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[junio-noviembre 2019]

Comunidad. Entrada del término Comunidad en el Indiccionario de lo contemporáneo Indicionário do contemporâneo, Celia Pedrosa, Diana Klinger, Jorge Wolff, Mario Cámara. Belo Horizonte: Editora UFMG, 2018, 55–95. Traducción de Guillermina Torres Reca. Universidad Nacional de La Plata, Argentina / torresrecaguillermina@gmail.com

Para citar este artículo: Pedrosa, C.; Klinger, D.; Wolff, J.; Cámara, M. (2019). Comunidad. El taco en la brea, 10 (junio–noviembre), 175–192. Santa Fe, Argentina: UNL. DOI: 10.14409/tb.v1i10.8697

La comunidad está a la orden del día, como problema y como práctica. Si en los tiempos modernos, las masas que resistían a la acción disciplinadora del Estado eran la amenaza latente al proyecto modernizador al contraponerse a la noción integradora de pueblo, hoy las multitudes resisten al control del capitalismo internacional deterritorializándose. Una definición contemporánea de comunidad que esté atenta a los problemas causados por los nacionalismos en el siglo XX supone una difundida conciencia de integración a una red en la cual el impacto de la acción de uno de nosotros es, al mismo tiempo, inevitable, imprevisible e incontrolable, de modo que produce efectos que se propagan en todos los demás. La política más a la vanguardia está siendo llevada adelante de modo colectivo, horizontal, sin pasar por las instituciones tradicionales (partidos, sindicatos, etc.) y, lo que es más radical, sin planes programáticos. No en vano, con esto coindice la necesaria problematización de las nociones de sujeto e individuo, nación y pueblo. Así también, las ideas de inespecificidad e impropiedad en el arte responden, de algún modo, a esa misma sensibilidad que no se acomoda, confortable, a una definición precisa y a una división en esferas de pertenencia, justamente, porque reconoce sus interconexiones e interacciones.

Más allá de que el concepto de comunidad no sea contemporáneo, el hecho es que durante los últimos años se ha convertido en uno de los términos más debatidos y polémicos. Es posible trazar una genealogía del concepto, en un sentido amplio, retomando el recorrido histórico–­filosófico delineado por Roberto Esposito (2009), que pasa por las obras de Hobbes, Rousseau, Kant, ­Heidegger y Bataille. Al hacer esa genealogía, Esposito se centra en la tensa relación entre el pensamiento de Heidegger y Bataille, oponiéndose, así, a las diferentes acepciones dadas al concepto por los filósofos anteriores, puesto que, desde la óptica del italiano, en la obra de Hobbes, la comunidad representaba algo que debía ser destruido en pos de la constitución del poder absoluto del Estado; ya en la crítica comunitaria de Rousseau al individualismo hobbesiano, se reclama la ausencia de comunidad, como un origen natural al cual es preciso retornar; y en la filosofía de Kant, aunque no haya ningún ideal de reapropiación de una esencia ligada a un mito de origen, la comunidad aparece como aquello a lo que se debe aspirar, no obstante constituya siempre un irrealizable, que recuerda al hombre su finitud e imposibilidad de perfección. Aproximándose así a la sensación de lo sublime, la aspiración kantiana de la comunidad funciona como experiencia traumática del límite, yuxtaponiendo la tendencia a querer cruzarlo a la imposibilidad de hacerlo. Es, sin embargo, en el pensamiento de Heidegger que se reconoce otro lugar de comprensión de la comunidad, dejando esta de ser vista como principio o fin, presupuesto o destino, para ser entendida como condición, al mismo tiempo, singular y plural, de nuestra existencia finita. Heidegger es el pensador que afirma con mayor vehemencia que el momento verdaderamente auténtico de nuestra existencia es el de la conciencia madura de nuestra inautenticidad originaria. Eso implica decir «que la incompletitud, la finitud, no es el límite de la comunidad —como siempre ha imaginado el retrato melancólico del pensamiento—, sino exactamente su sentido» (Esposito, 2009:57).

El giro representado por la obra de Heidegger es fundamental para la entronización de la cuestión del nihilismo en el pensamiento filosófico y para la tematización de la cuestión del «fin» en la filosofía. De ese modo, el texto heideggeriano abre la cuestión fundamental del fin de la filosofía y de la necesidad de crear un pensamiento otro con base en esa nueva condición. No obstante, mientras Heidegger se ubica como elemento ulterior en el linaje filosófico occidental, reinventado la filosofía de su fin, Bataille invierte esa posición, apostando no por una nueva filosofía del fin de la filosofía clásica —de tradición metafísica—, sino por una filosofía del fin que, en vez de operar en el interior mismo del saber, como Heidegger, se desenvuelve a partir del no saber, como la afirmación de una negación radical. En ese sentido, en contraposición al pensamiento ­heideggereano, «marcado por la subordinación de la experiencia al conocimiento» (Esposito, 2007:189), la obra de Bataille, por medio de la idea de «experiencia interior», percibe en el propio seno del saber la simultaneidad de una potencia (la experiencia) extraña a cualquier posibilidad de definición filosófica. La experiencia, en términos batailleanos, sería así aquello que lleva al sujeto fuera de sí, destituyéndole toda forma de subjetividad. De esa manera, es posible afirmar que la apertura representada por la relación entre las nociones de experiencia y comunidad en ­Bataille se presenta como algo aún más problemático, puesto que el vacío que envuelve la cuestión del cum —de la relación comunitaria pensada más allá de los mitos de origen y de los discursos inmunitarios de identidad— bien como la desactivación del sentido que la experiencia del mundo instituye —­dislocando sujeto, lenguaje y pensamiento de sus lugares consolidados— exigen reflexionar sobre la comunidad como aquello que falta, y sin embargo no como una nada, un vacío que reclama «ser llenado con nuevos y antiguos mitos, sino más bien ser interpretado a la luz de su mismo “no”» (Esposito 2007:77). Es por esa vía que la obra batailliana inaugura en la contemporaneidad un espacio para la emergencia de un sentido «singular» que no se reduce al mecanismo de producción de sentidos ya previamente impuestos o presupuestos en nuestro contexto sociocultural, sino que, de otro modo, mantiene una coincidencia problemática con la ausencia de sentido, con la apertura de un sentido hasta entonces impensado que se formula bajo la égida de la exposición a la experiencia —entendida allí no como lo común ya sabido, sino como «nada en común».

Resulta importante, por lo tanto, resaltar que desde la obra de Bataille —pensador de gran influencia para filósofos contemporáneos como Giorgio Agamben, Jean-Luc Nancy y el propio ­Esposito— se ha venido gestando y desplegando un trabajo intelectual conjunto respecto de la noción de comunidad que disloca la concepción tradicional de los lazos comunitarios, en lo que se refiere a los signos o atributos de pertenencia y propiedad (lengua, religión, raza, nación, etc.), concepción esta última que muchas veces impide al pensamiento sobre lo común de la ­comunidad tener en cuenta la singularidad de la diferencia. Frente a esto, surge un nuevo pensamiento de la comunidad que deconstruye —de modos diversos— esa idea anterior de comunidad y propone una totalmente diferente.

Con el propósito de pensar la diferencia respecto de esa otra noción de comunidad, Esposito elabora la siguiente reflexión sobre del carácter paradojal que atraviesan las definiciones tradicionales del concepto:

Lo que en verdad une a todas estas concepciones es el presupuesto no meditado de que la comunidad es una «propiedad» de los sujetos que une: un atributo, una determinación, un predicado que los califica como pertenecientes a un mismo conjunto. (...) La comunidad sigue atada a la semántica del proprium. (...) Basta recordar la más sobria, y ya ampliamente secularizada, comunidad weberiana, para ver destacarse, si bien de una manera desnaturalizada, la figura misma de la pertenencia. «Una relación social se debe definir comunidad si, y en la medida en que, la disposición a la acción reposa (...) sobre una común pertenencia subjetivamente sentida (afectiva o tradicional) por los individuos que participan en ella» (Weber). Si nos detenemos por un instante a reflexionar por fuera de los esquemas habituales, veremos que el dato más paradójico es que lo «común» se identifica con su más evidente opuesto: es común lo que une en una única identidad a la propiedad —étnica, territorial, espiritual— de cada uno de sus miembros. Ellos tienen en común lo que les es propio, son propietarios de lo que les es común. (2007:22–25)

Según sostiene Nancy, en el prólogo al libro de Esposito Communitas, un trabajo colectivo de definición y discusión de la comunidad, compartido por diversos pensadores, sobre todo del ­contexto europeo,

se impuso por un motivo terrible, que la historia de nuestro siglo (...) no ha cesado de brindarnos, a tal punto que su recuerdo de tan agobiante se torna inevitable: en nombre de la comunidad, la humanidad —ante todo en Europa— puso a prueba una capacidad insospechada de autodestrucción. (10)

En ese mismo texto, Nancy busca reflexionar sobra la cuestión de lo «común», partiendo de la inestabilidad del «ser junto» como condición. La cuestión que esos pensadores nos presentan es la de pensar esa condición de otro modo que no derive únicamente de una concepción cerrada de sujeto, sea individual o colectivo, es decir, que no se restrinja a ningún «sujeto», intentando, por el contrario, partir de la propia condición de relación y vínculo:

El cum es lo que vincula (si es un vínculo) o lo que junta (si es una juntura, un yugo, una yunta) el munus del communis cuya lógica o carga semántica Esposito ha reconocido y desarrollado tan bien (...): el reparto de una carga, de un deber o de una tarea, y no la comunidad de una sustancia. El ser–en–común se define y constituye por una carga, y en último análisis no está a cargo de otra cosa sino del mismo cum. (15–16)

En el intento de distanciarse, de modo radical, de la dialéctica entre lo común y lo propio, entendidos como elementos esenciales de la comunidad, Esposito busca un punto de partida ­externo —por fuera de la filosofía política moderna, dado que esa dialéctica sería inherente a su lenguaje conceptual—, y se enfoca en el origen etimológico del término communitas. En ese recorrido por dentro de la etimología, llega a la idea de que «el munus que la communitas comparte no es una propiedad o pertenencia. No es una posesión, sino, por el contrario, una deuda, una prenda, un don-a-dar» (2007:30).

Ese modo de reflexionar sobre el concepto de comunidad considera la potencia de la exterioridad de aquello que no se somete al movimiento de apropiación y fijación de parámetros identitarios, o «inmunitarios» —para usar otra concepción desarrollada por el filósofo italiano—. La recuperación de la raíz etimológica de communitas lo lleva a tratar de actualizar la discusión en torno de lo «común» como

«Un deber» [que] une a los sujetos (...), que hace que no sean enteramente dueños de sí mismos. En términos más precisos, les expropia, en parte, su propiedad más propia, es decir, su subjetividad. Imponemos así un giro de ciento ochenta grados a la sinonimia común–propio, inconscientemente presupuesta por las filosofías comunitarias, y restablecemos la oposición fundamental: no es lo propio, sino lo impropio —o, más drásticamente, lo otro— lo que caracteriza a lo común. (...) En la comunidad, los sujetos no hallan un principio de identificación, ni tampoco un recinto aséptico en cuyo interior se establezca una comunicación transparente o cuando menos el contenido a comunicar. (30–31)

Pero aquí, nuevamente, al promover el debate respecto de la dificultad de articulación de una comunidad política, Esposito hace reaparecer el carácter paradojal del concepto de comunidad. Tal dificultad se instaura justamente en el hecho de que esa comunidad se conjuga con una deconstrucción radical de lo propio y de la propiedad, en torno de la cual la tradición política funda su idea de pertenencia. Es por eso que, en la estela de la reflexión de Esposito (2009), la propia noción de «político» es cuestionada a partir de la percepción de que el terreno de la política es un campo de luchas discursivas en torno de la definición de sentidos, representaciones y prácticas que fomentan innumerables formas de identidad y gregarismo, erigidas a través de oposiciones binarias, tales como derecha versus izquierda, conservadurismo versus progreso, capitalismo versus socialismo. En este sentido, llama la atención sobre la tensión acerca de las concepciones políticas modernas entre claridad y oscuridad, mostrando que, subyacente a la supuesta claridad vinculada a ideales políticos trascendentes, reside una faz oscura y contradictoria abierta al deslizamiento de los sentidos. Es justamente allí, en el seno de ese interdiscurso, donde operan, simultáneamente, los mecanismos de cierre y distribución de las comunidades, por un lado, y desterritorialización y reordenamiento de los lazos comunitarios, por otro. Léase la siguiente cita:

Puede decirse que la reflexión política moderna, deslumbrada por esa luz, ha perdido completamente de vista la zona de sombra que recorta los conceptos políticos y que no coincide con el significado manifiesto de éstos. Mientras este significado es siempre unívoco, unilateral, cerrado sobre sí mismo, el horizonte de sentido, en cambio, es mucho más amplio, más complejo, ambivalente, capaz de contener elementos recíprocamente contradictorios. Cuando se reflexiona sobre ellos, todos los conceptos más influyentes de la tradición política —poder, libertad, democracias— ponen de manifiesto que poseen en el fondo este núcleo aporético, antinómico, contradictorio; están expuestos a una verdadera batalla por la conquista y la transformación de su sentido. (2009:11)

Ese fragmento señala, entre otras cosas, la consciencia de que una mirada política contemporánea necesita disolver certezas universalistas, abandonando una noción simplista de realidad, en pos de la reflexión en torno de los «regímenes de verdad», constituidos en medio de un complejo haz de relaciones y campos de fuerza. Queda claro allí que tal subversión a la lógica política tradicional solo puede darse en y por el lenguaje, cuya práctica, conforme ya ha demostrado Foucault, está inexorablemente vinculada al proceso de producción de poder. No en vano, desde la visión de Esposito, por ejemplo, no es posible, en una perspectiva actual, «entender lo político bajo cualquier acepción dualista, como algo que positivamente se contrapusiera desde el exterior al lenguaje del poder» (2009:11). Ese posicionamiento filosófico se entrelaza con otras discusiones, más ligadas a las ciencias sociales, como, por ejemplo, la llevada adelante por Michael Hardt y Antonio Negri, en Imperio, libro en el cual señalan que «se nos imponen todos los elementos de la corrupción y de la explotación mediante los regímenes lingüísticos y comunicativos de producción: destruirlos en las palabras es tan apremiante como hacerlo en los hechos» (2002:366).

Esta última reflexión suscitada por la lectura de Hardt y Negri resulta fructífera e interesante no solo por poner en evidencia la necesaria aproximación entre lenguaje y praxis, sino también por abrir el camino para pensar la relación posible entre práctica artística y otras prácticas, en las cuales la constitución de lo común y la convivencia se tornan centrales. Esto sucede porque las prácticas artísticas están insertas en el amplio contexto de una cierta sensibilidad contemporánea para las cuestiones de la vida en común (la filosofía parte, justamente, de la necesidad de interpretar ese contexto y encontrar en él —en un gesto intempestivo como quieren Agamben/Nietszche— las zonas oscuras).1

Diferentes ámbitos del conocimiento están dedicándose, simultáneamente, a pensar la comunidad (o la convivencia, la vida en común). Se trata hoy de una cuestión urgente. Posiblemente, en ninguna otra época se habló con tanta complejidad acerca de la relación entre las diferentes esferas de actuación humana, así como nunca fue tan evidente la conciencia del impacto mutuo en lo cotidiano. Basta pensar, por ejemplo, en cómo la preocupación por el medio ambiente o por el calentamiento global dejaron el ámbito científico para habitar —y a veces direccionar— los debates políticos, la industria de bienes de consumo, la publicidad, al punto de reformular la propia noción de ética. En grandes centros urbanos, preguntas como «¿qué comés?», «¿dónde comprás tu comida?», «¿dónde hacés las compras?», simplemente, «¿qué?», «¿qué hacés con los residuos?» se volvieron preguntas políticas.

Es posible percibir allí que la noción de convivencia presenta una significativa duplicidad de apropiaciones en términos teóricos. Se vincula, filosóficamente, a la experiencia de apertura al otro, la cual deshabilita la pulsión inmunitaria/identitaria de las comunidades, así como los lugares estabilizados de forma y sentido en el discurso artístico. Y, en lo que respecta a los estudios sociales, convivencia es el resultado de una coyuntura histórica/geopolítica que se impone a priori como un problema, dentro de una estructura sociocultural acostumbrada a lidiar con la separación/estratificación. Siendo así, en la lógica de la militancia político–intelectual contemporánea, resulta necesario aprender a lidiar con el otro, convivir con él, estructurando relaciones políticas y culturales productivas, dentro de la inexorable multiculturalidad del presente. En ese sentido, si, por un lado, la postura estético–filosófica parece detenerse en el lugar del «no», de la deconstrucción de los discursos hegemónicos en torno de la comunidad, por otro, la postura sociológica parece ser un tanto heurística.

Como ya fue mostrado, la vertiente filosófica intenta dejar atrás la idea de que la comunidad es una Gemeinschaft, en donde los miembros se unen por un sentido de lealtad a principios morales, por una identidad común o por la nostalgia de comunidad como conjunto armónico. No obstante, una idea de comunidad que no se sustente en la pertenencia ni en la propiedad, sino en la ­coexistencia, en el cum, se despotencializa, muchas veces, en medio de la inoperancia de su propio discurso, que se instituye como la promesa de algo «que viene», rechazando críticamente luchas específicas, intereses compartidos y afectos movilizadores del presente.

En principio, parece haber una disyunción entre la noción de comunidad de la que hablan los filósofos (Nancy, Esposito, Agamben) y aquella de la que hablan los cientistas políticos y sociales (como Negri, Hardt) y los teóricos de la comunicación (como Clay Shirky, Howard Rheingold). Un desencuentro entre la comunidad como concepto filosófico y la comunidad de la vida cotidiana, la «comunidad de los humanos».2

Los filósofos europeos, en general, parten siempre del trauma por los usos que se hicieron de la comunidad a lo largo del siglo XX: las atrocidades cometidas en nombre de un sentido de comunidad basado en la identidad del grupo (en el caso del nazismo) y el fracaso del gran proyecto político basado en lo común (en el caso del comunismo). Escriben con mucho tacto, conscientes de la aversión de los lectores europeos por el vocabulario vinculado a común–comunismo–comunitario. Nancy, en especial, refuerza la idea de la comunidad como un mito que pierde su fuerza en el mismo momento en que es reconocido como tal. Para ellos, la nostalgia de la comunidad muchas veces se expresa como el deseo de recuperación de una cierta edad de oro perdida, una visión de comunidad sustentada en cierto pacto de confianza mutua que no existe, nunca existió. Parten de allí para pensar una posible comunidad de las singularidades, una comunidad que no se funde sobre la identidad (la semejanza), sino que se construya en la red de la heterogeneidad (la «comunidad inoperante» o la «comunidad por venir»).

Negri y Hardt no hablan precisamente de comunidad y tal vez eviten el término por los mismos motivos históricos que indicaban Nancy y los demás. Negri menciona además los efectos perversos que nos dejó el concepto de comunidad basado en una identidad de raza, como herencia de la colonización, recordando que no solo Europa vio las consecuencias crueles de la noción tradicional de comunidad.

Esos autores prefieren, entonces, el término «multitud», que es el mismo escogido por Paolo Virno. El modo como entienden la multitud se aproxima mucho a la idea de una comunidad heterogénea, compuesta por singularidades y sin unificación, la que aparece en los filósofos; sin embargo, en su reflexión, multitud claramente emerge del estadio actual del capitalismo y es un concepto inseparable de la globalización. La multitud es la alternativa que va construyéndose dentro del imperio:

Pero, sin embargo, la globalización también crea nuevos circuitos de cooperación y colaboración que se extienden por encima de las naciones y de los continentes, y que hacen posible un número ilimitado de encuentros. Esta otra faceta de la globalización no significa que todos vayamos a ser iguales en el mundo, pero brinda la posibilidad de que, sin dejar de ser diferentes, descubramos lo común que nos permite comunicarnos y actuar juntos. La multitud también puede ser concebida como una red abierta y expansiva, en donde todas las diferencias pueden expresarse de un modo libre y equitativo, una red que proporciona los medios de encuentro que nos permitan trabajar y vivir en común. (2004:15–16)

¿Cuáles son las categorías que nos permiten hacer una lectura de esta nueva realidad? Dijimos que son las categorías de multitud, común y de singularidad. Cuando hablamos de multitud, más que de una suma, hablamos de un conjunto de singularidades cooperantes. La multitud puede ser definida como el conjunto de singularidades cooperantes que se presentan como una red, una network, un conjunto que define las singularidades en sus relaciones unas con las otras. (Negri)

El concepto de multitud se aleja de los de «pueblo» y «masas» por la heterogeneidad, pero lo que permite su articulación es lo común. Es la construcción de lo común el objetivo de la multitud, y no la toma del poder: «En la medida en que la multitud no es una identidad (como el pueblo) ni es uniforme (como las masas), las diferencias internas de la multitud debe descubrir “lo común” que les permite comunicarse y actuar mancomunadamente» (2004:17).3

No parece casual que sean justamente los filósofos militantes (Virno y Negri) quienes coinciden en esa elección y que el término que usan, «multitud», tenga más «los pies sobre la tierra» y sea de carácter más concreto que el de «comunidad inoperante», de Nancy (2000), y «comunidad que viene», de Agamben (1996), que parecen evocar más la ausencia o la imposibilidad que la efectiva existencia de la comunidad, cualquiera que sea su forma. La definición de multitud parte de la posibilidad de colaboración, está anclada en la acción concreta. Más allá de la «comunidad inoperante», existe algo, aunque frágil y provisorio, que las personas en su cotidiano entienden por comunidad. Y ella funciona, incluso aunque esté siempre a punto de deshacerse.4

Aunque la multitud aparezca inicialmente en Negri y Hardt como un proyecto, un objetivo a ser conquistado (como un horizonte utópico), luego de la sucesión de eventos de 2011 —desde la revuelta de Túnez que se extiende por Oriente Medio, pasando por la toma de la Puerta del Sol en Madrid y la Plaza Syntagma en Atenas, hasta el surgimiento de Occupy Wall Street (OWS)— ­comienzan a referirla como algo presente, en progreso. Tales eventos son recibidos con entusiasmo por los autores porque ilustran perfectamente el proyecto de construcción de lo común por la multitud, con su mecanismo horizontal de organización, sin comités o líderes identificables por los medios.

A pesar de que la definición de multitud presentada por esos autores (Virno, Negri y Hardt), cada uno a su modo, coincida en muchos aspectos con la idea de comunidad presentada por los filósofos, lo que diferencia los dos conceptos es el hecho de que los pensadores que hablan de multitud no refieren a ella como algo que está por venir, sino como algo que ya existe, que está presente y activo ahora (una comunidad, a fin de cuentas, operante), aunque, por su propia naturaleza, ella permanezca en construcción.

No puede ignorarse que el concepto de multitud como un «conjunto de singularidades cooperantes» depende de la interconectividad, de acciones mutuas. La interacción con la tecnología y la transformación que ella causa en los modos de producción y consumo es fundamental para las ideas de Negri y Hardt, y es lo que los aproxima a los teóricos de la comunicación. Estudiosos de Internet, como Clay Shriky, por ejemplo, han descrito y pronosticado las posibilidades de acción colaborativa proporcionadas por la difusión de la tecnología, desde Wikipedia, las nuevas formas de producción y difusión de noticias, el software libre, el consumo colaborativo, hasta las estructuras de gerenciamiento de empresas y sistemas de evaluación de servicios.

Pero el entusiasmo de Negri y Hardt por la multitud (para ellos, aparentemente imbuida en valores positivos) hace que se concentren en aquellas posibilidades de cooperación que se ­encuadran en sus propias expectativas políticas. Sin embargo, el potencial de la multitud no se encuentra disponible solo para la agenda de izquierda, ni solo para fines directamente políticos. No en vano, cuando Howard Rheignold habla de multitudes inteligentes, está haciendo referencia a la capacidad de articulación entre personas que no se conocen para realizar una acción común. Pero la acción no resulta necesariamente benéfica, puesto que la convergencia de tecnologías, al paso que abren un nuevo panorama de cooperación:

también hace posible una economía universal de vigilancia y empodera a los sanguinarios tanto como a los altruistas. Como todo salto previo en el poder tecnológico, la nueva convergencia de computación inalámbrica y comunicación social permitirá a las personas a mejorar su vida y su libertad en algunos sentidos y también a degradarla en otros. La misma tecnología tiene la potencia de ser usada al mismo tiempo como un arma de control social y como un medio de resistencia. Incluso los efectos beneficiosos tendrán efectos colaterales.5

Resulta importante llamar la atención sobre esa tensión entre potencia y control que suscita la interconectividad en la sociedad mediática. No en vano, algunos artistas e intelectuales contemporáneos han percibido ese doble poder que implica el uso, por ejemplo, de las redes sociales, a saber: el de ser al mismo tiempo canal de reivindicación, protesta, e instrumento de exposición y vulneración de los sujetos que por ellas se manifiestan. A modo de ejemplo, véase un comentario posteado en Facebook por el poeta, periodista y profesor brasileño Eduardo Sterzi, el 1 de julio de 2014, dos días después de cumplido el período de prisión preventiva de 37 militantes de movimientos sociales supuestamente involucrados en la organización de manifestaciones que coincidieron con la final del Mundial de fútbol en Brasil:

Seguiremos pasando noticia tras noticia, imagen tras imagen, testimonio tras testimonio, movidos por una rabia que a veces llega a ser tristeza, pero que por ser rabia también nos salva de irnos directo al fondo del pozo, sin fondo. Y lo más trágico tal vez sea saber que, aunque dediquemos el día entero, todos los días, a hacer circular la información, probablemente no convenceremos a nadie que no lo sepa ya en carne propia, y lo peor: probablemente nuestros enemigos, inclusive algunos, o muchos, que hasta hace poco tiempo eran nuestros amigos, o así decían, van a celebrar, cada día más desvergonzadamente, cada agresión que sufrimos; y peor aún, que la información que hacemos circular (el número de presos, la gravedad de las violencias, la extensión de las excepciones, etc.) será también un motivo de festejo para quien ya no tiene ni una gota de criterio en su cáscara vacía —porque tal vez nunca la tuvieron, y fuimos nosotros los que no nos dimos cuenta—. Pasando, y pasando información —hasta que nosotros estemos presos—. Y es trágico también, muy trágico, esto: saber que, si las cosas continúan como están, no escapa ninguno de nosotros.

Como puede verse en el posteo, paralelamente a la potencia del gesto rabioso e iracundo de denuncia —desplegado en la proliferación discursiva propiciada por el soporte virtual, capaz de hacer circular información de distintas esferas y perspectivas ideológicas y autorales, muchas veces dando visibilidad a aquello que se encuentra velado en la convivencia social—, Sterzi yuxtapone la conciencia de que tal gesto expone y vulnera al sujeto de la enunciación, al paso en que provoca el regocijo de los que se alinean a las posturas autoritarias. De este modo, el autor nos propone una reflexión sobre una forma de resistencia frágil, en la contemporaneidad, que aunque alcance una potencialidad de contestación continua, prevé la posibilidad trágica del fin, de la destrucción de cualquier tentativa de cambio, develando, simultáneamente, la fragmentación del espacio social en grupos antagónicos.

Esa perspectiva se entrelaza con la de Agamben, quien, en el seno de la discusión en torno de la noción de la «comunidad que viene», tiene en cuenta tensiones que se desarrollan de manera transversal en nuestra historia, revelando la fuerza coercitiva del aparato estatal con relación a lo que él denomina como «singularidad cualsea», diferenciada de las modelizaciones identitarias (algo que siempre está/estuvo/estará presente). En este sentido, el filósofo dedica uno de los capítulos de su libro sobre la comunidad a la masacre de la Plaza Tienanmen (China, 1989), en el que afirma lo siguiente: «Allí donde las singularidades manifiestan pacíficamente su ser común, allí habrá una Tienanmen y, antes o después, llegarán los carros blindados» (Agamben, 1996:71). De esa forma, Agamben, así como otros filósofos que reflexionan en torno del concepto de comunidad, muestra su diferencia en relación con los movimientos multitudinarios —que marcan históricamente las diferentes épocas, no solo la actual, claro está—, evidenciando que aunque reconozca la potencialidad de tales acontecimientos, no apuesta a la multitud como un dispositivo de superación del status quo.

No resulta inapropiado apuntar que, aunque desde otro ángulo, Negri y Hardt (2004) también perciben en sus reflexiones ciertos puntos problemáticos de la multitud. Aunque los teóricos la comprendan como un mecanismo político de desarticulación del capitalismo posindustrial a partir de sus propias bases y sistemas comunicativos, maquínicos y corporativos, señalan cierto obstáculo en torno a la configuración de un telos. La falta de un telos de la multitud —en el sentido de un agenciamiento colectivo, no formado por mediaciones, que constituya una noción de finalidad— se impone para los autores, al final de la obra Imperio, como una incomodidad. Léase:

La capacidad de construir lugares, temporalidades, migraciones y nuevos cuerpos ya afirma esta hegemonía a través de las acciones que emprende la multitud contra el imperio. (...) El único acontecimiento que estamos esperando aún es la construcción o, antes bien, la insurgencia, de una organización poderosa. (Hardt y Negri, 2002:372)

En la medida en que se va tornando cada vez más perceptible el veloz reordenamiento de las estructuras conservadoras después del proceso de desencadenamiento–intensificación–enfriamiento de las manifestaciones populares —a ejemplo de cómo viene sucediendo en Brasil desde junio de 2013—, se corrobora la importancia del cuestionamiento acerca de la capacidad de impacto de esos movimientos, tanto en términos culturales como sociopolíticos. Paralelo a esto, reside un intento por parte de las organizaciones sociales y de las consignas partidarias por cooptar las discursividades y los sentidos movilizados por las llamadas «voces de las calles». En ese contexto, incluso la universidad tiende a percibirse como protagonista intelectual del proceso, ofreciendo a los grupos alternativos soporte, legitimidad y background académico para sus reivindicaciones. Visiblemente contrarios a estas tendencias, Negri y Hardt niegan cualquier tipo de postura prescriptiva, diciendo lo siguiente: «No podemos ofrecer ningún modelo (...) Sólo la multitud a través de su experimentación práctica ofrecerá los modelos» (2002:372).

La dificultad de extraer un telos reformador de esas experimentaciones/experiencias que constituyen las nuevas prácticas comunitarias tal vez sea, incluso, una condición paradojal de lo ­contemporáneo, ya que el ser–en–común, o, en otras palabras, lo abierto que las nuevas ­formas de manifestación de la comunidad exigen —es decir una comunidad de la relación, no de la ­pertenencia o la propiedad—, se despotencializa al ser fijado en modelos organizacionales preestablecidos. Las nuevas propuestas y modelos de militancia en general son fácilmente reapropiados por fuerzas políticas tradicionales y grupos fundamentalistas. Justamente allí reside la peligrosa tendencia política y discursiva al cierre inmunitario de los grupos sociales, como ya ha señalado Esposito:

Pese a todas las precauciones teóricas tendientes a garantizarlo, ese vacío tiende irresistiblemente a proponerse como un lleno, a reducir lo general del «en común», a lo particular de un sujeto común. Una vez que se la identifica —con un pueblo, una tierra, una esencia—, la comunidad queda amurallada dentro de sí misma y separada de su exterior, y la inversión mítica queda perfectamente cumplida. (2007:44–45)

Resulta importante reflexionar acerca de que ese movimiento de resignificación del lugar del vacío como algo pleno e interpretable bajo la égida de un origen esencializado, no constituye únicamente una tendencia sino que es, por otro lado, fruto del miedo y de la angustia por adherirse a una experiencia comunitaria pensada como una interacción de singularidades y no reducida a las representaciones que hacen que las comunidades sean entendidas como entidades (pueblo, nación, clase o raza, para mencionar los términos históricos más evidentes).

Cabe destacar el hecho de que pensar la colectividad como un encuentro de singularidades no significa recuperar cualquier tipo de idea romántica de subjetividad homogénea. Tampoco el sujeto singular debe ser visto como una entidad apriorística que trasciende la dinámica sociocultural. La relación con la exterioridad y con la heterogeneidad de formaciones discursivas es fundamental para la comprensión del sujeto contemporáneo. No en vano, dentro de los estudios dedicados al concepto de multitud, el problema del anonimato aparece con bastante énfasis, visto que lo anónimo en este caso es entendido como un elemento preindividual constitutivo que forma parte del mosaico dialógico que conforma el «yo». No podemos dejar de recordar, a propósito de esto, que para Virno, teórico que utiliza esa categoría con el fin de problematizar la noción de individuo:

Él es, más bien, un compuesto: un «yo» pero también un «se», unicidad irrepetible pero también universalidad anónima. Si bien el «yo» individuado convive con el fondo biológico de la especie (la percepción sensorial, etcétera), con los caracteres públicos o interpsíquicos de la lengua materna, con la cooperación productiva y el general intellect, es necesario aclarar, no obstante, que esta convivencia no siempre es pacífica. Es más, da lugar a crisis de diversos géneros. El sujeto es un campo de batalla. No pocas veces los aspectos preindividuales ponen en cuestión la individuación; y esta última demuestra ser un resultado precario, reversible en cualquier momento. Otras veces, por el contrario, es el «yo» puntual el que parece querer reducir a sí, con paroxística voracidad, todos los aspectos preindividuales. (...) De esta oscilación son testimonios perspicuos, según Simondon, los afectos y las pasiones. La relación entre preindividuales e individuados es, de hecho, mediada por los afectos. (80)

Así, no es de extrañar que, en la perspectiva de diversos poetas–críticos contemporáneos y actuales, la experiencia del presente se configure como una tensión problemática (también ­productiva) entre el inmediatismo y la irrepresentabilidad; dicho de otro modo: entre la ­banalidad de la experiencia vivida —que se ubica en el orden de lo común, pasible de ser experimentado por cualquier persona— y el aspecto singular que esa experiencia gana en la óptica del sujeto, capaz de retirarlo del campo representativo habitual para hacerla deslizarse en dirección a nuevos horizontes de sentido. Léase, a título de ejemplo, un fragmento de Aquí América Latina, en que Josefina Ludmer relata al lector una consideración de la poeta y crítica argentina Tamara Kamenszain a respecto de la cuestión de la experiencia en la nuevísima generación de poesía porteña:

Paradójicamente estos textos, que trabajan con lo más transparente, lo más cotidiano, lo más inmediato, de golpe se pueden volver más difíciles de entender que el mismísimo Ulises... tal vez porque no ofrecen nada que merezca ser leído en serio. (...) Me parece que son como lo real mismo. Sí, ya sé que a vos te suena medio lacaniano el término, siempre me lo decís, y por ahí lo es, por lo menos en este caso no hay duda de que lo uso en ese sentido. Porque quiero referirme a lo que no se puede representar, aunque se trate apenas de un hilito transparente de pis que me moja... (108)

Claro que en ese comentario de Tamara —citado en forma de discurso directo por Ludmer— subyace una reflexión sobre la cuestión más amplia de la impropiedad del campo poético–literario de cara a la experiencia contemporánea. Como si el lenguaje poético se autoproblematizara en su potencialidad de producir sentidos más allá de la doxa de la representación. Resulta llamativo el paralelo entre el recorrido del desarrollo de la literatura y de los debates teóricos respecto del concepto de comunidad.

Tal impropiedad, evidentemente, promueve diferentes formas de hibridación que hacen a la literatura extrapolar su campo específico y autónomo. En la obra de Kamenszain, por ejemplo, se funden géneros y tipologías discursivas de la poesía y de la narrativa —no en vano, el tomo que reúne su producción poética se titula La novela de la poesía—. Los problemas literarios y las citas intertextuales aparecen mezcladas frecuentemente con cuestiones extremamente íntimas y biográficas: un ejemplo de eso es el hecho de que sus libros El ghetto y El eco de mi madre giren, respectivamente, en torno de la muerte de su padre y de su madre. No pocas veces, también se percibe en la producción de la autora una interfaz entre cuestiones y discusiones relativas tanto a su poesía como a su producción ensayística —respecto a esto, señala el crítico Jorge Monteleone:

Sin embargo, en El ghetto, la poesía de Kamenszain daba un giro que, sin desdeñar aquellos núcleos de distancia e ironía, se personalizaban de un modo inequívoco con el motivo de la muerte del padre. Era un modo de explorar también el lugar del nombre y, en él, la inscripción del origen: tal como ella misma predicó sobre Alejandra Pizarnik en su notable libro de ensayos La boca del testimonio, el nombre judío de Kamenszain es el nombre del padre.

En consonancia con todas esas fusiones y mezclas, la poesía de Tamara se ubica en el terreno de la anautonomía, es decir, de lo no autónomo: entre–lugar que se expande en dirección a campos de reflexión que van más allá de lo poético, alcanzando umbrales de discusión sobre cultura, política, lengua(je), psicoanálisis, etc. Y eso se produce en el seno de una escritura simultáneamente personal y colectiva, autobiográfica y experimental, como si la experiencia de la alteridad (con el otro y del otro en tanto otro) sacudiera el lenguaje del poema al punto de hacerlo singularizar la relación sujeto–comunidad. Se percibe que, tanto en El ghetto como en El eco de mi madre, la cuestión de la experiencia se torna una problemática central. En el poema «Judíos», de El ghetto, por ejemplo, resulta interesante notar la tensa configuración de un «nosotros» («anónimo», diría Virno) que no logra fijarse en una identidad nacional, étnico–cultural, religiosa o lingüística.

Somos los de la combi «Corcovado»

portuñoles tirando de las faldas

de un guía

que a los pies macizos del redentor

pone los brazos en cruz como diciendo:

hasta aquí llegamos.

Algo de la altura nos marea

es una percusión que se eleva de los otros,

fantasías golpeando en redondo ellos avanzan

sobre su carnaval de todos una bandera

que dice escola nos desorienta más

porque al tam tam de las voces se suman

las nuestras también ya somos disfrazados

una fauna dejada de la mano de dios

los que bailan y los que ven bailar

inauguramos el mismo carnaval

2001 y todo es como siempre

al otro lado del Cristo el precipicio

y todos sin embargo marchamos

esta marcha de ciegos

sobre los pasos que le debemos a la música

loca fantasía de una escuela de vida

donde se aprende golpe a golpe

que los de arriba y los de abajo

que los de abajo con los de arriba son distintos

diferentes a costa de lo mismo

en el borde mismo de un idéntico abismo

el tamboril que adelanta si detiene

su tam tam para el santo y seña:

hasta aquí llegamos.

II

Pero hay más.

Nosotros

los de la combi en éxtasis foráneo

vamos a dejar nuestros disfraces de hotel

vamos a colgar nuestra bermuda en estandarte

de una ventana abierta al morro

y que nos reconozcan.

Pueblito que baja y se pierde

ni raza ni nación ni religión

del argentino la parte en camiseta

(lo que transpira destiñe al Che)

hay una diáspora subida al Corcovado

parte por parte acudimos a esa cruz

sin raza sin nacionalidad sin religión

ya fuimos clavados pero aún no somos

tan portuñoles tan ladinos tan idishistas

no somos suicidas aquí no ha pasado nada

sólo se trata de lúmpenes peregrinaciones

de un día más por Río de Janeiro

visa de turista boleto de ida y vuelta

no empujen ya quedamos atrás

pasó de largo la parada del milenio

bájense ahora todos

precipiten

que hasta aquí llegamos.

(Kamenszain:299–300)

El poema, desde su título, trae a colación la cuestión de la diáspora, inusitadamente imbricada al turismo. En él, el escenario, que simboliza al mismo tiempo la tradición cristiana (ya allí un otro en relación con el elemento judío) y el cliché turístico de la ciudad de Río de Janeiro, funciona como espacio de interacción, conflicto y contacto lingüístico («portuñoles tirando de las faldas/ de un guía»), por un lado, y de interpenetraciones y deslizamientos de los discursos que van paulatinamente desestabilizando las fronteras cristalizadas por la cultura («porque al tam tam de las voces se suman/ las nuestras también ya somos disfrazados»), por otro. En el texto, Tamara afirma un «Nosotros» complejo que es al mismo tiempo índice de diferencia con relación al «ellos» y señal de que lo común está conformado por alteridades, siendo la voz subjetiva una composición de voces a priori desemejantes («diferentes a costa de lo mismo/ (...) el borde mismo de un idéntico abismo»). En este sentido, además, resulta interesante llamar la atención sobre las citas, en forma de pastiche, del poema «Lúmpenes peregrinaciones», de Néstor Perlongher, y del texto de José Saramago, «Hasta aquí he llegado», publicado en el diario El País, en protesta a la continuación de fusilamientos en Cuba en los 2000. No son elecciones aleatorias, en la medida en que ambos nutrieron por medio de sus biografías la imbricación, también proyectada allí por Kamenszain, entre memorias y formaciones discursivas provenientes de regiones lingüístico-culturales lusófonas e hispánicas, habiendo el poeta y antropólogo argentino vivido en Brasil y el novelista portugués, en España.

Ya en los poemas de El eco de mi madre, se configura una inversión de la estrategia de problematización de la comunidad a partir del anclaje enunciativo en el «nosotros». En ellos, se escenifica una voz poética en primera persona del singular que, en virtud de la relación (de cuño autobiográfico) con la enfermedad de la madre, se enfrenta con su propio proceso de desubjetivación:


Ayer descubrí que me había vuelto

aún menos yo para ella

SYLVIA MOLLOY

Como mi madre que a veces me trata de usted

y yo me doy vuelta para ver quién soy,

la amiga de Sylvia que perdió el voseo

la desconoce hablándole de tú.

Correctas, educadas, casi pomposas

estas rehenes de Alzheimer

ponen a congelar la lengua materna

mientras nos despiden de su mundo sin palabras.

Sin embargo si te canto tu canción infantil

la neurona del idisch se posa dulce sobre tus labios

y todo lo que nunca entendí en ese idioma

lo repito con vos viejita, y me queda claro.

(Kamenszain:350)

Puede verse, en la primera parte del texto, que la diferenciación pragmática de los grados de cortesía y distancia interpersonal —en una escala que va en la variedad del español rioplatense de lo más formal «usted» a lo menos formal «vos», pasando por la recuperación anacrónica del «tú» como tratamiento de formalidad intermedia— resulta fundamental para el entendimiento de la variación enunciativa introducida por la extraña asociación del conector «Sin embargo» —típico de textos argumentativos formales—, hacia una secuencia de matiz dramática en que la presencia de clíticos y posesivos de segunda persona, la reaparición del «voseo» y el uso de una forma lexical marcadamente coloquial en posición de vocativo («viejita») sugieren una tentativa, aunque unilateral, de recuperación del diálogo y de la proximidad con la figura materna. El poema contemporáneo de Kamenszain ya no se proyecta, idealizante, en dirección a un lector (interlocutor) universal; al contrario, parece preocuparse por marcar múltiples formas de destinación, todas particulares en diferentes niveles: a los lectores argentinos (también voseantes), a la amiga y escritora Sylvia Molloy, a la propia madre. A partir de eso, el texto exige un esfuerzo de interpretación que necesariamente nacerá de un posicionamiento exotópico del lector, del mismo modo en que pone a la figura autoral en un lugar de extrañeza con relación a sí misma.

Es importante además notar allí el movimiento pendular de pasaje de lo íntimo a lo preindividual e impersonal («me doy vuelta para ver quién soy»), en un sentido, y nuevamente de lo colectivo/anónimo a lo íntimo. Puede verse claramente un tratamiento de la cuestión de la comunidad de manera no esquemática, es decir, sin reducir el texto a un proceso de adhesión al habla común o de colectivización totalizante, pero cuyo abordaje, al exhibir la experiencia más íntima y personal, la proyecta en el dominio de lo común, donde la enfermedad/muerte de aquella madre se vuelve una dolencia/muerte de cualquier madre, de todos. Ese juego tensiona, de manera crítica, el propio «tener lugar en la lengua» (materna), como diría Agamben (1996), operando así «un desplazamiento de lo individual a lo colectivo en el cual ni experiencia ni yo pertenecen a un individuo en particular, logrando de esta manera singularizar la experiencia, sin amarrarle noción alguna de pertenencia o especificidad» (Garramuño).

Notas

Dossier 175–192

1 Lo intempestivo (punto de vista sobre lo contemporáneo en Agamben —lector de Nietzsche—) tiene mucho que ver con el modo como el anacronismo atraviesa el tiempo histórico. En Agamben (2011), lo contemporáneo está marcado por la tensión entre la acción (de aquel que «interpreta» antes, de aquel que detecta «zonas oscuras») y la involuntariedad (la percepción nace de la experiencia, el acontecimiento estético–discursivo está siempre ligado al azar). Eso nos parece importante para pensar el papel de aquellos que producen arte en un escenario contemporáneo que pone en jaque conceptos identitarios de comunidad.

2 Cf. este concepto en Rancière.

3 Los autores tienen otro libro enteramente dedicado al concepto de lo común (2009). Por el momento bastaría aclarar que eso común de lo que hablan es una producción nueva, contemporánea, que no se identifica con la dicotomía público–privado y que no se refiere a una vuelta al terreno comunal de división pre–capitalista (por eso, los autores, más tarde, cambian la expresión «the commons» por la de «Commonwealth»).

4 Esta reflexión es, de algún modo, paralela a lo que se verifica en la traducción. La teoría pós–estructuralista de la traducción insiste en la intraducibilidad, en la imposibilidad de la equivalencia lingüística, etc. Sin embargo, para quien traduce, la traducción simplemente sucede. Ella depende de decisiones más o menos adecuadas, pero es un oficio que se cumple, no se atasca en la teoría.

5 Also makes possible a universal surveillance economy and empowers the bloodthirsty as well as the altruistic. Like every previous leap in technological power, the new convergence of wireless computation and social communication will enable people improve life and liberty in some ways and to degrade it in others. The same technology has the potential to be used as both a weapon of social control and a means of resistance. Even the beneficial effects will have side effects (xviii). [Traducción al español propia]

Referencias bibliográficas

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Garramuño, F. (2013). Reseña de La novela de la poesía. Buenos Aires: Espacio Murena. http://www.espaciomurena.com/4805

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Ludmer, J. (2010). Aquí América Latina. Una especulación. Buenos Aires: Eterna Cadencia.

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(2007). Conloquium. Esposito. Communitas: origen y destino de la comunidad.

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Rancière, J. (2008). Aesthetic Separation, Aesthetic Community: Scenes from the Aesthetic Regime of Art. Art&Research, Glasgow, 2(1). http://

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