#12
[noviembre 2020]

«El socavón y la pared vacía». Aurificios de Alan Castro Riveros

María José Daona Universidad Nacional de Tucumán – CONICET, Argentina
ORCID 0000-0002-7773-1026
mariajdaona@yahoo.com.ar

Resumen

En estas páginas abordaré Aurificios (2010) de Alan Castro Riveros a partir de la hipótesis de que en la novela boliviana del siglo XXI se ponen al descubierto las tensiones existentes entre las diferentes culturas que conviven y se superponen en La Paz. Este texto propone una lectura espacial a contrapelo de la lógica estatal. El lenguaje aparece como la posibilidad de nombrar la experiencia y la vida vivida de los sujetos que quedaron al margen de las estructuras de poder. La novela tiene la forma de un tejido: en cada trazo y en cada nudo se entrelazan las miradas que construyen el universo novelesco y le imprimen nuevos sentidos a la ciudad. Ese tejido se proyecta como posibilidad de un encuentro de voces que aluden al concepto de comunidad para desenterrar realidades ocultas y poder así llenar los socavones vacíos y saqueados del pasado. Mirar, caminar y comunicar son los ejes sobre los que se sostiene la creación del espacio comunitario.

Palabras clave: comunidad / espacio / ciudad / Bolivia / novela

«The sinkhole and the empty wall». Aurificios by Alan Castro Riveros
Abstract

Along these pages I address Aurificios by Alan Castro Riveros (2010). As hypothesis, I consider that the Bolivian novel of the 21st century exposes the existing tensions between the different cultures coexisting and overlapping in La Paz. This text proposes a spatial reading in countercurrent to the logic of the State. Language appears as the possibility of naming the experience and life stories of subjects who were left out of power structures. The work has the weft of a piece of fabric: in each line and in each knot, the intertwining glances that build the universe of the novel give new meanings to the city. This fabric is projected as an opportunity of a ­meeting of voices that allude to the concept of community so as to unearth hidden realities and thus be able to fill the empty and looted pits of the past. Looking, walking and communicating are the axes on which the community space creation is sustained.

Key words: community / space / city / Bolivia / novel

Recibido: 26/5/2020. Aceptado: 3/7/2020

Para citar este artículo: Daona, M.J. (2020). «El socavón y la pared vacía». Aurificios de Alan Castro Riveros. El taco en la brea, 12 (junio–noviembre). Santa Fe, Argentina: UNL. e0003 DOI: 10.14409/tb.v1i12.9680

«El oro está detrás de la niebla».

Alan Castro Riveros, Aurificios

Aurificios (2010) del escritor paceño Alan Castro Riveros es una novela de búsquedas, de ­caminos y caminantes, de vaivenes y de fragmentos de la gran ciudad andina. Sus letras y palabras van «poblando el ámbito de posibilidades fantasmales o trayendo desde el pasado los olores de antiguas pisadas rumbo a puertas recién abiertas» (Castro Riveros:20–21). El lector de este texto se construye como un sujeto abandonado por un autor que aún no ha nacido; un sujeto que debe rastrear esos pasos fantasmales y construir a su vez espacios que le den sentido a la escritura. Un investigador recorre la ciudad entrevistando a los personajes más diversos: el paciente, el aspirante a autor de novelas, el ladrón de antigüedades, el peatón, el nadador, el unicornio, el monstruo, la estrella, entre tantos otros. A cada uno de ellos les hace una pregunta: ¿dónde está el oro? Cada respuesta es el fragmento de una historia o de una manera de ver el mundo. El investigador nunca encuentra lo que busca, pero construye una trama que orienta (y por momentos desorienta) al lector por caminos imprevistos.

La novela se estructura en tres partes. En cada una se incluyen pequeños capítulos que llevan el nombre de los diferentes entrevistados. A su vez, cada uno remite a otros fragmentos del texto que obligan al lector a ir y venir en un continuo tránsito por todas las páginas de la novela.1 No necesariamente los entrevistados son sujetos diferentes. En más de una ocasión se homologan o complementan. Esta estructura está metaforizada en el texto a partir de la imagen de un árbol que no solo crece verticalmente, sino que también se expande hacia los costados. El Retratista del espacio dice:

¿Cómo es posible que el árbol vaya concéntricamente construyéndose, cuando su rectitud no le permite moverse a ningún lugar? (...) Alguna vez ese árbol fue un palito, no un tronco iniciándose en la clarividencia. Creció en círculos con los colores notables de su interior, de lo más oscuro a lo más claro, como los ojos, desde el punto negro central hasta los bordes blancos, y de ahí hacia adentro, otra vez. Nuestro sitio se amplía si permanece plantado en el suelo. (19)

La idea del crecimiento circular encierra una serie de sentidos: por un lado, la importancia del espacio como elemento constitutivo de los sujetos y, por otro, la noción de lo encubierto, lo que no se ve, lo oculto. Necesariamente lo que queda en la zona más profunda de ese círculo está tapada por capas que esconden el interior. Esta estructura expansiva y circular permite insertar la novela en una línea de literatura boliviana urbana que se consolida a principios del siglo XXI y explora diversas maneras de habitar la ciudad y problematizar las relaciones entre lo andino y lo occidental en su interior.

Para analizar los alcances de esta escritura es necesario recuperar brevemente sus antecedentes históricos y literarios. En cuanto a lo primero, los movimientos kataristas que surgieron en la Bolivia de los años setenta, proponen una nueva manera de ver el mundo y se distancian de los modelos occidentales (donde queda incluido tanto el capitalismo como el socialismo) que solo puede observar la realidad a partir de la racionalidad, el ojo monocular del estado liberal y neoliberal. La nueva forma de mirar antepone lo concreto, la acción, la experiencia vivida (Sanjinés, 2014:127). El katarismo moderado2 plantea la teoría de los dos ojos que propone pensar Bolivia a partir de dos ejes visuales: la clase y la nación. Su rechazo a la mirada ciclópea del ojo de la razón occidental implica un movimiento de acción y de recuperación de las experiencias vividas y se focaliza en la propia realidad. El primer caso corresponde a una interpretación dirigida desde la cúspide de la pirámide social; el segundo, da cuenta de la «manera de ver del Otro» (31).

Si bien la novela en cuestión no aborda temas vinculadas a lo indio, es importante destacar que, tanto el indianismo como el katarismo, surgidos tras el fracaso de la Revolución Nacional, generan la emergencia de sectores históricamente silenciados y subyugados por políticas estatales nacionalistas y liberales. Según Rafael Archondo «el katarismo puso en claro que Bolivia era un mosaico de culturas e identidades diversas y se opuso con vehemencia a la asimilación cultural del mundo indígena a un crisol aún indefinido de la nacionalidad boliviana» (121).

De lo mencionado anteriormente surge la necesidad de pensar la novela teniendo en cuenta, por un lado, lo que implicaron y evidenciaron históricamente estos movimientos y, por otro, la aparición de nuevas subjetividades en la literatura de la segunda mitad del siglo XX. Respecto a lo primero cabe destacar que, con el triunfo de la Revolución del 52, comienza un importante proceso migratorio de las poblaciones rurales a los grandes centros urbanos. Esto genera una reformulación de los espacios y las identidades urbanas. La ciudad se transforma y comienzan a producirse espacios que representan las formas de vida andina.

La literatura boliviana, a partir de fines de los años sesenta, permite el ingreso de una diversidad de voces y actores, pero, fundamentalmente, produce una transformación del lenguaje y de las formas de narrar. Los que impulsan estas transformaciones son Jaime Saenz y Jesús Urzagasti. Dice Luis Antezana que la novela de la ciudad que se había inaugurado en 1959 con la publicación de Los deshabitados de Marcelo Quiroga Santa Cruz3 se consolida en 1979 con Felipe Delgado de Jaime Saenz y señala que, la nueva narrativa urbana, se localiza en las márgenes y se ocupa de personajes excluidos. Sus protagonistas son transeúntes lo que supone «una estrecha relación con su entorno indígena y, claro, andino» (2013:59). En la escritura saenciana, lo indígena se incorpora en la figura mitificada del aparapita el cual se va a convertir en una metáfora de la vida nacional.4

Mucho menos leída y visitada por la crítica a fines de los sesenta se publica la primera novela de Jesús Urzagasti: Tirinea (1969). El escritor es un migrante que viaja desde el Chaco boliviano a la ciudad de La Paz para estudiar. Este texto construye un espacio mítico dejado atrás, al que se busca constantemente. Considero que, en sus primeras líneas, inaugura el espacio que será recuperado en la novela boliviana del XXI y que implicará nuevas formas de pensar la ciudad: «Tirinea es una llanura solitaria, con árboles fogosos y cálidas arenas expulsadas del fondo azul de la tierra» (Urzagasti:9). El fondo azul de la tierra abre una dimensión vinculada a lo profundo, a lo que no puede ser visto por el ojo occidental, a los huecos de la historia, a los silencios y a los sujetos invisibles. Estas profundidades son el gran tema de toda la escritura urzagastiana que irá acompañado de un quiebre en las formas narrativas convencionales.5

Urzagasti, como director del suplemento literario Presencia, ocupó un lugar privilegiado en la escena literaria paceña. En el año 2001 fue invitado por Alba María Paz Soldán a dictar un taller de escritura creativa en la Carrera de Literatura de la Universidad Católica Boliviana. Entre sus alumnos se encontraban Alan Castro Riveros y Juan Pablo Piñeiro. A partir de ese momento recibe a todos en su casa de Sopocachi y entabla amistad con ellos. Se convierte en tutor de Castro Riveros y lo acompaña en la escritura de Aurificios, presentada como «tesis creativa» para ­finalizar la carrera.

Dice Castro Riveros que las clases «eran de un lenguaje que perseguía a otro lenguaje. La clase del Jesús era otra clase porque perseguía la vida y el movimiento invisible de la vida».6 En uno de los encuentros, le pide a Castro Riveros que nombre a sus escritores favoritos; luego dibuja sus nombres como líneas que salen de un centro; cada escritor mencionado se convierte en una línea. Finalmente, traza una más y dice a su alumno que esa era él, «una ruta paralela». El ejercicio no solo insta al futuro escritor a ahondar en su propio camino, sino también le da claridad para dialogar con todas las voces posibles.

La hipótesis de este trabajo es que Aurificios se inserta en este camino escriturario abierto por Saenz y Urzagasti. El lenguaje como posibilidad de nombrar la experiencia y la vida vivida de los más diversos sujetos construyen un espacio a contrapelo de la lógica estatal. En la novela se entrelazan voces y miradas que le imprimen diversos sentidos a la «ciudad física» y dan cuenta de la existencia de un lenguaje subterráneo que devela los mecanismos de insubordinación de los sujetos al margen de las estructuras de poder. Desde el centro del árbol que mencioné al comienzo de este trabajo se construye un tejido de voces entre los diferentes sujetos que habitan el espacio. La escritura se presenta como un encuentro de esas voces que aluden a la idea de comunidad para volver a llenar los socavones vacíos y saqueados del pasado.

La búsqueda del oro

A la pregunta que hace el investigador ¿dónde está el oro?, se le antepone otra que no deja de resonar en la lectura de este texto: ¿qué es el oro? Los personajes dan respuestas muy diversas y, en ellas, se traman las ideas que le dan forma al universo narrativo. El Aspirante a autor de novela afirma que el oro es un anzuelo y agrega que «es una figura para hablar de otra cosa, de los brillos en la imagen del mundo. (...) ¿Dónde queda lo que busco? “Más allá, más allá. Siempre más allá» (283).7 El oro, en cada respuesta, es siempre el vacío, lo invisible, lo que está más allá de lo mediato y palpable: para algunos está al final del arcoíris, para otros en el interior de un cajón vacío, es también un reflejo o se encuentra detrás de la niebla.

En esta estructura de idas y vueltas que tiene la novela se producen conexiones entre los diversos personajes que arman una trama donde se localizan los sentidos. Por ejemplo, para indagar en la figura del Tuerto es necesario recuperar otras voces como ser la del Olvidado, el Monstruo y el Unicornio. Todos ellos son sujetos que plantean no ser vistos, estar ocultos y, por ese motivo, cuestionan las formas de ver y sugieren otras posibilidades que permitan su aparición.

El Tuerto aparece y desaparece de las páginas de la novela. Crea, en algunas zonas, una relación simbiótica con el Investigador. Ellos son por momentos la misma persona. Lo que caracteriza al Tuerto es la forma de su mirada: él tiene solo el ojo izquierdo; el derecho se acopla a la visión del anterior. Sin embargo, estos se convierten en un tercer ojo localizado en el medio de los anteriores. De la misma manera que al Tuerto le crece un tercer ojo, el cuerno del Unicornio resulta de la confluencia de otros dos. En él existe una visión clara que permite «clavar los ojos en lo visto» (16), ese cuerno es la «materialización del tercer ojo» (16). En el caso del Monstruo se menciona que su ojo está encantado lo que genera que él no conozca su existencia. Este posee solo el ojo derecho, es decir el que perdió el Tuerto. Finalmente, el Olvidado usa el ojo izquierdo y es este el que «podría utilizar para mirar el oro» (43). Para comprender este juego de ­identificaciones entre los personajes y sus vinculaciones con el oro es necesario desentrañar los sentidos de los tres ojos que aparecen.

El ojo derecho se acopla a la visión del izquierdo. Este último es «el malo» y su atención debe concentrarse tanto en lo que tiene en frente como en lo que está detrás, «en la oscuridad abierta que da al cuerpo la soltura paradisíaca de quien se siente en su jugo» (15). Lo que puede percibir el tercer ojo es justamente esa soltura corporal; es decir, el movimiento, el tránsito de los sujetos donde confluyen el tiempo y el espacio, la experiencia, la vida vivida. Este tercer ojo es lo que permite observar ese «más allá» donde se encuentra el oro. Las formas de mirar problematizan la relación existente entre razón y experiencia y nos remonta a la teoría de los dos ojos que planteé al comienzo. ¿Cómo observar el mundo? Dice el Tuerto:

Hoy caminé con los ojos cerrados. Pensé que iba bien hasta que escuché risas. Supe, al abrirlos, que había sido por estar caminando chueco con una marcada inclinación a la derecha. Esto no sólo prueba que soy tuerto, sino que mi modo de apoyarme frente al temor a lo desconocido es haciéndolo por el lado que, según escuché hoy, es más próximo a la razón que a la intuición. Con esto le quiero decir que mi calidad de tuerto se debe a una considerable pérdida de fuerza intuitiva. Recargar esa potencia es imprescindible; sin ella jamás podré ser ambidiestro y usted tendrá que conformarse con ver el lado racional del oro, que posiblemente sea poco duradero, como suelen ser los idiomas que desconocen su fuente. (184)

Me interesa destacar de esta cita dos elementos: la tensión entre razón e intuición y el vínculo entre mirar y caminar. Respecto a lo primero queda claramente delimitado cuál es el campo visual de cada ojo: el derecho responde a la razón y, por lo tanto, desplaza de su espectro lo intuitivo que percibe el izquierdo. La posibilidad de encontrar el oro necesita de ambas cualidades. De la misma manera que hay formas de mirar, se plantean diferencias en cómo se percibe el oro. Se destaca en la cita la presencia de un «lado racional del oro» lo que nos lleva a diferenciar la percepción que tienen los personajes de este.

El oro en su sentido literal se presenta de dos formas en la novela: en lo que fue la búsqueda de El Dorado y en un reloj de oro que adquiere protagonismo en la tercera parte del texto. En la búsqueda de la tierra dorada los conquistadores trazaron mapas y siguieron las indicaciones de los nativos americanos «quienes sostenían que la tierra de oro estaba más allá, siempre más allá» (294).8 Nunca lo encontraron y muchos murieron en el intento. Se observa con claridad que la idea del oro entre el conquistador y el nativo es diferente. Los primeros buscaban la riqueza y la materialidad mientras que los segundos recuperan la idea del oro como anzuelo, asociado a los brillos de la imagen del mundo que mencionaba el Aspirante a autor de novela.

Lo mismo sucede con el reloj de oro suizo. Este pertenece a un abuelo que, frente a la posibilidad de perderlo, lo guarda en una caja fuerte «junto a otros tesoros de la familia: joyas, dinero, papeles de propiedad y títulos de acreditación» (227). El narrador observa que su mecanismo interior también está hecho de oro lo que genera un desplazamiento de su valor material, externo, para rastrear en su interior y en los sentidos que esconde.

Esa compleja serie de poleas, dientes y ruedas que integran su engranaje, no funciona sin la ausencia. Quiero detenerme sobre todo en los dientes y en el vacío que separa un diente de otro para que el diente de la próxima rueda pueda casar exactamente. (...) El diente superior debe encajar exactamente en el vacío dejado entre los dientes inferiores, y viceversa. La velocidad de cada rueda, por tanto, debe ser finamente estudiada. (...) La menor falla en una de ellas pararía el reloj entero; depende una de otra, y el retraso de una es la parálisis de la totalidad. (229)

El mecanismo interno del reloj está vinculado a la ausencia y al vacío y se asocia a otra forma de percibir el oro que no tiene que ver con su valor material, sino que se convierte en una búsqueda de imágenes y sentidos. El socavón, el lugar donde en la mirada racional se localiza el oro, se resemantiza en la voz del Ladrón de antigüedades. Él sostiene que «la entrada al socavón parece impenetrable (...) sin embargo es la ranura por donde pasan todas las posibilidades de delinear un hueco» (11).

La historia boliviana estuvo atravesada por la minería. En los trabajadores mineros se condensa una historia de hambre, aniquilación, miseria y devastación. Sergio Almaraz Paz manifiesta que «los grandes testimonios están bajo la tierra mientras que lo precario, el hombre y sus poblaciones, quedan arriba en forma de laberínticos muros semiderruidos y cementerios abandonados» (55). En la segunda mitad del siglo XX se consolida la literatura minera que dará cuenta de los padecimientos y de la vida en el «interior mina». Según Luis Antezana «en el tema minero se cruzan, tarde o temprano, todos los factores que macro–diseñan la realidad socio–histórica boliviana» (1985:36–37). A partir de la afirmación de Antezana estudié, durante los últimos años, las proyecciones de ese espacio subterráneo más allá de la escritura dedicada específicamente al tema.

Existe una historia enterrada y silenciada en la que es necesario indagar. Una historia que vive en el subsuelo pero que determina las relaciones de la superficie terrestre. Un mundo oculto e invisible que habita en los recovecos de la realidad y que se manifiesta en la escritura a partir de la exploración de los huecos, del vacío y de la oscuridad. Es allí donde transitan los sujetos excluidos y silenciados. Esta escritura hace emerger esos espacios y se erige en una denuncia vinculada a la restitución de esos cuerpos. No se trata de «hablar por» sino de «hablar con» y construir así un tejido de voces que saquen a la superficie a los sujetos que quedaron enterrados a través de la Historia.

Es justamente la visión del tuerto la que abre esta posibilidad. Si bien, la entrada del socavón es impenetrable existe esa ranura que menciona el Ladrón de antigüedades que permite el paso a la oscuridad, justamente lo que mira el ojo izquierdo y queda fuera del espectro del derecho. No alcanza con ver la superficie, es necesario ir «más allá»; dirigirse hacia lo profundo. Un personaje llamado el Portero es el encargado de cuidar la entrada a ese socavón. Es una puerta ubicada en la ciudad que siempre está abierta y la define como una grieta, «un lugar íntimo desde donde palpo la tierra» (160).

El socavón, que antes se encontraba en algún pueblo o en la selva, se instala en la urbe y es el Peatón el encargado de este traslado. La forma que asume en la ciudad es la de una «visión dorada» que supone encontrar el hilo que una los diferentes elementos que se observan en las calles: personas, colores, árboles y animales. La presencia del Peatón y su vínculo con el socavón introduce la idea del caminar como una acción inseparable de la mirada. Dice Michel de Certeau que el espacio es un lugar practicado, un «cruzamiento de movilidades». Cada desplazamiento es una práctica urbana e implica el manejo del espacio por cuerpos que «habitan» la ciudad y que, con sus pasos le dan forma y existencia. Los andares en la ciudad son «enunciaciones peatonales» y se homologan a los trazos de un «texto urbano» que escriben los caminantes y configuran un «espacio de enunciación» (110).

Cada paso es la enunciación de un sujeto que construye el espacio y también las maneras de habitarlo. Esta lógica de cruzar espacios, de atravesarlos, de ir y venir se reproduce en la estructura de la novela. He mencionado la imagen del árbol que crece concéntricamente, que genera un movimiento expansivo desde un centro al que siempre retorna. Los caminantes del texto se desplazan y reproducen su estructura. Aurificios también se expande de manera circular desde su centro. En el medio de la novela escuchamos la voz de un personaje al que el Investigador llamó El del centro que plantea la necesidad de «hacer visible el espacio donde continuar la explosión que le dio origen» (161). Ese espacio alberga todas las imágenes y se homologa a la pupila de un ojo, el lugar desde donde todo surge y se expande: «Las cosas se miran en el camino, pero lo crucial está dentro de esa pupila sin la cual nada sería deslumbrante y posiblemente nunca hubiera existido el ordenamiento de las imágenes, la composición del sentido» (161).

Es interesante destacar que, los capítulos de esta primera edición de la novela,9 fueron escritos en un orden diferente al que asumió finalmente el libro. Los capítulos se desplazan en un movimiento de vaivén que oscila entre un ir y venir y un mantenerse quieto: está dividida en tres partes, el primer fragmento y el último de cada parte mantiene el orden de la escritura. En el interior de cada una de estas partes los fragmentos se mezclan, pero cada tres fragmentos vuelve a mantenerse ese orden original.10 Es decir, que se trama una relación entre lo móvil y lo inmóvil, entre el caminar y el detenerse. Esta estructura puede ser interpretada a partir de la voz del Unicornio quien sostiene que existen dos tipos de duda en la mirada:

La que mira y no comprende y la que mira y no cree. La razón y la fe. (...) A la primera se la resuelve con la detención, el detallamiento, el acopio de un espacio para evitar el vértigo y la náusea. La segunda necesita continuación, tramado. En la primera puedes demorar aunque sepas que nunca vas a llegar a racionalizar todo lo visto (...). En la segunda te dedicas al vagabundeo. (266)

Mientras que lo racional implica quietud, la fe en lo visto es continuación y movimiento. Mirar y caminar son acciones indisociables que construyen un entramado de voces y sujetos a modo de tejido donde queda plasmada una visión de mundo. Tim Ingold sostiene que estas acciones, a las que le suma tejer y escribir, tienen en común que se llevan a cabo a través de líneas. En el tejido cada puntada es un nudo que, en sus interacciones, van formando las superficies. Todo junto constituye una malla en la que el nudo es un lugar y los hilos con los que está trazada representan un deambular.

Pienso que deambular es el modo fundamental en que los seres vivos pueblan la tierra. Y por poblar no me refiero a tomar un lugar en el mundo ya preparado de antemano por los que llegaron a residir allí. El poblador es más bien quien participa desde dentro en el proceso continuo de venir al mundo y quien, dejando un itinerario vital, contribuye a su trama y textura. (Ingold:119)

El continuo transitar de los personajes de Aurificios, configuran esa trama, cada capítulo detenido constituye uno de los nudos que le dan forma al universo narrativo. La búsqueda del oro implica un deambular, un vagabundeo en el que es necesario «unir la mirada al movimiento de los pies» (Castro Riveros:45). En cada paso se construye ese itinerario de sujetos que se complementan, que se reconocen entre sí, que van poblando las páginas de esta novela–mundo.

La lógica de la textilidad está relacionada a otros elementos del texto. Dice Denise Arnold (2015) que, en algunas técnicas del tejido andino, se busca construir una trama donde quede perdido lo que se observa con el objetivo de «ocultar sistemáticamente la mayor parte de lo que podría ser visto» (58). Más que representar el mundo visible se busca el desequilibrio entre «exterior e interior, entre simetría y asimetría y hacia la simultaneidad de mundos visibles e invisibles» (58).

A partir de esta proposición es necesario volver a la mirada del Tuerto y contrastarla con la del Investigador. En uno de los fragmentos, habla el Terapeuta quien, aparentemente, analiza al Investigador. El primero le recuerda al segundo la importancia de caminar junto al Tuerto para encontrar el oro y le recomienda: «guarde el ojo atento para no dejarse llevar por senderos ruidosos» (164). Este ojo es el derecho y genera que encontrar el oro para el Investigador sea un fin en sí mismo. La mirada que le devolverá la visión es la del Tuerto y, con ella, vendrá la comprensión de que lo importante no es encontrar el oro, sino «recorrer el camino» (165). Ese camino tiene huecos, tramos lentos y silenciosos y nunca se detiene.

El problema de la forma de ver del Investigador es que en su ojo derecho aparece una sola manera de ver el mundo, dominada por la razón que oculta lo invisible. Esto queda expuesto en la voz del Jugador cuando se pregunta «en qué momento de la Historia el fin y el sentido11 se han confundido y se han prescrito» (176). Su manera de percibir el mundo le impide contemplar lo que hay detrás de la niebla, el lugar donde se encuentra el oro. Para Tim Ingold las líneas de la modernidad se han convertido en rectas que pretenden llegar a un lugar determinado y se dirigen directamente a él. La línea recta ofrece «razón, certeza, autoridad, un sentido de dirección» (224). Esta imagen de la línea recta se vincula a la noción de historia oficial del pensamiento moderno y posmoderno.

En oposición a esta línea recta se consolida en la novela el deambular como forma de poblar el mundo, es decir, crear una «malla reticular de sendas de un tipo tal que se tejen continuamente al tiempo que pasa por ellas la vida» (Ingold:120). La lógica de la línea recta, basada en «la acumulación de datos históricos, científicos o de cualquier otra índole» (Castro Riveros:102), surge en el texto como algo infecundo, de donde no puede surgir la vida ya que no trama un «tejido reconocible». ¿Y cómo se vincula la idea de crear vida con el acto de tejer? Desde una perspectiva andina, en el acto de tejer, «la acción de llenar un espacio determinado, en todas las direcciones» (Arnold, 2017:205), equivale a «hacer persona». El tejido es algo vivo y en su interior la persona está viva. Las tejedoras andinas no se preocupan por la superficie, la capa visible del textil que puede ser engañosa. Les interesa la estructura de capas y urdidos con diversas articulaciones en su interior, es decir, cómo está construida la persona en su interior (Arnold y Espejo:55).

Se plantea en el textil una idea de diálogo que me interesa destacar. El conocimiento en la zona andina es un «campo tejido» donde una hebra conformada por el trenzado de dos voces es más sólida que una hebra sola. Se da en el vaivén de la trama una composición dialógica donde participan las voces vivas que emergen del textil (Arnold, 2017:296). De la misma manera caminar es una manera de hacer vivir a las personas en el texto; es una afirmación de la existencia de sujetos que se reconocen en otros. Sostiene el Resucitado que «basta un segundo en el que un peatón pasa por tu lado para saberlo vivo, aunque no te conste; pero por algo estará pasando, un portento lo habrá hecho visible» (55).

Mirar, caminar y comunicar

Mirar y caminar son dos acciones en donde se evidencia una forma de habitar el espacio. Tienen una carga profundamente política y construyen el universo novelesco. El diálogo supone la presencia de los cuerpos que se cruzan en las calles, que se rozan, que se sienten y, por supuesto, que pueden verse entre sí. Divisar al otro es un gesto que afirma una doble existencia: por un lado, la del que pasa y, por otro, la del que mira. Es el reconocimiento de uno en el otro y, por lo tanto, la construcción de una trama social. Esta forma de caminar es en sí un acto de resistencia, una conspiración que pone al descubierto la falsedad del discurso hegemónico estatal y nacional que consolidó un imaginario de homogeneidad basado en la identidad mestizo–criolla.

En los caminos los personajes se enfrentan a lo fragmentario y diverso que inicia «el paso hacia la excavación» (101); es decir, son la posibilidad de auscultar lo invisibilizado por el discurso hegemónico. El Peatón, personaje que transita por el barrio de Miraflores, da cuenta de las formas del tránsito y de la importancia de verse en el otro. Percibe que las palabras peón y peatón «se han tejido por la misma resonancia» (101) y cuenta que cuando caminaba hacia la Plaza Murillo se cruzó con un hombre vestido con overol. Este sujeto que caminaba con un objeto específico (era repartidor de gaseosas) tenía una tristeza en la mirada que lo delataba también como peatón. Hay una identificación entre los dos sujetos y, el que habla, diferencia a los caminantes autómatas, que no tienen conciencia de lo que implica el tránsito y solo caminan para sobrevivir, de los vagabundos que «hicieron de la calle su destino» (102). En los primeros hay un «adiestramiento soldadesco (...) que iba más allá de la comprensión de la ciudad» (102).

Caminar no solo es descubrir al otro sino también a todo lo existente. En las dos acciones es central la idea de movimiento ya que este permite «abrir un hueco que comunique todas las formas» (100), al igual que en la estructura interna del reloj de oro. Esto no implica uniformizar lo visto sino más bien reconocer las diferencias. Se construye así un universo externo y otro interno, podríamos decir mejor superficial y profundo. El texto propone caminar como los vagabundos, desde el centro del árbol y de la novela misma hacia afuera, yendo y viniendo en un movimiento continuo que posibilite la comprensión plena de los diversos andares por la ciudad. El hueco y el vacío son la clave para este entendimiento porque son los espacios que permiten el entramado. Sin ellos solo existirían las piezas estáticas y solitarias, sin posibilidad de contacto entre ellas.

Estas formas de caminar y mirar están orientadas a la creación de un estado que se diferencia del Estado. Es el Estadista el encargado de manifestar de qué se trata esta construcción. La creación del estado implica la construcción de un espacio opuesto a la realidad conocida en la que algunos sujetos son siempre extranjeros.12 Esa «realidad conocida» es la de los nacionalistas que pierden la vista preocupados por la idea de pertenencia, en el sentido de lo que es propio y lo que es ajeno. Por su parte el estado es un sitio que se funda en las experiencias entrelazadas de cada sujeto y es definido como «un lugar de reconocimiento primariamente personal. Cuando la persona en su soledad haya encontrado su estado, será también el alumbramiento de un mundo y, si quiere hablar políticamente, de un tejido social, de un estilo de relación entre vivos y muertos» (185).

¿Y cómo se compone este estado? Está conformado por todo lo que pasa por la mente y la imaginación y se hace visible a los ojos; es una arquitectura sin fin que está en un proceso continuo de construcción; sus leyes se escriben cotidianamente y deben perder su forma y convertirse en lenguajes humorísticos e indiscutibles que permitan ser libre; está fundado en el afecto y todos los elementos que lo componen tienen que tener sentido en el interior de los cuerpos; y, finalmente, en este estado es necesario «sentir con el otro» (188).

Entiendo este estado a partir del concepto de comunidad que, a diferencia de la idea de nación, implica una disolución de las fronteras territoriales. En la comunidad se rompe con la lógica espacial y se define a partir de la idea de un «ser–en–común», un «ser–con» (Nancy). Rafael Bautista desintegra la palabra comunidad, para explorar sus sentidos, en «común» y «unidad»: lo común implica aquello de los que todos participamos; la unidad «tiene el carácter de reunión siempre en proceso de realización» (144). Sostiene que para crear comunidad es necesario re–semantizar una serie de términos entre los que destaca «lo mío» y «lo tuyo». Hay que pensar estos posesivos no como propiedad, sino como pertenencia: esto es pasar, en términos políticos, del individualismo social a lo comunitario. La pertenencia remite necesariamente a «lo que nos une» donde emerge la tierra como sujeto integrador del hombre y la mujer.

Aurificios metaforiza este concepto mediante la exploración de la etimología de la palabra «obligación» que deriva del latín ob-ligare. El prefijo ob significa «detrás» pero también «hacia». A partir de esto se realiza un juego de palabras y, fonéticamente, obligación es pronunciada «ob–ligazón» cuyo sentido es «hacia la unión». Esta definición implica la concreción del acto de unir, pero también su continuidad. Si se tiene en cuenta que el profijo ob también significa detrás, su sentido se amplía porque hace referencia a «una ligazón que nos antecede». Esta reflexión lo lleva a El obligado a decir que «todo lo relacionado a la disposición del cuerpo para su acto auténtico tiene algo que ver con detrás y hacia» (287).

La lógica de los caminos no solo instaura una dimensión espacial sino también temporal. Esto está asociado al pensamiento andino que entiende el tiempo como un camino. Lo que está atrás, es decir, en las espaldas del caminante es el futuro, lo que no se ve; lo que está adelante, es el pasado; mientras que el presente, el lugar que se pisa implica acción. Para explicar esto Silvia Rivera Cusicanqui recurre a un aforismo aymara —qhip nayr uñtasis sarnaqapxañani— cuya traducción aproximada es «mirando atrás y adelante (al futuro–pasado) podemos caminar en el presente–futuro» (55).

Los caminantes dirigen su visión hacia atrás y hacia adelante. Se desplazan desde una ligazón que los antecede hacia una nueva unión. Mirar, como mencioné anteriormente, es una manera de romper con la racionalidad única y homogeneizante del ojo occidental para incorporar la imaginación, los sentidos, los deseos y los afectos. Caminar está asociado al vagabundeo que permite reconocerse en el otro. De aquí surge la necesidad de comunicar.

En una zona del texto, el Investigador está solo en su despacho cuando se presenta una mujer que cada vez se parece más a su abuela. Ella le recuerda un juego de su infancia: acomodaba una serie de muñecos, a los que siempre vio como soldados con una disposición que simulaba una guerra. El juego consistía en organizar batallas y luego la mujer dice: «nunca los dejaste conversar y entablar relaciones duraderas. Los acomodabas para que se impusieran unos a otros y sólo pudieran relacionarse violentamente. (...) Te preguntabas si había otra posibilidad de juego. Es hora de practicar esa alternativa» (74–75). Esta escena es una proyección de la conformación social que evidencia las diferencias a partir de una lógica bélica y de enfrentamiento. Además, se manifiesta la necesidad de fundar un nuevo espacio donde la comunicación sea posible, único medio para crear relaciones duraderas.

En el marco de esas diferencias se localizan las formas de contemplar y caminar del Investigador y del Tuerto: uno con el ojo derecho, el otro con el izquierdo y en la búsqueda del ojo de oro; uno con un fin determinado, otro deambulando, apareciendo y desapareciendo. En la construcción del estado deseado en el texto surge la certeza de que, en algún momento, cumplan con la exigencia de caminar juntos «charlando como si uno completara la frase del otro» y así abrir «un nuevo punto de convergencia para el diálogo infinito que se merecen» (105).

Las calles de la ciudad son el lugar de encuentro entre los sujetos más diversos, los colores, los animales nocturnos, entre el pasado y el futuro, entre vivos y muertos. En ellas se unen tiempo y espacio, movimiento y quietud, el arriba y el abajo. Es en las calles donde el universo se expande y es posible la más plena comunicación. En esta novela de incógnitas los lectores ingresamos a un camino incesante y nos perdemos en la búsqueda de un investigador. La pregunta por la ubicación del oro se desdibuja por momentos y él mismo se pierde. En alguna zona afirma que va a aclarar de qué se trata esta pesquisa, pero la respuesta no aparece; en otra se pone al descubierto que no sabe exactamente lo que busca. Lo cierto es que en su investigación genera un hilado de voces que le dan forma al texto y, en ese proceso escriturario se crea una comunidad.

En esta etapa de mi investigación he elaborado un corpus de trabajo de novelas bolivianas del siglo XXI que se insertan en la tradición inaugurada por Saenz y Urzagasti. Tuve la necesidad de explorar las formas de escritura vinculadas al concepto de «crear comunidad» entendido como la construcción de un espacio tejido, un sitio de fricción donde conviven los contrarios, lo negro y lo blanco, lo indio y lo occidental, lo alto y lo bajo, el centro y la periferia, el pasado y el futuro. Una idea que deja de lado los límites territoriales para indagar en la cultura andina. En este espacio comunitario la comunicación entre hombre, mujer y naturaleza es un acto fundante.

Ernesto Laclau afirma que toda comunidad tiene como punto de partida la simbolización de un evento traumático dislocatorio y, como consecuencia, existe una imposibilidad de pensar una identidad unívoca. Por supuesto la Conquista y Colonización de América es, en el caso boliviano, ese evento traumático. Sin embargo, la literatura que se funda en este concepto no niega la fisura colonial pero sí se erige como la posibilidad de sutura a partir de la articulación de presentes y pasados de sujetos que vivieron al margen de los discursos estatales para subvertir los mandatos coloniales. El espacio comunitario debe «hospedar» al ser humano y a la tierra concebida como sujeto y debe construir la idea de un «nosotros».

En la novela el tronco del árbol es el centro desde donde pueden tejerse las relaciones comunitarias. El árbol no solo representa un movimiento a lo ancho sino también es el que conecta el cielo con lo más profundo de la tierra. Su crecimiento metaforiza los movimientos de los sujetos que se trenzan entre sí. Estas formas de crecer son «una obligación placentera de comunicar lo visto con lo pisado, con la estampa de la que no nos desprendemos y busca ser vista desde dentro de la tierra en un sueño que nos trae hasta aquí para ser caminado» (182). Desde ese centro de la tierra emergen las posibilidades de comunicación. Allí están guardadas las voces que serán aprehendidas por los transeúntes para restituirlas en los caminos. La conexión que genera esta manera de mirar y caminar posibilita «vivir en la perspectiva que nos dejaron los mayores, sin que nada se haya ocultado nunca y todo sea la acumulación de miradas que los ancestros ampliaron para que nuestra estancia no sea incansablemente espantosa» (182).

Para concluir quisiera referirme a uno de los personajes que es el que cierra el círculo: el Aspirante a autor de novela. Este sujeto está a la espera de un nacimiento; por momentos, otros personajes asumen la autoría y siempre está latente en las páginas de la novela. A pesar de no haber nacido, «él sabe cómo venir al mundo» y, manifiesta el Hombre de fe que ese venir «depende de los que ya estamos aquí» (95). El lector queda desconcertado frente a la diversidad de voces, indaga constantemente quién narra, quién habla, a quién pertenecen las voces, se pregunta quién es quién en esta trama de sujetos opuestos y también complementarios.

Es posible que el lector se deje engañar y, en algún momento, considere que el que organiza el relato es el Investigador. Sin embargo, este sujeto es falso, ha olvidado «las chispas de la realidad y el calor que exige la existencia» (283). Es un investigador que nunca ha hablado, hecho que descubrimos al final del libro. El lector fue engañado por un investigador falso y un autor nonato. ¿Y cómo pensar las voces de la novela? Asistimos a un texto de voces que se multiplican, que se confunden, que se interrumpen, pero esto responde a la lógica de los caminos. Las voces tejen el espacio y se encuentran en la ciudad. Es el Vocero el que, al construir «la banda sonora de la ciudad, con las voces de los pasajeros que pagan por atender su paso por las calles» (191) el que crea el ambiente propicio para darle la bienvenida «al autor de este tejido» (191).

«No hay nada que detenga este camino» (165) afirma el Terapeuta para abrir las puertas a la construcción continua de los caminos como espacio propicio del encuentro, como posibilidad de crear en la escritura un aquí y ahora habitable y de todos. Las voces en la novela son una marca de lo múltiple que se yuxtapone en la ciudad y que pone al descubierto la falacia del discurso de la uniformidad que silenció y escondió en los socavones la compleja historia boliviana. Mirar, caminar y comunicar son modos de crear un tejido infinito de voces y mundos subterráneos. Son la posibilidad de recuperar el vacío para darle forma y sentido, de construir ese estado que se erija en la «memoria radiante de la contraconquista» (167) que desentierre las historias que no fueron contadas, de permitir «el nacimiento de una nueva lógica ante la cual se haría imprescindible dejarse poseer por las voces de todos nuestros muertos» (249). Mirar, caminar y comunicar son las acciones necesarias para crear esa comunidad deseada, que habita en el espacio literario, y que le da forma a los «aurificios» necesarios para la restitución del silencio.

Notas

Papeles de investigación 24–37

1 Los diferentes entrevistados siempre nombran a otro para incorporar contenido a lo que cada uno dice. Por ejemplo, el Profesor nombra al Pasajero, el Persistente al Rey, el Estadista a la Estrella, la Estrella al Cañafístula, el Aspirante a payaso al Paciente, etcétera.

2 Los movimientos kataristas se propusieron continuar la inconclusa lucha anticolonial iniciada por Tupac Katari y evidenciar el fracaso de los intentos de homogeneización cultural del Movimiento Nacionalista Revolucionario. El katarismo tuvo dos alas: El Movimiento Indio Tupav Katari (MITK) y el Movimiento Revolucionario Tupac Katari (MRTK). El primero fue el ala radical del movimiento mientras que el segundo fue el ala moderada.

3 Marcelo Quiroga Santa Cruz fue un intelectual boliviano proveniente de la clase acomodada de Cochabamba. Tuvo una intensa vida política que lo llevó a renunciar a su clase y fundar, durante los años setenta, el Partido Socialista–1. He estudiado su obra literaria y he analizado sus vinculaciones con su escritura política en el libro Decir Bolivia. La escritura de Marcelo Quiroga Santa Cruz: escritor e intelectual (2012). Es interesante destacar que, si bien fue una de las voces más potentes de la intelectualidad boliviana, la cuestión étnica no forma parte de los temas que trabaja. Hay pocas zonas de su obra donde se menciona este tema. Su escritura estuvo basada en cuestiones vinculadas a las clases sociales bolivianas. En su novela Los deshabitados problematiza la situación de la clase media boliviana y manifiesta las preocupaciones filosóficas del autor. En su segunda novela, Otra vez marzo (1990, publicada póstumamente), denuncia la miseria en la que viven las clases bajas y pone al descubierto las relaciones de poder de la Bolivia de los años setenta. Sobre Los deshabitados se puede consultar Sanjinés (1992) y González Almada, entre otros textos.

4 El aparapita es un aymara migrante que llega a la ciudad de La Paz y trabaja como cargador. Su saco lleno de remiendos superpuestos se convierte, de la mano de Saenz, en una metáfora de la realidad boliviana. Dice Leonardo García Pabón que «después de la creación del aparapita como ser urbano, como el centro místico de la ciudad ya no se puede escribir literariamente de indígenas bajo la típica caracterización como víctimas del sistema social. Su condición social, sea la de pobreza, locura o rebeldía, no es óbice para que su destino no sea algo que está en sus manos y que esté íntimamente ligado a la ciudad, el espacio de las definiciones culturales, sociales y políticas de la nación. El indio, que en la ciudad se convierte en aparapita, como dice Saenz, también se convierte en sujeto de la historia, y deja de ser objeto victimal de la misma» (10).

5 Sobre la escritura de Urzagasti se pueden consultar diversos artículos de mi autoría de los que destaco: «La escritura de Jesús Urzagasti: Poética de la intemperie» (٢٠١٩); «La memoria incesante. Los tejedores de la noche de Jesús Urzagasti» (2018) y «El espacio troceado. En el país del silencio de Jesús Urzagasti» (2017).

6 Estas anécdotas y comentarios forman parte de un texto inédito que escribió Castro Riveros cuando le pedí que me narrara su experiencia con Urzagasti.

7 La cursiva pertenece al original.

8 Las cursivas pertenecen al original.

9 En junio de este año la editorial mexicana E1 ha publicado la segunda edición de Aurificios en la que se recuperó el orden original de escritura.

10 La estructura original de la novela la conozco gracias a la generosidad del escritor que me envió el documento donde la organizó. No hay ninguna referencia en el libro sobre esto. Es decir, el lector se enfrenta a un orden dado. Sin embargo, se mantiene la idea de ir y venir porque es imposible organizar una lectura lineal lo que tiene que ver con la disolución de la narración y con los vínculos que se establecen entre los personajes.

11 Las cursivas pertenecen al original.

12 Esta idea aparece en diferentes documentos del katarismo; por ejemplo, en el «Manifiesto del Partido Indio de Bolivia» (1969) dicen «ser esclavos en nuestra propia tierra»; en el «Primer manifiesto de Tiwianaku» (1973) sostienen ser «extranjeros en nuestro propio país» y en la «Tesis del campesinado boliviano» (1978) manifiestan estar «desterrados de nuestra propia tierra».

Referencias

Almaraz Paz, S. (1969). Réquiem para una república. La Paz: UMSA.

Antezana, L.H. (1985). La novela boliviana en el último cuarto de siglo. En Sanjinés, J. (Ed.). Tendencias actuales de la literatura boliviana. Valencia, España: Institute for the study of ideologies & literatura, 27–54.

Antenaza, L.H. (2013). El giro urbano de la novela en Bolivia. Boletín Literario, 11(25), 57–67.

Archondo, R. (2000). Comunidad y divergencias de miradas en el katarismo. Umbrales. Revista del posgrado en ciencias del desarrollo, (7), 120–132.

Arnold, D. (2015). Del hilo al laberinto: replanteando el debate sobre los diseños textiles como escritura. En Garcés, F. y Sánchez, W. (Eds.). Textualidades. Entre cajones, textiles, cuero, papeles y barro. Cochabamba, Bolivia: INAM-MUSEO-UMSS, 39–64.

Arnold, D. (2017). El rincón de las cabezas. Luchas textuales, educación y tierras en los Andes. La Paz: ILCA.

Arnold, D. y Espejo, E. (2013). El textil tridimensional: la naturaleza del tejido como objeto y como sujeto. La Paz: ILCA.

Bautista, R. (2014). La descolonización de la política. Introducción a una política comunitaria. La Paz: Plural.

Castro Riveros, A. (2010). Aurificios. La Paz: Gente Común.

Daona, M.J. (2012). Decir Bolivia. La narrativa de Marcelo Quiroga Santa Cruz: escritor e intelectual. San Miguel de Tucumán: Facultad de Filosofía y Letras–UNT.

Daona, M.J. (2017). El espacio troceado. En el país del silencio de Jesús Urzagasti. Revista Pilquen, 20(1), 36–43. http://revele.uncoma.edu.ar/htdoc/revele/index.php/Sociales/article/view/1621

Daona, M.J. (2018). La memoria incesante. Los tejedores de la noche de Jesús Urzagasti. Revista Revell, 1(18), 56–80. file:///C:/Users/Pablo/Downloads/Dialnet-LaMemoriaIncesante-6514370.pdf

Daona, M.J. (2019). La escritura de Jesús Urzagasti: Poética de la intemperie. Revista Chilena de Literatura, (99), 203–229. https://revistaliteratura.uchile.cl/index.php/RCL/article/view/53020/55599

Daona, M.J. (2020). Guardián del silencio. La escritura de Jesús Urzagasti. La Paz: 3600. En prensa.

De Certeau, M. (2000). La invención de lo cotidiano. Artes de hacer. México, D.F.: Universidad Iberoamericana. Departamento de Historia. Instituto Tecnológico y de Estudios Superiores de Occidente.

García Pabón, L. (1998). La Patria íntima. Alegorías nacionales en la literatura y el cine de Bolivia. La Paz: CESU-UMSS/Plural.

González Almada, M. (2017). Relaciones de poder, imaginarios sociales y prácticas identitarias en la narrativa boliviana contemporánea (2000–2010). Córdoba: Universidad Nacional de Córdoba.

Ingold, T. (2015). Líneas. Una breve historia. Barcelona: Gedisa.

Laclau, E. (2005). La razón populista. Buenos Aires, Argentina: Fondo de Cultura Económica.

Nancy, J. L. (2000). La Comunidad Inoperante. Santiago de Chile: Universidad Arcis.

Rivera Cusicanqui, S. (2015). Sociología de la imagen. Miradas ch’ixi desde la historia andina. Buenos Aires: Tinta Limón.

Sanjinés, J. (1992). Literatura contemporánea y grotesco social en Bolivia. La Paz: Instituto Latinoamericano de Investigaciones Sociales (ILDIS).

Sanjinés, J. (2014). El espejismo del mestizaje. La Paz: Fundación PIEB.

Urzagasti, J. (2010). Tirinea. La Paz: Plural.