Dossier

La experiencia del final y la literatura como museo

End‒time experience and literature as a museum

Ana Lía Gabrieloni
Universidad Nacional de Río Negro, Argentina
Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas, Argentina

El taco en la brea

Universidad Nacional del Litoral, Argentina

ISSN: 2362-4191

Periodicidad: Semestral

vol. 10, núm. 18, e0122, 2023

eltacoenlabrea@gmail.com

Recepción: 10 Diciembre 2022

Aprobación: 01 Junio 2023



DOI: https://doi.org/10.14409/eltaco.2023.18.e0122

Para citar este artículo: Gabrieloni, A.L. (2023). La experiencia del final y la literatura como museo. El taco en la brea, (18) (junio–noviembre). Santa Fe, Argentina: UNL. DOI: 10.14409/eltaco.2023.18.e0122

Resumen: El relevamiento en la literatura de imaginería marginal o de existencia inverificable en la pintura formal hasta comienzos del siglo pasado, pone al descubierto un motivo paisajístico que, a la vez que desafía el discurso de la historia del arte tradicional y las categorías estéticas que animaron el origen y el desarrollo del género, renueva el repertorio clásico de los loci horridi. Interesa aquí destacar las implicancias de esta nueva «forma de literatura artística» (Didi‒Huberman, 2013:23) que depara la concepción de museos imaginarios donde la historia de las imágenes se funde con la historia de una naturaleza que hace tiempo ha dejado de ser el entorno inalterable donde transcurre la historia de la humanidad en condiciones cada vez más precarias.

Palabras clave: naturaleza e historia, paisaje, museo, Virginia Woolf, Cécile Wajsbrot.

Abstract: The research of literary imagery, marginal or of unverifiable existence in formal painting before the early 20th century, reveals a landscape motif which, while defying the discourse of traditional art history as well as the aesthetic categories that governed the emergence and evolution of the genre, also renews the classical repertoire of the loci horridi. It is of particular concern here to focus on the issues at stake in this new «form of art literatura» (Didi‒Huberman, 2013:23) associated to the conception of imaginary museums where the history of images merges with the history of a nature that has long ceased to be the undisturbed environment in which the history of humankind unfolds in increasingly precarious circumstances.

Keywords: nature and history, landscape, museum, Virginia Woolf, Cécile Wajsbrot.

I.

Hoy no vemos como se veía en el siglo XVII la naturaleza muerta reproducida a continuación (figura 1), debida al pintor español Juan Fernández, llamado «El Labrador».

Cuatro racimos de uvas colgando
[óleo sobre tela].
Figura 1.
Cuatro racimos de uvas colgando [óleo sobre tela].
Fernández, J.F. (c. 1636). Museo del Prado, Madrid, España.

Su significación emanaba entonces de lo que Louis Marin (1978:35) define como una articulación, un desglose. Un espectador erudito de la época habría reconocido en este cuadro los indicios de una historia, un relato. Las tonalidades claras, la luz en los relieves de los racimos, los zarcillos y las hojas en contraste con el neutro fondo negro, el extraordinario naturalismo del conjunto, habría sido visto‒leído en franca alusión a la competencia entre los pintores Parrasios y Zeuxis. Este último, según rememora Plinio el Viejo en su Historia Naturalis, «presentó unas uvas pintadas con tanto acierto que unos pájaros se habían acercado volando a la escena» atraídos por los apetecibles frutos (Plinio, 1987:83).

Contrariamente a lo que hoy en día se tiende a pensar que la historia natural comprende, la enciclopédica de Plinio refiere el surgimiento y la evolución del dibujo y la pintura, entre un sinnúmero de otros temas a través de muy diversos ámbitos del conocimiento, que van desde la matemática, la física y la astronomía, pasando por la geografía y la mineralogía, la química y la farmacología, la anatomía y la etnografía, hasta la zoología y la botánica. En Ancient Natural History: Histories of Nature, el célebre historiador de la medicina, Roger French, recrea los orígenes de la historia natural en la Antigüedad, cuando tempranamente fue parte de la filosofía griega para, luego, a medida que los romanos tomaron control político de los griegos y los griegos tomaron control cultural de los romanos, las nociones physis y natura adoptaron un «segundo significado» que pasó de referir la «naturaleza de una cosa» a la «naturaleza del mundo» (French, 2005:4). De hecho, no es la historia de Plinio —con fines didácticos y, con frecuencia moralizantes, desde un punto de vista antropomórfico y antropocéntrico que validaba la consideración histórica de las existencias y los fenómenos naturales en la medida que fueran relevantes para la historia humana (1987:171 y 188‒89)—, sino la que reformularían los naturalistas de entre los siglos XVIII y XIX, la tradición en cuyo marco proponemos pensar la función museística de cierta literatura. Esto es a medio camino entre la observación, la descripción y la ilustración propias de esa tradición naturalista, por un lado, y entre la teoría y la crítica confluyentes en la historia del arte, por el otro lado. En suma, se propone pensarla en cruce con una historia natural del arte deudora de esa fase ulterior de la historia natural que Romain Bertrand resume con los siguientes términos: «atenta a todos los seres sin restricción ni distinción de ningún tipo» y en ejercicio «de las fuerzas combinadas de la ciencia y de la literatura para elevar la “pintura de paisaje” al rango de un saber crucial» (2019:4).[1]Esta elevación del género paisajístico, es decir, de la representación de la naturaleza, se sustanciaba en una horizontalidad donde cada cosa y ser contaba en igual medida: «La galaxia y el liquen, el hombre y la mariposa eran vecinos en armonía en un mismo relato. Ninguna criatura, ningún fenómeno ejercía ascendencia alguna sobre los demás en el relato. No es que el hombre importara poco, sino que todo importaba infinitamente» (Bertrand, 2019:4‒5).[2]

Lo cierto es que los seres y las cosas despertaban el máximo interés en un naturalista, al punto de convertirse en piezas coleccionables, objeto del estudio y, en consecuencia, de reproducciones mediante el dibujo y la acuarela, según el grado de rareza que su apariencia, mecanismo o funcionamiento presentaran. Importaba la medida en la que discreparan con lo que el ojo estaba acostumbrado a ver.

Así pues, difícil hallar en el pasado dos sistemas visuales conceptualmente más antagónicos que el de las ilustraciones científicas asociadas a las colecciones naturalistas y el de la pintura asociada al sistema hegemónico de las academias de arte, regido por una estética derivada de antiguos tratados de poética y que resume el dictum horaciano «ut pictura poesis».[3] De no haber transcurrido exclusivamente en paralelo, aun cuando descansaban en parte en un mismo círculo de artistas, el primero de ellos habría hecho entrar en crisis los presupuestos del segundo, primariamente anclados en las nociones de «mímesis» y «belleza ideal», con una pronunciada orientación hacia los temas moralizantes representados en telas de grandes formatos. Los retratos de un pintor como Giuseppe Arcimboldo (1527‒1593) delatan signos de esa crisis que no llegó a tener lugar. Pintor en la corte de Rudolf II, que era el propietario del más célebre gabinete de curiosidades entre los siglos XVI y XVII, Arcimboldo demostraba sus «many‒sided abilities» como «experto» curador (DaCosta Kaufmann, 2009:47 y 119) e ilustrador de la colección imperial; algo que puede inferirse de la irrestricta incorporación de naturalia en sus retratos alegóricos.[4]

Advertir las proyecciones dinámicas de ambos sistemas —el de la imaginería de la historia natural y el de la historia de la pintura— en la cultura visual, exige ejercitar una mirada no convencional a través de la ciencia y del arte e inclusiva de la literatura, de las descripciones y los relatos que esta le proporcionó a cada uno de esos dos sistemas, respectivamente. Una mirada dispuesta a inventar una «forma nueva de literatura artística en respuesta a la inédita realidad cultural que aporta la reproducción visual», según los términos que Georges Didi‒Huberman (2013:23) aplica al proyecto de los museos imaginarios de André Malraux (1947), subyacente al que anima las sucesivas citas de cuadros pintados y escritos en estas páginas.

Tal mirada se advierte fundando la relectura que una serie de poemas en prosa del poeta francés Yves Bonnefoy hace de la historia sobre Zeuxis, lo cual —en términos teóricos— equivale a decir de la tradición estética de cuño clasicista. En «Encore les raisins de Zeuxis», Bonnefoy relata cómo Zeuxis intenta ahuyentar los pájaros sosteniendo con la mano izquierda una antorcha que despide una humareda tan espesa que le impide ver lo que está pintando, e «inventa pintar en lo negro» (2015:224). Las aves terminan dando picotazos voraces a la tela y a las mismas manos del artista, cuya sangre se vierte sobre el azul, el verde ámbar, y el ocre rojizo de esas formas que él ya no llega a distinguir en la pintura y van confundiéndose entre sí hasta perderse como manchas de colores en el inacabado círculo del cesto que iba a contener los racimos: las uvas de Zeuxis ya no evocarían nada cognoscible en esta tierra (224).

El documento de cultura de Plinio, atestiguando por medio de la contienda entre Parrasios y Zeuxis el valor de la mímesis para alcanzar la belleza ideal en la pintura clásica, deviene con Bonnefoy el mito poético del origen de la pintura abstracta que, así, se adelanta varios milenios al que la historia del arte canónica le asigna a ese origen en la cronología habitual. Podría decirse que Bonnefoy, asemejándose a Malraux según Didi‒Huberman en la cita precedente, aporta espesor a esa renovada forma de literatura artística donde la literatura, tal como se intentará demostrar en el caso de las imágenes de nuestro museo, no acude en exclusiva al encuentro del arte. La literatura acude a la par que la historia natural.

Esta primera hipótesis reclama un espacio museal imaginario donde reconocer las imágenes marginales o directamente faltantes en la historia de la pintura de caballete y que, sostenemos, la literatura restaura.[5] En síntesis, si la literatura hace imágenes y la escritura hace historias, la escritura literaria hace museos. Musées imaginaires con colecciones —a base de imaginería textual— que desafían el discurso de la historia del arte tradicional y las categorías estéticas funcionales al mismo, a la par que se instauran como una nueva forma de literatura artística. Entre las figuraciones que esta última proporciona en contraste con sus apariciones marginales o directamente inverificables en el arte de la pintura formal anterior a las vanguardias de comienzos del siglo pasado, se encuentran las llamadas franjas de mar: esas guirnaldas de restos y fragmentos marinos orgánicos e inorgánicos que la marea baja deja tras de sí sobre la playa y cuya denominación en francés, laisse de mer, suscita en el imaginario de sus representaciones alternancias muy sugestivas entre sentidos literales y metafóricos.

Relevar este motivo en la memoria visual, tal como se hizo en función de trabajos que ya hemos publicado, conllevó el hallazgo de dos cuadros muy singulares. El primero porque, hasta donde podemos conocer, tematiza por primera vez en la pintura canónica los restos que la marea baja deja dispersos sobre una playa. Se trata de Pegwell Bay, Kent: A Recollection of October 5th 1858 (figura 2) del pintor del siglo XIX, William Dyce. Realizado un año después de la publicación de El origen de las especies de Charles Darwin, los restos y fósiles marinos en la playa, los estratos geológicos de los acantilados, la pálida estela del cometa Donati en el cielo y el telescopio en la mano izquierda del hombre diminuto al fondo, componen la suma de ciertas evidencias biológicas, geológicas y astronómicas con que la ciencia de la época desafiaba los presupuestos teológicos sobre el origen y la historia natural de la Tierra (Brown, 2009:126). Y esa suma da a ver lo que da a ver el mar en retirada, un desplazamiento que suma motivos para pensar una historia natural del arte, dado que, para decirlo una vez más con los términos de Walter Benjamin (2012:81), allí «la última palabra no la tiene la antítesis de historia y naturaleza», sino que la primera se inscribe en la segunda que, por su parte, la consustancia.

Pegwell Bay, Kent: A Recollection of October 5th
1858 [óleo sobre tela].
Figura 2.
Pegwell Bay, Kent: A Recollection of October 5th 1858 [óleo sobre tela].
Dyce, W. (1858). Tate Gallery, Londres, Gran Bretaña.

Perseo rescata a Andrómeda
[óleo sobre tela]. Wtewael, J. (1611).
Figura 3.
Perseo rescata a Andrómeda [óleo sobre tela]. Wtewael, J. (1611).
Museo del Louvre, París, Francia.

La singularidad del segundo cuadro (figura 3 y 4) radica en la desmedida proporción y los esmerados detalles del tratamiento que la franja de restos goza a orillas del mar en contraste con las playas despejadas y claras en la serie de representaciones clásicas del mismo motivo, el mito de Perseo y Andrómeda, entre los siglos XVI y XVIII en Europa. La mencionada singularidad de este cuadro de principios del siglo XVII del pintor holandés manierista Joachim Wtewael (1566‒1638) parece desmentir el carácter inédito del paisaje posterior de Dyce, excepto que atendamos a las transformaciones de la mirada a lo largo de la historia y veamos esta imagen como la veían en la época de su creación. Así, al igual que frente a las uvas de «El Labrador», lo anterior conlleva frente a este cuadro un movimiento, una traslación. Ver, en este caso, implica trasladarnos desde el museo de arte donde hoy podría estar alojada esta obra a un museo de ciencias naturales, con colecciones de caracolas y conchas de mar. Aun más, cerrar y dejar atrás las puertas de esos dos museos que, desde hace tres siglos existen por separado, para ingresar imaginariamente en su antecedente, un gabinete de curiosidades, donde artificialia coexiste con naturalia y, en conjunto, con las reproducciones gráficas que organizan los catálogos de cada gabinete, y complementan los tratados y las obras de envergadura enciclopédica sobre historia natural.[6]

Perseo rescata a Andrómeda
[óleo sobre tela]. Detalle. Wtewael, J. (1611).
Figura 4.
Perseo rescata a Andrómeda [óleo sobre tela]. Detalle. Wtewael, J. (1611).
Museo del Louvre, París, Francia. Detalle

El espacio disponible en estas páginas exige ahora formular algunas conclusiones a partir de las representaciones pictóricas de las franjas de mar que permitan pasar a referirnos al segundo motivo paisajístico que la literatura, con vocación museística, restaura: el jardín olvidado, en estado de abandono. A modo de síntesis, cabe entonces agregar que, en primer lugar, no sorprende hallar en la pintura de historia de un maestro holandés del siglo XVII un paisaje sumamente elaborado que, además, comprende una naturaleza muerta de experta ejecución. Se diría que la laisse de mer es un cuadro dentro de otro cuadro excepto porque, en segundo lugar, la lustrada apariencia de tan inusitada variedad de caracolas es más propia del estado de conservación y exhibición en la vitrina de un coleccionista que de la exposición a los efectos erosivos de las olas, la arena y el viento a orillas del mar. Así, en tercer lugar, es evidente que esta pintura mantiene en consecuencia filiaciones tan estrechas con el mito clásico que representa, como con el coleccionismo, los gabinetes de curiosidades y la historia natural en apogeo en el norte de Europa hacia la época. En resumidas cuentas, esta obra, como los retratos ya mencionados de Arcimboldo, exhibe señales de la crisis que no llegó a tener lugar entre esos dos sistemas de representación visual, complementarios en el plano de la práctica de los artistas —puesto que muchos dividían su rutina entre las ilustraciones naturalistas y las pinturas artísticas—, pero antagónicos en el plano de la circulación y exhibición de las imágenes cuyo tema incidía tanto como el género, la composición e incluso el soporte y el formato en la valoración estética de la cual eran objeto, sea en las cortes y las Academias o, en el caso de la pintura holandesa y flamenca, también en el mercado donde cotizaban.

Con todo, aún queda algo por decir sobre qué veían en la obra de Wtewael quienes tenían la potestad de acceder a contemplarla, los eruditos y los poderosos. Veían que, cuanto más exactas eran las imágenes, mayor era el grado con que traducían la desprolijidad y el desorden de la naturaleza. Así pues, veían con consternación que las imágenes mostraban demasiado (Freedberg, 2002:349). Veían que la impar eficacia de la reproducción visual para reproducir singularidades, excepciones, anomalías, revelaba una perturbadora contradicción: las mismas condiciones que, por un lado, convertían a los seres y las cosas en los invalorables tesoros de los gabinetes destinados a «curiosidades», por otro lado, intervenían desviando la homogénea regularidad del orden que se deseaba instaurar en la naturaleza y mutatis mutandi en la sociedad (355). Fue así como lo irrepresentable en la pintura académica de la época halló en las ilustraciones científicas una vía regia hacia el arte, cuya historia y museos sin embargo continúan excluyendo. Si, como señala David Freedberg (2002:36), la colección de ilustraciones contenidas en el museo cartaceo de Cassiano dal Pozzo, abrió un nuevo capítulo en la historia de la ciencia, cabe preguntarse cuál de los volúmenes de la historia del arte tal como hoy la conocemos se detiene a considerarlo.[7]

A partir de una serie de imágenes literarias, de aparición infrecuente y acaso por eso mismo a ser consideradas como piezas valiosas en una imaginaria colección de cuadros escritos, la primera parte de nuestra segunda hipótesis sostiene la existencia de intercambios entre ese nuevo capítulo, las ilustraciones que lo articulan y la literatura que, por cierto, siempre aportó a la historia natural descripciones útiles a la vez que extremadamente cautivantes: recordemos que, al preguntarle al escritor alemán W.G. Sebald, quiénes habían ejercido influencia en su escritura, él menciona a los naturalistas (Schwartz, 2007:81). Frente a la evidencia de que esas imágenes literarias en la base de museos imaginarios (cuya justa apreciación reclama una historia natural del arte) componen paisajes inéditos en la pintura de caballete, la segunda parte de la misma hipótesis propone que dichos paisajes rehuyen las categorías clásicas —lo bello, lo pintoresco y lo sublime— alentando el origen y la evolución del género para, en cambio, aportar un motivo que renueva el repertorio clásico de los loci horridi y que llamaremos «paisaje de la devastación».[8] Esta doble hipótesis complementa la primera ya formulada sobre la función restauradora de la literatura que aporta a la cultura visual imágenes marginales o faltantes en la pintura hasta comienzos del siglo pasado, desafiando en consecuencia el discurso corriente de la historia del arte a la par que ciertas conceptualizaciones debidas a la teoría estética del paisaje que resisten ser discutidas.

II.

En el primer apartado se comentaron las infrecuentes representaciones pictóricas de la franja de mar a cuyas representaciones literarias nos referimos en trabajos anteriores al hallazgo de la obra de Wtewael, que hemos considerado indispensable recuperar e interrogar aquí en el marco de nuestros presupuestos de base.[9] Se avanzó así en reconocer las dimensiones de las restituciones de iconografía debidas a la imaginería literaria sin desatender, en paralelo, la necesidad de pensar una historia alternativa a la tradicional de las imágenes en consideración de las operaciones y configuraciones con que esta excluyó las ilustraciones asociadas a las colecciones híbridas de los antiguos gabinetes de antigüedades. De ellos —mas no de los actuales museos que diversifican sus edificios entre las artes, la historia y las ciencias naturales— nuestro museo imaginario es deudor, en la medida que es una forma de literatura artística cuyas imágenes componen paisajes donde la historia visual se funde tanto con la historia humana como con la historia de la naturaleza.

El presente apartado está dedicado al segundo motivo de representaciones, el jardín olvidado y en estado de abandono que, como en el caso de la franja de mar, constituye paisajes que, ajenos a las gracias de lo pintoresco, desconociendo la belleza y renunciando a las exaltaciones de lo sublime, son «paisajes de la devastación».[10] Antes de recorrer esta nueva serie visual de nuestro museo, es preciso agregar una aclaración sobre la aparente excepcionalidad de ciertas tradiciones iconográficas en la historia de la pintura, dado que sería legítimo pensar que episodios del Antiguo Testamento, como el Diluvio Universal, y otros apocalípticos, como el Juicio Final, disputan desde la pintura la originalidad de los paisajes de la devastación a la literatura. Aun si escogiéramos un ejemplo sumamente singular, como el cuadro Le Déluge realizado por Charles Gleyre (1856) (figura 5) que se diferencia de otras obras temáticamente semejantes al evocar el momento posterior al retiro de las aguas, es factible reconocer allí dispersos los signos —tales como la paloma, el olivo regenerado, los ángeles, la luz en el horizonte— de un Ser superior imponiendo a la humanidad esa lógica binaria, consistente en condena o salvación, cuya moral rige al relato contenido en el cuadro. Cuadro, en consecuencia y a diferencia de las piezas de nuestro museo imaginario, adscrito al género de historia, donde la naturaleza no llega a ser paisaje por derecho propio, dado que nunca deja de ser mera escenografía del relato teleológico.

Le Déluge
[óleo y pastel sobre tela]. Gleyre, Ch. (1856).
Figura 5.
Le Déluge [óleo y pastel sobre tela]. Gleyre, Ch. (1856).
Museo Cantonal de Bellas Artes, Lausanne, Suiza.

Aun revestido con ese rol subordinado a la historia, el paisaje de Gleyre manifiesta oportunamente cómo se había ido conformando en el pasado cierto imaginario en torno al Diluvio con los aportes clave de varios naturalistas célebres del siglo XVIII, conocidos con el nombre de diluvionistas. Para ellos era importante conciliar las evidencias científicas cada vez más numerosas e irrefutables sobre la historia del planeta y la humanidad con lo que los relatos bíblicos decían al respecto. Buscaron disipar la estupefacción que ocasionaba, por ejemplo, hallar fósiles de existencias marinas en lo alto de las montañas, con la siguiente teoría: una vez finalizado el Diluvio, al retirarse las aguas, lo que antes había sido un jardín edénico, era entonces un lugar caótico e irreconocible. Un locus horridus, donde —según Alain Corbin (1990:188)— el océano subsistió como una reliquia de la catástrofe. Bernardin de Saint‒Pierre, uno de los pioneros de la geología moderna no dudaba en describir ese paisaje posdiluviano como «hirsuto con montañas espeluznantes; surcado por abismos, habitado por animales salvajes, invadido por plantas venenosas y malas hierbas» (Thibault, 2004:31). La Tierra entera parecía presentar esa geografía inhóspita, generada por las dispersas acumulaciones, el gran revoltijo de informes fragmentos de lo que la marea alta deja al retirarse (laisse de mer). Con todo, tal como se adelantara, la intención es dejar de lado el primer motivo de los paisajes de la devastación en nuestro museo, la franja de mar, para pasar al segundo, el jardín olvidado, en estado de abandono.

En 1866, el artista belga Félicien Rops realiza un grabado excepcional destinado a ser el frontispicio de un conjunto de composiciones de Charles Baudelaire entre las cuales se encuentran varios poemas que habían sido censurados.[11] Interesa la singularidad radical de la botánica dispuesta en el plano inferior del grabado (figura 6), invadida por las plantas venenosas y las malas hierbas mencionadas en la última cita. El encuentro entre estos dos extraordinarios artistas, Baudelaire y Rops, ofrece un punto de inflexión entre las palabras y las imágenes propicio a la génesis del museo imaginario aquí postulado. Al igual que frente a las caracolas barrocas, observemos la parte inferior del grabado. Si fuera posible sustraerlo del notable espesor alegórico que le confieren las denominaciones y frases allí inscriptas, la exuberante decrepitud del conjunto se desarticularía, dando paso a la visión de una naturaleza librada a ella misma, a su intrínseco ciclo de fecundidad y decadencia.

Les Épaves
[Agua fuerte y punta seca]. Rops, F. (1968).
Figura 6.
Les Épaves [Agua fuerte y punta seca]. Rops, F. (1968).
Museo Félicien Rops, Namur, Bélgica.

Aquí está representado el desorden tan temido en el pasado por los eruditos y poderosos que antes mencionamos. Aquí están las flores del mal que un artista contemporáneo como Anselm Kiefer asimilará en su pintura de paisajes, torciendo así esa negativa del género que venimos subrayando hacia motivos donde la catástrofe y la ruina ponen en crisis los recursos conceptuales y plásticos no solo de lo bello, sino también de lo pintoresco y de lo sublime para su representación. Es conocida la predilección de este artista alemán por la poesía de Paul Celan pero también por la de Baudelaire, quien le inspira esas obras realizadas a lo largo de varias décadas, tituladas Böse Blumen. En ellas y otras series con motivos vegetales de Kiefer, la poesía frecuenta una memoria que la Shoa eclipsa y resulta un paisaje que, hasta donde podemos conocer, la literatura se adelantó a hacer visible en «Times Passes», la segunda parte de la novela To the Lighthouse de Virginia Woolf, publicada en 1927. Allí, como en el jardín abandonado y finalmente arrasado por una tempestuosa nevada en la novela algo más reciente de Jean‒Paul Goux, Les Jardins de Morgante, la naturaleza, «instalada en la lentitud» y librada a sí misma, suma al «desorden del universo» (Goux, 1989:43‒45). «Time Passes» es una historia del tiempo, de sus inscripciones en el espacio, durante diez años en los cuales una casa de vacaciones en una isla escocesa permanece deshabitada, su jardín en estado de abandono, mientras que la Gran Guerra estalla en el continente. Para la escritura y traductora francesa Cécile Wajsbrot, en ese abandono —donde la vida humana es ínfima y entre paréntesis mientras que la naturaleza es desbordante— están contenidas todas las catástrofes del siglo pasado y del presente (Wajsbrot, 2021:194).

Lo anterior se lee en Nevermore, una novela escrita en francés y titulada en inglés que Wajsbrot publicó hace dos años atrás. Su protagonista es una traductora (alter ego de la misma autora) que, gracias a una beca, se instala durante algunas semanas en la ciudad de Dresde para traducir, precisamente, el capítulo «Times Passes» de Woolf. Lo hace parcialmente y de a fragmentos que cita en inglés para, luego, pasar a transcribir una o varias versiones en francés, que la llevan a reflexionar sobre el oficio de la traducción, mientras que va compartiendo con los lectores pensamientos e imágenes originados durante paseos por la ciudad o en búsquedas a través de la internet. Las caminatas y otros pasatiempos en Dresde, ciudad emblemática de la devastación a causa de la guerra y los bombardeos, alternan en el libro con recuerdos asociados a incursiones sumidas en pensamientos a lo largo de la High Line, zona emblemática de la devastación a causa del mercado y la gentrificación en la ciudad de New York.

Sin abandonar el estilo ensayístico, el relato asume la traducción y la glosa del «caos no apocalíptico, mas consistente en ligeros desplazamientos» que, piensa la traductora según escribe Wajsbrot, llevan a percibir «una vida autónoma» de las cosas en el interior de la casa y en el jardín de «Times Passes» (150). Mientras traduce, la protagonista enlaza la descripción de Woolf con una serie de imágenes contenidas en un documental sobre Pripiat, la ciudad hasta donde se extiende la zona de exclusión después del accidente en la planta nuclear de Chernóbil en 1986, al norte de Ucrania, donde hoy tiene lugar otra, la misma guerra. La descripción y las imágenes transmiten el mismo «presentimiento del destino de la humanidad», la misma «catástrofe» (151).

La lectura de lo anterior, la visión de la imaginería que evoca, conllevan, como frente a los cuadros reproducidos y comentados en el primer apartado, un desplazamiento. En este caso, las representaciones textuales y audiovisuales se superponen con las imágenes de otro documental que no se halla mencionado en el libro de Wajsbrot: Homo Sapiens de Nikolaus Geyrhalter (2016), donde puede apreciarse cómo la naturaleza —indiferente a los seres humanos— avanza exuberante, recubriendo los restos de ciudades enteras en zonas de exclusión por accidentes nucleares. Chernóbil pero también Fukushima. Para Wajsbrot, así es cómo se instala un «orden aparente» que «es más terrible que el desorden», dado «el retorno de la naturaleza, la abundancia de las especies, una exuberancia sosegada, (...) pero diferente, extrañamente inquietante, demasiado presente. (...) una naturaleza de presencia plena, sin ausencias o, mejor dicho, un mundo en el que nada ha desaparecido», donde «Todo permanece o se transforma en la lentitud del tiempo de la descomposición» y los fantasmas persisten (Wajsbrot, 2021:124).

Privilegio de las libertades de una genial escritora en contraste con las a veces estériles penurias de una investigadora: Wajsbrot deja rápidamente de lado por insustancial la pregunta que hace años insisto en plantearme y que, sorpresivamente, se manifiesta en el centro de esta obra literaria, en lugar de en artículos y libros académicos. La pregunta es si acaso existía en la pintura o en la literatura una evocación a un paisaje comparable antes de que Virginia Woolf compusiera el suyo en «Time Passes». Wajsbrot considera irrelevante responder lo anterior; le basta con afirmar que el capítulo intermedio de To the Lighthouse se adelanta a demarcar la «zona de exclusión, [de la] la primera devastación» (120). La traductora, el personaje principal de Nevermore cuyo nombre no llegamos a conocer, concluye que solo será posible pensar la catástrofe en los siguientes términos de Woolf, citados en inglés y traducidos al francés en Wajsbrot, que aquí se citan en la versión al castellano de Pablo Ingberg:

A la casa la habían dejado; a la casa la habían abandonado. (...) Un cardo se había abierto camino entre las baldosas de la despensa. (...) Amapolas se sembraban solas entre las dalias; el césped ondulaba de hierbas largas; alcachofas gigantes se encumbraban entre las rosas; un clavel orlado florecía entre las coles; en tanto el suave golpeteo de un hierbajo en la ventana se había vuelto, en las noches de invierno, un tamborileo de árboles robustos y zarzas espinosas que ponían verde la habitación en verano. (Woolf, 2012: 159)

Alcachofas entre las rosas. En la novela de Wajsbrot, la imagen resume la «catástrofe», más allá de las dimensiones que la misma pudiera alcanzar. Es la imagen vórtice de la «devastación», sumamente «inquietante y trágica», dado que se construye con «términos casi anodinos, inofensivos» (158). Tan inofensivos, como las ciento veintiséis especies vegetales que, contabilizadas por el director de los Kew Gardens el 1ro de mayo de 1945, al término de la Segunda Guerra Mundial, conformaban la maleza cubriendo los sitios destruidos por las bombas en la ciudad de Londres (Mabey, 2010:49). Inofensivos y saturados de memoria. Igual que los paisajes de la devastación que Kiefer canoniza en la pintura con posterioridad y en afinidad al de «Time Passes» de Woolf.

El noveno fragmento de August Schlegel publicado en el Athenaeum dice: «Por suerte la poesía no espera a la teoría; (...) si no, no tendríamos para empezar ninguna esperanza de un poema» (Lacoue‒Labarthe y Nancy, 2012:133). Ha sido una muy enigmática y afortunada coincidencia haber hallado en este libro reciente de Wajsbrot originalmente formulada, eruditamente explorada, rigurosamente profundizada y poéticamente jerarquizada, la «miríada» —para decirlo con un término tan apreciado por Woolf— de ideas que «Times Passes» no cesa de transmitir en cada nueva relectura. Hay algo en esas ideas que se resiste al ejercicio de las argumentaciones que el género académico impone. Acaso, porque en saber que la poesía siempre se adelanta a la teoría radica, en definitiva, la esperanza de cruzarse con libros e imágenes como los de Woolf y los de Wajsbrot. En 1922, Virginia Woolf le escribe una carta a un amigo pintor que reside en Francia, solicitándole recomendaciones de libros para leer en francés (Nicolson y Trautmann, 1976:555).[12]

Si hoy, a un siglo de esa carta, y a pocos meses de haberse celebrado la última edición del premio Nobel en literatura, tuviera que recomendarle a Woolf un libro en francés, sin dudarlo, sería Nevermore de Cécile Wajsbrot.

Referencias bibliográficas

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Notas

[1] Todas las traducciones son nuestras excepto que se indique lo contrario.
[2] Innecesario insistir en la influencia que el Romanticismo había tenido en esta visión orgánica del universo, cuya infinitud se hacía asequible mediante la finitud de esa mise‒en‒image de la naturaleza, el paisaje.
[3] Véase los artículos pioneros de W. Howard (1909) y de Rensselaer W. Lee (1967) editado posteriormente como libro (1998); además de los escasos estudios disponibles en castellano: Galí (1999) y García Berrio y Hernández Fernández (1998).
[4] Pese a las dificultades para demostrar las atribuciones entre el autor y un sinnúmero de ilustraciones diseminadas hoy en día en varias colecciones, no quedan dudas sobre que Arcimboldo participó directamente en la difusión de conocimientos sobre historia natural y que sus estudios visuales de la naturaleza mantienen estrechas relaciones con su trabajo como pintor en la corte imperial (DaCosta Kaufmann, 2009:124 y 144). Véase, también de DaCosta Kaufmann. (1978).
[5] La función restauradora de la literatura se emplea aquí en la doble acepción del término: como reparación o recuperación de algo que, de otro modo, habría quedado incompleto o perdido para siempre en la historia de la cultura visual, así como reinstauración de cierto estado o régimen alguna vez combatido y no obstante sobreviviente a costa de postergar o sacrificar los beneficios que el pasado destronamiento habría suscitado. El extenso y accidentado trecho recorrido por la pintura durante al menos tres siglos hasta que, hacia a mediados del siglo XIX, logró alzarse contra la tiranía temática y compositiva que sobre ella había ejercido la literatura, contrasta con este renovado protagonismo de la última al revivir estas series de imaginería olvidadas o ignoradas hasta hoy en la cultura visual. Con todo, es la literatura a donde debemos acudir para recuperar un tipo de paisaje al que la doctrina clasicista e incluso el romanticismo y sus derivados, parecen no haber hecho lugar: un «paisaje de la devastación» que, a distancia de las categorías de lo bello, lo pintoresco y lo sublime alentando el origen y la evolución del paisajismo en la pintura, aporta un motivo inédito al repertorio de los «loci horridi».
[6] Sobre el rol de los gabinetes de curiosidades en el origen de los museos contemporáneos y su evolución, véase: Impey y MacGregor (1985) y Rivallain (2011). Entre los siglos XVI y XVIII, los tratados de historia natural proliferan a la par de los gabinetes de curiosidades en apogeo y acuden a subsanar con sus imágenes la ausencia de ciertas preciadas «curiosidades» en las colecciones. Antoine Schnapper (2012:381) señala la resignación con que, a menudo, muchos coleccionistas debían contentarse con la «imagen» (en cursiva en el original) de un objeto en lugar del objeto mismo. El grabado deviene esencial en la construcción de «bibliotecas en imágenes» que ponían a disposición la naturalia más inaccesible (384‒385). Sobre ilustración, gabinetes e historia natural, véase el estudio de Olmi (1980‒1981) y el más reciente de Aloi (2022).
[7] Dicho museo cartaceo goza de una muy reciente y relativa difusión por fuera del círculo de los especialistas, dado que el Instituto Warburg de Londres en colaboración con la Royal Library‒Windsor Castle ha finalizado de publicar prácticamente todos los volúmenes del catálogo crítico de las aproximadamente diez mil acuarelas, dibujos y grabados recuperados de la colección de Cassiano dal Pozzo y su hermano Carlo Antonio dal Pozzo del siglo XVII.
[8] La bibliografía disponible sobre el tópico locus horridus es infinitamente menor que la de su pendant famoso, el locus amoenus. Entre los muy escasos estudios, sobre todo, por fuera de los estudios clásicos y medievales, se recomienda consultar Giacomoni (2007) y Le Scanff (2007).
[9] A continuación, las referencias de dichos trabajos: «La línea de marea, imaginarios y representaciones: “Sa place n’est peut-être pas tout à fait au Louvre”»: López‒Labourdette y Wagner (2023); y «La laisse de mer comme image émérgente de l’histoire naturelle»: Rohelens, Plesch, Mac Leod y Erchadi (2023).
[10] Esta segunda parte retoma lecturas y reflexiones en la base de recientes trabajos de nuestra autoría (que se hallan en prensa) dedicados en exclusiva a las representaciones de jardines olvidados y en estado de abandono, en tanto motivos inéditos en el repertorio clásico de los loci horridi.
[11] Sobre la obra en general y este grabado en particular de Rops, véase Guyaux y Védrine (1999) y Védrine (2002); así como Yoshimura. (2009).
[12] Carta a Jacques Raverat del 25 de agosto de 1922.

Información adicional

Para citar este artículo: Gabrieloni, A.L. (2023). La experiencia del final y la literatura como museo. El taco en la brea, (18) (junio–noviembre). Santa Fe, Argentina: UNL. DOI: 10.14409/eltaco.2023.18.e0122

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