El taco
en la brea
Volver

TeorĂ­a literaria latinoamericana en Argentina

Entre el ser y el siendo: identidad, latinidad y discurso11. Este texto apa (…)

Noé Jitrik

Universidad de Buenos Aires, Argentina

noelico@hotmail.com

Este trabajo, publicado originalmente en México, en 1986, expone una preocupación práctico–teórica central en aquel momento: cuáles son las tensiones que recorren la configuración de la literatura latinoamericana, determinando las claves de su «proceso constituyente». El texto discurre por dos de los caminos que tradicionalmente han seguido la historia y la crítica literaria. Por un lado, uno que actúa como si el surgimiento de la literatura de América Latina hubiese sido una construcción lógica y necesaria y, por el otro, el que a través de la acumulación de elementos concurrentes, de carácter explicativo, lee en ellos la base para que dicha construcción pueda darse. Asimismo, se sitúan algunos «rasgos de origen» ―intuiciones, esbozos de imágenes― que permiten elaborar una idea aproximada de los modos de configuración de este proceso desde «una acentuación» fuertemente argentina. Por otra parte, la expresión América Latina, es asumida en su carácter provisorio pero se arriesga sobre ella más de una interpretación.

Palabras clave: identidad / latinidad / discurso latinoamericano

Para citar este artículo:

Jitrik, Noé (2018). Entre el ser y el siendo: identidad, latinidad y discurso. El taco en la brea, 8 (junio–noviembre), 151–157. Santa Fe, Argentina: UNL. DOI: 10.14409/tb.v1i8.7763

 

Este trabajo tiene que ver, aunque de una manera sesgada, con una preocupación práctico–teórica permanente, a saber, cuáles son las tensiones que no sólo recorren la literatura latinoamericana en su configuración sino que explican también, poco o bastante, su proceso constituyente o, dicho de otro modo, cómo ha sido construida. Se puede suponer que en un abordaje de este tema la historia literaria y/o la crítica han seguido dos caminos: uno, dejarlo de lado y actuar como si tal construcción hubiera sido lógica y necesaria; otro, acumulando elementos concurrentes, de carácter explicativo, que pudieron servir de base para que tal construcción diera un fruto de reconocible identidad. En todo caso, lo más probable es que hayan evitado un finalismo, hegeliano diríamos, soslayando el hecho básico de que los países de formación reciente ―tal el caso de los latinoamericanos― bien hubieran podido prescindir de un proyecto semejante; pero como no lo hicieron y «quisieron» tener una literatura la pregunta subsiste y el modo de enfrentarla no necesariamente la responde, al menos con la suficiente fuerza.

De modo que, validado el intento, se tratará, en las páginas que siguen, de situar algunos rasgos de origen como si de su puesta en escena se desprendiera una idea más aproximada acerca del proceso. Intuiciones, quizás, esbozos de imágenes de las cuales se pueda desprender alguna anotación útil. Dado este carácter, no resultará extraño que los razonamientos que vienen a continuación tengan, por razones de competencia, una fuerte acentuación argentina, aunque lo que se desprende de ello no sea del todo excluyente de la similar problemática que afecta a toda la región, lo que llamamos América Latina, expresión que en este momento puede ser provisoria y acerca de la cual intentaré acercar en su momento alguna interpretación.

Para empezar, recordaré que Carlos Pellegrini, quien fuera presidente de la República Argentina después de la Revolución de 1890, cuenta en algún rincón de sus memorias algo en apariencia intrascendente: Valentín Alsina, designado gobernador de Buenos Aires en 1852, el primero después de la caída de Rosas, comía al mediodía en el patio de su casa, bajo la parra; su comida era elemental, probablemente, no tengo la cita, un puchero con papas, un menú que no era muy diferente del que gustaría Lucio Mansilla en la mesa del cacique Baigorrita unos años después, según lo narra en la Excursión a los indios ranqueles. Además, según Pellegrini, cualquiera podía golpear la puerta de Alsina y asistir a su comida y conversar con él mientras comía. Eso sí, vestía rigurosamente de levita como siguiendo las indicaciones vestimentarias codificadas por Sarmiento en el Facundo y que corresponden a sus distribuciones dicotómicas: la levita versus el chiripá, el pelo crecido y desmesurado contra la barba rasurada, etcétera.

Esa escena del patio de Alsina supone un modo de vida y suscita de inmediato un adjetivo: patriarcal. Que además el propio Sarmiento, en el Facundo, vinculaba a regiones sumamente atrasadas del planeta: a la Palestina o al Afganistán. Falta, desde luego, para que esta escena sea totalmente patriarcal, la prole, pero queda el gesto y la seguridad, un tono que me parece muy reconocible en diversas voces argentinas del siglo XIX.

La palabra «patriarcal» sufre, me parece, de una connotación muy firme. Su ámbito semántico es situacional. Remite a los viejos tiempos, pero también a toda ocasión en la que hay una distribución de papeles familiares reconocibles. Prefiero ver, personalmente, en el estilo de esta escena, otra cualidad que podría ser, y creo que lo es, mucho más productiva. Yo diría que la postura de don Valentín y sus hábitos, remiten a lo «criollo», adjetivo que implicaría no sólo una historia sino también una formación social determinada pero que despierta algunas preguntas impertinentes como todas las que atacan un supuesto saber incorporado: ¿qué es lo criollo? Y, correlativamente, ¿qué es lo criollo en la Argentina?

Me pregunto, además, si esta connotación argentina incluye o excluye el concepto caribe de la palabra «criollo». O sea, dicho de otro modo, si los rasgos que la conforman como connotación aparecen también en otras regiones: ¿es equivalente al «créole» haitiano o semejantes? Creo que no, pero, como soy literario y mis referencias son escritas, como leo para saber y no sé mucho y, justamente porque leo, la amenaza de las semejanzas aparece permanentemente y obliga a disiparlas o admitirlas. Por eso, quizás de una manera arbitraria o forzada me parece percibir una entonación similar a la que he señalado respecto de un argentino descollante del siglo XIX en las primeras páginas, reminiscentes, del Paradiso de José Lezama Lima, distante en el tiempo y en el espacio: actitudes corporales de la familia Cemí, maneras de la mesa, maneras de la conversación y, sobre todo, como en Alsina, un horizonte lingüístico, doméstico, familiar, cultural semejante. Diría, incluso, que las evocaciones que hace Manuel Payno en Los Bandidos de Río Frío, época de Santa Anna en un México en su inicial formación republicana, tienen la misma coloración. La sequedad del discurso del ambiguo coronel Baninelli, por ejemplo, la familiaridad altanera de su trato a los soldados, su horizonte referencial, todo me hace repetir la palabra «criollo» como calificadora de una manera o de un sistema de comportamientos que remiten a una identidad, común quizás a diversas regiones del continente.

Pero volviendo a Alsina, ese tono criollo, que doy por un hecho, por aceptado, y cuya existencia es naturalmente muy discutible, no se opone a una firme convicción cultural, que podríamos llamar «universalista». Porque Valentín Alsina es un unitario, es pos rivadaviano y, por lo tanto, es iluminista a la francesa, aunque con los lógicos e indirectos tributos a Locke y Adam Smith. Su mentor, Rivadavia, que era mucho más británico que él, había leído a Bentham y había creído en el panóptico, una institución muy recordada, tanto a propósito de la conversión de la antigua y famosa cárcel de Lecumberri en México en Archivo General de la Nación, como también de George Orwell, por su no menos conocida novela 1984 y las utopías carcelarias que ordenan su imaginario. En general, sin embargo, era Francia la que inspiraba, hacía amar la filosofía y el teatro y canalizaba utopías que no eran rousseaunianas porque todavía no era tiempo de individuos, y daba importancia a la letra escrita. Valentín Alsina, como su amigo Juan Cruz Varela, dejó de lado, sin menospreciarlos, los himnos neoclásicos e hizo crítica literaria. Las notas de Valentín Alsina al Facundo son ejemplares de una crítica literaria incipiente, sólida y profunda.

Lo criollo, por lo tanto, en esta dimensión, en esta escena, o en esta escenificación, no excluía lo universal pero implicaba una especie de confianza en lo que podríamos llamar un residuo histórico irrenunciable desde el que se miraba, se pensaba, se comía y se hablaba. No es Alsina el único ejemplar ni un cultor solitario de ese tono. Desde poco antes de la independencia y hasta fines de siglo, ese tono implica una suerte de clave de comprensión. Lo criollo, para empezar, es un mundo de supuestos y, por cierto, en lo político, un complejo e incluso contradictorio punto de partida. Quiero reiterar los ejemplos en el ámbito argentino: las memorias curiosas de Beruti rezuman la misma entonación: testigo de más de 50 años de historia, todo es visto con una mirada que, para no ser prolijo aquí, designaría como autonómica y que me parece que aflora en los versos de Guido y Spano: «No me importan los desaires/ con que me trate la suerte/ He nacido en Buenos Aires/ Argentino hasta la muerte».

Lo mismo podría decirse sobre la manera de verse y relatarse de Lucio Mansilla y aún, años después, de Victoria Ocampo, en la medida en que, como ocurría con Valentín Alsina, lo criollo no se oponía a lo europeo e, incluso, pretendía adoptarlo y aún mejorarlo o proponerse como un modelo superior respecto de lo europeo en determinados casos. ¿Y el primer Borges? ¿No se reconoce en él una cifra semejante, un fondo irrenunciable, un tono, y un horizonte de saber que lo modula o acaso lo disfraza?

Desde luego, para la Argentina, lo gauchesco o lo popular tienen indudablemente algo que ver con este carácter criollo y, en ese sentido, indicarían con relativa claridad histórica su fuente y su génesis, pero lo gauchesco y lo popular podrían ser vistos no como el campo total sino como una expresión parcial de un sentimiento o un tipo de comportamiento amplio, que es más bien posesión de lo que con el transcurso del tiempo va a ser rasgo de una aristocracia local. Precisamente por eso, la vieja protoaristocracia, que saca su ratio de lo criollo entendido como legítima propiedad, puede devenir oligarquía hacia el 80, puede ser capaz de sentir su proyecto como verdaderamente autonómico sin desmedro de uncirse, para usar una metáfora de tipo etrusco, al carro del imperialismo británico.

Lo que quiero señalar, viendo otro costado del tema, es que esa manera criolla de vivir es tan fuerte que lleva a los inmigrantes a adaptarse: ¿no es ésa la inflexión que tiene el por algo célebre Los gauchos judíos, de Alberto Gerchunoff? Demás está decir que ese movimiento de adaptación generó respuestas complementarias y antagónicas, expresiones xenofóbicas notorias, tan famosas como la matanza de los vascos de Tandil en 1872, finales de la presidencia de Sarmiento, y que para otra región Conrad comprendió muy bien en Nostromo, Colombia, Panamá, remotas controversias imperiales que se hacen territoriales. Escenas similares o situaciones similares, las xenofóbicas, pueden encontrarse en el siglo XIX y aun en el XX en otros países de América Latina. No quiero decir que esto sea ni constante ni totalmente episódico pero más me interesa destacar lo primero, la fuerza de una idiosincrasia que modela a los recién llegados y sufre, a su turno, escasísimas modificaciones, salvo el permanente rasgo o actitud de mantener un acorde, voluntariamente, con la cultura europea.

Desde luego, esto tiene que ver con el nacionalismo pero también con la situación colonial en la que lo criollo se forma; aun a riesgo de simplificar, diría que el nacionalismo resulta de un efecto de lejanía, acaso de abandono, lo que si en primera instancia implica una existencia anacrónica, por demorada, respecto del proceso de desarrollo central, a la larga engendra la asunción de una peculiaridad que se potencia en lo que se conoce como proceso de independencia. Dicha potenciación se da en todos los órdenes, desde el institucional, político, al urbanístico, pasando por el gustémico y el lingüístico y, como lo hemos sugerido, los modos de vida: son bien conocidas las reflexiones y observaciones que se han hecho sobre el particular.

Justamente, peculiaridad e independencia ―como fuentes de la entonación criolla― me retrotraen un tanto y me llevan a evocar esa instancia tan radical que preconizó en 1837 el joven y fogoso Juan María Gutiérrez; sostenía Gutiérrez en las jornadas del Salón Literario: si obtuvimos la independencia política respecto de España y si no existe tal independencia política sin independencia cultural y si la cultura tiene como vehículo el idioma, para ser realmente independientes debemos abandonar, lógicamente, el español, idioma de sujeción, y adoptar una lengua de independencia; la que se le ocurre es el francés, probadamente al servicio de las ideas de libertad y sociabilidad que podían canalizar el entusiasmo histórico que poseía a la generación del 37, de la que Gutiérrez era miembro y fundador. La idea de abandonar el español, así como la propuesta, surgida una tarde de conversación, por cierto no prosperó, como es notorio, pero de esta propuesta puede decirse dos cosas: la primera es que el razonamiento encantaría a quienes piensan en los secretos leves y aleves de la ideología y a quienes quieren desentrañar la relación entre lengua y sociedad; la segunda es que se opone francamente a la utopía de los también afrancesados Belgrano y San Martín, quizás menos San Martín, que querían instaurar una monarquía colocando en ella a descendientes del linaje incaico. Tampoco esto prosperó pero, de alguna manera, ambas opciones sugieren una histórica perplejidad que regía y sigue rigiendo la, por otra parte, muy fuerte zona de lo criollo en la cual, y a causa de esta perplejidad, surgen discursos que poco a poco devienen metafísicos.

Me explico; la cuestión de lo criollo y lo peculiar inspira, por ejemplo, a un coterráneo y contemporáneo de Gutiérrez, Juan Bautista Alberdi, su idea de la conciencia nacional: una nación no es una nación sino por la conciencia reflexiva y profunda de los elementos que la componen. Creo que esta idea de Alberdi sobre conciencia nacional está muy bien formulada y muy difícilmente superada; a partir de lo criollo esa idea implica una abertura, la posibilidad de una integración o una innovación, aquello que implicó para la Argentina la etapa inmigratoria, que constituye otra historia. Posición entre metafísica, pues implica un «ser» preexistente y funcionante, y positiva, pues admite cambios de tipo imprevisible y cuya evaluación debe hacerse en cada momento.

Pienso que ahí está radicado un punto inicial de un debate que no concluye todavía y que en la actualidad tiene ribetes políticos graves: entre quienes piensan en esencias nacionales y quienes piensan en construcciones; para éstos, el Ser no sería un punto de partida hegeliano, al que hay que volver ineluctablemente, sino una suerte de objetivo cuyos perfiles no pueden definirse más que desde proyectos, dictados por la necesidad y por la historia; si la reflexión sobre el «ser» ―cuyo entronque con lo criollo ha sido tan modelador― no podría descartarse, lo que les importa es el «siendo» que reconoce la forma que la sociedad se da a sí misma, por medio de una construcción en todos los órdenes, en cumplimiento de un destino que no puede ser sino el resultado de una lucha y una reconciliación social.

A lo largo de esa lucha, el «siendo» impone su perplejidad y sus discursos pueden, por ello, ser tan indecisos como, por ejemplo, el que desde el punto de vista de una escritura tradicional formula el modernismo, para dar un ejemplo literario de esta cuestión. Porque el dilema o debate no se da sólo en el plano político sino en toda la cultura: en la literatura, y también en el plano de la creación social; la clase obrera en América Latina no proviene de la Edad Media sino de los cambios sociales, producidos incluso en el interior del capitalismo, que van modificando fisonomías, prácticas productivas y lenguajes; me pregunto, por otra parte y en otro campo, si el caló mexicano de la ciudad, del Distrito Federal, y que se manifiesta en poetas altos, barrocos y regocijantes como Salvador «Chava» Flores, no es un producto nuevo, que infunde pautas de identidad tan convincentes como fueron las del lenguaje criollo, aunque en alguna medida se desprendería de él, en una filiación que comienza en Sor Juana, pero que propone desafíos totalmente nuevos.

Ahora bien, creo, tanto para la Argentina de Alberdi como para el México de Juárez y Altamirano, que en la inflexión de la modalidad criolla, sea en sus manifestaciones liberales como aristocratizantes y aun reaccionarias, la cultura francesa desempeñó un papel primordial. Desde luego, ya no me resuenan los argumentos antiespañoles aunque tampoco se puede soslayar el alcance que tienen las recuperaciones hispanofílicas de Manuel Gálvez (El solar de la raza) o de Enrique Larreta (La gloria de don Ramiro), para quienes el «ser» hispánico es una barrera contra el denso peligro de la diversidad inmigratoria, los «bárbaros», o el sueño linajudo y aristocrática de de la Riva Agüero, o la tan curiosa disposición del segundo Vasconcelos para quien la república española podía justificarse siempre que sus implantadores previeran que España recuperara el manto imperial que debía cubrir las anárquicas incapacidades de nuestras repúblicas, acechadas por caudillos socializantes y, detrás de ellos, por la horda indígena o mestiza que estaba a punto, siempre lo está, de arrasar con la «raza», ese «ser» tan celosamente reverenciado y simultáneamente amenazado. Este discurso no fue inocuo y tampoco se redujo a una melancolía temático–literaria sino que creó algunas condiciones como para que el franquismo posterior fuera concebido como una cristalización venerable de un «ser» que el mencionado Vasconcelos empieza a rastrear desde su presente decepcionando hasta su más remoto pasado criollo.

Y está claro que reconocer este discurso no implica, a la vez, una hispanofobia ni un desconocimiento del aporte español a nuestro «siendo». Quiero dar, como prueba de esta afirmación, lo que implicó en nuestro propio campo de trabajo la filología española, ni hablar de la poesía y de la historiografía, y no sólo en virtud del exilio sino de la irrenunciable trabazón que, para ligar con la reflexión posterior, tiene raigambre humanista y latina, búsqueda de orígenes e inspiración de destino. Claro que, también, es un hecho que la discontinuidad con España existió y fue violenta y que para constituir algo en la nueva situación de orfandad, la cultura francesa fue determinante. Lo curioso es que se complementó, en alguna medida, con la influencia sajona que se da más en lo técnico y en lo económico propiamente dicho. Existe una vasta literatura sobre esta circunstancia. Acaso, en la actualidad, el predominio del modelo sajón sea tal que llegue a regiones en las que lo francés podía permitir que el residuo español continuara y, en ese concierto se pudiera ejercitar esa identidad del «siendo» a la que me he referido y con la que me identifico y que sigue teniendo una enorme seducción. Lucha económica y política, se percibe en Centroamérica, pero también en lugares en los que el conflicto es sempiterno y no llega a obtener el violento aspecto que tiene en la actualidad en Centroamérica.

Por esa razón, y en la medida en que estas líneas problemáticas y discursivas crean una entidad acerca de la cual pensamos que hay rasgos comunes y programas, la expresión «América Latina», que nuestros amigos españoles suelen discutir y refutar, parece conveniente, aunque, por supuesto, es igualmente limitada ya que, y esto no es ninguna revelación, deja de lado fenómenos fundamentales inherentes a la identidad originaria y a un «siendo» deseable en una perspectiva, muy difícil, de integración, como son los fenómenos indígenas y negros que, como todo el mundo ya lo sabe, no sólo implican sesgos raciales de este problema, sino también altamente culturales.

Ciertamente la expresión es deficiente, pero tiene una capacidad englobante superior que indica la presencia de fuentes culturales de un proceso, no puramente acumulativo, sino en niveles de integración tan indiscernibles como lo que nos puede parecer la imagen de Valentín Ansina comiendo su puchero bajo la parra.

Se me ocurre, además, que esta expresión de «América Latina» es supletoria, puesto que, no por azar, sino en función de nuestro proceso histórico no hemos hallado la más adecuada. Por otra parte, diría que, admitido su carácter supletorio, la expresión es fundante, es originaria. Diría que Colón, por empezar, no sólo mantenía relaciones bastante débiles con la hispanidad, sino también ambiguas; en este sentido podía haber especulado con los intereses portugueses y no viviéndolos precisamente en el sentido con que reivindicamos la expresión «Iberoamérica» o «Hispanoamérica», sino en función de un análisis que, abusando un poco de la expresión, podía tener un fundamento imperialista y renacentista. Al contrario, al examinar su prosa me pareció que la interferencia de tres lenguas, italiano, portugués y español, le confiere a su idioma una elasticidad que supone o implica la reivindicación de una unidad perdida que de manera renacentista podemos entender como romana o latina.

Una última cuestión podría ser si la expresión «América Latina» implica algún elemento de autoridad o es tan sólo una manifestación, tal vez más desgarrada y dramática que otras de nuestro conflicto entre el «ser» y el «siendo». Porque si la latinidad se nos apareciera como virtud reveladora y no ya como punto de partida para una construcción, nos produciría un bloqueo, tan previsible como el que suscita toda metafísica sea cual fuere el nombre que reciba.

 

Como se ve, ha habido en este trabajo un paulatino deslizamiento hacia una zona amplia, la de la cultura latinoamericana y aún más, a América Latina misma: la literatura, anunciada en el comienzo, quedó de lado pese a que se señaló que la historia literaria y/o la crítica han seguido dos caminos para entender su construcción o constitución específica; el primero de ellos, se dijo, era dejar el tema de lado y actuar como si tal construcción hubiera sido lógica y necesaria; el otro, acumulando elementos concurrentes, de carácter explicativo, que pudieran servir de base para que tal construcción diera un fruto de reconocible identidad. En todo caso, y considerando que la palabra «identidad» dirige una indagación y, finalmente, obtura explicaciones más relacionadas con procesos, hay que decir que para dar cuenta de dichos procesos valdría más apelar a la noción de «historia de la literatura» aunque no de cualquier noción o de las nociones tradicionales que si algún rasgo común poseen es precisamente el de la acumulación.

¿Cuál puede ser, entonces, otra noción? En primer lugar, se trataría de una historia que diera cuenta no sólo de una relación entre la literatura y la historia en general, lo cual asocia de inmediato con un mecanismo de representación, sino de su propio transcurso como sistema literario. En ese sentido, esa historia no puede sino ser «crítica», por cuanto debe reformular permanentemente la identidad de su objeto, que no es la misma que la otra, que se refiere a un ser de un conjunto mayor, al que la literatura acercaría.

Una historia, en consecuencia, alimentada por la crítica, entendiéndose por tal cosa no un mecanismo de valoraciones basado en determinado conjunto de convicciones o de ideologías sino una práctica determinante de caracteres que acercan al papel que ciertos textos han desempeñado dentro de un proceso en general. Ése sería, entonces, el primer rasgo, fundante de una historia de la literatura que pusiera en escena el proceso de su construcción.

1.

Este texto apareció originalmente en La Latinidad y su sentido en América Latina, México, DF, 1986:89–96.

TEI – Métopes