Dossier

Ficciones teóricas para la literatura y las artes contemporáneas: una pregunta por el método

Theoretical fictions for contemporary literature and arts: an enquiry concerning method

Franca Maccioni
Universidad Nacional de Córdoba , Argentina
Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas, Argentina
Gabriela Milone
Universidad Nacional de Córdoba, Argentina
Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas, Argentina
Silvana Santucci
Universidad Nacional de Tres de Febrero, Argentina
Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas, Argentina

El taco en la brea

Universidad Nacional del Litoral, Argentina

ISSN: 2362-4191

Periodicidad: Semestral

vol. 10, núm. 18, e0123, 2023

eltacoenlabrea@gmail.com

Recepción: 10 Diciembre 2022

Aprobación: 09 Junio 2023



DOI: https://doi.org/10.14409/eltaco.2023.18.e0123

Para citar este artículo: Maccioni, F.; Milone, G. y Santucci, S. (2023). Ficciones teóricas para la literatura y las artes contemporáneas: una pregunta por el método. El taco en la brea, (18) (junio–noviembre). Santa Fe, Argentina: UNL. DOI: 10.14409/eltaco.2023.18.e0123

Resumen: Si lo que debemos, según Georges Didi‒Huberman, es asumir el riesgo de una ficción para abrir el pensamiento a la potencia de otras lenguas, otras escrituras y otros imaginarios estético‒políticos, nosotras buscaremos hacer de esa tarea una pregunta por el método, cuando preguntar por el método no es si no la puesta en cuestión de todas nuestras prácticas de lectura y escritura así como también de las escenas teóricas y críticas que las conmueven.

Palabras clave: ficción teórica, método, crítica, materialismos, imaginación.

Abstract: If, according to Georges Didi-Huberman, we must assume the risk of a fiction to open thought to the power of other languages, other writings, and other aesthetic‒political imaginaries, in this paper we will seek to make this task a question of method, when asking about the method is above all questioning all our reading and writing practices as well as the theoretical and critical scenes that move them.

Keywords: theoretical fiction, method, criticism, materialismos, imagination.

Preliminares

Este texto surge de la participación que las tres autoras realizamos en el «II Encuentro sobre Estudios Situados de Otras Literaturas», invitadas por la Dra. Luciana Martínez a conformar un panel que se tituló «Ficciones teóricas para la literatura y las artes contemporáneas: una pregunta por el método». Para esa ocasión propusimos indagar colectiva e individualmente sobre la noción de «ficción teórica», comentando el desarrollo (y derrotero) que realizamos en un equipo de investigación (o mejor: en una investigación en equipo) que en 2022 cumplió sus diez años de trabajo ininterrumpido. Este artículo recoge lo discutido en el panel, donde expusimos de modo general nuestra propuesta y luego la modulamos singularmente según los intereses de cada una. Es por este motivo que el presente texto está conformado por un apartado general, escrito colectivamente, donde exponemos las ideas comunes sobre el tema; y luego tres apartados individuales, escritos bajo firma, donde modulamos las preguntas en nuestras derivas específicas.

Evidenciar las prácticas de nuestro trabajo, que es colectivo y a la vez singular, es una de nuestras mayores apuestas. Valga este ejercicio de escritura como muestra tanto de las potencias cuanto de las falencias, tanto de los encuentros cuanto de los desfasajes, tanto de la posibilidad cuanto de la dificultad de lo que creemos que decimos cuando hablamos en/de lo común.

Ficción teórica: un método

La pregunta por el método ha sido una constante en nuestras reflexiones. Por esta razón nos hemos abocado al trazado de diversas categorías que buscan no solo habilitar la discusión sino fundamentalmente propiciar el trabajo común. De este modo, «ficción teórica» deriva de trabajos previos (cf. Maccioni, Milone y Santucci, 2021), específicamente del abordaje de la noción de figura (cf. La Roca y Neuburger, 2019). En su momento, pensamos la ficción teórica desde el diagnóstico del agotamiento de las teorías y la crisis de las humanidades. En la actualidad, la escena teórica pareciera haber mutado, en una proliferación de nuevas perspectivas y aparentes nuevos objetos. Es ahí donde nos interesa, actualmente, insistir con la noción de ficción teórica en la medida en que vemos que cobra una importancia renovada, tanto en el modo como funciona en las teorías actuales con las que trabajamos cuanto al interior de nuestras propias preguntas y prácticas de investigación.

Como decíamos, nuestra preocupación por la ficción teórica como método específico de trabajo surgió de un diagnóstico consensuado en su momento: el agotamiento de las teorías, ya sea por extranjería o ya sea por el ejercicio de su mera aplicación. En ese contexto, en consonancia con ese diagnóstico, nuestra urgencia fue la de imaginar caminos, métodos, gestos donde no se resignara la potencia de la ficción, vale decir, insistir en la pertenencia de figura y ficción, ahí donde ambas comparten la raíz fig de las huellas materiales de modelar, dar forma (fingere es modelar pero también inventar, fingir, ficción —cf. Milone, 2019—). Es así como logramos hacer confluir nuestro trabajo previo de la figura, que de una manera singularísima preparó el camino (método) hacia la ficción. Porque en nuestro trabajo previo (que contempló el desarrollo de un proyecto de investigación bianual, dos seminario de grado y el libro Figuras de la intemperiecf. La Rocca y Neuburger, 2019—) insistimos en la dimensión material de toda esta constelación de categorías, propusimos trabajar por figuras y concluimos de nuestro estudio que este tipo de exploración diagrama un espacio proyectivo de texto e imagen, fijación y movimiento.

Cabe aclarar muy especialmente que el mencionado trabajo con la figura y su pasaje a la ficción teórica fue una labor colectiva que realizamos especialmente durante los años 2014 y 2020; trabajo que en este periodo se nutrió de las reflexiones teóricas de Roland Barthes, Giorgio Agamben, Jacques Derrida, Jacques Rancière, Georges Didi‒Huberman, Jean‒François Lyotard. Es decir, trabajamos con las teorías que pertenecían, general y fundamentalmente, al campo de la crítica deconstructiva y posestructuralista francesa. Es así como, por ejemplo, Derrida nos permitió pensar la filiación entre investigar e inventar, allí donde la invención articula una economía singular que conjuga la imaginación y la técnica, la fábula y el método. En el trasfondo de la relación que evocamos entre el trabajo manual y el pensamiento, la invención apareció no como creación sino como modelación y modulación de una materia: es decir, como in(ter)vención, una invención que hace venir una configuración otra donde teoría es ficción así como inventar es intervenir.

Por otro lado, las nociones de uso y profanación de Agamben nos permitieron imaginar modos de abrir un uso libre de la potencia común (de la ficción), vale decir, de abrir el juego con ese común poiético que es el lenguaje y hacerlo suspendiendo la separación que imponen los campos disciplinares (de la ficción y la teoría). Dichas nociones nos permitieron pensar modos de liberar la inscripción de una práctica (la ficción, por caso) de una esfera determinada (la Literatura), y así disponerla para un nuevo uso, vale decir: usar su potencia para imaginar teorías «que imiten la forma de la que se han emancipado» (Agamben, 2005:112).

Desde esa perspectiva teórica (en agenda en su momento), logramos balizar una zona donde la «ficción teórica» nos sorprendió por su aparición y por su uso en múltiples campos de teorización. Si bien fue específicamente desde Héctor Libertella que la evocamos en su momento, nos sorprendimos al encontrarla literalmente formulada en diversos abordaje, por caso: Eduardo Viveiros de Castro (2010) y la problematización de un tipo singular de experiencia antropológica. También la hallamos en Jens Ardermann en el estudio de las mutaciones en lo visible del paisaje. Por supuesto, está en la propuesta de Pierre Bayard de un «dispositivo de la ficción teórica» para ver el movimiento de un pensamiento en su constitución, tomando de la literatura su principio de polifonía.

No obstante este trazado, vemos que la noción (siempre en su modo habilitante de un hacer teórico singular que aboga por la imaginación) actualmente (es decir: en la agenda actual) insiste en aparecer, nombrada con diversos términos y operativizada con relación a distintos objetos. Por mencionar solo algunos casos: Eduardo Kohn y la propuesta de prestar atención para imaginar herramientas conceptuales que se ocupen de las maneras en que lo allá de lo humano incide y moldea nuestra vida. Otro caso es el de Jane Bennet y la necesidad de postular técnicas que logren ejercitar nuestra imaginación para atender a la vibrancia de la materia. En el estudio de Ana Tsing también hallamos la afirmación de un método en la escucha y narración de múltiples historias. En una línea similar, Isabelle Stengers afirma la necesidad de la invención de artificios para prestar atención a la desesperada necesidad de resistir a la catástrofe. Otro caso lo hallamos en Jussi Parikka y el diagnóstico de la necesidad de nuevos vocabularios para el uso de perspectivas novedosas sobre conceptos que se desplacen entre disciplinas.

Vemos así que la puesta en escena de la noción respondió y responde a una búsqueda concreta en tanto método de investigación y producción de imaginación significante. Es por esta razón que nos abocamos en los últimos años (desde 2018) a articular la noción de ficción teórica con los materialismos contemporáneos desde lo que denominamos perspectivas materialistas, o sea: ficciones teóricas materialistas que trazan modos singulares del hacer crítico.

En el contexto de las actuales discusiones sobre el fin y la crisis (del sentido, de la historia, del humanismo, del mundo) nuestro hacer crítico se vio impulsado a imaginar perspectivas renovadas, sin desconocer los desafíos epistemológicos de la nueva escena de la teoría que insiste en señalar el acelerado deterioro de los espacios vitales, el cambio de escala en la incidencia del ántropos sobre el «destino» de la geohistoria y las crisis de la epistemología moderna. Por esta razón, creímos y creemos necesario repensar colectivamente los vínculos entre la materia (común) del entorno que habitamos y los materiales estéticos en un intento por explorar la potencia que se afirma en dicha relación.

Podemos decir entonces que, desde nuestro estudio a lo largo de estos años y haciendo pasar nuestra pregunta por diversas agendas, concluimos —provisoriamente— que la ficción teórica tiene su función específica ante las nomenclaturas empobrecidas de las disciplinas que reclaman un cambio de vocabulario. Tanto antes como ahora, pareciera como si la crítica no dejara de pedir para sí una pizca de imaginación, una dosis de ficción. De aquí, la amplitud del recorrido y la necesidad de reflexionar colectivamente para buscar modos otros de imaginar/hacer con las teorías.

Ficciones teóricas del signo o de cómo insistir en lo pantanoso de las preguntas (Franca Maccioni)

A su vez, singularmente, nosotras tres exploramos vías en y desde las materialidades estéticas desde nuestras tareas cotidianas de investigación y docencia. Específicamente, en los espacios docentes e investigativos compartidos con Gabriela Milone (en la UNC) la discusión teórica y crítica está fuertemente centrada en lo que se suele denominar «escena actual de la teoría», donde se marcan tres consensos (cf. Biset y Naranjo, 2022): el distanciamiento del giro lingüístico (y del posestructuralismo); la crítica a los dualismos ontológicos (naturaleza/cultura y humano/no humano); y la perturbación de las escalas. La ficción teórica en este sentido sigue siendo para nosotras potente para discutir sobre todo el primer consenso, en la medida en que advertimos que la pregunta no solo por el lenguaje sino fundamentalmente por qué noción de signo y qué presupuestos de interpretación siguen operando en nuestras prácticas críticas y teóricas aún pide ser pensada. ¿Qué idea de lenguaje, de signo y de interpretación se sostienen al interior de las propuestas teóricas actuales? ¿Cuál es su impacto en nuestras propias prácticas: qué presupuesto se retoman, teniendo en cuenta las disimilitudes de los objetos de estudio y las proveniencias disciplinares de las teorías? Si bien encontramos trabajos que buscan responder con o desde la literatura a los problemas teóricos que se exponen en la escena actual a partir de los desafíos que marcan el cambio climático y la crítica al antropocentrismo, nuestro énfasis está puesto en pensar qué de estas nuevas teorías pueden operativizarse para renovar los abordajes de la literatura y la crítica cultural en los términos de una ficción teórica. Hasta allí entonces una descripción general de nuestro trabajo en común.

En este sentido y al interior de esta nueva escena de la teoría en la que sería posible trazar, como decíamos, una constante en los lenguajes actuales de la crítica a partir de su propuesta de distanciarse del giro lingüístico, una vía posible para problematizar el despuntar de la imaginación en la teoría y en las producciones estéticas contemporáneas sería la de cartografiar la emergencia de ficciones teóricas del signo. Y hacerlo de modo superficial. Y decimos «superficial», no solo porque por momentos pareciera que dicho consenso nos libraría demasiado rápidamente de discutir con qué lengua, con qué idea de signos y de interpretación opera en la práctica teórica y crítica esta distancia, sino también porque es justamente la idea de superficie lo que estas ficciones teóricas del signo parecen poner en cuestión. Porque lo que encontramos en el centro de la discusión es la relación signo‒signo que haría de la interpretación a la vez una tarea interminable y superficial en la que, como dijera Michel Foucault (cf. 1995), no habría nada profundo por develar sino puros pliegues de la superficie: interpretación de interpretaciones que se abren más a una pregunta por el quién interpreta que por el qué. De algún modo es esa superficie la que aparece discutida por estas nuevas teorías cansadas de la trampa de la significación o como dijeran Gilles Deleuze y Félix Guattari (2002), agotadas de la interpretosis como enfermedad neurótica del hombre. Y si bien compartimos el agotamiento de la teoría pero sobre todo el hartazgo de esa figura —la del hombre y sus neurosis— el problema insiste (aunque no sea abordado de manera directa) en la pregunta por cómo trampear esa superficialidad sin negarla. Allí es donde la reflexión parece empantanarse.

¿Alcanza con plegarnos al gesto de Jane Bennett (2022:57), quien para contrarrestar los efectos del constructivismo lingüístico propone asumir un momento de ingenuidad metodológica y exponerse a la «mácula de la superstición, del animismo, del vitalismo, del antropomorfismo y de otras actitudes premodernas»? ¿Podemos volver a pensar con Walter Benjamin (2010), a partir ese texto ya viejo pero no por eso menos potente —nos referimos a «Sobre el lenguaje en general y sobre el lenguaje de los hombres»— que hubo una relación no arbitraria entre la lengua y las criaturas no humanas, una relación motivada que se habría perdido en la interpretación burguesa del lenguaje, pero que podría acaso ser recuperada en otros usos de la lengua, quizás incluso en la poesía?

También Eduardo Kohn, en Cómo piensan los bosques (2021), parece embarrarse en una pregunta semejante. En el desvío narrativo con el que teatraliza el problema de la separación del resto de lo viviente a la que lo llevó experimentar esa superficie que traman los signos cuando pierden su conexión con un afuera (del texto), cuenta que en uno de los viajes a Ávila, el colectivo que los transportaba queda atrapado en un lodazal fruto del derrumbe de la montaña por un exceso de lluvias. Allí, inmovilizado por el barro y asustado sin que nadie más que él pareciera compartir el sentimiento de peligro, Kohn sufre una especie de ataque de pánico o ansiedad, dice, que dio rienda suelta a sus propios pensamientos desenfrenados y liberados de toda conexión consigo mismo y con lo que lo rodeaba. Esa experiencia de separación radical, es la que se propone superar postulando la necesidad de reubicar nuestros pensamientos en una ecología más amplia y de anidar el lenguaje simbólico o a otros modos de representación no humanos. Lo hace volviendo a Pierce para pensar desde allí los vínculos entre los distintos tipos de signos en términos de lógicas emergentes anidadas que permitirían postular una relación de continuidad entre los diversos regímenes de signos (íconos, índices y símbolos) sin que eso anule la novedad relativa de cada uno.

Pero entonces —insistamos en la ficción jugando con lo intraducible de sus objetos—, ¿puede este libro y su estudio antropológico ayudarnos a pensar una forma de lectura (y de escritura de la lectura) de la materia? ¿Puede ayudarnos a pensar las relaciones de los signos que traman ciertas experiencias poéticas con otros procesos de pensamiento no humanos?

Para pensar esta problemática desde un texto específico, quisiéramos abrir desde aquí otro «desvío narrativo». Uno que salte del barro que sitió el colectivo de Kohn provocándole un ataque de pánico por exceso de interpretosis alienada de lo material, a la riada de barro tóxico que se derrama y avanza sobre Minas Gerais —fruto del colapso de un dique minero— hasta llegar a inundar la primera línea del poemario Los ligámenes de Mauro Césari (2021). Pese a la inconmensurable distancia entre los objetos, la pregunta es la misma y sigue sin respuestas. ¿Cómo tratar con lo intratable? ¿Qué forma darle a la lectura de una materia que se obstina en su expresión sensible pero desfondando todo sujeto del sentir?

Detengámonos en un breve poema del libro para insistir en el problema:

una helada negra

sobre el lentisco blanco

una escritura un modo

que el agua sobrepuja. (Césari, 2021:17)

La escritura poética de Los Ligámenes parece estar allí como un dato fósil. Acaso como el vestigio de un encuentro azaroso entre el tiempo y la materia, entre el barro y la lengua. Lo que leemos parece ser un grumo que no oculta ni las rayas que traza esa masa lodosa que avanza sobre la superficie de la tierra, ni el cambio de estado de la materia de una lengua que se empasta en su contacto y cifra en su sintaxis y disposición el empuje del barro.

Si estamos ante un fósil, lo que se abre a la lectura es una forma, un signo, un pliegue entre materia y grafía que obliga a ficcionar otra teoría de la escritura. Una que asuma quizás que la letra es cifra, y la cifra, como dice Césari (2017), «(que etimológicamente significa Cero): un operador fantasma», un fásmido capaz de hacer tambalear al signo, de convertirlo en un puro trazo espectral, en un raye; es decir, al mismo tiempo, en un rastro, una marca gráfica y un espejismo, una alucinación. ¿Cómo imaginar una suerte de ficción teórica ni representativa ni humana del signo por escrito que permita leer esto que aparece como una poética de barrosignos, como una escritura que aloja impresiones plásticas en su doble sentido de moldeadas y de sintéticas?

Los Ligámenes no es el primer libro de Césari que nos pone frente a este tipo de ejercicios de escrituras que buscan componer con signos no humanos. Ya en Variaciones Fabre (2019), por caso, en el apartado denominado «Bio/grafismos (o Libro de insectos)» aparecían ensayos de una escritura entomóloga: simulacros o mejor simulácaros, trazos de polvo, grafías que inscribían con tinta un movimiento como de aleteo.

Tanto las geografías que imprimen los barrosignos de Ligámenes cuanto las biografías que trazan los insectosignos de Variaciones Fabre, como sugiere Nakahar Eliff (en Césari, 2019:93) en el epílogo a este último libro, nos abren «hacia una alucinación que ya no es la del sujeto que escribe o dibuja». Nos pone, en cambio, frente a signos que hacen señales y ejecutan sus «performance gráficas» sin precisar de ningún sujeto para aparecer aunque demandan, sí, otra ficción de la lengua y de la escritura como superficie para poder inscribirse como letras y ser leídos como tales. Quizás por eso da la sensación de que, en el poemario que nos ocupa, Césari trabaja la materia de la lengua como un ceramista trabaja el barro, el grumo, la pasta, sus burbujas de aire: mezclando, tensionando, difiriendo, enlazando. Trabaja el verso como un ligamen, como un ligamento, como «un resorte en su función de material de enlace» (Césari, 2021:30). Porque de lo que se trata, parece decirnos, es de generar nuevas correas de transmisión, nuevos espacios de contagio: modos de «hacer pasar» una materia en otra y de ejercitar una «cinética del deslizamiento» (cf. Césari, 2017b). En el fondo, lo que está en juego parece ser una suerte de teoría de la escritura que asume la página como si fuera una membrana operatoria: esto es, un espacio de resonancia de lo que vibra en la materia, en la letra y en el grafo.

Allí entonces, nos toca imaginar, también, otra teoría de la lectura, emulando quizás esa que el mismo texto poético pone en acto de escritura. Una lectura que sostenga, su tensión con la intensidad que vibra en la imagen; una que impida que ante una palabra totalmente reconocida y comprendida, los demás grafismos de barro levanten vuelo, llevándose con ellos la plenitud visible de la forma, y dejándonos solo el desarrollo lineal y sucesivo del sentido.

Citemos otro breve poema para insistir en el problema:

En los vados adobados

en los vahos

la insistencia querulante

de unos restos

engramas celulosos corrientes

de retorno

flujos y reflujos en mezcla

movimientos que el nivel

del agua encrespa

—ese párpado que es borde de la letra— (Césari, 2021:17)

Más preguntas, entonces. ¿Puede la escritura, esta articulación de letras que reconozco y leo, hacer resonar, reponer algo de la vibración de esa lengua extraña de la materia? ¿Es posible leer la grafía de una viscosidad lodosa como un signo sin suponer que subyace allí un sentido especular hecho a nuestra medida; es decir, sin antropomorfismos? Y si se trata de alucinar, de sostenerse en el raye, ¿con qué máquinas de lectura hacerlo?

Una primera vía de ingreso, creo, podría ser plegarnos a algunos nombres ligados al neobarroso que escriben desde Argentina pero pensando y armando, como insiste Silvana Santucci (2020), una «ficción teórica latinoamericana» de la lectura (y de la escritura). Nombres que ensayaron modos de abrir una estela de lectura amoldada a la potencia gráfica de la materia, esa que —como sugiere Panessi (1996:44‒45)— «siempre se confunde con el detritus, el excremento, lo que sobra de un todo nunca reunido, de un todo que se licua en su propio intento por ser un todo y sobra también de sí mismo “chorreando”, deslizándose, escapando». Lecturas, como las que propone de nuevo Rosa, que apuntan a excursionar en «el campo sin frontera de la letra», a no leer el discurso sino el decurso, a trazar una deriva. En «Lecturas impropias», Rosa (1997:75) nos recuerda «que el término deriva en su equivalente inglés es drive: empuje, impulso... pulsión de lectura». ¿Hay allí, acaso, una clave para seguir ese empuje o sobrepuje que el barro es como modo de escritura?, digo, ¿qué impulso, qué pulsión de lectura puede producir una fuerza semejante?

Hector Libertella (cf. 1990, 2000) llamó patógrafos a una extraña comunidad de lectores‒escritores obsesionados en imprimirles anécdotas a las puras letras. A quienes buscaron expandir el grafismo como forma suspendida de sentido en una imaginación que se sabe siempre posterior. A quienes asumieron que todo se juega en un arte de la distribución, de las posiciones, en una táctica sintáctica como única estrategia y política posible del signo por escrito. ¿Despunta allí, entonces, una táctica patográfica posible para seguir pensando otros modos de hacer en y con la superficie que traman los signos humanos y no humanos?

Lo que aprendimos por la literatura (Gabriela Milone)

Desde el esfuerzo interpretativo (Kohn) al malinterpretar (Bennet), escuchar y contar parecen hoy ser las herramientas metódicas de las teorías contemporáneas que reclaman, para un ejercicio renovado de la crítica, su parte de ficción. E insistir —para seguir con el problema, parafraseando a Donna Haraway— con el uso de un tono asertivo en una escena de reflexión donde ahora parece que le hemos prestado o cedido voz a todo aquello que reclamaba ser pensado (la materia, las cosas, lo no humano, etc.). Pero qué pasaría si nos entregáramos menos a la tarea de recapitular los nuevos gestos de la teoría (payasada, narración, idiotismo, escucha, atención, etc.) y más bien apostáramos por un estado de interrogación, en la incomodidad que supone y el respeto que exige estar ante preguntas que no sabemos responder. Entonces, la pregunta por qué tipo de imaginación es la que requiere para sí la teoría y la crítica hoy es una cuestión que me gustaría recorrer sosteniendo el tono interrogativo, intentando indagar —todo lo posible— en cuáles son los rasgos, las implicancias, las potencias y las dificultades de aquel imponderable lema didi‒hubermaniano que rezaba que para saber hay que imaginar.

Podemos comenzar intentando discutir el lugar que ocupa la literatura y los presupuestos de la interpretación (ese «principio metodológico» que suele quedar indiscutido, como decía Agamben en el inicio de Signatura rerum, cf. 2009) en el campo ampliado de la propuesta por la ficción teórica como método; y podemos hacerlo en el trasfondo de voces como la de Jane Bennet cuando sostiene que para pensar su materialismo vital necesita de toda la ayuda que esté a su alcance; o la voz de Isabelle Stengers cuando, pensando la urgencia de la catástrofe, hace una petición de principio: querer ser bien entendida; o la voz de Anna Tsing cuando, pensando en la vida que insiste aún e incluso por las mismas ruinas del capitalismo, confiesa que está a la búsqueda de un destello efímero, quizá el más efímero de todos.

La propuesta entonces es menos proponer una hipótesis que asumir una reflexión en auténtico tono interrogativo, y hacerlo para explorar un pequeño drama: el de quienes leemos y estudiamos literatura con ideas y nociones que provienen de la escena actual de la teoría. Digo «drama» porque —no siempre transparentando la situación— hacemos nuestra tarea a veces pellizcando la teoría, a veces deglutiendo, a veces incurriendo —queriendo o sin querer— en el aplicacionismo; pero no sin dedicarle a nuestro estudio horas e intensidades varias de estados de ánimo.

Esta quisiera que fuera mi intervención, la de una lectora que se sabe ante el destello de lo efímero: por ejemplo, un poema de Beatriz Vallejos (2012:81).

El río

¡Estoy aquí!

dijo el agua.

Pero era

el hilo

de sol

donde

flotaba el camalote.

Hagamos un pequeño ejercicio de memoria (iba a decir: de conciencia). Pensemos que si hace unos años hubiéramos querido decir (a propósito del poema, en un ejercicio de lectura) que el río dice o que el agua habla, no lo hacíamos si no era por medio de una prosopopeya; porque cómo íbamos a decir que el río dice si, en el contexto de hace unos diez o quince años, o bien todo se mostraba anudado en un entramado sígnico donde los significantes remitían —con suerte— a sus significados; o bien todo se mostraba en la desestabilización de la designación y así no había nada fuera del texto.

Pero reconozcamos que también podíamos arriesgarnos a leer este poema con otro (aunque afín) marco teórico: aquel que sostiene que las palabras dicen las cosas, pero donde por decir no entendemos designar sino hacer: cosas hechas de palabras. No obstante, si leyendo el mismo poema hoy decimos eso mismo (que el río dice, sea por licencia poética, sea por convicción retórica), o sea, si le «negamos» la voz al río y su derecho a decir «estoy aquí» en tanto la remitimos a una cuestión de lenguaje, parecería que anulamos la vibrancia material que radica en esa escena de río‒sol‒camalote‒habla.

El poema es el mismo y el diagnóstico del agotamiento de las teorías, quizá, también. Este ejercicio es mínimo pero las preguntas que habilita son de máximas consecuencias. Porque lo que expone, creo, es el insondable drama situacional del método: el poema es el mismo, las preguntas que suscita quizá también, pero la lengua de la agenda ha cambiado radicalmente. Las resonancias posibles del verso del poema «dijo el agua» pueden responder a múltiples posturas teóricas, con sus propuestas analíticas derivadas. Entonces, una pregunta simple (que en la vorágine de diversas circulaciones de novedades teóricas parece —a veces— que no alcanzamos a hacernos): ¿hay que adaptarse a las agendas? O sea, frente al poema: ¿puedo decir —ahora— que el río dice y no solo que dice sino que también sabe y maneja a la perfección la deixis cuando afirma estoy aquí? Como poder, ya sabemos, podemos. Evidentemente, estoy forzando la pregunta para llevarla al lugar donde creo que está (para mí, para nosotras) el problema: que en la escena actual de la teoría (para nosotras que investigamos en literatura, que trabajamos con poesía en el cruce con el pensamiento contemporáneo), la cuestión se agrava cuando leemos/investigamos con herramientas que provienen de lenguajes críticos que plantaron bandera al giro lingüístico. Como si para leer e interpretar seriamente la presencia de un río que dice (en pleno derecho de su decir, en abierta crítica al antropocentrismo de nuestras teorías del signo) bastara la ficción de un lenguaje más plano, o simplemente el reconocimiento del cansancio del lenguaje de que todos los problemas le pertenezcan.

El problema (para nosotras, insisto, que tenemos en la mano el mínimo destello de un poema) persiste en las esquematizaciones, los mapas, las categorías, la especulación cambiando de lengua en las agendas. Esto que puede parecer una obviedad, en verdad se torna obtuso. Y es acaso por eso que habremos de inventar un modo obliterado para sostener la pregunta; uno que haga resonar el latiguillo de Anna Tsing: el lenguaje ha alcanzado su límite. Recordemos: Tsing reitera esta frase en el interludio «Bailar» de su libro La seta del fin del mundo. Sobre la posibilidad de vida en las ruinas capitalistas (2021); lo repite tres veces ante aquella respuesta que recibe cuando pregunta cuál es el suelo apto para el matsutake. El suelo del matsutake es el suelo del matsutake: como respuesta recibe esta tautología que, como toda tautología, marca un límite del lenguaje; límite que no referiría a una cierta pobreza predicativa sino que podría pensarse como el grado cero de la predicación (tal como lo piensa Clement Rosset en su libro El demonio de la tautología).

No hay motivos para negar el cansancio ante el signo. Pero si, como insisten con fuerza y premura muchas teorías hoy, se trata de prestar atención, de cultivar las artes de la observación y la escucha, de poner la imaginación en ejercicio teórico (como leemos insistentemente en Stengers, en Tsing, en Kohn, en Bennet) no podemos sino acercar el oído a nuestro pequeño destello —el poema— en su polifonía, en su vibrancia, en su red. Porque obviamente lo difícil no es aprenderse las categorías y saber moldearlas con una pizca de aplicación y otra de libertad; lo difícil es hacer que el pequeño destello se oiga, que no se pierda. Lo difícil no es estudiar el recorrido de los conceptos viajeros, la fluidez entre las disciplinas (aunque sí sea un poco más difícil calibrar la justeza —barthesiana— de sus pertinencias en nuestras investigaciones situadas); sino creer que ese movimiento nos haría olvidar o nos aliviaría del cansancio de lo lingüístico. Y aún más: nos haría creer en la ficción de un lenguaje plano, de uno que dice lo que quiere decir, sin más; uno que alberga la ilusión de cierta planicie enunciativa de sus formulaciones; uno que diga que el río dice sin conflictos, acaso velando imposturas ético‒teóricas que se desprenden de la sagrada repetición de la agenda en pos de la actualización de la investigación.

No obstante, si leemos bien, si leemos a la letra, con un oído justo y afinado, lo que necesitamos no son más categorías (con sus respuestas) sino más contradicciones (con sus preguntas, otra vez). Y esto lo encontramos, creo, leyendo las teorías al ras de sus conceptos, en las insistencias de sus modos de imaginar y de hacer; en oblicuo a sus métodos, en sus puestas en escena de diversas ficciones teóricas.

Otra vez, leamos el poema.

El río

¡Estoy aquí!

dijo el agua.

Pero era

el hilo

de sol

donde

flotaba el camalote.

Su polifonía, su vibrancia, su ensamblaje material, dan cuenta de lo no escalable de la lectura de este poema: como el matsutake que persigue y estudia Anna Tsing, del que no se puede saber dónde ni cómo va a crecer salvo por algunos indicios que sin embargo no garantizan su brote, así el poema surge del suelo gastado de los signos y nunca garantiza su aparición. Matsutake y poema guardan para sí un destello inesperado e impredecible. No obstante, si somos muy amigxs de la literalidad, afirmaríamos que el poema no es el matsutake, obviedad inescrutable. Pero, sin olvidar que estoy proponiendo hacer aquí un ejercicio, me pregunto: ¿no es la literalidad acaso hoy nuestro norte (o tal vez nuestra doxa)? ¿No es la literalidad hoy nuestra aspiración? El cansancio ante el signo nos hace ver y creer que ya no está en el lenguaje el eje o pivote para pensar todos los problemas. ¿Pero no es lo literal un ir a la letra, repito, a la letra? ¿No es lo literal una experiencia de lectura más que la referencia a un supuesto sentido propio que sería previo a otro posible sentido figurado? (cf. Zourabichvili, 2023). Insistamos: ¿no es lo literal una cuestión que, antes que protegernos de las antropocentradas funciones metafóricas o figurativas del lenguaje, más bien nos enfrenta al bloque de la materia sígnica y reclama para sí un protocolo específico de lectura, o sea, un método?

Hay cosas que nosotras aprendimos por la literatura. La polifonía temporal de los hongos la vislumbramos en Marosa di Giorgio (antes de leerla en Anna Tsing). El pensamiento en conexión de árboles, ríos, animales, personas, cosas, lo vimos desplegarse en los poemas de Juan Laurentino Ortiz (antes del estudio situado en la selva que observa Eduardo Kohn). Asomarnos al abismo geológico del tiempo profundo de las piedras, lo escuchamos en la pampa áspera de Juan Carlos Bustriazo Ortiz (antes de verlo en la profundidad del espacio‒hecho‒tiempo estudiado por Jussi Parikka). Los ensamblajes vibrantes de las redes sutiles que se tejen entre cosas distantes, lo vimos concentrarse en las escenas que arman los poemas de Beatriz Vallejos (antes de leerlo en la teoría y los ejemplos de Jane Bennet). Hoy nombramos así lo que antes decíamos (o nos hacían decir) «lirismo del paisaje», «configuración sinestésica del poema», «voz poética ante el drama del tiempo». Creo que hay que reconocer que menos mal que cambió la agenda. Pero el problema (para nosotras, insisto, que estamos ante el destello mínimo de un poema) sigue. Entonces, pareciera que se nos presentan dos opciones: o adoptar el gesto medio bobo de hacer tabula rasa; o asumir el gesto medio paranoico de intentar traducir sin resto desde la lengua del signo hacia la lengua de la materia, para decirlo rápido. Es por esto que, si queremos mantenernos en el tono interrogativo y protegernos de caer en repeticiones vacías, estamos llamadas a evitar las traducciones automáticas.

¿Es todo esto una obviedad? Quizá sí lo sea, por constatación. Pero acaso no lo sea, por performativo. Asumir la contradicción performativa de la que nos advierte Bennet vuelve obtuso lo obvio. Recordemos: es ese tipo de contradicción en la posición discursiva que se produce cuando el contenido proposicional de una declaración contradice los presupuestos de afirmarla. Aquí, está ligada al problema del antropomorfismo: «¿No es un humano autoconciente y dotado de lenguaje el que articula esta filosofía de la materia vibrante?» (Bennet, 2022:254).

«Nuestro lenguaje metafórico a veces aporta ideas inesperadas», decía Tsing (2021:303), en consonancia con Bennet. Pero insisto con nuestro problema: nosotras tenemos un poema, una cosa hecha con lenguaje, frente al cual puedo decidir —hoy— entre adoptar un método constatativo (el río habla ¡claro!) o uno performativo (la cosa‒río que habla está hecha a su vez de lenguaje, hay un río que habla en la luz vegetal y eso es posible porque yo, acá, ahora, digo que el río habla y decirlo me hace asumir una contradicción performativa).

Ahora bien, si lo que está en juego es repoblar el desierto devastado de nuestras imaginaciones (cf. Stengers, 2017) y el reto imaginativo ante lo que brota (cf. Tsing, 2021), entonces la literatura (lo que sea que digamos cuando decimos literatura, literalmente) no puede ser un epígrafe (aunque queden divinos) de las teorías. O sea, si constato ensamblajes, vibrancias, pensamientos vivientes, perturbaciones, nada habrá pasado más que una traducción automática a una lengua que hoy parece que hablamos todxs. Pero si per‒formo la intervención de una ficción teórica y no constato ni presupongo sino que asumo una lectura en plena contradicción, lo que se expone es una suerte de tercera dimensión (con lo que nos gusta ahora la terceridad). Esto lo habíamos aprendido con Francis Ponge, pero lo digamos ahora con Barbara Cassin (cf. 2022): ni constatativo (hablar de) ni persuasivo (hablar a) sino performativo (hablar por hablar, Logología, duplicación de «logos» que indica que lo propio del lenguaje se da cuando no está ocupado más que de sí mismo).

Leo ahora el poema, el río dice que está aquí y lo no lingüístico ha brotado de las palabras. Como la respuesta tautológica que recibe Tsing (el suelo del matsutake es el suelo del matsutake), esta terceridad parece decirnos que ahora ya no dudamos de las cosas, solo que volvemos a confiar que las hacemos con palabras. ¿Está bien pensado esto? ¿Esto quiere decir que todo es lenguaje? Sí y no. Porque la literalidad parece que ahora brota no de la constatación sino de la per‒formación de un método de lectura.

Pero el poema dice «pero» y entre el río que habla . la luz vegetal que flota se condensa el misterio de una lengua que nos perturba y que hace que nuestra pregunta sea de una escala ínfima y que nuestro abordaje necesite la invención de una ficción teórica. Acaso, entonces, nuestro reto imaginativo esté cifrado en ese «pero» que no opone dos lenguas sino que brota inesperadamente en su suelo, ese suelo inexplicable y perturbado de los signos donde las oposiciones son burladas y las teorías se desaniman. El «pero» del poema, mínima partícula, desestabiliza las posibilidades antes dadas porque no niega ni afirma la voz del río, su deixis; sino que habilita un uso otro de lo adversativo, un uso singular que sin embargo no depone su función de conjunción. Lo que se con‒junta en el poema, río/hilo de sol/camalote, no son adversativos; y el poema, al desestabilizar la función esperable del «pero», lo emancipa y lo libera a múltiples usos. El «pero» del poema nos expone a un reto imaginativo, y así, nos abre a una posible ficción.

Ficciones teóricas y experiencias comunes. Inflexiones en inestabilidad (Silvana Santucci)

El 26 de agosto de 2022 en la conferencia de recibimiento del Doctorado Honoris causa en la UBA que llevó por título «Tramas. Lo estético, lo ético y lo político», Nelly Richard se permitió dudar del resultado del plebiscito chileno que se llevó a cabo cuatro días después. Al día de hoy la constitución de Pinochet sigue en pie y lo hace pese a todo. Se proponen ajustes, reservas, nuevas conversaciones, pero el golpe es grande, el futuro de derechos que estaba por llegar no llega y cierto orden de lo político que parecía que debía terminarse no se acaba. Una semana después de que la mayoría chilena se expresara en las urnas, un atentado a la vicepresidenta de Argentina paraliza un clima social que ya exhalaba convulsivo. La imagen repetida de una CFK ignorante del momento se agacha a buscar un libro. La bala no salió. La salvó Dios, Néstor, el papa, el brumoso desequilibrio de un plan precario o la inoperancia de su atacante, audacias, todas, que agujerean los límites de la reflexión y verifican un grado más de inestabilidad en un sistema cuya imaginación pública respira gracias a la concertación inflacionaria de aumentos salariales y a la desclasificación de contenidos digitales alojados en nubes. Un feriado aglutina los efectos del shock y una película de opacidad recubre el instante de aquello que no fue, pero pudo haber sido. Nelly Richard, una vez más, expone acerca de los aciertos del pensamiento situado como modo de hacer teoría, en su caso, feminista. Una práctica de elaboración crítica que inserta en la materialidad de un determinado contexto, encuentra en la localización y el posicionamiento las articulaciones destacadas y contingentes de un saber implicado.

El saber, no obstante, rara vez nos está dado y, cuando aparece, sabemos que es producto de un devenir. Resulta posible pensar, entonces, que el establecimiento de las coordenadas que Richard propone para elaborar una instantánea del tiempo presente (como la que recorta, por ejemplo, la semana del 26 de agosto al 2 de septiembre de septiembre de 2022) no nos permitan reflexionar a ciencia cierta sobre sus límites, es decir, cuáles son nuestras efectivas localizaciones y cuáles los posicionamientos que elaboramos para pensar las implicaturas de ese saber. Así, cuando hablamos del tiempo presente como un espacio transicional de lo que percibimos como dominancias u hegemonías se dificulta enmarcar, localizar y situar estéticamente las producciones de los sujetos o colectivos en la palabra y esas dificultades se extienden hasta las prácticas de investigación y/o de escritura. Los activismos que desarrollan acciones estéticas proponen, por ejemplo, coordenadas de sentido en dirección a la apertura ética de un mundo que se quiere construir. Por otro lado, aquellos productores que insisten en defender a la literatura bajo la lógica inmanente de la escritura moderna, montada en torno a la constitución y defensa del sistema autor‒obra‒público, diseñan circuitos que si bien pueden ser grupales tienden a ser suficientemente cerrados o atomizados. Algunos acumulan, crecen, pero a efectos de un enorme desgaste de los recursos productivos. La vitalidad de las economías, con goce o injerencia de todos sus capitales, participa como un factor determinante en cualquier impulso desarrollista con consecuencias que difícilmente se logran equilibrar. Por lo tanto, las propuestas que apuntan a desarrollar una lectura inespecífica, deslocalizada o, por qué no, multisituada de la literatura y las artes contemporáneas probablemente no pueda garantizar una crítica que aborde de modo eficiente los tropos clásicos, mucho menos, que brinde reaseguros para el ejercicio práctico del conocimiento en una actividad epistémica que debiera pensarse mínimamente como riesgosa. Claro que, por las vías del desarrollo, lo literario puede alinearse al orden de lo acumulativo, de lo mensurable y brindarnos sus dotes. Sin embargo, ya sabemos que el ejercicio extremo de la aplicabilidad de las teorías conduce a su agotamiento. Nos encontraremos cuanto mucho al inicio, al auge o en la decadencia de alguna agenda de lectura. No obstante, los fundamentos para avanzar en consideraciones sobre la actualidad de las ficciones estéticas permanecen todavía, como apuntó Ludmer, adentro y afuera de la propia literatura y cualquiera que quiera negar la permanencia o la circulación de este «entre» deberá suscribirse renovado a la defensa de alguna clase autonomía no necesariamente reaccionaria. Por otro lado, los discursos acerca la ficción literaria contemporánea reaparecen en el campo de los estudios literarios como principio de clasificación (pienso en los restos de lo abierto por Piglia en «Las tres vanguardias») o como funciones de alguna constatación de la teoría (pienso en los ejercicios que doy a mis alumnos cuando enseño narratología o que yo misma hago cuando quiero leer un tema) pero ¿qué otro modo de implicación no unificadora, es decir, no totalizante permite hablar de literatura sin apelar a ella como ejemplo de lo que se sabe o bien de lo que se quiere mostrar? ¿Cómo producir, entonces, un verosímil estético que pueda escaparse de las múltiples citas o la adopción metodológica de alguna fantasía escolástica?

No pensar mientras se ve, ni ver mientras se piensa exige un profundo estudio, escribe un heterónimo de Pessoa, un aprender a desaprender. Así, por la vía de las ficciones teóricas las interrogaciones por aquello que no se sabe todavía insisten. Pero claridad no significa tranquilidad, afirma Isabelle Stengers en En tiempos de catástrofes, un libro que problematiza la volatilidad actual de la perspectiva desarrollista en clave global.

Allí, propone una lectura imaginaria del tiempo histórico que surge como consecuencia de la crisis financiera de Estados Unidos con su rescate a los bancos en 2008 y la evidencia indiscutible del colapso ecológico. Para Stengers estamos suspendidos entre dos historias, sin que por ello una suponga una ruptura con la otra. La primera valora el crecimiento y tendría claro aquello que la lógica acumulativa exige y promueve entre los sujetos, aunque presenta una notable confusión en lo que respecta a las consecuencias a las que dicha acumulación nos conduce. La segunda desconfía del desarrollo, pero «es oscura en cuanto a lo que exige» (Stengers, 2017:8); se le dificulta definir las respuestas que deben darse a lo que está ocurriendo. Observa, por lo tanto, que la raíz intrínsecamente insostenible del desarrollo anunciada hace decenios se ha convertido en la actualidad en un saber común. Y

es precisamente ese saber que se ha vuelto común el que crea el sentido distinto de que otra historia ha comenzado. Al tiempo que se lucha contra aquellos que hacen reinar las evidencias de la primera historia, se trata de aprender a habitar aquello que en adelante sabemos, de aprender aquello a lo que nos obliga lo que está sucediendo. (11)

Vuelvo entonces a las claves y coordenadas metodológicas de Richard, no porque allí haya una respuesta, sino por lo que creo que su reflexión habilita en términos alternativos. No trato aquí de desglosar, ni mucho menos de discutir la afirmación de Richard, cuyos años de trabajo dan sobradas muestras de un método cuya práctica sí se sostiene, sino de retomar la pregunta por las fracturas del tiempo y el saber, en este panel que nos convoca a escribir sobre el método con el que interrogamos nuestra imaginación teórica y al que hace tiempo decidimos entender colectivamente como una práctica no tan indiferenciada de la ficción. Richard propone como tarea de la crítica cultural iluminar aquellas zonas que no se asoman del todo a la vista pero que conservan latente, retraídas, sus potencias resistenciales. Por ejemplo, se interesa por zonas que desbordan cualquier firma autoral, sus famosas zonas de tumulto donde el germen individual de la primera persona es indisociable de la multiplicidad de espacios donde ocurre lo colectivo. Richard se interesa, también, por las figuras. Insiste en los relieves, en los claroscuros, en las ranuras, en los parpadeos. Hilos delgadísimos como los que sostienen las actuales democracias en América Latina. Otro gran saber que se ha vuelto común y del que participamos como una de las grandes ficciones todavía habitables, pero a la que sometemos a una continua expoliación y depreciación. La necesidad crítica de una protección en torno a las ecologías contemporáneas también se ha vuelto un saber común. Sin embargo, Richard propone una consideración que, creo, se vuelve fundamental: no sobreiluminar las representaciones artísticas que demandan la presencia de un tiempo enfocado y homogéneo, sean imágenes que refieran a la catástrofe, sean imágenes que apunten nítidamente a reaperturas utópicas. Lo más probable, advierte, es que nos toque habitar la turbiedad de un mientras tanto. Por lo tanto, si discurrimos por los desbordes y los desenfoques que las imágenes problemáticas de la actualidad imprimen a la mirada teórica del presente hay que asumir las dificultades que se presentan para agenciar saberes que puedan sobreponer lo ficcional a las experiencias comunes. El problema no es la inmediatez o la cercanía, sino considerar si efectivamente lo literario, desintegrado y minoritario, es capaz de volverse partícipe de las posibilidades actuales de intervención en la imaginación pública ¿Será que podemos ver sin pensar las ficciones contemporáneas? ¿Será necesario volver a establecer alguna diferenciación entre ficciones literarias y las experiencias comunes?

La perspectiva global de Stengers co‒incide con la situacional de Richard en cuanto a valorar las reticencias en las adopciones temporales y en la delimitación de una pregunta por el habitar: vivimos tiempos extraños, estamos suspendidos entre dos historias, nos toca habitar la turbiedad de un mientras tanto. Sin embargo, el arte y la literatura cuando aparecen no tienen como función componer a partir de los lugares comunes, sino fabricar imaginarios que puedan amplificar algunos desfasajes de tiempos y modos con respecto a las variables dominantes del régimen de visibilidad y actualidad que integran. Pero del agotamiento de la biblioteca también hemos hablado lo suficiente. Así, en tiempos tan opacos puede resultar impertinente y hasta inoportuno arriesgar hipótesis rupturistas, o peor, evolutivas, puesto que quizá resulte más práctico volver a considerar algunas anomalías que trazan discontinuidades, pero en cuyo proceso se observa la composición de regularidades que resultan más que atendibles. Para lograrlo, conviene tener en cuenta otra de las coordenadas culturales que reviste el interés de Nelly Richard: atender a la experimentalidad del juicio. Quisiera detenerme sobre la misma, en la medida en que entiendo que converge allí una consideración sobre la que Sarduy se detuvo particularmente para recortar el concepto de inestabilidad: la experimentalidad del juicio científico. Así, retomar la inestabilidad en sus inflexiones permite, ya no comprender a esta categoría como una anomalía, sino asumirla como una regularidad que, centralmente, configura las coordenadas del tiempo presente. Trazando esta perspectiva es probable que podamos formular nuevas entradas de acceso a las formas ficcionales presentes en las estéticas contemporáneas.

En La estructura de las revoluciones científicas (1969), texto que Sarduy retoma para el trazado de su ensayo o texto de no ficción llamado Nueva inestabilidad (1987), Kuhn demuestra que la inconmensurabilidad de los paradigmas científicos puede pensarse como estrategia alternativa al modelo del crecimiento entendido por acumulación, es decir, no es posible ya pensar que el conocimiento se va sumando, que alguien descubre un poco de algo, el que viene atrás descubre otro tanto, enlazando el avance por sucesión. En ese modelo tradicional de ciencia, la lógica de la adición no permite explicar las discontinuidades. Esto que hoy también nos resulta un saber común —para volver a retomar los términos de Stengers— permitió distinguir dos momentos científicos. Un momento en el cual los experimentos daban resultados esperables para el paradigma y otro momento en el que los resultados de los experimentos se vuelven inesperados y dejan precisamente de encajar con el modo en que un determinado momento histórico entiende a la ciencia. Así, la aparición de demasiadas anomalías haría emerger un nuevo paradigma, con una concepción completamente diferente de la ciencia, del objeto estudiado y de los experimentos que se van a aplicar para conocer ese objeto nuevo. El ejemplo más claro de esto es el proceso sucedido entre el cambio del modelo geocéntrico al heliocéntrico, aquello que Khun denomina como paradigmas inconmensurables en el sentido en que no pueden convivir al mismo tiempo, no tienen ningún elemento que compartan para explicar el mismo fenómeno y se excluyen mutuamente. Distinción que Sarduy retomó para elaborar su distinción entre barroco y neobarroco.

Vuelvo a la oscuridad que propone Stengers y a la dificultad que encontramos para leer los fenómenos que efectivamente suceden. Vuelvo a las formulaciones estéticas, a preguntarme por los formatos textuales con los que pensamos la escritura de y en ficción, vuelvo a las turbiedades comunes que habitamos mientras tanto, es decir, vuelvo a las discontinuidades que no son para nada nuevas en el pensamiento de las estéticas contemporáneas de América Latina. Por eso, vuelvo a Sarduy y a sus inflexiones a partir de las cuales reorganizó una lectura estética de la inestabilidad en el siglo XX y recuperó algunas discusiones centrales del paradigma de la ciencia moderna. Pero no vuelvo a ello porque me interese pensar la pervivencia de una determinada escuela o teoría, sino porque creo que una palabra de creación todavía circula en formatos estéticos resistentes y no tradicionales que se siguen considerando como anomalías y sobre todo vuelvo para preguntarme por las experiencias comunes que tolerarán ser guardadas en algún formato ficcional. ¿Resistirá la escritura de ficción a la experiencia minoritaria de la literatura?

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Información adicional

Para citar este artículo: Maccioni, F.; Milone, G. y Santucci, S. (2023). Ficciones teóricas para la literatura y las artes contemporáneas: una pregunta por el método. El taco en la brea, (18) (junio–noviembre). Santa Fe, Argentina: UNL. DOI: 10.14409/eltaco.2023.18.e0123

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