#11
[mayo 2020]

«Muchas mujeres para las que no hubo justicia». «Cuentos de delitos»1 por tres escritoras argentinas

Ben Bollig University of Oxford, Inglaterra


Traducción de Analía Gerbaudo. Universidad Nacional del Litoral – CONICET, Argentina / analia.gerbaudo@conicet.gov.ar

Para citar este artículo: Bollig, B. (2020). «Muchas mujeres para las que no hubo justicia». «Cuentos de delitos» por tres escritoras argentinas. El taco en la brea, 11 (diciembre–mayo), 164–182. Santa Fe, Argentina: UNL. DOI: DOI 10.14409/tb.v1i11.9165

Hay una cronología estándar de la literatura policial en América Latina que muchas de sus ­historias suscriben. Desde sus primeras emergencias como género, está marcada por la traducción y la parodia. Esto obedece a una característica de Latinoamérica: las fuerzas de la ley, del orden y la confianza pública en estas, esencial para el cuento policial «clásico», están prácticamente ausentes en buena parte de la tradición narrativa de la región. ­Jorge Luis Borges, entre otros, recurre a ambas operaciones: parodia el género e importa y traduce a sus más habilidosos exponentes. Aun si la ficción clásica sobre el delito se ve prácticamente invalidada por la realidad política latinoamericana, la novela negra (hardboiled fictions) y variantes tales como el neo-noir parecen más apropiados a la región y a sus lectores. Osvaldo Soriano, Paco Ignacio Taibo II, Leonardo Padura, Mempo Giardinelli, ­Guillermo ­Saccomanno y Claudia Piñeiro, inspirados en las más recientes tendencias de la literatura policial anglo–­americana, han creado ficciones que combinan historias verosímiles y enigmas atractivos mientras rozan la crítica social.

En esta historia literaria está implícita la posibilidad de que la novela policial defienda, en líneas generales, una agenda política. En No habrá más penas ni olvido (1978), Osvaldo Soriano reelabora la ficción «dura» de Dashiel Hammet para criticar el vuelco a la derecha de cierto sector del peronismo al comienzo de los años setenta, habiendo ya parodiado al género al retratar a un fracasado Philip Marlowe en Triste, solitario y final (1973). Taibo escribió una novela junto con el Subcomandante Marcos; sus textos manifiestan críticas directas a la corrupción política del ­Partido Revolucionario Institucional (PRI) en México. Más recientemente, la llamada «narconovela», tal como la practica Elmer Mendoza, ha utilizado los procedimientos del police procedural2 para vehiculizar ácidos comentarios sobre el nexo entre crimen y Estado en el mismo país (cf. Wood, 2016; Beard, 2015).

Un reciente estudio de Andrew Pepper ofrece una nueva mirada respecto de las políticas del género policial señalando la «dificultad» para incorporar en él «políticas radicales» (2016:vii). Bosqueja los intereses comerciales y los imperativos políticos que, por lo general, atraviesan las ­novelas policiales y se pregunta si quienes las escriben pueden have their cake and eat it (vii).3 Pero también sostiene que es necesario replantear la cronología de la literatura policial: la clásica historia apolítica de delitos: el mundo de los detectives racionales y de asesinatos «pueblerinos» (cosy crime) no es el modelo sino un conciso interludio. Pepper especifica que «el impulso que lleva a politizar y a popularizar la escritura del delito como ­ficción tiene un linaje histórico más extenso y una trayectoria geográfica más amplia» (viii) que la que presenta la descripción estándar, de Poe a Doyle hasta Hammett, o desde su fundación pasando por los clásicos hasta la novela negra.

La tesis más abarcativa de Pepper roza la perspectiva sociológica, y aquí su argumento se torna especialmente interesante para quienes trabajan sobre América Latina. «El desarrollo de la literatura policial como género está relacionado con la consolidación del Estado burocrático moderno», observa (1). Lo que encontramos en la literatura policial es algo próximo a un relato sobre el Estado y sus contradicciones: un Estado que controla el sistema judicial y, un Estado que es, a la vez, «necesario para la creación y el mantenimiento de la vida colectiva y central para la reproducción de arraigadas desigualdades socioeconómicas» (2) que conducen, con frecuencia, al delito.

Pepper tiene claro el alcance limitado de su estudio. Justamente, en parte mi objetivo en este artículo es seguir algunas de las direcciones que ha señalado para estudios ulteriores de la escritura sobre el delito en un «marco histórica y geográficamente expandido». Pepper reconoce haber dejado de lado lo que acontece en América Latina donde la literatura policial «está en mejores condiciones o es más propensa a explorar las brutalidades y la violencia del poder estatal que en los ejemplos de Estados Unidos o de Europa dado que probablemente la gente considere, en prácticamente toda América Latina, como de hecho lo ha considerado, que la violencia estatal es una norma antes que una excepción» (249). En verdad, los países latinoamericanos son importantes por otra razón: Pepper se pregunta, en un capítulo sobre la literatura policial contemporánea, «qué sucedería si el Estado, desafiado por otros organismos, se viera imposibilitado para ejercer el monopolio del uso de la violencia física?» (208). En las «narconovelas» mexicanas, o en el contexto de las insurrecciones armadas, esta cuestión cobra relevancia. Pepper da cuenta de la emergencia de la «parapolítica» junto a los gobiernos neoliberales en el contexto de una «crisis de la soberanía» (209). Los Estados se ven involucrados en una «violencia extralegal» que puede tornarse «incontrolable» (210). Aun en circunstancias menos extremas, los Estados suelen ser indiferentes o incompetentes para enfrentar la violencia contra los ciudadanos.

Si los escritores latinoamericanos están poco representados en el corpus de Pepper, las escritoras están en menor medida. Agrupar a los escritores según su sexo puede parecer arbitrario.4 Pero actualizando el estado de la cuestión, uno encuentra convincentes argumentos y antecedentes para tal aproximación.5 Shelley Godsland da cuenta del «boom» de la literatura policial escrita por mujeres españolas durante los años 1990 y 2000 (2007:5). Contra quienes habían criticado el carácter comercial del género, Godsland sostiene que dichas obras funcionan en la España contemporánea para promover la sensibilización alrededor de problemas tales como la violencia ­contra las mujeres y para sugerir posibles respuestas a esta victimización de género a un lectorado amplio (204–205).

Sin embargo, desde un punto de vista literario, los argumentos de Godsland se basan en lo que puede ser criticado como algunos de los aspectos menos interesantes de estas novelas: «Dado que varios sub–géneros del policial se basan principalmente en la violencia y en la agresión, pero también en la caracterización de los protagonistas y de otros personajes de acuerdo a ­paradigmas etno–nacionales, de género y clase bastante rígidos, este tipo particular de literatura ­puede ­funcionar muy efectivamente en la textualización de cuestiones como la violencia contra las mujeres y las respuestas de estas frente a la agresión masculina» (204). Godsland parece sostener que el carácter conservador del género policial, en términos de escritura, contribuye a su eficacia política (agrego: sería como una suerte de Balzac, a la inversa).

La producción latinoamericana presentaría contraejemplos a una tesis semejante: en las obras de Rodolfo Walsh, Paco Ignacio Taibo II o Leonardo Padura, entre otros, la efectividad política parece estar directamente conectada a su rechazo a ciertas reglas del género. En ese sentido, el corpus de este artículo toma distancia crítica de los «paradigmas rígidos»: esto se pone claramente de manifiesto en el trabajo con la escritura.

En su introducción a una serie de ensayos sobre literatura policial, Delys Bird y Brenda Walker señalan, entre los riesgos del género, lo que denominan «el potencial sexista de la forma» (1993:10). Sin embargo, desde los años sesenta y setenta, a raíz de las extendidas corrientes feministas y de la escritura de mujeres, detectan una «feminización de las escrituras sobre el delito» (11). Y siguen: «recientemente las mujeres se han apropiado de la violencia en sus ficciones y la han re–examinado, muchas veces interrogando sus significados de género» (17). Y dentro de esta «tercera ola» de literatura policial escrita por mujeres y sobre mujeres, sitúan la escritura de no–ficción empleada para plasmar y denunciar «el odio a las mujeres que marca y estructura las relaciones de género y su significado a lo largo de la historia de la cultura occidental» (29). Así pues, este artículo se propone examinar las obras de tres escritoras argentinas que le han dado al delito —y en particular al asesinato— un lugar importante en sus escrituras. María Angélica Bosco (1909–2006), Claudia Piñeiro (1960–...) y Selva Almada (1973–...) pertenecen a tres generaciones diferentes y, podríamos afirmar, desarrollan distintas narrativas sobre el delito. Sus textos dan cuenta de innovaciones en el género a la vez que cuestionan, en especial en el caso de Almada, la potencia crítica de los «cuentos de delito» llevando la escritura hacia bordes genéricos imprecisos.

Bosco

Los escritores del género policial, en especial en América Latina, deben ser inventivos si quieren componer historias verosímiles que involucren detectives: puntualmente refiriéndose a ­Argentina, Carlos Gamerro ha puesto en duda la posibilidad de proponer textos en el género ­whodunit6 (2006:90) debido a la muy probable tendencia de los lectores a responsabilizar a las fuerzas represivas del Estado por los crímenes no resueltos.7 Se trata, además, de un género fuertemente dominado por varones. A partir de estos supuestos iniciales, vale la pena volver sobre la obra de María Angélica Bosco.

Bosco fue escritora, editora y traductora. Su novela La muerte baja en el ascensor (1955), incluida por Adolfo Bioy Casares y por Jorge Luis Borges en la colección de novelas policiales El séptimo círculo y publicada por Emecé en 1955, fue reeditada por Ricardo Piglia en 2013 en la «Serie del recienvenido» publicada por el Fondo de Cultura Económica. Se trata de una colección que, justamente, exhuma obras fuera de circulación por varios años, como es el caso de este texto de Bosco.

Poco se ha escrito sobre Bosco.8 Gianna Martella observa que «las relaciones amorosas son esenciales en sus tramas y que incluso si los verdaderos detectives son varones, los personajes femeninos juegan un rol central en la investigación y en la resolución del misterio» (2002:32). Según ­Martella, Bosco «logró crear un precedente con sus caracteres femeninos fuertes que ­pueden ­iniciar una investigación y razonar como un detective», y si bien sigue las convenciones del género, le ­confiere un «punto de vista femenino que supone una distancia de las fórmulas ­tradicionales» (42).

Martella recurre a un estudio anterior de Flora Schiminovich en su comentario de La muerte baja en el ascensor quien resalta, entonces, un segundo punto de la narrativa de Bosco: el «uso de momentos históricos» (Schiminovich, 1990:18). En particular hace referencia a la presencia de muchos inmigrantes alemanes en Buenos Aires durante el tiempo de la Segunda Guerra Mundial, a menudo tratados con desconfianza por los argentinos. En un comentario sobre En la estela de un secuestro que, en verdad, es válido para toda su obra, Schiminovich sostiene que «Bosco se apoya especialmente en los personajes» (18).

Bosco fue conocida como la Agatha Christie argentina (Friera, 2006) aunque sus historias detectivescas son más complicadas y provocativas que aquellas de su predecesora inglesa. Como las novelas de Agatha Christie en las que aparece el personaje Miss Marple, en los últimos textos de Bosco el detective —o al menos el protagonista que termina investigando— es una mujer. Pero por contraste con Miss Marple, no estamos en el mundo del «delito hogareño» o de los asesinatos «pueblerinos» (cosy crime): los protagonistas de Bosco son mayormente mujeres contemporáneas que enfrentan problemas de trabajo, sexismo y conflictos sociales.

En su prólogo a La muerte baja en el ascensor, Piglia señala que la novela «afirma los clásicos presupuestos del relato de investigación y a la vez los renueva y los modifica» (10). Dicha novela arranca con el cuerpo de una mujer hermosa hallado en un ascensor: una versión del clásico misterio del cuarto cerrado (locked-room puzzle). No obstante, Bosco añade más crímenes, dando lugar a una característica compartida por sus otras novelas: «nuevas muertes perturban —o iluminan— el enigma inicial» (10).

Piglia destaca otra característica, a saber, la inclusión de notas tomadas por el investigador. Además leemos extractos tomados de la agenda de otro personaje. En otras ocasiones, el narrador en tercera persona que Bosco modela tiene acceso a los pensamientos de los personajes y narra desde una posición muy próxima a la acción. Por ejemplo, cuando el inspector Ericourt está interrogando a uno de los sospechosos, el esposo de la mujer asesinada, advertimos un extraño «¡Caramba!» que puede ser, o no, la reacción interna de Ericourt en ese momento. Pero hay otras escenas que observamos, desconocidas para los investigadores, de intercambios entre los personajes. Y encontramos lo que podría ser descripto como el monólogo interior de uno de los sospechosos iniciales, el playboy Pancho Soler: este es otro agregado a las más estandarizadas técnicas de los relatos policiales. Con todo, la novela emplea los recursos del relato policial tradicional, como por ejemplo, la pista falsa de un vaso de whisky envenenado (132–133). De este modo Bosco se sitúa en el borde entre técnicas reconocidas tomadas del género policial y otras operaciones más experimentales que podrían asociarse tanto con escritores predecesores y/o contemporáneos, Roberto Arlt, Julio Cortázar o incluso Manuel Puig, como con escritores posteriores como el mismo Piglia, en particular sus relatos policiales Plata quemada (1997) y Blanco nocturno (2010).

La novela ofrece muchos más detalles respecto de la realidad social que los estrictamente necesarios para el desarrollo de la trama. El escenario del crimen en un edificio de departamentos situado en la calle San Martín en un elegante espacio del centro de Buenos Aires hace lugar al retrato de un sector representativo de la clase media porteña. El agregado de un portero y de su familia —una pieza fija en edificios de este tipo— expande el espectro de clase del elenco. Varios de los personajes son inmigrantes europeos provenientes de Alemania, Suiza, Bulgaria y España. El joven inspector Ferruccio Blasi habla alemán. Una secuencia pone a los lectores en situación de interceptar una conversación entre dos vecinos del barrio hablando con la «moderada persuasión del chismorreo de “medio pelo”» (42).9 La muerte baja en el ascensor es, a la vez, una ingeniosa pieza de la escritura policial y un retrato social cuidadosamente construido. Los personajes también incluyen una serie de muy bien definidas y por lo general amables mujeres, no del tipo de las femmes fatales o de las jóvenes en peligro de la novela negra contemporánea.

Además, la novela presenta algo así como un operativo sistema policial y judicial situado en los tempranos años 50, sobre el final del período del primer gobierno peronista: se realizan búsquedas, entrevistas y autopsias, entre otras prácticas de la ciencia forense. Los funcionarios del sistema judicial son honestos: por contraste con la literatura policial posterior, especialmente el neo-noir de Giardinelli o de Saccomano, no presentan casos de corrupción ni tampoco se convierten en objetos de la sátira o de la ridiculización, tan frecuente en Borges y Bioy Casares (ver Yates, 1964). La novela también hace referencia a su propio género: hay una mención reveladora a los «detectives aficionados» (2013:82). Además, el inspector Ericourt destaca «soy racionalista. Nunca me han tentado las mesas de tres patas» (86). Esta frase puede considerarse un envío al intercambio entre los detectives Lönrot y Treviranus de «La muerte y la brújula» respecto de lo inoportuno que resulta buscarle «tres patas al gato».

En síntesis, en este ejercicio inicial en la novela de detectives encontramos un inteligente enfoque del género: pormenorizadas observaciones sociales y del contexto político, un intenso juego entre precisa configuración de la trama y detección junto a una conciencia de los problemas contemporáneos en las relaciones entre los sexos. Sin embargo, la investigación es llevada adelante por un equipo relativamente estándar en términos sexogenéricos: un inspector de policía moralmente intachable, su inteligente colaborador y un equipo de asistentes. Las mujeres son, en general, víctimas, sospechosas o amantes (posibles o reales).

Historia privada, la novela que Bosco publica en 1972, agrega un giro más al modelo de la detective mujer. Situada en Buenos Aires, la historia comienza con una muerte misteriosa: el cuerpo sin vida de una mujer joven es hallado en una piscina. Se trata de una hermosa muchacha que pertenecía a la clase trabajadora cuyo cuerpo aparece en la casa de una familia adinerada. Los hijos y sus amigos habían salido y bebido junto a la muchacha y su hermana. En este caso el detective no es un oficial de policía ni un detective privado. Tampoco se trata de una «chica en peligro», tal como aparecía en La muerte soborna a Pandora de 1956: su primera novela con un rol femenino importante en la develación del crimen. Laura es una asistente social convocada por el equipo que lleva adelante la investigación para que ayude a entender la situación y sus personajes: se trata de una lectora aguda de informes sobre delitos con habilidad para los interrogatorios y cuyo carácter amable unido a su ingenio la conducen a descubrir aspectos del caso que habían pasado desapercibidos para los otros investigadores.

Junto a estos retoques al género, Bosco incluye una serie de guiños en la línea de la novela negra: Laura fuma mucho —cinco cigarrillos en una mañana mientras se dice que debiera dejar de fumar—, bebe whisky a cualquier hora del día aun cuando entrevista a sospechosos, testigos y familiares y el mundo que aparece representado muestra las mismas rivalidades y maldades que hallamos en los «policiales duros» de Raymond Chandler. El asesinato opone a gente con influencias versus clase trabajadora: se trata de una familia socialista cuyas hijas aspiran a escalar socialmente. Para la madre de los muchachos acusados, la joven muerta, Selva Spata, es básicamente «una puta. Que Dios perdone, si puede, yo no perdono» (74): Selva habría desencadenado su final al mezclarse con muchachos, beber y vivir con un grado de libertad que este personaje sanciona desde el orden moral (se trata de un tipo de discurso que todavía se sigue escuchando con demasiada frecuencia en los casos de violencia contra las mujeres). Laura opone a esta agresividad una de sus ocurrentes salidas, tal como lo hace el típico detective privado de las novelas de Chandler (cf. Jameson, 2016): «Para mí [las chicas Spata] no existen», afirma la señora. A lo que Laura responde, ácida: «Una de ellas no existe» (68).

Llamativamente, a lo largo de la novela encontramos intervenciones de un personaje llamado «el hombrecito». En un primer momento no resulta obvio de quién se trata, pero transcurridos algunos pasajes resulta claro que se trata del alter–ego de Laura. La voz que resuena en su cabeza, este pequeño hombre, es cínica, cruel y plagada de reproches. A través de este diálogo interior entre Laura y su otro yo masculino descubrimos sus dudas, miedos y conflictos. Se trata de la voz del cinismo masculino frente a su idealismo. Este ingreso en la psicología del detective fue una operación relativamente nueva, si bien actualmente constituye un rasgo estándar entre los procedimientos del police procedural y del neo-noir.

Lo que resulta singular es el énfasis de la escritura en aspectos ligados al estatus y la posición social de las mujeres. Puede verificarse el contraste entre diferentes posiciones ocupadas por diferentes mujeres en la Argentina de los años sesenta y setenta: la esposa tolerante, la madre rica, la profesional esforzada y la generación más joven, en lucha por sus libertades. Todos los personajes femeninos están rotundamente definidos. Todos terminan, en cierto modo, frustrados por las circunstancias, entre trágicas y fatales. Incluso el personaje de la novela con más agencia, Laura, se ve limitado en su accionar por el poder de los hombres que lo rodean: todas las figuras de autoridad que debe enfrentar son hombres (e incluso su trabajo proviene, en parte, de un affair con un hombre con conexiones).

La novela de Bosco muestra la dificultad para crear un whodunit latinoamericano protagonizado por mujeres. Específicamente, las interrupciones y las digresiones alteran el ritmo y la estructura de la investigación típica. Los descubrimientos de Laura están constantemente interrumpidos por episodios de su vida personal, por presiones laborales y por sus propios recuerdos a los que se agrega el «hombrecito» que constantemente la acosa con sus dudas. Su investigación está motivada, sustentada y, en cierto modo, obstaculizada por su empatía con la víctima: no puede evitar identificar, alrededor de este caso, los mismos prejuicios que ella misma ha experimentado años antes: «de alguna manera», piensa, «todas fuimos alguna vez la chica que...» (91). Además, la digresión de la parte central del texto parece pertenecer a un libro diferente: esta inmersión en los amores y en la vida adolescente de Laura, en su relación con sus padres y con su hermana, desarrolla nuestra empatía tanto por Laura como por la víctima al mismo tiempo que da cuenta del carácter tortuoso y, en el fondo, estancado de la investigación que, finalmente, no llega a buen término: dificultades políticas, sentimientos de culpa transidos por el catolicismo combinados con la incompetencia policial le dejan al lector una resolución confusa. En contraste con los locked room mysteries10 cuyos protocolos de escritura exigen la resolución del crimen, estamos ante un relato que no ofrece una respuesta definitiva. «Todo se reinstalaba en la cuestión de pruebas» (194): sencillamente, no hay suficiente evidencia para concluir que Selva Spata fue asesinada. Los niños ricos pueden escapar y estudiar en el exterior. Otros participantes de la fiesta, con menos conexiones y/o poder, son dejados bajo sospecha: sus vidas, arruinadas. Miriam, la hermana de la víctima, posible testigo clave, es «comprada» con una oferta laboral. Los procedimientos legales no conducen ni a la justicia ni a la satisfacción: se trata de una sensación que embarga tanto a víctimas y familiares como a nosotros, los lectores.

En definitiva, podemos decir que Bosco desarrolla una perspectiva contemporánea, política e incluso feminista dentro de la novela policial. Sus textos son innovadores, sensibles a las tensiones sociales y ofrecen un enfoque analítico respecto de la posición de las mujeres en la sociedad contemporánea.

Piñeiro

La obra de Claudia Piñeiro abarca novelas de diversos tipos, series de televisión, periodismo y cuentos para niños. Pero se la conoce por sus relatos policiales.

Las viudas de los jueves (2005) fue una novela exitosa tanto desde el punto de vista comercial como crítico (en especial en el contexto internacional), luego llevada al cine por el director ­Marcelo Piñeyro. En ciertos aspectos estamos ante un relato de misterio estándar: aparecen tres cuerpos flotando en la pileta de una casa situada en un country en los alrededores de Buenos Aires (cabe destacar que este comienzo es similar al de Bosco en Historias privadas). Pero en otros aspectos se verifica una distancia de las perspectivas convencionales: todas las víctimas son varones y la novela está narrada desde diferentes puntos de vista, a saber, el personaje femenino central, la agente inmobiliaria María Victoria, una enigmática voz colectiva y un más convencional narrador en tercera persona. No hay un detective principal, si bien entran en escena la policía y los investigadores de las compañías de seguro. Buena parte de la novela no gira, al menos directamente, sobre el crimen: se describe el estilo de vida ostensiblemente lujoso de los pudientes habitantes del country Altos de la Cascada. La novela avanza lentamente demorándose en detalles sobre la vida en el country y describiendo a sus personajes con una profundidad inusual en la genre fiction. En gran medida, la novela también resta inconclusa: no hay una «gran revelación»; los infractores no son castigados, al menos no en un sentido tradicional, y la historia concluye con sus personajes principales paralizados, indecisos entre seguir viviendo en el country o abandonar el lugar.

La escritura de Piñeiro enfrenta las limitaciones del género policial en su configuración latinoamericana: el cuidado del detalle y la construcción de una fuerte verosimilitud entran en ­tensión con las aproximaciones más conservadoras del género.

Las viudas de los jueves presenta un minucioso retrato de la vida de las nuevas élites que emergieron en Argentina durante los neoliberales años 90. En una entrevista con la BBC Piñeiro declaró que, dado que no conocía en Argentina a «nadie que en su sano juicio, ante una emergencia, llamara a la policía», sus detectives tenían que venir de otros lugares: este es, quizá, el giro más importante de su escritura.

La historia que Piñeiro cuenta generó tanto un éxito de taquilla en el cine como un éxito editorial, además de haber contado con muy buena acogida en la crítica internacional (cf. Dávila Gonçalves, 2014; Griesse, 2013; Rocha, 2011). Ligia Bezerra sostiene que la posición de Piñeiro respecto de la cultura de masas indica que el problema con el sistema capitalista no pasa por el poder alienante de dicha cultura: habría conexiones más complejas y profundas entre las esferas económicas y sociales que sostienen la desigualdad social del capitalismo en su actual fase (2012:28). O tal como Carolina Miranda lo explica, Las viudas de los jueves «constituye una reflexión ­perfecta respecto del modo en que una comunidad privilegiada es construida y ­subsecuentemente ­destruida por efímero boom económico del nuevo milenio» (2014:87).

El texto se abre con dos epigramas: uno de Tennessee Williams; otro de Manuel Puig. La cita de Williams, tomada de El zoo de cristal (The Glass Menagerie) es de particular interés: «La época en que transcurre la acción es el lejano período en que la enorme clase media de los Estados ­Unidos se matriculaba en una escuela para ciegos» (9). El original de Williams refiere, si ensayamos aquí una traducción prácticamente literal, a «aquel peculiar período, los años treinta, en el que la enorme clase media americana se matriculaba en una escuela para ciegos» (that quaint period, the thirties, when the huge middle class of America was matriculating in a school for the blind [Williams]). La reinscripción literaria de la cita se combina con las derivas políticas: la novela construye un retrato de una clase entera, ciega a la realidad que los rodea. De este modo los «cuentos de delito» producen una crítica social expandida que incluye a muchos de quienes los leen. En este caso, estamos además ante un planteo innovador en términos del rol de las mujeres en la investigación alrededor de las muertes.11

En 2010 Piñeiro vuelve a un entorno similar al de Las viudas... en otra novela policial: Betibú. Nuevamente la novela inserta epigramas literarios: en esta oportunidad, de Antonio Di ­Benedetto, Edmond Locard (el pionero científico forense) y de Ricardo Piglia. También en esta ocasión los hechos se desenvuelven en un country: La Maravillosa. El escenario es sorprendente: justo cuando la economía argentina estaba a punto de desbarrancarse, «La Maravillosa» es el epicentro de una serie de crímenes sorprendentes. Pedro Chazarreta, un hombre de negocios, es encontrado degollado en su enorme casa. La escena tiene reminiscencias en dos planos, por un lado, evoca el breve cuento «Continuidad de los parques» de Julio Cortázar. Por otro lado, dentro de la misma novela, la mujer del personaje, Gloria Echagüe, había muerto de modo similar.

Como en Las viudas…, en Betibú la policía es representada, en un primer momento, de una manera similar a la que predomina en los relatos policiales de la «época dorada»: hay un sesgo cómico combinado con una suerte de incompetencia que evoca a personajes como los policías en las historias de Holmes o Marple. Un personaje, el comisario Venturini, demuestra cierta habilidad y perspicacia, aunque, cabe resaltarlo, la investigación es verdaderamente llevada adelante por Nurit Iscar, ex–novelista que escribe ya solo por encargo: en esta ocasión, escribe crónicas sobre el caso a pedido de un editor de un periódico que, entre otras cosas, había sido su amante. Junto a Nurit trabajará un antiguo escritor de policiales, reducido a refritar textos triviales para las páginas de sociales, y su joven colega, conocido como «el pibe de Policiales».

La novela da cuenta de los cambios socioculturales a partir de la tecnología. Se insiste sobre el conflicto generacional entre el experimentado periodista Brena y el recién llegado «pibe de Policiales»: Brena defiende métodos probados como por ejemplo, asumir riesgos, estar cerca de los hechos, en «la calle», mientras que «el pibe» sigue las tendencias de Twitter, las redes sociales a través de Facebook y constantemente chequea su Blackberry. Se trata de conductas que Brena no comparte: «Generación Google: sin calle, todo teclado y pantalla, todo Internet. Ni birome usan» (33). En esta línea, las políticas internas de El Tribuno han llevado a que periodistas experimentados presentaran retiros voluntarios para ser reemplazados por colegas más jóvenes, más baratos y menos formados; esto tiene su correlato con el lamento de Nurit por la caída general de los estándares de expresión en español. Además advertimos el paisaje cambiante de los medios tanto en las maquinaciones del editor Rinaldi derivadas de su conflicto con el gobierno como en las fuentes de información disponibles para el público: nuevos canales y, en particular, la cobertura sensacionalista del delito vía Crónica TV (46).

A lo largo de la novela la tecnología se nombra: «en Internet, en los diarios online» (2010:19). Si bien por momentos, está lejos de ser necesaria ni para el avance de la trama ni para el desarrollo de los personajes, atraviesa sus vidas. Por ejemplo, la vida de country también se ve modificada por ella: tarjetas de acceso, bases de datos y registros de vehículos. Nuevamente es Nurit el personaje que muestra su descontento ante las imposiciones arbitrarias de regulaciones paralegales por los guardias de seguridad. Es decir, se trata de una novela que vuelve sobre el mundo de hoy con personajes en tensión con los cambios que los rodean.

Parte de esas tensiones se condensan a través de la figura de Rodolfo Walsh, que recorre la novela. Más que el escritor de policiales o el periodista, es la congruencia del militante, asesinado durante la última dictadura argentina, lo que se pone en contraste con las marcas de aquel estado del presente. Como podrá observarse, se recurre a la incorporación de datos de la realidad en la construcción de la historia que refuerza así su verosimilitud. Además de Walsh, Piñeiro nombra a víctimas de asesinatos no resueltos: Cecilia Giubileo, Aurelia Catalina «Oriel» Briant, Jimena Hernández, Norma Mirta Penjerek, «muchas mujeres para las que no hubo justicia» (152).

La novela está marcada por una particular aprehensión del tiempo. Se usan indicadores temporales de simultaneidad que permiten conectar a personajes y escenas diferentes: «En ese momento» (43); «En el mismo momento» (78); «En el momento en que» (208). Ese procedimiento se usa en la apertura de la novela: el hallazgo del cuerpo de Chazarreta por la empleada doméstica se pone en paralelo con una escena que la describe a Nurit Iscar, en su casa: «En el mismo momento en que Gladys Varela está gritando en una calle sin salida del club de campo La Maravillosa, Nurit Iscar intenta ordenar su casa».

En algunas ocasiones estas fórmulas son usadas a modo de cortes que subrayan la ignorancia de los personajes respecto de situaciones de las que no fueron testigos o bien que están por descubrir: el modo de hacer avanzar la acción habilita la comparación con el jump cut cinematográfico.

En sus primeros pasajes se muestra a una Nurit Iscar que ha abandonado la escritura de novelas después del ataque de la crítica por su primera incursión en las ficciones románticas: interpelada por esta reacción de la crítica «especializada» que ignoraba sus novelas policiales pero no dejó pasar por alto este nuevo giro sin destrozarlo, decide ganarse la vida como «escritora fantasma» (24). Puede detectarse aquí un juego intertextual con The Ghost, la novela que Robert Harry publica en 2007 y que apenas un tiempo después, en 2010, hace lugar a un film de Roman Polanski.12 A este envío se agregan otros: Guillermo Saccomanno y su Zippo; Muriel Spark y su Memento Mori, uno de los libros que Nurit lee.

Nurit, con Brena y «el pibe», terminan investigando la muerte de Chazarreta. Eso supone volver sobre una situación previa: el irresuelto crimen de Gloria Echagüe. Para ello parecen contar con la ayuda de un viejo contacto de Brena: el comisario Venturini. La clave para la investigación la da un portarretrato vacío en la casa de Chazarreta. La foto robada permite reponer algo de su pasado: Chazarreta formaba parte de «la Chacrita», un grupo de amigos que habían estudiado en el mismo colegio religioso de elite. Varios habían muerto un tiempo antes y, en el curso de la novela, el resto del grupo irá sufriendo el mismo final. Aquí es, cabe notarlo, donde encontramos un giro en la novela. Todos estos personajes mueren exactamente del modo en que es imaginable que morirían: uno en un accidente de esquí, otro en un accidente automovilístico; Chazarreta es asesinado bajo las mismas turbias circunstancias que su mujer cuya muerte, por otro lado, pareciera haberla provocado el mismo Chazarreta; otro miembro del grupo, que había emigrado a Estados Unidos, es asesinado en una balacera; otro, aparentemente con cuadros depresivos, es hallado ahorcado. Quedan dos hombres: Roberto Gandolfini, el hermano menor de uno de los miembros del grupo, solo parcialmente incluido en «la Chacrita», y Emilio Casabets que había sido sexualmente abusado por los otros miembros del grupo a modo de «iniciación». Gandolfini había sido testigo de esos atroces acontecimientos.

Como en Las viudas…, no hay justicia, es decir, no se logra resolver nada vía los canales institucionales. No obstante, a lo largo de la novela descubrimos que los personajes terminan teniendo lo que se merecen. El enfrentamiento culminante la encuentra a Nurit visitando a Gandolfini en las oficinas de su compañía: una misteriosa organización dedicada al «desarrollo empresarial» (el nombre de este personaje envía a James Gandolfini que durante varios años interpretó el papel del jefe de la mafia Tony Soprano en la serie televisiva de la HBO Los Sopranos, entre otros roles de «tipos duros»).

Nurit lo acusa a Gandolfini de estar detrás de los asesinatos y de que su compañía, en realidad, más que los servicios que anuncia, provee muertes a medida: asesinatos que pasan desapercibidos porque aparecen como una muerte corriente. Si en un primer momento Gandolfini se ríe ante la ocurrencia de Nurit, luego le sigue el juego: en ese caso su compañía sería poderosa, bien conectada y, tal vez, hasta «intocable» (315). En alusión a hechos de la historia argentina reciente, Gandofini interpela a Nurit Iscar: «Imagínese que yo, o mejor dicho mi empresa, pudo haber hecho caer el helicóptero del hijo de un presidente (...). O hasta pudo haber inducido a un poderoso empresario a que se volara la cabeza de un escopetazo. Mucho poder tendría yo, señora Iscar, mucho, ¿no cree?» (316). La interpelación llega a un punto de tensión máxima cuando Gandolfini saca de su escritorio una carpeta amarilla cruzada por dos rayas negras, y sin abrir la carpeta, recita de memoria: «Jaime Brena, sesenta y dos años, vida desordenada, excesos de distinto tipo: alcohol, cigarrillos, drogas, aunque ahora solo consume marihuana. Muerte aconsejada: infarto» (318). El juego la incluye: Gandolfini no solo la llama por el sobrenombre que solo conocen sus amigos, «Betibú», mientras describe su «muerte aconsejada» sino que, antes de despedirse, le susurra un nombre mientras se sonríe, «Maideinform». Se trata de la marca de ropa interior que Nurit llevaba puesta en ese momento.

Se me permitirá adelantar que Betibú presenta una explicación de los asesinatos que ronda una teoría conspirativa. El epigrama inicial tomado de Blanco nocturno de Piglia hace referencia a un «nuevo género» que bien la novela podría pretender despuntar: «La historia sigue, puede seguir, hay varias conjeturas posibles. Queda abierta, solo se interrumpe. La investigación no tiene fin, no puede terminar. Habría que inventar un nuevo género literario: la ficción paranoica. Todos son sospechosos, todos se sienten perseguidos» (Piglia en Piñeiro:9). En un estudio reciente, Jovan Byford caracteriza la teoría conspirativa atendiendo a tres características: «la visión de la conspiración como la fuerza motriz de la historia, el acercamiento a la prueba (o su ausencia) y la esencial irrefutabilidad de la teoría de la conspiración» (2011:32). Byford realiza una distinción entre teorías «totales» y aquellas que reconocen «múltiples» complots no asociados (2011:33). Mientras que es lógico suponer que «la magnitud y la complejidad de una conspiración y su nivel de infamia será inversamente proporcional a sus chances de éxito» (33), los teóricos de la conspiración «total» piensan lo contrario: es la alta escala del complot lo que pareciera conducirlo al éxito. Matthew Dentith está de acuerdo en este punto. Reconoce una diferencia entre las teorías conspirativas y las «teorías de la conspiración total» (2014:17): «algunas teorías sobre conspiraciones estarían garantizadas; la actividad conspirativa es más común de lo que la mayor parte de la gente cree» (172–173).13 Por su parte, David Aaronovitch considera que la historia política de la región bien puede explicar la propensión de los latinoamericanos a creer en conspiraciones: puntualmente hace referencia aquí a la secuencia de «tomas del poder por los militares» durante prácticamente cincuenta años (2009:8).

En relación con este punto, es necesario observar que, después de la precipitada salida de Nurit de la oficina de Gandolfini, la novela toma cierta distancia de la resolución vía la conspiración «total» o la «mega conspiración»: Gandolfini es asesinado en sus oficinas. En la escena encontramos, una vez más, a Venturini. En este punto, vuelve un pasaje de la conversación entre Nurit y Gandolfini en el que este la interpelaba: «¿cómo es la pirámide del asesinato hoy? ¿Quién es en este siglo el verdadero asesino señora Iscar?» (316). Cabe preguntarse aquí cuál es la hipótesis que la novela quiere que sus lectores construyan: ¿es Venturini el capo dei capi? ¿Gandolfini estaba trabajando para él? ¿O bien Venturini simplemente cometió y encubrió los asesinatos? Tal vez él simplemente vendría a cerrar un ciclo de violencia en el que, como en la Orestíada, solo la sangre puede lavar la sangre. Hay un pasaje de la tensa conversación entre Nurit, y Gandolfini que puede orientar al lector en esa línea: «¿Se acuerda de las Erinias? (...); sería algo así como levantar su bandera, creo que Esquilo se equivocó al transformarlas en Euménides, pasaron de ser vengadoras impiadosas a benévolas, una pena. Las Euménides respetan la ley y la justicia, no hacen justicia por mano propia, logra decir Nurit. Por eso, una pena, dice Gandolfini, ¿no le parece justo que alguien haya hecho justicia con estos hijos de puta que violaron a un amigo?» (320). Un poco más adelante, «el pibe de policiales» vuelve sobre esta idea: «¿Qué pasa cuando asesino y asesinados son todos gente de mierda?» (335).

De todos modos, a través de la voz de uno de sus personajes, la novela presenta un ensayo sobre la ética de la escritura de ficción y de no ficción que ofrece, por otro lado, una compleja y enredada resolución de la historia: Nurit Iscar, en un último informe del caso que investiga y que costará poner en circulación justamente por sus tesis, vuelve sobre la figura de Rodolfo Walsh, ese periodista que, en un momento de su trayectoria, y ante ciertas circunstancias políticas de la coyuntura argentina y latinoamericana de los años setenta, encuentra limitado seguir escribiendo literatura para dedicarse a producir un periodismo que, de todos modos, terminará leyéndose como literatura (pensemos en Operación masacre, como ejemplo emblemático). A la inversa, en la Argentina «post–crisis» (Giunta, 2009) de Piñeiro, la apelación a la ficción es un modo, oblicuo, de rozar la verdad a la que pareciera no puede accederse por otra vía. Sin pruebas, el único camino es la ficción:

Hoy dejo de escribir en este diario no porque esto no me importe sino exactamente por todo lo contrario. Rodolfo Walsh reconoce que a partir de 1968 empezó a desvalorizar la literatura «porque ya no era posible seguir escribiendo obras altamente refinadas que únicamente podía consumir la intelligentzia burguesa, cuando el país empezaba a sacudirse por todas partes. Todo lo que escribiera debería sumergirse en el nuevo proceso, y serle útil, contribuir a su avance. Una vez más el periodismo era aquí el arma adecuada». (...) ¿Sigue siendo hoy el periodismo, este periodismo, el arma adecuada? No lo sé, ni tengo derecho a responder esa pregunta porque no soy periodista. Yo soy escritora. Invento historias. Y a ese mundo de ficción volveré cuando termine este último informe. (...) Una novela es una ficción. Y mi única responsabilidad es contarla bien.

Vuelvo a la literatura, entonces. No escribo más estos informes. (333)

Almada

La obra de Selva Almada, una serie de novelas y de recopilaciones de cuentos cortos que la transformaron en una de las más aclamadas escritoras jóvenes de Argentina,14 da cuenta de historias que acontecen fuera de Buenos Aires:15 el escenario y los personajes de su literatura se toma de pequeños pueblos del Litoral, en particular de su provincia natal, Entre Ríos. Así Ladrilleros (2013) cuenta la historia de un amor prohibido entre dos hombres jóvenes cuyas familias arrastran una historia de enfrentamiento que viene de sus padres: se trata de una suerte de Romeo y Julieta en clave clase trabajadora y gay. El viento que arrasa (2012) relata el encuentro que tienen un pastor itinerante y su hija con un mecánico y su hijo adoptivo. En ambos casos el mundo retratado está atravesado por la violencia y el sexismo, con estrechas perspectivas y aspiraciones duramente limitadas. Ambas novelas son notables por sus cuidadas configuraciones y sus estructuras, fragmentarias y desconcertantes, marcadas por las rupturas temporales con envíos hacia adelante y vueltas al pasado, cambios de punto de vista y, en el caso de Ladrilleros, por la inclusión de la voz de personajes muertos o en el borde de la muerte. Justamente, en relación con el problema recortado en este artículo, tenemos que la trama de Ladrilleros vuelve sobre un asesinato no resuelto y sobre una investigación policial que intenta seguir los acontecimientos, pero con escasa chance de éxito.

En 2014 Almada publica Chicas muertas que abre otra línea en su escritura: la de no ficción. Chicas muertas es una crónica de tres femicidios ocurridos entre 1983 y 1989. Las fechas son importantes: en una entrevista, Almada destaca el fuerte impacto que una de las muertes le había provocado (Friera, 2014). Se trataba de una adolescente (como lo era entonces la propia Almada) que vivía en un pueblo vecino, San José:

Yo tenía trece años y esa mañana, la noticia de la chica muerta, me llegó como una revelación. Mi casa, la casa de cualquier adolescente, no era el lugar más seguro del mundo. Adentro de tu casa podían matarte. El horror podía vivir bajo el mismo techo que vos.

En los días siguientes supe más detalles. La chica se llamaba Andrea Danne, tenía diecinueve años. (...) La asesinaron de una puñalada en el corazón. (Almada, 2014:17)

Para este libro Almada realiza trabajo de campo: entrevista a amigos y a familiares de las víctimas. Si bien podría parecer un cliché unir estos crímenes al machismo, su libro revela la presencia dominante de actitudes y conductas arraigadas de orden sexista: esto es lo que encuentra en sus visitas a pequeños y polvorientos pueblos en los que intenta llevar adelante su investigación.16 Una descripción que inscribe, en el mismo movimiento, un autorretrato: encuentra allí un mundo que no reconoce posibilidad de agencia a las mujeres y en el que el borde entre sexo y violencia es frágil. No se trata solo de los hombres retratados que muestran actitudes ofensivas respecto de las mujeres: en todos los casos, algún grado de culpabilidad a las víctimas se deja oír en las voces tanto de mujeres como de varones. Encontramos monólogos interiores que, como los de los personajes de Ladrilleros, transidos por el machismo y por la homofobia (paradójicamente, uno de sus personajes más ­homofóbicos se verá envuelto en una historia de amor entre varones), ­justifican la violencia que los hombres ejercen sobre las mujeres. Es precisamente una mujer la que en ­Ladrilleros piensa que «los hombres golpean a sus mujeres alguna vez en la vida. A eso también lo había aprendido» (2014:118).

La variable económica también aparece en las crónicas de Chicas muertas: una de ellas se inicia en el trabajo sexual por presión de su esposo; otra trabaja como empleada doméstica. Ambas, de diferentes modos, están expuestas a la violencia. Más allá de estos casos, e incluyéndose en ese grupo vulnerable, Almada muestra cómo las mujeres en general se ven expuestas a situaciones de explotación y abuso, en buena medida debido a necesidades económicas. La clase es otra variable que aparece en las crónicas de Almada: así como en alguna entrevista ha declarado que la muerte de una chica pobre importa menos que la de una chica que pertenezca a una familia con medios (Friera, 2014), sus relatos enfatizan este aspecto:

José Bertoni, un tío solterón de mi madre, también tenía una mujer, la Chola, que lo visitaba a domicilio. José tenía un camión con caja volcadora y hacía viajes cortos transportando arena y piedra de una cantera de la zona. (...) Con mi primo íbamos siempre a jugar a su casa porque tenía un jardín muy grande, unas hamacas y porque nos dejaba hacer lo que quisiéramos. Algunas tardes la veíamos llegar a la Chola con tres o cuatro hijos que tenían más o menos nuestra edad. Ellos dos se metían en la casa y nosotros nos quedábamos jugando. Sabíamos que por ninguna razón teníamos que entrar o llamarlos mientras estuvieran encerrados. Al rato salían y tomaban mate y la Chola nos hacía la merienda.

Entre sus hijos, había una chica un poco más grande que yo. No recuerdo su nombre, sí que era bonita y que de la noche a la mañana se convirtió en una mujer pequeña, de pechos grandes y caderas anchas que se apretaban en sus vestidos todavía de nena. También que una de esas tardes la que se encerró en la casa con José Bertoni fue ella, mientras la Chola se quedó en el patio tomando mate y nosotros seguimos jugando como si nada.

Visitar a un hombre solo que a cambio ayuda con plata es una forma de prostitución que está naturalizada en los pueblos del interior. Como la de la empleada doméstica que fuera del trabajo se encuentra con el marido de la patrona y esos encuentros le arriman unos pesos más al sueldo. (58–59)

En el corazón del asunto aparece un sistema policial y un sistema de justicia incompetentes y en ocasiones, corruptos: después del asesinato de Andrea Danne, «la policía decidió sacar el cuerpo y trasladarlo a la morgue sin esperar a que llegara El León Gris, el único fotógrafo el pueblo que, además de sociales, hacía el registro fotográfico de siniestros, accidentes, y, de vez en cuando, cadáveres. No hay fotos de Andrea Danne en el expediente» (135). Si bien los sospechosos son interrogados, se pierde información sustancial, se siguen pistas erróneas o caprichosas que no conducen a ningún lugar.

El caso de María Luisa Quevedo, una muchacha de 15 años asesinada en Roque Sáenz Peña en la provincia de Chaco, tiene la carga tanto de una policía con prácticas heredadas de la pasada dictadura como de una justicia lenta e inexperta: «La falta de resultados inmediatos en la resolución del caso, la feria judicial en ciernes, un juez de instrucción de turno, el doctor Díaz Colodrero, juez comercial sin experiencia penal, y una policía con los vicios de la dictadura empantanaron el caso todo ese verano» (152).

El caso de Sarita Mundín que desaparece en marzo de 1988 dejando a un niño de 4 años de edad, sigue sin resolverse: años después del asesinato se descubre que los restos encontrados a orillas del río Tcalamochita, en principio identificados con ella, eran de otra persona. Lo más ­escalofriante de este caso es que se trata de un cuerpo encontrado que nadie buscaba y a la vez, de otro cuerpo cuyos seres queridos dieron por perdido y sobre cuya desaparición pareciera reinar demasiado miedo como para hablar.

Cabe resaltarlo, Almada narra constituyéndose como el personaje principal de Chicas muertas, pero ni es una heroína ni se trata de un thriller. Mientras que el tono de la prosa como el tratamiento del tiempo traen el eco del de sus novelas, el punto de vista es diferente: irrumpe aquí la primera persona en un texto que tiene algo del suspenso de los escritos de investigación. El lector puede percibir algo del sinsentido y del cansancio de la búsqueda: largos recorridos por diferentes zonas del interior del país en colectivo para recoger testimonios, una larga espera afuera de una agencia de viajes para entrevistar al hermano de una de las víctimas, una calurosa noche de carnaval en uno de los pequeños pueblos donde realiza trabajo de campo. Este conjunto transmite una extraña amenaza, un peligro constante: como en mucha literatura policial, el lector teme por la narradora, aun si conoce, dada la existencia del libro, que sobrevive.

En su estudio sobre la novela negra escrita por mujeres, Priscilla Walton y Manina Jones subrayan la potencia de la primera persona en la construcción de la figura de la mujer detective (esa en la que, de algún modo, Almada se convierte): «las implicancias de esta subjetividad reposicionada se conectan con la localización de la voz narrativa en un cuerpo de mujer» (1999:7–8). Las obras que estudian «escenifican (...) en clave de ficción el viejo dicho feminista de que lo personal es político» (187). En el caso de Almada, tanto las crónicas como su entrevista con Silvina Friera dejan entrever una especial conexión con las víctimas: como una adolescente más que vivía en un pueblo pequeño del interior de Argentina en el momento de aquellos asesinatos, Almada podría haber sido otra «chica muerta».

Almada interviene en una tradición fuerte de escritura latinoamericana sobre crímenes. En primer lugar, hay más de una conexión con 2666 de Roberto Bolaño: por un lado, como en la novela de Bolaño, se recurre a un vidente, «la Señora». La figura aparece al comienzo y prácticamente en el cierre de la historia, marcando las funciones de la cronista. Así en el inicio se lee: «Tal vez esa sea tu misión: juntar los huesos de las chicas, armarlas, darles voz y después dejarlas correr libremente, hacia donde sea que tengan que ir» (50). Y sobre el cierre: «Me dijo que ya es hora de soltar, que no es bueno andar mucho tiempo vagando de un lado al otro, de la vida a la muerte. Que las chicas deben volver allí donde pertenecen ahora» (182).

Por otro lado, como en 2666, los avances en la investigación son solo, una y otra vez, el seguimiento de pistas falsas. 2666 presenta una historia ficcional: se trata de varios cientos de páginas alrededor de asesinatos acontecidos en Santa Teresa, una ciudad imaginaria inspirada en Ciudad Juárez. Leemos 2666 esperando la resolución y a la vez, a medida que avanza la lectura, se siente algo parecido a la culpa por seguir leyendo. Si bien la crónica de Almada es más pequeña en escala, el efecto reviste igual intensidad.17

En segundo lugar, un claro punto de referencia para la escritura de Almada lo constituyen los textos sobre investigaciones de crímenes de Rodolfo Walsh: Operación masacre es a la vez una denuncia de la violencia militar y un contundente trabajo literario que antecede en más de un lustro a In Cold Blood (1966) de Truman Capote. Tanto en Operación masacre como en su posterior investigación sobre el asesinato de un líder sindical en ¿Quién mató a Rosendo? (1966) se observa el compromiso con las historias que se cuentan. La escritura de Almada comparte esa misma ­urgencia. El epílogo de Chicas muertas pasa revista, en solo un párrafo, las «al menos diez mujeres que fueron asesinadas por ser mujeres» (181) en lo que iba del año en Argentina mientras ella concluía su libro: Almada termina de escribir su libro «el 30 de enero de 2014» (185).

Notas finales

La obra de Selva Almada, como antes la de María Angélica Bosco y la de Claudia Piñeiro, muestran la potencia de la escritura que se vale de las herramientas de la ficción para la denuncia política y el activismo. No obstante se verifica una diferencia: en Chicas muertas Almada escribe una crónica como acto de homenaje y también como una suerte de rito funerario para las víctimas de violencia frente a una cultura que permitió que esos crímenes tuvieran lugar. Si bien las tres revelan las innovaciones formales desarrolladas por estas escritoras latinoamericanas de «cuentos de delitos», el trabajo de Almada va más allá. Almada cuestiona la viabilidad de la ficción como medio de intervención social. Su elección de escribir sobre crímenes acontecidos en Argentina con las técnicas del género policial la convierte en una actualizadora en clave femenina del trabajo pionero de Rodolfo Walsh y deja abierta una alternativa en la lucha contra la continua violencia contra las mujeres en Argentina, y más allá.

Notas

Pasajes 164–182

1 Ben Bollig usa la expresión «crime narratives» a los efectos de subrayar la indeterminación genérica de algunos de los textos de su corpus. Para su versión al español empleo la categoría que Josefina Ludmer acuña en El cuerpo del delito, un manual dado que no solo es parte de la bibliografía que Bollig emplea en este artículo sino también por el expandido uso que este concepto tiene en el campo de los estudios literarios hispanoamericanos para leer documentos, testimonios, relatos periodísticos, literatura, etc. [Nota de la traductora].

2 Género caracterizado por la configuración de una trama de investigación llevada adelante por policías [Nota de la ­traductora].

3 Expresión inglesa que da cuenta de la dificultad para asir o reunir aspectos por lo general en tensión. En español tenemos expresiones similares tales como «querer el oro y el moro», querer «nadar y guardar la ropa», «no se puede tenerlo todo». En este caso la expresión da cuenta de la dificultad de los escritores para adaptarse a los requerimientos del mercado y, a la vez, pretender provocar innovaciones en el plano de la escritura [Nota de la traductora].

4 El enfoque también corre el riesgo de parecer enciclopédico y, de este modo, puede dar la impresión de hacer lugar a exclusiones arbitrarias. En este caso, se podría mencionar a ­Silvina Ocampo o Luisa Valenzuela entre otras autoras a las que valdría la pena estudiar.

5 Ver, por ejemplo, los trabajos de Julie Kim (2012), Linda Mizejewski (2004) y la introducción a la colección editada por Sara Paretsky (1996). Por lo general, las contribuciones de las mujeres al género policial se han menospreciado (cf. Ashley, 2013; Reddy, 2003). No obstante algunos estados de la cuestión se construyen sin trabajar con traducciones. Por ejemplo sostener, como lo hace Maureen Reddy que «un campo compuesto por cada vez más caricaturescas figuras femeninas y cada vez más estereotipadas solteronas entrometidas (...) comienza a cambiar para siempre con In the Last Analysis (1964) de Amanda Cross» (2003:195) supone pasar por alto los avances que ya María Angélica Bosco había realizado en la década anterior. Para otros precursores, ver el trabajo de Delys Bird y de Brenda Walker (1993:6–7). Vale la pena a tender a las actuales reimpresiones de trabajos tempranos sobre detectives mujeres. Por ejemplo, The British Library ha vuelto a publicar recientemente The Female Detective. The Original Lady Detective, 1864 de Andrew Forrester’s (Londres, 2013) y Revelations of a Lady Detective de William Stephen Hayward’s (Londres, 2013).

6 Hago referencia aquí al género que participa de la novela policial cuya particularidad consiste en brindar al lector ­indicios respecto del posible responsable del crimen: se trata de pistas que se revelan en la parte final del texto.

7 El tratamiento que le dan muchos escritores es paródico. La tesis comprende al chileno Alberto Edwards quien entre 1910 y 1920, bajo el pseudónimo de Miguel Fuenzalida, publicó cuentos sobre el Sherlock Holmes chileno Román Calvo. Por su parte, Jorge Luis Borges y Adolfo Bioy Casares usaron el formato de historias con detectives para satirizar la era peronista. Y uno de los primeros cuentos de delito, La bolsa de huesos, publicada por Eduardo Holmberg en 1896 presenta un detective que refiere a sus aventuras como «una novela», burlándose del incipiente género (para otros análisis de la potencia crítica de los cuentos de delito en América Latina, ver Bollig, 2016). Algunos de los últimos escritores que usan a la policía como detectives lograron superar la falta de confianza de los lectores en las fuerzas de la ley y del orden: el cubano Leonardo Padura retrata a su detective ­Mario Conde, cada vez más abatido por la corrupción de sus colegas de la fuerza. Por su parte, el inspector Lascano construido por Ernesto Mallo es un raro ejemplo de honestidad y búsqueda detectivesca relativamente exitosa. En una entrevista transmitida durante el programa Foreign Bodies de la BBC, Mallo sostiene que, estadísticamente, es imposible que, entre las decenas de miles de policías, haya quienes sean totalmente corruptos. Solo los lectores pueden juzgar si esto responde a la verdad.

8 Un capítulo de la tesis doctoral de Dunn (1998) está dedicada a las novelas de Bosco junto a los cuentos cortos de Syria Poletti. Su análisis, enmarcado por la noción «post–boom» de Donald Shaw junto a la perspectiva de Linda Hutcheon sobre el posmodernismo es bastante crítico respecto de la técnica de Bosco. Dunn concluye que «Bosco privilegia asuntos psicológicos y sociales antes que políticos» (54). En la importante investigación alrededor de los «cuentos de delito» en Argentina, Josefina Ludmer dedica una sección a las «mujeres que matan» según como las representan Holmberg, Arlt, Borges y Puig, entre otros. Ludmer sostiene que será «necesaria la inclusión en la cadena argentina de un eslabón “no nacional”, latinoamericano, para poder oír contar el cuento desde la que mata» (2011:370), es decir, «en primera persona» (37). Ludmer encuentra ese giro en la novela Arráncame la vida de la mexicana Ángeles Mastretta.

9 El término «medio pelo», conceptualizado en detalle por Arturo Jauretche en El medio pelo en la sociedad argentina, hace referencia a aquellos individuos o sectores que intentan aparentar un status superior al que en verdad poseen.

10 Hago referencia aquí al tipo de relato policial que narra un crimen perpetrado en un espacio imposible: se trata de un espacio en el que resulta complejo determinar cómo pudo entrar y luego salir el presunto asesino.

11 En su estudio de las novelas de la alemana Doris Gercke, Katrin Sieg sostiene que los cuentos de delitos escritos por mujeres pueden ofrecer una «crítica feminista de la globalización» (2005:141). Durante una entrevista citada por Sieg, Gercke refiere a la importancia de contar, para sus objetivos como escritora, con el amplio lectorado de la literatura policial, en particular a los fines de ofrecer a la audiencia análisis de diferentes procesos sociales (2005:152).

12 Dejo para otra oportunidad el análisis de las concesiones registradas en esta novela respecto de lo que podríamos llamar un «español neutro».

13 «The Paranoid Style in American Politics» de Richard Hofstadter es una referencia clave para todo estudio alrededor de teorías conspirativas: el ensayo, basado en una conferencia dada en 1963, no solo hace referencia al contexto en el que emerge, es decir, el resurgimiento de la extrema derecha estadounidense. Hofstadter describe un estilo de discurso caracterizado por «exageraciones calientes, sospechas y fantasías conspirativas» (1965:3). Los exponentes del estilo paranoide «encuentran una “vasta” o “gigantesca” conspiración como fuerza motriz de los eventos históricos» (29). El paranoico, por lo tanto, padece doblemente «ya que resulta afectado no solo por lo que acontece en el mundo real, junto al resto de nosotros, sino también por sus fantasías» (40).

14 Cabe señalar que la producción completa de Selva Almada se reparte entre pequeñas editoriales de sello independiente (Carne Argentina, Gárgola ediciones, Mardulce) o al margen del circuito comercial (Editorial de la Universidad Nacional de La Plata, Vera cartonera) y grandes conglomerados internacionales (como Penguin Random House).

15 La bibliografía crítica sobre Almada no es extensa. Gilda Waldman la incluye en un diagrama respecto de las tendencias recientes de la literatura latinoamericana: se trataría de «nuevas geografías [que] comienzan a aparecer, en un entramado histórico social de geografías desterritorializadas y reterritorializadas» (2016:302). Por otro lado señala que el mundo Almada que se deja entrever en El viento que arrasa (2012) y en Ladrilleros (2013) da cuenta de «un tiempo detenido y un escenario social de pobreza e incertidumbre sin futuro, patriarcal y abusivo» (2016:302).

16 El libro de Almada anticipa un estado de ánimo de creciente frustración pública frente a la inoperancia de las autoridades ante la violencia contra las mujeres. En junio de 2015, miles de argentinas tomaron las calles de Buenos Aires para protestar contra la violencia de género. Las manifestaciones, convocadas por reporteros y activistas, utilizaron el eslogan de hashtag #NiUnaMenos: una llamada a detener la prácticamente diaria desaparición y asesinatos de mujeres y chicas en el país (para un resumen de estos acontecimientos, ver Pomeraniec, 2015; para una descripción y un análisis de la emergencia, desarrollo y éxito de la campaña #NiUnaMenos, ver D’Atri, 2016; para un estado de la cuestión, ver Timerman, 2017; sobre Almada y los femicidios, ver la entrevista con Vilches y Murillo, 2014).

17 El efecto es similar al que se registra en el film Funny Games de Michael Haneke (1997): las interpelaciones del personaje encarnado por Susanne Lothar dirigidas, en principio, a sus torturadores adolescentes, también podrían pensarse como dirigidas a la audiencia (cf. Kermode, 2008).

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