Dossier

Decir el mar. Interacciones entre palabra e imagen desde la literatura comparada

Saying the sea. Word‒image interaction from a comparative perspective

Mercedes Alonso
Universidad de Buenos Aires, Argentina, Argentina

El taco en la brea

Universidad Nacional del Litoral, Argentina

ISSN: 2362-4191

Periodicidad: Semestral

núm. 20, e0159, 2024

revistaeltacoenlabrea@fhuc.unl.edu.ar

Recepción: 05 Junio 2024

Aprobación: 01 Agosto 2024



DOI: https://doi.org/10.14409/eltaco.10.20.e0159

Para citar este artículo:: Alonso, A. (2024). Decir el mar. Interacciones entre palabra e imagen desde la literatura comparada. El taco en la brea, (20) (junio–noviembre). Santa Fe, Argentina: UNL. e0159 DOI: 10.14409/eltaco.10.20.e0159

Resumen: Las representaciones del mar que están presentes en el cuento «Una región perdida», de Bernardo Kordon, y las novelas Kanaka, de Juan Bautista Duizeide, y La costa ciega, de Carlos María Domínguez, definen la poética literaria mediante la reelaboración del lenguaje pictórico. El objetivo principal de este estudio es indagar en las formas en que la literatura confronta con la convención de la irrepresentabilidad del mar. La propuesta metodológica combina dos formas del comparatismo: el estudio de la relación entre lenguajes artísticos, focalizado en las écfrasis, con el de los intercambios entre literaturas nacionales, que toma la literatura argentina como punto de partida para establecer relaciones críticas que resultan significativas para la definición de estrategias y poéticas de representación.

Palabras clave: comparatismo, relaciones interartísticas, mar, literatura, artes visuales.

Abstract: The representations of the sea presented in the short‒story «Una región perdida», by Bernardo Kordon, and the novels Kanaka, by Juan Bautista Duizeide, and La costa ciega, by Carlos María Domínguez, define literary poetics through the reworking of pictorial language. The main objective of this study is to explore the ways in which literature confronts the convention of the unrepresentability of the sea. The methodological proposal combines two branches of comparatism: the study of the relationship between artistic languages, focused on ekphrasis, with that of the exchanges between national literatures, which takes Argentine literature as a starting point to establish critical relationships that are significant for the definition of strategies and poetics of representation.

Keywords: comparatism, interartistic relations, sea, literature, visual arts.

«Al mar hay que decirlo», escribía César Fernández Moreno en un poema de 1955. Bajo ese título, despliega un inventario de aproximaciones para «volverlo palabras» (v.3), para hacer «un dibujo de letras» (v.5). Los intentos fracasan y el poema queda trunco: «en la próxima estrofa explicaba el mar completo/ yo la escribí crispado sobre la proa/ pero esa hoja se me voló al mar» (vv. 110‒112). El desafío está planteado, no es nuevo y no termina ahí. La representación del mar recorre la literatura occidental, seguro no exclusivamente, acompañada de la enunciación de su dificultad o su imposibilidad.[1] Las artes visuales se plantean el mismo problema. No propongo reconstruir esta historia, sino poner en diálogo algunas escenas de la literatura en las que aparece. Los fragmentos que analizo del cuento «Una región perdida» (1948), de Bernardo Kordon, y las novelas Kanaka (2004), de Juan Bautista Duizeide, y La costa ciega (2009), de Carlos María Domínguez, son descripciones que aluden al lenguaje pictórico para definir posiciones poéticas que discuten o intentan resolver la supuesta irrepresentabilidad del mar.

En el desarrollo de este trabajo establezco dos series de confrontaciones. Por un lado, entre los recursos de los que dispone cada lenguaje artístico para dar cuenta del espacio marítimo. Esta tensión está establecida dentro de los textos, que remiten al lenguaje visual en grados variables entre la descripción verbal de sus representaciones, lo que Gabrieloni (2009) llama «definición contemporánea» de la écfrasis, y la alusión a códigos reconocibles. Por otro lado, entre literaturas que pertenecen a diferentes contextos nacionales. Si bien mi objeto principal es la literatura argentina, trazo relaciones que creo productivas entre los textos del corpus y otros que iluminan sus zonas problemáticas: Moby Dick (1851), de Herman Melville, en el caso de Duizeide y Domínguez, y A la sombra de las muchachas en flor .En busca del tiempo perdido, II) (1919), de Marcel Proust, y Océano mar (1993), de Alessandro Baricco, como marco general para pensar líneas de articulación de la representación del mar en la literatura.

Ambas líneas de confrontación confluyen en una de las posibilidades que María Teresa Gramuglio (2006) ve para el comparatismo en el presente. Abordar las relaciones interartísticas desde las literaturas comparadas consistiría en indagar en los modos en que los lenguajes se afectan mutuamente; cómo la relación transforma sus cualidades estructurales. El desafío es mucho más profundo y complejo de lo que puedo afrontar acá. Sin embargo, me interesa indagar en cómo el lenguaje literario expande su capacidad de representación para construir imágenes plásticas y en la discusión que la literatura establece con las artes visuales para definir su propia poética. Ambos procesos muestran las cualidades estructurales de la literatura en transformación.

En cuanto a la dimensión más convencional de las literaturas comparadas es preciso hacer algunas aclaraciones. La relación entre los textos de la literatura argentina y los que pertenecen a literaturas centrales —dos de ellos, además, con el estatus de clásicos— no es jerárquica. Al contrario, siguiendo la propuesta de Croce (2015, 2018) de un comparatismo latinoamericano, discute la perspectiva que reduce la comparación al rastreo de modelos e influencias. Kanaka interviene sobre el antecesor; le disputa a Melville la representación plástica y literaria del mar a la vez que se apropia de sus temas y sus creaciones. A diferencia de lo que ocurre en la relación entre la novela de Duizeide y las de Melville, Proust y Baricco no son referencias dentro de los textos, sino objetos que agrego para confrontar modos de representación. No se trata de influencias —que en algunos casos resultan cronológicamente imposibles—, sino de relaciones críticas en el doble sentido: son construcciones de la crítica y producen una crítica de la representación.

La articulación entre unos y otros textos se da a través de coincidencias que se vuelven productivas a pesar de que puedan parecer menores y azarosas. En Océano mar cada uno de los personajes que confluyen en la posada Almayer tiene razones diferentes para viajar a la costa; en conjunto, componen un inventario de los usos del mar o los enfoques sobre él: terapéuticos, artísticos, científicos. En la séptima habitación de la posada, hay un personaje misterioso que solo aparece al final para decir lo mismo que César Fernández Moreno:

Si ya no se puede bendecir el mar, tal vez se pueda todavía decirlo.

Decir el mar. Decir el mar. Decir el mar. Para que no todo lo que había en el gesto de aquel viejo se pierda, porque quizás un trozo de esa magia aún está vagando en el tiempo, y alguien podría encontrarlo y detenerlo antes de que desaparezca para siempre. Decir el mar. Porque es lo que nos queda. (Baricco, 1998:277)

La primera coincidencia es entre literaturas: la novela de Baricco, en 1993, le hace decir a uno de sus personajes lo mismo que dice el poeta argentino cuarenta años antes. El marco en el que aparece cada enunciado y que completa su sentido es, por supuesto, diferente, pero tienen en común la necesidad de «decir» el mar sin recurrir a sus lugares comunes. A la par de la poesía conversacional o comunicacional de la que participa Fernández Moreno, del poema que elude las convenciones y el peso de la tradición poética del mar, pero que aun así resulta un exceso inútil —«algo como eso pero no tan largo» (v. 102), dice hacia el final—,[2] el huésped misterioso propone una tarea de despojamiento, de borradura: «Si uno fuera realmente capaz, le bastarían pocas palabras... A lo mejor empezaría por muchas páginas, pero luego, poco a poco, encontraría las palabras justas, las que dicen de una vez todas las otras (...), al final te queda en la mano una, una sola. Y si la dices, dices el mar» (Baricco, 1998:278).

La estrategia de representación establece la coincidencia entre literatura y artes visuales. Otra de las habitaciones de la posada Almayer la ocupa Plasson, que produce una serie de cuadros completamente blancos que llevan por título «Océano mar». El primer capítulo de la novela muestra su proceso de producción: «Las cerdas del pincel dejan tras de sí la sombra de una sutilísima oscuridad que el viento seca en seguida devolviendo a la superficie la blancura inicial. Agua. En la taza de cobre solo hay agua. Y sobre el lienzo, nada. Nada que se pueda ver» (Baricco, 1998:12). Los cuadros no están en blanco; están pintados para ser o parecer blancos.

Hacia el final de la escena inicial de Océano mar, dos momentos precisan la diferencia. El viento «seca un soplo de luz rosada que flota desnudo en el blanco. Uno podría estarse horas mirando aquel mar, y aquel cielo, y todo alrededor, pero no podría encontrar nada de ese color. Nada que se pueda ver» (Baricco, 1998:13). Por un lado, el objetivo de la representación no es reproducir lo visible; la cursiva de «ver» parecería indicar que lo visible no es todo; que no haya nada que se pueda ver no quiere decir que no haya nada. El otro momento es la demostración de que el agua de la taza de Plasson es salada: «“agua de mar, este hombre pinta el mar con el mar”» (13). No se trata de buscar lo idéntico, como si solo el mar pudiera representar el mar, sino de captar la materialidad invisible, algo de lo que perciben los otros sentidos, aunque la pintura no pueda saborearse.

La segunda coincidencia, entonces, es el minimalismo de los lenguajes: una sola palabra o un lienzo en blanco que «digan» —¿o muestren?— el mar. La pregunta por el cómo y las líneas que abren las respuestas tentativas —materialidad, multiplicación de los sentidos, tradición y ruptura— guían el análisis comparativo que intento a continuación.

Los lenguajes del mar

En la novela de Baricco, las obras de Plasson se describen en dos registros. En el capítulo inicial, el relato de la hechura del cuadro; más adelante, el catálogo elaborado por otro de los pasajeros de la posada. Las dos representaciones verbales de las pinturas dan cuenta de lo que se ve en los cuadros y de los materiales con que están hechos, que en el catálogo corresponden a técnicas pictóricas codificadas —acuarelas, óleos— y en el primer capítulo, a la que inventa Plasson como parte de un quehacer siempre tentativo. Los textos de Kordon, Duizeide y Domínguez, en los que los objetos visuales ocupan menos espacio narrativo, pueden ordenarse según el grado de detalle con que los exponen.

En «Una región perdida», Renán, invitado a comer a la casa de su patrón, Núñez, evoca una playa que existe en sus recuerdos y, concretamente, en el de una imagen que solo aparece a través de su descripción:

una dorada extensión de arena con unas casitas blancas de tejas coloradas. Ese mar era singularmente verde, como un brillante césped, y salvo un encaje de espuma que formaba en la playa, no podía verse una sola ondulación. Era un mar donde no extrañaría ver un cisne negro flotando en su superficie de lago. (Kordon, 2015:19)

La écfrasis ocupa el lugar de lo ausente: la playa distante en tiempo y espacio de la casa del jefe; la representación visual que tampoco forma parte del entorno. La «región perdida» es a la vez la imagen y el tiempo‒espacio que representa. Sin embargo, así como repone todo lo visible del lugar evocado, no hace lo mismo con su representación, que resulta de una materialidad imprecisa: es un cuadro para Renán y un almanaque para la señora Núñez.

En Kanaka, el personaje que da nombre a la novela es un hijo de Herman Melville con la nativa del Pacífico Sur en la que está basada la novela Typee (1846); un bastardo periférico que llega a la isla Martín García después de una vida de navegación. En el intento de definir su identidad, Kanaka viaja a EE. UU. para buscar a su padre. Sobre él no dice casi nada; en cambio, repara en los cuadros que cubren las paredes del bar The Snark, donde lo encuentra: «Contra una pared enteramente pintada de blanco, se agolpaban en profusión digna del desfile acuático con el que se despide algún gran almirante cuadros con barcos de todas las épocas y naciones» (Duizeide, 2004:95). El bar es una galería en la que el navegante reconoce los barcos pintados; la representación repone lo ausente a través de una identificación directa, que es el mecanismo propio de las marinas, un género pictórico descriptivo, establecido entre los siglos XVII y XVIII, que permite apreciar las particularidades de las embarcaciones y las circunstancias climáticas, geográficas e históricas. Kanaka no dice nada sobre la materialidad de las pinturas, más allá de lo que es visible en la imagen.

La costa ciega, por último, hace alusión al género, pero no describe ninguna obra. No hay cuadros en la novela, sino un paisaje en el que la comparación con la pintura resalta la diferencia entre los lenguajes y, sobre todo, entre la poética de la novela y la forma convencional de la pintura sobre el mar.

Copos y gaviotas volaban por la playa, el mar estaba henchido y el este mostraba finas cortinas de lluvia, entre manchones lanosos, sin que ninguna presencia humana sumara una confianza sobre el sitio al que se dirigía. Parecía una de esas marinas que se encuentran en los consultorios de los médicos y los estudios de los abogados, salvo por el viento. (Domínguez, 2009:49)

Las pinturas de Plasson en Océano mar establecen la misma confrontación. En el catálogo, junto con los cuadros blancos, figura una pintura que es todo lo contrario, aunque se llame, como las otras, «Océano mar»: «Olas altísimas se rompen contra las rocas, espumando de una manera espectacular. En la tempestad se divisan dos barcos que están sucumbiendo al mar. Cuatro botes cuelgan al borde de un vórtice» (Baricco, 1998:215). La marina intenta transmitir el horror del mar, «como si todo el mundo se levantara y nosotros nos hundiésemos, aquí donde estamos, en el vientre de la tierra (...) y con horror la noche desciende sobre este monstruo» (216). La emoción es adecuada, pero el medio queda invalidado por el señalamiento, al pie de la descripción, de que se trata, «casi con seguridad» (216), de una atribución falsa. En cambio, en una de las entradas anteriores figura una obra que tiene una anotación en el dorso que dice «Tempestad». Este Plasson original muestra «dos manchas de color: una ocre, en la parte superior del lienzo, y otra negra, en la parte inferior» (215). Grandilocuencia contra minimalismo; figuración contra una sutileza que roza la abstracción; mímesis y alusión; acumulación y despojo; la disputa, más allá de las dicotomías posibles, es por la forma de «decir» el mar: de acuerdo con las convenciones o como búsqueda permanente.

El mismo planteo aparece en el otro texto que propongo leer en relación con los anteriores. En A la sombra de las muchachas en flor, segunda parte de En busca del tiempo perdido, Marcel espera encontrar, en el balneario de Balbec, la playa que imaginó a través de Baudelaire y los pintores de marinas. «Antes de montar en el coche, yo había compuesto la marina que iba a buscar, (...) y que en Balbec sólo podía divisar demasiado troceado entre tantos enclaves vulgares —y que mi sueño no admitía— de bañistas, casetas, yates de recreo» (Proust, 2001:298). La playa actualiza el gusto del narrador, que abandona el esfuerzo de recorte y abstracción de todo lo que corresponde a la «vida balnearia». No se trata de despojarse de las convenciones artísticas, sino de cambiar unas por otras: «todo lo que había desdeñado (...) lo habría buscado con pasión por la misma razón que en otro tiempo no habría deseado sino mares tempestuosos: la de que estaban vinculados —unos y otras— a una idea estética» (495).

Las obras y las ideas del pintor Elstir guían este proceso que, de acuerdo con Ginzburg (2014:96), consiste en dejar de lado «las explicaciones preconcebidas que nos propone la inteligencia abstracta». El extrañamiento estético se opone al modelo cognoscitivo. Por ejemplo, el pintor convierte la comparación convencional del mar con la tierra en recurso plástico; la écfrasis que sigue a la exposición de esta idea, a su vez, funciona como su demostración: «En el primer plano de la playa, el pintor había sabido habituar los ojos del espectador a no reconocer frontera fija, demarcación absoluta, entre la tierra y el océano» (Proust, 2001:433). Elstir no expone «las cosas tal como sabía que eran, sino según esas ilusiones ópticas de las que se compone nuestra visión primordial» (435). El mar no es, sino que «parece» y, por lo tanto, cambia: «ninguno de aquellos mares nunca permanecía más de un día. El día siguiente, había otro que tal vez se le parecía. Pero nunca vi dos veces el mismo» (Proust, 2001:295).

Martín Buceta (2022) encuentra el vínculo entre Proust y Baricco en la pregunta fenomenológica por cómo decir el encuentro con lo sensible, forma filosófica de la pregunta de cómo decir el mar. El denominador común es lo que llama la «pintura de los errores» de Proust, que procede tanteando la realidad para plasmar impresiones antes que descripciones. Esto es también lo que proponen los textos de Kordon, Domínguez y Duizeide a través de las referencias plásticas: pintar y escribir según la percepción, aunque no necesariamente la que se obtiene con los sentidos. Las formas y las fuentes perceptivas producen las diferencias entre los tres textos.

La posición de Kordon es anti realista. «Una región perdida» confronta el punto de vista de Renán con el de Núñez; la idealización que elabora el trabajador contra la lógica convencional del patrón. La ensoñación de «la maravilla de un veraneo» en una «fantástica playa» (Kordon, 2015:18) interrumpe la cena con el jefe; la evasión del oficinista que recuerda la de La isla desierta (1937), de Roberto Arlt. Ubicadas en espacios ideales cercanos al mar, las regiones imaginarias amenazan romper las formas sociales con la introducción de un plano de realidad que se guía por reglas diferentes.[3]

Las anécdotas que evoca Renán localizan la ensoñación en dos espacios característicos de la playa. El primero es el castillo de arena que construyen unos chicos, «tan grande que después entraron todos y aparecieron, uno en lo alto de un torreón, otro en una ventana, y al más chiquito se le sentía llorar y no aparecía en ninguna parte porque andaba perdido en los corredores» (Kordon, 2015:17). El segundo, lo inabarcable del mar en el que Renán se interna para rescatar a un niño:

Comprendí mi torpeza: terminaba de alterar la tranquilidad de un niño como Luisito al olvidarme que no me encontraba en una playa cualquiera (...). Buscamos caracoles en el fondo del mar y al fin de encontrarlos más grandes y más bonitos continuamos internándonos juntos, mar adentro. (21‒22)

La zambullida es un pasaje a la dimensión fantástica en la que es posible internarse mar adentro y en las profundidades sin límite físico, ni del cuerpo ni de la geografía.

La playa no solo está separada de la casa de Núñez por su localización imprecisa, sino por su plano de realidad, entre la ensoñación y el recuerdo. La descripción del cuadro pone en el centro de esta disputa la cuestión de la representación. La imagen está compuesta por convenciones artísticas que no impiden sostener su fidelidad a lo real: «Para que no hubiera duda alguna sobre la existencia real de ese paisaje y no pasara por fantasía de un pintor, en el ángulo de la lámina se leía el nombre de la playa» (Kordon, 2015:19). El nombre garantiza la relación entre la representación y lo representado. Sin embargo, Renán no puede recordarlo; solo sabe que no es Mar de Ajó, como sugiere Núñez que podría ser. La playa tampoco tiene ubicación en el mapa, pero eso, a diferencia de lo que pasa con el nombre, no afecta su estatus de realidad. Al contrario: «Nunca la encontrará en un mapa. (...) En los mapas figuran muchas mentiras y ninguna gran verdad. Los pueblos son puntitos, las ciudades pelotitas y los ferrocarriles rayas quebradas» (22). Lo que dice Renán es un cuestionamiento de la representación cartográfica y una cita de Moby Dick: «It’s not down in any map, true places never are» [No figura en ningún mapa: los lugares verdaderos nunca figuran en ellos][4] es lo que dice Queequeg sobre su lugar de origen, la isla Rokovoko. La ficción sirve de prueba de la realidad.

La écfrasis define una poética. La confrontación de modos narrativos se organiza como disputa entre el empleado y el patrón, que no acepta la permeabilidad entre realidad y fantasía que para Renán es un derecho y una reivindicación porque le permite eludir la lógica que lo somete. El gusto decorativo, kitsch, que hace que la señora Núñez identifique la imagen con las reproducciones de los almanaques, es un sistema de convenciones; una idea estética reemplaza a otra, como en Proust. Las arenas doradas, el mar verde, la posibilidad de los cisnes —animal literario si los hay— delimitan el territorio de la ficción en confrontación con el realismo, en el que, sin embargo, suele ubicarse la obra de Kordon desde lecturas que están centradas en las novelas y en una concepción estrecha de la literatura urbana.

En esto Kordon se parece a Juan Carlos Onetti, que inventa una literatura urbana (Rama, 1973) desde los márgenes de la ciudad y del realismo. En sus textos tempranos figuran, por ejemplo, los «sucesos» que no son la realidad ni los sueños, sino las «cosas raras que te gustaría que te pasaran» (Onetti, 2010:32) que Eladio Linacero imagina antes de dormir en El pozo (1939), y Faruru, la «isla fabulosa» de la Polinesia que Num evoca en Tierra de nadie (1941). Faruru comparte propiedades con la región perdida de Renán: «no la traen los mapas» (Onetti, 1968:26) y es un destino donde fugarse, como la isla desierta de Arlt. La imagen que evoca Renán no da cuenta de la materialidad del espacio que captan los sentidos, sino de algo que está más allá de ellos: la fantasía como lugar.

En la novela de Duizeide, el cuestionamiento a las marinas es parte de la poética de la literatura del mar con la que dialoga la novela. Margaret Cohen (2010), quien ha teorizado el género en The Novel and the Sea (2010), destaca el enfrentamiento entre la representación romántica del mar, especialmente en la poesía de Samuel Taylor Coleridge, y el carácter informativo de las marinas. La literatura del mar que se escribe después de estos movimientos comparte con ellos la estetización de las fuerzas incontrolables de la naturaleza, una forma particular de lo sublime que da cuenta de la experiencia del límite, como la que aparece en la marina atribuida erróneamente a Plasson, pero la combina con la práctica de navegación. La representación del mar depende de la interacción con él; los paisajes forman parte de la construcción del espacio como región literaria —un recorte espacial que incluye sus características geográficas y naturales, pero también sus prácticas y la historia de sus representaciones estéticas.

La crítica que le hace Kanaka a los cuadros de The Snark está basada en ese procedimiento que forma parte del género literario en el que el novelista se inserta desde la periferia rioplatense. A través de la disputa estética que plantea la écfrasis parcial de estas representaciones visuales, Duizeide establece un vínculo de continuidad no dependiente entre su escritura y la de Melville. Kanaka es un hijo bastardo y periférico del autor consagrado de la literatura de navegantes; Kanaka, del género que no existe como tal en el Río de la Plata. La ubicación del personaje en Martín García enlaza a Melville con Sarmiento, a través de su Argirópolis (1850), libro en el que imagina un proyecto civilizatorio regional desde la isla, y a las periferias —América del Sur, el Pacífico Sur— entre sí como lugares de enunciación de una diferencia que no reniega de la cultura central, sino que le disputa el derecho de representar.

La crítica de las marinas de The Snark es parte de esa discusión. Kanaka cuestiona la capacidad de este tipo de pintura para dar cuenta de la experiencia del mar:

Sus retratos [de los barcos], sobriamente enmarcados, preservaban las proporciones; también eran correctas las formas, y no eran inexactos los colores. Pero...// ¿Dónde estaba el olor de la brea llenando los intersticios de la tablazón para impedir el paso del agua enemiga? (...) ¿Dónde el grito del gaviero que cae desde la arboladura, va a zambullirse en el azul helado y sabe, porque otras veces lo ha visto sin posibilidades de hacer nada, que cuando emerja, si es que logra emerger con sus pesadas botas y su encerado, sólo será para ver la nave alejándose porque debe llegar primero que otras, y así conseguir que valga más su mercancía? (...) ¿Dónde el terror de quien por primera vez sube, en una guardia nocturna, a aferrar una gavia cuando la tormenta comienza? (Duizeide, 2004:97‒98)

Las tres preguntas definen los reclamos al género y, por contraposición, la forma en que se construye el paisaje en la forma local de practicarlo. La reivindicación de la experiencia en contra del código establece un lugar de enunciación que sitúa la representación en un mar en particular. Al mar hay que conocerlo para decirlo, podría decir Fernández Moreno: «solo una sirena podría abreviármelo/ (llorando entrecortadamente)/ ah si yo fuera pez/ ameba siquiera/ (más esperanzado)/ si me ahogara tal vez» (vv. 103‒108).

La costa ciega toma distancia de las marinas porque son convencionales y decorativas, por eso podrían adornar las paredes de un consultorio, de un bar como The Snark, o reproducirse en un almanaque, como el que imagina la señora Núñez. Domínguez elide la écfrasis por innecesaria; el grado de codificación del género es tal que no importan las imágenes concretas. Por otra parte, la literatura desafía al lenguaje visual en el remate de la cita; el viento agrega el elemento dinámico y la dimensión táctil que están ausentes de las representaciones plásticas.

Si bien en Kanaka la impugnación de los modos de decir el mar se desplaza de los cuadros a Melville, de la representación plástica a la literatura, en Moby Dick, Ismael sostiene una posición estética semejante a la de Kanaka. Frente al óleo que contempla cuando entra al Spouter Inn, donde se hospeda antes de iniciar su viaje en el ballenero, destaca las «unaccountable masses of shades and shadows» [masas de sombra y de oscuridad tan inexplicables] que lo hacen pensar en una representación del «chaos bewitched» [caos maldito] (Melville, 2002:11); el mismo desorden de los paisajes de Domínguez y de la tormenta a la que se refiere Melville como personaje de Kanaka: «donde tendría que haberse visto mar, se veía cielo» (Duizeide, 2004:96).

El caos define el paisaje. Lo que Ismael logra desentrañar del cuadro, que en principio le resulta incomprensible, combina las amenazas marítimas: un barco a medio hundir se enfrenta al huracán y a una ballena que le salta por encima como si estuviera a punto de empalarse en sus mástiles. La écfrasis podría leerse como puesta en abismo de Moby Dick, que termina con el naufragio del Pequod. Sin embargo, ante todo, es una declaración de principios, que cobra sentido en relación con otros pasajes de la novela; por ejemplo, los capítulos dedicados a las representaciones de las ballenas, en uno de los que Ismael dice que la única manera de lograr «a tolerable idea of his living contour» [una idea de su contorno viviente —aunque solo fuera una idea más o menos aproximada—] (Melville, 2002:222) es arriesgar la vida yendo a cazarlas. No ser una criatura marina, como en el poema de Fernández Moreno, sino enfrentarla.

El caos, el desorden y lo incomprensible corresponden al código sublime, tal como lo entendió el romanticismo a partir de Burke y de Kant. Aunque el concepto fuera anterior, en el siglo XVIII estuvo en el centro de la renovación del lenguaje estético que permitía dar cuenta de una nueva forma de concebir la naturaleza como fuerza exterminadora (Argullol, 1987) y de extender el placer estético a la experiencia del límite. Para Burke, las emociones fuertes, como el dolor y el peligro, son fuente de goce cuando el espectador de los fenómenos que las provocan no está realmente expuesto. Kant, por su parte, establece una gradación de la amenaza: lo sublime matemático, que se refiere a formas de la inmensidad que no implican peligro, y lo sublime dinámico, que permite imaginarlo en los fenómenos que humillan la naturaleza humana con su infinita potencia, como la tempestad.

La fórmula de las marinas sería lo contrario. Sarah Monks (2013) las define por la ubicación del horizonte a la altura de los ojos del espectador. Por eso, la reconfiguración y revitalización de la representación del mar que lleva adelante J.M.W. Turner en el siglo XIX está centrada en la destrucción de esa línea que mantiene el orden del paisaje y aleja la experiencia del límite.[5] Turner, dice Monks sugiere la experiencia de estar debajo —del horizonte, del agua, de la pintura—; lo sublime es la experiencia de la inmersión. Turner reinventa las vistas marítimas a través de la perturbación violenta que confunde o superpone el cielo con el mar por el movimiento de uno de los elementos y por los colores que tienden a la indiferenciación (imagen 1); las novelas de Domínguez y Duizeide las cuestionan porque no dan cuenta de la experiencia material del espacio.


Figura 1. Epígrafe: J.M.W. Turner. Rough Sea with Wreckage (c.1840‒5). Tate Collection

En La costa ciega, Domínguez construye imágenes maquínicas diferentes del sublime establecido por el romanticismo en el siglo XIX:

A medida que se acercaban, pasaban de la luz cobriza a un umbral de acero, agrisado y duro, como una inmensa máquina que usara el cielo de polea y el mar por yunque, y al cabo de andar doscientos metros bajo agua entraban al relumbre de bronce, igual que peregrinos dentro de una luminosa fragua. (2009:165)

El movimiento y la confusión se mantienen como características centrales de la experiencia de la tempestad, pero la inmersión no es objeto de representación, sino el lugar de enunciación. Los espectadores son protagonistas; producen sus representaciones mientras sientan que caminan bajo el agua. Si el requisito para que lo sublime produzca placer estético es el resguardo, como sostiene Burke, el cambio de posición produce paisajes diferentes.

La tormenta de La costa ciega, más que trasfondo del clímax narrativo o proyección de las emociones de los personajes, es un agente que interviene en la producción de sus emociones y de los hechos que conducen al desenlace. Camboya y Arturo huyen de sus vidas pasadas; ella, adolescente embarazada que rompe con los mandatos de una familia de militantes de los 70 con una conciencia social que no le corresponde; él, hombre despechado en fuga de sí mismo. Las historias que intercambian les hacen entender parte de sus pasados que son a la vez testimonio del terrorismo de Estado en Argentina y Uruguay. La tormenta produce la conversación porque los recluye en una casa en la costa del mar e interviene en la resolución del conflicto porque decide la controversia sobre el ejercicio de la memoria: Camboya, que elige nombrar y denunciar, sale del embrollo de agua y espuma —vive para contarla— a diferencia de Arturo, que muere clavado a un árbol.

La acción es el segundo aspecto que destaca Ismael en el cuadro de la posada; la «vacuidad dinamizada» del mar con que Turner reinterpreta la tradición marina holandesa (Corbin, 1989). Sten (1991) sostiene que, a través de la écfrasis, Melville defiende la proximidad entre el artista y la naturaleza como vía hacia la verdad en el arte. No la cercanía contemplativa, sino la interacción con el medio en el que se desarrolla una actividad; ir a cazar ballenas para representarlas, como dice Ismael; pintar con agua de mar, como Plasson. La literatura del mar, de acuerdo con Cohen (2010), produce paisajes desde el lugar de enunciación de los trabajadores a bordo que no congelan una imagen ideal, sino que lo incorporan a la acción porque obtienen información y extraen sentido de él. El comentario de Ismael sobre el cuadro reivindica la experiencia como forma de conocimiento y enuncia la posición estética desde la que Melville moderniza la literatura del mar y convierte el trabajo del narrador y el artista en aventura y acción heroica (Cohen, 2010).

Los espectadores bajo el agua de la novela de Domínguez no navegan, pero están amenazados por el agua que cae del cielo y la que sube del mar. El rancho donde se refugian tiene las ventanas tapiadas; el único punto de vista es la intemperie, la inmersión en la tormenta. La distancia necesaria para extraer placer estético del fenómeno sublime, en cambio, es la que establece el relato separado en el tiempo y en el espacio, reconstruido a partir de lo que cuenta Camboya después de ponerse a salvo.

La producción de paisajes desde y sobre la proximidad sugiere una diferencia entre pintura y literatura. La multiplicación del espectro sensorial dinamiza las imágenes estáticas a las que tiende lo visual. Lo táctil y sonoro convierten la descripción en narración: «Los recibió un aire helado y húmedo, adormecido por la campana de la costa que hacía sonar el badajo del mar y lo derramaba en un largo trueno» (Domínguez, 2009:162). El sonido agrega la dimensión temporal; el frío, la presencia de los cuerpos. A diferencia de las marinas, que congelan el instante de peligro, el paisaje cuenta la historia completa. La escena de llegada de Arturo y Camboya a la costa del mar anticipa el final. En el camino de ida, el rastro de tormentas pasadas que ve Arturo es indicio de la fuerza de la naturaleza y un anuncio del futuro. El «árbol arrastrado por la marea, con el lomo cubierto de conchillas y una rama inclinada que parecía pulida por un orfebre» (20) es el mismo que, en el final, sostiene su cuerpo muerto como una más de sus adherencias. Si esto solo se puede reconocer retrospectivamente, los otros signos preparan la destrucción que los personajes van a buscar: «Levantados sobre la playa, torcidos por los vientos y las mareas, los lejanos ranchos de Las Malvinas libraban su condenada guerra en la lluvia» (19). El árbol y los ranchos son un paisaje en movimiento que contiene todo el desarrollo narrativo.

Poéticas del mar: decirlo por otros medios

El tratamiento de la representación plástica parece oponer las novelas de Duizeide y Domínguez al cuento de Kordon. Mientras Kanaka y La costa ciega reivindican el conocimiento situado que incorpora el saber de las prácticas ligadas al mar a la representación, en «Una región perdida» las convenciones estéticas marcan el ingreso a una fantasía que toma distancia del realismo. Se trata, sin embargo, de la misma oposición al descriptivismo y del uso estratégico del vínculo entre artes visuales y literatura para incorporar el arte poética a la ficción.

Si, en la distribución tradicional de las artes, a la pintura le corresponde la dimensión espacial y a la literatura, la temporal, los textos recurren a las representaciones visuales para producir el espacio literario. La dimensión experiencial que reclaman Duizeide y Domínguez —el saber de la práctica, la multiplicación del registro sensorial— y la imagen convencional idealizada a la que apela Kordon participan de la misma toma de partido que los enfrenta a las marinas. Así como Plasson pinta el mar con agua salada porque es una materialidad que no está en lo visible, al menos en términos de representación mimética o realista, los tres escritores amplían la realidad con conocimientos, sensaciones y formas de percepción que abarcan los sentidos, pero también la imaginación.

El procedimiento y la posición estética se hacen explícitos en las referencias al lenguaje visual. Gabrieloni (2009) atribuye a las écfrasis la función de ofrecer conocimiento sobre las configuraciones estéticas que las encuadran. Kordon, Duizeide y Domínguez comparten el recurso; hacen presente una representación visual a través de la palabra. Sea que las describan o solo aludan a ellas, que sean objetos observables o la evocación de algo ausente, las imágenes del mar aparecen en los tres textos para tomar partido por lo que, según Laura González (2007), hace Plasson en la novela de Baricco: abandonar la figuración en favor de la sensibilidad plástica. El objetivo de los cuatro, como el de Elstir en la novela de Proust, es la representación por vías alternativas a la mímesis convencional en sus respectivos lenguajes.

Un dato clave sobre la práctica de Plasson es que intenta pintar un retrato del mar. El abandono del retratismo, que había sido su medio de vida, no implica un cambio de género, sino de objeto. La aplicación del saber hacer de una práctica a otra produce un corrimiento de las convenciones. Cuando Plasson busca los ojos del mar porque por ahí empezaba a pintar los retratos, pone en duda las reglas del género y desnaturaliza la mirada. Proust también usa la expresión «retrato mágico» para referirse a la forma en que Elstir «había sabido representar» el mar porque «había saboreado hasta tal profundidad el hechizo» (Proust, 2001:500), como las criatura marinas o el ahogado con que cierra el poema de Fernández Moreno, los únicos capaces de lograr el objetivo convencional del retrato que se propone el poeta: «a ver si le puedo sacar el parecido» (v. 33).[6]

La confrontación es semejante a la que plantea Melville: la pérdida de las formas capta la experiencia y, por lo tanto, da mejor cuenta de la realidad. Las posibilidades quedan comprendidas entre dos oposiciones: la experiencia práctica y sensorial del trabajo y la vida en o cerca del mar contra el descriptivismo de las marinas, que exponen el conocimiento de la inteligencia pero no el de los sentidos, y la experiencia de la ensoñación —fantasía o recuerdo— contra la concepción estrecha del realismo que solo reconoce la experiencia racional de la realidad. Desde concepciones estéticas diferentes, Kordon, Duizeide y Domínguez buscan formas de decir el mar. El lenguaje visual es fuente de recursos y la imagen de una toma de partido; «un dibujo de letras» (Fernández Moreno, 1982:v.5) en el que se lee la poética del mar.

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Notas

[1] La bibliografía sobre la representación del mar es muy amplia. Destaco el recorrido teórico por su literatura que hace Cohen (2010); la historia del imaginario de la playa de Corbin (1989) y los clásicos de Bachelard ([1942]1978) sobre la simbología del agua y de Auden (1967) sobre el mar en el romanticismo.
[2] Sobre el lugar de César Fernández Moreno en la poesía argentina de los 80, véase Prieto (2007).
[3] Romano (2006) señala el nexo entre Kordon y Arlt a través de las fugas de la modernización urbana o laboral.
[4] Uso la traducción de Enrique Pezzoni.
[5] Hokanson (2016) y Takacs Toth (2010) señalan la relación estética entre Melville y Turner por las innovaciones que introducen en los paisajes marítimos y por la relación violenta entre la naturaleza y la humanidad. Ver también Sten (1991).
[6] Duizeide, en cambio, habla de «retratos» para referirse al carácter descriptivo de las marinas que permite reconocer los barcos que representa cada una.

Información adicional

Para citar este artículo:: Alonso, A. (2024). Decir el mar. Interacciones entre palabra e imagen desde la literatura comparada. El taco en la brea, (20) (junio–noviembre). Santa Fe, Argentina: UNL. e0159 DOI: 10.14409/eltaco.10.20.e0159

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