#10
[junio-noviembre 2019]

Sobre: Los desvalidos, de Diego Vigna. Córdoba: Centros de Estudios Avanzados de la Universidad Nacional de Córdoba/Poitiers, Centre de Recherches Latino-Américaines de la Universidad de Poitiers, 2018; Cometa de la noche negra, de Diego Vigna. Córdoba: Editorial Nudista, 2017


Candelaria de Olmos
Universidad Nacional de Córdoba, Argentina / cdeolmos73@hotmail.com

Para citar este artículo: de Olmos, C. (2019). Sobre: Los desvalidos y Cometa de la noche negra, de Diego Vigna, El taco en la brea, 10 (junio–noviembre), 218–225. Santa Fe, Argentina: UNL. DOI: 10.14409/tb.v1i10.8702

Comienzos

Esta reseña podría ser estrictamente descriptiva y comenzar así: Los desvalidos reúne un conjunto de fotografías del escritor Daniel Moyano. Subrayada, la preposición tiene un doble sentido. Se trata, en la mayoría de los casos, de fotografías tomadas por Daniel Moyano durante su residencia en la provincia de La Rioja, mientras se desempeñaba como corresponsal del diario Clarín a fines de los años sesenta y comienzos de los setenta. Ocasionalmente, hay también fotografías tomadas a Daniel Moyano por su esposa, Irma Capellino, o por su amigo Plutarco Schaller, fotógrafo con una amplia experiencia en el periodismo, y que habría sido quien lo inició, si no en el arte de la fotografía —tarea que le cupo a Hugo Agner—, al menos en el de aprender a mirar la miseria provinciana.

Sin abandonar el tono descriptivo y sin variar mucho los datos, esta reseña podría comenzar también así: Los desvalidos reúne un conjunto de fotografías que el escritor Daniel Moyano tomó durante los quince años que vivió en La Rioja y procura hacer pública esta faceta menos conocida de su amplio «registro creativo» (escritor, músico, periodista y, al cabo, también fotógrafo). Las fotografías —ahora digitalizadas por Diego Vigna en la Universidad de Poitiers— fueron tomadas, reveladas y copiadas por el propio Moyano en el laboratorio que montó inicialmente en La Rioja y después en Madrid. En el primero, lo habría ayudado su hijo; en el segundo, su hija. Esta recuerda que cuando su padre sumergía el papel en el líquido revelador tarareaba, todas las veces, la Pequeña serenata nocturna de Mozart cuya duración habría funcionado como un timer que le permitía determinar el tiempo que el papel debía permanecer sumergido hasta «el momento mágico de la aparición de la imagen», según evoca María Inés y cuenta Diego Vigna en la muy emotiva —pero también muy sólida— «Introducción» al libro.

Abandonando las formas previstas para el género y asumiendo un poco más de riesgo, esta reseña podría eludir el dato, (im)prescindible para el lector, de aquello que el libro reseñado contiene (un conjunto de fotografías tomadas por/a Daniel Moyano, etc.) y empezar por cualquier parte, por cualquier punto, por cualquier punctum. Empezar por lo que punza al reseñista como lector. Entonces, esta reseña empezaría así: En la «Presentación» de Los desvalidos, Ricardo Moyano, el hijo de Daniel Moyano, hace dos evocaciones. La primera lo es de la experiencia del exilio o más bien, del drástico momento en que su familia debió partir al exilio. Es una evocación curiosa. Se esperaría una familia que entre gallos y medianoche, como se dice, emprende una huida apresurada, sale con lo puesto, como también se dice, y abandona el hogar sin siquiera mirar atrás. El recuerdo, sin embargo, es muy otro: a pesar de la urgencia impuesta por las circunstancias, los Moyano construyeron dos enormes baúles en los que metieron cuanto cabía en ellos. En una larga enumeración, Ricardo dice no lo que la familia dejó sino lo que se llevó consigo: «la máquina de coser, ropa de invierno y verano, sábanas, frazadas, el lavarropas, ollas, platos, cacerolas, sartenes, cucharas, cuchillos, tenedores; los utensilios de uso cotidiano para un hogar en el que viven cuatro personas. Fue así no solo por la razón fundamental de que no disponíamos de medios para volver a comprar esas cosas al llegar a Madrid, sino también porque era un poco como no perderlo todo de golpe». Entre los objetos que la familia se llevó, había además —dice Ricardo— una caja de herramientas, dos guitarras, dos máquinas de escribir y una de sacar fotos. Había también una cajita con los negativos de las fotografías que Daniel Moyano había tomado durante los últimos quince años —los de su residencia en La Rioja— y cuyo contenido siguió incrementando en los años siguientes. Entonces sobreviene la segunda evocación: de todos y cada uno de los momentos que esas fotografías traen de nuevo al presente.

El archivo

No perderlo todo de golpe, no perderlo todo es batalla que libra el archivo: «Hacer archivo —dice Andrea Suárez Córica en “La niña y el archivo”—– es preservarse a uno mismo. Es custodiarse. Hacerse cargo de lo que se va siendo. Uno es productor y custodio. Creador y arconte».

Y entonces, ahora sí, ahora tal vez, la reseña podría seguir por este derrotero. El derrotero del archivo. El derrotero del archivo fotográfico de Daniel Moyano que Diego Vigna encuentra en ­España, tras la presentación, en ese país, de la edición crítico–genética que en 2012 hizo la Colección Archivos de Tres golpes de timbal. En esa ocasión, Vigna tuvo «la posibilidad de conocer, con la guía de Irma Capellino, la gran cantidad de fotografías tomadas, reveladas y copiadas por ­Moyano» en su laboratorio de La Rioja, pero también en el de Madrid, el «conocido trastero, en la última planta del edificio, en el que Moyano se encerraba a escribir sin luz natural (el pequeño cuarto no tiene ventanas), organizaba y archivaba sus documentos y también trabajaba en sus negativos». Y aquí la reseña podría seguir por un excurso que dijera la felicidad del encuentro con el documento buscado o con ese que no habiendo sido buscado, irrumpe para imponer su temporalidad otra y, casi, siempre una nueva indagación.

Puesto a investigar sobre los avances y la persecución del comunismo en el Gualeguay de los años treinta, Agustín Alzari explora la biblioteca de la escuela a la que habría asistido Juan L. ­Ortiz: «La escolaridad más pura y dura —dice el investigador en La internacional entrerriana— había desplazado hacia arriba el material antiguo y no había fichero, ni registro, ni nada parecido a un orden para recorrerlo. Cuando digo hacia arriba, es literal: los libros que podían interesarme empezaban a asomar a los tres metros de altura. Así que junto con el hijo de la bibliotecaria, o alguien a quien ella trataba como a un hijo fuimos a buscar una escalera de pintor. Corrimos los muebles y me trepé a curiosear. La señora se alegraba de verme ahí arriba. Yo hacía equilibrio. La situación era un poco rara, pero entre esos lomos gastados podía aparecer una delgada —y preciada— primera edición. No encontré nada de Ortiz. Ni un solo libro. Pero lo que hallé es, bajo la óptica de este pasaje de la crónica, más valioso: el tomo II del Proyecto de Ley de Represión del ­Comunismo presentado por Matías Sánchez Sorondo en el Senado de Nación en el año 1940».

Con idéntica minucia —la minucia de quien se regodea en el hallazgo—, Vigna memora las dos tardes pasadas junto a la viuda del escritor que le fue mostrando una por una las fotografías tomadas y reveladas por su esposo.

A estos conmovedores encuentros con los documentos y los archivos —con los documentos de archivo— suelen seguirle nuevas búsquedas, primero y una tarea descomunal, después. Al cabo de digitalizar algunas copias en papel «tomando fotos de sus fotos», Vigna se pregunta —le pregunta a la viuda— por los negativos de esas copias: como la búsqueda de Agustín Alzari, la suya termina (o empieza) en las alturas: «Irma señaló las puertas más altas del mueble que incluye la biblioteca. “Busquen ahí”, dijo. De ese modo accedimos a una caja sin tapa, rectangular en la que Moyano guardó los negativos de sus fotos».

Es a este segundo hallazgo al que le siguen no una, sino varias tareas de esas llamadas (no sin justicia) descomunales. La primera habría consistido en la catalogación de los sobres celosamente guardados y anotados por Moyano según un orden impuesto por el escritor y respetado por el investigador. La segunda habría sido la digitalización y el positivado de las fotografías. A estas dos tareas, propiamente archivísticas le siguieron otras de investigación: además de reconocer los documentos, además de digitalizarlos uno por uno, Vigna se propone trazar vínculos entre esas imágenes y la producción ficcional y periodística de Daniel Moyano. Para ello, emprende una pesquisa afanosa por otros archivos institucionales y recurre a los testimonios orales de quienes conocieron al escritor.

Una operación: leer

En este otro derrotero, dos son las operaciones que efectúa Vigna. Una es buscar en las fotografías los antecedentes de tal o cual nota, de tal cual cuento, de tal o cual novela. Esa búsqueda implica preguntarle a los textos que, si como quería Bajtín, son objetos con voz, en este caso son, además, objetos con imágenes: «¿Por qué no guardó otras diapositivas de esa cobertura? ¿Fue él quien tomó esa foto? ¿Esa familia posa en Villa Nidia?» Implica también confiar en las anotaciones de Moyano: «La diapositiva está archivada en el sobre 2, que en realidad es una hoja A4, plegada que contiene dos negativos blanco y negro con planos generales de un rancherío (¿Villa Nidia?) y esa sola diapositiva. En la cara externa de la hoja Moyano manuscribió una sola palabra: “­Gracimiano”». Implica, finalmente, confiar en los testimonios orales que Vigna recoge aquí y allá: «el retrato dispara la narración de una narración a partir de esa simple manuscritura del autor. Según dijo Irma Capellino, ese viaje a Villa Nidia dio origen al cuento citado, “Cantata para los hijos de ­Gracimiano”».

En esta primera operación, las fotografías son leídas como documentos pre-redaccionales, es decir, como registros visuales —especialmente de paisajes, personas y animales— que si rubricaron la crónica periodística, primero; inspiraron la narración literaria, después. Diré de paso que esta distinción de géneros propone una divisoria de aguas entre lo que es ficcional y lo que no lo es que por momentos Moyano habría obviado: según le revela Irma Capellino al autor, a veces «­Moyano inventaba notas o partes de ellas para divertirse o para resolver la urgencia de una entrega prometida al diario». También escribía crónicas en las que decía ir acompañado por un fotógrafo: el fotógrafo no era otro que él mismo. Diré, también de paso y a modo de anticipo, que esta frontera entre ficción y no ficción es la que burla Vigna en su novela Cometa de la noche negra.

En las fotografías que el escritor tomó mientras se aventuraba por el interior del interior, Vigna encuentra, por ejemplo, los antecedentes más remotos de Tres golpes de timbal. La fuerza disruptiva de un paisaje signado por la carencia —las fotografías acompañaban notas que decían la desnutrición, el mal de chagas, la mortalidad infantil, la falta de recursos en el sistema de salud, la falta de agua y la precariedad de las viviendas— vuelve a aparecer en esa novela.

Pero si para Moyano el paisaje verdadero era la gente, allí está esa fotografía sumamente sugerente de una «típica familia de la zona de los llanos riojanos», según apuntó el cronista en el epígrafe con que apareció en Clarín —el padre, la madre, la hija y el hijo pequeños: todos tomados de la mano y mirando a cámara— y que habría sido, en efecto, el pre–texto del que Moyano se valió para construir los personajes de «Cantanta para los hijos de Gracimiano», incluido en El estuche de cocodrilo (1974).

En las fotografías están también los animales: «vacas agonizantes o sedientas, caballos flacos, perros escuálidos por el hambre, mulas que aprovechaban los silencios para encauzar el entusiasmo, burros cansados, monos, loros, gallos omnipotentes». Animales solitarios tendidos en medio del paisaje despojado de un pueblo de provincia, animales sostenidos por unas manos para la foto, animales en movimiento, animales cuya familiaridad con lo(s) humano(s) se hace particularmente intensa, animales que luego aparecen, por ejemplo, en los cuentos de Un silencio de corchea (1999) y antes en las notas periodísticas que Moyano publicó en Clarín advirtiendo sobre el escaso cuidado que, a diferencia de los pueblos originarios, el hombre actual dispensa a la fauna silvestre. A la vez que confirma la admiración de Moyano por esos seres a menudo semejantes y otras veces superiores a los humanos, Vigna vuelve a trazar el puente entre fotografía y narración y se pregunta si los pobres perros de «La Lombriz», «El perro y el tiempo» y «Arpeggione» habrán estado inspirados en esa foto que el escritor guardó en un sobre con la inscripción lacónica: «perro flaco».

Otro excurso: el libro

¿Debería decir esta reseña que esos animales son «los desvalidos» del título? ¿Debería decir que lo son también los pueblos pobres del interior de La Rioja por los que Moyano se aventuró acompañando a menudo al padre Angelelli? ¿Debería decir que desvalidos son esos hombres, esas mujeres y esos niños que posan junto al rancho, que se reúnen en torno a la mesa, o que son sorprendidos en trance de buscar el agua que falta o de atravesar el desierto con rumbo desconocido? ¿Debería decir que el libro procura no solo mirar las fotografías, leerlas como pre–textos, sino también organizarlas y que entonces las va escanciando en capítulos? Tal vez sí. Tal vez debería decir esta reseña que el libro se divide en tres partes: «El pulso de la capital o la vida en una capital periférica», «El interior del interior» y «Cuartos propios».

En la primera, Vigna se detiene en las fotografías que Moyano tomó de la capital riojana conmovida por situaciones que convocan a la multitud en las calles: la huelga de los empleados públicos, una protesta de estudiantes, las fiestas religiosas o folklóricas (aquí, el padre Angelelli alzando en sus manos una figura de San Nicolás di Bari), los actos de gobierno (aquí, el lanzamiento de un cohete desde Chamical en 1969 y Carlos Saúl Menem asumiendo la gobernación de la provincia en 1973). Hacia el final de esta primera parte, en un capítulo titulado «De silencios y miradas [Otros habitantes de la resistencia]», la multitud y la ciudad se retiran para dar lugar a los animales, a los pequeños grupos humanos, a los espacios domésticos y rurales.

De alguna manera, ese despojo anticipa la segunda parte que Vigna reserva para las fotografías que Moyano tomó en situación de tránsito: explorando el interior de la provincia, denunciando su estado de abandono. Los ranchos por fuera y por dentro, las familias, la escuela con paredes de arpillera, la vegetación rala, los caminos guadalosos y, después, en un capítulo titulado «Una mitología del agua», las imágenes que dicen la calamidad de la sequía: la gota mezquina que cae del grifo al que se acerca una vaca escuálida, la madre y sus hijos con racimos de baldes en las manos, el esqueleto de un colectivo fatalmente incendiado.

Hacia el final de esta segunda parte, Vigna reproduce un conjunto misceláneo de fotografías que reúne bajo el título de «Postales»: otra vez los paisajes desolados, urbanos y rurales, autóctonos y extranjeros, pero también Moyano y sus amigos, Moyano y su esposa, Moyano y Augusto Roa Bastos, etc. «Lo que me gusta de las tarjetas postales —ha dicho Derrida— es que, incluso metidas en un sobre, están hechas para circular como una carta abierta pero ilegible». Abiertas —porque el archivo ha sido abierto y hecho público— estas postales se vuelven legibles gracias al esfuerzo de Vigna que en los epígrafes especifica fechas, locaciones, personajes, situaciones: la expedición a Agua Blanca, otra a Chilecito, otra a Los Molinos, Arturo Jauretche en la Feria del Libro de La Rioja, el asado con los amigos, la entrega del premio de novela Primera Plana (1967) con un jocoso García Márquez en segundo plano, etc.

En la última parte del libro, otra vez el texto verbal cede a las imágenes, a unas postales. «Escoger la tarjeta postal es para mí una huida que, al menos, le ahorrará a Ud. la literatura demasiado abundante», anota Derrida. Las postales que aquí se reproducen, sin embargo, llevan por título «Cuartos propios». Son imágenes con mucho de la espontaneidad que imponen los espacios privados y las relaciones íntimas, imágenes donde el ojo avizor del cronista cede su espacio al ojo que mira el ámbito familiar: el almuerzo en casa, el día de playa, la tarde de pesca, el ensayo del cuarteto de cuerdas, el padre, los niños propios y ajenos, las tomas para hacer fotos carnet y ahorrarle a los amigos el gasto de un laboratorio. Ni aún entonces, Vigna deja de ensayar el intento de vincular imágenes y ficción: allí está la foto de la hija tempranamente fallecida haciendo con la mano un gesto de guitarrista que el autor lee en un cuento casi desconocido de Moyano, escrito por encargo para la revista Femirama y titulado «La ciudad de Beatriz».

¿Debería decir esta reseña que el libro se abre con una introducción que más que introducción hace las veces de un estudio preliminar? ¿Debería decir que antes de eso —antes de esa introducción— hay una fotografía de Daniel Moyano? Me refiero no a una fotografía tomada por Daniel Moyano, sino con una tomada a Daniel Moyano. Él que «gatilló una y otra vez su Canon» según recuerda su hijo, tiene aquí los ojos cerrados. Sus ojos que tantas veces han mirado por el objetivo ahora ni miran ni son mirados. Una sonrisa se posa en su boca como una libélula. El encuadre y la inclinación de la cabeza dejan ver su enorme oreja derecha. Solo esa oreja. Daniel Moyano parece escuchar el canto de un pájaro, un susurro o una música lejana (¿la Pequeña serenata nocturna, Mozart?). ¿Debería decir que al final hay otra fotografía tomada a Moyano en la que el escritor–fotógrafo está con los brazos cruzados por encima de la cámara y su estuche, ambas colgando de sendas correas sobre su panza? Ahora Moyano entorna los ojos bajo la visera de una gorra que no parece protegerlo del resplandor y mira un punto lejano, como si enfocara.

Otras operaciones: escribir/narrar

La segunda operación que ensaya Vigna consiste no ya en buscar en los registros visuales los ­antecedentes de la narración verbal, sino en señalar entre unos y otra una similitud que no es solo temática —la periferia pobre y rural de las fotos replicada en las notas, las novelas y los cuentos— sino de procedimientos: hay un modo de mirar que fragua en las fotografías pero que aparece también en la escritura. De la mano de las reflexiones de John Berger, Susan Sontag y Roland Barhes en torno a la fotografía, Vigna procura construir con el lenguaje verbal un contexto para cada una de estas imágenes e insertarlas en un texto que burlando las exploraciones lineales, exacerben su valor documental, su potencial de memoria. Entonces emplea las tiras de negativos, cada una de las cuales incluye seis fotografías, como «frases o macrosintagmas» para buscar en ellas (o en el contenido de los sobres) un relato, una narración posible en la que irrumpe, aquí y allá, la foto que altera la secuencia. Esa foto inesperada introduce un modo de digresión que Vigna encuentra también en las novelas y cuentos del autor.

Hay todavía una tercera operación que hace Vigna con estas fotos. Porque construir un contexto verbal para las imágenes que ha ido sacando de los sobres es a menudo construirles un texto que corre por su cuenta y que se aloja en los epígrafes más o menos extensos. A veces ese texto se inclina hacia una descripción minuciosa que dice el punctum que lee el investigador: «nos “punzó” esta toma, y ese despliegue de gestos desfasados, dramáticos, tratando de impedir el disparo», dice en una oportunidad. En otra, conjetura que es el ojo sano del soldado asomado a la ventanilla del tren el que motivó la foto; y en otra se detiene en el sifón y el jarro de lata sobre la mesa de la familia Rojas que posa con doméstica desenvoltura. Los epígrafes son, en ocasiones, una crítica («el encuadre no es prolijo», dice de una fotografía tomada a Lita Viñals), pero la mayor parte de las veces, son un microrrelato, una narración hecha de puras, incontrastables hipótesis: la vergüenza de la mujer fotografiada junto a sus hijos y su marido, la inquietud de él, el desconcierto de los animales que caminan rumbo al corral al pasar junto a la pila de osamenta o el destino de esa familia que horada el desierto con sus pies vacilantes: «No se sabe de dónde vienen, no se sabe cuánto les resta por caminar ni adónde se dirigen. Ni siquiera pudimos saber por qué Moyano los fotografió en medio de ese viaje a pie y a lomo de burro».

En un momento de zozobra de su afanosa búsqueda por los archivos, las bibliotecas y las hemerotecas litoraleñas que ha registrado en La internacional entrerriana, Agustín Alzari apunta: «Me di cuenta de que no encontrar un dato es un hecho tan apabullante como el dato mismo. Simplemente no está. No estará cuando pienses. No estará ahí cuando escribas. No llegarás a saber por qué, ni cómo, nunca». Con ese vacío, con el dato que falta, con la ausencia que está en el fondo y en el comienzo de todo archivo, Vigna construye preguntas y, en ocasiones, inventa las respuestas: interpelado por los documentos, se deja llevar por una pulsión de narración que es a la que termina de dar rienda suelta en su novela Cometa de la noche negra.

Un final que no

Esta reseña podría terminar de esta manera: «Porque los archivos se pierden, se cierran o se dañan, todo archivista es también un archivo viviente», ha dicho María Moreno. Gracias a la labor de Diego Vigna, el archivo de Daniel Moyano está por el momento a resguardo del extravío y la corrosión y ha sido abierto a nuevos investigadores, a nuevos lectores.

Sucede que la mención de Cometa de la noche negra, me recuerda a otra frase que María ­Moreno anota en Oración: «¿Por qué la ficción se opondría al documento?». Y (parafraseo): ¿por qué el ­archivista se opondría al escritor? ¿O por qué el investigador se opondría al novelista? Con Cometa de la noche negra, Diego Vigna confirma no solo que la alianza entre investigador y novelista es posible, sino que es también posible el tendido de un puente que une, no digamos ya el documento con la ficción, sino las búsquedas profesionales con las personales, el archivo ajeno con el propio o, cuanto menos, la práctica de hurgar en uno como de hurgar en otro.

De la novela, esta reseña podría decir lo siguiente: en clave autoficcional, Cometa de la noche negra narra la investigación de un asesinato (el de una abuela) a partir de un archivo (el de un abuelo) «repartido en varias cajas de cartón que quizás conserven una memoria remota».

También podría citar a Ricardo Piglia y decir: «Se narra un viaje o se narra un crimen. ¿Qué otra cosa se puede narrar?». Cometa de la noche negra narra ambas cosas y redobla la apuesta: está el crimen del presunto enamorado que mató a la abuela, pero también los crímenes del Petiso Orejudo que murió el mismo día que esa abuela y hay, no uno, sino tres viajes que emprende el narrador: a la Patagonia chilena, con los padres al borde del divorcio; a la Patagonia argentina, con una madre ya separada; a Tandil y Mar del Plata, con una novia a distancia. Al menos los dos últimos son viajes orientados por una búsqueda puntual: en el segundo, el narrador sigue, hasta la cárcel de Ushuaia, el fantasma de Cayetano Santos Godino, el asesino que forma parte de la historia y la mitología nacionales; en el tercero, sigue el rastro también fantasmático de Teresa Giannarelli de Vigna, la asesinada que forma parte de su microhistoria familiar y que motiva una indagación no solo sobre las circunstancias de esa muerte, sino además sobre el rol que cupo a las mujeres en esa historia (la familiar) y la distancia y el temor que desde entonces (o desde siempre) habrían asumido los hombres.

En el viaje a Chile, el narrador se comporta como un fotógrafo compulsivo. La primera fotografía que toma es la de un tronco hallado en la playa que tiene el aspecto de un cometa de madera. Unos kilómetros más adelante, fotografía a una pareja —la de sus padres— unida por un vínculo de hostilidad. El resto es la foto que reproduce al comienzo de la novela (la de un tendero abriendo un pescado) y la que se pierde de tomar (la de un hombre que se afeita usando una ventana de espejo). Es también «la sensación de que quedaban tantas otras fotos esperando en el aire, tantas como minutos por delante».

En el viaje a la Patagonia argentina esa pulsión fotográfica cede ante la pulsión narrativa: se trata de contar, contar el viaje, contar y tratar de entender el morbo del Petiso Orejudo acaso como «un terreno de pruebas para afrontar el morbo de mi abuela Teresa». Para el tercer viaje, las «tantas otras fotos» ya no están esperando en el aire sino en las cajas que las tías–abuelas de Tandil y Mar del Plata —las hermanas de la abuela muerta— abren para él en una escena que bien podría ser la que se cuenta al inicio de Los desvalidos. Porque así como Irma Capellino desempolva las fotografías «copiadas por su marido y almacenadas en una gran caja de recuerdos familiares», Coca, la tía festiva de Cometa... abre una «caja larga» de la que va extrayendo una a una las fotos familiares. En torno a ellas se van tejiendo relatos que, si potencian el recuerdo y la narración, en cambio, no resuelven el misterio: «¿cuál era la parte que no se sabía de la historia? ¿Mi abuela había tenido algo verdadero con su asesino? ¿Habían cogido a escondidas? ¿Cuál era la parte no tan evidente?». La búsqueda culmina en un archivo ya no familiar, ya no personal, sino institucional. De la mano de un tío fotógrafo, el narrador y su novia visitan el archivo del diario del pueblo. La versión que el vespertino ofrece del asesinato de la abuela, solo suma confusión a la confusión. Un último intento de pesquisa en el archivo de otro diario fracasa entre una secretaria inexperta y unos ­documentos donados a un museo–cerrado–por–refacciones que recuerdan a las pesquisas igualmente infructuosas (o casi) de Agustín Alzari y de cualquiera que se haya aventurado por los archivos históricos de los pueblos (o ciudades) repartidos en la vasta geografía argentina.

En cualquier caso, las preguntas no resueltas que se hace el narrador de Cometa... invitan a hacer conjeturas (¿y tal vez también afirmaciones?) sobre el fracaso y la inutilidad del archivo. Pero, ¿en verdad fracasa el archivo?

Último excurso y final

En El viento que arrasa, la novela de la escritora entrerriana Selva Almada publicada en 2012, hay un par de personajes que revisan una caja con fotos viejas. El Gringo, dueño de la caja y de un temperamento que lo hace amigo de la indiferencia, apunta: «A casi todas esas fotos las tenía mi madre. Cuando murió me las traje, creo que en la misma caja que ella las guardaba. La mayoría ni sé de quiénes son. No sé para qué uno guarda fotos. Después de todo lo único que importa es lo que uno tiene acá», y entonces, se toca la frente con un dedo.

También el narrador de Cometa de la noche negra es consciente «de que la memoria dura menos que cualquier estampa». Tener esas estampas, esas imágenes, esas fotos, conservarlas, cuidarlas, mirarlas, leerlas no garantizan el recuerdo pero son, sin embargo, nuestra posibilidad de hacer un ejercicio de memoria que es siempre memoria colectiva. Y son, como lo demuestra Diego Vigna en estos dos libros, diferentes pero unidos por la pulsión de imagen y de archivo, una de nuestras más fecundas posibilidades de indagación y de saber.

Además: si como ha dicho Derrida, todo archivo se abre al porvenir, ese porvenir es un potencial de relato. Blandiendo la foto familiar de una noche feliz de su infancia, casi adolescencia —la noche que vio el cometa Halley—, el narrador puede decir que esa es una foto, no del pasado, sino del futuro, del futuro lejano. Las fotografías, los archivos, los archivos fotográficos son evidencia menos de lo perdido —el presente... tan efímero como un cometa— que de lo recuperable y lo siempre pasible de encanto y narración.

Y ahora sí, esta reseña ha llegado a su fin.

Apuntes 218–225