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[junio-noviembre 2019]

Inventar el imposible porvenir: estética y política

Sebastián Chun
Universidad de Buenos Aires – CONICET, Argentina / sebaschun@hotmail.com

Resumen

¿Qué es la invención? ¿Cuál es su relación con la tradición que viene a interrumpir? Estas preguntas guiarán el recorrido aquí propuesto, en el cual una concepción clásica de la invención, que acentúa su carácter novedoso y disruptivo, será puesta en cuestión. La reflexión sobre la vanguardia en Adorno y Horkheimer, la búsqueda de un poder destituyente por parte de Agamben y la concepción de la escritura desplegada por Borges nos servirán de preámbulos al análisis que realiza Derrida de la invención imposible. Este itinerario nos permitirá articular estética y política, en la búsqueda de un pensamiento emancipatorio que anuncie la invención de otro modo de lo político.

Palabras clave: invención / estética / política / ­deconstrucción / emancipación

Inventing the impossible to come: esthetics and politics

Abstract

What is invention? What´s its relationship with the tradition which invention comes to interrupt? This questions will guide the itinerary we propose. Through its developement, the classic understanding of the invention, that points out its original and disruptive character, will be questioned. The consideration of the avant-garde of Adorno and Horkheimer, the seek on a destituent ­power of Agamben and Borges´ conception of writing will be the preamble to the analysis of the impossible invention made by Derrida. In this tour esthetics and politics may be articulated, in order to find an emancipatory thought which announces otherwise than politics.

Key words: invention / esthetics / politics / ­deconstruction / emancipation

Recibido: 19/12/2018. Aceptado: 2/07/2019

Para citar este artículo: Chun, S. (2019). Inventar el imposible porvenir: estética y política. El taco en la brea, 10 (junio–noviembre), 5–16 Santa Fe, Argentina: UNL. DOI: 10.14409/tb.v1i10.8681

Cuando hablamos de invención necesariamente pensamos en un deus mortalis que, gracias a un gesto repleto de creatividad, potencia e imaginación, arroja a la existencia algo nuevo. Si un ingenuo impostor se adjudicase la responsabilidad absoluta de haber traído al mundo un ser pre–existente, no habría compasión o piedad que nos impidiese, en ese preciso instante, señalarle el grave error o descuido en el que habría caído. Aceptamos de manera corriente que para inventar hay que crear ex nihilo, hay que dejar ser a algo (o a alguien) que no era, ente mundano que en el instante previo a ese acto inaugural estaba condenado al silencio y la oscuridad del abismo conformado por todos los posibles aún imposibles. En caso contrario, no hay más que plagio o torpe repetición.

Claro que aquí nos encontramos con el gran problema al que se enfrenta la invención entendida de este modo. Cuando un hombre de ciencia o un artista inventan (suponiendo aquí la más que discutible existencia de alguna diferencia excluyente entre ambos) inevitablemente deben insertarse en la tradición que los alberga. En otras palabras, si alguien inventara algo absolutamente nuevo, algo que no tuviera ningún tipo de relación con las normas y los estatutos vigentes, no sería reconocido como perteneciente al campo en el que viene a incorporar su buena nueva. Pensemos en un descubrimiento en el mundo de la física o en una creación literaria vanguardista que fueran completamente inesperados, inauditos, imprevisibles. Lamentablemente serían, por esa misma virtud, irreconocibles y quedarían así, definitivamente, sepultados en el barro del anonimato. Para alzar la voz y ser escuchados debemos hablar un mínimo del idioma que nos precede, aquel que al abandonarlo nos pone en el injusto lugar del ruido y el grito mudo. Invención, si la hay, solo sería invención de lo imposible, de aquello nuevo, imprevisto, intempestivo, porque inventar lo posible, aquello que ya está determinado con anterioridad a partir de nuestro horizonte presente, no sería más que la aplicación mecánica de reglas vigentes. Pero, por esta misma razón, la invención, como tal, es imposible, porque salirse por completo de lo heredado impide irrumpir en él. Lo que hay, tal vez, sea otra invención, aquella que mantiene un vínculo ineludible con lo instituido, lo establecido y, desde allí, intenta otro imposible: hacer surgir la magia virginal de aquello que no responde al cálculo de la anticipación, el cual siempre nos condena a la eterna repetición de lo mismo. Claro que este descubrir puede dar lugar a un nuevo estatuto, una nueva institución y, así, todo vuelve a empezar.

A continuación proponemos un breve recorrido por algunos autores que han pensado el problema de la invención desde esta perspectiva, conduciéndonos finalmente al planteo de Jacques Derrida, trasfondo sobre el que se construye todo el itinerario propuesto y que expresará de manera radical las cuestiones esbozadas por los anteriores. El objetivo será explicitar la relevancia de la invención a la hora de pensar en una articulación entre estética y política que brinde alternativas ante la coyuntura a la que nos enfrentamos en la actualidad.

Vanguardia

El tantas veces citado capítulo dedicado a la industria cultural del texto Dialéctica de la ilustración podemos leerlo como un intento por dilucidar una posible respuesta a la siguiente pregunta: ¿qué es la vanguardia? Cuestión enigmática abordada en un contexto mundial donde el horizonte parecía reducido al monótono dictado de la racionalidad moderna, el cual dejaba aparecer ya en toda su evidencia la filiación necesaria entre el arte y la esfera política. Recordemos que los influyentes ensayos de Benjamin «El autor como productor» y «La obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica» fueron publicados en 1934 y 1936 respectivamente, mientras que la primera edición de esta inmensa obra escrita por Adorno y Horkheimer se realiza en 1944 en una versión fotocopiada de quinientos ejemplares, bajo el título de Fragmentos filosóficos. Recién tres años más tarde aparecerá como libro y ya con su título definitivo, pero no será hasta los años 70 que este texto tomará la relevancia que aún hoy mantiene (Adorno y Horkheimer:9). Y no es menor esta marginalidad, este fuera de la norma, esta excepción a las grandes vías de comunicación y difusión de la época, porque si hay algo que la teoría crítica no deja de indagar es justamente la posibilidad de aquello que rompa con la tradición, invención irreconocible dentro de los esquemas conceptuales que nos aprisionan, pero que desde su enigmática noche podría, tal vez, llegar a ser. Las preguntas que nos interpelan en el texto aquí abordado son las siguientes: ¿cómo es posible la invención? ¿Cómo pensar una labor creativa que rompa con los parámetros establecidos por el modo de producción capitalista? ¿Cómo encontrar el estilo que permita a una vanguardia trascender el lugar de mero (re)productor del sistema que rige la industria cultural?

Lo que se resiste puede sobrevivir sólo en la medida en que se integra. Una vez registrado en sus diferencias por la industria cultural, forma ya parte de ésta como el reformador agrario del capitalismo. La rebelión que tiene en cuenta la realidad se convierte en la etiqueta de quien tiene una nueva idea que aportar a la industria. La esfera pública de la sociedad actual no permite llegar a ninguna acusación perceptible en cuyo tono los sujetos de oído fino no adviertan ya la grandeza bajo cuyo signo el rebelde se reconcilia con ellos. (176)

Si bien unas páginas atrás encontramos anunciado que la vanguardia, a diferencia del ­desarrollo técnico de los medios de expresión artísticos, sirve a la verdad (173–174), o que el estilo reproduce pero, por su propia deficiencia, confronta con la tradición (175), la sentencia de ­Adorno y ­Horkheimer no deja lugar a dudas. La ruptura que un artista y su obra pueden representar dentro del campo heredado, signado por el modo de producción capitalista, es neutralizada desde el momento en que se los identifica como parte de la cultura. El estilo es una promesa hipócrita, afirman los autores, porque pretende incorporar lo expresado a las «formas dominantes de la universalidad», cuando en realidad se desvía de la verdadera universalidad y termina poniendo como absolutas «las formas reales de lo existente» (175). En otras palabras, toda obra de arte está condicionada por una forma, que resulta ser su verdadero contenido, lo que impide romper con la herencia inscripta en los mismos medios de expresión.1 La diferencia no es tal cuando es reconocida como diferencia, y el estilo del artista deja así de ser novedoso para ubicarse dentro del catálogo de los modos re–conocidos de re–producir lo existente.

¿La unidimensionalidad de la historia era el único camino transitable en el desierto que la década del 40 estaba mostrando? En clave en apariencia netamente pesimista, Adorno y Horkheimer señalan la aporía que debe atravesar todo intento de apertura hacia lo nuevo o diferente: para ser tal, debe romper con la tradición, requisito fundamental de todo acontecimiento que se jacte de ser una instancia novedosa, una diferencia radical con relación a lo heredado. Inventar significa entonces revolucionar el orden de cosas dado, hacer venir lo otro como instancia disruptiva del monótono murmullo de lo mismo. Sin embargo, auguran estos autores la imposibilidad de dicha invención precisamente porque, para producir tal cisma en la tradición heredada, lo nuevo debe ser reconocido como parte de lo mismo. Es decir, si surgiera algo tan novedoso que no pudiera ser considerado parte integrante de la historia en la que pretende insertarse, no lograría imponer su intempestividad, ya que quedaría condenado al solitario silencio. Para romper el orden reglado del arte, determinada vanguardia debió ser incorporada a la historia para así fracturar el tranquilo devenir de la misma. Ahora bien, para la teoría crítica, dicha pertenencia redunda inmediatamente en una reproducción mecánica, es decir, automática, de la norma, con lo cual la vanguardia y su pretensión de novedad quedan inmediatamente fagocitadas por el orden de cosas vigente. Esto significa para los autores la fórmula «industria cultural»: el monólogo de la razón del capital volcado sobre la esfera cultural, convirtiendo a toda instancia de la misma en una parte más de la maquinaria capitalista, autómata implacable e invencible. De más está decir que esta matriz de pensamiento anula, al menos en principio, una perspectiva política emancipatoria posible. El Estado burgués monopolizará la arena política, siendo su palabra la que dicta el capital. Si existe la posibilidad de lo radicalmente diferente, esto no puede ser anunciado desde nuestro aquí y ahora, por ser nosotros también parte de esa tradición. La herencia se vuelve una carga pesada que nos condena a la servidumbre y, desde nuestra prisión invencible, solo queda el pensamiento crítico, la afirmación del «no», que traduce en clave optimista el pesimismo más radical. Porque entonces la «eterna repetición de lo mismo» (178) muestra así su debilidad e historicidad. El orden de cosas vigente aparece como contingente, es decir, no hay un mismo que retorna, porque no hay una primera instancia que no sea ya repetición.2 Si aquí y ahora no podemos vislumbrar lo otro, la novedad que rompa los barrotes de la prisión capitalista, no es porque no pueda llegar a ser efectiva, sino porque bajo estas condiciones de posibilidad, que son las nuestras, cualquier acontecimiento digno de ese nombre excede el horizonte de lo posible. Inventar, entonces, es arte, el arte de lo imposible.

Destitución

Giorgio Agamben pronunció en 2013 una conferencia titulada «Para una teoría del poder destituyente».3 Allí el pensador italiano señala cierta novedad en el paradigma gubernamental europeo, la cual reside en el abandono de la política y su reemplazo por el Estado de seguridad. Como consecuencia de este cambio, de esta innovación, Agamben anuncia la necesidad de pensar un giro consecuente para las estrategias de resistencia, las cuales deben abandonar el inevitable matrimonio entre poder destituyente y poder constituyente, para así anclar su praxis sólo en la instancia disruptiva, la potencia exclusivamente destituyente. Como no podía ser de otra forma, encontramos en esa intervención del filósofo italiano la referencia necesaria a la violencia divina benjaminiana, entendida como aquel poder destructivo de cualquier orden que no busca fundar uno nuevo, interrumpiendo así la dinámica existente entre la violencia fundadora y la violencia conservadora de derecho, las cuales, desde la perspectiva del pensador alemán, siempre se confunden (Benjamin:113–138). En un arduo intento por esclarecer qué tipo de estrategia está pensando, leemos en Agamben (2013):

Considero que una praxis que lograra exponer claramente la captura de la anarquía y la anomia por las tecnologías del gobierno de seguridad, podría actuar como un poder puramente destituyente. Una realmente nueva dimensión política deviene posible sólo cuando captamos [grasp] y deponemos [depose] la anarquía y la anomia del poder.

La captura de la anarquía y la anomia, es decir, su clausura, es la instancia fundacional de todo orden instituido. El fundamento místico de la ley reside precisamente allí, donde un ­poder ­constituyente rompe con el silencio abismal de la ausencia de orden para así instaurar uno que, en ese mismo gesto inaugural, oculta dicha falta de arkhé. A partir de ese instante, el poder constituido imposibilita la anomia y la anarquía, reduciéndolas al mero caos donde la violencia irracional se desbocaría al perder todo cauce. Por supuesto que aquí la herencia schmittiana no se hace esperar, ya que el marco de referencia del pensamiento de Agamben no deja de ser el jurista alemán y la diferencia trazada entre lo político y la política. El primero señala la energía y el dinamismo que sirven de «fundamento» provisorio y vuelven a todo orden contingente. La política representa este orden, el cual nunca redunda en una totalidad sino que siempre está atravesado por ese más allá dentro (Galli:38–39). Desde aquí surge la pregunta: ¿por qué la alternativa política parece siempre reducida a la oposición orden–caos, es decir, Estado–anarquía? Porque el poder constituido no hace más que volver imposible, impensable, un modo de vida construido a partir del fuera–de–la–ley. Por su parte, Agamben está vislumbrando la posibilidad de un poder que explicite, que haga salir a la luz, esa ausencia de sentido. Potencia que, al mismo tiempo, recupere el campo de pensamiento abierto por la anomia. En otras palabras, privilegiar la potencia destituyente no se traduce en un elogio de la pasividad o el rechazo absoluto de la política, sino en un intento por conformar un instituido cuya fortaleza resida en su misma fragilidad.

¿Cómo sería posible un orden construido sobre la anarquía que debería obturar? Aquí reside también una salida a la aporía con la que termina el texto benjaminiano, según la cual la violencia divina sería quizá imposible de realizar históricamente. La claridad y la evidencia están del lado de la violencia mítica, es decir, de las violencias fundadora y conservadora de derecho, afirma el pensador alemán, mientras que la divina pareciera no poder ser efectivizada o, al menos, estar reducida al más profundo secreto (Benjamin:137). Sin embargo, al plantear un poder puramente destituyente, Agamben nos invita a pensar en un orden fugaz, inestable, mutable, que no oculte su falta de legitimidad.

Desde ya que esta reflexión parece no ser tan novedosa en el pensamiento de Agamben. En una conferencia pronunciada en Lisboa en 1987 que lleva como título La potencia del pensamiento, pero que fuera recién publicada en el libro homónimo de 2007, el pensador italiano señala la tarea de repensar en política el problema de la conservación del poder constituyente en el poder constituido (Agamben, 2007:368). Lejano en el tiempo, el autor de Homo sacer tal vez no estaba en ese entonces mentando algo muy distinto: un poder instituyente que no se agote en el poder conservador del derecho, una fuerza disruptiva que instaure un nuevo orden, pero que no cese de operar, es decir, de hacer temblar esos mismos cimientos que ha erigido. Es necesario aclarar aquí que tenemos la pareja poder constituyente y poder constituido en oposición al poder destituyente mencionado anteriormente. Sin embargo, resulta evidente la cercanía que existe entre la constitución y la destitución, en tanto instancias que performativamente fundan y derrocan un orden a partir del abismo que lo sustenta. Para constituir un poder es necesario romper con lo dado, no hay constitución sin destitución previa que haga salir a la luz la anomia sobre la que se construye todo poder. Y así queda explicitada la estrategia a inventar sugerida por Agamben: el puro poder destituyente, que para ser tal debe necesariamente consolidarse en un instituido, pero que, a su vez, para no estabilizarse y caer en un poder conservador del derecho necesita mantener viva la llama de la destitución.

Desde esta perspectiva, la habitual contraposición con el pensamiento de Negri podría encausarse por otros caminos. La crítica que este último envía hacia su compatriota, por ejemplo en «El monstruo biopolítico», reside en su falta de politicidad, es decir, en su reproducción del orden liberal al rechazar a priori la necesidad de un poder constituyente clásico pero que pueda fundarse en instancias ajenas a la eugenesia moderna. Para Negri, es necesaria una ontología, un sentido, una arkhé, a la hora de hablar de resistencia y emancipación. Para Agamben, la cuestión reside en señalar esta necesidad pero, al mismo tiempo, su contingencia. Todo orden instituido clausura la posibilidad de la emancipación, pero solo puede haber emancipación si se configura un poder constituido, el cual debe atravesar necesariamente la instancia destituyente. Aporía irresoluble desde los parámetros de la lógica clásica, donde rige imperturbable el principio de no contradicción. Frágil invención que siempre queda por venir, esa potencia de no es la única capaz de dar lugar a otro modo de lo político. La tarea que queda por hacer es la invención del filósofo–artista, quien debe todavía aprender a jugar el juego de los niños, para permitir así la llegada de otros modos de vida, unos ya no regulados por los biopoderes heredados. En palabras de Agamben, en El uso de los cuerpos, «en el punto en el cual el dispositivo es así desactivado, la potencia se vuelve una forma–de–vida y una forma–de–vida es constitutivamente destituyente» (493).

Máquina de escribir

En su cuento «La biblioteca de Babel» (Borges:465–471), del libro Ficciones, Borges sueña con una arquitectura infinita compuesta por interminables galerías hexagonales distribuidas en distintos niveles, unidas entre sí por zaguanes, escaleras caracol e incómodos baños y dormitorios. Cada galería está conformada por veinte anaqueles, que hospedan inmutables todos los libros posibles. Este representante literario de aquello que por pereza solemos denominar simplemente «universo», contiene la totalidad de los libros que se pueden escribir a partir de los veinticinco símbolos ortográficos. Todo lo expresable en todos los idiomas ya ha sido impreso en papel y tiene su lugar secreto en un estante de la biblioteca. Cualquier libro posible, incluso aquel que hablara una lengua desconocida, está allí disponible para el curioso e improbable lector. Por esta razón, Borges nos recuerda la existencia de esos peregrinos lanzados a la ingenua tarea de hallar en algún estante el catálogo de catálogos, es decir, el libro que fuera la piedra de toque para comprender el todo de la biblioteca, o también con la esperanza de encontrar aquellos volúmenes que respondieran a los misterios básicos de la humanidad. Soñadores infatigables que gastan los corredores con su andar, con la fe imperturbable de aquel que tiene la certeza de algo, pero la incierta esperanza de alcanzarlo.

«La certidumbre de que todo está escrito nos anula o nos afantasma» (470), leemos casi al final del cuento. Sentencia que describe la situación incómoda del escritor, que no tiene más opción que condenarse a la inacción o reconocer a la invención literaria como copia o plagio. ¿Por qué? Precisamente porque en la «Biblioteca de Babel» ya están acumulando polvo todos los libros que puedan ser escritos alguna vez. No existe combinación alguna de caracteres que no haya sido ya materializada y esté descansando en alguna remota galería. Escribir, ya lo sabemos, no es más que ordenar signos pre–existentes de una forma determinada. Incluso la invención más original ya está determinada en su ser por esta combinatoria inmensa pero finita. Así, una secta, cuenta Borges, afirma que no debían buscarse esos libros últimos sino que había que escribirlos. ¿Cómo? Barajando al azar los veinticinco caracteres del alfabeto hasta que en algún momento se diera con la figura deseada. Contracara de ese otro cuento donde los inmortales permanecen en absoluta pasividad porque reconocen que, en el infinito, todas las acciones posibles serán realizadas por ellos, una y otra vez (533–544).

Otra de las sectas que habitaban ese universo libresco, si bien a contramarcha pero tan blasfema como la anterior, enfatizó la inutilidad de la gran mayoría de los libros, por lo que abogaba por la destrucción de los tan innecesarios ejemplares. Sin embargo, ante la inmensidad de la biblioteca total, Borges bien nos señala que una intervención finita resulta insignificante, tranquilizando así a nuestra conciencia, siempre alerta ante cualquier signo de censura y hoguera. Y es la intromisión del infinito (o el número finito pero inabarcable) quien destruye también la crédula confianza en la univocidad del sentido. ¿Por qué un libro constituido por un único signo sería menos eficaz que el Fausto de Goethe? Quizá encierra el primero un sentido esquivo, no comprendido por nosotros, pero que algún día será develado (y si no lo fuera, esto tampoco lo condenaría a la prescindencia). Esta indiferenciación es, a su vez, la causa de la existencia de bibliotecarios que rechazan la «supersticiosa y vana costumbre de buscar sentido en los libros» (466). Si unimos las dos posiciones adoptadas por esos fanáticos religiosos descritos en el cuento, obtenemos como resultado que, cuando todo ya ha sido escrito, se disemina cualquier sentido. Cuando leemos la palabra «palabra», ¿quién sabe si en algún otro idioma, aún desconocido por nosotros, la misma no significa lo que hoy entendemos por «silencio»? Gran problema que no deja de interesarnos, porque al inventar poéticamente creemos también estar muchas veces creando sentidos, que luego son oficializados o no por la institución correspondiente (en nuestro caso la Real Academia Española). Todos los sentidos ya están allí dados, señala Borges, indiferentes a los significantes que los reclaman, en esa Biblioteca voraz que condena cualquier escritura a la perseverancia del buen emulador.

En el cuento «Pierre Menard, autor del Quijote» (444–450) Borges vuelve a visitar la cuestión de la invención, pero ahora no desde la perspectiva de la obra sino desde la del escritor. Inventar es re–escribir y por eso Pierre Menard decide abordar la tarea ardua e improbable de escribir una obra invisible: el Quijote de Cervantes. Pero Menard no quiere ser un copista, ni siquiera revivir las experiencias del menos atareado manco de Lepanto para desde allí re–versionar su obra. Menard se propone ser el autor del Quijote, él y sus circunstancias. Dejando de lado la complicidad del azar, que acompañó a Cervantes cuando espontáneamente buscó una organización tal de los caracteres constitutivos de la lengua española que diera como resultado los dos tomos de la obra aquí en cuestión, Pierre Menard emprende una labor imposible, pero que en última instancia es la tarea de todo escritor. Y Borges aquí suma un aspecto fundamental a su concepción de la escritura, precisamente re–escribiendo dos veces un mismo párrafo de esa otra re–escritura que es el Quijote. El primer pasaje, bajo la autoría de Cervantes, el segundo, firmado por Menard. Y entonces surge la magia del cuento, de la literatura, cuando percibimos casi ingenuamente ciertas diferencias en los matices, en el sentido, en el ritmo. Un mismo pasaje difiere de sí mismo porque está inserto en otro contexto. De este modo, Borges está poniendo en cuestión la noción misma de invención y su supuesto matrimonio con lo novedoso. Toda escritura es repetición, pero en la repetición hay lugar para la diferencia. El «eterno retorno de lo mismo» implica precisamente que no hay algo original que fuera a repetirse interminablemente, ya que si es eterno quiere decir que no hubo una primera instancia que viene una y otra vez. En este sentido, si escribir es siempre re–escribir, cada re–escritura es original y novedosa, ya que no existe una univocidad del sentido tal que anulara la diferencia en cada nueva aparición. Leer estas palabras, retroceder y re–leerlas, ya marca una distancia absoluta e infinita, un tiempo inmemorial que pone en evidencia la singularidad absoluta del acontecimiento. Cada libro de la biblioteca infinita es único y cada repetición también. No hay contexto original, absoluto, capaz de saturar el significado de las palabras puestas en juego. Por eso Borges compila antologías y recurre frecuentemente a las citas falsas, porque hace propia su interpretación de la escritura como copia, duplicado que en su aparecer deja venir lo nuevo.

Leemos en «Pierre Menard»: «he reflexionado que es lícito ver en el Quijote “final” una especie de palimpsesto, en el que deben traslucirse los rastros —tenues pero no indescifrables— de la “previa” escritura de nuestro amigo» (450). ¿Quién es el autor, quién el copista? En el infinito, todos los libros serán escritos, absolutamente. Por lo tanto, nuestra producción singular, finita, no es más que una re–producción de ese ejemplar siempre ya escrito en un futuro anterior impensable. Sin embargo, no por eso la invención pierde su fuerza revulsiva, su capacidad de ruptura. La creación de algo nunca es a partir de la nada, aunque tampoco se reduce a una maquinal reproducción de lo mismo. Hay en cada acontecimiento el espacio suficiente para transitar por las grietas, andar que sacude el suelo y con esos movimientos nos hace caer de la cima hacia las profundidades silenciosas de la sima.

Inventar, etimológicamente, significa dejar venir, recuerda Derrida (1987:53–55). Descubrir es precisamente eso, sacar de la oscuridad algo pre–existente, quitarle el manto que lo mantenía en lo oculto. Y si en el infinito todos los libros serán dados, porque las combinatorias posibles de signos tienen un número limitado, toda escritura será entonces una invención. Como Menard le escribiera a Borges: «pensar, analizar, inventar (...) no son actos anómalos, son la normal respiración de la inteligencia» (Borges:450). Por esta razón, una máquina incansable sería el autor o inventor por excelencia. Una máquina que articulara de manera aleatoria los veinticinco caracteres produciría al azar obras maestras como el Quijote, el Fausto, la lista de compras de Nietzsche, este modesto ensayo, la biografía no autorizada de Dios y aquel libro que no contara con nada más que un punto al finalizar densos y enigmáticos pliegos en blanco. Nosotros, finitos, solo soñamos con esa invención. Parodias limitadas de esa máquina infernal, producimos singularidades mínimas, tímidas, menores, que aspiran con máxima arrogancia a astillar el monolítico edificio de la reproducción cotidiana. Que la perseverante máquina de escribir absoluta sea la responsable de todos los textos imaginables no nos desalienta ni detiene, sino que nos pone en el lugar que corresponde. No dioses mortales, ni siquiera inventores, sino meros copistas que buscan combinar elementos pre–existentes en busca de cierta originalidad, no dada ya por el resultado en sí mismo sino por la red en la que se inserta y desde la cual obtendrá sus múltiples significados. Escribir, entonces, es dejar de lado la máquina, olvidarnos de su existencia, copiar sin temor al plagio, pero preocupados por el aquí y ahora. Geógrafos, arqueólogos, arquitectos, historiadores, todo eso tenemos que ser para que nuestra escritura no resulte innecesaria, aunque sí inútil, como todo ejercicio intelectual (449).4

Esta literatura por venir no es una utopía, sino que es una celebración del lugar, un elogio de la situación, entendidos como tomas de posición con respecto al suelo que pisamos. Desde el desierto como lugar de la pura potencialidad, nos atrevemos a insinuar el carácter estrictamente político de lo que Borges aquí nos invita a pensar, en clara oposición a las críticas que acentúan el conservadurismo del escritor argentino, que lleva a algunos a no leerlo por un principio casi dogmático: no se puede visitar, y mucho menos admirar, el trabajo de alguien que está en las antípodas de todo buen habitante de las filas de izquierda. Ahora bien, si el planteo que aquí intentamos esbozar no es ineficiente, podemos conjeturar que a partir de Borges sí existe la posibilidad de pensar en una política emancipatoria, pero claro que no dogmática. Para el «Inspector de aves de corral» devenido en «Director de la Biblioteca Nacional», la escritura en sí misma sería un gesto de rechazo, una interrupción de la lógica mercantil que reduce todo al mero cálculo. Escribir es hacer temblar el edificio de la tradición sin escapar de sus redes. Desde el interior, se pueden interrogar los fundamentos que funcionan como pilares incuestionados. Si en la repetición hay una diferencia, esto significa que la re–escritura excede la institución que la cobija, y este resto es el lugar donde situarse para afilar las armas de la crítica. Desde ya que con esto no pretendemos afirmar que Borges haya sido un frecuentador de trincheras, pero sí que su escritura, su reflexión sobre la escritura puesta en acto en sus propios textos, da a pensar un más allá, un porvenir que escapa al horizonte delimitado por nuestro aquí ahora, sueño imposible, inanticipable, imprevisible pero realizable, tanto como la misma invención: máquina de escribir, máquina de diferir, máquina deconstructiva.

Deconstrucción

«¿Qué es una “invención”? ¿Qué hace? Viene a encontrar por primera vez» (Derrida, 1987:74), pregunta y responde Derrida en «Psyché, invenciones del otro», ensayo en el que aborda la cuestión de la invención para explicitar el vínculo existente entre la herencia y la posibilidad del acontecimiento. Para el pensador franco–magrebí no hay invención sin una inserción en lo establecido, pero, a su vez, para que haya invención debe existir la posibilidad de interrumpir las normas vigentes. Invención imposible, invención de lo imposible, tal es la apuesta que tanto en el campo de la estética como en el político nos invita a retomar.

La deconstrucción es inventiva o no es, no se contenta con procedimientos metódicos, se abre un camino, marcha y marca; su escritura no es solamente performativa, ella produce reglas —otras convenciones— para nuevas performatividades y no se instala nunca en la seguridad teórica de una oposición simple entre performativo y constatativo. Su marcha compromete una afirmación, que se vincula al venir del acontecimiento, del advenimiento y de la invención. Pero no puede hacerlo sino deconstruyendo una estructura conceptual e institucional de la invención; como si fuese necesario, más allá de cierto estatuto tradicional de la invención, reinventar el futuro porvenir. (74)

La invención excede al cálculo, al saber, al dominio de un sujeto, ya que si no lo hiciera se reduciría a la mecánica aplicación de un programa previo. Una invención reducida a lo posible, entonces, nunca es tal. Inventar implica un in-venire, un dejar venir a la alteridad, extraño extranjero que pone en crisis nuestra morada. Pero, por supuesto, hay una herencia, un espacio donde hacer lugar a la llegada de ese otro, territorio previo que hace posible la irrupción intempestiva de lo imposible. Esta tarea es la deconstrucción, invención que acoge a la invención, es decir, que expresa una hospitalidad incondicional ante la llegada de cualquier/absolutamente otro.

Aquí se impone la necesidad de revisar el tan gastado concepto «deconstrucción», el cual no implica un movimiento dialéctico entre una instancia constructiva y una destructiva, sino el reconocimiento del abismo sobre el que se funda toda norma. Así se comprende que Derrida se llame a sí mismo un hombre de instituciones, a pesar de que si revisamos su biografía detectamos rápidamente que su relación con las de su época no siempre ha sido de lo más feliz, ni siquiera la que desplegó con esas mismas instituciones que él fundó.5 La «democracia por venir» ­derridiana puede ser considerada entonces como una propuesta política que plantea cierta perspectiva ­deconstructiva que se lanza ante todo instituido, señalando la imposibilidad del paso más allá de lo heredado. Desde ya que la deconstrucción es algo que acontece y no responde a la voluntad de un sujeto, pero eso no conduce a una pasividad absoluta condescendiente con el imperio del mercado. Solicitar el edificio conceptual de la política, es decir, hacerlo temblar desde su interior, allí reside precisamente la posibilidad de la invención emancipatoria, la cual implica el trabajo hipercrítico de desmontar los propios supuestos de manera incansable, para así dar lugar a la llegada de lo otro, siempre por venir.

Siguiendo con la herencia de la deconstrucción explicitada en Espectros de Marx, está claro que para Derrida no hay un más allá del Estado moderno, incluso si se pretende sostener un antiestatalismo liberal, pero eso no significa que esté clausurada la crítica necesaria al mismo como apertura hacia una política emancipatoria. Si bien el Estado resulta fundamental a la hora de enfrentarse a poderes que, sin esa contención, representarían un peligro mayor, no debemos abandonar la necesidad de destituir el orden que se funda en la noción de soberanía moderna. La deconstrucción es un proceso de constitución y destitución, lo que no quiere decir construir y destruir, sino instituir de manera frágil, sin agotar en el poder constituido el poder constituyente/destituyente, sino manteniendo allí el desorden sobre el que se funda.

Ahora bien, resulta fundamental en este punto poner el acento en la noción misma de emancipación, que hasta aquí la hemos utilizado de manera ingenua. Si por tal concepto entendemos la ausencia de determinaciones externas, la capacidad de un sujeto de autodeterminar su acción de manera libre y autónoma, necesariamente nos condenamos a reproducir los modos de lo político que precisamente quisiéramos criticar. La noción de emancipación quedaría así ligada a la de sujeto moderno, con lo cual clausuraríamos la posibilidad de la invención imposible.6 ¿Qué es la emancipación? Quizá la infatigable auto–hetero–deconstrucción de todas las ficciones necesarias para la vida, por lo tanto, para la política, que en su mismo ejercicio da cuenta de otros modos de la subjetividad y de lo político. La invención, como la decisión, siempre es invención del otro. La estética y la política, como tales, hacen excepción del sujeto, del ego y de su campo de acción. Y a esto se refiere Derrida con la expresión mesianicidad sin mesianismo, estructura de promesa que sirve de condición de posibilidad para toda experiencia y que señala el más allá que desborda desde el interior cualquier marca. Esta promesa emancipatoria, fiel a determinado espíritu de Marx, no se confunde con el utopismo ni con un idealismo del tipo kantiano, sino que se refiere a la urgencia del aquí y ahora.7 Lo dado se encuentra ya atravesado por lo otro de sí, instancia desde la cual todo estatuto se auto–hetero–deconstruye, poniéndose en cuestión y abriendo así la posibilidad de la cuestión misma, invención que vuelve siempre por primera vez.

Para los primeros pensadores del Estado moderno era una verdad revelada el hecho de que la constitución de un orden político fuera la contracara de la destitución del mismo. Tanto Hobbes como Rousseau realizan un elogio de la permanencia, de la estabilidad, de la eternidad terrenal, comprendiendo que la fugacidad y contingencia de cualquier instituido no hacen más que desnudar su carácter ficcional, invitando así a la revuelta. No es posible, para toda teología–política, un orden que deje entrever su fragilidad, propia de todo artificio humano, ya que esa honestidad conduciría a su fin.

Aquello que Derrida y los autores antes analizados nos proponen pensar es, precisamente, lo contrario: un orden fugaz que aliente la revuelta, entendida como invención de otro instituido tan contingente como el primero. Y a esto nos referimos también cuando hablamos de emancipación, ya que si bien no podemos abandonar nuestra tradición, sí podemos sacar a la luz todas sus fisuras y festejar el poder transitarlas. La deconstrucción es la suma de estos dos imperativos contradictorios: no hay un más allá de lo heredado pero no hay una tradición que no esté atravesada por lo que la excede. La invención por venir, entonces, es imposible, pero es lo más inmediato y urgente de nuestro aquí y ahora.

Así nos acercamos a la tarea que la deconstrucción nos lega, si pensamos en la actual experiencia política mundial y la aparente necesidad de una renovación de cierto marco conceptual y político que responde, en última instancia, a la lógica Estatal moderna. Si bien desde una perspectiva filosófica pareciera haber un agotamiento de esa constelación conceptual conformada por el Estado, lo común, el poder constituyente, la soberanía, entre otros, nuestra actualidad parece demostrarnos que la alternativa se reduce al imperio del mercado y el retorno a ciertos principios enraizados en la tierra y la sangre pero que, paradójicamente, logran extender el alcance de sus acciones al mundo entero. La función katechóntica del Estado como límite para estos poderes trasnacionales, plagas del mundo contemporáneo que no hacen más que reducir la diferencia a la figura del enemigo absoluto, parece ser hoy la opción más promisoria.8 Sobre todo cuando el derecho internacional y las instituciones que lo resguardan han demostrado su ineficacia y parcialidad, dando origen en muchos casos a estas nuevas potencias a las que nos enfrentamos, siguiendo al pie de la letra la lógica autoinmunitaria que Derrida acertadamente despliega. A su vez, las preguntas que no podemos dejar de hacernos tienen que ver con la posibilidad de un pensamiento emancipatorio dentro de ese mismo dominio estatal que por momentos reclamamos. ¿Puede tener un Estado la suficiente plasticidad para no reducir la potencia instituyente a un mero mito? Si bien instituir siempre es un destituir, todo indica que queremos olvidarnos de ello. El cierre de las fronteras, en su versión tanto económica como biopolítica, parece ser hoy la única respuesta que cierto fantasma de soberanía indivisible puede ofrecer, cuando el proteccionismo económico y la expulsión del inmigrante o refugiado se traducen en una violencia efectiva sobre la alteridad. ¿Es posible mantenernos atentos a esa débil fuerza mesiánica, a esa performatividad inagotable, incluso cuando constituimos un orden? Preguntas sin respuesta, preguntas difíciles, que hoy a nuestro entender merecen la pena ser discutidas. Todo este trabajo no es más que el preámbulo a las cuestiones urgentes que necesitamos pensar si creemos aún en la vigencia del pensamiento emancipatorio, inventivo y, por lo tanto, imposible. Para concluir, leemos en Derrida:

Sin embargo, es necesario prepararse para tal cosa, pues para dejar venir al que es completamente otro, la pasividad, una cierta especie de pasividad resignada por la cual todo vuelve a lo mismo, no es admisible. Dejar venir al otro, no es la inercia pronta a cualquier cosa. Sin duda la venida del otro, si debe permanecer incalculable y de cierta forma aleatoria (nos encontramos con el otro en el encuentro), se sustrae a toda programación. Pero esta aleatoria del otro debe ser heterogénea a lo aleatorio integrable a un cálculo, como a esta forma de indecidible con la cual se miden las teorías de los sistemas formales. Más allá de todo estatuto posible, esta invención del completamente otro, la llamo aún invención porque nos preparamos para ello, hacemos ese paso destinado a dejar venir, invenir al otro. (...) Prepararse a esta venida del otro es lo que llamo la deconstrucción que deconstruye este doble genitivo y que vuelve ella misma, como invención deconstructiva, al paso del otro. Inventar, sería entonces «saber» decir «ven» y responder al «ven» del otro. ¿Sucede alguna vez? De este evento no estamos nunca seguros. (93)

Notas

Papeles de investigación 5–16

1 «Es el triunfo del capital invertido. Imprimir con letras de fuego su omnipotencia, como omnipotencia de sus amos, en el corazón de todos los desposeídos en busca de empleo, constituye el sentido de todas las películas, independientemente de la trama que la dirección de producción elija en cada caso» (169).

2 Para esta interpretación del eterno retorno de lo mismo como ley aporética que excluye todo presente véase Blanchot (42–46).

3 El epílogo de El uso de los cuerpos presenta, con el mismo título, una elaboración de lo expuesto en este trabajo (469–495).

4 Para Agamben lo inútil o inoperante estará siempre del lado del poder destituyente. «Política y arte no son tareas ni simplemente “obras”: nombran, más bien, la dimensión en la cual las operaciones lingüísticas y corpóreas, materiales e ­inmateriales, biológicas y sociales son desactivadas y contempladas como tales para liberar la inoperosidad que en ellas ha permanecido aprisionada» (Agamben, 2017:495)

5 Sobre la «efectiva» intervención política de Derrida véase Vermeren (171–181) y Delacampagne (862–871).

6 Refiriéndose al valor tradicional o dominante de la invención, que debe ser puesto en cuestión, Derrida señala que «la invención vuelve siempre al hombre como sujeto» (Derrida, 1987:75).

7 En su respuesta a las críticas provenientes del marxismo Derrida señala que su mesianicidad sin mesianismo no se confunde con el utopismo por dos razones. La primera tiene que ver con la ausencia de un contenido determinado para esta estructura de promesa. En segundo lugar, la apertura al porvenir no implica un ideal del tipo kantiano, sino la visita pre–­histórica de la alteridad que habita toda mismidad. «La mesianicidad (a la cual considero una estructura universal de la experiencia y que no puede ser reducida a ningún mesianismo religioso) es cualquier cosa excepto utópica: se refiere, en todo aquí ahora, a la venida del acontecimiento eminentemente real y concreto, es decir, a la alteridad más irreductiblemente heterogénea» (Derrida, 1999:248).

8 Para la figura del katéchon en Schmitt como freno al automatismo de la técnica liberal véase Galli (95 y 183).

Referencias bibliográficas

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Vermeren, P. (2008). La aporía de la democracia por venir y la reafirmación de la filosofía. En Cragnolini, M.B. (Comp.). Por amor a Derrida. Buenos Aires: La Cebra, 171–181.