#10
[junio-noviembre 2019]

La condición de escritora–traductora: Victoria Ocampo bajo el signo del drama americano

María Celia Vázquez
Universidad Nacional del Sur, Argentina / vazquezmariacelia@gmail.com

Resumen

Si, como quiere Antoine Berman, la reconstrucción biográfica de los traductores permite iluminar, entre otras cuestiones, la relación que estos mantienen con la escritura, la lengua materna y las otras lenguas, en el caso particular de la autobiografía de Victoria Ocampo los vínculos entre el español, el francés y el inglés se presentan bajo el signo de un drama que ella define como americano. La imagen del drama americano se refiere el desacomodo que siente en tanto escritora esta cosmopolita sudamericana que vivió entre lenguas y que aprendió a leer y escribir en francés e inglés antes que en su lengua natal. A partir de los «trastornos de identidad» que, según Derrida, pueden rastrearse a través de fenómenos tales como la «pertenencia o no pertenencia de la lengua» y la «afiliación a la lengua» analizo la traducción, entendida en un sentido más metafórico que literal, en el contexto de la propia escritura de Ocampo. Específicamente me interesa la figura de escritora —traductora porque me permite explorar esa condición doble y reversible que se plantea en concomitancia con la problemática de la «dualidad de idiomas».

Palabras clave: Victoria Ocampo / cosmopolitismo /
in between / multilingüismo / traducción

The writer-translator condition: Victoria ­Ocampo under the American drama sign

Abstract

As Antoine Berman states it, the biographical reconstruction of translators sheds light on the relationship ­between the latter, their writing, their mother tongue and other languages. In the particular case of Victoria ­Ocampo’s autobiography, the links between Spanish, French and English are presented under the sign of a ­drama that she defines as American. The picture of this drama refers to the discomfort that the writer felt, as a South American cosmopolitan who lived among languages and learned to read and write in French and English before doing so in her mother tongue. Taking into consideration the «disorders of identity» that, according to Derrida, can be traced through phenomena such as «belonging or ­nonbelonging to the language» or «affiliation», I analise translation
—in a methaphorical sense— in the context of Ocampo’s own writing. I am particularly interested in the role of writer-translator, because it has allowed me to explore this double-sided condition that is concomitant with the problem of «language duality».

Key words: Victoria Ocampo / cosmopolitanism /
in between / multilingualism / translation

Recibido: 30/5/2019. Aceptado: 14/6/2019

Para citar este artículo: Vázquez, M.C. (2019). La condición de escritora–traductora: Victoria Ocampo bajo el signo del drama americano. El taco en la brea, 10 (junio–noviembre), 115–123. Santa Fe, Argentina: UNL. DOI: 10.14409/tb.v1i10.8691

En junio de 1951, una llamada telefónica de Jorge Luis Borges vino a alegrarle la vida a Victoria Ocampo. En el clima de amenazas y zozobras en el que se sentía vivir mientras gobernó Perón, la noticia de que había sido distinguida con el Premio de Honor de la Sade tuvo, para ella, resonancias algo más que alentadoras. Aunque se mostró sorprendida ante tal decisión, para ese entonces, Ocampo hacía veinte años que dirigía Sur, la revista cultural más importante de Argentina y de ­Latinoamérica; ya había publicado varios libros además de numerosas crónicas y ensayos en diarios y revistas. De todos modos, quienes asistieron al acto de premiación le escucharon pronunciar un discurso en el que antes que reseñar sus logros como escritora prefirió pasar revista a las malandanzas (por usar sus propias palabras) que se interponían entre una mujer de su época, de su país, de su clase y la carrera de las letras. Entre otros escollos, reparó en la lengua; a propósito citó un fragmento de Historia de mi vida donde George Sand se queja de las dificultades que le plantea el francés como secuela de un aprendizaje infantil deficitario: «Todavía estoy aprendiendo mi idioma mientras lo práctico, y temo no llegar a saberlo bien» (cit. por Ocampo, 2013:24).1 Si a Ocampo le interesa traer a colación esta cita no es como metáfora de su propia circunstancia; podríamos decir más bien que esta se define en sentido inverso a las falencias aludidas por Sand, dado que, como afirma Sarlo, «Victoria Ocampo exhibe sus dificultades con la lengua materna porque son precisamente eso: los obstáculos de quien es demasiado rico en lenguas, resultado del fluir de la abundancia y no de la pobreza simbólica» (40). Aun cuando más coqueta que irónica se lamente por no dominar la lengua rusa, el alemán ni el noruego,2 Ocampo «manejaba» idiomas: hablaba, leía y escribía en francés, inglés, español e italiano. Su competencia lingüística además le bastó para desempeñarse como traductora del francés y del inglés al español, una práctica que según su propia definición ejerció menos como oficio que «por amor a lo traducido».3 Lo que viene a decir la cita entonces es que para ambas escritoras (no importa si cuentan con pocos o muchos recursos) la lengua antes que ofrecerse como un instrumento se impone como un problema. Ese carácter problemático, en el caso de Victoria, depende de su plurilingüismo, o para decirlo con sus propias palabras, de esa «amenazante dualidad de idiomas» (2013:24) en la que se debate por escribir en francés en un medio hispanoparlante como la Argentina.

Es en relación con la experiencia de los conflictos que surgen por vivir entre lenguas como me interesa leer la traducción en este trabajo, es decir, entendida en un sentido más metafórico que literal y en el contexto de la propia escritura. Por consiguiente, no integraré al corpus de análisis las versiones en español firmadas por Ocampo de las obras teatrales de Graham Green, Albert Camus o Dylan Thomas ni recortaré como objeto crítico su desempeño como traductora a secas; más bien pondré el foco en la condición de escritora–traductora. Específicamente, con la fórmula escritora–traductora me refiero a esa figura que se define como doble y reversible en concomitancia con la problemática de la «dualidad de idiomas» o (si se prefiere) como consecuencia de la experiencia de dislocación que tal dualidad supone. Si recorto como objeto de análisis esta figura es porque parto de la hipótesis de que, en el caso de Ocampo, el acto de escribir en sí mismo está indisolublemente ligado a la traducción, dado que, como afirma Sarlo, «Victoria Ocampo está destinada a una relación con la escritura mediada por la traducción y la lengua extranjera» (41). Desde esta perspectiva, exploraré esa zona de borde compuesta por aquellos ensayos de carácter más bien programático, como son «Malandanzas de una autodidacta» y «Palabras francesas». Al mismo tiempo que leeré los matices que adquiere la imagen de traductora en el proceso de autofiguración más amplio, interpretaré aquellas declaraciones donde Ocampo se pronuncia y reflexiona en tanto escritora como si fuesen parte de su autobiografía de traductora, no tanto para rescatar, como quiere Antoine Berman, esa figura olvidada de todos los discursos sobre traductología, sino más bien porque a través de ella se puede aclarar, ahora sí de acuerdo con Berman, «la relación del traductor con la escritura, la lengua materna y las otras lenguas» (245).

Para empezar, como sabemos, Victoria Ocampo piensa y escribe en francés antes que en español. Si bien asume el hecho con naturalidad —ya que esa fue la lengua en la que se alfabetizó— escribir en lengua extranjera, lejos de ser un don, pasa a ser un «drama», como prefiere llamarlo ella, cuando se inicia como escritora, más precisamente, a partir del dilema de orden ético pero también político que se le plantea al sentirse interpelada por la cuestión de para quién escribe:

Tal sueño [dedicarse a las letras] era de por sí bastante difícil de realizar sin el agregado del tira y afloja de orden afectivo y la disparidad de opiniones con los míos. Primero: escribía en francés. El idioma de mi infancia y adolescencia —el francés— era mi idioma; no podía liberarme de él al intentar escribir. El drama empezaba ahí. Para publicar algo en mi país, como me lo proponía, necesitaba hacerme traducir y las traducciones me chochaban y disgustaban. (2013:24)

Desde el momento en que reconoce que es «principalmente aquí, en mi tierra, donde tengo que decirlo, y en una lengua familiar a todos» (1935:32), traducir se convierte en sinónimo de escribir, y escribir para publicar, en un drama, según la síntesis que aporta la propia escritora: «el drama sin solución en que me debato desde siempre: escribir en francés y publicar en traducción española. Yo no pienso en español, sino en francés» (21).

En líneas generales, entonces los conflictos entre las lenguas (materna y extranjeras) y las traducciones que narra Ocampo en primera persona parecen plantearse en torno a aquella situación paradójica que según Derrida se produce entre el «tener más de una lengua» y «no tener ninguna»; en el contexto de esa «contradicción performativa»4 que sintetiza el querer simultáneamente escribir en francés y poder comunicarse con sus compatriotas, la traducción de sus textos al español se impone al menos como una salida. No obstante ello, Ocampo no puede sino vivir como un «tormento» la experiencia ya sea de ser traducida o de traducirse. Aun cuando esté dispuesta a pagar este precio, no es insensible a la violencia que lleva implícita el hecho de tener que hacer algo en nombre de un imperativo ético y no de un deseo íntimo. Si bien acertado, este argumento es insuficiente para explicar el «drama» en el que se debate la escritora. Para comprender en qué sentido dice que las traducciones al español «le chocaban y disgustaban», es necesario traer a colación cuánto valora la lectura en lengua original; según Ocampo, el conocimiento de «idiomas» representa para los «aficionados o profesionales de las letras» un pasaporte al mundo: «Porque conocer idiomas es conocer libros y, gracias a ellos, países. El inglés y el francés, tan ricos en obras maestras escritas, son casi indispensables para quien se interese en la literatura» (1966:82).

Por otra parte, no duda en reconocer el valioso aporte que hacen al agenciamiento cosmopolita las traducciones entendidas como correas de transmisión entre las diversas culturas —sabemos lo mucho que trabajó (incluso más allá de la revista) a favor de gestionar y consolidar un programa en la Argentina—. En el contexto de su propia escritura, en cambio, lejos de apreciarla como un aporte más bien padece la traducción (ahora entendida en un sentido literal) como una instancia de pérdida:

Escribía pues en francés, luego me traducían y quedaba yo cariacontecida, cabizbaja, dándoles inútilmente vuelta a las palabras ajenas que me resultaban antipáticas, desconcertada por giros que alterando el ritmo de mi pensamiento modificaban su esencia, de acuerdo por lo menos con mi sentir. (2013:25)

De acuerdo con una concepción romántica, piensa que «cada lengua tiene su espíritu, su carácter particular» (84); desde esta perspectiva señala como intraducible los «giros reveladores de una forma de ser, de una tendencia, de una peculiaridad, buena o mala» (87). Peor todavía, ella teme que lo que se pierde en el pasaje de una lengua a otra no son sólo las inflexiones idiosincráticas de una cultura, sino también los matices subjetivos que adquiere la lengua a través del uso particular; en su caso, lo intraducible serían las resonancias afectivas de la infancia: «¿Cómo separarme de ellas [las palabras francesas] sin separarme de esta infancia? ¿Cómo separarme de mi infancia sin cortar toda comunicación con la esencia misma de mi ser, sin empobrecerme absolutamente, definitivamente, de mi realidad, de su fuente?» (1935:32).5 En conclusión, al asumir el imperativo de la traducción en nombre de la voluntad de comunicarse y de ser leída entre sus compatriotas, ella sabe que resigna algo de su identidad o, tal vez haya que decir mejor, de su propia alteridad:

No me reconocía en ellas [las traducciones]. Eran espejos cóncavos o convexos. Y no podía escapar a este proceso, puesto que deseaba principalmente dirigirme a mis compatriotas, es decir, a los lectores con quienes tenía comunidad de problemas, de circunstancias materiales, de matices sentimentales, de afinidades telúricas. La dualidad de idiomas se levantó de pronto ante mí, contra mí, amenazante. Como algunos cuerpos, yo cristalizaba, según las circunstancias (leáse el idioma), en dos figuras geométricas diferentes. (2013:24)

Precisamente Derrida establece una relación directa entre la contradicción performativa (tener una lengua que no es propia) y lo que él denomina «trastornos de la identidad». Entendido en un sentido metafórico, el trastorno remite a una subjetividad que no es fija ni estable; así como la lengua madre no depende de la relación de pertenencia por origen o nacimiento, tampoco la identidad se refiere a la nacionalidad, aunque no reniegue completamente de ella. Más que pensar en identificaciones monádicas, se trata de identidades móviles, intersticiales, en fin, mestizas, según la definición de Laplantine y Nouss.6 ¿Qué significa que una escritora argentina, latinoamericana como Ocampo, confiese que no se reconoce al ser traducida al español que es la lengua de pertenencia por nacionalidad y origen? Lo primero que podemos decir es que invierte la premisa de Brisset acerca de la traducción como experiencia del extranjero y de la alteridad, ya que al admitir su extrañamiento parece sugerir que se siente en el extranjero cuando está en casa y viceversa. «El francés, por el contrario, era para nosotros la lengua en que podía expresarse todo sin parecer un advenedizo» (1935:38).

Si la paradoja es que el español le suena como una lengua más extranjera que el francés o el inglés, entonces lo que está invertido es el orden de las lenguas. Por consiguiente, se imponen nuevas preguntas: cuál es la lengua original, la lengua madre, cuál la traducida, la extranjera. En principio, habría que decir que como ella escribe en francés no hay coincidencia entre lengua original y lengua madre. Por otra parte, si pensamos en esa relación entre íntima y afectiva que establece Ocampo con la lengua de Proust, comprendemos que el francés es algo más que la lengua original. El hecho de que no haya una relación de filiación no significa necesariamente que esa lengua le resulte extranjera, ya que, tal como advierte Derrida: «Al decir que la única lengua que hablo no es la mía, no dije que me fuera extranjera. Matiz, no es exactamente lo mismo» (1997:17). En el caso de Ocampo, la hipótesis de Derrida se extrema, dado que ella adopta como propia la lengua en la que fue alfabetizada, aun cuando no sea su lengua materna.

En definitiva, si reconoce el francés como primera lengua, es porque establece con él un vínculo de afiliación, en el sentido en que lo define Edward Said. Pero ¿en qué consiste ese afiliarse a una lengua extranjera que no le pertenece por nacimiento? En principio, remite mucho menos a la actitud tilinga (podríamos decir) del afrancesamiento (que le reprochan Max Daireaux y sus detractores nacionalistas), que a aquella relación de intimidad que mantiene con la lengua y su literatura desde la más temprana infancia. En este sentido, el empleo del francés, según ella misma advierte, en su caso, asume «lo contrario de una actitud convencional» (1935:35), como aquella que le reprocha Max Daireaux cuando se queja de que la élite porteña, y particularmente las mujeres, no pueden leer más que en francés, porque el español las aburre. Por lo tanto, la afiliación no se resume como marca de clase ni como síntoma de afectación. En sentido estricto, tampoco se restringe al prestigio literario que posee el francés como lengua metropolitana, aun cuando ella lo tenga en alta estima. En buena medida si lo adopta para escribir es porque le permite expresar matices y modulaciones, como si fuese un idiome. Prefiero usar la acepción en francés porque sugiere lo que es propio, tiene una connotación de particularidad ausente en la palabra en español; idioma es más bien un sinónimo de lengua.7 Con mayor precisión, lo que me interesa subrayar en el término en francés son las inflexiones que adquiere la palabra en el contexto del pensamiento de Derrida, para quien idiome expresa una manera propia y singular, como la firma, de usar el lenguaje.

Que la escritora encuentre este potencial expresivo de singularidad en una lengua que no es la suya aunque sea la única que siente como propia, no se corresponde con la actitud prejuiciosa8 que adopta ante la lengua española sino más bien con algo del orden de la experiencia y de lo vivido. Las nanas, las rimas, los relatos infantiles, los rezos llevan su acento. En definitiva, las «palabras francesas» (así se refiere Ocampo a la lengua) conservan la memoria de su primer amor por los libros y de las primeras experiencias de lectura:

Todos los libros de mi infancia y de mi adolescencia fueron franceses o ingleses; franceses en su mayoría. Aprendí el alfabeto en francés, en un hotel de la avenida Friedland. Desde entonces, el francés se me ha pegado de tal forma, que no he podido desembarazarme de él. Mi institutriz era francesa. He sido castigada en francés. He rezado en francés. He comenzado a leer en francés (…) Es decir que comencé a llorar y a reír en francés. Leía insaciablemente. Las hadas, los enanos, los ogros hablaron para mí en francés. Los exploradores recorrían un universo que tenía nombres franceses. Y, más tarde, franceses fueron los versos bellos y las novelas en las que por primera vez veía palabras de amor. (1935:31)

La apropiación del francés por parte de Ocampo simultáneamente implica una manera de ­desapropiación de la lengua de origen. En consecuencia, podríamos pensar que estas operaciones ponen en cuestión la naturalización de la lengua materna, cuestionamiento que también posee el idiome en la concepción derridiana, como observa Miriam Jerade; por otra parte, siguiendo con ­Derrida al desapropiar(se) del español, la escritora no cede, más bien todo lo contario, a los reclamos/reproches de los que es objeto por parte de los diversos nacionalismos. Por consiguiente, la adopción de la lengua francesa resume un dilema cultural que es también político: me refiero a la paradoja que plantea el idioma con su singularidad y que Derrida sintetiza en las siguientes preguntas:

¿Cómo estar a favor de la más grande idiomaticidad —lo que hay que hacer, creo— defendiéndose en todo contra la ideología nacionalista? ¿Cómo defender la diferencia lingüística sin ceder al patriotismo, en todo caso a cierto tipo de patriotismo, y al nacionalismo? Tal es el desafío político de este tiempo. (2001)

El francés para VO más que una lengua9 es un idioma, pero menos que un idioma es una voz, o habría que decirlo mejor en griego, una phônè. En la acepción aristotélica, phônè se refiere a la parte sensible y no conceptual de la palabra; Lyotard, por su parte, la identifica con el fraseo infantil inarticulado sin referente ni destinatario al que define como una «señal afectual». Más precisamente, «(l)a phônè es el afecto en cuanto este es la señal de sí mismo. El afecto es inmediatamente su manifestación» (1997:135–136). Justamente de la condición de phônè depende la «naturaleza subjetiva e incomunicable» que Ocampo le atribuye a las palabras francesas en tanto, para ella, comportan resonancias y reminiscencias infantiles.10

En definitiva, la phônè es la voz del infans: «eso tiene voz, pero no articula. No referencial e indirigida, la frase infantil es señal afectual, placer,dolor» (138–139).

No se dirá que in-fans hable otra lengua, ya que una lengua es, por definición, traducible en una lengua conocible. Tampoco es, por lo tanto, otra persona. Según esa Idea, lo que puede afectar su afectualidad mediante las frases articuladas que le llegan, es la phônè que ellas comportan. (139)

Por otra parte, la lingüística contemporánea se refiere a la phônè como dimensión acústica del lenguaje. Desde esta perspectiva más material podríamos decir, las resonancias, aunque también íntimas y afectivas, son ecos de aquellos sonidos de la infancia que se acoplaron a las voces de los libros mientras leía. Como buena lectora de Proust, Ocampo no desconoce que la experiencia de la lectura incluye también «el viento rápido y el sol brillante que hacía cuando leíamos» (1935:32). Por eso mismo, los sonidos de las palabras francesas se mezclan con los gritos de los vendedores ambulantes, mugidos de vacas y balidos de carneros, el canto de los pájaros, el croar de las ranas y el cri cri de los grillos. En síntesis, la phônè como escucha infantil es una escucha mestiza:

Mientras en aquel sillón viajero corría yo mundos, entraban por la ventana los ruidos habituales de San Isidro, inmóvil y movedizo: gallos, benteveos, ranas rastrillos, chirridos del molino, gritos de chicos, silbidos del tren del Bajo, salir o entrar del break que llevaba o traía de la estación al ingeniero del puente de San Luis (...) Yo creía que nada de eso llegaba a mis oídos, y no parecía oírlo, tan absorbida estaba por el mundo imaginario de mis lecturas. Y sin embargo, oía, y más aún, olía el jardín que entraba por la ventana. Mientras mis ojos ávidos no atendían sino al libro, mi oído y mi olfato registraban cosas, por su cuenta. ¡Por el solo hecho de seguir respirando, todo se mezclaba, se asociaba para siempre, sin advertirlo yo (...). (1963:142–143)

El carácter mestizo de la escucha aparece bajo la forma del entrecruzamiento y la contaminación. Al mezclarse con los sonidos y los olores del medio local, la lengua extranjera pierde unidad y pureza, se modula con un acento propio, distinto del original.11 Esa entonación o timbre particular que adquieren tanto el francés como el español peninsular,12 a la vez que disloca las lenguas traduce, en su dislocamiento, la experiencia in between, ese vivir entre lenguas que confluye en la figura de escritora–traductora. Por otra parte, pensar la contaminación como traducción aclara el modo en que se desarrolla la adopción de la lengua extranjera, ya no como mera cita, sino en un sentido activo, casi como apropiación. De todos modos, como advierte Derrida, la lengua no pertenece; precisamente en relación con este punto se define lo paradójico del idiome y su singularidad, o como lo explica Jerade: «—el hecho de firmar en la lengua que podría resolverse en la mayor apropiación— la defiende [a la singularidad] de toda reivindicación de pertenencia» (76). Finalmente el trastocamiento más allá de la relación entre lenguas, se traduce en la espacialidad también dislocada que delimita y consolida el entre lugar del discurso latinoamericano, para decirlo con Silviano Santiago,13 o el fuera de lugar (con Said o Bhabha)14 como el ámbito en el que Ocampo se sitúa por querer agenciarse un espacio cosmopolita desde su condición de argentina sudamericana:

Estoy en donde no estoy, como decía Gabriela Mistral. En aquellas horas de lectura, no estaba en San Isidro o en la calle Viamonte 482: estaba en Francia, en Inglaterra. Y ahora, cuando estoy en Francia o en Inglaterra de veras, suelo estar acurrucada en un sillón que lleva las fundas del verano sanisidrense, o junto a una ventana por donde pasan las palomas que viven en las cornisas de las Catalinas. (1963:145)

Notas

Dossier 115–123

1 «A los siete u ocho años conocía mi idioma. Me hicieron pasar a otros estudios y escribir mucho. Se ocuparon de mi estilo, pero no corrigieron las incorrecciones que había en él... Al salir del convento, volví a estudiar francés y como quise escribir para el público, me di cuenta de que no sabía nada; estudié nuevamente, y este estudio, tal vez demasiado tardío, no me sirvió de nada. Todavía estoy aprendiendo mi idioma mientras lo práctico, y temo no llegar a saberlo bien» (Sand cit. por Ocampo, 2013:24).

2 «Recuerdo mi entusiasmo juvenil cuando descubrí a ­Tolstoy y a Dostoiewski, a Ibsen y a Nietzsche, en traducciones francesas. Conozco cuatro idiomas, pero no el ruso, el alemán y el noruego» (Ocampo, 1979:188).

3 En el caso de Ocampo, el interés por la traducción debe leerse en relación con el cosmopolitismo. Aun cuando particularmente la escritora prefiere leer en lenguas originales, reconoce que las traducciones juegan un papel fundamental en la conformación del patrimonio cultural en países periféricos, como la Argentina. En ese sentido, hay que contar, entre las diversas facetas suyas (escritora, editora, traductora), aquella de «empresaria de las traducciones» (como la llama Beatriz Sarlo). Su gestión en cuanto tal incluye, pero también excede, la revista y la editorial Sur. Justamente, entre las principales iniciativas que impulsó como presidenta del Fondo Nacional de las Artes, se destaca la creación de la colección Obras Maestras de la ­Literatura Universal surgida del «convencimiento de que en nuestra época las buenas traducciones, que nos permiten conocer lo mejor de las letras de cada país, son imprescindibles» (188). Por esta razón un testimonio clave sobre estas cuestiones es «Una nueva traducción de Dante», la conferencia a propósito de la traducción de La Divina Comedia, de Angel Battistessa, que edita el Fondo Nacional de las Artes como parte de la colección. Resulta más que interesante la defensa que hace Ocampo, prácticamente un rescate podríamos decir, de esa figura olvidada que es el traductor; pero además reconoce al buen traductor como un escritor. «El propósito del Fondo de las Artes al publicar esta colección de obras maestras ha sido doble: por un lado, dar a conocer en cuidadas traducciones los grandes libros de la literatura universal; por otro tratar a los traductores que lo merecen como a recreadores de las obras que intentan encarnar en otro idioma» (190).

4 Derrida llama «contradicción performativa» a la situación que se plantea a partir de tener que alfabetizarse y hablar en una lengua que no es propia sino impuesta por los colonizadores. Específicamente se refiere a los hablantes africanos de Argelia y el francés: «Desde el momento en que dijeras que ella, la lengua francesa (...) que no es tu lengua, cuando en realidad no tienes otra, no sólo te encontrarás preso en esta “contradicción performativa” de la enunciación» (1997:16). Por su parte, ­Ocampo también emplea la metáfora de la prisión para ­referirse a la ­relación que ella establece con el francés como si fuese su ­lengua madre. «Quedaré siempre prisionera de otro idioma, quiéralo o no, porque ése es el lugar en que mi alma se ha aclimatado» (1935:33).

5 «Es perfectamente exacto que todas las veces que quiero escribir, unpack my heart with words, escribo primero en francés. Pero no lo hago por una intención deliberada —y aquí es donde se equivoca M. Daireaux—. Me veo obligada a ello por una necesidad interior. La elección ha tenido lugar en mí sin que mi voluntad pudiese intervenir. Mi voluntad, por el contrario, trata ahora a tal punto de corregir este estado de cosas que no he publicado nada en francés —excepción hecha de De Francesca a Beatrice—, y que vivo traduciéndome o haciéndome traducir por los demás continuamente» (1935:32).

6 Laplantine y Nouss reconocen lo mestizo cuando no se congela en una identidad rígida, asocian el concepto con la identidad que se ofrece como una ética de la alteridad y no con los procesos de identificación.

7 En el sentido de lengua es que Victoria Ocampo se refiere al idioma cuando usa la expresión.

8 «Muchos de nosotros empleábamos el español como esos viajeros que quieren aprender ciertas palabras de la lengua del país por donde viajan, porque esas palabras le son útiles para sacarlos de apuros en el hotel, en la estación, y en los comercios, pero que no pasan de ahí. (...) En nuestro caso debemos tener en cuenta, por añadidura, una especie de desdén latente hacia lo que venía de España (...) (n)os volvíamos al francés por repugnancia a la afectación. La penuria del español que aceptábamos nos lo tornaba imposible. Rechazábamos su riqueza: rechazábamos esa riqueza como una cursilería. Nos disgustaba como una ostentación de lujo hecho de relumbrón y joyas falsas» (36, 37–38).

9 Derrida se refiere a los criterios según los cuales se diferencian la lengua del dialecto y del idioma. Entre los externos menciona a «“cuantitativos” (antigüedad, estabilidad, extensión demográfica del campo de palabra) o “político–simbólicos” (legitimidad, autoridad, dominación de una “lengua” sobre una palabra, un dialecto o un idioma)» (21).

10 «Hay para mí en las palabras francesas, aparte de todo lo demás, un milagro análogo, de naturaleza subjetiva e incomunicable. Poco importa que el español me parezca hoy día una lengua admirable, resplandeciente y concisa. Poco importa que, presa de mi arrepentimiento, me esfuerce en restituirle mi alma. Del francés la neige ne sera jamais enlevée» (1935:41).

11 «Lo que escribo en francés no es francés, en cierto sentido, respecto al espíritu» (1935:32).

12 Aunque Ocampo plantee el drama en primera persona, el hecho de que lo haga citando los versos «estar donde no estoy» de la escritora chilena Gabriela Mistral advierte acerca del carácter colectivo, genuinamente americano que posee el dilema de las lenguas. La sensación de hablar como extranjeros, de sentirse como intrusos en relación con la lengua española es compartida por aquellos escritores hispanoamericanos que sienten la necesidad de construir una lengua con inflexiones propias. En el caso de Ocampo, esa construcción remite más que a una lengua a una voz, una entonación marcada por el criollismo y la oralidad. En conclusión, tanto cuando se apropia de la lengua extranjera como cuando construye su propia voz, apela a un timbre con resonancias vernáculas.

13 El concepto de entre lugar elaborado por Silviano ­Santiago, según observa Julio Ramos, en los años setenta anticipaba algunas de las discusiones actuales sobre los efectos culturales de la teoría de la traducción en contextos coloniales y poscoloniales. Específicamente, Santiago asocia este lugar intersticial y dislocado con las ideas de mixtura, contaminación y traducción. «La mayor contribución de América Latina a la cultura occidental proviene de la destrucción de los conceptos de unidad y pureza: estos dos conceptos pierden el contorno exacto de su significado, pierden su peso aplastador, su señal de superioridad cultural; a medida que el trabajo de contaminación de los latinoamericanos se afirma, se muestra cada vez más eficaz. ­América Latina instituye su lugar en el mapa de la civilización occidental gracias a un movimiento que activa y destructivamente desvía la norma, un movimiento que resignificó los elementos preestablecidos e inmutables que los europeos exportaban al nuevo mundo. En virtud del hecho de que América Latina ya no puede cerrar sus puertas a la invasión extranjera, y de que tampoco puede reencontrarse con su condición de paraíso solitario e inocente, se constata con cinismo que, sin esa contribución, su producto sería una simple copia–silencio (...). Su geografía debe ser una geografía de asimilación y agresividad, de aprendizaje y reacción, de falsa obediencia. La pasividad reduciría su rol activo a la desaparición por analogía» (2000:65).

14 Homi Bhabha se refiere a ese espacio in between como un tercer espacio intrínsecamente vinculado con el «sentimiento de extrañeza de la reubicación del hogar y el mundo (el extrañamiento [unhomeliness] que es la condición de las iniciaciones extraterritoriales e interculturales. Estar extraño al hogar [unhomed] no equivale a ser un sin hogar o sin techo [homeless]» (2002:26). El agenciamiento del tercer lugar tiende a consolidar espacialidades diferentes donde, además de expresarse en ellas las relaciones de poder de las lenguas hegemónicas, se configuran espacialidades y territorialidades que escapan a su hegemonía y que expresan otros poderes sociales.

Referencias bibliográficas

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