Imaginarios de la ciencia

Para citar este artículo: Martinez, Luciana (2018). «Imaginarios de la ciencia». El taco en la brea 7 (diciembre–mayo),86–91 Santa Fe, Argentina: UNL. DOI: https://doi.org/10.14409/tb.v0i7.7356

Luciana Martinez

Universidad Nacional de Rosario – CONICET, Argentina

lmartinez@iech-conicet.gob.ar

Resumen

A lo largo de la historia de la literatura es posible hallar asiduo testimonio de la presencia de imaginarios que se articulan libremente en torno a saberes de la ciencia premoderna. La emergencia de la ciencia moderna implicó, no obstante, una complejización de las relaciones entre literatura y ciencia. El modelo mecanicista newtoniano que comenzó a imponerse desde entonces, así como también las exigencias de constatabilidad y de secesión de lo disciplinar marcaron la escisión de la literatura y la ciencia como dos órdenes simbólicos en apariencia irreconciliables, sobre cuya vinculación recayeron fuertes preconceptos institucionales. La literatura, sin embargo, ha históricamente ficcionalizado problemas de la ciencia de forma desprejuiciada. En ese ejercicio se despliegan operaciones de apropiación y fagocitación de teorías, recursos y paradigmas que se encuentran siempre en función de las lógicas creativas y los intereses de la propia escritura.

Palabras clave: imaginarios / literatura / ciencia / relaciones

Imaginary of Science

Abstract

Throughout the history of literature it is common to find testimony to the presence of imaginaries freely articulated around pre-modern scientific knowledge. The emergence of modern science, however, brought about greater complexity to the relations between literature and science. Newton’s mechanistic model —which had become dominant since then—, as well as the demands for verifiability and the separation of disciplines signalled the divorce between literature and science as to see mingle irreconcilable symbolic orders, whose ties bore strong institutional preconceptions. Nevertheless, literature has historically fictionalized science issues without prejudices. This exercise deploys operations for the appropriation and absorption of theories, resources and paradigms, always based on the creative logics and the interests of writing itself.

Key words: imaginaries / literature / science / relations

Fechas de recepción: 6/12/2017

Fecha aceptación: 20/3/2018

Casi tan vieja como la literatura misma es la imaginación de la ciencia en el seno literario. Durante la infancia de la antigüedad clásica y siglos subsiguientes, los saberes de la astronomía, la filosofía de la naturaleza y la medicina conforman desprejuiciadamente la cosmología amalgámica que la creación literaria se encarga (y siempre se ha encargado) libremente de presentar. Luego, en los albores de la ciencia moderna, el imaginario científico que se hilvana en la literatura tiene como una de sus principales usinas a la técnica. La invención del microscopio y el telescopio sin duda abonan el terreno para la proliferación de fantasías sobre viajes a la luna (Somnium —1634— de Kepler, The Man in the Moon —1638— de Francis Godwin, Histoire comiqué des États et empires de la Lune —1655— de Cyrano de Bergerac), al tiempo que también habilitan, por ejemplo, a contramano de lo que sucedía en la denominada novela realista inglesa del siglo XVIII (esencialmente empirista, como advertirá Ian Watt en The Rise of the Novel), la duda sobre la certeza de los sentidos que recorre ese texto capital que es Gulliver´s Travels de Jonathan Swift (Nicolson 1956). Los modelos cosmogónicos de la ciencia (el paradigma heliocéntrico) marcaron asimismo nuevos reordenamientos que estuvieron impregnados por la confianza en las posibilidades de la misma en cuanto al dominio de la naturaleza. Dichos reordenamientos toman la forma de la utopía, específicamente en textos como New Atlantis (1626) de Francis Bacon y Civitas Solis (1623) de Tommaso Campanella.

Imaginación y ciencia se vinculan desde sus inicios: la ciencia toma su forma en los tratados pero también en las ficciones que escriben los primeros hombres de ciencia como Kepler y Bacon. La literatura encuentra en la ciencia un dínamo imaginativo pero, conforme la lógica mecanicista del modelo newtoniano va consolidando su forma, cobrando primacía y expandiendo sus dominios, la relación entre ciencia y literatura se complejiza y, con el tiempo, se torna incómoda. Los avances científicos se vuelven objeto de ambigua fascinación. Desde entonces, pocos podrían caracterizar de indiferentes los acercamientos de la literatura hacia la ciencia. Muy por el contrario, siempre oscilando entre odios y amores, han sido más bien pasionales.

Desde las filas de la literatura surgen, si no cuestionamientos, al menos sí reflexiones atentas al fenómeno de la ciencia moderna. No azarosamente, es en Inglaterra, cuna de la Royal Society (sociedad científica que ya había sido ridiculizada magistralmente por Swift en el viaje a Laputa), desde donde surgen los primeros embates: William Blake en «Jerusalem» fustiga líricamente la lógica de Bacon y Newton que se trasladaba a la dinámica utilitaria y represiva de la Revolución Industrial, Keats le reclama en «Lamia» a esa «fría filosofía» haber disuelto la magia del arco iris con sus explicaciones ópticas sobre el prisma de luz, Wordsworth en el prefacio a Lyrical Ballads (al igual que Percy Shelley en «A Defense of Poetry») cuestiona la hegemonía de la epistemología científica al reivindicar un conocimiento genuino de la poesía que complementaría al de la ciencia, e incluso Edgar Allan Poe («To the Science») se da el gusto de caracterizarla en términos de un «buitre» de ojos escrutadores que no hace sino devorar el corazón del poeta.

Desde la Europa continental, en Alemania, más alejada del centro neurálgico en el que reinaba la disección newtoniana del mundo material, la Filosofía de la Naturaleza (Nathur philosophie) schelliniana y la «ciencia romántica» vendrán a proponer, en cambio, una idea orgánica, cuasi holística, de la Naturaleza, la ciencia y el arte. Afirmaciones tales como las del Fragmento 115 («todo arte debe hacerse ciencia y toda ciencia, arte»), se complementan desde las filas de la ciencia con concepciones como las del físico Johann W. Ritter, quien titula a uno de sus textos Die Physikals Kunst (La física como arte, 1806) (Asúa). La «ciencia romántica» es, no obstante, una anomalía en el contexto de surgimiento y consolidación de la ciencia moderna clásica. El Romanticismo alemán sostuvo excepcionalmente las banderas de una concepción de Naturaleza que, en la línea de Goethe, era considerada expresión viva del Geist (Espíritu) y no, por el contrario, terreno inerte (siempre distinto del yo) sobre el que avanzar abriendo camino a través de una observación esencialmente diseccionadora y cosificante.

Exceptuando esta contracorriente alemana, lo que reinó al menos desde el siglo XVIII fue un modelo de ciencia que construyó su hegemonía excluyendo cualquier manifestación que no acatara sus criterios de constatabilidad. El monopolio del conocimiento se mantendría desde entonces asociado a sus dominios: incluso la vieja filosofía quedaría de a poco relegada como una extravagancia a los confines del campo epistemológico por su pesada carga metafísica; de la creativa ficción, desacreditada mucho antes por la filosofía clásica, se redoblará su exilio. Porque, ¿cómo podía la imaginación, heredera de la phantasía aristotélica, relacionarse con la certeza científica? En efecto, si la imaginación (pobre traducción de phantasía) es, desde sus inicios, «aparición» o «presentación» ligada a la sensación (aísthesis), ninguna veracidad podría adjudicarse con certeza a las imágenes que ésta forma (Culianu; Marcos y Díaz). La imaginación, eterna soberana de la ficción, es, desde entonces, una facultad que es necesario custodiar celosamente; porque a pesar de que luego Kant le asigne en la Crítica del Juicio la función de mediadora entre la sensibilidad y el entendimiento (ya Aristóteles, de hecho, le había otorgado un papel destacado en la comunicación entre el intelecto y la percepción), ésta siempre se considera proclive a la proliferación errática y la divagación. Tal inestabilidad creativa es probablemente el motivo por el que Descartes termina por expulsarla definitivamente del dominio de la actividad intelectiva: no existe mediación entre la res cogitans (el pensamiento) y la res extensa (las cosas del mundo) (Weil, Agamben). La idea aristotélica de que nada puede pensarse sin la imaginación mediadora pierde así, finalmente, terreno como argumento epistemológico.

Menudo problema se ha trabado históricamente respecto de la relación entre literatura y ciencia: cualquier intento de vincular estas «dos culturas» (Snow) ha desatado, desde diferentes filas (fundamentalmente en ciertas instituciones tanto científicas como literarias), toda una serie de resistencias. ¿Cómo reunirlas en una especie de oxímoron imposible si la primera encarna la invención lúdica, la divagación desinteresada y la exploración errática de los universos improbables, y la segunda, la precisión metódica cuya observación avanza con claros objetivos de conquista de lo real? Poco importa que los primeros prototipos de tanques de guerra hayan sido esbozados en las ficciones de H. G. Wells, o los primeros robots nacido en los textos Karel Čapek y en el cine de Fritz Lang, y, con insistente simetría, que en el campo de las matemáticas se evalué como una virtud la «elegancia» de ciertas demostraciones, o que el mismo Ilya Prigogine reconozca haberse inspirado en la música atonal y el arte contemporáneo a la hora de desarrollar su teoría sobre las estructuras disipativas; pareciera que nada puede conocer la literatura y nada puede imaginar la ciencia. O al menos, si lo hacen, debe ser enunciado por lo bajo.

Pero lo cierto es que la ficción (o más ampliamente la escritura), que es el caso que en forma directa nos atañe, lejos de constituirse como un juego libre de consecuencias onto–gnoseológicas se presenta como una instancia de formación inédita de un «mundo», es decir, como una forma de redistribución o reparto de lo sensible (Rancière), por la que se da a sentir una cierta circulación u organización de sentido (Nancy). Esta característica reconocida en la escritura (e incluso en el campo estético en general) por distintas reflexiones hechas desde la filosofía, tiene inflexiones singulares en aquella escritura que se ocupa (o pretende ocuparse) de los problemas de la ciencia. Quiero decir, ahí donde la ciencia pasa a ser un hecho de lenguaje un mundo se abre, en el que los problemas de la ciencia responden, inadvertidamente, a intereses creativos de la literatura o escritura. «Cuando ni siquiera los científicos atinan a explicarlo de manera llana, los periodistas terminan por aferrarse a alguna expresión llamativa, que a veces hasta puede ser irónica, y esa es la que termina por incorporarse a la lengua común», nos advierte Pablo Capanna en su trabajo; al tiempo que amplía: «Los físicos cuánticos, hartos de tener que explicar algo tan ajeno a la experiencia como los quarks, se refugiaron en James Joyce y hablaron, provocativamente, de extrañeza, encanto y sabor, para que nadie se atreviera a preguntar». Abierta la puerta de la imaginación, la ciencia comienza a ser también dominio de la literatura y a funcionar bajo otras rigurosidades.

Ya en el siglo XIX, notables intelectuales cercanos al campo de las letras se cargan al hombro la tarea de divulgación científica; pero esta labor no peca ciertamente de altruista. Miguel de Asúa, con un estilo absolutamente destacable, nos cuenta en su trabajo las singulares apropiaciones que hicieron Domingo F. Sarmiento, Pedro Cerviño y Leopoldo Lugones de las teorías de Darwin, del heliocentrismo copernicano y la relatividad. Estos actores culturales prominentes se valieron del género conferencia para realizar, en el sentido más borgeano del término, una «mala lectura» de las teorías científicas, de las cuales utilizaron el prestigio científico para validar distintos intereses particulares, proyectos políticos o sistemas de ideas a los que adherían. En sintonía, Soledad Quereilhac11. En la sección (…) analiza cómo durante el período de modernización nacional de entresiglos distintos intelectuales y escritores (Emilio Becher, Carlos Bunge y el mismo Lugones) pensaron los problemas de la ciencia. La particularidad es que dichas reflexiones forzaron claramente los límites impuestos por el paradigma positivista orientándose a pensar las posibilidades de un modelo científico «superador», cuyo campo no se viera circunscripto al universo material sino extendido a los dominios inasibles de la espiritualidad y el «más allá». Los problemas de la ciencia positivista se cruzan de este modo con el universo del espiritualismo y la teosofía al que estos intelectuales fueron afectos, y a partir del cual se realiza una distorsionante apropiación de la ciencia. Lo interesante es que en ocasiones las ontologías que desde lo discursivo se construyen se instalan en el imaginario cultural del momento de forma más arraigada que los problemas específicos (digamos: «reales«) de la ciencia.

El universo científico se construye, también, a partir de los procedimientos de la ficción en los textos de Eduardo Wilde, analiza en su trabajo Sandra Gasparini. En los «relatos de caso» del Dr. Wilde una mirada médica anuda observación clínica, descripción literaria y escritura autobiográfica. Una vena gótica, en dosis «homeopáticas», dirá Gasparini, recorre las descripciones. La atmósfera irónica y socarrona, y por momentos también macabra y grotesca, es el revés que mitiga la impotencia de la mirada médica ante las limitaciones de los recursos de la ciencia. Las estrategias descriptivas de la medicina legal verosimilizan la narración gótica, al tiempo que la creación ficcional es la instancia en la que se vuelve productiva (como escritura) la desgracia irremediable del destino ante la que el médico nada puede sino observar.

La observación de la ciencia y la de la literatura se reúnen, nos cuenta en su texto Pablo Luzuriaga, para hacer un diagnóstico certero sobre la realidad nacional en Radiografía de la pampa de Ezequiel Martínez Estrada. Es precisamente la forma ensayo la que habilita, no casualmente, la reunión entre esas dos miradas irreconciliadas. Se trata de un ensayo cuya mirada se forja en una crisis de confianza respecto de la percepción visual, que para Martínez Estrada ha sido pilar tanto del positivismo como de la versión idealista del modernismo darío–lugoniano. La realidad es, por el contrario, un hecho de lenguaje: una fundación que se desprende de un acto de interpretación y hasta incluso de imaginación. En este sentido, la visión de rayos X desde la que se pretende hacer un diagnóstico social profundo tiene su origen en una desconfianza respecto de las apariencias que comienza con las vanguardias.

Este dossier cuenta además con una invaluable producción que se erige desde el interior mismo de la historia de la ciencia ficción; género en donde la compleja vinculación entre literatura y ciencia alcanza por cierto un grado evidente de cristalización. En el texto de Pablo Capanna, esa mirada de la crítica que siempre conlleva un cierto grado de inevitable distancia respecto de su objeto cede lugar al testimonio vivo sobre la evolución del género en Argentina. Capanna, quien colaborara tempranamente en la emblemática revista Más allá (1954–1957) y luego cumpliera un rol destacado como ensayista en las revistas argentinas de ciencia ficción de la década del 80 (El Péndulo y Minotauro, segunda época), realiza un pormenorizado recorrido que comienza con los fundadores del género en Argentina (Holmberg, Lugones, Quiroga) para detenerse luego en los entretelones de edición de la revista Más allá, la dinámica de circulación durante la «era Minotauro» y, finalmente, los períodos marcados por las publicaciones de El Péndulo y Axxón.

Como no podría ser de otro modo, la ciencia ficción es revisitada a través de la lectura de la obra de quien sea acaso el más grande y sutil escritor del género en Argentina: Marcelo Cohen. La pluma colosal de Miriam Chiani se encarga de delimitar con inteligencia la intersección en la que dos de los grandes intereses de Cohen se reúnen: la ciencia y la música. Lejos de ser producto de una pasajera simpatía, esta articulación de órdenes simbólicos en apariencia disímiles se organiza como un dispositivo que responde a una función estratégica concreta; esta es: la formulación de una base epistemológica sobre la que se apoya el programa del «realismo incierto» coheniano. Son las teorías del caos de Ilya Prigogine y el análisis de los motivos y dinámica de expresiones musicales como el free jazz los que sirven en su articulación para apuntalar una concepción narrativa regida simultáneamente por el control y el abandono, dialéctica que permitiría sortear la imperturbable repetición de lo mismo a la que la percepción subjetiva se encuentra acostumbrada.

Tales son, en este dossier, las inflexiones de los imaginarios de la ciencia por medio de los cuales la literatura se encarga de abrir otros mundos, ontologías que nos habitan de forma tan inherente como aquellas que emergen a partir de otros órdenes simbólicos.

Bibliografía

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Snow, Charles Percy (2000). Las dos culturas. Buenos Aires: Nueva Visión.

Notas

1.

En la sección de reseñas de este número se incluye un texto de mi autoría sobre Cuando la ciencia despertaba fantasías. Prensa, literatura y ocultismo en la Argentina de entresiglos (2016) de Soledad Quereilhac, el cual complementa el marco de discusión de este dossier.

Weil, Simone (2006). Sobre la ciencia. Buenos Aires: El Cuenco de Plata.