Sobre: El tiempo de la convalecencia. Fragmentos de un diario en Facebook, de Alberto Giordano.
Rosario: Iván Rosado, 2017
Para citar este artículo: Gerbaudo, Analía (2018). «Sobre: El tiempo de la convalecencia. Fragmentos de un diario en Facebook, de Alberto Giordano». El taco en la brea 7 (diciembre–mayo),201–211 Santa Fe, Argentina: UNL. DOI: https://doi.org/10.14409/tb.v0i7.7366
Analía Gerbaudo
Universidad Nacional del Litoral – CONICET, Argentina
analia.gerbaudo@conicet.gov.ar
El giro ético–político de ciertas performances (¿críticas?)↑
Se me permitirá, sólo para empezar, la indiscreta reconstrucción de una escena que, inmediatamente, se hilvana al primero de los tres problemas que interesa discutir, tanto en el campo de los estudios literarios como en el de las ciencias sociales y las humanidades en general tal como hoy se configuran en Argentina y en el circuito internacional, a propósito de El tiempo de la convalecencia. Fragmentos de un diario en Facebook de Alberto Giordano.
Cuento entonces que cuando Judith Podlubne me regala este libro atiendo inmediatamente a su título que, enmarcado en el inconfundible diseño de la colección «Selecciones» de Iván Rosado, impulsa mi atolondrada pregunta: «¿Alberto se decidió, por fin, a escribir ficción?». «Se trata del libro que, me dijo, vos estabas esperando», responde Judith. Efectivamente, pocas promesas de libros por–venir me generaron tanta expectativa como este de Giordano, en parte actuado en su forma en trabajos previos (tal operación se advierte en «Con Barthes. Apuntes tomados en un Diario» —2015a— en un gesto comparable al de Jacques Derrida que dos años antes de Glas —1974— escribe «Tympan» —1972a—) y en especial, en ensayos en los que explícitamente se hacía referencia a la búsqueda literaria. Cabe recordar «Una profesión de fe», texto que cierra Una posibilidad de vida. Escrituras íntimas, en el que se transcribe parte de una conversación vía mail con César Aira que va más allá de la aparente deriva sobre el siempre incierto derrotero del ensayista en el que se reconoce, con relativa comodidad, luego de haber desarrollado una copiosa y atrayente producción crítica (cf. Giordano 1995, 1999, 2005) que instaló el problema en la discusión académica argentina al punto de convertirlo en ítem central de la agenda de investigación y de enseñanza. Este «más allá» obedece al modo en que Aira, hace ya dieciséis años, pudo prever los movimientos que ahora se despliegan en El tiempo de la convalecencia y que, si somos memoriosos, se deslizaban junto a algunas operaciones: la dedicatoria del primer ensayo de Una posibilidad de vida, «A Emilia, por primera vez», anuncia parte de los envíos que seguirán. También se observan ya allí preguntas que se retoman en Vida y obra y en La contraseña de los solitarios para tramitarse, finalmente, desde ese género ambivalente11. Esta ambivalen (…) compuesto por una escritura crítica:
El lunes 13 de agosto de 2001, recibí este mail:
«Mon cher Alberto:
Perdón por no escribirte hasta ahora (de paso, feliz cumpleaños atrasado a Emilita) pero quería terminar tu Puig, cosa que hice anoche. Es excelente. Tu mejor libro. Lo leí palabra por palabra, «giro del pensamiento» por «giro del pensamiento», y era como si lo estuviera escribiendo yo. Identificación total. Se me ocurre que tiene algo de «último libro», como si fuera tu despedida de la ortopedia de la literatura y ahora salieras a una temática más amplia. Como si tu etapa de crítico literario hubiera sido un aprendizaje, como en tu querido Barthes cuando se puso a escribir sobre el amor, la fotografía, él mismo, la civilización. Este libro mismo, si lo sacás a Puig, la excusa de Puig, ya es uno de esos tratados del alma que escribían los moralistas franceses, de La Bruyère a Stendhal, persiguiendo sutilezas y repliegues de los secretos de nuestras vidas». (2006:210)
La intransigente moral de la forma que rige la escritura de Giordano (la única moral que sus textos respetan) se deja leer en ciertos pasajes de algunas entradas en las que se explicita su proyecto intelectual: ese que se reconoce en la errancia que lleva de Roland Barthes a Maurice Blanchot y a Jacques Derrida pasando por una apropiación singular del psicoanálisis. En el caso de este último libro, otra vez la comparación con Derrida resulta apropiada: así como el francés ensaya el juego de publicar aparentes notas sueltas estampadas en tarjetas postales (cf. Derrida 1980), Giordano ensaya el juego de convertir en libro su diario, primero llevado en un cuaderno y luego en Facebook. Como Derrida con sus advertencias preliminares (1980:7–10), un epígrafe de Iñaki Uriarte funciona a modo de alerta: «“de lo que se trata al tomar estas notas es de imaginar que su autor va a sobrevivirse un poco”». Y sigue: «“Y encima con buen aspecto, porque soy consciente de que cualquiera de esos apuntes tiene algo de aquellos tramposos cien mil escudos que, según cuenta Chamfort, legó un santo para que se invirtieran en su canonización”» (9). También como Derrida (1989, 1998), la fantasía de que la literatura permite «decirlo todo» sin pretender legislar, estimula agudos planteos sobre cuestiones controversiales del campo académico y, puntualmente en el caso de Giordano, sobre los estudios literarios. Así por ejemplo, en la entrada del 21 de noviembre de 2014, bajo el título incisivo de «Pequeños milagros», se lee:
21 de noviembre
Pequeños milagros
El domingo pasado, en el suplemento cultural de Perfil, una reseña sorprendente de Matías Serra Bradford sobre Arforum de Aira. Sorprende que todavía se puedan escribir reseñas tan buenas (joyas del arte de la conversación literaria) y que todavía queden aspectos de Aira por descubrir («su gracia fulminante para decir algo afectuoso»). (18)
Es complejo sustraerse, después de semejante veredicto, a la tentación de no escribir más reseñas, salvo que quien lo haga tenga la certeza de estar a la altura de tal parámetro. También el veredicto opera como una suerte de aguijón que «solicita» (en el sentido derrideano de «hacer temblar») el sentido de cada reseña por–venir. Un mandato similar al que, otra vez, Derrida (se) imponía para los prólogos (ese otro género que repasa lo que un texto le hace al conjunto en el que se inserta) y para la escritura en general: no escribir si no se tiene la seguridad de agregarle algo al texto sobre el que se vuelve (cf. Derrida 1972b). Dirá Giordano, siguiendo una máxima de Horacio González: «“no escribir sobre ningún problema si ese escribir no se constituye también en problema”» (99). Esta economía implacable se administra desde una concepción desesperada del tiempo, el único bien del que se tiene derecho a ser avaros (Derrida 1991a, 1996), debido a su carácter irrecuperable e inacumulable. En definitiva: para que una reseña o un prólogo merezca la inversión en su lectura es necesario que, al menos, proponga un desafío equiparable al que genera el texto que desencadena su formulación.
En la entrada del 25 de noviembre del mismo año se revela la disputa entre los guardianes del campo literario y los que, incurriendo en él, se instalan profesionalmente en el campo académico. Vale la pena reponer la escena que, bajo el título «Otra profesión de fe», remite a aquella otra publicada al final de su libro del 2006 y que no sólo traduce en clave narrativa una defensa del lugar desde el que se enuncia sino que también redobla la exigencia respecto de quiénes y en qué circunstancias están habilitados a cuestionar. Otra vez, como Derrida, sólo quien trabaje desde la contrasignature (Derrida 1984, 1991b) puede hacerlo (una restricción que deja, se sabe, a pocos participantes en el juego):
25 de noviembre
Otra profesión de fe
Larga conversación de café con un amigo poeta. Expone su rechazo a las complejidades, que juzga superfluas, de la crítica literaria que practicamos en la universidad, también a los criterios, que juzga caprichosos o conservadores, con los que elegimos sobre qué autores escribir. Sin ganas de polemizar, confirmo, mientras lo escucho, lo que suelo repetir en clase: que las únicas impugnaciones interesantes de las estrecheces de los estilos académicos son las que ensayan los críticos que también son profesores, cuando sienten la necesidad de desbordar los límites del sentido común teórico para poder seguir escribiendo. Ni las recusaciones en términos generales, ni las foráneas (las de los escritores y periodistas que se resienten por lo que sobrevaloran como falta de legitimación), suelen resultar interesantes, rara vez introducen algún argumento que dé que pensar, incluso si se coincide con el diagnóstico. (19)
Igual de exigente es con las prácticas de profesores y estudiantes. En la entrada del 29 de noviembre, «Homenaje a Nicolás Rosa», la deuda con el maestro se tramita en términos de proyección. Como con casi todo lo que se aprehende, se necesita un tiempo que va mucho más allá del fin de toda escena de enseñanza posible porque, precisamente, para que se produzca el aprendizaje se requiere, por una mezcla de fascinación e inseguridad, la clausura de la posibilidad de ser fagocitado:
29 de noviembre
Homenaje a Nicolás Rosa
Cuando alguien mencionaba un episodio de la vida cultural que le resultaba interesante pese a su trivialidad, Nicolás interrumpía la conversación con una secuencia memorable: «Yo sería capaz de hacer un análisis semiológico de...» (lo que se hubiese mencionado; por ejemplo, el concierto de Queen en Rosario en 1981). Como notábamos que el énfasis no recaía en los misterios de lo trivial, sino en la potencia explicativa del yo, la arrogancia despertaba fastidio, sorna y, en el mejor de los casos, arrebatos paródicos (...). Todavía no sabíamos que sin arrogancia no hay función intelectual, ni habíamos experimentado la exuberancia de nuestra propia voluntad de dominio.
Ahora que lo recuerdo después de tantos años, y tantos años después de que murió Nicolás (tal vez algunos maestros sólo pueden ser elegidos post mortem, cuando el discípulo siente que ya no corre peligro), la profesión de fe semiológica por amor a sí mismo me despierta ternura y espíritu de emulación.
Yo sería capaz de hacer un análisis gramatológico de la notable versión que hicieron Dani Umpi y Ale Sergi de un clásico de nuestra cultura sentimental, ¿Quién extenderá tu cama?, del olvidado, y acaso olvidable, dúo Candela (alguien la acaba de colgar en su muro). El ritmo (¿tecno?) suplementa las carencias del original y le imprime a la cursilería, nuestra legítima cursilería, una intensidad exorbitante. La tensión espléndida entre la voz irónica de Umpi (de qué hablamos cuando hablamos de camp) y la voz gloriosa de Sergei remedia y transfigura el monologismo ñoño de la versión de Candela. Ni siquiera lo trivial es idéntico a sí mismo. (20–21)
En mis trabajos sobre enseñanza de la literatura empleo frecuentemente la palabra «transferencia» sin demasiadas explicaciones: el eros que llamaría «teórico» y que se despierta por el deseo de apropiarse del saber del otro es una de las claves para que se pueda aprender. Es sin duda la biblioteca psicoanalítica la que lo lleva a Giordano a cuidar, con extrema prudencia, la necesaria distinción entre lo que alguien enseña y lo que otro aprende sin desatender las responsabilidades de los sujetos involucrados en una y en otra práctica. Sin esas pretensiones, y probablemente muy a su pesar (su deseo de escapar a las «opiniones formadas» no sólo se explicita sino que se actúa vía las recurrentes apelaciones a la ironía y al humor transidos de escepticismo), hay un pequeño tratado didáctico en la entrada «Aprender/enseñar» fechada el 4 diciembre de 2014:
El éxito de un seminario depende menos de lo que el profesor tenga para enseñar de lo que los estudiantes puedan aprender (...) El profesor puede tener poco para transmitir, dos o tres ideas interesantes y modos no siempre sutiles de exponerlas, pero si un estudiante se las apropia activamente, y las pone a jugar en contextos que el profesor ignora o desconoce, para amplificar sus resonancias o impugnar sus pretensiones, el aprendizaje habrá sido provechoso. Sólo si hay apropiación activa, puede haber aprendizaje. El profesor, sus ideas y sus modos no habrán sido más que la ocasión. (Se parece bastante a lo que ocurre durante el análisis. (25)
Hay también una ética de la práctica que continúa los postulados deleuzianos que marcan la producción de Giordano desde el inicio. En la entrada del 26 de diciembre, «El feriado del profesor», la apuesta por las «pasiones alegres» tiene, para muchos de los profesores de mi edad que enseñamos e investigamos desde el Litoral, el eco de Dina San Emeterio y su recomendación institucional más sabia: «jugá con los que juegan». La visibilización de los campos (académicos, artísticos e intelectual en general) como espacios de lucha toca hasta al muy filológico Antoine Compagnon que en sus clases del Collège de France durante 2017 recobra a Pierre Bourdieu (1992, Carles) para comparar el trabajo intelectual pero también el artístico con las prácticas de los deportistas y, muy en especial, con las del box y las del yudo. Los credos deleuzianos que se activan en esta entrada son los mismos que Giordano nos enseñó a leer, prácticamente desde sus primeros libros con sus envíos a Spinoza, filosofía práctica (Deleuze). La pregunta sobre lo que puede un cuerpo en las instituciones resuena otra vez: «Lo bueno tiene lugar cuando un cuerpo compone directamente su relación con el nuestro y aumenta nuestra potencia con parte de la suya. Lo malo tiene lugar cuando actúa como un veneno que descompone la sangre» (Deleuze:33). Entre estas metáforas y las deportivas se apuntan estas notas desprendidas de los subrayados de un diario durante la rutina diaria marcada por la lectura en un café:
26 de diciembre
El feriado del profesor
En el suplemento Espectáculos de La Nación, una entrevista a Daniel Veronese, que estrena obra. Intenta que los actores que dirige se sientan queridos, porque los quiere. «Si no, no podría trabajar con ellos. Jugás con quienes están bien, si estás peleado, mejor te vas a tu casa. Es fundamental que sean buenos actores, pero también que sean buenas personas. No les gusto a todos y soy bueno con la gente que es buena… y odio también a mucha gente, de esa me alejo». Para no entristecer ni amargar el juego de la investigación y la enseñanza, los vínculos académicos deberían regirse por los mismos principios éticos. Si los amas, acrecienta sus potencias. Si los odias, apártate. (35)
La bio–grafía expone, junto a trabajos de duelo y amorosos legados transferenciales, el papel de la lectura y de la escritura en la constitución del yo: aspecto que, al menos brevemente, quisiera mencionar por su incidencia en las figuraciones sobre la vida profesional armada desde una lógica reticente a «las opiniones formadas» y propensa al humor y a la ironía como formas de intervención. Por ejemplo, en la entrada del 24 de enero de 2015, «Apuntes sobre críticos y crítica», explicita las claves éticas y políticas de sus posteos en Facebook (no muy diferentes de las que regulan sus clases y sus escritos en general): «Si es por jugar, elegimos, sobre todo en Facebook, las estrategias del escepticismo y la ironía, las de la crítica disuasoria, juego político en el que interesa menos reforzar los puntos, que destejer las tramas ideales y creencias pretendidamente superiores» (62).
La preocupación por escapar a esa forma cristalizada y paralizante del sentido común derivada de las «opiniones formadas» y de su sanción moral aparece en varias entradas en las que se vuelve sobre las maneras de intervenir en la conversación que se intenta generar, tanto desde las redes como desde la escritura en general. Por ejemplo, son las reacciones en Facebook inmediatamente después del atentado a Charlie Hebdo las que provocan su contraste con el «programa ético» de César Aira (ese al que recurre en toda su producción) y con su propio programa que regula, prácticamente sin intermitencias, el conjunto de sus acciones:
Florianópolis, 8 de enero
No soy Charlie porque no sé quién soy
Mucho antes de tratarlo personalmente, incluso antes de leer La luz argentina y Ema, la cautiva, conocí a César Aira por las respuestas a una entrevista que se publicó en el número 1 de Pie de página, en 1982. «Nunca usaría la literatura para pasar por una buena persona». El título de la entrevista, tomado de las declaraciones de Aira, esboza el programa ético que podría seguir un artista al que le interesase no limitar las potencias de lo ambiguo identificando sus experimentos estéticos —antes, durante o después del proceso— con tal o cual valor moral. La apuesta es extrema porque supone renunciar a cualquier forma consensuada de reconocimiento (las distintas formas de visibilidad que una cultura instituye como estimables), librarse a la errancia solitaria por lo desconocido, como si importara más descubrir ocasiones para probarse (¿qué puedo?, ¿qué me limita?) que negociar con las expectativas de los otros (¿cuánto valgo?).
Aunque entiendo que su existencia depende, en buena medida, de compromisos morales que se reproducen según la retórica del juicio, me gusta pensar que la crítica literaria (la estética, la cultural) también podría responder a un programa incierto, sostenido, precariamente, no en un único postulado de base: la inconveniencia de que el crítico se empeñe en pasar por una buena persona, de que triture las posibilidades del propio pensamiento escrito —acaso ínfimas, pero todavía desconocidas, es decir, inapreciables— a favor de una buena imagen cautiva de intereses ajenos. (49)
Los mismos credos se reiteran cuando le cuenta a este escritor el proyecto de este libro en un café de Buenos Aires en enero de 2015. En la entrada «Encuentro con un amigo (final)», se leen no sólo las claves de este juego sino también su continuidad con los proyectos anteriores, centrados en el ensayo, la auto–bio–grafía y las escrituras del yo:
Le cuento de un improbable proyecto en Facebook, Los domingos del profesor. (...) Los domingos del profesor tendrían que ser ascéticos: un ejercicio de la elipsis en todos los niveles —suprimir las conjunciones, las transiciones; interrumpir y no concluir; sugerir sin presentar; afirmar y no ofrecer pruebas. Lo curioso, digo, y él asiente, es que esas mismas son las técnicas del ensayo como forma (...). Lo que más conspira contra el intento de depuración sintáctica es la inclinación a la elocuencia —¡las opiniones formadas!— que caracteriza a la función docente (un profesor es alguien a quien le sobran razones y le falta elegancia estilística). (56)
Pero sobre este punto hay entradas de otro orden: el encuentro del Diario de Ángel Rama en una librería de Montevideo tiene el carácter de «acontecimiento» por sus repercusiones en los días de quien escribe (me apuro en aclararlo: no hago foco en el costado laboral de la anécdota porque me inclino a pensar que, porque hay pathos y hay fervor y hay deseo, eso que pasa en el día a día del trabajo se hilvana, como en los sueños, delicada, peligrosa y misteriosamente, a nuestra vida misma): «No me canso de repetir, porque es verdad aunque exagero, que la lectura de ese diario, que comenzó en Buquebus de regreso a Buenos Aires, cambió mi vida profesional, diría que afortunadamente» (22). Con igual tensión se figura la escritura de este libro: Los diarios del profesor fue la ocurrencia temprana de Enrique Anderson Imbert que a Giordano le hubiera gustado como título para esa colección de notas que emergieron como escape al extravío que le provocaba la frecuentación de una casa de fin de semana: «era domingo y me sentía perdido», confiesa en la página introductoria al libro. «La distancia con los hábitos y el paisaje urbanos» lo llevan a iniciar ese «cuaderno de apuntes que enseguida tomó la apariencia y cumplió las funciones de un diario personal» (13) para derivar en algo que va mucho más allá. En principio, si creemos en sus figuraciones, en una suerte de archivo de los «matices» de ese proceso de convalecencia que siguió al «tiempo de la enfermedad» y que pareciera hacer lugar al «tiempo de la improvisación»: «cómo mantenerse a flote en la proximidad de un remolino» (284). Esta es la frase en parte inasible que cierra el libro mientras crea la expectativa por lo por–venir.
Si se analiza con detalle, con la publicación de este diario, o dicho en términos más precisos, con la transformación del diario de Facebook en libro, se podrá advertir la intervención en dos problemas más que, resueltos desde los saberes del campo, surten efectos que lo desbordan.
Uno de esos problemas interroga cómo se escribe: ¿cómo hacer para que el pensamiento que emerge a partir de la conversación literaria que se traduce a escritura no se interrumpa a causa de la estabilización o de la burocratización de los protocolos (disciplinares y/o académicos, en general)? Esta pregunta se enreda con otra asociada, por fin, a la construcción teórica: si Derrida pudo, por más que nunca lo reconociera, producir una teoría a partir de su repetido gesto, cada vez, en cada libro, de escribir sus sutiles lecturas, por qué no leer en el también pragramatológico y reiterado gesto de Giordano un devenir similar. Se observará que incluso sólo en los pasajes más marcadamente transidos por el humor y la ironía, se deja entrever una deuda con este tipo de asedios y un reconocimiento, siempre velado, de prácticas en este orden:
25 de noviembre
De la gramatología
A Emilia le irrita que ponga punto final a los mensajes de texto. Cuando le pregunto la razón, le cuesta explicarlo —por el enojo, no porque le falten destrezas para la discusión. Supongo que el punto final, en esos contextos informales, le resulta cortante, casi una descortesía.
Pienso usar esta referencia, pasado mañana, en un seminario sobre teoría de la escritura, para sostener la irreductibilidad de lo grafemático a lo fonológico. Derrida + Gossip girl: los caminos de la deconstrucción son insondables. (20)
Si se mira con detalle, la lectura con escalpelo a la Derrida atraviesa su obra y, como en el caso del francés, en las dos series de producciones que marcaron la agenda del campo en Argentina, es decir, las del ensayo y las de los diarios de escritores, se producen conceptos que luego se repican en incontables trabajos que van desde programas de cátedra universitarios y planes de investigación presentados en los más prestigiosos organismos estatales hasta libros y logrados y también sólo pretendidos ensayos. No me distraje: vuelvo a sus textos previos para recordar hasta qué punto los «bucles extraños» (Hofstadter) que genera su escritura hacen pasar desapercibidos estos momentos en que se esboza la conceptualización. Así en su ensayo sobre el Diario del duelo de Barthes incluido en La contraseña de los solitarios, señala:
Por diario de escritor entiendo, cuando salto de la evidencia empírica a la arrogancia conceptual, un diario que, sin renunciar al registro de lo privado o lo íntimo, expone el encuentro de notación y vida desde una perspectiva literaria y desde esa perspectiva se interroga por el valor y la eficacia del hábito (¿disciplina, pasión, manía?) de anotar algo en cada jornada. (93)
Reconocer allí, entre otros fragmentos que no voy a recopilar, una teoría sobre los diarios de escritores supone inscribir esta toma de posición en la controversia alrededor del ambivalente concepto de teoría. En el Workshop «Teoría y literatura», un encuentro animado por el propio Giordano y celebrado en la Universidad Nacional de Rosario en agosto de 2017, dos textos se enroscan en una discusión plagada de envíos: los ensayos de Judith Podlubne y de Graciela Montaldo (2014) publicados en esta misma revista se ponen en el centro de una contienda que trae conjeturas de Marcelo Topuzián, Florencia Garramuño, Josefina Ludmer y el propio Giordano (2017), entre otros. Como acontece con el concepto de «literatura», la imposibilidad para estabilizar una definición es lo que potencia el debate desatado a partir de la puesta en discusión del borrador de una investigación diagramada por Montaldo (2017).
Es justamente a partir de ese estado de las cosas que puede reconocerse en el devenir de la producción de Giordano la composición de una teoría que enmarca su práctica: así como sus planteos sobre el ensayo volvían sobre sus asunciones de escritura (es el ensayo y no el paper el formato elegido para sus operaciones críticas), sus formulaciones sobre los diarios de escritores caen sobre El tiempo de la convalecencia.
Finalmente, el último problema sobre el que el libro interviene es el que, con seguridad, Giordano desconocerá si lee en algún momento esta reseña. No porque desestime su importancia sino porque no reconoce, como ya lo hizo en ocasiones previas (Giordano 2015b), ninguna incidencia de su trabajo en su entramado. Sin embargo, los «efectos de campo» (Bourdieu 1985) de su firma, sobre los que también he escrito en incontables ocasiones, no son para nada despreciables y convendría tomarlos en consideración toda vez que se analizan posiciones respecto de la circulación de las ideas. Posiciones que, cabe resaltarlo, se escudriñan a partir de las prácticas de los agentes más allá de sus declaraciones.
Para caracterizar el «caso Giordano» es necesario reponer algunas tensiones del campo. Me apuro en aclararlo: dejo para otra oportunidad el análisis del documento que el CONICET hizo circular entre sus investigadores entre febrero y setiembre de 2017 en vistas a discutir el plan que sus autoridades pergeñan para los próximos años. Lejos del capricho, mis razones para resistirme a entrar en una conversación tramada desde un documento tendenciosamente elaborado desde una lógica empresarial que parte de una concepción maniquea, banal y estereotipada de la figura del investigador son estrictamente profesionales: si ese documento no amerita otra posición que el rechazo de plano, al menos por quienes desde las humanidades y las ciencias sociales, investigamos sobre temas que rozan los puntos que el organismo simula someter a discusión, es justamente por los saberes específicos sobre los que sustentamos nuestra posición (no vamos a poner en valor nuestro trabajo en los términos del metalenguaje propenso a la desfiguración des–historizante que ese documento patrocina). Sí importa reflexionar respecto de la toma de posición que este libro, junto a sus preliminares entradas en Facebook, asume respecto de las políticas globales de producción, evaluación y circulación del conocimiento del campo de los estudios literarios: frente a la compulsión a la escritura de papers, declinados en inglés y publicados en circuitos mainstream (cf. Beigel), Giordano traduce a libro publicado en una editorial independiente de Argentina sus posteos de Facebook, obviamente escritos en su lengua materna. Sin hacer de esto una bandera, sus prácticas lo inscriben en ese activismo ejercido con tesón por Elvira Arnoux (2006, 2016) toda vez que batalla por la defensa del derecho a producir en la lengua desde la que podemos desarrollar pensamiento. Pero a la vez su toma de posición excede el asunto lingüístico para inscribirse en el debate contemporáneo sobre las lógicas actuales de circulación internacional de las ideas (cf. Sapiro 2009, 2013). Un debate que requiere, para no ser englutido por las trampas del «capitalismo científico» (Collyer), la atención a los contextos de producción: a pesar de trabajar como investigador del organismo científico más prestigioso de Argentina, Giordano resiste la parte de sus lógicas que inmovilizarían su trabajo, que lo volverían programa–previsible y programático. Es así que, a la recomendación de una comisión de pares de aumentar su producción de publicaciones en revistas tipo 1 de alcance internacional, responde con este encadenamiento de perfomances: primero sube su diario a Facebook y luego traduce ese poco convencional experimento a libro. Me apuro en aclararlo: casi totalmente a salvo de las dicotomías, las conjunciones heterodoxas y desacralizantes dominan el conjunto. Así caen juntos Cerati y Los Redondos, Beatriz Sarlo y Horacio González, Fabián Casas y César Aira, Keith Jarret y Miranda!, «Derrida + Gossip girl» (20) pero también, y este punto interesa para lo que quiero fundamentar, crítica académica y cultural, investigación y arte, crítica y literatura. En las entrelíneas, se lee una teoría sobre la literatura, su investigación y su enseñanza sostenida en un poco ortodoxo y por ello mismo convincente entramado ético–político: como en el humor de Capusotto, como en las interlocuciones desencantadas (nunca cínicas: demasiado dolor para ese borde) de Jep Gambardella en La grande bellezza, los argumentos más astillantes se esgrimen desde una prosa que fastidia por lo desasido que deja a quien sigue la escena en la que se introducen. No es fortuito: no hay solución, no hay respuestas, no hay fórmula, no hay metodología. Esta ausencia obedece a su construcción: esta teoría se desprende de una vuelta reflexiva sobre el propio trabajo, nunca divorciado de la vida misma con su intensidad, su precariedad, su irremediable arrojo y, por eso mismo, su inquietante in–certeza.
(Nota al margen: así como Giordano coloca «un librito de Alexandre Koyré, Reflexiones sobre la mentira (traducción de Hugo Santiago y prólogo de Juan B. Ritvo: el dúo más mentado)» (216) en el estante de «autoayuda» de su biblioteca, hago lo propio con El tiempo de la convalecencia: las causas se anudan a la identificación con sus credos éticos y con su modo de habitar el «mundillo»; más allá de ciertas generalizaciones respecto de los practicantes de la tribu sociológica de la que, por ahora, me siento parte, no tengo dudas de que este libro es el que elijo, junto a otros de Jacques Derrida, Avital Ronell y de Anne Dufourmantelle para explicar–me, al menos en parte —siempre sólo en parte— las razones y las sin–razones de las pasiones alegres y de las mezquinas pasiones tristes que afectan esa parte de nuestra vida enlazada al trabajo en la «academia»; misma serie que elijo para volver sobre los avatares del amor y el desamor, el odio y la amistad, la vida y los riesgos, las pérdidas y los duelos: algo del saber sin pretensiones, desplegado en géneros marginales atrapa, paradójicamente, a causa de la profundidad lograda desde una deliberada indefensión —¿cómo no volver aquí sobre la imagen del erizo cruzando una ruta en Che cos’è la poesia?, otra vez, de Derrida?—).
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Notas↑
Esta ambivalencia se desprende de las marcas del trabajo académico en el diario que además, subido a Facebook, tiene como evidentes destinatarios a quienes participan del campo: me refiero concretamente a algunos pasajes en los que se cuela, en estilo americano, el dato de publicación del texto que se menciona. No obstante, no hay bibliografía final: un procedimiento que Horacio González, figura tutelar en la conversación que Giordano plantea alrededor del ensayo, había propiciado en Restos pampeanos con una justificación incrustada en la sección «Bibliografía» que constituye, en verdad, un pequeño tratado sobre el ensayo: «Quizás un ensayo es el pensamiento en estado de pretexto y descuento. Pretextamos un descuido en el orden, porque es una forma de decir que no sabemos si hay un orden encubierto en nuestro aire incidental; y descontamos lo que podríamos haber dicho explícitamente, porque buscamos la elegancia de un vacío lleno de insinuaciones. Es así que ha quedado despejada esta sección bibliográfica» (435). Ni que decir tiene la ausencia de referencias en Glas, también debidamente analizadas teóricamente por Derrida (1977). En definitiva: este efecto de diseminación acrecienta la potencia de este nuevo libro de Giordano para interrogar cómo escribimos desde las humanidades y desde las ciencias sociales (una pregunta que también Derrida planteó desde un doble ángulo, es decir, desde textos declarativamente centrados en el problema como desde performances donde ponía en acto la pregunta a partir de su escritura).