blue, 1971), fragmento que Cortázar elige incluir como epígrafe en su libro Salvo el crepúsculo (1984). En Libro de Manuel las aguas confluyen en el río pero no para fundar o fijar una identidad sino para armar otro curso, otra línea de fuga por la que continuar el atajo o el desvío, «to skate away on» habitando la zona indecisa donde «la literatura deja escandir significaciones políticas» (Gómez, 2007:174). La negativa persistente de Andrés a decidirse entre Joni Mitchell y su compromiso con la confección del álbum («No sé... será así o al revés pero serán las dos cosas, siempre»), su gesto de insistencia en la indecisión, desordena las jerarquías y los lugares asignados a la política y a la estética e interrumpe así un mandato epocal.

De esta manera, si «disponer de la simultaneidad» (Cortázar, 1973a:15) era el deseo del «que te dije», a su muerte Andrés recupera ese modo de desplazamiento que abjura de los pensamientos monolíticos y, mediante la lógica del puente antes mencionada, se propone comunicar —y contaminar— lo uno y lo otro, el goce estético‒musical y el compromiso político con la gestación de una memoria intergeneracional, las dimensiones de lo individual y lo colectivo, sin pretender resolverlas en una síntesis dialéctica sino haciéndolas coexistir en un mutuo desborde, en una «participación sin pertenencia» que es a su vez constitutiva de las afinidades y posiciones políticas de Cortázar (Relva, 2022).[7]

Una escritura abierta a los legados por venir

Hay otro material guardado en el archivo del CRLA que conviene poner sobre esta mesa de montaje crítico: se trata de una conocida entrevista concedida a Hispamérica (n° 13, 1976) en la que el entrevistador, Saúl Sosnowski, le pregunta si sería posible detectar una direccionalidad más decidida hacia el plano político, «un esfuerzo más constante dirigido a la difusión de un material político, de una preocupación política» a partir de Libro de Manuel, a lo que Cortázar contesta:

Sí. Me parece bastante lógico, porque en realidad la culpa no la tengo yo, si podemos hablar de culpa. La culpa la tiene Pinochet, por ejemplo, o Banzer, o Lanusse. Es decir, es la historia la que me fuerza, la que invade mi casa, la que toma mi casa. Es la historia la que se mete en mi casa y va destruyendo, cada día destruye un pedacito más, de ese «verde paraíso de mis amores infantiles» en el sentido de ser un poeta o un escritor que vivía en una especie de infancia literaria, de paraíso literario, desprovisto de preocupaciones políticas. La historia se ha metido íntegramente en mi casa. Entonces, es obvio que si tengo la responsabilidad que creo tener eso tiene que acusarse, tiene que manifestarse en mi trabajo. (Cortázar, archivo:57)

Es «todo lo que giró en torno a Manuel» lo que posibilitó que su escritura rumbeara hacia el intersticio problemático donde tocó puerto, lo que permitió que haya una escritura, una necesidad de escribir. En un juego abierto con «Casa tomada», lo que aparece ahí es el torbellino de la historia interrumpiendo la calma de la propia morada.[8] Pero no es cualquier historia: es la herida de una historia común que impele la escritura individual, la historia urgente de América Latina la que invade su casa, la que toma y enajena la propia identidad para impedir un anclaje sereno en lo uno, lo individual y lo subjetivo, la que corrompe una vez más el paraíso infantil y al posesionarse de su escritura la impulsa a andar otros caminos posibles: «Yo lo que creo —por eso vuelvo a usar el término convergencia— es que la lucha ideológica, la esperanza, la fe en un camino ideológico, en mi caso la vía socialista, tiene que ser una especie de hormona que actúe en la creación literaria sin condicionarla previamente» (Cortázar, 1973, archivo Soriano:20). La historia, entendida así como lo otro, viene a inquietar y a exigir una responsabilidad, una respuesta de parte de una escritura hospitalaria a la herida de lo ajeno, consciente de su inesencialidad, o en palabras de Gelman, «abierta a todos los temblores por venir» (Gelman, 1984:43). Su contacto conflictivo con la dimensión individual de Cortázar provoca una transformación identitaria, o más precisamente, esa transacción problemática con lo otro y con lxs otrxs se configura como un proceso constitutivo de la propia identidad: un latido extraño se deja oír de pronto en lo propio, algo que altera, que pulsa por emerger y que dinamiza la escritura volviéndola urgente, obligando a exponer la propia herida en lo común de la existencia. La hipótesis de Ana Hernández sobre Andrés, «empujado por las circunstancias a participar, y que al hacerlo le está haciendo violencia a su verdadera naturaleza», hace sentido en este movimiento alienante hacia lo otro que la práctica escritural de Cortázar dibuja, en la medida en que su «verdadera naturaleza» deja ver su carácter contingente, mutante, en la confrontación violenta y alterante con lo ajeno.[9]

En definitiva, de lo que se trata es dar a leer Libro de Manuel junto con todo lo que pasa por la herida, «todo lo que giró en torno a Manuel», ese archivo en estado de archivación que catalizó el proceso escriturario y que lo constituye por dentro, pulso comunitario herido de alteridad. La novela, así leída, se vuelve una textualidad potente en la medida en que participa de ese proceso de semiosis móvil que no deja de armar constelaciones, de abrirse a un recomienzo en una prospectiva indeterminada que es, entre otras posibles y aún por venir, la nuestra.

Ahora bien, en el contexto del campo intelectual latinoamericano de inicios de los setenta, el antiintelectualismo dominante tendía a considerar que «la literatura era un lujo al que se debía renunciar porque, al fin y al cabo, para hacer la revolución sólo se necesitaban revolucionarios» (Gilman, 2003:181). Es precisamente el intento de «emparejamiento» que Piglia critica en Libro de Manuel:

En última instancia Cortázar usa la política, es decir, la pone a su servicio, la consume como en otros textos suyos utiliza a Lévi‒Strauss, a Roussel o al menú de un restaurante. Esta apropiación privada de un discurso social se sostiene en un procedimiento de composición (en una ideología) que convierte al escritor —bricoleur, coleccionista— en el gran consumidor que maneja y devora —emparejándolos— todos los niveles de la realidad. (Piglia, archivo CRLA)

Leída bajo esta luz epocal, la fórmula «mi ametralladora es la literatura», aparecida en la entrevista que Cortázar realiza con Alberto Carbone en junio de 1973 (Crisis N°2, 10‒15), se vislumbra como el resultado de una negociación en ciernes entre el escritor y los regímenes de validación de su tiempo, entre su rol como inventor de ficciones y su militancia ideológica:

Yo creo que las cosas que no llegan por ciertas vías, pueden llegar por otras. Pienso modestamente que este libro puede tener alguna utilidad para la causa de los presos políticos de toda América Latina, no solamente de Argentina. No me hago ilusiones sobre la eficacia de la literatura, pero tampoco creo que sea inútil. Creo que los que escribieron una enciclopedia en Francia, ayudaron a desatar la Revolución Francesa, así como creo que la poesía de Mao Tse‒Tung es parte de la Revolución China. Eso no se puede olvidar. En este tiempo hay quien dice que lo único que cuenta es el lenguaje de las ametralladoras. Yo te voy a repetir lo que le dije a Collazos en nuestra polémica: cada uno tiene sus ametralladoras específicas. La mía, por el momento, es la literatura. (Cortázar, archivo CRLA‒Poitiers)[10]

La literatura‒ametralladora de Cortázar se perfila así como una herramienta discursiva que se resiste a quedar inscripta en la dinámica subsumente del pensamiento binario —que hegemoniza las formas de construcción política de la militancia de los setenta— y desde ahí hace comunidad con sus lectorxs: una escritura que propone una participación sin pertenencia de lo político en lo literario y de lo literario en lo político, un modo singular de acompañarse, de marchar juntos, de estar con lxs otrxs «sin renunciar a Joni Mitchell». Ante las prerrogativas de su hora, lo que esta escritura efectúa es un corrimiento ético que propone reemplazar la pregunta «qué debe hacer la literatura» por «qué puede una literatura».[11]

En una publicación reciente en Facebook (2021), Diego Tatián reflexiona sobre la capacidad para reponerse del daño que constituye al pueblo armenio, del que es descendiente, y para hacerlo recupera el «memorable cuento de Julio Cortázar» en donde se invoca al axolotl (nombre en lengua náhuatl), «único animal vertebrado dotado de la capacidad para regenerar extremidades amputadas —así como órganos y tejidos— restituyendo todos sus huesos, músculos y nervios», para proponer la fórmula «pueblo‒axolotl»: «ser otro sin dejar de ser el mismo», sostiene Tatián, «es lo que permite una potencia arcaica que atesora el pueblo armenio» (Tatián, 2021). Este es el anverso del «problema del sí‒mismo‒como‒otro» (Gómez, 2007:171) en donde Susana Gómez detecta la legibilidad política de los ensayos cortazarianos, su forma singular de escribir en común. La lectura que proponemos supone un intento por recuperar, en el sentido de Rasic, un momento de la práctica escrituraria de Cortázar, una escritura que no deja nunca de ser otra sin renunciar a ser la misma. Lo que no termina nunca de cuajar o de suturarse, lo que permanece expuesto a la amputación violenta de lo otro, resulta entonces condición de posibilidad para que esta escritura ocurra. La novela —así leída— se vuelve la carta «a un pasado o a un futuro en los que poco a poco van apareciendo los destinatarios» (Cortázar en Hernández, 2009:15). El tiempo del Libro de Manuel, de este que busco recuperar, es también el futuro anterior, el tiempo del archivo, el de aquello que habrá sido, cuyos sentidos aguardan la mirada atenta de posibles lectorxs no definidos en su letra. En este punto y a modo de conclusión, considero necesario compartir un pequeño y reciente hallazgo que me movió a volver sobre algunas conjeturas sobre la dimensión a la vez memorística y afectiva de la novela en cuestión. Siguiendo el ensayo Julio Cortázar y sus contextos (1994), de la crítica Estela Cédola, en Libro de Manuel habría signos de un elitismo intelectual y de un paternalismo que la ambivalencia del tono narrativo, la parodia y la ironía con que son presentados los intercambios entre varones y mujeres en la novela o incluso la aparición de un crimen de dos homosexuales mediante un fragmento de periódico, no lograrían disimular: la relación genérica que tiende a prevalecer se sostiene en lo que Cédola conceptualiza como el vínculo entre «el oficiante y el acólito» (1994:61), ahí donde las mujeres son presentadas como discípulas de los varones. Cédola afirma, incluso, que «si la función del intelectual es el ejercicio de la crítica, Cortázar no pudo asumirla más allá del nivel de conciencia posible que alcanzaba la cultura política de la Nueva Izquierda» (1994:59).

Para analizar los alcances de esta lectura crítica, intenté indagar la eventual distancia axiológica entre la construcción novelesca y la reconstrucción del referente histórico en una época particularmente convulsa. Cuando me dispuse a buscar materiales y bibliografía crítica sobre las formas de participación de las mujeres en las militancias de izquierda de los setenta en Argentina, una socióloga amiga me recomendó empezar por Las revolucionarias, de la socióloga Alejandra Oberti, un libro publicado por Edhasa en 2015. El subtítulo resultaba sugerente: «Militancia, vida cotidiana y afectividad en los setenta». Y ahí, entonces, el hallazgo que jaquea la previsibilidad del horizonte lector de expectativas: el ensayo de Oberti abre con un único epígrafe, tomado del prólogo de Libro de Manuel: «Más que nunca creo que la lucha en pro del socialismo latinoamericano debe enfrentar el horror cotidiano con la única actitud que un día le dará la victoria: cuidando preciosamente, celosamente, la capacidad de vivir tal como la queremos para ese futuro, con todo lo que supone de amor, de juego y de alegría» (Cortázar en Oberti, 2015:s/p). Mi primera reacción fue de absoluto desconcierto ante la aparición de la firma de Cortázar ahí, en esa especie de puerta de entrada y de clave de lectura que todo epígrafe supone, en este caso, a una investigación destinada a repensar las formas de participación de las mujeres en la militancia y la vida cotidiana, la circulación de los afectos de las organizaciones político‒militares de los setenta y los modos en que esa participación intervino en el diseño y el derrotero de la subjetividad revolucionaria en Argentina. Entonces, esa sorpresa inicial me instó a contactarme con la autora, en la búsqueda de más elementos para dar sentido a esa reemergencia inesperada de la novela. Oberti, por su parte, es especialista en estudios sobre memoria y desde 2005 coordina el Archivo oral —de testimonios orales— dependiente de Memoria abierta, una «alianza de organizaciones de derechos humanos argentinas que promueve la memoria sobre las violaciones a los derechos humanos del pasado reciente» (web, s/f). Lo primero que apareció en nuestra conversación fue el señalamiento de una marca biográfica que la conecta con ese prólogo, una «explosión» —en sus propios términos— que se desencadena con la última de sus palabras: Trelew.[12]

Posdata (7 de setiembre de 1972). – Agrego estas líneas mientras corrijo las pruebas de galera y escucho los boletines radiales sobre lo sucedido en los juegos olímpicos. Empiezan a llegar los diarios con enormes titulares, oigo discursos donde los amos de la tierra se permiten sus lágrimas de cocodrilo más eficaces al deplorar <<la violación de la paz olímpica en estos días en que los pueblos olvidan sus querellas y sus diferencias>>. ¿Olvidan? ¿Quién olvida? Una vez más entra en juego el masaje a escala mundial de los mass media. No se oye, no se lee más que Munich, Munich. No hay lugar en sus canales, en sus columnas, en sus mensajes, para decir, entre tantas otras cosas, Trelew.

Algo de la intensidad de ese prólogo dejó una impresión perdurable en la autora, impresión que cabe entender en el sentido que Sara Ahmed, vía Hume, recupera en su ensayo La política cultural de las emociones (2004): como manifestación sensible de la emoción a la vez que como movimiento del pensamiento. La impresión es también la presión que un cuerpo ejerce sobre otro, desencadenando una respuesta corporal en donde los sentimientos se mueven en desorden. Movimiento y contacto se vuelven inescindibles al meditar lo que la emoción hace sobre los cuerpos. En efecto, la emoción —esa emoción que ensancha las escrituras de Cortázar y de Oberti, abriendo así un campo no previsto de reflexión en mi propia relectura de la novela—, tiene una intención en tanto posee una orientación —es decir, trata sobre algo—: en el prólogo de Libro de Manuel, Trelew aparece como una palabra‒don que arma un ir y volver entre generaciones mediante la construcción de un legado, de una transmisión, incluso de una herencia «tal como la queremos para ese futuro». La propuesta política de cuidar una capacidad de vivir –—todavía a construir— fundada en el amor, en el juego y en la alegría (propuesta que ha sido leída como parte de un «enfoque bobo» desde la perspectiva de la verdad que rigió la vida política de los 70) resuena de otros modos —esto es, conecta con otras temporalidades— en la medida en que se la lee desde la epistemología de una memoria abierta que articula las dimensiones de la militancia, la vida cotidiana y la afectividad, una tríada prácticamente impensable para el campo dominante de la militancia de izquierda a comienzos de los setenta. En palabras de Oberti, se trataba de un «vínculo tensionante» (Oberti, 2014:80) cuya postulación suponía confundir las discusiones urgentes de la hora con temas laterales o secundarios. En este mismo sentido, en un artículo de 2014 destinado a pensar la relación entre testimonio, responsabilidad y herencia en la militancia argentina de la época, la autora vuelve sobre Libro de Manuel y la reflexión, en esta ocasión, se perfila como una cuestión de necesidad que desvía e incluso interrumpe su construcción argumentativa, más estrictamente sociológica:

Antes de citar el testimonio, necesito mencionar un texto que trabaja esta cuestión desde la literatura. Se trata de El libro de Manuel (...) Cortázar quiso mostrar en este texto algo de la tensión entre militancia y vida cotidiana, y para ello es central la figura omnipresente del niño para el cual, a la vez, se hace la historia y se la narra (...) Manuel constituye un lugar de articulación entre vida cotidiana y política no solo por su presencia en la novela, sino por el modo en que los miembros del grupo militante se hacen cargo de su cuidado y su «educación revolucionaria». (Oberti, 2014:80‒81)

Si la revolución funciona sobre todo como legado, como promesa para el mañana, de lo que se trata —ahí donde surge la tensión— es de cómo, con qué elementos y subjetividades pensar ese mañana. En el documento «Moral y proletarización», redactado en 1972 por Luis Ortolani, militante del Ejército Revolucionario del Pueblo, y orientado a la construcción concreta del hombre nuevo, se postula que —desde una ética basada en la vida colectiva— la atención a los hijos, la protección especial que se les debe, no puede contraponerse con los intereses superiores de la revolución (Ortolani, 1972:101). En la novela de Cortázar, el cronotopo novelesco viene a expresar, entonces, la compleja tensión —constitutiva de una forma histórica de militancia política— entre afectividad y proyecto revolucionario, en la medida en que, al practicar una mirada desde otro lugar, da cuenta de esa materialidad histórica singular y los elementos en contradicción que la traman. A su vez, la detección de esa tensión inmanente en la escritura cortazariana, por parte de Oberti, nos permite reconsiderar la novela —o al menos ciertas zonas de ella— como «fragmentos de un relato aún conjetural del que podrían formar parte» (Dalmaroni, 2004:11). El ojo crítico de Oberti —un ojo que traduce lo que el cuerpo experimenta como conjunto en el contacto con la emoción— actualiza sentidos potenciales, sentidos que habían permanecido hasta entonces en estado de latencia «por no responder a las significaciones dominantes del momento» (Goldchluk, 2020:127): a comienzos de los años 70, la escritura cortazariana, entonces, deja escapar una potencia capaz de desjerarquizar las dimensiones bien diferenciadas de la vida pública y la vida privada, planteando un campo inmanente en el que afecto y revolución interaccionan sin atender a un orden apriorístico. Volviendo sobre las palabras de Rasic, «una política de lectura atenta también a los destinatarios porvenir [la mirada crítica de Oberti, en este caso] es la que puede recuperar un archivo y una obra de su cautiverio para lanzarlos nuevamente hacia mar abierto» (2022). En tal sentido, la memoria —común e individual a la vez— se distancia de la imagen de reservorio y pasa a funcionar a la manera de un sistema, o en términos de Pampa Arán, como un «mecanismo productor de signos cuya combinatoria constituye la cultura» (2009:123), en este caso, la cultura política de la militancia de izquierda en Argentina. Algo como una corriente afectiva pulsa por abrirse paso en ese gesto de recuperación por parte de Oberti —gesto que puede leerse como un nuevo intento por «encender en el pasado la chispa de la esperanza» (2001:45), en palabras de Benjamin— en la medida en que no se trata solo de reconstruir los contextos y las agencias culturales del pasado sino de reinterpretarlos —y conjurar de nuevo sus potencias— bajo una nueva luz que es la de nuestro tiempo.

En tanto archivista del cotidiano (Klein, 2021), la práctica escrituraria de Cortázar en Libro de Manuel articula la exploración de la vida cotidiana con un interrogante nunca resuelto dirigido a las memorias del presente: la pregunta por cómo y con qué materialidades contar lo que se está viviendo a lxs que vendrán. Las ambivalencias, las derivas, el estado orgánico de inconclusión que frustra el cierre del trabajo heurístico con el álbum para Manuel, centro vacío de la novela, supone también un modo específico de concebir lo que vendrá: algo imposible de programar por completo por cuanto está siempre abierto a un devenir incalculable. De esta manera, práctica archivística, afecto y legado se revelan como aristas inescindibles de una misma potencia de escritura.

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Notas

[1]. Para la realización del presente artículo se ha consultado el Fondo Cortázar perteneciente al Centre de Recherches Latino‒américaines‒Archivos (CRLA) —dependiente del ITEM (CNRS)— que se encuentra disponible en https://cortazar.nakalona.fr/presentation
[2] La especialista en archivística Mónica Pené propone definir el «archivo de escritor» como «un conjunto organizado de documentos, de cualquier fecha, carácter, forma y soporte material, generados o reunidos de manera arbitraria por un escritor a lo largo de su existencia, en el ejercicio de sus actividades personales o profesionales, conservados por su creador o por sus sucesores para sus propias necesidades o bien remitidos a una institución archivística para su preservación permanente» (2013:29).
[3] Para pensar la tarea de recuperación de sentidos que el archivo habilita, Eugenia Rasic vuelve sobre la definición de Derrida para componer una interpretación personal del acto de recuperar: «De acuerdo a la conversación que Jacques Derrida mantiene con los integrantes del Instituto de Textos y Manuscritos Modernos (ITEM) en “Archivo y borrador” (2013), existe en la noción de archivo una condición estructurante que es su condición de iterabilidad que conlleva, a su vez, la posibilidad de ser descontextualizado; es decir, que al ser un objeto que es archivo desde el momento en que es conservado en un lugar de exterioridad y por lo tanto arroja al signo y su huella a un lugar que ya no le pertenece sólo a un autor, esa intemperie le propicia un estado emancipatorio constitutivo de todo destinatario. Me interesa leer esa iterabilidad e indeterminación como un punto de partida para pensar lo público y lo político en los archivos de escritores, en tanto una política de lectura atenta también a los destinatarios porvenir es la que puede recuperar un archivo y una obra de su cautiverio para lanzarlos nuevamente hacia mar abierto. Sólo así podemos garantizar la preservación, en lo público de los materiales. Más aún: si consideramos esta acción como una intervención ligada también a la vida misma, comenzamos a ver que (...) Recuperar es, ahora sí, volver a leer y dar a leer a todas las vidas por venir y a un futuro incierto, indeterminado, fabulesco» (Rasic, 2023. En prensa).
[4] Para una reconstrucción de la historia del Fondo Cortázar residente en el CRLA‒Poitiers ver Gómez, Sicard y Colla (2008). Importa señalar que la «acción unificadora» de los materiales de Cortázar residentes en el Archivo vertical de Casa de las Américas y en el CRLA‒Poitiers se inicia como proceso en 2015, en el marco de la edición 56 del Premio Literario de Casa, en homenaje al centenario del nacimiento del escritor argentino (http://www.acn.cu/cultura/6850-homenaje-a-julio-cortazar-en-jornadas-del-premio-casa).
[5] Para pensar la potencia del diálogo abierto entre escritura y sobre-escritura, Stedile Luna apunta: «cuerpo textual que se superpone a otro minuciosamente y no se organiza en un cuerpo mayor sino que permanece suspendido como lo otro del texto (...) El archivo permite ver otros tiempos y otras conversaciones e intervenciones que también existieron; en ese sentido, lo no‒leído repercute en las discusiones de aquello que se consolidó como vozarrón o eclosión. Es necesario reponerlo porque existe y sobrevive, pero para hacer audibles esos diálogos debemos suspender por un momento el sistema de la historia de las ideas» (Luna, 2021:9).
[6] «Uno no puede dejar de acordarse de la copla de Machado, ¿no?, “caminante, no hay camino,/ se hace camino al andar”. Si es que es andando que se hace el camino, cada pueblo hace su camino a su manera, andando. Y curiosamente ese verso de Machado hace pensar en la frase del Che, “esta humanidad ha dicho basta y ha echado a andar”, es decir, ha echado a andar haciendo su camino. Hubo un momento en el panorama latinoamericano, me parece, en que había una tendencia a fijar modelos de camino. Esa etapa ha sido superada, y no deberíamos olvidar, por ejemplo, que cuando Fidel Castro estaba en Santiago fue el primero, con una lucidez perfecta, en admitir y alabar la legitimidad de la experiencia chilena, tan diferente, como es obvio, de la cubana. O sea, ahí están las posibilidades de echar a andar, y de ahí saldrán los caminos» (Cortázar en Lemus, 1973). En otro orden de cosas —pero no de subjetividades— el Andrés de Diario de Andrés Fava ([1950]1995) escribía: «Lo que me convendría estudiar es si cuando creo haber encontrado el buen camino, lo que ocurre es que he perdido todos los demás» (Cortázar, 1995:31).
[7] De regreso en París, después de un extenso viaje por América del Sur entre enero y abril de 1973, Cortázar publica en Le Monde una nota titulada «La dynamique du 11 mars» —texto originalmente en francés y que fue traducido y publicado por Aurora Bernárdez en Papeles inesperados—, en donde el escritor reflexiona sobre la inédita participación popular en el proceso que condujo al triunfo electoral de Cámpora y Solano Lima, participación que supone a la vez una responsabilización y una toma de conciencia: «Para medir la diferencia capital que separa al nuevo peronismo del que en 1946 dio a Perón su primer triunfo, es preciso reconocer a la juventud que, hoy, se proclama peronista o que, por lo menos, le aporta su apoyo táctico. Para dar un ejemplo, asistí en Buenos Aires a reuniones de actores que dejaban sus teatros o filmaciones para discutir planes de trabajo colectivo (...) No me parecía que todo esto fuera el fruto momentáneo del entusiasmo de algunos, sino, por el contrario, el producto ya maduro de una voluntad popular encaminada a la ejecución inmediata de un vasto plan de trabajo y de acción para presentarlo el primer día al gobierno de Héctor Cámpora. ¿Cuál es la fuente profunda de tantos esfuerzos que a menudo precedieron a tanta esperanza de éxito? Yo la veo doble: toma de conciencia en el plano nacional y su corolario: una dinámica sin precedentes en la historia del país. Toma de conciencia: no se trata ya de sentir y de asumir la “argentinidad”, según las normas tradicionales. La generación a la que pertenezco era argentina por fatalidad y su sentimiento nacional se limitaba en la inmensa mayoría de los casos a un orgullo que nada justificaba en el plano individual (...) Pero he aquí que, por primera vez desde nuestras guerras de independencia, asistimos a una verdadera toma de conciencia a nivel de los individuos: se acabó la delegación absoluta de las responsabilidades, aunque el enorme prestigio de que goza el general Perón a ojos de la mayoría del pueblo parezca contradecirme; se acabó el famoso “no te metas” (...) Y he aquí que el argentino de hoy participa cada vez más, y su toma de conciencia ya no consiste en proclamar su pertenencia “al gran pueblo” sino en asumir por su propia cuenta la pesada responsabilidad de ser argentino» (Cortázar, 2009:261‒262). Leyendo entonces la relación entre participación y responsabilidad (o más bien, un proceso creciente de responsabilización), Cortázar advierte —y apuesta por— ese movimiento que «hoy se manifiesta cada vez más en la base, entre los más jóvenes, entre las mujeres tanto como entre los hombres» (263).
[8] A Liliana Heker le escribe, en respuesta al artículo «Apunte para una lectura literaria de Libro de Manuel» (El escarabajo de oro, n° 46, junio de 1973): «Manuel, por razones obvias, fue una carrera contra el reloj (incluso salió cinco meses después de lo que yo hubiera querido) y muchas cosas, acaso las más importantes, me resultaron esquemáticas y truncas. Claro, el que te dije, Lonstein y Andrés eran mis emanaciones directas, en sentido plotiniano, y ahí la cosa pudo andar mejor, lo mismo que en el caso de Francine aunque ya en menor medida. ¿Sabés con quién hubiera querido ser justo, ser realmente un gran escritor? Con Ludmilla, siempre frenada un paso más acá de su cumplimiento como personaje; y también con Marcos, tan encerrado en unas pocas situaciones que no alcanzaron a definirlo mejor. Todo esto no es ninguna disculpa, sino que te lo explico de escritor a escritor; siempre escribí tomándome todo el tiempo necesario, y dicho de paso, ésa es la razón principal de que siempre me haya ganado la vida con la Unesco y otros conchabos parecidos, para que jamás una necesidad de derechos de autor me obligara a acelerar un libro; pero aquí se jugaba otro juego, había Trelew, había tanta cosa que no me dejaba dormir. El libro salió perdiendo, pero tu estimación crítica me dice que, a pesar de todo, valía la pena correr contra las agujas aunque no llegara primero ni mucho menos» (Cortázar, 2012d:388).
[9] En un artículo sobre la traducción en Cortázar, Sylvie Protin recupera el concepto de bildung en el sentido que le adjudica Antoine Berman, entendido a la vez como devenir y como resultado de ese movimiento, para postular una cierta “postura romántica” cortazariana mediante la que «lo propio es puesto en movimiento por el encuentro con la alteridad radical» (Protin, 2012).
[10] Esa entrevista proporciona valiosos elementos para reconstruir la imagen de escritor que Cortázar busca articular en ese momento particular: «yo soy un escritor, un inventor de ficciones (me autocalifico así), que tiene una militancia ideológica, socialista» (archivo CRLA‒Poitiers). Tres años antes, Paco Urondo le realizaba otra entrevista para la revista Panorama cuyo título fue: «Julio Cortázar: El escritor y sus armas políticas» (archivo CRLA‒Poitiers), lo que delata el proceso de armamentización del discurso a inicios de la década del setenta, proceso correlativo al aumento exponencial de la exigencia de definiciones políticas dirigida a todo intelectual: «no puede pasarse por alto que un arma es, en sí misma, símbolo de una acción drástica, inapelable, irreversible. A su utilización se vincula la idea de una clausura radical, total e instantánea, que al mismo tiempo es una promesa de un comienzo originario, desheredado de todo pasado. Las armas remiten a soluciones de carácter mágico. El nuevo mundo empieza luego de jalar un gatillo. Un disparo, una bala, un cañonazo, son señales de clausura y de inauguración.» (Carassai, 2015:253).
[11] La articulación conflictiva de lo individual y lo colectivo, vinculada con la noción de participación en el sentido singular que Cortázar le atribuye, está ya presente en la carta a Fernández Retamar conocida como «Situación del intelectual latinoamericano» (1967): «ya no creo, como pude cómodamente creerlo en otro tiempo, que la literatura de mera creación imaginativa baste para sentir que me he cumplido como escritor, puesto que mi noción de esa literatura ha cambiado y contiene en sí el conflicto entre la realización individual como la entendía el humanismo, y la realización colectiva como la entiende el socialismo (...) Jamás escribiré expresamente para nadie, minorías o mayorías, y la repercusión que tengan mis libros será siempre un fenómeno accesorio y ajeno a mi tarea; y sin embargo hoy sé que escribo para, que hay una intencionalidad que apunta a esa esperanza de un lector en el que reside ya la semilla del hombre futuro (...) si alguna vez se pudo ser un gran escritor sin sentirse partícipe del destino histórico inmediato del hombre, en este momento no se puede escribir sin esa participación que es responsabilidad y obligación, y sólo las obras que la trasunten, aunque sean de pura imaginación, aunque inventen la infinita gama lúdica de que es capaz el poeta y el novelista, aunque jamás apunten directamente a esta participación, sólo ellas contendrán de alguna indecible manera ese temblor, esa presencia, esa atmósfera que las hace reconocibles y entrañables, que despierta en el lector un sentimiento de contacto y de cercanía» (Cortázar, 1994:40‒41).
[12] Fases de escritura: novela – prólogo – corrección de pruebas – posdata al prólogo

Información adicional

Para citar este artículo: Relva, L. (2023). Una escritura abierta a todos los temblores por venir: fondo de escritor, afectos y legado en Libro de Manuel de Julio Cortázar. El taco en la brea, (18) (junio–noviembre). Santa Fe, Argentina: UNL. DOI: 10.14409/eltaco.2023.18.e0114

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