Las derrotas de Alberto Méndez: memoria y duelo en Los girasoles ciegos (2004)

Facundo Giménez

Universidad Nacional de Mar del Plata − CONICET, Argentina

facugimenez@gmail.com

Resumen
El libro de Alberto Méndez, Los girasoles ciegos (2004), se publica en el contexto de un boom memorístico que, en España, tuvo como centro a los sucesos de la guerra civil y la posguerra franquista. El siguiente trabajo se propone analizar, en principio, la polisemia de la palabra «derrota» con que Méndez titula los cuatro relatos del libro, para luego, observar los alcances de este término en la construcción de una memoria colectiva. El volumen en cuestión, en este sentido, será abordado menos como una reconstrucción histórica, que como una intervención en la memoria traumática de la derrota. De este modo, se observará cómo Los girasoles ciegos propone la necesidad de un trabajo de duelo y de una escena de perdón.

Palabras clave: Los girasoles ciegos / Alberto Méndez / memoria / duelo / Guerra Civil Española

Alberto Méndez´s derrotas: memory and grief in Los girasoles ciegos (2004). Abstract
Los girasoles ciegos (2004) written by Alberto Méndez, was published in the context of a memorial boom in Spain, characterized by the events of the civil war and its aftermath. The purpose of this paper is to analyze, at first, the polysemic word «derrota», which Méndez uses to name the four short stories of the book, and later, to examine the role played by this word in the construction of collective memory. This volume will not be approached as a historical reconstruction, but rather as an intervention in the traumatic memory of defeat. This paper will thus develop how Los girasoles ciegos illustrates the need of a grieving process and a forgiveness scene.

Key words: Los girasoles ciegos / Alberto Méndez / memory / grief / Spanish Civil War

Recibido: 05/08/2018

Aceptado: 02/12/2018

Para citar este artículo

Giménez, Facundo (2019). Las derrotas de Alberto Méndez: memoria y duelo en Los girasoles ciegos (2004). El taco en la brea, 9 (diciembre–mayo), 5–18. Santa Fe, Argentina: UNL. DOI: 10.14409/tb.v1i9.8184

«La memoria, la memoria... y otra vez la memoria»

#«La memoria, la memoria... y otra vez la memoria». Así se inicia la desengañada reseña que realizó Ewald Weitzdörfer sobre Los girasoles ciegos de Alberto Méndez (Madrid, 1941) a poco de que fuera publicada en 2004 por Anagrama. «En estos días», prosigue el reseñista, «la narrativa española parece encontrarse en un callejón sin salida. Como a las vacas se les sube a los escritores españoles cada vez más otro bocado, otra memoria de la guerra civil, que tienen que rumiar públicamente en su obra» (306). El sarcasmo de Weitzdörfer apunta a uno de los problemas más visitados en la última narrativa española. En efecto, la memoria histórica es un tema que los narradores españoles —siguiendo con la metáfora ganadera— vienen rumiando con insistencia. El escandaloso título de la novela de Isaac Rosa,11. Es importante (…) ¡Otra maldita novela de la guerra civil! (2007), o el casi medio millar de novelas publicadas durante la primera década del siglo XXI que llevan en su título la palabra «memoria» (Nuckols:182), parecen dar cuentan sobradamente de este fenómeno. Entre el fetichismo de una mercancía que avanza desaforadamente como un producto más en la industria cultural y la elaboración de una memoria compensatoria, las producciones vinculadas a la guerra civil inundan los anaqueles de las librerías, llenan y apilan páginas en los periódicos, se propagan en documentales y adaptaciones fílmicas de esas mismas novelas, y hasta históricos culebrones por la televisión y son un tema en debates académicos. La memoria traumática del conflicto bélico y de la no menos sangrienta posguerra se repite, es recreada y traída al presente compulsivamente, y ello no deja de configurarse como un síntoma que opera la vuelta de un pasado que se encuentra lejos de estar clausurado.22. Dominick LaCap (…)

El problema de la memoria, desde la década del ochenta y hasta la actualidad, viene siendo puesto bajo la lupa no solamente con respecto a la Guerra Civil Española, a pesar de su probada fecundidad. De hecho, la emergencia de la memoria representa uno de los más notables esfuerzos de la vida cultural e intelectual de Occidente en la actualidad. De acuerdo con varios estudiosos que han observado este boom en los debates públicos del pasado, la memoria se ha transformado en una obsesión cultural de dimensiones monumentales (Rosenbeld:125). El fenómeno del nazismo y el horror incomparable del «Holocausto» o la «Shoah» han promovido interesantes polémicas públicas, como las que en 1986 se dieron en Alemania bajo el título de «Debate de los historiadores» (LaCapra). Existen desde entonces numerosos proyectos que buscan recuperar los testimonios orales de los sobrevivientes, entre los que podríamos destacar la ambiciosa empresa que ha reunido cincuenta y dos mil testimonios encabezada por la USC Shoah Fundation33. El proyecto de (…) o el titánico documental de casi nueve horas, Shoah (1985), de Claude Lanzmann, en el que la voz de los sobrevivientes ocupa un lugar central. La industria cultural, por su parte, ha abordado el tema —hasta el cansancio— en innumerables producciones, tanto documentales como ficcionales. Más recientemente, en Sudamérica, esta emergencia puede observarse en la indagación sobre el accionar delictivo de las juntas militares en Argentina. El caso de este país rioplatense, en efecto, parece haber puesto también a la memoria sobre el tapete. Durante las presidencias de Néstor Kirchner (2003−2007) y Cristina Fernández (2007−2015), la revisión sobre los años de dictadura militar (1976−1983) fue instrumentada como política de Estado,44. Juan Mario Sol (…) hecho que derivó en la declaración de nulidad de las leyes de «obediencia debida» (1986) y «Punto final» (1987) promulgadas durante la presidencia de Raúl Alfonsín, como también de los indultos (1989−1990) otorgados por el menemismo (Solís Delgadillo). Ello, a su vez, les abrió el camino a los juicios a represores previamente indultados. Paralelamente, este proceso político fue captado por la industria cultural que abordó temas tan escabrosos como la tortura y también tan actuales como la apropiación ilegal de menores. Los casos de Alemania y de Argentina —a los que podríamos sumar otros— muestran cómo el tema de la memoria parece haber llegado a su apogeo internacional, que, si bien no puede equipararse con la singularidad histórica de cada uno de los traumas, sí puede permitir pensar algunos puntos en común.

Volviendo al caso español, lo que resulta llamativo es que, pese a tratarse de un hecho previo inclusive a la pesadilla de los campos de concentración nazis, el resurgimiento de la memoria se realiza cuando el conflicto ya ha cumplido más de medio centenar de años y sus protagonistas o son ancianos o están muertos. Una de las principales razones de por qué se ha rezagado tanto puede ser hallada, en principio, en las férreas políticas implementadas con inclemencia durante casi cuarenta años por parte del régimen franquista, cuyo signo parece haber estado dado por la coerción, la violencia y la persecución institucional, y obviamente por la exclusión de los vencidos.55. La historiador (…) Luego, los pactos rubricados durante la Transición, que se abstuvieron de revisar o condenar de forma explícita los crímenes del franquismo, tuvieron como resultado, en palabras de Elena Yeste, un «modelo de impunidad» que se perpetuó durante décadas (7). Es importante destacar en este punto la importancia adquirida por la Ley de Amnistía promulgada el 15 de octubre de 1977, que buscaba garantizar la estabilidad del nuevo régimen democrático y que terminó implicando un momento colectivo de amnesia o de duelo abortado. Francisco Espinosa, por ejemplo, en su libro Contra el olvido (173−196) observa con claridad los procesos memorísticos desencadenados por la Transición y habla abiertamente de una «política del olvido» (1977−1981) y de una «suspensión de la memoria» (1982−1996). Antonio Méndez Rubio señala, además, que tanto en lo político como en lo cultural la transición democrática vendría marcada por el olvido colectivo como pacto de convivencia nacional o «política de borradura». La estrategia oficial del consenso y el olvido hacen de la transición una suerte de agujero negro o pliegue histórico, «un gesto de borrón y cuenta nueva» (2004).

Es en 1996 que se inicia el boom de la memoria, ya que es en ese año cuando salen a la luz los primeros trabajos académicos sobre la memoria de la guerra civil. Muy cercana a esa fecha resulta la publicación de la polémica novela de Javier Cercas Soldados de Salamina (2001), iniciadora de una verdadera catarata de novelas referentes a la temática, la misma de la que se lamentaba Ewald Weitzdörfer cuando tenía que reseñar el libro de Méndez. La crítica Luz Souto aclara, sin embargo, que «no fue hasta el cambio de siglo que la memoria y el discurso sobre su recuperación entraron en el debate público» (31). La especialista explica que no fue hasta el año 2000 que se realizó la primera identificación genética de una víctima del franquismo, hecho que motivó el surgimiento de diversas organizaciones como Asociación para la recuperación de la Memoria Histórica, que ha promovido la apertura de fosas comunes y ha indagado sobre el pasado español. Desde entonces, múltiples producciones y estudios, provenientes de diversos ámbitos, han abordado el tema infatigablemente.

Raquel Macciuci, sin desconocer ni la fecundidad ni la singularidad de este periodo, insiste en que la narrativa memorística es una línea dominante en el último cuarto de siglo XX. Novelas notorias como El cuarto de atrás (1978) de Martín Gaite, Las guerras de nuestros antepasados (1975) de Delibes o Si te dicen que caí (1973) de Marsé, para comenzar a hablar, parecen dar fe de esta tendencia. La investigadora argentina hace hincapié sobre el carácter episódico que adquirieron la recuperación y la elaboración de la memoria, lo que verifica, por un lado, la importancia que adoptó la distancia temporal con los hechos y por otro, las modalidades que impusieron los cambios políticos en la escena literaria. Volviendo al periodo iniciado en 1996 y que se extendería hasta la actualidad, se destacan novelas, además de la ya mencionada novela de Cercas, como El corazón helado (2007) de Almudena Grandes, Mala gente que camina (2006) de Benjamín Prado, La voz dormida (2002) de Dulce Chacón, La hija del caníbal (1997) de Rosa Montero y El lápiz del carpintero (1998) de Manuel Rivas, entre otras. Todas ellas parecen indicar, para Macciuci, la evidencia de que en los últimos veinte años existe una «refracción en la literatura de las controversias, reclamos y políticas en torno a la memoria que se llevan a cabo en otros ámbitos sociales» (28). La última narrativa, en este sentido, ha acusado una activa permeabilización con respecto a las circunstancias políticas y culturales, por lo que la exploración del pasado se ha convertido en «una rememoración de carácter más público y menos personal, notablemente implicada en las controversias, polémicas y batallas de la memoria» (29). El escritor, de esta forma, parece ocupar un rol vinculado a transparentar la sensibilidad social ante las deudas de la memoria y transformarse en un intérprete de las voces del pasado.

Los girasoles ciegos (2004) de Alberto Méndez se encuentra en el centro de este fenómeno memorístico, catapultado, como dijimos, en 2001 por la novela Soldados de Salamina de Javier Cercas. Es el propio Méndez quien parece indicar esta lectura:

Yo nací en 1941 y la Guerra Civil española estaba en la memoria de aquellos que me querían, y yo recibí por ósmosis esa memoria que me llegó en forma de afecto, contada y ocultada en voz baja; he recuperado mi memoria para ver cómo eran ellos, mis padres, mis tíos. (Herralde)

La memoria en Méndez funciona como una herencia osmótica, cifrada por fuera de los canales oficiales, tejida por una delicada trama de silencios e interrupciones («ocultada en voz baja»), y cimentada menos por un estatuto histórico que por una legitimidad del orden de lo familiar («ellos, mis padres, mis tíos»). No es la memoria personal la que se recrea, sino la de un grupo o «comunidad afectiva» (Halbawchs:33). Su texto se erige, entonces, no como documento del pasado sino como reivindicación que se activa en el presente y resignifica la historia, recuperando la conformación de esa comunidad arrasada por la censura. El libro de Méndez, de este modo, parece querer ser leído en la misma sintonía de este resurgimiento historiográfico antes mencionado, o al calor de las recientes iniciativas políticas de la memoria que, por ejemplo, han buscado exhumar las fosas comunes del franquismo.

A continuación, analizaremos los cuatro relatos —o como lo indica Méndez, «derrotas»— que presenta el volumen en cuestión proponiendo que en su conjunto conforman una serie cuyo denominador común es la elaboración del duelo. En este sentido, indagaremos sobre la inscripción genérica del libro para indicar que en su aparente hibridez podemos encontrar una modulación o trabajo simbólico sobre la memoria traumática que implicó la Guerra Civil y su posguerra.

Los girasoles ciegos (2004)

Probablemente existan pocas trayectorias literarias tan singulares como la de Alberto Méndez. Hijo de un traductor exiliado en Roma, dividió su vida entre la capital italiana y la española. Durante los sesenta fundó la revista de izquierda Ciencia Nueva, cerrada en 1969 por el entonces Ministro de Información y Turismo, Fraga Iribarne, y a partir de entonces se convirtió en una figura reconocida en el ámbito editorial, donde se destacó como traductor y editor. Venido desde los márgenes del circuito de consagración literaria, su aparición pública como autor se da, primero, en 2002 a partir de su acceso —y posterior publicación— a la final del Premio Max Aub por su cuento «Manuscrito encontrado en el olvido», y en 2004 por la publicación de los Girasoles Ciegos. Siendo un novel cuentista de 63 años, Alberto Méndez muere de cáncer y no llega a apreciar la notable repercusión que adquiere su obra, que se esparce en casi una treintena de ediciones y traducciones a diferentes idiomas, así como su adaptación cinematográfica (2008). Su reconocimiento y popularidad, al mismo tiempo que su abrupta y fugaz irrupción en la escena literaria, lo perfilan —como amistosamente lo ha considerado la crítica— como «el más importante escritor desconocido» (Corazón).

Los girasoles ciegos aborda la cuestión de la memoria en la inmediata posguerra, a partir de cuatro relatos sucesivos que van desde el final de la resistencia madrileña en 1939 hasta el año 1942. Su editor, Jorge Herralde, hace hincapié sobre este aspecto y lo considera «un libro que es un ajuste de cuentas con la memoria, un libro contra el silencio de la posguerra, contra el olvido, a favor de la verdad histórica restituida». En efecto, Los girasoles ciegos recrea, con maestría, las prácticas sociales que el final del conflicto instituyó el régimen franquista, así como también la intrincada reacomodación de sus participantes producida por el ingreso de la vida marcial en la vida civil. Méndez nos ofrece cuatro «derrotas»: a) la primera tiene lugar en las horas de la rendición del coronel Casado y nos cuenta las peripecias de Carlos Alegría, un capitán de Intendencia del Ejército Nacional que en un gesto paradójico decide rendirse frente a los derrotados; b) la segunda historia narra el hallazgo del manuscrito de un joven poeta republicano que intenta escapar con su mujer embarazada por los altos de Somiedo hacia Portugal, sin éxito; c) el tercero, ambientado en la cárcel franquista y de inspiración milunochezca, cuenta la desesperada ficción de Juan Senra, un profesor de chelo que debe fraguar historias sobre el hijo muerto de su verdugo para retrasar su muerte; e) finalmente, la cuarta, que da nombre al volumen, es la angustiosa narración de uno de los tantos topos republicanos desde la perspectiva de su hijo, un niño de siete años.

La derrota, en el libro de Méndez, no se limita a la derrota republicana; lo que reflejan estos textos es «derrota colectiva de un país» (Herralde). Es por esta razón, probablemente, que el libro pareciera disponer una serie nada uniforme de imágenes de derrotados. Ello puede ser advertido, por ejemplo, en la constitución de uno de los personajes de la tercera narración, Eugenio Paz, quien «participó en la guerra como quien juega, sólo para que no ganara el adversario, sin ideales, sin pensar en las razones de su toma de postura» (2008:44). El carácter lúdico de su participación, cuya distancia parece agravarse por su intervención como francotirador, le prodigará a Eugenio Paz una derrota «sin revancha ni culpables» (44), ya que «no pensaba que los contrarios fueran sus enemigos» (44). Por otra parte, Juan Senra busca ocultar su derrota, entendida como fracaso en la planificación del atentado al coronel Casado, bajo los escombros de la derrota general de los republicanos. Finalmente, el capitán Alegría elige la derrota, es decir, hace suyo no el bando sino la rendición («soy un rendido», insiste repetidamente): un procedimiento al cuadrado que implica ser el derrotado del derrotado. Estos tres ejemplos muestran claramente cómo el texto de Méndez exhuma las contradicciones propias del conflicto armado en un intento de evitar el binarismo y la consecuente sacralización de la víctima. Del otro lado, cuando se refiere a la memoria del vencedor o del triunfo, la narración de Juan Senra busca exorcizar la descripción hagiográfica de los héroes del franquismo, a partir del descubrimiento de la verdad sobre el accionar delictivo de Miguel Eymar:

Juan le dijo que había recordado la verdad, que su hijo fue justamente fusilado porque era un criminal, no un criminal de guerra, calificación en la que los juicios de valor cambian según el bando, sino un criminal de baja estofa, ladrón, asesino de civiles para robarles y venderlo después de estraperlo, muñidor de delincuentes y, lo que era peor, traidor a sus compinches. Gracias a él había caído toda una organización de traidores, gracias a él se habían desbaratado organizaciones que traficaban con medicamentos. Pero afortunadamente de nada le había servido ser un cobarde, porque, al final, había sido condenado a muerte por un tribunal justo y ejecutado por un pelotón aún más justo. Y no fue heroica su muerte, yo —en esto mintió— estaba presente mandando el pelotón que le ejecutó. Se cagó en los pantalones, lloró, suplicó que no le matáramos, que nos diría más cosas sobre las organizaciones leales a Franco que había en Madrid..., fue una mierda y murió como lo que era. Todo lo que les he contado hasta ahora es mentira. Lo hice para salvarme, pero ya no quiero vivir si eso le produce a usted alguna satisfacción. Ahora quiero irme. (63)

La derrota como género

La inscripción genérica del libro se disputa entre la aparente independencia de los relatos y la abigarrada trama de relaciones que insinuaría la forma novelística. Si bien cada narración admite una lectura individual, al contraponerlas no es difícil detectar cómo el texto entreteje diversas relaciones que van desde la general coincidencia temática —la tragicidad de la derrota—, hasta la particular reaparición de personajes, como sucede en el caso del Capitán Alegría y «el Rorro». Cristina Albizu Yeregui se ha detenido en este aspecto y con acierto ha propuesto la forma del ciclo de cuentos, que «posee la flexibilidad de la novela y los límites y potencia del cuento» (68), para explicar la dinámica que ofrece el texto en su totalidad. Cada narración presenta los rasgos propios de las formas breves —en palabras de Méndez: «planteamiento sucinto, enredo esquemático, personajes paradigmáticos y desenlace sorpresivo» (Albizu Yeregui:70)— y a su vez la forma del libro «ofrece una serie de nexos propios de la novela, integrando de este modo las unidades jerárquicamente inferiores en otra superior susceptible de una lectura global» (69). Este tipo de lectura global se ve enfatizada principalmente a partir de un cuidado uso de los paratextos, que como advirtiera Jean Genette pueden ser consideradas como una «zonas indecisas» entre el adentro y el afuera del texto, en las que no existe «un límite riguroso ni hacia el interior (el texto) ni hacia el exterior (el discurso del mundo sobre el texto)» (Genette:11); en otras palabras, el uso de paratextos facilita un tránsito medianero entre una construcción global —que se insinúa— y la independencia —posible— de cada relato. Pese a esta evidente voluntad de uniformidad, la forma del libro se resiste a la constitución orgánica que podríamos admitir en la novela; su intención panorámica, por el contrario, pareciera estar hecha de intermitencias, de vaguedades.

Esta construcción, a medio camino entre la novela y la antología de cuentos, se refuerza a partir de la curiosa titulación de cada una de las piezas del libro. Repasemos esos extensos títulos que Méndez dispone: «Primera derrota: 1939 o Si el corazón pensara dejaría de latir»; «Segunda derrota: 1940 o Manuscrito encontrado en el olvido»; «Tercera derrota: 1941 o El idioma de los muertos»; «Cuarta derrota: 1942 o Los girasoles ciegos». Como resulta evidente, existe una intención de uniformidad en la construcción de cada uno de ellos. Ella está dada por la pervivencia de un orden sucesivo que une los relatos, en primera instancia, y por la repetición, en segunda, de una disyunción entre una fecha y un título que remite a un registro literario. Esta forma de titulación subordina el orden de lo literario o poético —comprendido en el título del relato— a la serie de las derrotas, al mismo tiempo que lo pone en disputa con una aserción concreta del orden de lo histórico (la fecha). De este modo, esta regularidad paratextual le otorga a la denominación de «derrota», que encabeza cada texto, un sentido de carácter genérico, que hasta ahora no ha sido estudiado por la crítica.66. A esta asevera (…) Es que justamente la derrota ha sido observada en su coloración temática como un acercamiento a los vencidos —lo que básicamente no deja de ser una lectura acertada— pero no se ha detenido en el hecho de que el sentido que parece disponer la derrota, a partir de la titulación, es de carácter genérico. De esta forma, la palabra «derrota» (vencimiento, pero también camino o dirección) parece indicar una forma de dispositivo en la que discursivamente se recupera y elabora la memoria.

Esta compleja imbricación presente en los títulos de cada relato muestra el carácter conflictivo que adopta la escritura de la derrota, como si cada texto pusiera en debate su estatuto discursivo y se resistiera a entregarse por completo a lo estrictamente histórico o a lo estrictamente literario. Los girasoles ciegos, de esta forma, se convierte en un ejercicio textual notable y pródigo en simulacros, que van desde las declaraciones judiciales, el ejercicio poético y el registro epistolar, hasta la ficcionalización del testimonio oral. Esta proliferación de diversos discursos, en todo momento evaluados, contrapuestos y contradichos, le permite a Méndez presentar un texto que sin abandonar la veridicción o referencialidad puede prescindir de la unilateralidad propia de un narrador que monopolice, en un discurso único, la memoria del pasado, como sucedió con la interpretación victoriosa de la historia que hizo el franquismo.77. Roland Barthes (…) En este sentido, el discurso asertivo de los vencedores se encuentra modelado por la aparición ampulosa de la voz del hermano Salvador del último relato, cuya dicción trabada en latinismos y consignas aparece como contrapunto de la del niño. Esta constante reacomodación, como también la reiterada tematización del silencio, fue analizada por Juan Ennis, quien ha indicado la postulación de una «lengua del vencido». Para Ennis, esta figuración de la lengua del vencido, al horadar tanto el lenguaje panegírico de la victoria como el lenguaje eufemístico heredado de la amnesia colectiva que implicaron los pactos de amnistía de la Transición, busca resaltar el vacío que les precede y que los rodea. Si el lenguaje de los vencedores se impone en el texto como horizonte totalitario que no deja resquicio a la voz del otro, «el fragmentarismo y la imposibilidad de recepción o comunidad de códigos (...) ponen en escena en Los girasoles ciegos las distintas (im)posibilidades en la modulación de una lengua de los vencidos» (2010b:158).88. Juan Ennis, ad (…) Hecho de fragmentos, de interpolaciones que crujen en el silencio, con inclinaciones hacia el perspectivismo, el libro de Méndez parece querer recuperar una memoria que reuniera todas las voces.

La derrota y el duelo

Previamente planteamos que las derrotas podían ser pensadas como una forma de elaboración de la memoria traumática. El duelo tiene un lugar preponderante en el libro de Méndez. Así lo parece indicar el epígrafe de Carlos Piera que lo inicia y encabeza:

Superar exige asumir, no pasar página o echar en el olvido. En el caso de una tragedia requiere, inexcusablemente, la labor del duelo, que es del todo independiente de que haya o no reconciliación y perdón. En España no se ha cumplido con el duelo, que es, entre otras cosas, el reconocimiento público de que algo es trágico y, sobre todo, de que es irreparable. Por el contrario, se festeja una vez y otra, en la relativa normalidad adquirida, la confusión entre el que algo sea ya materia de historia y el que no lo sea aún, y en cierto modo para siempre, de vida y ausencia de vida. El duelo no es ni siquiera cuestión de recuerdo: no corresponde al momento en que uno recuerda a un muerto, un recuerdo que puede ser doloroso o consolador, sino a aquel en que se patentiza su ausencia definitiva. Es hacer nuestra la existencia de un vacío. (Méndez:6)

La observación de Piera parece establecer una distinción entre memoria e historia, vinculada con los pactos de tolerancia y las políticas de olvido que implementó la transición democrática. El problema de la conflictiva relación entre historia y memoria fue analizado por Pierre Nora. El célebre autor de Los lugares de la Memoria considera que se trata de dos términos que se contraponen por completo. La memoria sería de carácter vital, es decir, estaría llevada a cabo por grupos vivientes, se encontraría en constante evolución y abierta a la «dialéctica del recuerdo y de la amnesia inconsciente de sus deformaciones sucesivas, vulnerable a todas las manipulaciones, susceptible a largas latencias y repentinas revitalizaciones» (Nora:23). La historia, por el contrario, sería «la reconstrucción, siempre problemática e incompleta, de lo que ya no es» (3). A la arbitraria superación del horror de la guerra y de la posguerra, como un acto de amnesia voluntaria o un pasar de página en la historia, Piera le opone el trabajo del duelo postergado, entendido como proceso (y también podríamos pensar como producción) simbólico.

La noción de duelo es analizada, en primera instancia, por Sigmund Freud, quien la define como «la reacción a la pérdida de un ser amado o de una abstracción equivalente: la patria, la libertad, el ideal, etc.» (236). La labor del duelo consistiría, para el padre del psicoanálisis, en el examen de que la realidad ha mostrado que el objeto amado no existe ya y demanda que la libido abandone todas sus ligaduras con el mismo. Contra esta demanda surge una resistencia en el posicionamiento de la libido, inclusive cuando haya sido encontrada ya una sustitución para el objeto perdido. Si bien la realidad acaba por imponerse, «su mandato no puede ser llevado a cabo inmediatamente, y sólo es realizado de un modo paulatino, con gran gasto de tiempo y de energía de carga, continuando mientras tanto la existencia psíquica del objeto perdido» (273). La lógica del manejo del tiempo que propone el duelo, entonces, no es mecánica y se resiste a la acumulación.

La noción de duelo que recupera Piera –—y por añadidura, a la que parece adherir Méndez— implica una comprensión colectiva de un término, en principio, clínico. Esta forma de observar los fenómenos sociales se encuentra, a su vez, en sintonía con los postulados de Dominick LaCapra, para quien también la noción de duelo es fundamental en la comprensión de la memoria del nazismo. Para el profesor de Harvard, el duelo implicaría en su dimensión social una «ritualización homeopática de la repeticióncompulsión que intenta usarse contra la “pulsión” de muerte y contrarrestar la compulsividad al repeticionar de maneras que permitan una distancia crítica, un cambio, volver a asumir la vida social y renovarla» (61). La aceptación, la toma de distancia y su estatus ritual son imprescindibles para que la sociedad se renueve; en otras palabras, la elaboración del pasado es un problema que recae directamente sobre el presente. Las políticas de amnesia, implementadas a partir de las acciones de olvido voluntario que propusieron, durante la transición democrática, los discursos inmovilistas o reparadores, en la medida en que intentaron negar las vivencias de varias generaciones, no habilitaron el trabajo o elaboración del duelo cuya falta observa Piera en España.

Méndez recrea esta necesidad del duelo a partir de varias imágenes que ponen en escena la pervivencia del pasado traumático en el presente. En principio, podríamos destacar el fusilamiento al que sobrevive Carlos Alegría. Su salida de la fosa común, descrita como parto por Méndez, recupera bajo la forma tradicional de la catábasis, el regreso transgresivo del mundo de los muertos:

Cuando el capitán Alegría recobró el conocimiento, estaba sepultado en una fosa común amalgamado en un caos de muertos y de tierra. Tardó tiempo, pero desoyendo el dolor supo que había transgredido, de nuevo, las leyes del mundo donde el retorno está prohibido. Estaba vivo. Un universo de médulas, cartílagos inertes, sangre coagulada, heces, alientos detenidos y corazones sorprendidos por la muerte conservaron bolsas de aire en aquel desajuste de difuntos que le permitió respirar aun enterrado. Estaba vivo... Alegría siempre habló de ese momento como de un parto. (Méndez:19)

La figura del «mal fusilado», propia de un periodo en el que «las prisas por matar no dejan que la muerte sea minuciosa» (55), instaura la circulación del nomuerto (undead) en el mundo de los vivos. Daniel Arroyo Rodríguez se detiene en el estatuto ontológico de este sujeto en su artículo «La muerte suspendida» y lo define como un «remanente», en la medida en que no se trata de la representación del objeto perdido —es decir, del muerto cuya ausencia ha de ser asimilada— sino de «aquella forma de existencia que es privada de una muerte definitiva, así como de las condiciones y prácticas que determinan esta suspensión tanto en el pasado como en el presente» (61). Si a través del duelo se produce la traslación de la pérdida a un orden simbólico, permitiendo su configuración como objeto de intercambio lingüístico y el desplazamiento definitivo de la ausencia hacia el orden de la no existencia, la figura de Alegría encarna su imposibilidad.

Otra forma de recuperación del pasado se da en la exhumación del diario de Eulalio Ceballos Suárez, en la «Segunda derrota». El texto se encuentra escrito en un interesante contrapunto, entre el lector y las palabras del joven poeta. En efecto, asistimos a una experiencia de lectura —una verdadera glosa— que se inicia con el descubrimiento casual del manuscrito en el Archivo General de la Guardia Civil. La ficción se moviliza a partir de un detalle que este lector anónimo lee en el informe policial: «No había más señal de vida, pero el informe sí recoge —y eso es lo que me indujo a leer el manuscrito— que, en la pared, había una frase que rezaba: “Infame turba de nocturnas aves”». (Méndez:24).

Roland Barthes, en La cámara lúcida, utiliza el término punctum, para referirse a aquellos detalles que sobresalen en la percepción del espectador, más allá de las convenciones del gusto y la cultura. Se trata de «un azar», nos dice, «que me despunta (pero también que me lastima, me punza» (1980:59) íntimamente. Puede ser definido como un suplemento de la imagen, en la medida en que «es lo que yo añado a la foto y que sin embargo ya está en ella» (94). El descubrimiento de la frase de Góngora, una referencia al locus horribilis de la «Fábula de Polifemo y Galatea», parece responder a este fenómeno. Más allá del reconocimiento de una frase perteneciente al acervo de la tradición poética, lo que se destaca es su escenificación: una cueva donde aparece pintada en la pared casi como un graffiti. La inscripción sobre la roca instaura una forma de leer el manuscrito que se puntúa en la mirada obsesiva sobre la letra. En efecto, los comentarios que enmarcan la aparición del diario, que podemos leer en cursiva, se inclinan constantemente por la observación caligráfica, como si a partir de la restitución del azar de los borrones, dibujos o divagaciones de la letra el anónimo lector recuperara un excedente que se difumina en su traducción mecanográfica. Ceballos confiesa ser «un poeta sin versos»; no se equivoca: su obra está en la letra. El cuerpo de la grafía contiene el trabajo del cuerpo de su autor (ductus), su intensidad vital, y la restitución de su circunstancia enunciativa (escribir con lápiz, con carbón, etc.) implica, por lo menos mediante una sinécdoque, restituir la presencia del cuerpo del «difunto desconocido», devolverle su identidad y su memoria, como podemos apreciar en la nota final del editor:

(NOTA DEL EDITOR: El año 1954 fui a una aldea de la provincia de Santander llamada Caviedes. Efectivamente está colgada de la montaña y huele al mar próximo aunque desde él no puede divisarse porque se asoma hacia el interior de un valle. Pregunté aquí y allá y supe que el maestro, al que llamaban don Servando, fue ajusticiado por republicano en 1937 y que su mejor alumno, que tenía una afición desmedida por la poesía, había huido con dieciséis años, en 1937, a zona republicana para unirse al ejército que perdió la guerra. Ni sus padres, que se llamaban Rafael y Felisa y murieron al terminar la contienda, ni nadie del pueblo volvieron a saber de él. Tenía fama de loco porque escribía y recitaba poesías. Se llamaba Eulalio Ceballos Suárez. Si fue él el autor de este cuaderno, lo escribió cuando tenía dieciocho años y creo que ésa no es edad para tanto sufrimiento). (Méndez:36)

Finalmente, el último texto nos ofrece un punto clave para comprender cómo la derrota se convierte en una forma de elaboración del duelo. En «Los girasoles ciegos», Méndez otra vez se decide por el juego contrapuntístico entre dos voces —la confesión del hermano Salvador y el recuerdo de infancia de Lorenzo—, para narrar el suicidio de uno de los tantos topos del franquismo. La perspectiva de Lorenzo se define por la distancia temporal entre el momento de la enunciación y el momento en que suceden los hechos. Este carácter postergado instaurará en la voz un doblez interpretativo: el adulto se inclinará sobre las acciones del pasado y en el grosor de esta distancia podrá observarse a sí mismo. A partir de esta perspectiva alejada, el libro de Méndez, que abunda en escenas de rememoración poco exitosas,99. Juan Senra sos (…) ofrece forma de memoria que parece responder a la necesidad, que observaba Carlos Piera, de reconocer que un hecho es trágico e irrecuperable:

Probablemente los hechos ocurrieron como otros los cuentan, pero yo los reconozco sólo como un paisaje donde viven mis recuerdos. (...) Todo lo que ha sobrevivido ha alterado poco a poco su recuerdo porque su presencia real es incompatible con la memoria, pero lo que hemos perdido en el camino sigue congelado en el instante de su desaparición ocupando su lugar en el pasado. (65)

LaCapra, al momento de abordar la memoria traumática, diferencia entre el pasaje al acto, propio de la melancolía, y la elaboración, propia del duelo. En el pasaje al acto se da una relación mimética con el pasado que resulta regenerado o revivido como si estuviera absolutamente presente en lugar de representado en la memoria y la inscripción. Como podemos observar en el caso del «mal fusilado», la vuelta del pasado se da estableciendo una ambigüedad entre la muerte y la vida, entre pasado y presente, lo que no deja de ser una forma siniestra. Sin embargo, la cuarta derrota parece buscar la recuperación del evento traumático a partir de su formulación narrativa, es decir, el ingreso en el mundo del lenguaje. De este modo, el texto intenta organizar la experiencia pasada, darle un orden, para que la compulsión del trauma no se repita como presente. Esta forma de recuperar el pasado responde al trabajo propio del duelo. Para el autor de Historia y memoria después de Auschwitz, este trabajo incluye la introyección por medio de una relación con el pasado que reconoce su diferencia con el presente. De esta forma, el duelo mantiene una relación específicamente performativa con aquel pasado que simultáneamente recuerda y abandona al menos parcialmente, permitiendo de este modo el juicio crítico y una reinversión en la vida, sobre todo la vida social con sus exigencias, responsabilidades y normas que requieren un reconocimiento respetuoso y consideración por los demás. La derrota logra, de este modo, elaborar la memoria bajo una forma que hace posible el duelo que reclamaba Piera. La ubicación final y la repetición del título del cuento en el del libro parecen otorgarle, además, una idea de cierre, de orden general, que logra imbricar la historia en una forma del pasado.

Conclusión: el duelo y el perdón

Jacques Derrida abordó el proceso de internacionalización del perdón en el siglo XX. En un contexto donde el «perdón» fue adoptado e instrumentado por los estados nacionales, como medidas institucionales que de esa forma normalizaban los más atroces crímenes, el filósofo francés indicaba sus peligros cada vez que:

el perdón está al servicio de una finalidad, aunque ésta sea noble y espiritual (liberación o redención, reconciliación, salvación), cada vez que tiende a restablecer una normalidad (social, nacional, política, psicológica) mediante un trabajo de duelo, mediante alguna terapia o ecología de la memoria, entonces el «perdón» no es puro, ni lo es su concepto. (Derrida:12)#

Para Derrida el perdón debería permanecer como algo excepcional, «como si interrumpiese el curso ordinario de la temporalidad histórica» (Derrida:15). En este sentido, continúa el autor de El siglo y el perdón, debiera estar sometido a la prueba de lo imposible en la medida en que aquello que invoca con más urgencia el perdón es precisamente lo imperdonable, es decir, «sólo puede ser posible si es imposible» (10). Méndez parece reconocer en esta aporía una oportunidad. Su libro desde la ficción —espacio que une lo posible con lo imposible— ofrece diversas escenas del perdón, entre las que es necesario destacar aquella protagonizada por el Capitán Alegría frente a los republicanos que a punto están de morir fusilados: «“Perdonadme”, dijo y se zambulló en aquel tumulto de cuerpos desolados» (18). La literatura si bien no puede suplir esa necesidad de perdón, lo que hace a partir de enunciarla es indicar su imposibilidad; establecer su necesidad es, por otra parte, denunciar lo imperdonable de estos actos. De este modo, Los girasoles ciegos adopta una mirada eminentemente ética sobre el pasado, como parecen indicar estas palabras del propio Méndez vertidas en la entrevista que le hiciera César Rendueles antes de morir:

No es que quiera matar a los que nos machacaron cuando éramos pequeños, tan sólo me gustaría que pidieran perdón. El protagonista del primer relato comprende —y esto es así, porque lo he estudiado— que Franco pudo tomar Madrid mucho antes pero, como le pareció que aquello iba a ser poco sangriento, decidió cercar la ciudad. Por eso, cuando le preguntan en el juicio por las motivaciones de sus actos, responde que obró como obró «porque no queríamos ganar la guerra, queríamos matar». Esa consciencia de que el ejército nacional se regodeó en la muerte es lo que hace que este personaje abandone su bando y pida perdón. (Rendueles y Méndez)

Esta necesidad de un perdón puede verse claramente en el primer relato y, aunque de forma no tan nítida, también en el resto del libro. Al mismo tiempo, el perdón se configura como una dimensión performativa en la que se modela la relación con el pasado. Se trata de un tipo de intercambio —solo asequible mediante el estatuto ficcional— en el que las condiciones de la enunciación se reconocen como imposibles, y aun así —o por ello mismo— se recrean, se repiten y vuelven a instalarse en el presente. El perdón parece ser ese pliegue de la historia en el que se imprime el fantasma de la ética: el espacio en que, en determinada forma, se redime la muerte. Walter Benjamin creía que articular históricamente lo pasado no significa acercarse a él como a un objeto cuya anatomía nos fuera impropia. Por el contrario, la revisión del pasado implica adueñarse de «un recuerdo tal y como brilla en el instante de un peligro» (Löwy:5). El historiador, entonces, mesiánicamente se acerca al pasado para redimirlo del avasallamiento en que lo han sumido el conformismo y la dominación de los vencedores, «convencido de que ni siquiera los muertos estarán seguros si el enemigo vence» (75).

Tanto el perdón como el duelo son nociones que requieren una mirada retrospectiva altamente compleja y activa, que no puede deslindarse del presente. El auge de la memoria que hemos descrito en el principio del trabajo parece responder a esta lógica. La novela de Méndez capta esta tensión y la pone sobre la superficie. La derrota, en consecuencia, se configura como una modulación genérica en la que el texto se resiste a cerrar el pasado, a hundirlo en el orden lineal de la historia y a ser narrado desde una perspectiva maniquea que separara vencedores y vencidos, víctimas y victimarios. Los girasoles ciegos, de esta forma, aboga por el fragmentarismo y crece en un sinfín de aproximaciones historiográficas (registros policiales, epistolarios, diario íntimo, actas oficiales, testimonios orales, etc.), cotejándolas, poniéndolas en tela de juicio y haciéndolas entrar en crisis. La memoria será un espacio de disputa, en el que el pasado se recrea y aparece como cuerpo, como letra y como narración. En este sentido, es destacada la importancia que le otorga implícitamente a la literatura dentro del denominado trabajo de duelo. Las derrotas que presenta Méndez, de esta forma, parecen ofrecer menos un resultado, que una dirección, un camino, un derrotero. En otras palabras, lo que Méndez nos ofrece es el trabajo del duelo sobre un episodio traumático de la historia española para indicarnos que la mejor —la única— forma de acercarse a él es a partir de un tránsito, cuyo horizonte, como sostenía Carlos Piera, independientemente del perdón o reconciliación, se encuentra en el reconocimiento público de que algo es trágico y, sobre todo, de que es irreparable.

Referencias bibliográficas

Albizu Yeregui, C. (2012). Los girasoles ciegos en la encrucijada del género literario. Boletín Hispánico Helvético, 20, 63–89.

Amar Sánchez, A. M. (2011). Instrucciones para la derrota: Narrativas éticas y políticas de perdedores. Barcelona: Anthrophos.

Barthes, R. (1974). El placer del texto y Lección Inaugural de La Cátedra de Semiología Literaria del Collège de France. Buenos Aires: Siglo XIX, 2014.

---. (1980). La cámara lúcida: nota sobre la fotografía. Barcelona: Siglo XIX, 2014.

Corazón, A. (2014, 6 de octubre). Alberto Méndez, el luminoso destello del escritor furtivo. El País. http://cultura.elpais.com/cultura/2014/10/05/actualidad/1412517630_138120.html

Derrida, J. (2003). El siglo y el perdón: entrevista con Michel Wieviorka. El siglo y el perdón seguida de Fe y saber. Buenos Aires: Ediciones de la Flor, 7−39.

Ennis, J. A. (2010a). El idioma de la herida: la lengua del vencido y la escena del perdón en Los girasoles ciegos, de Alberto Méndez. En Macciuci, R. y Pochat, M. T. (Eds.), Entre la memoria propia y la ajena. Tendencias y debates en la narrativa española actual. La Plata: Ediciones del lado de acá, 153174.

---. (2010b). Exhumación y montaje: memoria e imagen en la narrativa española reciente. Cuadernos Del Sur. Letras, (40), 53–73.

Espinosa, F. (2006). Contra el olvido: historia y memoria de la Guerra Civil. Madrid: Crítica.

Freud, S. (1986). Duelo y melancolía. En Obras completas. Vol. 14. Buenos Aires: Amorrortu, 235–255.

Genette, G. (1989). Palimpsestos: La Literatura En Segundo Grado. Madrid: Taurus.

Halbawchs, M. (2004). La memoria colectiva. Zaragoza: Prensas Universitarias de Zaragoza.

Herralde, J. (2005, 2 de enero). En la muerte de Alberto Méndez. El País. http://elpais.com/diario/2005/01/02/agenda/1104620403_850215.html

LaCapra, D. (2009). Historia Y Memoria Después de Auschwitz. Buenos Aires: Prometeo Libros.

Löwy, M. (2012). Walter Benjamin: Aviso de incendio. Una lectura de las tesis «Sobre el concepto de historia». Buenos Aires: Fondo de Cultura Económica de Argentina.

Macciuci, R. (2010). La memoria traumática en la novela del siglo XXI. Esbozo de un itinerario. En Entre la memoria propia y la ajena. Tendencias y debates en la narrativa española actual. La Plata: Ediciones del lado de acá, 17–49.

Méndez, A. (2008). Los Girasoles ciegos. Madrid: Anagrama.

Nuckols, A. (2011). La novela contemporánea como instrumento de duelo. «Los girasoles ciegos» de Alberto Méndez. Revista Internacional de Los Estudios Vascos, (8), 180–199.

Nora, P. (1984). Entre memoria e historia: la problemática de los lugares. En Les Lieux de Mémoire, 1. París: Gallimard, 122.

Rendueles, C. y Méndez, A. (2004). Alberto Méndez. La vida en el cementerio. La Dinamo, (12). http://www.ladinamo.org/ldnm/articulo.php?numero=12&id=298

Rodríguez, D. A. (2008). La muerte suspendida. Tiresias, (2), 59–80.

Rosenfeld, G. (2009). A looming crash or a soft landing? Forecasting the future of the memory «industry». The Journal of Modern History, 81(1), 22–58. http://www.history.ucsb.edu/faculty/marcuse/classes/201/articles/Rosenfeld2009JMHLoomingCrashSoftLanding.pdf

Solís Delgadillo, J. M. (2011). Políticas públicas y políticas de la memoria en Argentina y Chile: agendas y toma de decisiones. IV Seminario Internacional Políticas de la Memoria. Buenos Aires: Argentina, 29–30.

Souto Larios, L. C. (2015). Ficciones sobre la expropiación de menores en el régimen franquista y la apropiación de menores en la dictadura argentina: el exterminio ideológico y sus consecuencias en la narrativa actual. Valencia: Universidad de Valencia.

Villasante Claramonte, H. (2015).Traumas y memorias de la violencia en la Guerra Civil Española y la Dictadura Franquista. La Linde, (4), 204−219.

Yeste, E. (2010). La transición española. Reconciliación nacional a cambio de desmemoria: el olvido público de la Guerra Civil. Historia Actual Online, (21), 7–12.

Weitzdörfer, E. (2004). Los girasoles ciegos. Alpha (Osorno), (20), 307–308.

Notas

1.

Es importante resaltar que dicha novela surge de una reescritura de otra novela suya de 1999, La malamemoria. Al mismo tiempo es importante destacar que esa indagación sobre el pasado histórico aparece también en El vano ayer (2005), otra novela sobre la guerra civil que, sin embargo, denuncia la corrupción de la memoria histórica que transforma a ese pasado en un lugar al que nostálgicamente se quiere volver.

2.

Dominick LaCapra observa los peligros de una obsesión o fijación con la memoria, que ilustra a partir de las reflexiones de Charles Maier, quien tiende a patologizar el giro de la memoria. «Creo que en cierto sentido nos hemos vuelto adictos a la memoria», sentencia Maier. Además, entiende que «es tiempo de preguntarse si una adicción a la memoria puede llevarnos a la neurastenia y la pasividad» o al menos, «qué características de nuestro tiempo han ayudado a esta condescendencia» (LaCapra:27). La preocupación de Maier no solamente tiene en cuenta lo cuantitativo, lo que delataría una preocupación morbosa, sino lo cualitativo de las formas de la memoria. Aquella que le molesta es la que termina sacralizando la experiencia traumática de la victimización y fijando una imagen del pasado que poco puede ofrecer al futuro. Por ello sostiene que «el hartazgo de la memoria es un signo no de confianza histórica sino de retirada de las políticas transformadoras» (29). La crítica de Maier advierte LaCapra, «sirve de recordatorio de que es más deseable otra clase de memoria, la que exige el tipo de pasado que Freud relacionaba con la elaboración del pasado» (29). En este sentido, la memoria existe no sólo en tiempo pasado sino también en presente y futuro.

3.

El proyecto de la USC Shoa Fundation se difunde en la siguiente página web: https://www.ushmm.org/research/research-in-collections/search-the-collections/shoah-foundation

4.

Juan Mario Solís Delgadillo define como «políticas de la memoria» al «conjunto de medidas políticas instrumentadas desde el Estado tendientes a interpretar el pasado y reparar a sus víctimas» (5). Para Solís Delgadillo, lo que está en juego en las políticas de la memoria no es el pasado sino el presente, y la capacidad que se tenga para integrar a ambos en «una realidad de la que sea posible hablar» (5).

5.

La historiadora y documentalista del Grupo para la Recuperación de la Memoria Histórica de Valencia, Helena Villasante Claramonte analiza las modalidades coercitivas implicadas en la imposición de una memoria oficial de la siguiente forma: «No solo se trató de la violencia característica de un conflicto bélico, sino que una vez acabado éste el Estado continuó ejerciéndola de forma institucionalizada. La dictadura instaurada tras la guerra civil usó la violencia como mecanismo de control de cualquier oposición pero también como forma de prevención, puesto que muchas veces solo bastó una sospecha para ser víctima de la represión. Los testimonios que hablan de esta etapa dan cuenta de depuraciones, violencia física, explotación en campos de trabajo, juicios militares, coacción y marginación económica, desapariciones forzadas, robo de niños, interrogatorios o torturas, pero sobre todo de una cultura dominante de exclusión de los vencidos que se mantuvo muchos años después de la guerra» (Villasante Claramonte:205).

6.

A esta aseveración, que solamente declara el nulo abordaje crítico sobre las derrotas de Méndez como género, habría que oponerle el completo trabajo hecho por Ana María Amar Sánchez, quien en Instrucciones para la derrota: Narrativas éticas y políticas de perdedores (2010) aborda la temática de la derrota de forma sumamente completa.

7.

Roland Barthes en la Lección inaugural plantea que «la lengua, como ejecución de todo lenguaje, no es ni reaccionaria ni progresista, es simplemente fascista, ya que el fascismo no consiste en impedir decir, sino en obligar a decir» (1974:96) De este modo, «si se llama libertad no sólo a la capacidad de sustraerse al poder, sino también y sobre todo a la de no someter a nadie, entonces no puede haber libertad sino fuera del lenguaje. Desgraciadamente, el lenguaje humano no tiene exterior: es un a puertas cerradas» (96). El texto de Méndez, a partir de la recuperación de la voz del vencido, de la contraposición discursiva y de la tematización del silencio, parece mostrar un registro de esta imposibilidad de sustraerse al totalitarismo de la lengua.

8.

Juan Ennis, además, agrega que «si la aserción y la gregariedad hacen al fascismo de la lengua, su expansión hiperbólica, la obligación del qué y el cómo decir a la hora de designar la realidad y contar la historia caracterizarán la lengua del fascismo, en este caso una lengua que repone el horizonte de la experiencia de la lengua de los vencidos en la inmediata posguerra. Al mismo tiempo, esta experiencia es recuperada desde su presente histórico, desde la exhumación de las “fosas del olvido” (de fosas como aquella de la que emerge el capitán Alegría, que evoca en gran medida la apertura de heridas mal cicatrizadas en España), la explosión de la memoria y la vigencia de la memoria traumática heredada» (161).

9.

Juan Senra sostiene reconstruye «un recuerdo sin memoria» (40) cuando miente sobre la valentía de Miguel Eymar; luego, cuando quiere escribir a su hermano viaja desde la arqueología de la infancia hasta la afirmación de la amnesia. Ceballos, por otra parte, se afana por recordar, en vano, ciertos versos de Garcilaso de la Vega («Trato de recordar versos de Garcilaso para orar sobre tu tumba, Elena, pero ya no recuerdo ni siquiera la memoria. ¿Cómo eran?» —28—).