#12
[noviembre 2020]

Fin del arte, fin del tiempo. Museo posmoderno, pasados mercantilizados y el mito de la decadencia en una fantasía neoesteticista

Alejandro Goldzycher Universidad de Buenos Aires – CONICET, Argentina
ORCID 0000-0001-7434-2212
agoldzycher@gmail.com

Resumen

Pasadas de moda las especulaciones sobre «el fin del arte» y «el fin de la historia», el entramado discursivo y conceptual que les dio forma en el debate norteamericano se vuelve evidente como parte estructural de su objeto. Su pregunta fundamental es aquella por la relación del presente con el pasado histórico y por la historicidad de esa relación. La trilogía novelística The Dancers at the End of Time (1972–1974–1976), de Michael Moorcock, simultáneamente enuncia, dramatiza y encarna esta preocupación. El autor —emblemática figura del fantasy y la ciencia ficción de la segunda mitad del siglo XX— proyecta hiperbólicamente sobre un futuro remotísimo una constelación de referencias culturales que evocan a la vez el fin de siècle decimonónico y «la posmodernidad». El conflicto se cataliza al irrumpir una mujer procedente de 1896 en la neoesteticista sociedad del Fin del Tiempo. Para comprender la propuesta y la importancia histórica de la serie, este artículo reúne en un mismo plano comparatístico la teorización implícita en este producto de genre fiction y las «ficciones teóricas» de autores como Jameson, Danto, Huyssen, Fukuyama, Sontag y Baudrillard. Particularmente se interroga sobre el impacto político–ideológico del reconocimiento de la constructibilidad de las «épocas» (pasadas y presentes) y sobre la posibilidad de una redención de la historia, entre los mitos del progreso y la decadencia.

Palabras clave: fin del arte / decadencia / museo posmoderno / memoria histórica / neovictorianismo

The End of Art, the End of Time. The Postmodern Museum, the Commodification of the Past and the Myth of Decadence in a Neo-Aestheticist Fantasy
Abstract

Long after the speculations regarding «the end of art» and «the end of history» reached their peak, the discursive and conceptual framework that shaped them in the American debate has become evident as a structural part of its own object. Its main concern is the relation between the present and the historical past and the historicity of such a relation. Michael Moorcock’s novelistic trilogy The Dancers at the End of Time (1972–1974–1976) simultaneously states, dramatizes and embodies this concern. The author —one of the leading figures of fantasy and science fiction in the second half of the twentieth century— imagines a far-future scenario that hyperbolically feeds off both fin-de-siècle and «postmodern» cultural references. The sudden appearance of a woman coming from 1896 in the neo-aestheticist society of the End of Time acts as a catalyst for the dramatic conflict. In order to understand the series’ qualities and its historical relevance, this papers builds a comparative framework joining the implicit theorizing in this product of genre fiction and the «theoretical fictions» of authors such as Jameson, Danto, Huyssen, Fukuyama, Sontag and Baudrillard. Above all, it examines the political and ideological impact of acknowledging the fabricated nature of «epochs» (past and present) as well as the possibility of redeeming history, between the myths of progress and decadence.

Key words: the end of art / decadence / postmodern museum / historical memory / neo–Victorianism

Recibido: 4/3/2020. Aceptado: 3/8/2020

Para citar este artículo: Goldzycher, A. (2020). Fin del arte, fin del tiempo. Museo posmoderno, pasados mercantilizados y el mito de la decadencia en una fantasía neoesteticista. El taco en la brea, 12 (junio–­noviembre). Santa Fe, Argentina: UNL. e0005 DOI: 10.14409/tb.v1i12.9682

En enero de 2008, The Times incluyó a Michael Moorcock entre los cincuenta escritores ­británicos más importantes desde la Segunda Guerra Mundial. La lista —tan discutible como se quiera, aunque no desdeñable como operación sobre el canon y sobre el mercado— no distinguía entre autores «literarios» y otros habitualmente asociados a la genre fiction en sus múltiples ramas: J.R.R. Tolkien, Ian Fleming, J.K. Rowling, Phillip Pullman, Iain Banks. Pese a esfuerzos y proclamas en sentido contrario, esta estructura de legitimación no ha dejado de ser una inquietud recurrente en el campo de la ficción especulativa. El propio Moorcock se ha pronunciado repetidamente sobre la dicotomía literario/popular en numerosos escritos y entrevistas.1 Su trabajo como editor de la revista New Worlds en los sesenta suele identificarse con el proyecto de elevar la ciencia ficción a un status literario. Sin duda hubo mucho de eso. Pero esta ambición —afirma el escritor en su versión de los hechos— fue una característica más propia de la Nueva Ola norteamericana (cfr. entrevista por Bisson:89; también, Rosenfield). Para los autores británicos, como él mismo o J.G. Ballard, la principal preocupación habría sido otra: adaptar las técnicas, los temas y el «método» de la ciencia ficción para observar el mundo contemporáneo a través del prisma de una literatura renovada.

El título de su novela An Alien Heat (1972) remite a ese horizonte de expectativas. Pero el epígrafe juega a frustrarlas de inmediato. Los cuatro versos provienen del soneto «Hothouse Flowers» (1896), de Theodore Wratislaw, un poeta menor vinculado al esteticismo británico. Colaborador de publicaciones como The Strand Magazine y The Yellow Book, trató con figuras como Max Beerbohm, Aubrey Beardsley, Arthur Symons, Ernest Dowson y Oscar Wilde. Lejos de los extraterrestres, el sintagma «alien heat» en el poema remite a un tópico decadente por excelencia: las flores exóticas de invernadero, entre cuyas fragancias el esteta rinde culto al artificio, la perversión y la enfermedad. Moorcock se ha pensado entre esos «revolucionarios» que no reniegan del pasado como fuente de inspiración (Moorcock, 2013). A las postrimerías del «largo siglo XIX» nos remontan los hipotextos de A Nomad of the Time Streams, trilogía a la que el autor debe su reconocimiento como gran precursor de la ficción «steampunk».2 La serie The Dancers at the End of Time —de la que Alien Heat fue la primera entrega— también parece merecer un lugar como obra pionera del retrofuturismo neovictoriano. Los elementos wellsianos siguen ahí. Pero el romance imperial y la novela de invasión han cedido lugar a otros referentes: la «decadencia» de los Yellow Nineties, los humoristas y los absurdistas eduardianos.

No por eso la serie deja de introducir elementos típicos de la ciencia ficción más genérica. Ambientada en un futuro remoto, no faltan los viajes en el tiempo ni la tecnología avanzada. Tampoco los «alienígenas», según la acepción popularizada a mediados del siglo XX. Dancers participa del subgénero conocido como «Tierra moribunda», ya expuesto entonces por obras como el ciclo de Zothique, de Clark Ashton Smith, The Night Land, de William Hope Hodgson, los clásicos relatos de Jack Vance o algunas ficciones de entresiglos. Pero Moorcock va más allá. Lo que muere aquí es el universo entero, o al menos su ciclo actual. El planeta está habitado por seres poshumanos —o próximos a esa condición— que viven su aparente inmortalidad con el más absoluto hedonismo, ciegos a la destrucción total que se avecina. Herederos del detritus más o menos caótico de incontables milenios de cultura y de desarrollos científicos y tecnológicos que ya nadie entiende, los Bailarines epónimos gozan de un poder demiúrgico que les permite proyectar caprichosos mundos de fantasía sobre el desolado paisaje terrestre. Su empleo de unos anillos a estos efectos confirma que, como reza la «tercera ley» de Clarke, cualquier tecnología suficientemente avanzada es indistinguible de la magia. Por eso es común que la ciencia ficción ambientada en un futuro muy lejano adquiera visos de fantasía épica, sword and sorcery o science fantasy, subgénero por el que Moorcock ha expresado cierta predilección como lector (entrevista por Rosenfield). Sin embargo, su serie está más cerca de lo que se ha llamado «fantasy of manners», según Teresa Edgerton ha caracterizado este género (cfr. entrevista por SFF Madman). Sus rasgos centrales se cumplen casi punto por punto: articulación de la trama en torno a las relaciones personales del protagonista; trasfondo social rígido o decadente (aunque, en este caso, igualitario antes que estratificado); abundantes ocasiones para lucir el estilo, la inventiva y la agudeza. A esto se suman elementos más típicos de lo que Brian Stableford (2009) bautizó «decadent fantasy», cuyo linaje remontó al decadentismo y el esteticismo, el gótico finisecular y el weird más clásico.

A esta altura no hace falta aclarar que el Fin del Tiempo moorcockiano es, en buena medida, una proyección hiperbólica del fin de siècle decimonónico y de sus producciones estéticas. Artificiosos como las orquídeas de Wratislaw, los Bailarines se complacen en la paradoja, la extravagancia y el ingenio barroco. No conocen otro ideal, otro credo, otra filosofía que la estética. La simple idea de viajar al espacio, con su impersonal infinitud, los aburre y los horroriza. Viven enclaustrados en los juegos de su imaginación, emocionalmente atrofiados, levantando sus fantasías con los residuos del pasado. El tono de las novelas es casi siempre cómico y ligero, no crepuscular. Pero algunas notas más sombrías, sobre todo en la tercera entrega, nos recuerdan que la de los Bailarines es, como la de sus remotísimos ancestros del siglo XIX, una inexorable danza de la muerte.

Aunque la serie comprende otras historias, nos focalizaremos en la trilogía (y el relato) principal, que completan The Hollow Lands (1974) y The End of All Songs (1976). Su protagonista es Jherek Carnelian, uno de los habitantes del Fin del Tiempo, reconocido entre sus pares como el más grande especialista en el siglo XIX de todo el planeta. El conflicto en este mundo tan cambiante y tan estático a la vez surge con la llegada de una involuntaria viajera en el tiempo: Mrs. Amelia Underwood. La estirada dama victoriana se escandaliza al ver realizadas las fantasías más «decadentes» y «amorales» de los esteticistas de su época. Jherek enseguida le declara su amor... De esta premisa deriva una cadena de equívocos, peripecias y situaciones absurdas. Pero el pastiche neoesteticista en clave de ciencia ficción no agota sus ecos referenciales y efectos de sentido en la evocación de la cultura decimonónica tardía. Moorcock los articula expresamente con materiales y preocupaciones de su propio tiempo, incluyendo la fascinación por lo que fuera el «fin de siglo» por antonomasia. En su modo de codificar y ficcionalizar esta relación, la serie simultáneamente enuncia, dramatiza y encarna conceptos y ejes de discusión centrales de lo que sería el debate sobre «la posmodernidad», el cual tendría su apogeo pocos años más tarde. Y lo hace en el acto mismo de operar sobre sus hipotextos «finiseculares», sea emulándolos, ficcionalizando sus circunstancias históricas o comentándolos explícita o implícitamente. En este sentido plantea una variante, barroca ella misma, de esa suerte de bucle autorreflexivo que señala Mariano Sverdloff: «cuando el crítico–coleccionista de hoy indaga la décadence descubre a sus precursores, lo cual es un índice de la proximidad que el fin-de-siècle tiene con la experiencia contemporánea del arte y la literatura» (2013–2014:65). De este cortocircuito macrohistórico, Dancers extrae una potencia crítica y estética expresada en formas de imaginar ambas «épocas» y de relacionarlas entre sí.

¿En qué consiste y cómo se explota este potencial en la serie? ¿Cómo repercute esta superposición de marcos genérico–referenciales sobre una determinada concepción del tiempo y de la historia (y viceversa)? ¿Qué es lo que los géneros le ofrecen a Moorcock en esta oportunidad? La escasísima bibliografía existente sobre la serie —casi siempre reseñas y sinopsis argumentales (cfr. Gardiner, 2015; Scroggins)— está muy lejos de ofrecer respuestas a estas preguntas, si es que siquiera las ha planteado. Nuestro acercamiento busca configurar una base crítica que permita entender mucho más cabalmente tanto la propuesta como la importancia histórica de la serie. Primero analizaremos cómo Moorcock proyecta en el escenario del Fin del Tiempo una constelación de topoi culturales presente en la construcción tanto del «fin de siècle» como de «la posmodernidad» como categorías periodizadoras. Acto seguido —y adentrándonos ya en el análisis del texto— pondremos en juego estos términos a propósito de cómo Jherek (el supremo esteta) imagina, recrea y experimenta «el siglo XIX» en el transcurso de su educación moral, problematizándose el carácter construido de toda representación del pasado. Por último se desglosará la educación estética de Amelia (la rígida victoriana) para calibrar no solo el impacto político–ideológico del descubrimiento de esa constructibilidad, sino también la posibilidad de una redención del pasado histórico, entre el mito del progreso y el de la decadencia.3

I. Posmodernismos (neo)victorianos entre dos fines de siglo

Los fines de siglo se parecen.

Joris-Karl Huysmans, Allá lejos (1891)

En un futuro próximo —vaticinó el intelectual y media artist finlandés Erkki Kurenniemi— el ser humano podrá elegir ser inmortal. Una vida de cientos de miles de años exigirá pasatiempos a la altura. Uno podría ser la reconstrucción de épocas pasadas. Dentro de algunos siglos habremos colonizado otros rincones del universo. La Tierra, sin embargo, podrá conservarse como un «planeta museo». Allí podremos experimentar cómo vivían nuestros ancestros de la Edad de Piedra, del siglo XV o del año 2000. Puede que lleguemos a crear modelos simulados de toda la historia humana, sondear futuros posibles en un campo de prueba virtual... (entrevista por Taanila:298–303). Como predicción futurológica, esta visión podrá sonar un tanto aventurada. Pero las semejanzas entre este escenario y el finitemporal mundo de Moorcock parecen algo más que una simple casualidad.

El museo ha sido una imagen recurrente y en muchos casos central en los debates en torno a la posmodernidad. De las «teorías de la compensación» de Hermann Lübbe y Odo Marquard al simulacro y la catástrofe en Jean Baudrillard, pasando por el «giro cultural» de Fredric Jameson, el «fin del arte» de Arthur Danto o las investigaciones de Andreas Huyssen, diversos enfoques crítico–teóricos han intentado explicar la marcada expansión de una sensibilidad museística a través de la cultura y la experiencia cotidianas desde las últimas décadas del siglo pasado. Esta museización del mundo contemporáneo (cfr. Huyssen, 1995:14) se anuncia ya en el pionero estudio que, junto a su participación en la Bienal de Venecia de 1980, estableció a Charles Jencks como vocero del posmodernismo arquitectónico. Para el arquitecto, historiador y «teórico» estadounidense, nuestra época es capaz como ninguna otra de lograr simulaciones históricas exactas. Contamos con técnicas adecuadas, con conocimientos especializados, con posibilidades materiales de realizarlas. Y, como nunca antes en la historia, disponemos de un vastísimo «museo» a partir del cual elegir y discriminar. De ahí que cualquiera cuya sensibilidad se haya formado al calor de los actuales medios de comunicación sea un «ecléctico en potencia» (95). Pero si hubo un período equiparable al nuestro en este sentido, afirma Jencks, es especialmente el que va de 1870 a 1910. Recurrencias de fin de siglo: una plétora de estilos e ideologías coexistiendo y compitiendo; abundancia de la complicación y el eclecticismo; obsesión con otras culturas y con el pasado (95, 127, 128). No en vano Huyssen ha pensado la museomanía posmoderna como «corolario práctico» del discurso del fin de todas las cosas (1995:14). Ante la inminencia del tercer milenio, millones de dólares se destinaron a prevenir el «problema del año 2000» (Y2K). Entre otras consecuencias, se temía que muchos programas informáticos no pudiesen distinguir entre el nuevo año y el 1900. La densa trama de prefiguraciones, latencias, repeticiones y consumaciones que ciertas especulaciones teóricas han tejido a propósito de ambos fines de siglo nos hace pensar que esos programas no hubieran estado, tal vez, del todo equivocados.

«Saecula». Así llamó Frank Kermode a esas divisiones cronológicas fundamentalmente arbitrarias sobre las que descargamos nuestras ansiedades y esperanzas; que nos ayudan a encontrar comienzos y finales; que manifiestan nuestra necesidad de patrones, de regularidades que nos permitan creer en la inteligibilidad de la historia (cfr. 11). Las categorías «fin de siècle» y «posmodernidad» se prestan perfectamente a esta clave de análisis. Críticos e historiadores de la cultura han vinculado ambas «épocas» en clave de paralelismos, de emergencias graduales, de repeticiones de temas, metáforas y problemas (cfr., por ej., Ledger y McCracken:1–4; Mousoutzanis:27–30). Estas aproximaciones suelen exhibir una disposición más descriptiva que explicativa. Sobrevolando el detalle historiográfico, su escala se acerca a la del mito. En su clásico estudio sobre la ficción «posmoderna», Brian McHale advirtió que no hay un posmodernismo «ahí fuera» —ni un fin de siècle, podríamos añadir— más de lo que un romanticismo o un renacimiento. Son artefactos discursivos, ficciones histórico–literarias (4).4 Estas conexiones macrohistóricas han hallado un terreno fértil en la estética neovictoriana: productos generalmente literarios o audiovisuales que evocan, reinterpretan y reescriben la historia cultural del siglo XIX. Hay quienes han sugerido el término «posvictoriano» para rebautizar y repensar la «posmodernidad» a partir de un nuevo mapa de disrupciones y continuidades (cfr. Kucich y Sadoff). La ficción steampunk puede pensarse sobre esta misma base.5

Moorcock ha comentado su entusiasmo juvenil por el esteticismo británico, del que Dancers compone un lúdico homenaje. Aunque su físico robusto lo alejó del prototipo del «decadente», los modelos de Pater, Whistler y Ruskin influyeron en su estilo de vida bohemio (cfr. Moorcock). Es cierto que el autor de Modern Painters y The Stones of Venice mantuvo una relación conflictiva con las doctrinas del l’art pour l’art y es tristemente célebre su litigio con Whistler. Pero tampoco es raro que se lo enmarque en un difuso canon finisecular y con él a los pintores prerrafaelistas, en quienes Moorcock reconoció un espíritu «rockero» (1987:142). Este calificativo resume la mirada del autor sobre ese revival romántico que vio iniciarse en los sesenta. Lo dijo en un famoso estudio sobre fantasy: los Dowson, los Beardsley, los Wilde de ayer —todavía más que los grandes del primer romanticismo— son los Brian Jones, los Hendrix, los Morrison de hoy (142). Una reciente colaboración suya con Spirits Burning, colectivo de space rock y rock progresivo, involucró la musicalización de un poema de Wratislaw... que no es otro que el que dio nombre y epígrafe a la primera entrega de Dancers, sobre la que todo el álbum se basa. Que «decadente» fuera un término de moda en el espectro cultural de principios de los setenta (cfr. Reynolds, 2016:148) solo reafirma este juego de paralelismos y recreaciones. A la misma década ha remontado Lübbe una fase clave de la museización de la cultura occidental (cfr. Huyssen, 1995:253). Lo que Moorcock hizo en torno a aquellos años fue anticipar una construcción muy reconocible de lo posmoderno al tiempo que mostraba, pastiche mediante, hasta qué punto el fin de siglo anterior podía entenderse y se había entendido a sí mismo a partir de una constelación de topoi culturales llamativamente semejante.6

En la ficción de Dancers, los escombros del museo imaginario configuran un espacio y un horizonte de producción estética dominados por procedimientos de confiscación, cita, extracción, acumulación y repetición de materiales preexistentes. Enumerados por Douglas Crimp en un ensayo fundacional, estos rasgos han llegado a componer una caracterización típica del arte posmoderno, contradiciendo el ideal de progreso introyectado por la narrativa ortodoxa de la tradición moderna (cfr. 56). Uno de los Bailarines define el Fin del Tiempo como la suma de todas las épocas pasadas (Alien:55). Pero, en este contexto, las implicaciones son exactamente contrarias a las de una visión como la del historiador victoriano Robert Mackenzie, a quien Francis Fukuyama —como R. G. Collingwood antes que él— invocó como portavoz casi caricaturesco del culto del progreso («Human history is (...) a record of accumulating knowledge and increasing wisdom») (1992:4). Ya nadie inventa nada, dice Jherek, pues ya no hay nada que inventar (Alien:55). En la década del treinta, Clement Greenberg vio en la vanguardia modernista una esperanza frente a lo que él consideraba un panorama cultural de alejandrinismo y decadencia (8). En tiempos de Dancers, esa «esperanza» se había vuelto parte del problema y no parecía haber otra que tomara su lugar.

Una de las miradas más sombrías sobre este panorama se resume en la jeremiada de Jameson contra el «pastiche nostálgico». En un mundo donde la innovación estilística ya no parece posible, todo cuanto queda sería la imitación de estilos muertos: «[to speak] through all the masks and voices stored up in the imaginary museum» (1984:7). Bien podría ser una descripción del Fin del Tiempo moorcockiano, así como de la serie misma como producto literario. Li Pao, un viajero temporal del siglo XXVII que vive entre los Bailarines, se pregunta: ¿qué es sino decadencia el pasarse los días imitando el pasado? (Hollow:21). Sus diatribas contra la sociedad finitemporal recuerdan que buena parte de este repertorio de topoi sobre lo posmoderno fue igualmente característica de la escena artística, intelectual y clínica de finales del siglo XIX, cuyos discursos sobre la decadencia el personaje evoca sin saberlo. Sus invectivas contra el «individualismo» y los «degenerados pasatiempos burgueses» de los Bailarines también han sido un lugar común dentro de cierta tradición crítica marxista (Alien:28, 83). Sobre el último período de entresiglos, el crítico de música Simon Reynolds ha escrito: «Retro culture would (...) be just another facet of the recline and fall of the West» (2010:395). Irónicamente, la frase no hace más que recrear un diagnóstico típico del fin de siècle sobre sí mismo: la vocación imitativa y el ­encarcelamiento en el pasado como síntomas de decadencia. La afirmación de David Weir de que la mirada retrospectiva parece implícita en este concepto (5) encuentra una ejemplificación perfecta en el clásico Degeneración [Entartung] (1892), de Max Nordau: los decadentes no son heraldos de una nueva era; no nos llevan al futuro, sino que apuntan a tiempos pasados (1892:43). En los albores del debate «posmoderno», ciertos críticos reevaluaron la decadencia como un modo de proyección hacia el futuro (cfr. Weir:5, 6). Para los Bailarines de Moorcock, sin embargo, no se trata exactamente del futuro ni del pasado. A diferencia de sus ancestros «finiseculares», no se sienten «decadentes» ni mucho menos teorizan al respecto, excepto alguna que otra observación muy pasajera. En esto último también se diferencian rotundamente de los gurús de «lo posmoderno». Ajena a cualquier sentido de futuro, impermeable a la historicidad del pasado, la sociedad del Fin del Tiempo aparece suspendida en la ilusión de un presente atemporal.

«Atemporalidad» es la palabra que Bruce Sterling eligió para describir cómo el advenimiento de Internet ha hecho zozobrar los modos fundamentalmente narrativos de organizar nuestras imágenes y nuestro conocimiento del pasado histórico. Es la auténtica caída, tal vez solo momentánea, de los grandes relatos. Y esto involucra también los grandes relatos posmodernistas —como el de Fukuyama— sobre el fin de los grandes relatos. La expresión artística más obvia que Sterling atribuye a esta coyuntura tecnológico–cultural es lo que denomina «Mashup Frankenstein»: «to just take elements of past, present, and future and just collide ’em together, in sort of a collage» (2010). Aunque se entiende el punto, puede que el término «collage» no sea el más adecuado. Para Manovich, el «estilo internacional» posmoderno —según lo caracterizó Jameson— encontró su reflejo perfecto, y en gran medida su condición de posibilidad, en el software que por aquellos mismos años consagró la operación cultural de seleccionar, recombinar y remodelar el material mediático acumulado en detrimento de la búsqueda de lo nuevo. Se ha mencionado el DJ como un exponente típico de esta operación (cfr., también, Bourriaud). Pero su estética no es la del collage. No busca «crear una disonancia visual, estilística, semántica y estética entre elementos diferentes», sino «fundirlos en un todo perfectamente integrado, en una única concepción global» (Manovich:200). La penetración de Internet en la vida cotidiana ha hecho que algunos hayan relativizado la vigencia misma de la idea de una «descontexualización». Lo que para artistas y teóricos de lo posmoderno pudo ser una novedosa estrategia creativa, hoy se ha vuelto un a priori tan ubicuo como naturalizado (cfr. Reynolds, —2010—:415, 416). De ahí que el Fin del Tiempo parezca todavía más afín a las condiciones de la cultura actual que a las de aquella sobre la que teorizaron los pensadores de lo posmoderno.

Pero si su «atemporalidad» prefigura aquella que William Gibson atribuyó a la «creciente eficiencia» de los medios digitales como «memoria protésica colectiva» (en Reynolds:397), el escenario del Fin del Tiempo también trae a la mente —si extendemos la analogía— las limitaciones de esa aparente eficiencia. Los Bailarines toman su información y gran parte de su energía de las llamadas «ciudades podridas». Para la mayoría de ellos, el pasado no es tanto un objeto de nostalgia y de culto, ni mucho menos una fuente de interés historiográfico, como un mar de desechos de donde tomar sus materias primas, a la manera del gomi no sensei [maestro de la basura] gibsoniano.7 Sin embargo, el extremo y progresivo deterioro de los archivos ha hecho de la información un recurso cada vez más escaso. Los retazos del pasado, caóticos y mal entendidos, se vuelven materia de inadvertidas composiciones de surrealismo pop («Lake Billy the Kid was named after the legendary American explorer, astronaut and bon-vivant, who had been crucified around the year 2000 because it was discovered that he possessed the hindquarters of a goat») (Alien:87). La ficción moorcockiana, como reflexión sobre el archivo como condición del conocimiento histórico, ilumina prospectivamente no solo la sobreabundancia de información en la era de los new media, sino también el problema de la degradación digital.

Frente al diagnóstico de agotamiento cultural y de pérdida del sentido de lo histórico, ciertos teóricos de «lo posmoderno» han expresado una visión más optimista, como lo hizo Linda Hutcheon en la hora más clásica del debate. Este ánimo se reconoce en el pensamiento de Danto, quien prefirió el término «poshistórico» ahí donde otros hablarían de «posmoderno» (y en cambio reservó este último a cierto estilo identificable dentro del arte contemporáneo). Vale recordar que, a diferencia de los enfoques anteriores, la teoría dantiana cobró forma antes del advenimiento de la cultura digital como un factor determinante en la producción y la recepción del arte: una nueva dinámica «[that] seems to be based on several properties of communicative and variable environments, rather than on the institutional art theory» (Vassiliou:9). En su relato del «fin del arte», la década del setenta —es decir, los años de Dancers— se introduce como una fase clave de la transición entre modernismo y museo posthistórico. El escenario del Fin del Tiempo ciertamente anticipa la caracterización de lo contemporáneo como «condición perfecta de entropía estética» (cfr. Danto, 1997:34). En esta fraseología se reconoce el mismo intertexto científico que inspiró la premisa moorcockiana: la segunda ley de la termodinámica. Según el filósofo estadounidense, una vez que los artistas se libraron de la carga de la historia para entregarla a la filosofía (toda esta matriz conceptual, no lo olvidemos, proviene de Hegel), entonces se volvieron «libres para hacer arte en cualquier sentido que desearan, con cualquier propósito que desearan, o sin ninguno» (37). Casi podrían ser palabras de Jherek. Si la historia humana tiene un telos —y, como admite el bailarín, puede que ni siquiera lo tenga— este parece haber hallado su más plena realización en el Fin del Tiempo. «We can indulge any fancy. We can choose to be whatever we wish and do whatever we wish» (Alien:55). Pero no solo no se distingue en este contexto una filosofía que recoja la vocación histórica del arte, según lo haría esperar el modelo hegeliano. En una sociedad donde cualquier fantasía puede materializarse en el acto, el «arte» pierde toda especificidad —incluso como concepto— y se diluye en la vida misma.

En este escenario paroxístico, la consumación de ese ideal esteticista prácticamente anula la brecha entre lo dado, lo posible y lo deseado. «Everything is real. Or can be made real», proclama uno de los Bailarines (Hollow:34). No sorprende que Jherek apenas pueda asimilar la idea de «ficción». A este factor y no solo a un desconocimiento del habla «victoriana» puede atribuirse su interpretación literal de ciertas figuras retóricas o modismos empleados por Amelia o por su marido. Cabe sospechar que la nivelación ontológica que sufren hechos y personajes históricos y literarios del pasado a los ojos de los Bailarines también tiene que ver con esta limitación conceptual, amén de los consabidos efectos de una enorme distancia temporal. Acaso por sentirse capaces de realizar y de agotar cualquier antojo de su imaginación, los Bailarines muestran disminuida la capacidad humana de concebir realidades alternativas. En cambio, se abandonan al juego con las posibilidades —incontables pero no infinitas— del mundo dado. Para ellos, «ser» es «jugar a ser». Significa adoptar una pose, interpretar un rol (cfr. Hollow:8, 23, 121; End:69). «We make our own lives into stories (...). We have the means» (End:10). En la gran Gesamtkunstwerk del Fin del Tiempo, los Bailarines se sienten actores de un drama interminable.

La primera definición impresa del término «camp» data de principios del siglo XX (Meyer:75). Pero fue Susan Sontag quien disparó las primeras discusiones serias sobre el tema. La octava de sus «Notas» —sobre cuyo carácter tentativo insistió en atención a lo huidizo del referente— describe lo camp como «una concepción del mundo en términos de estilo; pero de un tipo particular de estilo. Es el amor a lo exagerado, lo off, el ser impropio de las cosas» (359). Es entender el ser como representación de un papel, dice la autora. El Theatrum mundi en su expresión más elevada. Aunque lleva sus ejemplos más atrás en el pasado, Sontag sitúa en el siglo XIX la constitución de lo camp como un gusto específico, de los prerrafaelistas a Wilde y más tarde Firbank, pasando por el Art Nouveau. Los Bailarines exponen rigurosamente buena parte de la caracterización sontagiana. Su extrema fluidez sexual —la flexibilidad de sus identidades de género, las mutaciones constantes y voluntarias de sus anatomías— literaliza lo camp como «triunfo de lo epiceno». En ellos se cumplen la visión del mundo como fenómeno estético, la ausencia de sentido trágico, el sentido de lo teatral, la preferencia por lo decorativo, la extravagante y desmesurada artificialidad. Ni Jherek, ni Lord Jagged, ni Orquídea de Hierro estarían fuera de lugar en las páginas de The Savoy, emblemática y efímera revista del esteticismo británico. Pero tampoco estarían a disgusto entre los alienígenas «transilvanos» del musical The Rocky Horror Show, estrenado justo entre la primera y la segunda entrega de la serie (la famosa adaptación fílmica llegaría muy poco después). El hecho de que los Bailarines parezcan plenamente conscientes de la artificiosidad y la extravagancia de su estilo de vida los estaría señalando, en principio, como un caso de camp deliberado (camping), al que la escritora neoyorkina opuso un camp «puro» o «ingenuo». Una excepción parcial podría ser el propio Jherek, cuyas delirantes recreaciones neovictorianas pretenden cumplir un ideal de rigor histórico y de mesura (y, por supuesto, están muy lejos de lograrlo).

Con la misma deliberación aparente, los Bailarines construyen sus inmersivos mundos de artificio. En esto podrían hallar un digno ancestro en el duque Jean Floressas des Esseintes, protagonista de la novela más famosa de Joris-Karl Huysmans. Apodada «la Biblia del decadentismo», À rebours (1884) ha sido identificada con el libro amarillo que intoxica la mente de Dorian Gray en la novela de Wilde. Harto de la vulgaridad y el sinsentido del mundo moderno, Des Esseintes convierte su mansión de Fontenay-aux-Roses en un paraíso artificial donde se encierra para perseguir los más retorcidos refinamientos. No hicieron falta grandes saltos hermenéuticos para que, al calor de las teorías de lo posmoderno, el antro del duque se incorporara a una tradición de realidades virtuales (cfr. Ryan:75–85; Pettman:68, 99–115). Extendiendo este concepto desde la fantasía onanista o uterina del esteta decadente a una auténtica «alucinación consensuada», la sociedad del Fin del Tiempo se nos presenta inmersa en un espacio de compartimentos intercomunicados donde cada integrante goza de un paraíso a su medida. Pero, a diferencia de los usuarios del ciberespacio gibsoniano, del Metaverso de Neal Stephenson o del MOO «OASIS» de Ready Player One, los Bailarines no requieren ninguna interfaz que los sumerja en sus fantasías. Estas se materializan sobre la realidad misma, sobre la superficie de un planeta al borde de la destrucción.

Jameson ha interpretado el «fin del arte» contemporáneo como una disolución de la vocación artística de alcanzar lo Absoluto (ideal de lo sublime modernista) y su pasaje a manos de una entonces emergente Teoría, que parece haber usurpado así la misión que Hegel adjudicara a la filosofía tal como el propio modernismo lo hiciera en el siglo XIX. Mientras tanto retornó la otra mitad del arte (lo bello), pero lo hizo —de acuerdo con el relato de Jameson— desbordando un arte institucionalmente delimitado para erigirse en dominante sistémica del posmodernismo: «a colonization of reality (...) by spatial and visual forms which is at one and the same time a commodification of that same intensively colonized reality on a world-wide scale» (1994:87). No en vano la sociedad de consumo es un factor clave en la definición sontagiana de lo camp. Des Esseintes se convirtió en modelo por excelencia del dandi elitista y supereducado. El nuevo dandi, por el contrario, se autoconstruye como connaiseur de la cultura de masas (cfr. Sontag:372). Los Bailarines de Moorcock están más allá de esta brecha. No conocen una cultura masiva a la que oponerse o de la que gozar. En cambio, disponen libremente de un repertorio de imágenes sin contexto ni referente, materia prima de sus alocadas fantasías. Y sin embargo, ¿no reconocemos en estas la utopía del consumidor moderno? Ya el esteta de Huysmans la había encarnado, malgré lui, tan perfectamente como lo habían permitido sus posibilidades: el bibeloteur ideal que construye un mundo a su medida (cfr. Sverdloff 2012:231).8 Esta ilusión de una puesta en escena totalmente bajo control se mantiene para los Bailarines incluso cuando un extraterrestre arriba para anunciar que el presente ciclo del universo está por llegar a su fin. Las reacciones de la mayoría oscilan entre la diversión y el aburrimiento. Pronto el asunto queda prácticamente olvidado, síntoma típico de una sociedad que ha perdido conciencia de su historicidad.9

Si el esteticismo del siglo XIX tuvo mucho de contracultural, si sus herederos «rockeros» no se quedaron atrás, la «decadente» sociedad del Fin del Tiempo se atrofia en un conservadurismo inercial. Lo que millones de años atrás fuera una cultura de oposición, ahora es un statu quo anquilosado en la hiperestasis. Los Bailarines conocen la perpetua novedad de la moda, pero han desterrado lo nuevo. La aparente «deliberación» de sus vidas de artificio esconde la «ingenuidad» de quienes las viven como un estado natural. Dice una famosa frase: es más fácil imaginar el fin del mundo que el fin del capitalismo. Así también es difícil, al principio de la serie, imaginar cómo la sociedad finitemporal podría implosionar antes de que lo hiciera el universo. Pero mientras este se encamina a su destrucción, una semilla de cambio empieza a germinar en el interior de esa sociedad. El interés de Jherek por la moralidad se inicia, como es habitual entre los suyos, como una afectación teatral. Pero, eventualmente, un nuevo abanico de sentimientos le hace notar que el juego se ha vuelto demasiado real. Como le advierte Li Pao, «your morbid interest in morality actually threatens [a] status quo that has existed for at least a million years, in this form alone» (End:70). Es decir: revela lo artificioso de esta vida de artificio. Esta circunstancia personal, junto con la llegada de Mrs. Underwood y el inesperado viaje del protagonista a la Londres del siglo XIX, irrumpe con la fuerza del acontecimiento ahí donde todo parecía dado y resuelto.

II. «Una idea del pasado»: el siglo XIX como parque temático

The one duty we owe to history is to re-write it.

Oscar Wilde, «The Critic as Artist» (1891)

A diferencia de casi todos sus conocidos, Jherek alguna vez fue niño y creció. Él sospecha que su vocación de anticuario quizás tenga que ver con su nacimiento natural. ¿Puede que esto lo hiciera más receptivo a un sentido de desarrollo orgánico —semilla de una experiencia distinta del tiempo y de la memoria— ahí donde, para los otros, impera la pura y caprichosa sucesión de las modas? El arquetipo de la vuelta al origen se reedita en varias ocasiones. La primerísima escena culmina con el protagonista teniendo relaciones sexuales con su madre. En la segunda entrega, Jherek se descubre en el interior seudovictoriano de una guardería supervisada por una niñera robótica cuyo aspecto y modales remedan los de una tradicional institutriz. El androide lo toma bajo su protección y lo rebautiza. La ubicación subterránea del lugar, al que se accede por un túnel de mármol rosado, refuerza la imaginería de un regressus ad uterum. La máquina del tiempo que Jherek emplea en más de una oportunidad consiste en una esfera llena de un líquido lechoso —remedo de una cavidad amniótica— en que el viajero se sumerge protegido por una máscara respiratoria. La manguera que conecta el dispositivo a la pared del aparato recuerda un cordón umbilical. La resolución misma de la trilogía, como veremos, conlleva una dinámica y una imaginería de retorno y nuevo comienzo. Por añadidura, Jherek fue concebido en Shanalorm, una de las ciudades antiguas. Se cuenta que esta ciudad dotada de conciencia llegó a ser la mayor inteligencia del universo. Ahora está senil y sus memorias, fragmentadas. Jherek compara las ciudades con museos: «they contain what remains of our knowledge» (End:114). De ahí extrae la materia prima de sus recreaciones, que después mezcla con sus fantasías.

Los suyos lo reconocen como uno de los mejores recreadores en el Fin del Tiempo. De algunas épocas, observa Jherek, casi no quedan registros. Pero el siglo XIX, su época favorita, «could be full of richness» (Alien:33). El protagonista atesora una colección de reproducciones de objetos supuestamente decimonónicos. Se sirve de registros visuales y está siempre dispuesto a exhumar nuevas piezas de información. Limita los toques personales y valora la «consistencia de estilo» (Alien:24). Incluso se jacta de captar los matices de la época: «19th century England» (Alien:118; subrayado nuestro). Parece irónico y hasta contradictorio que, al comienzo de la serie, todavía rechace viajar al siglo XIX para corroborar sus presunciones, existiendo la posibilidad de hacerlo. El llamado «efecto Morphail» —según los Bailarines, una ley natural que protege el tejido del tiempo contra los anacronismos y vuelve prácticamente imposibles las estadías en el pasado— implica que sería casi inmediatamente devuelto a su propia época. Pero al menos podría dar un vistazo y recoger datos de primera mano. Sin embargo, su postura es consecuente con una creencia muy extendida entre los suyos: la realidad suele ser decepcionante. No así la imaginación, como se ratificará al final de la serie: «It is pleasant to use one’s own imagination to invent an idea of the past» (End:80).

El concepto de tener una «época favorita» nos devuelve a una inquietud recurrente en el debate sobre lo posmoderno: la mercantilización y la espectacularización del pasado. El factor definitorio —ya observado por Jencks— que distingue radicalmente este fenómeno de casos como el culto de la antigüedad grecolatina por renacentistas y neoclásicos, la fascinación romántica por lo medieval o incluso el historicismo victoriano es la enorme influencia del aparato mediático y comunicacional contemporáneo como «vehículo» de la memoria. En un artículo fundacional, Mark Llewellyn se preguntó si los estudios neovictorianos no corrían el riesgo de mimetizarse con su objeto y así contraer cierto «fetichismo de época» próximo a lo kitsch. A lo que él mismo respondió: ¿no es esto un hecho de la cultura contemporánea? (168).10 Que no haya un puro afuera de la mercancía, ha escrito Huyssen, no nos condena fatalmente a la amnesia. Sí complica la oposición entre una memoria «seria» —historiográfica y políticamente responsable— y otra «trivial», producto de la banalización comercial de la historia (2000:29). Esto no implica conceder igual validez a cualquier representación del pasado. Existe un mercado de pasados ostensiblemente estilizados o prácticamente inventados. Que el marco de las recreaciones neovictorianas de Jherek sea una sociedad sin sentido de la economía las hace más efectivas como caricatura de ese mercado. Representa su ideal en varios aspectos: construcción de un «pasado» a la medida del usuario; inexistencia de limitaciones materiales a su realización; olvido, inmersión mediante, de la transacción comercial que permite gozarlo.

En sintonía con el cortocircuito macrohistórico que plantea la serie, la idealización «posmoderna» del siglo XIX revela en boca de Jherek un abolengo típicamente decadentista: «The genuine items are often less interesting than the fakes» (Alien:22). El artificio imaginativo sería siempre más colorido, más atractivo, más sorprendente que una realidad invariablemente prosaica. Y lo es de un modo que no choca con las expectativas, sino que las recompensa. ¿No es esto mismo lo que Eco apuntó sobre los parques de Disney? Lejos de negar el artificio, lo ostentan, pero justamente para mostrarnos cómo la falsificación puede verse, por así decirlo, más «real» que la realidad misma (44). La acepción moderna de «época» remite a estados antes que a acciones, a intervalos antes que a puntos en el tiempo. Esto predispone a buscar su identidad en un carácter, una contraseña general, un único denominador común (cfr. Calabrese:17, 22). Los parques temáticos —como los de Disney— resuelven esta expectativa por la vía de lo sensorial y lo atmosférico en pos de un efecto holístico e inmersivo (cfr. Gardiner, 2004; Lukas). «Everything was in period» (Alien:20), «designed to fit in» (Alien:18), «[to blend] with the environment» (End:36): las palabras del mismo Jherek a propósito de sus recreaciones delatan este mismo ideal de totalización estética.

El personaje ha construido su vivienda a imagen y semejanza de lo que considera «a typical building of the 19th century» (Alien:17). El rancho se ubica en un crepuscular paisaje de colinas y pinares. A un lado se aprecia un rebaño de bisontes. Cada tanto, un grupo de jinetes mecánicos del 7mo. Regimiento de Caballería emerge del suelo, lanzando flechas como guerreros indios estereotipados, enlazando y marcando bisontes a la manera de vaqueros. El techo del porche de la casa está sostenido por «indios» de madera. Pero su descripción corresponde a la imagen típica de los nativos... de la India. La sala de recepción se asemeja a un almacén de antigüedades decimonónicas. Todo el conjunto abreva confusamente en la imaginería clásica del western, cuyos ecos han llegado al protagonista a través de incontables capas de mediaciones. Jherek incluso atribuye a esta escenografía un valor mucho más general: recrear la apariencia propia de «el siglo XIX». Frente a los excesos y la grandiosidad de las recreaciones del Duque de Queens (otro de los Bailarines), Jherek cultiva el control (restraint) de su imaginación. Su vivienda, por estrafalaria que nos parezca, persigue un ideal de sencillez y autenticidad. Es lógico que el protagonista crea encontrar en la «decimonónica» Amelia una informante y una maestra de lujo. Espera que le enseñe las costumbres de su gente y expanda su vocabulario con conceptos que le faciliten abrirse a nuevas experiencias y sentimientos: «virtud», «amor», «culpa», «tristeza», «dulzura», «abnegación», «felicidad».

«Educación moral» es como ella denomina este proceso de aculturación al que Jherek se entrega gustosamente. Como parte de esta educación, el bailarín remodela su hogar bajo la guía de Amelia. El resultado está muy cerca de lo que ella considera una buena casa familiar victoriana: una idealizada residencia de Bromley, con sus ladrillos rojos, sus detalles neogóticos, su recargada ornamentación de madera, su pesada y sombría decoración interior, sus habitaciones abarrotadas de muebles, cuadros, adornos, plantas y alfombras. El entorno de una mal recordada «frontera» americana da paso a un verde paisaje con ovejas, vacas y pastores mecánicos. Setos de ligustros, jardines japoneses y rosales florecen en torno a la casa. A los ojos de Amelia, la escena parece una «obra de arte» digna de Sir Joshua Reynolds, el gran pintor dieciochesco. Pero el conjunto aburre e incomoda a su educando. Ofende sus «sensibilidades estéticas» (Alien:128). Y esa sensibilidad es, precisamente, el gran campo donde librará sus batallas la educación moral del dandi finitemporal.

¿Pero cuánto más se acerca este nuevo hábitat a una imagen «auténtica» del siglo XIX? Jherek mismo tendrá ocasión de planteárselo cuando por fin viaje a 1896 en persona. Recordemos que de ese año data el «decadente» poema del epígrafe. Lo que hace a Jherek vencer su característica reticencia al viaje temporal es la desaparición de su amada, a quien una bailarina ha enviado —como una cruel broma— a sus coordenadas espacio–temporales originales. En el transcurso de una estadía inexplicablemente prolongada en el pasado, los roles de Jherek y Amelia se invierten. Quien irrumpe ahora en un tiempo extraño es el primero, mientras que la segunda ve la ocasión de retomar una vida normal junto a su marido. Esta Londres que el protagonista conoce en su primer viaje se ajusta a su versión más estereotipadamente «dickensiana». Es justamente la lectura de Dickens lo que inspira en el esteta de Huysmans el deseo de experimentar ese mundo imaginado: una Londres «inmensa y lluviosa, envuelta en un perpetuo manto de humo y niebla», cuyos muelles y desembarcaderos bañan «las aguas oscuras y viscosas [del] Támesis» entre una maraña de vigas y mástiles y el aullido de los trenes (144). Atento a su ideal de consistencia estilística, que es también el de Jherek, Des Esseintes incluso elige ropas a tono con esa atmósfera. Pero a último momento renuncia a la travesía. Sospecha que París le ha obsequiado esta noche —entre la lluvia, el barro, las lúgubres calles y el calor de las fondas— una experiencia quintaesencialmente «londinense», una que la Londres real jamás le podría dar.11

En un principio, Jherek muestra una disposición idéntica. Como los Bailarines en general, está convencido de que «the real places were rather disappointing» (Alien:20). Pero, lejos de decepcionarlo, sus viajes a 1896 producen un giro rotundo en su mentalidad. Le hacen adquirir una nueva conciencia de la textura de la realidad, de su riqueza infinita. Frente a ella, los barrocos mundos del Fin del Tiempo de pronto parecen superficiales decorados (cfr. Hollow:76, 117; End:228). La abrupta irrupción del campo semántico de la suciedad y el detritus no se da en términos negativos, sino como un encuentro maravillado con la realidad de las cosas. Jherek se siente confundido y fascinado. Los estímulos olfativos dejan en él una impresión poderosa. En efecto, se trata de un elemento de «el siglo XIX» del que no tenía ningún registro y que, por su propia inexperiencia olfativa, ni siquiera había podido imaginar ni emular convincentemente. Lo impactan el número de personas, su irreversible envejecimiento, las formas de la vida económica. Ante los abigarrados escaparates de las tiendas, Jherek se rinde fascinado al espectáculo de la mercancía, cuya dimensión más «fantasmagórica» emulara sin saberlo mientras levantaba sus fantasías en el Fin del Tiempo, pero que ahora se le presenta enmarcado —aunque él no sepa interpretar los signos— en las condiciones materiales del capitalismo industrial: la explotación laboral, la criminalidad, la marginalidad; el inconsciente reprimido del bibelot fetichizado (cfr. Alien:149). La ciencia ficción más clásica cultivó su famoso «sense of wonder» a partir de la anticipación del futuro. Jherek lo desprende del pasado. Su incipiente afición arqueológica del comienzo, no reñida con la más caprichosa fantasía, deviene aspiración a la exactitud histórica y culto aurático del original.

Curiosamente, en la primera novela es esta Londres «dickensiana» la que se autoriza como la real. No faltan sus pintorescos tipos sociales, ni las oscuras callejuelas empedradas, ni las paredes de ladrillo empapeladas de afiches, ni las turbias aguas del Támesis, ni la niebla que la iluminación a gas apenas llega a penetrar. La secuencia pretende ofrecernos un vistazo del siglo XIX «auténtico» en oposición al que Jherek concibiera en su imaginación, producto de sus fantasías, de sus malentendidos y del ruido informacional. Pero esa imagen legitimada como auténtica —y lo es en el marco del relato— no deja de ser, claro está, una ficción construida por el autor empírico. La plasmación moorcockiana de la Londres finisecular indudablemente ofrece una visión mucho más próxima al «original» que las alocadas recreaciones del protagonista. Pero de la comparación misma se deduce una mise en abyme inquietante. Jherek y Moorcock componen cada uno determinadas imágenes de «el siglo XIX», el uno en el plano intradiegético, el otro en el plano empírico. El primero lo hace materialmente. Las palabras del segundo «construyen» tanto las recreaciones de Jherek como el pasado al que este viaja. Pero esta última versión, que el autor señala como la «auténtica», se asemeja notoriamente a la que Des Esseintes, con cierta razón, sospechara de ser una idealización dickensiana. Así, Moorcock parece plenamente dispuesto a satisfacer las expectativas de un lector cuya imagen de «la época victoriana» se basa en un repertorio de motivos y estereotipos profundamente arraigado en la cultura de masas.

La aparente validación de este prejuicio garantiza la eficacia de un humor asociado a la ironía dramática. Supone un lector modelo que se reconozca como poseedor de un conocimiento enciclopédico del que Jherek carece. Desde ese lugar de superioridad podrá reírse de los malentendidos y las torpezas del personaje. Pero el panorama se complica en la segunda novela. Al volver a 1896, Jherek no aparece en un oscuro y frío callejón de Whitechapel sino sobre la hierba, en algún rincón de Kensington, bajo el sol del verano. Pronto se deja arrastrar por la marea de transeúntes que atesta las calles, entre el bullicio del tráfico y el flujo de la información. Es el ajetreo diario de una metrópolis moderna, confiada en la inexorabilidad del progreso. La escena quiebra las expectativas que Jherek se había creado tras su primer viaje; su idea de «el siglo XIX» sufre una nueva conmoción. Pero también se frustran las de un lector demasiado acostumbrado a la versión «dickensiana» de la ciudad. De este modo, la serie reconoce implícitamente que la imagen que la primera novela legitimara como la auténtica era, ella misma, una construcción ficcional, o como mínimo una faceta más de la misma «época». Lo mismo vale para la cultura fin de siècle —la del Café Royal y la bohemia esteticista— en que los personajes se aventuran más adelante, solo que esta otra Londres aparece como incrustada en la anterior más que como un mundo paralelo. Conforme se diluye el efecto de totalidad estética (el tema de la época), la expresión «el siglo XIX» pierde su antigua fuerza referencial. Su arbitrariedad como categoría se hace cada vez más patente. Sus representaciones se desabsolutizan y acusan su historicidad.

Se ha advertido el riesgo de pensar las culturas del pasado como enciclopedias cerradas, proyectadas en la idealidad del in illo tempore (cfr. Segade:55). Este ideal se reconoce en el efecto totalizador al que típicamente aspiran los parques temáticos, así como Jherek mismo en sus recreaciones. Este es, precisamente, el efecto que la imagen de «el siglo XIX» pierde a medida que avanza la serie. La Londres «dickensiana», la «moderna» o la «esteticista» pueden cada una funcionar, en distintos productos culturales, como versiones a veces complementarias, a veces casi alternativas, de lo que se supone el mismo referente empírico. Como mínimo, la ficción moorcockiana las delata como variantes de un imagema subyacente: la Londres victoriana como espacio de contrastes.12 De la «época victoriana» en general se ha dicho que «the images are diverse and incongruous (..., and perhaps the period is best understood in terms of its contradictions and discrepances» (Mitchell:41). Así también se hace patente, a medida que Jherek avanza en su exploración del pasado, cómo aquello que pasara por ser la identidad de la época no era sino el producto de una ingenua metonimia (no casualmente un tropo que Jameson juzgó central en productos típicos de la «nostalgia posmoderna») (1988:8). Ya el contraste entre los modales y la apariencia de su amada, por un lado, y los de los personajes de los bajos fondos que conoce en su primer viaje es para Jherek un motivo de desconcierto. ¿Es que había más de una fecha llamada «1896» —se pregunta— o más de una línea temporal? (Alien:159). En el Multiverso de Moorcock, ambas podrían ser respuestas factibles. Lo mismo puede decirse de aquellos casos en que dos o más «construcciones» de una época se contradicen entre sí al punto de que sería imposible racionalizarlas como parte de un mismo imagema.

Pero es obvio que el problema aquí es otro (sobre todo por el hecho de que no hay indicios de que estas diferentes «versiones» de la Londres victoriana sean incompatibles entre sí). En la raíz de la perplejidad de Jherek se distingue su expectativa de que las «épocas» sean temática o estilísticamente consistentes. Su conclusión provisoria es que esta heterogeneidad podría deberse a una diversidad de costumbres y modas tribales. Acaso Mrs. Underwood proviniera de una tribu donde el aburrimiento y la infelicidad estaban en boga, mientras que los miserables pobladores del East End habían elegido la variedad y la alegría... (Alien:159). Y sin embargo, tanto su afán de observar y de experimentar esa otredad como el hecho mismo de hacerse esas preguntas profundizan en Jherek esa actitud casi etnográfica que insinuara en el inicio. A la vuelta de su primer viaje, el protagonista construye a partir de estos registros lo que considerará su opus magnum: un gigantesco parque temático titulado «Londres, 1896». La especificidad de este cronotopo representa un claro avance respecto de las vagas referencias previas a «el siglo XIX» a secas. El esfuerzo de Jherek instala una nueva moda en el Fin del Tiempo. Coronado árbitro del gusto, el personaje reivindica el autocontrol de la imaginación y predica con el ejemplo. La autenticidad —el ser «true to the original»— se convierte en el mayor ideal (cfr. Hollow:11). Y es en pos de ese ideal que los Bailarines se entregan con entusiasmo a producir sus propias recreaciones históricas: «Roma, 1946», «Tokio, 1901», «New York, 1930», «Cancerópolis, 2215», entre otras.

La madre de Jherek se muestra crítica. Para Orquídea de Hierro, la investigación y la experiencia atentan contra la inventiva (Hollow:10). Pero su opinión se ha vuelto muy minoritaria. En la tercera novela, la moda recreacionista sigue muy vigente y se celebra una fiesta en torno al tema predilecto de Jherek. Amelia no puede dejar de notar lo inexacto de la recreación. Incluso «Londres, 1896», la obra maestra del protagonista, está lejos del rigor histórico del que hace alarde. Es cierto que, al estar basado en evidencia empírica directa, el parque ostenta un grado de precisión inédito. Pero el desfase entre mapa y territorio es aún demasiado flagrante para quien conozca el modelo. Un factor es la parcialidad y la superficialidad del conocimiento del artista sobre este referente. Sus andanzas se limitan a ciertas zonas de Londres y sus alrededores. No llega a tratar más que con algunas personas. Su estadía transcurre en períodos muy acotados. Su abanico de experiencias es, en fin, bastante limitado. La recreación también carece de la organicidad histórica del original. Así como no tiene pasado, su futuro no carga el peso de ninguna historia; su estado inercial es el más absoluto estatismo. Por añadidura, Jherek se permite gruesas licencias con el fin de embellecer su obra. Los puentes blancos y las rosas, las calles de mármol, oro y cuarzo, las alteraciones a los edificios, confieren al conjunto una estridencia kitsch. Y sin embargo, el ideal que inspira esta recreación —y más tarde la ambientación retro de la fiesta— se mantiene próximo a la interpretación más habitual del estándar de Leopold von Ranke, el llamado padre de la historiografía científica: «wie es eigentlich gewesen ist» («[el pasado] tal y como realmente ocurrió»). Las peripecias de Jherek no lo hacen más escéptico sobre la posibilidad de construir una imagen auténtica y definitiva del pasado. Más bien reafirman su aspiración a ese ideal.

Más significativos son los efectos del progresivo extrañamiento de Amelia en relación con su propia época. Ella daba por sentado que su imagen de esta última —su cosmovisión sin más— era la auténtica y la definitiva. Y es precisamente esto lo que su arco narrativo pone en tela de juicio. Vale la pena recordar la perspectiva que Kate Mitchell ha reivindicado para los estudios neovictorianos. La cuestión no radica tanto en determinar qué imágenes representan «verdaderamente» la época victoriana —si algo así fuera posible— sino en analizar cuáles han prevalecido, cuándo y con qué propósitos (41). La serie deja muy claro el carácter construido de la imagen que Jherek tiene de «el siglo XIX». Pero, aunque parezca poco intuitivo, puede que el modo en que Amelia comprende e imagina su propia época al iniciarse la serie no se quede muy atrás. Y si las representaciones hegemónicas de cualquier época son inescindibles de un «sistema de coacciones», de «estrategias de subordinación y de dominio», de «tácticas de exclusión, supresión y destrucción» (cfr. White, 1987:420), se comprende hasta qué punto su deconstrucción pone en duda no solo los valores aparentemente más íntimos de la mujer victoriana, sino también su creencia en la legitimidad del proyecto imperial.

III. La educación estética y la muerte térmica del Imperio

The Empire of England, on which formerly the sun never set, has become one on which he never rises.

John Ruskin, The Storm-Cloud of the Nineteenth Century (1884)

El mantenimiento de ménageries (literalmente, «casas de fieras») es un pasatiempo muy extendido entre los Bailarines. Los orígenes de este tipo de colecciones preceden por mucho al siglo XIX. Justamente fue entonces cuando se instituyeron los zoológicos modernos. Las aspiraciones científicas y educativas desplazaron las antiguas formas de distracción y ostentación aristocráticas. Pero también fue la era en que florecieron los circos y las ménageries itinerantes, a menudo ligadas a grandes operaciones comerciales. La persistencia de estas prácticas de coleccionismo como hobby privado nos dejó, además, pintorescos episodios de excentricidad victoriana (es famoso el caso de Rossetti). Paroxístico como siempre, el Fin del Tiempo ofrece una versión hiperbólica de esta moda. Además de piezas como bacterias, bestias extraterrestres o antigüedades, algunas de sus colecciones albergan personajes históricos, objetos de admiración, intercambios y rivalidades. La fantasía de interactuar con las «celebridades» del pasado estaba contemplada en la profecía de Kurenniemi. Su «planeta museo» prometía realizarla —al menos en cierta medida— a través de reconstrucciones virtuales de figuras como Arquímedes, Newton, Voltaire y Einstein (cfr. entrevista por Taanila:300, 301). Lo ideal, siempre según el finlandés, sería disponer de copias digitales de sus cerebros. Pero cuando esto sea imposible, tales reconstrucciones podrán basarse en materiales de archivo de todo tipo, desde imágenes y registros escritos hasta los tickets y recibos más triviales. Cabe esperar que las entidades resultantes sufran cierto grado de estilización y de simplificación con respecto a sus modelos. Pero esto no nos impediría conversar con ellas y sentir que realmente hemos viajado al pasado.

En principio, las figuras históricas en las ménageries del Fin del Tiempo no son imitaciones ni fraudes, sino los mismísimos originales. Pero no hay garantías absolutas. Mientras que el Atila se considera genuino (aunque no tenemos por qué creerlo), hay tres Napoleones y se cuestiona la autenticidad de todos. Si alguno de estos personajes fallece, existe cierta posibilidad de resucitarlo. Pero esto depende de cuán sólida sea la impresión que hayan dejado en la mente del resucitador (Ambrose Bierce, por ejemplo, muere incinerado sin remedio) (cfr. End:118, 119). Aquí el escenario ya es muy semejante al que anticipó el optimista finlandés, con una gran diferencia. Este parecía depositar una fe ciega en la objetividad del archivo. Moorcock llama la atención sobre el sujeto que recuerda. Se aleja del ideal de un archivo total sintetizado por una inteligencia maquínica para ratificar otra imagen: la de un esfuerzo constructivo mediado por la subjetividad humana. La misma definición podría extenderse a su problematización del conocimiento histórico en general. Aun pudiendo dar un vistazo al pasado, el «historiador» en el Fin del Tiempo no parte de impresiones directas de su objeto. Trabaja sobre la base de vestigios materiales, de saberes recibidos y de su propia fantasía. La ménagerie de Lord Mongrove responde a una escrupulosa periodización histórica. El melancólico gigante se jacta de haber reunido hombres y mujeres de prácticamente cualquier época digna de mención en una gran «Casa humana». Los ejemplares se exponen clasificados y ordenados cronológicamente según su supuesta procedencia histórica. Cada uno aparece en un entorno que busca recrear su hábitat original. De aquí podría inferirse otro comentario metaficcional sobre la espectacularización del pasado: las «épocas» como parques temáticos donde el pasado y sus criaturas hacen sus gracias ante un consumidor ávido de color histórico.

A nivel intradiegético, sin embargo, la escena recuerda las «exposiciones etnológicas» que entraron en auge en Europa y en menor medida los EE. UU. a partir de la década de 1870. No en vano Kurenniemi avaló la comparación de su «planeta museo» con un gran zoológico (entrevista por Taanila:302). La afición de Mongrove es afín al sueño decimonónico de una historia única de la humanidad, aunque al parecer no comparta sus implicaciones científicas e ideológicas. En los zoológicos humanos, los ejemplares de razas «primitivas» solían mostrarse en jaulas, en muchos casos desnudos o semidesnudos, a veces junto a bestias no menos exóticas («exposiciones antropozoológicas»). El hacinamiento, las enfermedades y los abusos eran moneda corriente. Desde las respetables exposiciones universales hasta los teatros de variedades más sensacionalistas, las sedientas masas de voyeurs obtenían sus dosis de «caníbales» de Dahomey, panoramas vivientes de Madagascar o el Congo, danzas guerreras o bailarinas javanesas. Fotografías tomadas en el Jardin d’Acclimatation en París muestran grupos de nativos fueguinos expuestos en detallados decorados seudonaturales, con toques de color local —incluyendo artefactos genuinos— que contribuyen al efecto de autenticidad. Así también Jherek, con las mejores intenciones, aprovecha su colección de objetos del siglo XIX, o que atribuye a ese período, para alojar a su huésped victoriana: «I have carefully reconstructed a whole house in the fashion of your own time» (Alien:109). Pero he aquí que, para Mrs. Underwood, los Bailarines son los bárbaros —ni siquiera una curiosidad, como en general lo es ella para sus captores— y ella misma la civilizada: dislocado juegos de espejos que deviene base de la educación moral de su enamorado así como de lo que llamaremos su propia «educación estética».

Una vez más, los extremos se confunden. Por un lado, la sociedad del Fin del Tiempo trae a la mente de Amelia la bohemia de su época, con sus «neuróticas» teorías del arte. Un paraíso en putrefacción, sin duda obra de Satán: «[a] disgusting (...) age», «[an] evidence of the most dreadful decadence» (Alien:125, 126; End:229). No de otro modo reacciona en 1896 a los aposentos de Frank Harris, el autor de las escandalosas memorias My Life and Loves. «The whole place reeks of the fin de siècle», sentencia Amelia ante un espectáculo de opulencia orientalista, ilustraciones eróticas, libros de tapa amarilla —como el que Henry Wotton obsequia a Dorian Gray— y decoración Art Nouveau (Hollow:131). Aparente antítesis de los «cazadores nubios» de Carl Hagenbeck, el gran showman alemán, los Bailarines se le figuran anquilosados en el proverbial excès de civilisation en que languidece el esteta decadente, producto de esa misma sociedad moderna a la que pretende oponerse. «La vie factice a remplacé la vie naturelle», escribió Gautier en su prefacio a las Fleurs de Baudelaire (17). La frase podría describir perfectamente el mundo de Jherek. Y sin embargo, Amelia también contempla —y eventualmente vive— esta experiencia como todo lo contrario: el retorno a un estado casi de naturaleza. Los Bailarines le hacen pensar en esos «salvajes» que conociera cuando acompañaba en sus viajes a su padre misionero: buenos salvajes susceptibles de educación y de evangelización. Decadencia y barbarie, como decadencia y progreso, «are fused into a relationship that is reciprocal rather than oppositional» (Weir:12). En el D’Annunzio de Mario Praz vemos ejemplificada esta ambivalencia: es a la vez bárbaro y decadente, voluptuoso y guerrero. Amelia se posiciona en ese justo medio que el crítico italiano llamó «humanidad» (cfr. Praz:764, 765). Por un lado censura a los Bailarines como degenerados casi irrecuperables. Pero también se muestra absolutamente dispuesta a orientar a los «salvajes» en el buen camino (y Jherek mismo quiere ser orientado) (Alien:111).

Una misionera en el Fin del Tiempo. Así también su padre había cumplido su parte de «la carga del hombre blanco» —su misión civilizadora a través del mundo— en las regiones remotas de África, la India o Sudamérica. Los Bailarines le recuerdan, sobre todo, ciertos nativos del Pacífico Sur que eran como «niños inocentes» que ni siquiera parecían tener noción del pecado (Alien:126; End:229). Puede entonces que su retorcida extravagancia los emparente con el Dr. Frank-N-Furter del musical de Sharman y O’ Brien. Pero también tienen algo de Rocky, la musculosa e ingenua creación del científico extraterrestre. ¿El Fin del Tiempo como Paraíso recobrado? No puede pecar —razona una ya conflictuada Amelia— quien ni siquiera conoce ese concepto. ¿Y qué derecho tendría ella a corromper esa inocencia? Cuando, hacia el final de la serie, ella misma introduce la idea de «carga», no lo hace en el sentido que popularizó el poema de Kipling. La del «hombre civilizado» no es la misión imperial, sino el pecado. Amelia llegará a creer que todo cuanto le ha enseñado a Jherek son los vicios de su crianza «victoriana»: falta de imaginación, miedo a comprometerse afectivamente, cinismo, hipocresía (End:229). Después de todo, su crítica de esa segunda naturaleza aflora de una comprobación tan inmediata como devastadora: para el Imperio, el sol se ha puesto —como lo anunciara Ruskin— hace millones de años.

Siendo todavía una pieza en la ménagerie de Mongrove, creyéndose prisionera en alguna infernal tierra exótica, Amelia reclama la protección del cónsul británico (Alien:74). Incluso ante la radical alteridad de su entorno, o precisamente por ello, la mujer invoca con toda naturalidad las garantías de la autoridad imperial. Pero pronto verifica que del Imperio prácticamente no ha quedado rastro. Peor aun: ha sido olvidado. A lo sumo se conservan algunas fragmentarias referencias debidas a siglos posteriores, mezcladas con detritus culturales que el mayor especialista actual en la materia apenas entiende (Alien:127). De haber leído The Time Machine —sobre la que sin embargo ha oído hablar— y haber hecho más que desestimarla como pura «fantasía», Amelia tal vez hubiera estado mejor preparada para el impacto (cfr. Hollow:110). Históricamente, en su obra de ficción La Fin du monde (1894), el astrónomo y divulgador Camille Flammarion ya había imaginado un futuro remoto en que nombres que alguna vez se creyeran inmortales, como los de Confucio, Platón, Mahoma, Alejandro, César, Carlomagno o Napoleón, han caído para siempre en el olvido. En este mundo, la memoria histórica alcanza unos pocos millones de años en el pasado. De tiempos más lejanos no han quedado, como mucho, más que ecos tan vagos como inciertos.

No en vano la termodinámica —recuerda Katherine Hayles— ha sido llamada la ciencia del imperialismo (1990:40). En la prosa de Lord Kelvin, la retórica imperialista entra en tensión con el horizonte de un fracaso inevitable. Estaba claro que el Imperio jamás podría sobrevivir la muerte térmica del universo. Su caducidad, por más remota que fuera, estaba sellada. En la segunda de sus dos antologías de ficción imaginativa victoriana y eduardiana, Moorcock incluyó un artículo titulado «Is the End of the World Near? A Question and an Answer» (1899). Invocando la autoridad de Kelvin, su autor se preguntaba: si la humanidad estaba destinada a desaparecer en un plazo de cuatro o cinco siglos por falta de combustible u oxígeno, ¿no sería razonable abandonar la carrera imperialista, saldar nuestras deudas y conflictos y prepararnos para el final? (cfr. 73, 74). En el mundo de Dancers, las implicaciones son, si se quiere, todavía más serias: el Imperio sucumbe a la entropía incluso mucho antes que el cosmos. Para Amelia, se trata más que de la consabida transitoriedad de las cosas, domesticada por la religión y compensada con la promesa de la vida eterna. Es ver consumada la radical intrascendencia de un orden —y de una concepción de ese orden— que alguna vez le pareciera no solo definitivo, sino también universalmente deseable.

Sobre este segundo punto focalizó su crítica The Warlord of the Air (1971), primera entrega de la trilogía a la que Moorcock debe —tan a su pesar— su sólida posición en el canon steampunk. La primera aventura del Capitán Bastable había intentado deconstruir el mito de un «imperialismo benévolo» en el marco de una impugnación general de los paternalismos políticos. Su objeto principal había sido la nostalgia posimperial británica —contra la que el autor redoblaría su invectiva en tiempos de Thatcher— sin olvidar el rol actual de los EE. UU. como potencia mundial. Las novelas del Fin del Tiempo conservan el punto anterior, pero se detienen sobre todo en el problema de la transitoriedad. «We visualised a time —dice Amelia— when all people would live like us. We believed that everyone wanted to live like us» (Alien:129). Leída desde hoy, esta formulación del futuro soñado del Imperio desvela su reprimido parentesco con el «fin de la historia» de Fukuyama. Se presenta como una visión dislocada, declaradamente utópica y explícitamente imperial, de la mentada universalización de la democracia capitalista liberal como la mejor forma posible de organización política y económica mundial.

Una vez más, la retrospección potencia las intuiciones histórico–políticas de esta serie de ficción aparecida en plena détente de la Guerra Fría. Si la década de 1960, especula Eagleton, reprodujo mucho de la williamsiana «estructura de sentimiento» de la tardía cultura victoriana, los años ochenta y noventa tampoco fueron extraños a esa filiación. Sin embargo, a la vez la despojaron de sus doctrinas y horizontes revolucionarios. El capitalismo —cuenta este relato— llegó al fin del milenio en una situación de desbarajuste. Pero las fuerzas políticas «alternativas» que cuajaran en el período de entresiglos anterior habían sido dispersadas (11). Al margen del diagnóstico sobre el presente del capitalismo, esta última imagen coincide con la visión de Fukuyama. Más allá de los desafíos que, según el politólogo estadounidense, enfrentaba entonces la democracia liberal, más allá también de la persistencia de formas de relativismo cultural (que la historia misma, de mantener su curso, se encargaría acaso de desautorizar), los enemigos de ese orden parecían destruidos o desacreditados (1992:338). No hay alternativa, rezaba el famoso eslogan thatcheriano. Y si por ello debía entenderse que no había alternativas mejores, hay quienes han dicho que hoy la idea misma de una alternativa se ha vuelto apenas concebible (cfr. Fisher). Ahora bien, el futuro al que viaja Mrs. Underwood parece no tener nada que ver con la utopía imperial de su tiempo. Más bien trae un eco lejano de lo que se pensara como su opuesto: una contracultura impotente y degenerada. El simple escenario basta para minar los cimientos de la mentalidad «victoriana» de Amelia, al ver esta última burlados en tal medida los autolegitimadores sueños del pasado. Pero, además, la situación de tener que explicar e inculcar sus valores más arraigados a alguien totalmente extraño a ellos —y que tampoco duda en preguntar y repreguntar— implica, para ella, un inédito esfuerzo de autorreflexión que la obliga a tomar distancia de esa mentalidad. De la depresión a la desesperación, y de ahí al desafío, la desnaturalización de lo que creyera «dado» allana para Amelia el camino de su conversión.

Pero todavía queda el golpe de gracia. Amelia por fin adquiere conciencia, sí, de la historicidad profunda de los valores y de la cosmovisión de su época. Ahora bien, ¿es que siquiera puede confiar en lo que ella misma entiende por «su época»? Nos reímos o nos exasperamos ante los errores, los malentendidos y las simplificaciones en que incurre Jherek en sus intentos por comprender, recrear y vivir lo que él entiende por «el siglo XIX». ¿Pero qué hay de la propia Amelia? Ella misma acabará admitiendo que el provenir de cierta «época» no la vuelve una autoridad en la materia. «Most aspects of my own world, most areas of it, are unknown to me. (...) I led a quiet life in Bromley, where the world is small» (End:61). Fabrice, el héroe de La Chartreuse de Parme, se afanaba por reconocer la idea de «la batalla de Waterloo» en su confusa experiencia en el campo de batalla. Así también podría Amelia preguntarse si aquello que había vivido era «realmente» el siglo XIX. La perspectiva del deep time de la historia humana y del cosmos mismo le hace advertir cuán limitada e ideológicamente sesgada era su mirada sobre el mundo y sobre su propio lugar en este; cuánto había de construcción y de dogmático sentido común en su imagen de esa época que consideraba la propia. Ante sus ojos cobra forma una nueva totalidad, que el relato autoriza como verdadera o al menos como más auténtica.

Herbert Marcuse apuntó que el término «decadente» a menudo se ha usado para denunciar «los elementos genuinamente progresivos de una cultura moribunda, en lugar de los factores de decadencia» (90).13 Es cierto que la sociedad del Fin del Tiempo —como caricatura de la bohemia esteticista y de sus ideales— no podría parecer más lejana de cualquier forma de praxis revolucionaria. Pero también lo es que el encuentro con los Bailarines implica, para Amelia, una radical apertura del espectro de lo posible. Ella no necesariamente cambia su juicio sobre los «decadentes» de su época. Pero, en cambio, extrae de sus fantasías —ahora recontextualizadas y realizadas— un poderoso valor deconstructivo. Por un lado descubre lo artificioso de un orden que le pareciera casi natural. Y a la vez encuentra, en la ostentosa artificiosidad de los Bailarines (o en lo que ella percibe como tal), una paradójica vuelta a la naturaleza. «Now I realize that what is neurotic in sophisticated society can be absolutely wholesome in a primitive one» (End:229). Es cierto que sus antiguos contactos con culturas «primitivas» —experiencia que relativiza su caracterización de sí misma como una recogida dama de Bromley— son inseparables del proyecto imperial y de la construcción de sí como «civilizada». Pero también proveen la matriz de su futuro autoextrañamiento, de su descubrimiento de un nuevo sentido de totalidad y de una vía de reconciliación entre individuo y mundo.

Como era de esperarse, la educación estética de Amelia se refleja en una nueva remodelación del rancho. El grave exterior neogótico de la morada seudovictoriana da paso a una suerte de castillo de cuento de hadas, con elementos de gótico histórico y un enorme jardín con ciervos y unicornios. Una fantasía arquitectónica que el mismísimo Rey Ludwig hubiera envidiado. Mientras tanto, la descripción del nuevo interior recuerda mucho el estilo Arts and Crafts: «She furnished their palace with simple, comfortable furniture, refusing to clutter the rooms. She made tapestries and brocades for floors and walls» (End:98). Es cierto que este cambio se sostiene sobre una continuidad: la experiencia del intérieur —retomando una famosa metáfora benjaminiana— como «estuche» del individuo particular (Benjamin:56). Pero esta continuidad realza la radical transformación del sujeto y de la cosmovisión que ahí se manifiestan. Más aún: está claro que su nuevo hábitat significa para Amelia una realización más plena y genuina de un ideal —el interior como impresión del sujeto— que el viejo y convencional interior victoriano sólo pretendía cumplir para ella. Ya no se trata de ese modelo de interior que ella sintiera como propio y en que creyera verse reflejada, pero que no implicaba otra cosa que la autorrepresentación del patriarca burgués. Ahora se entrega a la libertad de construir un hogar a imagen y semejanza de sus fantasías infantiles, huella de un tiempo en que la edad se sumaba a su sexo como factor de subalternidad. «I was brought up to believe that almost everything was impossible, that life must be suffered, not enjoyed» (End:228).

En una nueva instancia de confusión de lo primitivo y lo ultracivilizado, de lo infantil y lo adulto, de pureza y pecado, Jherek ve cómo una «nueva inocencia» aflora en la cara de Amelia (End:96). Ya en la primera remodelación del rancho ella había insinuado este impulso al dejar que la copia de su casa en Bromley fuera un poco más espaciosa y estuviera mejor amueblada que la original. Que lo hiciera tímidamente y desde una mentalidad aún típicamente «victoriana» no quita que ya entonces vislumbrara en los poderes del Fin del Tiempo una vía de liberación que ahora se expresa con plenitud mucho mayor. Es cierto que la nurtura «victoriana» no deja de resistirse a la Bildung «decadente». De vez en cuando, Amelia todavía siente culpa en dos sentidos: por un lado, aquella que le siguen inspirando la moral y el principio de realidad que su sociedad le inculcara; por el otro, culpa por sentir que todavía no disfruta al máximo de la libertad que Jherek le ha obsequiado (End:219). Pero por obstinado que sea su inconsciente «victoriano», el personaje logra canalizar sus remanentes en un sentido diametralmente distinto. En el Theatrum camp del Fin del Tiempo, Amelia descubre que también ella había estado representando un papel, solo que sin saberlo. Y, si de representar un papel se trata, en adelante se abocará a componer e interpretar uno a la medida de sus deseos.

En su clásico estudio sobre la metaficción, Patricia Waugh menciona entre sus posibles manifestaciones argumentales la asunción de determinados roles por parte de tales o cuales personajes (116–119). No es raro, dice la crítica británica, que estos sean artistas. Jherek podría entrar en esta categoría. Pero también puede tratarse de cualquier personaje cuya autoficcionalización el relato ponga de relieve. Apariencia y realidad, rol y «auténtico» ser, llegan a confundirse en el plano intraficcional. Esta situación compromete la libertad existencial de esos personajes y la de los demás. Al subrayar la teatralidad a menudo inconsciente de la vida social «normal», la serie de Moorcock concede a Amelia la misma —o incluso mayor— importancia que a Jherek en su tejido metaficcional.14 Lo irónico es que, si tanto Amelia como Jherek consiguen liberarse de sus papeles originales, lo hacen como actores de un drama mucho mayor, uno del que nada saben hasta el final. Waugh ejemplifica el caso de aquellos personajes «who manipulate others explicitly as though they were playwrights or theatrical directors» (117). Así también se revela, en los últimos capítulos de la trilogía, que el encuentro de la mujer victoriana y el dandi finitemporal había sido parte de un plan maestro urdido por Lord Jagged, un bailarín que además confiesa ser el padre del protagonista. El objetivo de esta trama secreta era salvar la sociedad del Fin del Tiempo de la destrucción total y resguardar el legado de la humanidad. Jagged ha descubierto cómo crear un loop temporal de siete días en que los Bailarines puedan vivir por toda la eternidad. Un sistema completamente cerrado, aislado para siempre en tiempo y espacio. El concepto de un tiempo reciclado, tan recurrente a propósito de «lo posmoderno», se vuelve absolutamente literal. Pero también lo hace la fantasía uterina del antihéroe decadente de Huysmans, cuyos herederos poshumanos hallarán en este invernadero autosuficiente la más perfecta realidad virtual.

Sobre Jherek y Amelia recae la segunda parte del plan: serán enviados al futuro, es decir, a los inicios del nuevo ciclo del universo. Lo que se literaliza aquí es la arquetípica «vuelta al origen», hasta ahora expresada en episodios o imágenes muy concretos. En un arrebato poético, Amelia compara este neo–Paleozoico con el Paraíso (Hollow:171). Allí morará esta nueva pareja originaria, émula de aquella otra a la que Jherek nombra equivocadamente como «Adolf y Eva», «Alan y Edna» o «Adam y Bede» (Hollow:174; End:270). También hay reminiscencias del arca de Noé en la máquina encargada de transportarlos más allá del Fin del Tiempo. El mandato es siempre el mismo: Sed fecundos, multiplicaos. Ahora bien: para cumplir su misión, Jherek y Amelia deberán renunciar a sus poderes casi divinos. Deberán dominar la naturaleza y trabajar para vivir. Y, aunque se espera que alcancen una edad propia de los patriarcas bíblicos, tarde o temprano morirán (cfr. End:269). Lo que por un lado se asemeja al Paraíso recobrado, por el otro implica una renuncia al sempiterno Edén artificial de los Bailarines y la aceptación gozosa de una vida de «trabajo», de «deber» y de «muerte» (End:272). Jherek y Amelia son como Adán y Eva, sí, pero también se los supone más experimentados y más sabios. En sus manos queda esta oportunidad de empezar de nuevo y redimir la historia de la humanidad.

Argüir que ninguno ha mostrado conocimientos o habilidades que indiquen la capacidad de construir una civilización casi desde cero sería un reparo más que razonable. Igualmente sensato sería objetar que, hasta ahora, la serie había cuestionado expresamente la noción de un progreso acumulativo: los saberes se pierden, las sociedades decaen, la memoria histórica es falible y multiforme. Ni hablar de los peligros de la endogamia... Pero suspendamos un poco más la incredulidad y tratemos de entender el quid del desenlace. En ficciones y ensayos, Moorcock se ha mostrado muy crítico con respecto al pensamiento utópico (cfr. 1983:87). Sin embargo, no se distingue una sombra de duda o de ironía al plantearse el proyecto de construir «a whole new culture, a new history, a new kind of race», como lo anuncia Lord Jagged ante la pareja protagónica (End:271). No se trata solo de acelerar el tiempo histórico en comparación con la cronología anterior. Se trata de asentar las bases de una nueva cronología: la de una humanidad alternativa y mejorada.

Claro que este proyecto no deja de fundamentarse sobre una concepción muy clásica del tiempo histórico: una historia lineal, progresiva y teleológica. Este remedo de la ideología del progreso enmarca el de otros valores, prácticas e instituciones típicos —aunque no necesariamente exclusivos— de la modernidad burguesa. Lejos de la extravagancia camp de los Bailarines, el neo–Génesis reentroniza la pareja heterosexual con fines eminentemente reproductivos. La renuncia a la inmortalidad se compensa con la idea de la descendencia como extensión del yo individual. Tampoco es difícil ver un criterio eugenésico en la rigurosa selección de los integrantes de la pareja. Por eso Jagged secuestró a Amelia, tras intentarlo con otras personas, y concibió él mismo a Jherek tras encontrar una potencial madre con sus mismos caracteres hereditarios. Incluso el término «colonización» adquiere una connotación positiva al aplicarse a la instalación de la pareja en el nuevo inicio de los tiempos (cfr. End:271). ¿Deberíamos ver en este conjunto de factores el «pecado original» de un proyecto que pretende sacudirse el peso de la historia? Puede que Moorcock buscara sugerir, al menos a sus lectores más atentos, lo que en otro lado proclamara mucho más seria y explícitamente: que no hay sueño de perfección que no contenga una pesadilla de imperfección (1971:114). Pero nada permite confirmar este subtexto. Tal vez el autor quiso obsequiarnos la ilusión de un happy ending a sabiendas de sus implicaciones más incómodas. O puede que viera en la caprichosa fantasía de la serie el único marco posible para la redención del pasado histórico, uno de cuya carga «el mundo real» jamás se podría librar.

Conclusiones

«I think we are all post-Moorcock», declaró el escritor China Miéville en una ocasión (cfr. entrevista por Morgan). A su turno, Moorcock ha expresado su admiración por la obra de su mucho más joven compatriota (cfr., por ej., entrevistas por Kunzru; Troughton; Wheat). Según Miéville, un factor común a la ciencia ficción y el fantasy es la literalización de sus metáforas. La metáfora, para él, se potencia en esos marcos genéricos. Un relato de fantasy o de ciencia ficción puede admitir o incluso alentar interpretaciones metafóricas que digan algo, o muchas cosas, sobre el «mundo real» sin por eso dejar de envolver su significado literal en la realidad interna del mundo ficcional. No así ciertos autores de perfil más «literario» que, en su preocupación por dejar claro que sus incursiones en el género siguen tratando sobre problemas serios de la realidad, no parecen creer lo suficiente en su propia fantasía (cfr. entrevista por Schapiro:65). En línea con el primer caso, Dancers desborda el juego de las resonancias alegóricas para conferir a su mundo una sólida economía interna, reforzada todavía más por su pertenencia a un Multiverso del que participa buena parte de la producción de su autor (el mismo Jherek es otra reencarnación del arquetipo del Campeón Eterno). Pero esta aparatosa literalidad, sumada al tono frívolo del relato, vuelve demasiado fácil no ver más allá de la anécdota. En un breve comentario sobre la serie, Scholes y Rabkin escribieron: «It is amusing, fantastic, and wildly escapist. Social consciousness intrudes not here» (90). No podríamos estar menos de acuerdo con esto último. El «comentario social» de la serie —sea sobre la tradicional cultura victoriana o sobre la sociedad finitemporal— a menudo es muy explícito. Sin embargo, el modo en que se refracta en una crítica de la «realidad contemporánea» sí convoca un mayor esfuerzo de análisis.

Imposible asegurar hasta qué punto el autor calculó estas resonancias. Lo cierto es que el estudio retrospectivo hace visible, en el tejido ostensiblemente ficcional de la serie, la literalización de una trama de conceptos, metáforas e hipótesis culturales que han informado las construcciones teóricas del fin de siècle decimonónico —sobre todo como prefiguración de la cultura «posmoderna»— así como de la «posmodernidad» misma. De esta trama, la serie destaca centralmente, y participa de, la preocupación por la relación entre el presente y su pasado histórico y por la historicidad de esa relación. De su problematización de la espectacularización del pasado se deduce un corolario casi baudrillardiano: la ficcionalidad obvia de las recreaciones historicistas de Jherek salvaguarda un sentido común que ignora o minimiza la operación constructiva que necesariamente da forma a las «épocas» como tales (pasadas, pero también presentes). Este realismo ingenuo zozobra desde el momento en que reconocemos en el bailarín finitemporal poco más que un reflejo paroxístico de las maneras de vincularse la mediasfera contemporánea con el pasado histórico y con su propia historicidad. Y esto, claro está, involucra ante todo la propia estética del retrofuturismo neovictoriano, que la serie de Moorcock anticipó e incluso deconstruyó muchos años antes de que el steampunk irrumpiera como fenómeno primero literario y eventualmente subcultural.

Se entiende que, en la encrucijada entre «victorianismo» y «decadencia», Dancers se niegue a tomar partido en un sentido absoluto. Es muy cierto que el contacto con Jherek y los Bailarines tiene para Amelia un efecto profundamente crítico y liberador. Le proporciona una perspectiva desde la que la sociedad «victoriana» y su ideología imperial y patriarcal se vuelven objetivables como productos históricos. No por encontrarse Amelia inmersa en cierta sociedad y en cierta «época» su comprensión de estas era necesariamente mucho más verdadera ni mucho menos parcial que la de un historiador que se vuelva a ellas en retrospectiva. Como contrapartida, sí se le aparecían como un orden casi natural. Esta desnaturalización conlleva su admisión de la insignificancia de ese orden y de ese proyecto en el marco de la historia de la humanidad (ni hablemos del tiempo geológico). El Fin del Tiempo también propicia su acercamiento a un estilo y a una concepción de la vida cuyos principios —expresados por los esteticistas de su época con recursos indeciblemente más limitados— se le enseñara a rechazar como «decadentes», «neuróticos» o «degenerados». Y al mismo tiempo le muestra cómo aquello que creyera su propio lugar natural en el cosmos no era más que un rol impuesto, una performance cuyas riendas finalmente se dispone a tomar.

En la era posStonewall, la caracterización sontagiana de lo camp como una sensibilidad «apolítica» (Sontag:357) no podía dejar de sorprender. Frente a las apropiaciones apolíticas («pop») de lo camp, Moe Meyer propuso reservar la mayúscula para designarlo como una práctica significante que constituye subjetividades políticas y vehiculiza una crítica propiamente queer de la sociedad, dimensión de la que la serie de Moorcock difícilmente pueda disociarse (21). Nada de esto quiere decir que la sociedad del Fin del Tiempo sea utópica per se. La normalización del estilo de la vieja contracultura bohemia se condensa en un orden extremadamente conservador y moralmente vacuo, insensible al transcurso del tiempo y a la vez asediado por la amnesia. En cierta medida, los Bailarines se parecen mucho menos a los esteticistas del fin de siècle que a esa casta de aristócratas y burgueses que, todavía a comienzos del siglo XX, se creían dueños de un orden prácticamente inmutable. ¿Y no es esta, también, la idea básica de los diagnósticos sobre el «fin de la historia» que tan de moda se pusieron casi un siglo más tarde?15 Es paradójicamente la retromanía de Jherek —incluso, o sobre todo, sus intentos de emular costumbres y valores identificados con el núcleo más conservador del pasado «victoriano»— lo que abre un principio de cambio en el monolítico orden del Fin del Tiempo incluso antes de que el universo consume su ciclo natural. El personaje descubre que la norma finitemporal de vivir la vida como un artificio constituye, en sí misma, un artificio, más allá del cual se abre un ignorado mundo de posibilidades: en su caso, una dimensión emocional y moral de la vida que desborda el cálculo del poseur. En suma, tanto su Bildung como la de Amelia se construyen a partir del posicionamiento relativo y dinámico de cada uno en un sistema de opuestos que Moorcock escenifica con gran libertad imaginativa valiéndose de los recursos genéricos del science fantasy, los cuales invitan a sumergirse en esa literalidad no alegórica de la que hablaba Miéville sin por eso perder de vista el tan mentado «comentario social».

Lo fantástico, observó Northrop Frye, es un elemento definitorio de la sátira (1957:310). Heredera de la tradición menipea, Dancers dramatiza el tipo de conflicto que describió el teórico y crítico canadiense: «the comic struggle of two societies, one normal and the other absurd, [which] is reflected in its double focus of morality and fantasy» (224). ¿Pero cuál es la sociedad «normal» y cuál la «absurda»? Desde los puntos de vista —en principio radicalmente opuestos— de sus coprotagonistas, la serie muestra dialécticamente la absurdidad de lo que se considera «normal» y el horizonte de normalidad que se embosca en un absurdo aparentemente liberador. Moorcock reivindica la propuesta de la contracultura bohemia en la sociedad victoriana —e indirectamente la de su propio tiempo— sin por eso idealizarla utópicamente (el polo «serio» de la sátira según Frye). A la inversa, también demuestra la posibilidad de hallar, mezclada con lo más rancio de la cultura victoriana y de sus remanentes actuales, una reserva de valores a los que una praxis vital emancipada no tendría por qué renunciar (o que, de hecho, haría bien en mantener vigente). La vida en sociedad, dice Amelia, prohíbe que vivamos según lo dicte nuestro puro capricho individual (End: 10). El Dr. Frank-N-Furter del Rocky Horror, ese pariente no tan lejano de los Bailarines, cantaba en su apoteosis: «Don’t dream it: be it». Que el personaje se convirtiera en un ícono de la liberación sexual y esa frase en su lema no debe hacernos olvidar sus otros atributos: manipulador, explotador, abusador, homicida. La escena cúlmine en la piscina, donde su cuerpo se entrelaza orgiásticamente con los de sus víctimas, puede interpretarse como consumación más que como disolución de su autoridad despótica. En el reverso de su mensaje acecha el «aquí y ahora» de la utopía totalitaria.

Algo de esta implicación se reconoce en la última escena de Dancers. Poco antes de partir hacia el futuro, Jherek pide a Amelia que le explique un último concepto: «culpa». En este remate se trasluce la ironía de un autor que, a fin de cuentas, admite que el rol deconstructor del protagonista ha conllevado toda clase de atropellos contra su «discípula», incluyendo su secuestro, la invasión de su espacio personal y la destrucción de su vida familiar. Sin embargo, la intención de Moorcock no parece señalar un pecado original que condene indefectiblemente el proyecto de reiniciar la historia de la humanidad. Es más bien la celebración de una síntesis superadora, alcanzable quizás tan solo en un mundo muy distinto del nuestro. En la novela de Huysmans, la implosión del paraíso artificial arroja al decadente a los brazos de Dios, «como un cristiano que duda, [como] un incrédulo que querría creer» (226). Para el Bailarín en el Fin del Tiempo, la fantasía se trasciende a sí misma bajo la forma de una redención del pasado histórico y la idealizada perspectiva de un nuevo comienzo.

Notas

Papeles de investigación 54–84

1 Lo ha hecho, por ejemplo, al describir sus preferencias como lector. Según ha contado, el eclecticismo de sus lecturas infanto–juveniles evolucionó hacia el omnivorismo cultural de su adultez, dominado sin embargo por autores «literarios» y hasta modernistas. En contraste, Moorcock ha dicho leer muy poca «ficción de género». La mayor parte de la ciencia ficción, del sword and sorcery, de la ficción detectivesca y toda la literatura de terror le resultan —según ha dicho— «ilegibles». En cuanto a su propia producción, su expectativa es que su «pop fic» —que ha llegado a escribir con plazos muy ajustados y presionado por la urgencia económica— idealmente sirva a los lectores como vía de entrada a la «lit fic», tanto la suya como la de otros escritores.

2 El término «steampunk» —variante de «cyberpunk» cuyo prefijo alude a la tecnología del vapor— fue acuñado por K. W. Jeter en ١٩٨٧ en alusión a las «fantasías victorianas» escritas por él mismo (Morlock Night, 1979; Infernal Devices, 1987) y por sus amigos y colegas Jim Blaylock (Homunculus, 1986) y Tim Powers (The Anubis Gates, 1983). La dificultad o aun la imposibilidad de definir el steampunk ha devenido un tópico en sí mismo. Lo cierto es que los usos y las definiciones del neologismo muestran un consenso mucho más sólido de lo que sugiere el lugar común. En 2010, un número especial del Journal of Neo-Victorian Studies marcó un hito en la legitimación del steampunk como objeto de estudio académico. La definición de Bowser y Croxall —quizás una de las más útiles y atinadas— lo describe como producto de la convergencia de «our projections and fantasies about the Victorian era [and] the tropes and techniques of science fiction, [which meet] to produce a genre that revels in anachronism while exposing history’s overlapping layers» (1). A mediados de los 2000 se produjo la eclosión subcultural y mediática del retrofuturismo neovictoriano, que halló sus expresiones más reconocidas en las prácticas del DIY, el cosplay, el diseño y la ilustración. A esto se han sumado incursiones en el cine y las series, en la música, el cómic y los videojuegos, así como un creciente volumen de ficción escrita y comercializada bajo el rótulo «steampunk». Simultáneamente cobró forma un canon de precursores literarios, que incluyen —además de los citados— títulos como The Difference Engine (1990), de William Gibson y Bruce Sterling, The Diamond Age (1995), de Neal Stephenson, la saga de «gaslamp fantasy» Anno Dracula, de Kim Newman, o la mencionada trilogía de Moorcock (1971–1974–1983).

3 Hablamos de «mito» en el sentido en que lo hizo Northrop Frye al observar: «When a historian’s scheme gets to a certain point of comprehensiveness it becomes mythical in shape, and so approaches the poetic in its structure» (1963:53–54). De esta dimensión «mítica» son paradigmáticas las llamadas narrativas maestras: concepciones totalizadoras de la realidad histórica que despliegan un «plan» o «sentido» abarcador de la historia. Hayden White cita como ejemplos «el concepto clásico de destino, la doctrina cristiana de la providencia, la noción burguesa de progreso y la idea marxista del destino histórico universal del proletariado» (1996:484). Del mismo modo se ha hablado de un «mito de la decadencia» (cfr., por ej., Călinescu; Herman). Tradicionalmente, la historiografía crítica ha buscado legitimarse como ciencia diferenciándose de estos grandes esquemas, procurando despojarse de todo vestigio de pensamiento mítico —sin necesariamente lograrlo— para focalizarse en el detalle histórico concreto.

4 Para una discusión crítica de las miradas, más extremistas, que sostienen sin más la «inexistencia» del posmodernismo —excepto, a lo sumo, como una desacreditada moda teórica de la que el propio McHale habría participado— cfr. Schwarzböck.

5 Así lo ha hecho el escritor Jess Nevins, autor de una Encyclopedia of Fantastic Victoriana (2005) y reconocido divulgador del steampunk, al exagerar: «The social, economic, and political structures of the Victorian era are essentially the same as our own, and their cultural dynamics —the way in which the culture reacts to various phenomena and stimuli— are quite similar to ours» (8). Otros comentadores del retrofuturismo neovictoriano han sido más cautos, hablando por ejemplo de «conexiones» o de «resonancias» (cfr. Jones:104).

6 ¿Es tan sorprendente que Baz Luhrmann considerara ambientar lo que sería Moulin Rouge! (2001) en la era de Studio 54, la legendaria discoteca neoyorkina de finales de los setenta, antes de decantarse por una idealizada París finisecular? (cfr. Ryan, 2014:60, 64).

7 A la misma comparación recurrió Mark Dery para caracterizar la obra del músico experimental Elliott Sharp, quien se definió a sí mismo en términos muy similares: «Sharp hace pensar en Rubin, el vanguardista creador de robots que recicla y devuelve a la vida los desechos industriales en el relato de Gibson “The Winter Market”. Rubin es un gomi no sensei, un “maestro del desecho”, un pescador en “el mar de basuras sobre el que flota nuestro siglo”» (91). No estamos lejos del tinkerer steampunk. La especificidad de esta figura radica, en todo caso, en el tema en torno al cual organiza esa práctica («lo victoriano»). Es por supuesto Jherek quien, sin saberlo, la anticipa y la encarna paroxísticamente en el escenario moorcockiano.

8 Apunta Sverdloff: «La fuga decadente, en tanto parasitación de una modernidad que se detesta pero cuyas categorías se utilizan para los ensayos estéticos, reduplica el intercambio de signos y de flujos económicos y la destrucción de la naturaleza que se le atribuye al mundo burgués (...). Efectivamente, la decadencia tiene una relación sumamente ambigua con esa modernidad que dice despreciar pero cuya falsedad y descomposición está en el centro de su poética (...). En este sentido, el comportamiento anti–económico del dandy des Esseintes no difiere esencialmente de los hábitos de consumo de la burguesía que dice vilipendiar» (2012:231).

9 Por «historicidad» entendemos, con Jameson, «neither a representation of the past nor a representation of the future (...): it can first and foremost be defined as a perception of the present as history; that is, as a relationship to the present which somehow defamiliarizes it and allows us that distance from immediacy which is at length characterized as a historical perspective. It is appropriate, in other words, also to insist on the historicality of the operation itself, which is our way of conceiving of historicity in this particular society and mode of production» (1989:284).

10 En este sentido, Danahay atribuye al steampunk —que no duda en describir como un «movimiento posmoderno»— un fetichismo histórico comparable al fetichismo de la mercancía en la medida en que «[it] erases the signs of the work that went into the creation of the object» (47). Las prácticas steampunk dan a entender —cuando no lo enuncian explícitamente— un rechazo a la producción en masa así como a las aspiraciones de la tecnología digital a la inmaterialidad. En ciertos aspectos, como la celebración de la artesanía individual, efectivamente traen a la mente los ideales y las iniciativas que el movimiento Arts and Crafts desarrolló en la misma «época victoriana». Pero en otros se distancia, como el hecho de trabajar sobre objetos preexistentes, sus expresos juegos con el anacronismo o su revalorización de la máquina en toda su aparatosidad, cuya dimensión antropomorfa descubre ante las impenetrables «cajas negras» de la tecnología actual. Sin embargo, la fetichización implicada en estas operaciones acarrea paradojas que van más allá de aquella —en definitiva, quizás no tan difícil de salvar— que supone cultivar la nostalgia por una época reñida con muchos de los valores «progresistas» que el steampunk ha llegado a enarbolar. De ahí su tensión programática fundamental: «Unlike the heritage industry, (...) steampunk (...) uses the past as a basis on which to resist the contemporary monetisation of leisure and thus stands in an ambiguous relationship to commodification, both representing a counter to consumer culture and itself available to exploitation by purely commercial interests» (30). Despojadas de la variable económica, las recreaciones neovictorianas de Jherek prefiguran caricaturescamente la utopía del tinkerer steampunk en su versión más ingenuamente apolítica.

11 Según Iglesias y Selci, este episodio de la novela delinea ya las bases de una síntesis merceológico–trascendental de consumo. Por «merceología» se entiende la ciencia que estudia las mercancías enfocando lo que ellas no son en esencia. Es decir: su valor de uso antes que el valor de cambio que las define como tales. «Lo que Huysmans está habilitando es, no sólo una perfecta descripción del turismo cultural, sino más ampliamente una teoría trascendental del parque temático o, dicho en otros términos, la merceología de los conceptos. Un consumidor (Des Esseintes) sintetizó un cierto cúmulo de mercancías (oporto, Poe, etc.) de acuerdo con un concepto merceológico (“Londres”), teniendo esto por resultado un rico mundo de experiencias afines, un parque temático pleno de sentido» (Iglesias y Selci).

12 Tomamos el concepto de «imagema» de Joep Leerssen, quien lo define como el conjunto de «[an] entire bandwith of (...) available images and counter-images» (18). Su mirada refiere a los etnotipos, pero el mismo andamiaje conceptual puede aprovecharse sin muchas variantes para pensar otras formas de estereotipación, como aquellas que constituyen nuestras imágenes de determinadas «épocas». Este enfoque se basa en el modelo cognitivo–psicológico de «frames» (esquemas en nuestro repertorio mental que vinculan situaciones con sus supuestos patrones subyacentes: algo así como un horizonte de expectativas) y «triggers» (los estímulos que los activan, por ejemplo a partir de experiencias en el «mundo real» o del desarrollo de un relato de ficción). Las contradicciones internas en un mismo imagema pueden racionalizarse atribuyéndose las contradicciones al referente mismo antes que a sus representaciones. Agradecemos a Marcelo Topuzian el haber llamado nuestra atención sobre el pensamiento del historiador y comparatista neerlandés.

13 Tal pareciera ser el caso del inspector Springer, de Scotland Yard, con quien Jherek, Amelia y un grupo de Bailarines se topan en 1896. Probable homenaje a los Keystone Kops y la pantomima victoriana (cfr. Gardiner, 2000:102), el grotesco policía parece no distinguir entre la bohemia esteticista y el anarquismo.

14 En uno de los pocos comentarios detenidos sobre la serie, un bloguero advirtió esta función coprotagónica, remontándola atinadamente a la segunda novela. «What makes this an particularly impressive entry in Moorcock’s bibliography is that you can (...) read the novel as revolving all around Amelia just as much as it revolves around Jherek. For an author who has so often presented female characters as either cliches, prizes to be won, or personality-less ciphers, this is pretty good going» (https://fakegeekboy.wordpress.com/2012/06/24/the-soirees-of-infinity/).

15 Ya se ha observado, a propósito de los grandes relatos de Danto y Fukuyama, la convergencia de un marco de absoluta libertad artística y un statu quo político aparentemente definitivo. Los dos construyeron sus «teorías del fin» sobre una base hegeliana. Pero si el primer relato culmina con la revelación de la esencia del arte y la coexistencia pluralista de todas las formas posibles de realizarla, el segundo lo hace con el triunfo de un único sistema político, señalado como el mejor posible. La complementariedad es reveladora: «Warhol’s Brillo Box could be made only in a society with Brillo boxes in its grocery stores, a industrialized liberal democracy» (Carrier:243).

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