Sobre: Cuando la ciencia despertaba fantasías. Prensa, literatura y ocultismo en la Argentina de entresiglos, de Soledad Quereilhac.

Buenos Aires: Siglo XXI, 2016.

Para citar este artículo: Martinez, Luciana (2018). «Sobre: Cuando la ciencia despertaba fantasías. Prensa, literatura y ocultismo en la Argentina de entresiglos, de Soledad Quereilhac». El taco en la brea 7 (diciembre–mayo),217–220 Santa Fe, Argentina: UNL. DOI: https://doi.org/10.14409/tb.v0i7.7368

Luciana Martinez

Universidad Nacional de Rosario – CONICET, Argentina

lmartinez@iech-conicet.gob.ar

La materia en cuestión

En ese texto fundante que es La estructura de las revoluciones científicas, Kuhn define por primera vez la «ciencia normal» como una institución cuyo paradigma dominante circunscribe en un momento histórico dado un modelo explicativo sobre el mundo. En ese escenario, la cosmovisión que instaura la ciencia normal no sólo intenta moldear los fenómenos de la naturaleza para que ingresen sin rispideces en su esquema explicativo, sino que necesariamente acalla y relega a los confines del campo epistemológico toda una serie de paradigmas alternos o menores que no gozan de legitimidad. De esto último ya no se ocupa Kuhn, que por momentos trata la historia de la ciencia como una alternancia de paradigmas cuya dinámica de reemplazos respondería netamente a un agotamiento conceptual, sino que puede (y debe) completarse a partir de Bourdieu: la conformación de la ciencia normal se corresponde en gran medida con la dinámica interna del campo intelectual, cuyos productos culturales se disponen según grados jerárquicos. Pero la ubicación diferencial dentro del campo intelectual y del arte se traduce, ya en el ámbito científico, en la radicalidad de un dentro y fuera de la ciencia normal, una vez que ésta se ha constituido y estabilizado. Un paradigma se vuelve soberano; el resto, aquellos que perdieron la batalla cultural, permanecen subrepticios, latentes en el genotipo de la historia, esperando una posibilidad de redención. No será, seguramente, dentro de las inmaculadas arcas de la ciencia, pero puede que en ocasiones encuentren vías subterráneas de expresión.

Luego o antes de su legitimación, fuera o dentro de la ciencia normal, lo cierto es que existe un momento crucial en el que los paradigmas se vuelven un hecho de lenguaje, momento en el que comienza lo que Soledad Quereilhac entiende es la construcción de «lo científico». Se trata del proceso de vulgarización que marca, nada más ni nada menos, la «sensibilidad (cultural) de una época» (retomando, con Quereilhac, a Raymond Williams) en cuanto a la ciencia. La ciencia ingresa como lenguaje en la vida social y determina la aparición de toda una serie de imaginarios que, como bien argumenta Miguel de Asúa en el notable artículo que se incluye en el dossier «Imaginarios de la ciencia» de este número, la historia muestra que han estado al servicio de apuntalar intereses particulares y/o políticos que poco tenían que ver estrictamente con la divulgación de contenidos científicos. En este sentido, ese despertar fantasías de la ciencia (en la literatura) viene acompañado de su polémico revés: los imaginarios culturales o fantasías suelen ser incluso más determinantes que la ciencia misma en la conformación de ontologías culturales. La construcción de la realidad es también un hecho textual que opera, fundamentalmente, por procedimientos que son ficcionales. Desde aquel hito epistemológico que se popularizó en el campo de las humanidades como «giro lingüístico», a partir de las formulaciones de Hayden White, Foucault, De Certeau y tantos otros, hemos quedado definitivamente advertidos al respecto.

Ahora bien, si se les otorga un renovado y destacado papel a los recursos de la ficción, es de esperar que la literatura misma, desde siempre fascinada por la ciencia (en este sentido, no puedo sino coincidir plenamente con Soledad), ocupe asimismo un rol esencial en la vulgarización o construcción cultural del imaginario científico. Porque incluso antes del mencionado giro lingüístico, tempranísimamente, Tinianov había puesto en el foco (en su texto clásico sobre la evolución literaria) la capacidad de la literatura de producir ontologías: no sólo es la vida social la que ingresa al imaginario literario, sino el imaginario literario el que afecta los derroteros de la vida social. Desde las teorías de la recepción, es posteriormente H. R. Jauss (en La historia de la literatura como provocación a la teoría literaria) el que se encargará de recoger el guante y circunscribir los ejemplos paradigmáticos del caso: la desafortunada moda de suicidios en Alemania de la mano del romántico Werther de Goethe y las repercusiones que sobre los cánones morales franceses (y no sólo sobre los estéticos) supuso la publicación de Madame Bovary en el siglo XIX.

Por eso, el primer gran acierto de Cuando la ciencia despertaba fantasías. Prensa, literatura y ocultismo en la Argentina de entresiglos es proponer, sin atender los pruritos de falsas contradicciones, un análisis sobre un corpus que reúne tres tipos de textualidades que habrían sido medulares en la construcción de «lo científico»: la divulgación periodística de temas científicos, los textos de raigambre teosófico–ocultista que intentaban vincular sus propios temas con los de la ciencia y las ficciones fantásticas de tópicos cientificistas.

En esa arena epistemológicamente incierta que fue el período de entresiglos, en el que tanto la teoría de la relatividad como la mecánica cuántica comenzarían pronto a erosionar el paradigma de la ciencia materialista clásica, las textualidades periodísticas, destinadas a un nuevo público masivo de lectores en formación, tendieron a explorar las potencialidades informativas y de entretenimiento de la «novedad científica» y del «caso raro». La labilidad de los límites de la ciencia normal durante el período habilitó indudablemente el ejercicio imaginativo, incluso desde las filas de la prensa; hecho que se vio reforzado por la circulación de paradigmas alternos, cuya legitimidad estaba aún por definirse durante el período de entresiglos.

De alguna manera, la nueva ciencia que comenzaba a despuntar, alejada de las máximas del empirismo (es decir, de la posibilidad de que los presupuestos de la ciencia estuvieran en sintonía respecto de la constatación empírica del lego), abrió necesariamente la puerta a ciertas especulaciones que ponían en cuestión los límites del concepto clásico de materia. En el contexto de incipiente circulación de teorías como la del inasible éter y los rayos X (amen de aquella del ubicuo «inconsciente» freudiano), y del avance en descubrimientos sobre microbiología y en materia de producción cinematográfica (que sin duda abrió un debate, si no al menos toda una serie de fantasías, en torno al estatuto ontológico de la imagen), cobraron relevancia corrientes espiritualistas que intentaron convalidar su sistema de creencias a partir de las nuevas teorías. Si la ciencia se movía hacia el terreno de lo inmaterial, todo aquello considerado como sobrenatural podía ser paulatinamente incluido en el terreno de lo natural, gracias a la expansión de sus dominios.

Así, desde las publicaciones de las corrientes teosóficas y espiritualistas se especulaba sobre la posibilidad de que las nuevas herramientas de la ciencia significaran la final constatación de la existencia material del espíritu; o al menos de aquel fluido que según las teorías mesmerianas de ataño sobre el magnetismo animal sería la sustancia esencial que mancomuna a todo sujeto y objeto del universo que, erróneamente, observamos escindido. En este contexto, la ciencia positivista sería o bien complementada (como pretendía el espiritualismo) o bien reemplazada (según las intenciones de la teosofía). Pero fuera cual fuese su propósito específico, se trataba de imponer desde estos espacios una trascendencia respecto de los presupuestos del paradigma materialista clásico que halló su fundamento medular en la dicotomía sujeto–objeto. Porque sólo así sería posible dar explicación a fenómenos que, por ejemplo, la teosofía consideraba propios del terreno de la telepatía y la telequinesis, expresiones que, según Lugones, representaban el germen de una evolución de las facultades del hombre dotado.

Este criterio inestable de realidad, que fue el resultado de aquel período de reorganización de la ciencia normal, habilitó, no obstante, un cruce y hasta una simpática convivencia. No sólo figuras del ámbito científico y académico (como el ya mencionado Lugones) incursionaron por los círculos teosóficos y espiritualistas, cuyos temas desfilaban además junto con los saberes positivistas por la prensa, sino que todos estos paradigmas encontraron un espacio de fructífera reunión en la literatura. Las fantasías científicas de Holmberg, Lugones, Quiroga, Chiappori, son para Quereilhac perfectos exponentes de «ideologemas» narrativos (concepto que toma de Jameson) que alojan ese sincretismo positivo–ocultista a partir del cual se esbozan soluciones simbólicas a un problema histórico en torno al estatuto de la materia. Por eso, sus protagonistas son siempre figuras bifrontes, científicos–escritores que ofician de médiums y que, cruzando el límite de lo posible, logran la constatación científica, por ejemplo, del fantasma de Nelly en el cuento clásico de Holmberg, o la del doble astral en algunos relatos de Quiroga o Lugones. Es en este sentido que Quereilhac afirma (junto con Sandra Gasparini) que las fantasías científicas, lejos de manifestar la oscilación que Todorov reconoce (y que luego retoman bajo diferentes conceptualizaciones Ana María Barrenechea, Rosalba Campra y otros) en el género fantástico del siglo XX, ensayan explicaciones sobre fenómenos considerados «sobrenaturales» a partir de la construcción realista de universos cuyos paradigmas fundantes reúnen en sí elementos del positivismo y de las ciencias ocultas.

Pasado el período de entresiglos, la socarronería con la que hacia 1920 Arlt se refiere a los círculos de la teosofía y el espiritualismo en Las ciencias ocultas en la ciudad de Buenos Aires habla de la derrota final de una pelea por la legitimidad dentro del campo epistemológico. En los confines remotos de la ciencia, ciertos problemas que recorrieron estas corrientes encontrarán, no obstante, su marginal lugar en las formulaciones de la parapsicología; al tiempo que hallarán una continuidad subterránea en la serie literaria, que seguirá alimentando la voracidad de su pulsión gnoseológica a través de la exploración ficcional de sus temáticas. Ya en las extendidas postrimerías del siglo XX, el cuestionamiento del concepto clásico de materia resurge en las reescrituras que Roque Larraquy hace del magnetismo animal y, evoluciona, no casualmente, apelando a las ficcionalizaciones de la mecánica cuántica (postergada consagración del paradigma de la inmaterialidad) que realizan Marcelo Cohen, Mario Levrero, Carlos Gardini, André Carneiro, y otros tantos escritores que dan cuerpo en su escritura a esa obsesión que la literatura ha tenido siempre por los problemas de la ciencia. En ellos lo que se encontraba latente, oculto, emerge nuevamente como fenotipo, como la posibilidad de una expresión.