Borges as Hero

Para citar este artículo: Antelo, Raúl (2018). «Borges as Hero». El taco en la brea 7 (diciembre–mayo),7–14 Santa Fe, Argentina: UNL. DOI: https://doi.org/10.14409/tb.v0i7.7350

Raúl Antelo

Universidade Federal de Santa Catarina – CNPq, Brasil

antelo@iaccess.com.br

Resumen

El artículo analiza un conjunto de textos de Jorge Luis Borges. El trabajo describe conceptos que permiten una nueva interpretación de temas clásicos alrededor del autor.

Palabras clave: Jorge Luis Borges / espectros / pospolítica / literatura / voz

Borges as Hero

Abstract

This article analyzes a group of texts signed by Jorge Luis Borges. The paper describes concepts that allow a new interpretation of classical topics around this author.

Key words: Jorge Luis Borges / specters / post-politics / literature / voice

Fecha de recepción: 6/12/2017

Fecha de aceptación: 13/3/2018

En un muy relevante libro, Princípios de espectrologia. La comunidad de los espectros II, recientemente publicado, el profesor Fabián Ludueña, apoyado en Nicole Loraux, nos recuerda que, antiguamente, en el logos epitaphios, más que de un simple elogio del difunto, se procedía a una proairesis, no digo ya un elogio de la muerte individual, sino una inscripción del ausente como uno de los muertos por la patria, celebrado justamente porque falta. Hoy en cambio, en la prosopopeya de los difuntos, la misma existencia se sitúa en un umbral supra–humano, con el cual, justamente, el desaparecido pasa a ser medido. Cualquier discurso que quiera abordar la figura de un ausente deberá, por tanto, en la escena contemporánea, asumir que su enunciación está ocupada por la facticidad de una Voz otra. Esta phoné, agrega Ludueña (85–89), declinada siempre en plural, señala la región de los espectros que, de un modo hoy aún imposible de saber oír, buscan enunciarse en el decir.

Si el espectro es aquello que marca una disyunción posmetafísica en el ser, cabría evocar la figura de Jorge Luis Borges, alguien no mencionado por Ludueña, como el inmortal. Sintomáticamente, en el cuento homónimo que abre El Aleph (1945), la ciudad de los inmortales es imaginada como un espacio deshabitado, quizás discontinuo, aunque sí contiguo, que no plantea lo abierto sino lo inhabitable.

A la impresión de enorme antigüedad se agregaron otras: la de lo interminable, la de lo atroz, la de lo complejamente insensato (...). En el palacio que imperfectamente exploré, la arquitectura carecía de fin. Abundaban el corredor sin salida, la alta ventana inalcanzable, la aparatosa puerta que daba a una celda o a un pozo, las increíbles escaleras inversas, con los peldaños y las balaustradas hacia abajo. Otras, adheridas aéreamente al costado de un muro monumental, morían sin llegar a ninguna parte. (Borges 1974:537–538)

Como señala Diego Tatián, la condición pospolítica de una ciudad abandonada e imposible, inhabitable, se halla inscripta en la utopía de inmortalidad, que mucho tiene que ver, paradójicamente, con la pulsión de muerte, con lo Real. Borges pensaba que el nazismo «Es inhabitable; los hombres sólo pueden morir por él, mentir por él, matar y ensangrentar por él. Nadie, en la soledad de su yo, puede anhelar que triunfe. Arriesgo esta conjetura: Hitler quiere ser derrotado» (728); pero, como Borges en sus lecturas no propone antagonismos sino bipolaridades, también nos dice lo contrario, que es aún más perturbador. Lo leemos en Deutsches Requiem: «Muchas cosas hay que destruir para edificar el nuevo orden (...) Se cierne ahora sobre el mundo una época implacable. Nosotros la forjamos, nosotros que ya somos su víctima. (...) Lo importante es que rija la violencia, no las serviles timideces cristianas. Si la victoria y la injusticia y la felicidad no son para Alemania, que sean para otras naciones. Que el cielo exista, aunque nuestro lugar sea el infierno» (580–581). En suma, Borges imagina que, en el mundo contemporáneo, Hitler ganó la guerra y nos domina la barbarie.

Es importante subrayar que en la ficción borgeana la condición inmortal carece de lenguaje y, tal como argumentan Heidegger o Agamben, Borges también cree que el animal, al no hablar, tampoco puede morir. Es insacrificable, un homo sacer. Carece de memoria, de solidaridad y de piedad, no se interesa por nada, ni por nadie. Por eso una república de hombres inmortales es una contradicción en términos por el hecho de que, desde Borges, la multiplicidad es concomitante con la finitud. La inmortalidad sin embargo cancela el número y esa obliteración nos brinda «la perfección de la tolerancia y casi del desdén» (540), pues, inscriptos en la infinitud, todos nuestros actos son justos, aunque también indiferentes. No hay mérito ético ni intelectual.

No obstante, la tímida entrada de Borges (qua inmortal) en la literatura brasileña sostiene justamente lo contrario. Eliminemos las tempranas traducciones de Mário de Andrade que, pensando escribir a fines de los años 20 un estudio sobre la literatura argentina moderna, destaca en Borges el aristocratismo de las ideas, aunque censure también su ausencia hasta el enjôo (dice en una carta a Fusco) de pathos nacional (ver Antelo 1986). No tomemos en cuenta la traducción de su ensayo sobre la dinastía de los Huxley en la Dom Casmurro de Río de Janeiro en 1937, pocos meses después de salir en El Hogar y antes incluso de su publicación en Chile (Borges 1937:8). El primer texto, acompañando la traducción (no firmada) de «As ruínas circulares», es «Sobre os clássicos». Un curioso fragmento que permanecería inédito en castellano hasta 1966, cuando recién lo publica la revista Sur, en los estertores del gobierno radical, como anunciando con su defensa del artista como héroe la llegada de Onganía y la biopolítica contemporánea (Borges 1966:298–299). En un juego de escondidas textuales, como los que estudió Scarano, un hipotético y homónimo proemio a este texto, también llamado «Sobre los clásicos», cierra, de hecho, las Otras inquisiciones de 1952, en la época en que dicta su famosa conferencia «El escritor argentino y la tradición», en el Colegio Libre de Estudios Superiores. Es decir que el texto que leemos en la revista Planalto en julio de 1945, es el segundo cierre de algo aún no escrito, en otras palabras, es un umbral que abre y concluye la reflexión borgeana sobre historia, escritura y política. Un escolio sobre espectros. ¿Qué nos dice Borges en esa ocasión?

Na tarde do dia 12 de maio de 1840 disse e continua dizendo Carlyle: «É muito importante, realmente, que uma nação obtenha uma voz explícita e conceba o homem que melodiosamente proclame o que encerra seu coração. A Itália, por exemplo, a pobre Itália jaz desmembrada, despedaçada, e em nenhum protocolo, em nenhum acordo, figura como unidade. Entretanto, a nobre Itália é uma, indivisa: a Itália produziu seu Dante, a Itália pode falar. O Czar de todas as Rússias, é forte, porém com tantas baionetas, cossacos e artilharias, é uma façanha que submeta sua vasta porção de terra à unidade: mas não pode falar. Há, nele, qualquer coisa grande, mas é uma grandeza muda. Faltou-lhe uma voz genial, para que o escutem todos os homens e todas as épocas. Deve aprender a falar; sua artilharia e seus cossacos já se terão enferrujado a ponto de não mais existir, e entretanto ainda será percebida a voz de Dante» (On heros, hero-worship, and the heroic in history).
O sentencioso William Shakespeare de Hugo abunda em passagens análogas, literariamente melhores; preferi transcrever de Hero-worship, porque é muito anterior. Outras variantes não faltam, Groussac (El viaje intelectual, 1ª. série, 1940) calculou que a obra de Shakespeare é mais preciosa que todo o Império Britânico. José Ortega y Gasset (El espectador, tomo primeiro, 1916), estima que «en el fin de los tiempos, cuando venga la liquidación del planeta, un poema —Myo Cid— no podrá pagarse con todo el oro del mundo». Se estes cálculos fossem alguma coisa mais do que duas meras interjeições, seria o caso de replicar ao primeiro que o império contém muitos exemplares de Shakespeare, incluindo que proíbe compará-los; e ao segundo que «cuando venga la liquidación del planeta», não haverá cambio imprudente: nem sequer o de metais nobre por alexandrinos rudimentares. (Borges 1945:51)

Detengámonos en la estructura temporal con que comienza el fragmento: «Na tarde do dia 12 de maio de 1840 disse e continua dizendo Carlyle». En «Tlön, Uqbar, Orbis Tertius» nos dice también Borges que «manuales, antologías, resúmenes, versiones literales, reimpresiones autorizadas y reimpresiones piráticas de la Obra Mayor de los Hombres abarrotaron y siguen abarrotando la tierra» (Borges 1974:442). El narrador de «Funes el memorioso» admite estudiar latín a partir de «la Naturalis historia de Plinio, que excedía (y sigue excediendo) mis módicas virtudes de latinista» (486). En «Baltasar Gracián», uno de los poemas de El otro, el mismo, nos dice que «Gracián no vio la gloria/ Y sigue resolviendo en la memoria/ Laberintos, retruécanos y emblemas» (882). En la conferencia de Las siete noches dedicada a la Divina Comedia, admite que Francesca «sabe que ha pecado y sigue fiel a su pecado» (215), aún cuando «Francesca sabe que el castigo es justo, lo acepta y sigue amando a Paolo». En la conferencia sobre el budismo reconoce que «la leyenda del Buddha ha iluminado y sigue iluminando a millones de hombres» (244). En Atlas (1984), su poema «Irlanda» concluye con una confesión: «Caminé por las calles que recorrieron, y siguen recorriendo, todos los habitantes de Ulysses» (408). Más adelante aún nos dice «Piensan los chinos, algunos chinos han pensado y siguen pensando que cada cosa nueva que hay en la tierra proyecta su arquetipo en el cielo» (422). Más que ver un arquetipo junguiano en el «hace y sigue haciendo», leo en él la cifra de la arché como productora del origen. Pero atención que ese origen no es un evento arquetípico separado de lo acontecido in illo tempore, sino algo esencialmente histórico, un devenir. La estructura «hace y sigue haciendo» y nos instala así en la ultra historia dumeziliana, donde no hay de hecho un origen o una arché, por el simple motivo de que todo fenómeno es el origen y toda imagen es arcaica. Si admitimos esa hipótesis, concluimos que lo inmortal borgiano es una archi–escritura que desconstruye la apariencia en nombre de la aparición, y en ese sentido, el paradigma de su escritura no puede ser otro que el archivo. Allí capta Borges que la arché, como un a priori histórico, escinde la vida política en vida desnuda y vida políticamente calificada; lo humano se define a través de la exclusión–inclusión de lo vivo; la ley se instituye como excepción de la anomia; el gobierno funciona como exclusión de la inoperancia, es decir, como pura gestión, para postular en fin su posterior y póstuma captura, en forma de gloria, es decir, la inmortalidad. ¿Cómo prosigue Borges su argumentación?

O indiscutível é que nenhuma das nações (exceto os Estados Unidos) pode prescindir, agora, de um livro representativo, sagrado. Na Inglaterra gozam de uma autoridade de todo canônica as composições de Shakespeare, na Itália as de Dante; na Alemanha, os 44 tomos de Goethe, completados ou debilitados por Eckermann; na Espanha, D. Quixote; e na França, uma biblioteca variável, que sempre compreende Racine e às vezes Ubu Roi. O catálogo é muito heterogêneo, como se vê. É um pouco arbitrário, não é axiomático, evidente, fatal. Qualquer leitor pode sugerir variações, variáveis por outro leitor. Por que atribuir a Quevedo a representação espanhola, a Sir Thomas Browne, a britânica, a Schopenhauer ou a Novalis a da Alemanha, et sic de coeteris? Por que não recordar que os homens aos quais a superstição ou a inércia concede a imortalidade literária, não são invulneráveis em caso nenhum? Escolhamos, por exemplo, o caso de Goethe. Carlyle, seu tradutor e seu evangelista, o julgou «el mayor genio que hemos contemplado en un siglo y el mayor asno que hemos contemplado en tres»; De Quincey (Writings, tomo II, pág. 222-258) minuciosamente escarnece dos Lehrjahre («esas costumbres pueden ser toleradas en las novelas alemanas, así como en los prostíbulos ingleses»); Butler (Life and habit, pág. 27) é de opinião que essa venerável novela «não encerra um só parágrafo cujo mérito principal não seja o ridículo»; Nietzsche (Die Unschuld des Werdens, tomo segundo, pág. 415) diz do Fausto: «que problema casual, temporal, pouco necessário e efêmero!».
A tais objeções cabe opor uma réplica paradoxal, mas que considero suficiente: Não importa o método essencial das obras canonizadas; importam a nobreza e número de problemas que suscitam. Finjamos que os detratores de Goethe têm razão, finjamos que o valor de suas obras é avaliável em zero. Um fato continua incólume: um goetheano é uma pessoa interessada pelo universo, interessada em Shakespeare e em Spinoza, em Macpherson-Ossian e em Lavater, na poesia dos persas e na conformação das nuvens, em hexâmetros, em arquitetura, em metais, no cravo cromático de Castel e em Denis Diderot, na anatomia, nos alquimistas, nas cores, nos graciosos labirintos da arte e na evolução dos seres em tudo, é lícito afirmar, salvo nas matemáticas. O mundo limitável ou consentido pela palavra de Goethe não é menos versátil que o mundo. Quase o mesmo diremos do mundo de Dante Alighieri, que abrange os mitos helênicos, a poesia virgiliana, a órbita aristotélica e platônica, as especulações de Alberto Magno e de Tomás de Aquino, as profecias hebraicas e, (desde Asín Palacios) as tradições escatológicas do Islam. O de Shakespeare confina com o de Homero, com o de Montaigne, com o de Plutarco, e antecipa em seu âmbito as involuções de Dostoievsky ou de Conrad, a ansiedade verbal de um James Joyce ou de um Mallarmé. A Alemanha, a Itália e a Inglaterra escolheram seus livros canônicos (O que ficou dito não significa que um livro seja genial na razão direta de sua afinidade como Nouveau Larousse; quer dizer que uma vez que é fatal o culto dos clássicos importa que o mesmo seja útil).
A Espanha preferiu D. Quixote, comprido romance cujo valor intrínseco ninguém contesta. Os resultados desta deificação têm sido melancólicos. Um shakespeariano –William Aldis Wright, para não mencionar Swinburne ou Coleridge– é sempre um homem civilizado; um cervantista pode ser um mero gramático (exemplo: –o P. Cortejón, autor de Duelos y quebrantos, e de La iglesia católica es la protectora y mejor amiga de la agricultura) quando não é um colecionador de refrões (exemplo: O P. Sbarbi, autor de Esplendidez española, de Cuernos y plumas, de Preliminares para un tratado completo de paramiología comparada, de Ambigú literario y de El elemento cornigero) ou de estrofes: Francisco Rodrigues Marín. O cervantismo é um dos malentendidos da Espanha; o gongorismo é uma curiosidade frívola; por mim, se é que um mero sul-americano pode optar, lhes aconselharia o quevedismo... Cervantes, no prólogo de D. Quixote, desculpa-se ironicamente de não inserir uma lista alfabética de autoridades; o doutor Américo Castro (El pensamento de Cervantes, 1925) nos propõe uma, que consta apenas do nome de Erasmo.
Nossa república, até agora, não possui livros canônicos. Os pedagogos querem improvisá-los, porque supõem que as operações mentais são impossíveis sem uma tradição. Baseados em remédios casuais, alguns escritores de Buenos Aires ou de Montevidéu, inventaram a «literatura gauchesca». Abundam em controvérsias, em comentários, em biografias e edições críticas. Adoram com particular devoção Martin Fierro. Lugones (El payador, pág. 182) assim definiu: «Pelo fato de personificar a vida heróica da raça com sua linguagem e seus sentimentos mais genuínos, encarnando-a num paladino ou seja o tipo mais perfeito do justiceiro e do libertador; porque sua poesia constitui sob esses aspectos uma obra de vida integral, Martin Fierro é um poema épico». Rojas (Obras, tomo nove, pág. 828) prefere o estilo caótico ao burocrático, mas sua conclusão é a mesma: «Martin Fierro é o espírito da terra natal contando-nos, sob o emblema de uma lenda primitiva, a gênesis da civilização no pampa e as angústias do homem na imensidade inóspita do deserto, ao mesmo tempo que o anseio do herói pela justiça, diante da dura organização social do povo a que pertence».
Deplorei a canonização de D. Quixote; inútil seria repetir minha opinião sobre a de Martin Fierro. D. Quixote graças a um esforço violento, foi aproximado dos erasmistas; Martin Fierro, por sua vez, não admite outro precursor a não ser Lussich, nem outro continuador que não seja Gutiérrez. Oferece-nos um campo limitadíssimo, o campo rudimentar dos gaúchos. Seus comentadores são apenas (eu o temo) uma espécie mais pobre de cervantistas: devotos de refrões, de estrofes, de barbarismo ínfimos, de medíocres enigmas topográficos. (Exemplo: –Teria Fierro servido na fronteira do Oeste ou na do Sul? Argumento a favor do Sul: Fierro fala das serras e de Ayacucho. A favor do Oeste: Fierro e Cruz fogem para o Oeste com a sua tropazinha emprestada: Derecho ande el sol se esconde/ Tierra adentro hay que tirar. Etcétera). Não lhes importa o importante: a ética do poema.
Precisamos de tradição definida, precisamos de um livro capaz de ser nosso símbolo durável; entendo que esta privação aparente é antes um alívio, uma liberdade, e que não nos devemos apressar para corrigi-la. Também é lícito dizer: desfrutamos de uma tradição potencial que é todo o passado. Por influência de Fitz Gerald, Umar Bin Ibrahim Aljayami, de Nishapur, tornou-se parte inalienável e integral da tradição da Inglaterra; por obra de Baudelaire, Edgar Allan Poe, de Boston (Massachusetts), da França; por obra de Lugones penetrou Jules Laforgue na nossa (O Lunário, inspirado por Laforgue, é um livro sobejamente mais vivo e mais importante que os Romances del Rio Seco inspirado pelo cantor ambulante). Impera na literatura a mesma lei geral que no determinismo: basta que um fato ocorra para que seja necessário, fatal.
Arrisco sem maiores esperanças estas reflexões. (Borges 1945:51–53)

Como vemos, Borges desarrolla las ideas postuladas por Carlyle en sus famosas conferencias «The Hero as Man of Letters» y «The Poet as Hero», ambas de 1840: es imprescindible una república de genios, idea que simultáneamente seducía al Fernando Pessoa del Livro do desassossego: «Fui gênio mais que nos sonhos e menos que na vida. A minha tragédia é esta. Fui o corredor que caiu quase na meta, sendo, até aí, o primeiro» (379). En efecto, en sus escritos sobre el Quinto Imperio, destaca Pessoa la necesidad de existir escritores de genio, que escriban en su lengua y así la ilustren. Vemos allí al fallen hero de Carlyle y a los heróis adiados del mismo Pessoa, quien, al término de la I Guerra Mundial, soñaba incluso, a partir de ese punto, construir las bases de una confederación ibérica. Rui Barbosa, en sus Cartas de Inglaterra, también admitía que «ninguém poderá desvanecer-se de ter percorrido intelectualmente a Inglaterra, se não ousou uma excursão pelas regiões sui generis da obra de Carlyle, que parece confinar, por um lado, com Shakespeare, por outro com a Alemanha de Goethe, Schiller e João Paulo Richter» (165). Pero ¿cómo veía Borges al escritor inglés? En el «Prólogo de prólogos» (1974) nos habla del humo y fuego de Carlyle, «padre del nazismo» y en sus clases de literatura, justamente antes de la caída de Illia, Borges nos dice que

Carlyle toma pues la idea fundamental de que este mundo es aparente, y le da un sentido moral y un sentido político. Swift había dicho que todo en este mundo es aparente, que nosotros llamamos «obispo», digamos, a una mitra y a una vestidura colocadas de cierto modo, que llamamos «juez» a una peluca y a una toga, que llamamos «general» a una cierta disposición de ropa, de uniforme, de casco, de charreteras. Carlyle toma esta idea y escribe así el Sartor Resartus, o «Sastre zurcido».
Este libro es una de las mayores mistificaciones que la historia de la literatura registra. Carlyle imagina a un filósofo alemán que enseña en la Universidad de Weissnichtwo (...). Le daba a su filósofo imaginario el nombre de Diógenes Teufelsdrockh, es decir Diógenes Escoria —la palabra «escoria» es un eufemismo, aquí la palabra es más fuerte— del Diablo, y le atribuye la escritura de un vasto libro titulado Los trajes, la ropa, su formación y su obra, su influencia. Esta obra lleva como subtítulo: «Filosofía del traje». Carlyle entonces imagina que lo que llamamos Universo es una serie de trajes, de apariencias. Y Carlyle alaba a la Revolución Francesa, porque ve en la Revolución Francesa un principio de la admisión de que el mundo es apariencia y de que hay que destruirla. Para él, por ejemplo, el reinado, el papado, la república, eran apariencias, eran ropa usada que convenía quemar, y la Revolución Francesa había comenzado por quemarla. Entonces el Sartor Resartus viene a ser una biografía del imaginario filósofo alemán. Ese filósofo es una especie de transfiguración del mismo Carlyle. Allí él cuenta, situándola en Alemania, su experiencia mística. Cuenta la historia de un amor desdichado, de una muchacha que parece quererlo y que lo deja, lo deja solo con la noche. Luego describe conversaciones con ese filósofo imaginario y da copiosos extractos de ese libro que no existió nunca y que se llamaba «Sartor», el sastre. Ahora, como él sólo da extractos de ese libro imaginario, llama a su obra «El sastre remendado». (2000)

Remendemos nuestra lectura. Podríamos suplementar el primer relato de El Aleph, «El inmortal», con el último de El informe de Brodie (1970), un libro claramente escrito en el espíritu de «Sobre os clássicos». Si la ciudad de los inmortales nos sitúa en condición pospolítica, el «informe de Brodie/Borges», describe, en verdad, una situación prepolítica, arcaica. Recodémoslo entonces una vez más a Tatián:

Los Yahoos sobre los que informa el misionero, son de «naturaleza bestial»; cuentan con un lenguaje que «carece de vocales» (por lo que su trasliteración resulta imposible); «se alimentan de frutos y reptiles»; «beben leche de gato y de murciélago»; «devoran cadáveres humanos»; «andan desnudos»; «habitan en ciénagas»; al niño que es consagrado rey «le queman los ojos y le cortan las manos y los pies»; «son insensibles al dolor y al placer, salvo el agrado que les dan la carne cruda y rancia y las cosas fétidas»; «veneran a un dios cuyo nombre es Estiércol» (un «ser mutilado, ciego, raquítico y de ilimitado poder»). Como al pasar, escribe Borges que dice el informe: «Lo mismo, me aseguran, ocurre con las tribus que merodean los alrededores de Buenos Aires» —ciudad que en 1840, fecha del texto, era gobernada por Rosas. (83)

En otras palabras, los Yahoo de Brodie/Borges veneran a un filósofo imaginario, un estercolero, cuyo nombre es Teufelsdrockh, como el Diógenes de Sartor resartus. Eso ocurre (y sigue ocurriendo) en 1840, fecha de las conferencias heroicas de Carlyle, pero lejos de allí, en una ciudad gobernada por Rosas, el hombre fuerte estimado por Carlyle, quien tampoco ocultó su admiración por el Dr. Francia y hasta exaltó los ponchos del ejército bolivariano, como el mismo Borges destaca en su clase de literatura inglesa: «La vida es demasiado pobre para no ser también inmortal» (1974:367). Una literatura dice y continúa diciendo cuando sólo actúa como un sastre remendón, es decir, cuando cose tiempos disímiles, teje y repliega su tejido al infinito. En ese devenir, como eximio arte textual del zurcido, la ficción se vuelve casi posliteraria, una simple imagen en busca de roteiros.roteiros.roteiros..., como quería Oswald de Andrade. Justamente en un libro sobre guiones cinematográficos, concluye Borges:

Ignoro si la crítica ha destacado con suficiente énfasis las dos virtudes de este arte joven [el cinematógrafo]. Una, la de restituir a la escena esa casi divina ubicuidad que Shakespeare alcanzó mediante su único instrumento, el lenguaje, y que tanto indignó a los tratadistas del morigerado siglo XVIII; otra, la de salvar para estos días en que el poeta se limita a juegos de palabras o a meras confidencias personales, el más antiguo y primordial de los géneros literarios, la épica. Al escribir estas palabras no sólo pienso en films como Lawrence de Arabia o El Álamo sino en aquellos westerns de mi niñez y ahora de mis años finales con sus exaltaciones del jinete, del coraje y de la llanura. Pienso también que Joseph von Stenberg llevó al cinematógrafo a una suerte de plenitud mediante su arte personal de imágenes lacónicas y de sentencias breves y memorables, que casi mueven a deplorar la ulterior irrupción de los parlamentos, de los sonidos elementales o artificiales y de la música. Aventuro estas observaciones con timidez, ya que sospecho que el cinematógrafo, como el género policial, adolece de un exceso de crítica, que le impide crecer con inocencia y lo impulsa a la pedantería y la lentitud. Más de un film ha sido compuesto para satisfacer a los críticos o para estimular el debate, no para interesar o conmover al espectador.
En el origen de la historia el lenguaje era oral; la palabra escrita fue un símbolo de la palabra hablada, un símbolo que pareció tan extraño que las lenguas germánicas llaman runas, que significa misterio, a las letras. Ahora, por obra paradójica de la técnica, que nos ha dado el disco fonográfico, el cine descubierto, maravillado, ese antiguo hábito y prodigio, la voz humana. (en Welsh)

La letra es intérprete de la voz y por ello no carece de ningún otro intérprete. La voz no dice nada, apenas se exhibe como la forma lógica irreductible a opinión. La literatura sólo puede conducir al pensamiento hasta el límite de la voz, pero sin poder decirla con todo. «É muito importante, realmente, que uma nação obtenha uma voz explícita e conceba o homem que melodiosamente proclame o que encerra seu coração», dijo Carlyle y sigue diciendo Borges. Pero recordemos su complemento, la anotación de Valéry en su cuaderno, al principio de la guerra. A la pregunta ¿quién habla en una poesía?, que Mallarmé respondía «el Lenguaje mismo», Valéry (Valéry como símbolo, añadiría Borges), retruca:

el Ser viviente y pensante (contraste, este) —que empuja la conciencia de sí a la captura de la propia sensibilidad— desarrollando las propiedades de ésta en sus implicaciones —resonancias, simetrías, etcétera— sobre la cuerda de la voz. Entonces, el Lenguaje surge de la voz, antes que la voz del Lenguaje. (293)

Esa voz, nos decía Ludueña, declinada siempre en plural, señala a los espectros que, aún sin poder ser oídos, buscan enunciarse en el decir.

Bibliografía

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