Dossier

La precariedad de la situación. Introducción al dossier de estudios situados sobre otras literaturas

The Precariousness of Situation. Introduction to the Dossier Situated Studies on Another Literatures

Cristian Molina
Universidad Nacional de Rosario, Argentina
Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas, Argentina

El taco en la brea

Universidad Nacional del Litoral, Argentina

ISSN: 2362-4191

Periodicidad: Semestral

vol. 10, núm. 18, e0116, 2023

eltacoenlabrea@gmail.com

Recepción: 10 Diciembre 2022

Aprobación: 06 Junio 2023



DOI: https://doi.org/10.14409/eltaco.2023.18.e0116

Para citar este artículo: Molina, C. (2023). La precariedad de la situación. Introducción al dossier de estudios situados sobre otras literaturas. El taco en la brea, (18) (junio–noviembre). Santa Fe, Argentina: UNL. DOI: 10.14409/eltaco.2023.18.e0116

Resumen: Se trata de la Introducción al dossier Estudios situados sobre otras literaturas, en el que se reconceptualizan las categorías de otras literaturas y de conocimiento situado.

Palabras clave: estudios situados, otras literaturas, poscomparatismo, precariedad, lectura.

Abstract: This is the introduction to the dossier Situated Studies on Other Literatures, in which the categories of other literature and situated knowledge are reconceptualised.

Keywords: situated studies, other literatures, post‒comparatism, precariousness, reading.

Otras literaturas

Cuando en 2017 pensábamos el título para el I Encuentro de estudios latinoamericanos sobre Otras literaturas, junto con Luciana Martínez, surgieron diversas discusiones sobre ese objeto que nos interesaba replantear. La principal, que hacía vacilar nuestra endeble comunidad, recaía en dos postulados que nos atravesaban en nuestra formación y práctica con lo que por entonces llamábamos «literatura europea», «literaturas comparadas» o «literaturas en lenguas extranjeras». Estábamos desconcertadas ante la proliferación que existía de ciertas formas de nominar nuestro campo de trabajo e inserción institucional. Si bien ambas éramos, desde hacía años, docentes de las partes especiales de Literatura Europea, al mismo tiempo, nuestros temas de investigación gravitaban sobre objetos de intersección entre literaturas, con un fuerte anclaje territorial desde lo latinoamericano y argentino. Esos cruces fueron, de alguna manera, cuestionando las tranquilas divisiones y esquematismos desde los cuales se pensaba, leía y enseñaba todo un entramado de relaciones entre literaturas y prácticas culturales.

En aquellos años, la oportuna intervención de Álvaro Fernández Bravo sobre algunos de los ejes que no sabíamos aún cómo enunciar, pero que habíamos acordado sin estar convencidas bajo el lema general de «literaturas extranjeras», nos hizo reparar en que conceptualizábamos fuera de la perspectiva sobre la cual queríamos aprender. Calificar a alguien o algo de extranjero, en un país con una multiplicidad cultural que obtura tanto cualquier nacionalismo fijo e identitario como, al mismo tiempo, la rotulación, por eso mismo, de extranjería, se había convertido en un verdadero obstáculo epistémico. Por otro lado, había un problema mayor respecto de lo extranjero. Se trataba de una orientación ligada a la lengua como determinante absoluta de lo legible de una literatura y práctica cultural. Porque, entonces, ¿las literaturas y prácticas culturales de Brasil, o del Caribe, o de las inflexiones en spanglish, eran extranjeras, al tener otra lengua diferente al español, o, incluso, en variantes latinoamericanas, y debíamos considerarlas por enfoque lingüista extranjeras de la misma manera que las literaturas y culturas europeas, o asiáticas, o africanas, por ejemplo? ¿Había que estudiarlas dentro o fuera de las coordenadas de lo latinoamericano o conosureño, como extranjeras a esas escalas, por una lengua que las colocaba en una glotopolítica literaria distinta? La extranjería sostenida en la lengua era una restricción distorsionante del enfoque que arrastraba, de alguna manera, un énfasis filológico en la perspectiva de estudio de otras culturas/literaturas desde Argentina, no sin olvidar que existe al respecto, sobre todo en y desde Buenos Aires, una fuerte tradición filológica en el estudio de las relaciones entre literaturas y culturas (véase Link, 2015).

Frente a esa imprecisa situación de lo extranjero como modo de nombrar una relación entre literaturas y prácticas culturales, que presupone un «nosotros» fijo y esquemático, enfrentado a un ellxs, a partir solo de la lengua, tuvimos que replantear toda la estantería conceptual. Los avances, estancamientos y reformulaciones de estos años obedecen a una serie de problemas que se abrieron en torno a nuestras especulaciones con diversas literaturas y prácticas culturales. Frente a dicha situación, la noción de otras literaturas presuponía un punto de vista con matices. La formulación, aunque no con los alcances que le damos hoy, estaba dando vuelta en los programas, primero de la Maestría en Literatura Argentina, luego en el Doctorado en Literatura y Estudios Críticos. Comenzamos a detenernos en el modo en que había sido señalada allí, un marco común que remitía al campo de problemas en cuyos desarrollos se planteaban las relaciones entre literaturas: uno era el seminario de la Maestría en Literatura Argentina (MLA en adelante) que se titulaba «La literatura argentina en su relación con otras literaturas», marco en el cual nos habíamos formado, y el otro era el Doctorado en Literatura y Estudios Críticos (DLEC en adelante), donde se creó un seminario electivo sobre «Teoría y crítica de la literatura comparada», en cuyo delineamiento Sandra Contreras me pidió colaboración en un sentido que recuperase, aunque de manera más amplia, el del seminario de la MLA; de igual manera que colaboré en la conceptualización del seminario «geopolíticas de lo literario», uno de cuyos problemas presuponía la «revisión de las literaturas nacionales en interrelación con el sistema mundial y en el marco de los enfoques comparatistas». Las ideas sobre «otras literaturas» pivoteaban nominalmente en esos dos planes de estudio, aunque sus alcances conceptuales habían sido apenas sugeridos y, en un caso, como vemos, estaba a tono con cierto espíritu de época sobre las literaturas mundiales, discusión que había eclosionado a principios de siglo XXI y sobre la cual, en 2008, Alejandra Laera y María Teresa Gramuglio dictaron un seminario respecto de las polémicas que se habían desarrollado en Latinoamérica en el marco de la MLA y del aún Doctorado en Humanidades de la Facultad de Humanidades y Artes de la Universidad Nacional de Rosario.

Me interesa señalar estas constelaciones, porque de alguna manera, en un momento como el actual, donde las instituciones democráticas son puestas en vilo desde el discurso de sectores conservadores y desde la rebeldía neoliberal antiestatal, antinstitucional y antipolítica con aires autoritarios cool, estos entramados demuestran que cuando las instituciones se desarrollan en proyectos estatales democráticos y plurales, en el marco de una autonomía universitaria que consagró la lucha estudiantil y, luego, también docente en nuestro país, estas parecen funcionar de manera bastante diferente a las de un aparato estatal monárquico, autoritario o persecutorio, que se sostiene como arrastre imaginario colonial desde cierta idea de academia europea, aun cuando la academia argentina hoy se desarrolle en el seno de una cultura capitalista financiera. Al contrario, en estos casos, y a veces, no siempre, las instituciones de investigación argentinas, con sus programas y sus proyectos, incluso de los más esquemáticos, parecen habilitar grietas a partir de creaciones e invenciones conceptuales desde ciertos locus territoriales por medio de colaboraciones comunitarias (no grupales, ni colectivas) que abren un devenir en común sin ontología esencialista que agrieta sus dispositivos estancos y permiten la emergencia de lo nuevo no como ruptura, sino como tensión temporal entre lo que dura y cambia. Es en ese entramado que quisiera, hoy, situar la emergencia de lo que llamamos «otras literaturas», con la publicación del dossier «Estudios Latinoamericanos de Otras Literaturas» en la Revista Saga, de 2018.

Allí redefinimos la otredad de la literatura fuera de la lógica del emblemático ensayo de Tzvetan Todorov, Nosotros y los otros (2010), apuntando a que la primera categoría, desde una perspectiva lacaniana, la de Nos(otros), tenía una introyección de otredad que era constitutiva, que no estaba en otro lugar, sino ahí, en nos(otros). De esta manera, la otredad de las literaturas comenzó a pensarse de acuerdo a la perspectiva y al punto de vista; eso otro era un aquí y ahora con nos, desde nos. Y siempre reversible, porque eso implicaba que la literatura del nos(otros), desde el mundo, era una otredad constitutiva de la comunidad mundial de las diversas literaturas. Esto nos permitió, entiendo ahora, resolver dos problemas que Bruno Latour, en Nunca fuimos modernos (2007), planteó para la epistemología de una antropología comparativa, pero en clave especulativa y después de la modernización cientificista. Allí, Latour señala que el objetivismo positivista generó en la disciplina antropológica un binarismo que dejó afuera los monstruos o las dobles naturalezas, por su énfasis evolucionista; solo había entes premodernos o modernos, naturales y sociales, sin intersticios. O, en todo caso, los intersticios eran concebidos como excepciones que confirmaban la regla positiva. Frente a eso, plantea Latour, la antropología debería poder embarcarse en el estudio de los inclasificables, de los monstruos, de esos otros que estaban fuera de la episteme binaria y evolucionista moderna. Pero, al mismo tiempo, eso supone un desafío: evitar el relativismo que puede generar que cualquier objeto, entonces, que incluso cualquier cultura, sea igual que la otra, para romper la jerarquía entre los entes, que la misma modernidad había promovido, al disponer la civilización como grado superior a la naturaleza en el reparto y comprensión de las culturas, que se clasificaron de acuerdo a esa división jerarquizada en favor de lo occidental. Si el relativismo permitió perforar el esquematismo moderno, al establecer una igualdad igual, también impidió la visualización de las diferencias. Latour sostiene que, en esa dirección, se hace necesario reponer un principio que, por un lado iguale las culturas, pero también encuentre parámetros que permitan mantener su grado de diversidad, al tiempo que comprender por qué unas culturas tienden a dominar a otras y generan, entonces, relaciones disimétricas. Igualdad y diferencia: comunidad, o al menos, lo que las polémicas sobre la comunidad han venido planteando desde hace varios años, con las cuales ya nos hemos familiarizado. No dejo de pensar que Lattour publica su texto en 1991, cuando Nancy (1983, La comunidad desobrada), Blanchot (1983, La comunidad inconfesable, aunque traducido al español en 1991), Agamben (1990, La comunidad que viene), publicaban, poco antes, sus emblemáticos textos a propósito de las relaciones cum otrxs, y que hoy se han convertido en centrales en los debates del pensamiento contemporáneo.

La noción de esa otredad reversible en común, no diferenciada completamente del nos y sin esencialismo, si no siempre móvil e historizable, entendemos, es el modo en que se puede resituar un principio de equivalencia que, no obstante, no eclipse las notables diferencias entre culturas/literaturas. Somos conscientes de que los alcances antropológicos no son necesariamente los mismos que los artísticos; pero en un momento posdisciplinar e inespecífico como este, entendemos que mirar y leer otras disciplinas, no siempre relativas a los estudios artísticos, puede complejizar la perspectiva y transformarla. Esta se trata de una perspectiva desafiante, claro, porque presupone que, incluso las culturas/literaturas europea y norteamericana puedan considerarse como otras culturas/literaturas desde el nos en que somos otrxs, a diferencia de los etnocentrismos e imperialismos que promueven algunas de sus teorizaciones donde los otros están siempre fuera de su locus de enunciación, allende sus propias fronteras geopolíticas. Esto no implica que no se puedan trazar vectores de fuerzas y hegemonías en dichas relaciones con esas otras culturas; en ciertas insistencias más o menos consolidadas de sus relaciones, como por ejemplo, con la cultura europea desde Argentina. Pero, al mismo tiempo, permite abrir una fisura en dichos dispositivos y no centrarse solamente en la corroboración de una única dirección del poder cultural, atendiendo, además, a las excepciones o a los desafíos. No dejo de pensar que formulo esta idea desde un locus, donde un escritor como Jorge Luis Borges llegó a postular con desparpajo que nos compete leer toda la literatura del universo desde esa posición menor, y no solo la Argentina, no solo la que está en nuestra lengua. Pero resituada —y, por ende, desafiada— en el presente, esa misma idea también permite pensar ciertas interrogaciones y construcciones de escalas diversas desde el nos en que somos otrxs, como, por ejemplo, la de «cosmopolitismos provincianos» que Álvaro Fernández Bravo (2017a y b) toma de las discusiones poscoloniales para resituar las tensiones que problematizan tanto la escala nacional como internacional en torno de las relaciones entre culturas y literaturas mundiales, o la de sub-sistema de las disidencias sexuales, que Facundo Saxe postula en su libro reciente, Disidencias sexuales. Un sistema geoplanetario de disturbios sexo‒subversivos anales‒contra‒vitales (2021). Ya en el ciclo de Primavera de charlas en el CEOL, en su momento, Saxe nos hizo comprender cómo había un subsistema literario a nivel mundial que resituaba relaciones de la cultura queer/cuir de manera transfronteriza, pero al mismo tiempo, que propendía a una diversidad literaria sin cancelarla, dentro de las mismas escalas nacionales. También pienso en los trabajos sobre las relaciones entre ciencia y literatura desde Argentina y el Río de La Plata que Luciana Martínez (2020) realiza desde hace varios años, donde interseca tradiciones culturales diversas sin dejar de arrojar la situalidad encarnada de la ficción en un entramado mundial. Detenerse en la otredad de las literaturas, como en estos trabajos contemporáneos, supone trabajar en la tensión entre lo que está en común sin esencialismo común. Estos han sido, hasta aquí, nuestros puntos de partida, nuestros hallazgos y encuentros en el terreno borroso de la conceptualización de las otras literaturas.

Estudios situados

Sin embargo, quisiera, en esta oportunidad, dar un paso más. Tiene que ver con el desplazamiento de escala latinoamericana y argentina por la idea de situalidad en el estudio de otras literaturas, como hemos propuesto en el desarrollo del II Encuentro. El conocimiento situado, que hoy reaparece muchas veces en diversas conceptualizaciones, así nominado, tiene una doble comparecencia. La primera formulación realizada en estos términos proviene de los estudios de la sociología del conocimiento que se desarrollaron en los laboratorios de Estados Unidos, a finales de la década de los años setenta y comienzos de los ochenta. Fue, en términos de Pablo Kreimer (2005), una empresa en la que convergieron investigadores provenientes de diversas naciones y que inventaron la noción de locus de la investigación ligada a los laboratorios de ciencias naturales. No se trataba de una noción abstracta/simbólica como la de paradigma de Kuhn, o la de campo de Bourdieu, con las que, sin embargo, no deja de relacionarse. Si no de un locus material y conceptual, el laboratorio, en el que lo simbólico y material intervenía sin determinismo ciertas prácticas y modos de construcción del conocimiento. El caso más emblemático, o en el que interesa detenerme, es en el de la sueca Celina Knorr‒Cettina (2005), quien desafiando la especulación académica tradicional, basada en estados de la cuestión y en métodos deductivos, propuso meterse en los laboratorios, observar, entrevistar e intervenir para elaborar un conocimiento sobre cómo se produce el conocimiento allí, casi como si fuera desde cero, simulando una experimentación de las ciencias más tradicionales, aunque desde el aparato metodológico de la sociología, que dejó de lado el aspecto más esteticista de la escritura en sus resultados, y que puede espantar a las almas más sensibles. Este descubrimiento del locus, su materialidad y su dimensión simbólica como partes inescindibles de la construcción del conocimiento es una de las vías del pensamiento situado, que, no obstante, terminó apelando al constructivismo y al relativismo metodológico, como restricciones claras de la perspectiva.

Esos limitantes fueron el punto de partida del conocimiento situado de diferentes feminismos desde la década de los ochenta hasta la actualidad. Por razones de espacio, me interesaría resituar solo dos casos, de momento, para pensar a partir de ellos, qué habilitan y cuáles son los problemas de lo situado desde allí. Un texto clave es el de Harding, Is there a feminist method? (1988). Allí, Harding, más allá de los problemas que posee el texto, sobre los cuales no voy a detenerme de momento, plantea que situarse es adoptar un punto de vista desde una posición subalterna y que el feminismo se define por la situalidad de ajustar su mirada por la causa de las identidades femeninas subyugadas. Más allá de cierto esquematismo identitario que puede leerse en la posición de Harding, es interesante la definición de situalidad en relación con la de perspectiva asumida desde lo particular. Aunque supone para ella la relatividad del conocimiento, a diferencia de la posición, hoy conocida, de Donna Haraway, donde la situalidad del conocimiento, su exploración y su puesta en discusión, es una encarnación objetiva, lejos de todo relativismo: lo objetivo es lo particular en tanto también lo universal es lo particular. Entre ambas, a pesar de las diferencias y de los problemas ideológicos y epistémicos que podemos plantear, más de treinta años después de sus formulaciones, la idea de situalidad relativa a punto de vista, entiendo, es muy interesante para repensar la otredad de las literaturas y culturas, tal como me interesa entenderlas. Porque permite resituar lo que los estudios más tradicionales del comparatismo (pienso en Auerbach, 2010, por ejemplo), indican como principio metodológico: encontrar un punto de vista que aúne una constelación de problemas entre literaturas. Claro que los contextos son otros, y hemos pasado de la crisis del comparatismo de 1958 de René Wellek al fin del comparatismo de Moretti en 2000. Y en este momento de poscomparatismo, entonces, el punto de vista no es una simple asunción para la formación de corpus, sino que supone, casi como en el feminismo, una problematización epistémica de las diversas escalas de nuestra situación frente a esas otras literaturas y culturas, donde el locus desde el cual se leen o investigan esas literaturas también debe problematizarse en relación con la perspectiva asumida.

Y eso nos lleva a pensar los locus, encarnados, desde donde se estudian esas otras literaturas. Que sea la Universidad argentina, con su autonomía, desde una provincia como Santa Fe, en una ciudad no capital, aunque en disputa simbólica con la capital, como Rosario, en un momento largo de creación de dos carreras de posgrado (MLA/DLEC) y de un Instituto de Estudios Críticos de doble dependencia (IECH: UNR/CONICET), en medio del pasaje de nominación del Centro de Estudios de literatura francesa al Centro de Estudios de Otras literaturas, no es un detalle menor, y supone toda una situalidad que no puede ser soslayada en la complejización del proceso de emergencia de la formulación metodológica y conceptual que supone su estudio. No se trata, sin embargo, de una exigencia esencialista, sino de una interseccionalidad de escalas siempre móviles que intervienen en cada práctica u objeto abordado, de manera singular, y que van de lo geopolítico, a lo histórico, a lo simbólico e , incluso, a lo estético y vital, con sus tensiones, así como a los espacios encarnados simbólica y materialmente en procesos de tensión que suponen una invención colectiva y que deviene en el tiempo, sin fijeza definitoria y siempre abierta a una potencialidad inclausurada, que decanta en marcos metodológicos y de investigación diferentes.

No atender a la situalidad en el estudio de otras literaturas, entiendo, conlleva dos restricciones metodológicas que pueden promover un retorno al comparatismo o al textualismo más tradicional, que se puede asumir, claro, sin pedir permiso a nadie, pero que sería deseable especificar. La primera es la idealización de la obra de arte —y de la lengua— como constitutiva per se, y de manera abstracta, de un poder que opera solo sobre el lector y en la cual el lector, con sus interseccionalidades descentradas y siempre inclasificables de escalas situacionales y vitales, queda como simple objeto que la universalidad poderosa de la obra transforma. Desde dicha episteme, el punto de vista está ligado solamente al poder intrínseco de la obra (sea universal, raro, menor o el que sea) y no a un proceso de interseccionalidad de la historicidad vital en el encuentro con la obra en sí. La obra solo transforma, el lector solo es transformado, no transforma la obra desde la lectura: la literatura es la única agente activa en el proceso de conocimiento. El inmanentismo idealista reina. Toda obra sería leída más o menos de la misma manera y tendría su lugar en el repertorio artístico independientemente de las sensibilidades culturales e históricas, porque su poder se impondría a la situalidad y a las circunstancias. La consecuencia inmediata es suponer que, si existe, el canon universal de una época es una construcción objetiva e independiente de los lectores, puesto que allí se reafirma la potencialidad de las obras o de la literatura universal, válida por siempre y para siempre. Esa idealidad poderosa de la obra sería consecuente con la postulación de literaturas fuertes, más relevantes o con mayor cantidad de obras poderosas en un proceso casi natural, donde, por ejemplo, el aparato cultural francés a nivel internacional carecería de importancia en la construcción de esa cultura como una de las centrales en el mundo hasta mediados del siglo XX. Sus obras, simplemente, tendrían mayor poder de transformar subjetividades e imponerse por sus propias cualidades, sin mediaciones culturales algunas y de manera desligada de los procesos de imperialismo o colonialismo político‒cultural (o, en todo, estos serían menores frente a la irrefutable confirmación de la calidad superior de las obras y prácticas seleccionadas).

La segunda restricción tiene que ver con lo que supone la precariedad de la situación con la cual nos enfrentamos quienes estudiamos relaciones entre literaturas. Si lo que se pone en juego es una otredad del nos, se problematizan las tensiones entre culturas y literaturas en las que se han concentrado, no obstante, muchos estudios del comparatismo, desde enfoques de la recepción, de los movimientos de importación o exportación, de las filiaciones o desde ciertas metodologías positivistas intertextualistas o dialógicas. Estas fueron las herramientas metodológicas fundamentales en las perspectivas de las literaturas mundiales que se abrieron en el poscomparatismo de Franco Moretti (2000) o en el enfoque de la República mundial de las letras de Pascale Casanova (2001). Luego de que Moretti proclame el fin del comparatismo, sin embargo todos los enfoques sobre las literaturas mundiales siguieron siendo bastante comparatistas, puesto que se concentraron con mucho énfasis en el estudio de las literaturas desde procesos de intercambio de poder cultural sólo entre centros y periferias, o en señalar las diferencias de poder esquemático con foco unívoco en la hegemonía de la cultura europea u occidental. En el caso del comparatismo, el positivismo metodológico textualista que rastrea fuentes, originales, antecedentes y filiaciones, recepciones de culturas originarias y metas, arrastra, por detrás, la lógica del mundo uno y desigual entre centros y periferias, pero que solo confirma el poder de occidente.

La precariedad de esta situación remite a esa noción de lo precario que Judith Butler plantea para estudiar los énfasis del poder cultural en el mundo contemporáneo que visibiliza tensiones culturales siempre a favor de los poderosos o para confirmar su poder, en un entramado de relaciones globales, lo que supone una ambivalencia en los modos de relación cum otrxs, donde estos son degradados por vía de una jerarquización o de una invisibilidad. La precariedad, afirma Butler, «Se trata de una de las consecuencias filosóficas y representativas de la guerra, porque la política —y el poder— funciona en parte regulando lo que puede mostrarse, lo que puede escucharse» (2006:183). Las relaciones entre literaturas y culturas consideradas desde ese nos(otros) suponen desafiar, entiendo ahora, dichas metodologías que son modos de leer donde no se problematiza, sino que se confirma siempre, inevitablemente, la precarización del poder que obtura las posibilidades de unxs frente a la de nos(otros), e instituye la sensación positivista de que no se puede faltar a una verdad confirmada ya de por sí. ¿Cómo se invisibiliza y visibiliza el poder y de qué modos nuestras prácticas de lectura habilitan maneras diferentes de leer que no reifiquen solo una relación jerarquizada entre culturas, sino que también habiliten cierta transversalidad que constituya, al menos, un momento de vacilación del poder cultural que ya sabemos que interviene?, es una pregunta que comencé a formular hace poco desde el estudio de las literaturas europeas en relación con la cultura latinoamericana en el que me interesa leer desde hace años.

Esto ocurrió, en más de una oportunidad, a partir de las constelaciones sadeanas entre literaturas y culturas del mundo, y me desvela en sus alcances y limitaciones, también, desde ese punto de vista situado y asumido desde Rosario. El punto de partida fue un comparatismo clásico desde su metodología: detectar las trayectorias de Sade en Argentina, articulando las ficciones sadeanas con su circulación en el mercado editorial, proliferante, a partir de la década de los años sesenta. Sin embargo, a medida que avanzaba en la conceptualización y en el estudio, decantaron otros modos de leer. Porque lejos de pensar sólo desde la lógica de la importación cultural entre una literatura fuerte y otra menor (la francesa y la argentina), las ficciones sadeanas argentinas leían el siglo XIX, cuando Sade no estaba en las bibliotecas ni en el mercado argentino (recién a partir de 1881 aparece el registro de una obra de Sade en el catálogo de la Biblioteca Nacional), en clave sadeana. Pienso en el uso de Martín Fierro de Gabriela Cabezón Cámara en Las aventuras de la china Iron (2017), en el «Niño proletario» de Osvaldo Lamborghini (2006), en el uso de Moreira en Alambres de Néstor Perlongher (1997), o en el inicio hipotético de la literatura argentina como violación imaginado por David Viñas en Literatura Argentina y realidad política (1964). ¿Cómo era posible, más allá del anacronismo temporal, que una zona del siglo XIX pudiera ser leída desde el siglo XX como sadeana? A su vez, comencé a advertir en las literaturas europeas las reverberaciones de lo sadeano en escritores de otras culturas y temporalidades, como en el Decamerón de Giovanni Boccaccio (2005) o en los cuentos de hadas de Charles Perrault (2007), ambas obras anteriores a Sade.

Así, se me presentó una concepción de lo sadeano en tanto imaginación transtemporal, a partir de ciertos aportes de Emanuelle Coccia, respecto de las imágenes. Según Coccia (2009), las imágenes están siempre disponibles en la cultura en todos los tiempos, porque forman parte de un intelecto común de la humanidad. Siempre en potencia, siempre posibles, aunque no siempre reconocibles y nominables. La lectura y la aparición poderosa de estas explican su nominación y la posibilidad de la transferencia cultural hacia adelante y atrás en el tiempo, el hecho de que podamos reconocerlas como tales. Las imágenes sadeanas reverberaron entre las culturas y los tiempos porque no le pertenecen a un autor o a una cultura, sino que son siempre en potencia en diferentes territorialidades y temporalidades. En este sentido, Sade posibilitó su reconocimiento y nominación, su identificación, pero no trazó un original según el cual todas serían copias o usos desviados de un original que oficiaría como retorno. Fuera de relaciones de propiedad y de originalidad, se habilitaba un modo de leer por otra vía que no era solamente la mera desventaja colonial, sin dejar de advertir que la nominación de esa imaginación, su posibilidad de reconocimiento como tal y la difusión de la obra de Sade era una operación cultural datada y fuerte desde la cultura francesa del siglo XX. Pero, en todo caso, las ficciones sadeanas argentinas, si se hacían visibles por esa nominación, si se hacían reconocibles, cada una guardaba en sí una singularidad que no le debía un préstamo, un uso, o una originalidad a un texto fuente, al menos, eso insinuaban las lecturas en clave sadeana del siglo XIX argentino, cuando Sade era un incógnito en Argentina. El Matadero, de Esteban Echeverría (1995), antes de Sade, podía ser leído como reverberación de imágenes sadeanas que recortaban el goce sexual como violación política en el espacio cárnico de la Nación rosista, sin que Sade fuera su padre de familia, aunque sin él, desde el presente, no pudiéramos reconocer su constelación con dicho imaginario.

Sin embargo, si Coccia permitía la reformulación de la lectura sadeana, era, además, porque en la crítica literaria argentina reciente, el concepto de imaginación se había convertido en operativo para leer desde el presente. En Fantasmas (2009), Daniel Link señalaba cómo la categoría de imaginación había sido poco explorada, cuando no relegada del lenguaje de la crítica argentina. Sin embargo, ya había síntomas evidentes de su retorno. De hecho, el primer momento del libro de Link se concentra en un intercambio epistolar o por email entre alguien a quien llama Beatriz y un tal Jorge. Detrás de esos nombres resuenan el de la crítica literaria argentina Beatriz Sarlo y el filósofo italiano Giorgio Agamben. La primera escribió La imaginación técnica. Sueños modernos de la cultura argentina (1992); el segundo, Estancias. La palabra y el fantasma en la cultura occidental (1977), con enorme presencia en las formulaciones críticas contemporáneas en Argentina. Pero también, en 2006, Josefina Ludmer había publicado la primera versión en la web de «Literaturas postautónomas», que fue incluida más tarde en Aquí América Latina (2010), donde emplea la categoría de «imaginación pública» para definir un régimen de ambivalencia que cuestiona los límites disciplinares y la relación entre realidad y ficción. De modo que el concepto de imaginación —con sus matices— había sido retomado por la crítica literaria argentina en su potencialidad lectora que articula la dimensión fantasmática de lo imaginario en relación con la cultura, el lenguaje y la realidad. En esta dirección, situando el aporte de Coccia, desde una cultura europea, lo que se pone en evidencia era que este había sido habilitado desde el nos(otrxs) de la crítica argentina y no que su concepto, por imposición cultural hegemónica, era empleado meramente para resolver un problema de una literatura menor. Al revés, era esa literatura menor, con sus cambios y transformaciones, la que había rehabilitado el concepto de imaginación y lo tornaba legible en un momento próximo, siempre en contacto con otras culturas y literaturas desde el nos(otrxs) de su perspectiva.

Es en esta dirección que la situalidad habilita, entiendo, comprender su propia precariedad y, al mismo tiempo, desafiarla. No pienso que sea una opción mejor que cualquiera de las otras, desde el punto de vista metodológico o epistémico, eso sería caer en la trampa de un evolucionismo gnoseológico del que reniego; tampoco, que esa posición sea mejor, o más ética que cualquiera de las otras. Sí, que esa posición, ese punto de vista, es el que más se aproxima al deseo y el modo de leer de una vitalidad encarnada en una institución concreta, como esta en la que estamos, donde la idea de «otras literaturas» daba vuelta hacía tiempo ya, y donde un cuerpo, como este, que escribe y reflexiona con ustedes, muchas veces, sintió con rigor, sudor y sangre, en su propia historia, los actos de un sadismo cultural que emergía en cuerpos concretos que no necesariamente habían leído a Sade o se declaraban sadeanos. Pienso, en el caso más fácil, en mi padre, en aquel rancho de la infancia de un pueblo de provincia, en Argentina, cuando con su látigo no solo asumía sino que ejercía toda una precariedad en nos(otras). Unas nos(otras) que, con el tiempo, encontramos los modos de no naturalizar ni reproducir su poder, y hasta pudimos transformar(nos). Es desde todo este entramado de niveles que leo las otras literaturas, con mis limitaciones y precariedad a cuestas. Esta es la situación.

Este dossier

Este dossier es el resultado del II Encuentro de Estudios Situados sobre Otras Literaturas, que organizamos entre el CEOL, el IECH y la Facultad de Humanidades y Artes, de la UNR, con adhesiones del Centro de Estudios Helénicos (CEHTRAC), el Centro de Investigaciones y Estudios en Teoría Poscolonial (CIETP), la Maestría en Literatura Argentina (MLA), el Doctorado en Literatura y Estudios Críticos (DLEC) y la Maestría en Literaturas Comparadas de la Universidad Nacional de La Plata, en octubre de 2022. Fue la primera actividad después de una pandemia que nos había encapsulado en nuestros hogares y desarmó la posibilidad del encuentro en presencia. Quizá por este motivo, los días en que se realizó, se llenaron de una grata vitalidad que propició el intercambio y el aprendizaje en la puesta en común de tantas diferencias. Hubo momentos de acaloradas y enérgicas discusiones que, no obstante, no opacaron el espíritu cordial y alegre de una aventura que veíamos difícil de sostener hasta no hacía mucho tiempo. Y quiero explicitar esto, porque no me parece un detalle menor. A pesar de trabajar con un objeto tan difícil —si no imposible, como sostendrán la mayoría de sus estudios— de definir, estamos acostumbradas a hacerlo desde especificidades escalares problemáticas que hacen oídos sordos a lo que ocurre en otros campos, constituyendo mundos separados por grietas epistémicas, nacionales, regionales o teóricas.

Así, al menos en nuestro país, quienes estudian literatura/artes argentina o Latinoamericana o Hispanoamericana, muy rara vez comparten espacios con quienes estudian literaturas/artes europeas, norteamericanas, africanas o asiáticas, salvo dentro de un mismo universo lingüístico. Además, las diferencias teóricas y lingüísticas, muchas veces, opacan los diálogos o conforman también compartimentos difíciles de atravesar. Pienso, por ejemplo, en lo que suele pasar entre los estudios coloniales, poscoloniales o decoloniales y los estudios de literaturas/artes europeas. Si la crítica es hacia el evidente menosprecio y jerarquización occidental en una posición menor de la singularidad «latinoamericana» frente a la europea, muchas veces, esas críticas terminan haciéndose en publicaciones o eventos específicos de colonialistas o estudiosos poscolianes o decoloniales. Lo inverso también ocurre y quienes realizan estudios de literaturas/artes europeas terminan desconociendo los problemas de las literaturas latinoamericanas, asiáticas o africanas que, sin embargo, definen muchos de los planteos singulares que ponen a funcionar sobre y desde esas literaturas y prácticas culturales. La idea que se nos presenta, entonces, es propiciar un encuentro de todas esas singularidades, ponerlas en diálogo, tensión y relación con la otredad que portan y ante la cual, pareciera, se enfrentan. No hay un deber ni un planteo ético imperativo, sino un deseo frente a los devenires propios y en común que abordamos a menudo y que, pocas veces, habilitan reflexiones desde perspectivas múltiples y difícilmente reconciliables. Abismar esas posiciones, abrirse a sus diferencias, perdernos y situarnos entre ellas, nos estimula.

En cierto sentido, muchas de estas habilitaciones, cruces y bordes, realizados desde la Universidad en Rosario, se inscriben en una problematización encarnada en trabajos singulares de cuerpos que estuvieron vinculados a la enseñanza e investigación de teoría o literaturas en las que el problema de sus relaciones se presentó. Sin ir mucho más lejos, la palabra «relación» que empleamos aquí, era una constante presente en la perspectiva comparatista de María Teresa Gramuglio que, como sabemos, intervino en las discusiones más enérgicas sobre la literatura argentina del siglo XIX y XX y, además, se dedicó al estudio de las relaciones entre la cultura latinoamericana con las europeas en diversos trabajos que han sido compilados bajo el título Nacionalismo y Cosmopolitismo en la literatura argentina (2013), sin olvidar que fue docente de Literatura Europea II, en la Escuela de Letras de la Facultad de Humanidades y Artes, donde la mayoría de los integrantes del CEOL se formó. La perspectiva relacional de Gramuglio sobrevuela en muchos de los planteos y formulaciones de los estudios sobre otras literaturas en la zona de bordes que desbaratan los esquematismos duros entre centros y periferias, indicando la presencia de periferias dentro de los centros y de centros en las periferias. En esta dirección, las ideas de otro rosarino, Adolfo Prieto, que sitúa a la literatura de los viajeros ingleses como un apéndice de la literatura argentina, y no al revés, viene a visualizar la exigencia de leer de un modo disidente la relación colonial, sin negarla. Un antecedente que María Teresa Gramuglio reconoce como insoslayable para el comparatismo argentino. Esa zona difusa, donde las relaciones de poder que son existentes y concretas se desbaratan, también sobrevuelan los ensayos de Nora Catelli, incluso aquel que dedica a los trabajos de Gramuglio, «Literatura comparada y tradición crítica argentina» cuando señala que ese

carácter histórico «nacional» no es «nacionalismo», sino constelación dinámica y tensa de diversas dimensiones simbólicas y negativa sistemática a abandonar las zonas literarias y culturales de indefinible complejidad histórica y formal. Para América y para Argentina, esa es la vía del comparatismo según Gramuglio. (2013:90)

Ahora podríamos preguntarnos ¿hasta qué punto ese modo de mirar la tradición situada que Nora Catelli lee en María Teresa, no ha sido el que también aplicó en sus numerosos trabajos? Por ejemplo, cuando Catelli (2010) indica, a partir de sus diversas intervenciones sobre el boom latinoamericano y sus proyecciones actuales, que respecto de las valoraciones de las producciones culturales, el mercado y la crítica especializada tienen diverso peso en España que en América Latina, gravitando en otra doble relación entre literaturas. Es decir, como si Catelli señalara que la perspectiva donde se sitúa el problema variara los elementos de este, pero porque su mirada se encuentra en contacto con ambos. Habría que preguntarse, y esto es lo que también hace este dossier, si, en cierta medida, las miradas a Europa y Latinoamérica, así como su lectura de Gramuglio, no son encarnaciones de una situalidad del cuerpo de Nora Catelli, entre y también más allá de Rosario y Barcelona; y, por elevación, entre las diversas intersecciones y tradiciones que esa mirada descentrada supone entre América Latina, Argentina, Europa y España para las «vías del comparatismo». Lo mismo podría decirse sobre Adolfo Prieto, que, desde Rosario imprimió su mirada en otra literatura, y en otra zona —los relatos de los viajeros ingleses—, integrándola a una perspectiva criolla. Gramuglio, entre Rosario y Buenos Aires, sigue leyendo ese mundo encarnado en relaciones entre provincias, capitales y metrópolis.

Claro que no se trata de pensar en una determinación y lectura única que clausuraría identitariamente la posibilidad del pensamiento, pero sí, por lo menos, de interrogar cómo esas miradas encarnadas en el encuentro con las otras literaturas y prácticas culturales no dejan de mover y acercar posiciones vitales con sus lecturas como un nivel más de la perspectiva que se resuelve de maneras disímiles. Tampoco se trata, creo necesario aclararlo, de una mera atención vitalista y biográfica sobre esas variables, como únicas encarnaciones posibles de la perspectiva; deberíamos poder interrogarnos sobre esas tradiciones, problemas y contingencias que tanto los estudios de Gramuglio, como los de Catelli y Prieto ponen en escena en tanto entramados simbólicos localizados que también intervienen en sus lecturas. En estos casos, habría que preguntarse, por ejemplo, sobre los conceptos centrales de nacionalismo y cosmopolitismo que Gramuglio pone en juego para leer una parte del siglo XX, como coordenadas conceptuales de un modo de pensar esas relaciones, de construir mundo desde Latinoamérica, como propone Mariano Sisking, en Deseos Cosmpolitas y que parece haber agotado en el presente su potencial para abordar las relaciones entre literaturas. ¿Qué hace que unos conceptos sean más vitales en un trayecto intelectual y en un momento más que en otro? ¿De qué epistemes y redes intelectuales localizadas provienen y cómo atraviesan esas vitalidades que leen? Tampoco se resolvería esta cuestión desde la idea foucaultiana de genealogía o desde el discursivismo deconstructivo derrideano. Quizá debiéramos ensayar atender cómo, más allá de las textualidades —un aspecto insoslayable, no obstante, para leer—, hay variables indeterminadas y difíciles de objetivar —y ahí está el desafío— que intervienen en nuestras prácticas de lectura y las atraviesan como parte de una fuerza entusiasta y revitalizadora que potencia una idea singular de literatura y de sus relaciones con otras literaturas y prácticas culturales, más consistentes y potentes en unos momentos que en otros. No estamos proponiendo un modo clausurado y definitorio de leer, menos aún único, ni que tampoco desplace a otras formas de abordaje, pero sí nos parece pertinente hacernos las pregunta —imposible de responder de modo definitivo— de cómo nuestras situalidades materiales, vitales, epistémicas y contextuales intervienen en las configuraciones de nuestros modos de lectura y hasta qué puntos los objetos con los que nos enfrentamos las afectan y son afectados por esas coordenadas. Puesto que si el problema es el poder cultural en las relaciones entre literaturas y prácticas, que atraviesa nuestras perspectivas, comenzar a situarnos en la materialidad desde donde leemos, puede habilitar el interrogante sobre las reproducciones, los limitantes y hasta los modos para intervenir en esos entramados materiales y epistémicos que constituyen aparatos de lectura.

Entiendo que muchos de los trabajos de este dossier gravitan alrededor de estos problemas de los estudios situados en torno a las relaciones entre literaturas. En la mayoría de ellos se redefine una concepción de situalidad que es preciso atender ante cada propuesta y, que afortunadamente, no siempre es igual, sino que participa de las tensiones propias de un estar en común sin esencialismo. En «El violento oficio de comparar», Magdalena Cámpora revisa la posición asumida por esta perspectiva respecto del esquematismo entre centros y periferias para trabajar desde la literatura comparada. Se propone volver a repensar las relaciones entre literaturas, sin esquivar los problemas de la teoría latinoamericana de la dependencia. Asegura que sería necesario descartar algunas categorías problemáticas derivadas del binarismo de la teoría, como original, copia, influencia, que dejan en una posición pasiva y menor a algunas literaturas frente a otras, sin ocultar las asimetrías en el poder cultural. En este sentido, se propone considerar, no lo esquemático del binarismo centro y periferia, sino lo que se hace en esos contactos desde situalidades particulares, considerando las contextualizaciones como necesarias para comprender los modos en que estas se producen y, por ende, las oportunidades diversas y múltiples en que esos contactos se resuelven, en tensiones no siempre iguales entre lo hegemónico y lo marginal del mundo. De este modo, el artículo revisita una enorme bibliografía crítica producida desde Argentina sobre comparatismo, teniendo en cuenta cómo desde la situalidad argentina y latinoamericana se piensan estas relaciones.

En una vía diferente, pero en la misma constelación, la propuesta de Álvaro Fernández Bravo, «La enunciación literaria como posición extranjera», discute el esquematismo histórico que se plantea entre los estudios de las literaturas, incluso las comparadas, entre literaturas nacionales y extranjeras. De este modo, no solo problematiza la denominación de extranjería como enunciación de una literatura, sino el lugar jerarquizado que supone como un estudio siempre menor dentro de las hegemonías de los estudios nacionales a los que se les asigna un lugar preponderante, prestigioso y dotado de recursos en diversas territorialidades. En definitiva, se trata de pensar por fuera de los esquematismos del nacionalismo y del cosmopolitismo como sostenes de una hegemonía nacional o local de los estudios literarios. Apuesta por un estudio de las literaturas donde esas coordenadas se abismen y señala, así, las experiencias migrantes y apátridas de los intelectuales que fundaron y sostuvieron formas diversas de pensar tales relaciones por fuera de los binarismos.

En «La experiencia del final y la literatura como museo», Ana Lía Gabrieloni aborda las relaciones entre historia natural e historia del arte a partir de las imágenes pictóricas, literarias y científicas que permiten postular museos imaginarios en prácticas provenientes de diversas geopolíticas. La idea de museo imaginario permite salir de las relaciones convencionales de original, copia e influencia, para decantar en un derrotero de invención de relaciones crítico, que escapa de la lógica positivista de la argumentación. Por otro lado, la convergencia de prácticas, generalmente tomadas de las culturas europeas contemporáneas y de los siglos XVI, XVII y XVIII, aporta una dimensión transtemporal a las relaciones, definidas por el anacronismo que, en tensiones diversas con la contextualización de los sensorios de donde son tomadas las piezas del museo imaginario, habilitan un modo heterocrónico y no lineal de trabajo sostenido con el tiempo. Por otro lado, la convergencia entre ciencia, arte y literatura pone al descubierto una zona inespecífica del museo imaginario formulado que se convierte en reveladora de las transversalidades entre las prácticas, desafiando los binarismos y esquematismos en que suelen pensarse las relaciones entre cultura científica y artística. En este sentido, las relaciones entre las prácticas, al tiempo que revelan una otredad constitutiva y muy cuidadosamente trabajada desde la enunciación crítica, por otro lado, permite la emergencia de una transversalidad que revela, justamente en sus diferencias, la comunidad y el contacto incesante entre los diversos campos del saber/hacer. La mirada funda relaciones diversas con distintos saberes y prácticas europeas, tomadas de diferentes niveles y coordenadas, desde las más hegemónicas (Francia e Inglaterra), a las más laterales (Escocia, Países Bajos).

Estos trabajos dan cuenta de las continuidades y desviaciones sobre un campo de problemas que viene presentándose en el derrotero de una perspectiva situada de las relaciones entre literaturas y prácticas culturales en los entramados epistémicos argentinos que hemos presentado escuetamente. Pero todas tensionan, de diversas maneras, cuestionándola o ampliándola, a la relación cerrada con las literaturas y culturas europeas más hegemónicas. También los trabajos de Dulce María Dalbosco y Sergio Cueto continúan en ese camino desde estudios particulares respecto de la música portuguesa y la imagen poética en la lírica italiana y argentina del siglo XX, literaturas y culturas que difícilmente puedan considerarse centrales en la contemporaneidad. Dulce María Dalbosco, en «Sobre la circulación transatlántica de un fado portugués: usos y transformaciones en la canción popular» propone un andamiaje crítico para atender a las versiones de un fado en diferentes contextos, donde se pierde la noción de original y copia. En este sentido, todas las interpretaciones serían versiones, pero existiría una versión de referencia que opera funcionando no como original, sino como el uso reconocible de una pieza musical en relación con la cual se ponen en juicio el resto. El artículo plantea lo situado como uso socio‒comunitario que requiere diferenciar contextos y tensiones entre una versión hegemónica de referencia y las demás, que no son concebidas ni como copias, ni como desvíos menores, sino como versiones diferentes de una misma pieza musical que tiene y produce efectos disímiles. Esto desbarata la idea de una cultura fuente y otra receptora. El movimiento de la escritura conflictúa las versiones y, al contextualizarlas, señala cómo cada una debe entenderse en su singularidad de acuerdo a los usos y contextos en los que interviene. De este modo, la pieza escrita en África como boutade porno, que en Portugal se convierte en emblema del Estado Novo, que genera un rechazo en ciertos artistas contemporáneos de Portugal y que, en Buenos Aires, reenvía a la nostalgia por la nación de los migrantes lusófonos, debe considerarse como una versión en permanente multiplicación que se redefine según los usos, sin desconocer que hay uno hegemónico que genera tensiones entre culturas y contextos en cada situalidad que interviene. Sergio Cueto moviliza, en «Sombras italianas», una tradición crítica francesa y rosarina para explayarse sobre el problema de la imagen poética en Willcock, Montale y Ungareti, de una manera en que la reflexión sobre la imagen es la relación misma construida desde el texto. Si en el tono y el ensayo reverberan momentos e imágenes blanchoteanas, también están allí un modo de leer a partir de una relación con la teoría francesa que puede articularse desde Nicolás Rosa a Alberto Giordano, así como la concentración en el resto textual para generar una glosa crítica de Aldo Oliva o Héctor Piccoli. La negatividad agambeana como poder de no, también remite a una perspectiva que el propio autor descentra y singulariza frente a esas dos tradiciones en las que se sitúa su mirada.

En Fantasmas (2009), Daniel Link había asegurado que la imaginación (cultural y política) latinoamericana se encontraba en el dilema de dos vías: Europa o Estados Unidos; y que esta dirección:

nos obliga a imaginar el lugar de la literatura en un conjunto de tensiones que, hoy como ayer, se articula en tres lugares o mercados: el norteamericano, el latino o hispanoamericano (volveré sobre el punto), y el europeo, cuya cabeza de lanza en relación con los asuntos novomundanos fue siempre y seguirá siéndolo España, otrora potencia colonial de ese imperio tan extraño que sobre él nunca se ponía el sol. (2009:296)

Este dossier imagina de manera diferente las alternativas a dichas tensiones. Es cierto que hay presencia de esas tres vías de la imaginación sobre y respecto del mundo en las referencias teóricas y corpus literarios, pero también aparecen otras vías: la de Oriente y África en los trabajos de María Isabel Pozzo y Daniel Altamiranda. En «La escritura en la tierra del sol naciente. Aportes para estudios situados de otras literaturas desde las antípodas»; Pozzo nos desvía de la mirada occidental hacia la lengua japonesa, proponiendo una problematización de sus aspectos centrales, de sus sistemas de escrituras diversos, como una forma de introducción a las dificultades de su enseñanza desde Argentina. La perspectiva de lo situado, en Pozzo, no refiere solo a la contextualización de los aspectos lingüísticos de la escritura japonesa, sino a la perspectiva desde su investigación y enseñanza en la Argentina, con lo que se ponen en juego diversas estrategias de contacto y diálogo para comprender la singularidad de la lengua, al tiempo que las de la investigación y enseñanza de la misma desde otro país. Por su parte, Daniel Altamiranda, en «Estrategias discursivas proto‒feministas en la poesía engagé de Noémia de Sousa» presenta un estado de la cuestión sobre algunos aspectos centrales de la poética de Souza, poeta de Mozambique que articula interseccionalidades de sexo, raza y colonialidad y que ha comenzado a leerse recientemente desde Argentina. Altamira permite una entrada a una autora que no se corresponde con las diversas hegemonías culturales de las literaturas mundiales y lingüísticas portuguesa, que tensiona el canon occidental, al tiempo que reubica las potencialidades de pensar y leer autorxs desde diversas interseccionalidades y no solo esteticistas.

Estos dos trabajos descentran el mundo inventado por la imaginación tradicional de la crítica argentina y nos conducen a zonas del mundo que apenas han sido atendidas. Es la emergencia de otras vías de la imaginación latinoamericana que se podría atender, desde lo que Jan Krasni, un poeta serbio contemporáneo, denominó en su participación en el Festival Internacional de Poesía de Rosario 2023, como «solidaridad periférica transnacional». Es decir, atender no solo a los problemáticos contactos con las culturas occidentales hegemónicas, sino también, a esas literaturas y prácticas que se sitúan en las zonas más vedadas desde nuestra tradición, aún menor, y que son tan menores como nos(otrxs). No hay triangulación mundial a la que atender, entonces, sino errabundeo de la mirada desde nuestras posiciones periféricas que atienda no solo a los contactos con las hegemonías, sino también con las marginalidades, extrañezas, rarezas y sensibilidades opacadas por aquellas. Y esto ocurre, incluso, en el campo de lo que, desde una posición hegemónica, podría pensarse como una misma lengua, que en el presente volumen del dossier se presenta respecto de las diversas inflexiones portuguesas.

En una escritura que pone en cuestión la comunidad de investigadores que somos, así como las prácticas de autoría individual frente a las potencias comunitarias que tendemos a opacar desde las instituciones académicas, el artículo de Gabriela Milone, Franca Maccioni y Silvana Santucci, «Ficciones teóricas para la literatura y las artes contemporáneas: una pregunta por el método», tensiona la multiplicidad del dossier, abriéndose a una interrogación sobre el método y la episteme desde la cual leemos, en la contemporaneidad, la literatura y sus diversas relaciones. A partir de la categoría de «ficción crítica» como central del trabajo, las autoras se preguntan sobre los modos de articular el lenguaje con la materialidad de un poeta brasileño, sobre la literalidad como método y horizonte de lectura a partir de un río que dice en Beatriz Vallejos, así como sobre las articulaciones político‒poéticas de lo situado entre Rirchard, Sarduy y Kuhn. En esas interseccionalidades poéticas y teóricas, se abre un incesante juego de relaciones que nos interroga sobre nuestros modos de leer.

Tal vez este dossier se trate de esto: de la potencia de una interrogación sobre cómo, qué y desde dónde leemos las relaciones entre diversas literaturas y prácticas culturales en Argentina (con las diversas Argentinas posibles que aquí se diseñan). No hay una respuesta única en él, pero sí una invitación a que ensayemos, entre todxs, un rodeo a estos problemas. Pasen y lean.

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Información adicional

Para citar este artículo: Molina, C. (2023). La precariedad de la situación. Introducción al dossier de estudios situados sobre otras literaturas. El taco en la brea, (18) (junio–noviembre). Santa Fe, Argentina: UNL. DOI: 10.14409/eltaco.2023.18.e0116

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