#12
[noviembre 2020]

Formas bajo sospecha: Nanacinder. Vocero de la Colonia Psiquiátrica
de Bárbula
(1954–1962).
Casos y archivos de la escritura

Celiner Ascanio Barrios Universidad de las Américas, Ecuador
ORCID 0000-0002-3753-1185
celinerascaniobarrios@gmail.com

Resumen

Un texto no siempre se articula a partir del «orden del discurso». En ocasiones, también se fragmenta de tal manera que lo que en él se inscribe —y escribe— es el deseo de palabra. Es ese deseo el que lo convierte en un texto «raro», «fuera de género» y a veces «impublicable». Es decir, en un texto que no da lo que se quiere leer, y que a pesar de ello dice. Es un texto que escapa de los moldes, no por rebeldía sino por necesidad, y es esta necesidad la que lo origina. El texto al que nos referimos se crea desde una productividad dada por el lenguaje; por lo que este hace con la lengua, no como experimento, sino como praxis. Es el acto de escritura lo que hace sentido a través de las palabras, lo que hace posible ese intersticio estético en donde existe un lugar posible. Nuestro objetivo es prestar nuestra escucha a textos que han sido producidos desde ese deseo y en el contexto del Hospital Psiquiátrico de Bárbula (Venezuela), con el fin de analizar los modos en que la escritura produce un funcionamiento que tiene lugar en la praxis productiva estética.

Palabras clave: texto / deseo / praxis / Hospital ­Psiquiátrico / Nanacinder

Forms under suspicion: Nanacinder. Vocero de la Colonia Psiquiátrica de Bárbula (1954–1962). Writing cases and files
Abstract

A text is not always articulated from the «order of discourse». Sometimes, it is also fragmented in such a way that what is inscribed in it —and writes— is the desire to speak. It is this desire that makes it a «strange» text, «out of gender» and sometimes «unpublishable». That is to say, in a text that does not give what one wants to read, and that in spite of it says. It is a text that escapes the molds, not by rebellion but by necessity, and it is this need that originates it. The text to which we refer is created from a productivity given by language; for what it does with the language, not as an experiment, but as praxis. It is the act of writing that makes sense through words, which makes possible that aesthetic interstice where there is a possible place. Our goal is to listen to texts that have been produced from that desire and in the context of the Psychiatric Hospital of Bárbula (Venezuela), in order to analyze the ways in which writing produces an operation that takes place in the aesthetic productive practice.

Key words: text / desire / praxis / Psychiatric Hospital / ­Nanacinder

Recibido: 11/6/2020. Aceptado: 3/9/2020

Para citar este artículo: Ascanio Barrios, C. (2020). Formas bajo sospecha: Nanacinder. Vocero de la Colonia Psiquiátrica de Bárbula (1954–1962). Casos y archivos de la escritura. El taco en la brea, 12 (junio–noviembre). Santa Fe, Argentina: UNL. e0010 DOI: 10.14409/tb.v1i12.9687

Breve arqueología de la Psiquiatría en Carabobo: el camino hacia Nanacinder

La historia de la psiquiatría en Carabobo (Valencia, Venezuela) tiene la particularidad de haber sido registrada a partir de datos historiográficos y desde acontecimientos que podrían inscribirse en lo cotidiano: anécdotas de enfermos dentro de una colonia, una colección de pinturas de «locos de Valencia» creada por el gran artista de lo heroico nacional, un fotógrafo de importantes personajes de la vida política venezolana que también fotografiaba «locos», son algunos de los elementos que se cruzan con fechas representativas de la psiquiatría carabobeña. Este registro tan particular dentro del campo médico tiene su razón de ser en la configuración de un archivo que mezcla los datos científicos con la experiencia y el testimonio, más allá de los casos clínicos que son comunes al registro médico–psiquiátrico. La singularidad de la historia de la psiquiatría en Carabobo tiene lugar en una serie de elementos que forman una cartografía tan particular como compleja. El primero de estos elementos tiene que ver con el registro, con su origen, con lo que cabe en el archivo. Y este último guarda la historia y la memoria de su selección; esto es, de lo que se incluye y excluye.

Jacques Derrida señalaba en Mal de archivo que una historia se establece a partir de los datos sobre particulares acontecimientos, sobre su registro en determinados archivos. Arkhé es el origen, la inscripción, la impresión de los acontecimientos, el archivo y también el mandato, la ley. El arkhé no es nunca exterior, aunque hacia el exterior se reproduzca su acumulación. Su hermetismo, su interioridad, están determinados por el poder de generar, resguardar y hacer perdurar el archivo. De ahí que ningún archivo sea producto de la casualidad. No existe en él posibilidad alguna de azar. La línea histórica que produce tiene su raíz en la elección de los acontecimientos y en su posterior registro en documento. El archivo es entonces un cuerpo formado por una interioridad de selecciones y, en este caso, por arcontes que no solo son los guardianes y el origen del archivo, sino también testigos que vivieron para contar la historia y la memoria desde su interioridad. De allí la diferencia con respecto a un archivo historiográfico «que guarda, pone en reserva, ahorra, mas de un modo no natural, es decir, haciendo la ley (nómos) o haciendo respetar la ley» (Derrida:15). En el caso de este archivo sobre la historia de la psiquiatría en Carabobo prevalece la memoria como documento y no el documento como fundador de la historia. Se desvanece la línea que divide a arcontes y testigos, y se desestabiliza —no derrumba— la palabra del saber psiquiátrico como ley. Quienes hacen la historia del documento, quienes registran el archivo son los miembros de la Escuela de Valencia; nombre que recibe el grupo de médicos fundadores de la Colonia Psiquiátrica de Bárbula en 1951 y de esta escuela de pensamiento tan particular. Ellos, además de formar parte de la historia, la «cuentan» desde adentro a partir de la singularidad que implica el registro, no solo de la palabra del saber, sino la de quien ha vivenciado, incluso desde el afecto. De manera que en este registro, ciertamente histórico, la memoria viene a funcionar como documento en el que se insertan fragmentos singulares en lugar de excluirlos.

Uno de los arcontes particulares de este archivo, Carlos Rojas Malpica, miembro de la Escuela de Valencia, señala que en su constitución fue fundamental la figura de varios psiquiatras con enfoque humanista —punto importante dentro de esta singularidad archivística— entre quienes destaca el médico José Solanes:

En la Universidad de Carabobo, un profesor venido de España, fundador en 1959 de la Cátedra de Psicología Médica, a quien fuimos conociendo al cursar el segundo año de la carrera de medicina, nos sorprendía con su sabiduría. No le resultaban extrañas nuestras inquietudes, ni los nombres de Verlaine, Rubén Darío, Sartre, Andre Breton, Artaud, ni de otros muchos que nos propuso estudiar (...). Era José Solanes, médico–psiquiatra y filósofo catalán, quien llegó a nuestra tierra desde su exilio europeo, hablando de literatura y arte, de guerra fría y guerra con escalofríos, pero que además intentaba hacernos pensar la medicina de otra manera, escogiendo los futuros profesores de su cátedra entre los alumnos más incómodos de la Escuela de Medicina de los años sesenta y setenta. (Rojas:18)

El enfoque humanista de la psiquiatría en Carabobo se inicia así con la presencia de José Solanes, un extranjero en medio de esa extranjería que es la locura. Médico, filósofo y escritor, durante su juventud publicó en la revista juvenil Hélix, «donde también se podían leer colaboraciones de Joan Miró, Salvador Dalí, Giménez Caballero, Masoliver, Guillermo Díaz Plaja y Pedro Grasses» (36). Exiliado, llega a Francia para trabajar en el Dispensarie Rue Deville en 1944; y luego, durante el mismo año, en el Hospital Psiquiátrico de Rodez en donde conoce a Antonin Artaud, con quien más allá de la relación psiquiatra–paciente establece lazos de amistad:

[Solanes:] Artaud era en Rodez un pobre hombre resguardado de la muerte, no un enfermo. El otro interno y yo solíamos invitarlo a comer, y a menudo él nos devolvía la gentileza recitando de manera deslumbradora. Una de las experiencias más difíciles de olvidar fue la del día en que lo oí recitar «La Charogne», el poema de Baudelaire, agitando las manos, dejando a la voz crecer de pronto y entumecerse enseguida: era un espectáculo escalofriante. Cuando tuvo más confianza con nosotros, pidió que le consiguiéramos láudano. Pero no fue posible. En aquellos tiempos de guerra el láudano era una rareza. (37)

De la amistad entre ambos, se rescata la dedicatoria que Artaud hace al médico en su libro Le théatre et son doublé, en el que se lee: «Al doctor Solanes, quien tiene el rostro de un ángel del Greco pero la lucidez de uno de los corazones sufrientes más sensibles que jamás haya conocido» (35). Artaud también le dedica el texto «Ángeles asados al cinabrio. Sueño para el Doctor Solanes». En la nota al texto, el editor agrega un dato significativo que más adelante enlazará la relación entre la Escuela de Valencia y algunos artistas y escritores del grupo venezolano Sardio:

Suerte de texto onírico dedicado, cuidadosamente al doctor José Solanes, quien —a pesar de llevar buena parte de su carrera en Venezuela— se hallaba en Rodez en 1945 y conoció personalmente a Artaud. A través de esta vía fue publicado por primera vez, no en francés, sino en una traducción aparecida en Caracas durante 1960, en el n° 7, año I, de la revista Sardio. (Salas:114)

El registro de este archivo y sus inscripciones se abren a un mapa que configura una línea marcada por cierta singularidad que avanza hacia acontecimientos que conectan la historia de la psiquiatría carabobeña, con el texto, las personas, los saberes, la experiencia y el testimonio. El archivo construye una historia fragmentada —como toda memoria— y produce una lectura y una escritura también fragmentarias, que entran y salen de la narratividad, aunque manteniéndose siempre sobre los casos.

La relación que se establece entre Artaud y Solanes, la participación del psiquiatra en la revista Hélix, sus estudios de filosofía, entre otros aspectos, hablan de una concepción de la psiquiatría muy particular que no solamente se registra en Francia, sino también en Venezuela (1951), cuando Solanes se establece como médico jefe de la recién inaugurada Colonia Psiquiátrica de Bárbula, y que se extienden hacia la Escuela de Valencia, cuyos rasgos principales se articulan a partir de los siguientes aspectos:

–Definición por lo social

–Influencia de la antropología filosófica

–Relación esencial y no adjetiva con las humanidades

–Posición definida ante problemas nacionales y latinoamericanos

–Una mano amistosa tendida hacia Europa

–Rechazo de patronazgos hegemónicos, tanto geográficos, como de empresas farmacéuticas

–Definición latinoamericana de cuya savia se nutre y crece

–Estatuto crítico permanente. (Rojas:20)

La conexión con Artaud no resulta entonces casual, ya que desde la propia función de escritor de Solanes y desde su concepción sobre la psiquiatría se abre una red de relaciones entre arte, escritura y psiquiatría que incluye al artista francés, no solo por lo que significó su relación con el médico de la Colonia Psiquiátrica de Bárbula, sino sobre todo por lo que su propia escritura dice como productividad crítico–teórica acerca de la escritura delirante y el diálogo que desde esa productividad se establece con la revista Nanacinder, como se verá más adelante.

De esta escuela de pensamiento, iniciada por Solanes, también forma parte Pedro Téllez Carrasco, médico español, quien llega a Venezuela en 1961 para formar parte del equipo de la Colonia Psiquiátrica de Bárbula como médico jefe de servicio. En 1962, inicia sus actividades docentes en la Universidad de Carabobo y en 1968 instala, junto con José Solanes, el Taller Libre de Terapia por el Arte del Hospital Psiquiátrico de Bárbula, «dirigido por la pintora Sonia Carvallo, habiéndose celebrado 18 exposiciones desde su inauguración» (Téllez Carrasco:140). Muchos datos históricos, experiencias y el propio testimonio de Téllez Carrasco son recogidos en su libro Historia de la Psiquiatría en Carabobo (2005), del que llama la atención cómo el autor, además de configurar una historiografía de la psiquiatría, insiste en recopilar datos relacionados con pacientes y enfermos psiquiátricos no recluidos:

Quiero en estas páginas dedicar un homenaje a todos aquellos pacientes que han recibido asistencia psiquiátrica en esos 50 años, y voy a referirme solamente a un pequeño grupo. Comenzaré por hablar de Sony León, famoso púgil venezolano que fue objeto de un artículo de [José Ignacio] Cabrujas. Recién llegado yo al Hospital me tocó entrevistarlo para ingresarlo (...).

Otro púgil que también fue mi paciente era el Novillo, quien solía terminar sus peleas por Knout en muy pocos asaltos.

Por último mencionaré tres pacientes del sexo masculino y uno del femenino que presentan características especiales.

El primero es Gustavito, quien ingresó en Bárbula a los seis años por padecer retardo mental y epilepsia y a lo largo de los años ha llevado una vida de trabajo (...).

El segundo paciente es José P., un esquizofrénico, gran pintor y diseñador de todas las piñatas que se fabrican en el Taller de Laborterapia de Bárbula desde hace muchos años.

El tercero es otro pintor, Luis M., quien tiene una abundante obra pictórica expuesta en varias exposiciones del Taller de Terapia por el Arte (...).

Por último, María D., la primera paciente que ingresó a Bárbula el 12 de enero de 1952, y ha fallecido hace dos años en Inager. Era una esquizofrénica pero tenía una habilidad extraordinaria para la costura, haciendo en poco tiempo un traje completo, hasta con sombrero y cartera decía del forro plástico de los colchones del Pabellón. Yo siempre decía que si no hubiera sido una esquizofrénica hubiera sido una famosa diseñadora de modas. (62–63)

Así como narra la necesidad de agradecer a los pacientes y de incluirlos en una especie de memoria breve, Téllez Carrasco también hace hincapié en la relación entre arte y locura que, según lo expuesto en páginas anteriores, ha representado un punto importante en la historia de la psiquiatría de la región. Sobre esto, el autor inicia con un llamado de atención a la obra del pintor valenciano Arturo Michelena (1863–1898), quien hacia 1878 creó una serie de acuarelas titulada «Los locos de Valencia»; colección que resulta contrastante dentro de la obra de este pintor reconocido y consagrado por sus representaciones sobre personajes heroicos de la Venezuela del siglo XIX. Sobre esta serie en particular, Carlos Rojas Malpica en su «Bosquejo histórico de la Psiquiatría en Carabobo», señala:

Si el primer registro de un enfermo mental en la ciudad lo hizo el Bachiller Villamediana en 1790, el segundo fue hecho por Arturo Michelena, el pintor más importante de Venezuela en el Siglo XIX. Michelena pintó una colección de cuatro «locos de Valencia» en 1878: Ño Manuel, el loco Carlos Muñoz, El Pigmeo Trinidad y la loca Teresa Ramírez. (17)

Si bien Rojas establece una relación entre el registro pictórico de los «locos» y la tradición de imágenes de los enajenados de finales del XIX y el XX, Téllez Carrasco ubica esta colección más bien en una línea estética que se encuentra dentro un archivo de lo cotidiano descrito en el Capítulo 6: «El tema de la locura en relación con el Arte y la Literatura en Carabobo» (135), de su libro. La arqueología de Téllez Carrasco inicia allí con la serie de Arturo Michelena y se extiende hasta la década de los 90 del siglo XX con citas de obras literarias carabobeñas que hacen referencia a personajes «locos» o a la locura. En medio de estos dos puntos cronológicos, el autor menciona el trabajo de Andrés Díaz:

En las décadas de 1970 a 2000, un conocido fotógrafo valenciano, Andrés Díaz, propietario de la Fotografía Tahon, tenía su laboratorio fotográfico en el antiguo pasaje Trabes en la Plaza Bolívar de Valencia aledaño al histórico Concejo Municipal que fue demolido años atrás. A este negocio acudían con frecuencia unos pacientes psiquiátricos que nunca recibieron tratamiento y deambulaban por las calles de la ciudad durante esos años.

Andrés Díaz quien se había especializado en hacer retratos de los más importantes personajes de la política durante muchos años (...), se interesó también por retratar a esos curiosos personajes del mundo de la locura e incluso llegó a entablar amistad con alguno de ellos como con el General Sanabria con quien acudía a los partidos de béisbol. De esa forma Andrés Díaz hizo mediante el arte de la fotografía lo que en 1879 había hecho Arturo Michelena con la acuarela, legar a la posteridad los tipos populares de la insania en los últimos lustros del siglo XX en Carabobo. (Téllez Carrasco:136)

Así como se reseña este particular registro de la imagen de los «locos» como un archivo estético de la locura, también es importante señalar que en la mayoría de congresos, jornadas y conferencias celebrados por el Capítulo Carabobo de la Sociedad Venezolana de Psiquiatría a la que pertenecían los médicos de la Escuela de Valencia, se realizaron exposiciones del Taller Libre de Terapia del Hospital Psiquiátrico de Bárbula Dr. José Ortega Durán en un importante número de eventos en donde la investigación compartía espacio con el arte y la literatura a través de mesas y paneles con escritores, artistas y críticos venezolanos. Allí aparecerán los nombres de Adriano González León, Carlos Contramaestre, Caupolicán Ovalles y Perán Erminy, entre otros, quienes, después de integrar el grupo Sardio (1955–1961) —en cuya revista apareció por primera vez el sueño que Artaud escribe a Solanes— pasaron a formar parte del grupo vanguardista «El Techo de la Ballena»1 entre 1961 y 1969; época en la que se realizan las jornadas y congresos de la Asociación Venezolana de Psiquiatría Capítulo Carabobo, y cuyas mesas y ponencias se mencionan en el Capítulo 5: «Productividad científica de la psiquiatría carabobeña a través del Capítulo Carabobo de la Sociedad Venezolana de Psiquiatría» (Téllez Carrasco:79).

La relación entre la Escuela de Valencia y escritores y artistas será fundamental en la manera como se percibe y practica la psiquiatría en el contexto de la Colonia Psiquiátrica de Bárbula. En las breves memorias de los congresos que hemos seleccionado se observa la presencia del arte y la literatura junto con temas psiquiátricos como parte de los eventos científicos realizados por esta escuela. A este recuento habría que agregar tres aspectos que resultan fundamentales. El primero, dentro del propio contexto de la Colonia y del Hospital, lo constituye la presencia de la Antipsiquiatría como tema central de una de las conferencias que tuvo lugar en el teatro de la Colonia Psiquiátrica de Bárbula en la década de los sesenta: «Por último, es preciso mencionar que en el Teatro Ricardo Álvarez, hoy Teatro Universitario Alfredo Celis Pérez, dictaron conferencias la Dra. Ana Aslan de Rumania (...) y el Dr. Basaglia,2 el más importante defensor de la Antipsiquiatría a nivel mundial» (Téllez Carrasco:51).

Otros dos aspectos, de corte más contemporáneo, se ubican después de la conformación de la Escuela de Valencia, pero con conexiones que resultan importantes para este registro y para la conformación de un mapa en el que arte, literatura y psiquiatría forman redes caracterizadas por líneas de fuga que dan lugar a un interesante archivo signado por un pensamiento en el que la «locura» no constituye un objeto a ser cercado sino más bien, pensado, recreado y que además abre espacio para la creación estética. El primero de estos aspectos es la creación en el año 2000 del Doctorado en Ciencias Sociales, mención Estudios Culturales en la Facultad de Ciencias de la Salud de la Universidad de Carabobo —hija de la Facultad de Medicina en donde José Solanes fundaría la Cátedra de Psicología Médica—; doctorado particular que nace dentro de una Facultad de Ciencias de la Salud y en donde convergen disciplinas como la Sociología, la Psicología, el Arte y la Literatura. Dato por demás interesante si retrospectivamente dirigimos nuestra mirada hacia lo que significó la Escuela de Valencia en la conformación de una escuela de pensamiento en la Universidad de Carabobo.

El segundo aspecto a resaltar es que en el año 1996 el artista Javier Téllez —hijo de Pedro Téllez Carrasco, cuyo trabajo ha tenido un acento importante en el tema de la locura y de los dispositivos psiquiátricos— expuso en el Museo de Bellas Artes de Caracas y en el Ateneo de Valencia La extracción de la piedra de la locura; instalación que recreaba, a través del videoarte y de la intervención del museo, los espacios y el funcionamiento del Hospital Psiquiátrico de Bárbula. Al respecto, Carmen Hernández escribe en el catálogo de la instalación:

Javier Téllez representa en nuestro país ese interés centrado en revelar aspectos inéditos o poco conocidos de nuestra realidad sociocultural. A partir de la cita de un lugar común —el Hospital Psiquiátrico de Bárbula— y de una parodia que es también homenaje, puede revelarnos la fusión de nuevas realidades. Esta instalación, que recrea un sitio específico de confinamiento de la enfermedad mental y que ha titulado La extracción de la piedra de la locura hace referencia a un espacio que ha adquirido un peso —y una ingravidez— en la discursividad cotidiana del venezolano, hasta llegar a cosificarse y convertirse en verdadera abstracción o forma imaginaria. El artista plantea la revisión de la connotación ideológica de la locura, como experiencia compleja que ha sido expuesta a la indiferencia y la marginalidad. La locura se nos presenta entonces en sus múltiples facetas, a partir de la institución que la encierra físicamente y que también, como formación cultural que la conceptualiza, la neutraliza en el imaginario colectivo. (19)

Esta curiosa relación de elementos que inicia con la creación de la Colonia Psiquiátrica de Bárbula y con José Solanes, resulta en la tradición de una escuela de pensamiento que atraviesa el campo psiquiátrico junto con el arte y la literatura como puntos de fuga dentro de una concepción de la psiquiatría que, a pesar de la experimentación farmacológica, el electrochoque y la leucotomía practicadas en época de la Colonia de Bárbula, también proporciona aristas que permiten ubicar la práctica de la Escuela de Valencia, sobre todo en sus dos primeras décadas, dentro de un mapa poco común, en el que el saber psiquiátrico propone formas otras de concebir y tratar la enfermedad mental, aunque combinándolas con prácticas tradicionales.

En este sentido, el contexto que rodea el «caso» Nanacinder, se configura también a partir de una singularidad dentro del campo psiquiátrico; singularidad que no deja de regirse por los principios médicos que constituyen el saber de la época, y que a pesar de ellos —y con ellos— se escurre por los resquicios del campo para situarse en los pliegues de un saber que aunque no se abre propiamente a la interdisciplinariedad, sí trasciende los límites y fronteras de la psiquiatría para dialogar con el arte y la literatura, no solo como herramientas de tratamiento, sino también como formas estéticas y de pensamiento que proporcionan una mirada sensible a través de la cual la locura trasciende ese lugar de genialidad que posee dentro la tradición letrada y artística de los siglos XIX y XX. No se trata aquí del autor genial, del escritor o pintor excéntrico que tiene un lugar marginal dentro de la cultura, sino del paciente psiquiátrico que crea, escribe, dibuja y pinta; de los «locos» que constituyen figuras de representación particulares, como en la serie de pinturas de Arturo Michelena y en las fotografías Andrés Díaz. Se trata de «locos» que se encuentran en la total exterioridad del campo cultural.

Del «caso» más allá del paciente, el autor y la obra

La noción de «caso» a la que nos referimos no se lee como término sino más bien como una categoría problematizada y problemática que si bien se origina en la definición de «caso clínico», posee derivas que desembocan en lo cultural. El término de origen de la categoría está definido en el Diccionario de la Academia de la Lengua Española de 2017 con dos acepciones específicas relacionadas con enfermedad y «rareza» que fácilmente pueden ubicarse en el uso común del término y en conexión, además, con lo individual. La primera como: «Proceso morboso individual, especialmente de los no habituales», y la segunda referida a «Persona rara, extravagante». Juan David Nasio, a partir de su lectura de Freud, trasciende el concepto de «caso clínico» definido por la Medicina como la «descripción ordenada tanto de los acontecimientos que ocurren a un paciente en el curso de una enfermedad como de los datos complementarios proporcionados por los procedimientos diagnósticos, el curso del razonamiento clínico, la conclusión diagnóstica, el tratamiento empleado y la evolución del enfermo», y hace una lectura de «caso» desde la práctica psicoanalítica como:

[El] relato de una experiencia singular, escrita por un terapeuta para dar testimonio de su encuentro con un paciente y apoyar una innovación teórica. Ya sea que se trate del informe de una sesión o del desarrollo de una cura, ya sea que constituya la presentación de la vida y de los síntomas del analizando, un caso es siempre un escrito que apunta a ser leído y discutido. Un escrito que, en virtud de su modo narrativo, pone en escena una situación clínica que ilustra una elaboración teórica. Por ello, podemos considerar el caso como el paso de una demostración inteligible a una presentación sensible, como la inmersión de una idea en el flujo móvil de un fragmento de vida y concebirlo, finalmente, como la pintura viva de un pensamiento abstracto. (10–11; cursivas nuestras)

De esta noción nos interesa resaltar dos elementos. El primero, es que el caso se construye a partir del escrito de una experiencia singular que sirve a una innovación teórica. El segundo, es que dicho escrito se produce, precisamente, mediante una narrativa que incluye, por una parte, una «demostración inteligible» y, por otra, la «presentación sensible» de un «fragmento de vida». Ambos aspectos se juntan en lo que hemos denominado como un «caso»: la revista Nanacinder en relación con la psiquiatría y el campo cultural. En este sentido, para nuestra lectura son casos los fenómenos —y no solo los sujetos y su representación— pensados como experiencias y acontecimientos singulares que dan lugar a un registro y a un archivo particulares relacionados con la praxis estética de pacientes psiquiátricos que tiene lugar en Nanacinder.

De manera que el caso deviene texto. Pero estos, los textos–caso, incluyen una narrativa que excede los postulados del discurso —de la cultura y la psiquiatría—. Son textos, por lo demás, que narran la singularidad, la «rareza» y la particularidad de un modo sensible porque tocan aspectos de una historia de vida particular, y además proponen una estética de la experiencia delirante. De ahí que la categoría «caso» que nos interesa sobrepase la noción que solo está referida al paciente y se postule también como la posibilidad de leer fenómenos de la cultura. Así, constituyen un caso las producciones literarias y artísticas que tienen lugar en el Hospital Psiquiátrico de Bárbula y que están conformadas por los archivos de una escuela de pensamiento —la Escuela de Valencia—, que rodea el funcionamiento y la mirada particular de la psiquiatría carabobeña. Sin embargo, es importante señalar que, a pesar de nuestro intento por asirlo, el «caso» no incluye necesariamente la posibilidad de «resolverlo». Por el contrario, dada su singularidad, una de las características que lo constituye es su existencia siempre en falta para quien intenta leerlo y escucharlo:

Fenómeno «anormal» donde los haya, que no cesa de hacer causa de deseo en el investigador —detective, médico, psiquiatra, analista crítico o cultural... seguidor incansable de las huellas de lo Real; sujeto siempre a/por la tentadora pregunta por ese «Otro»: el enigma. Y, al tiempo, reconstrucción a trozos (rompecabezas) de lo que (no) se sabe de antemano. La paradójica incertidumbre frente a la evidencia es, quizá, el rasgo más desconcertante de un «caso»: documenta de un «exceso», ahí donde se (de)muestra su Verdad. (Cróquer, 2012:92–93)

En este sentido, la primera paradoja con la que nos enfrentamos es que el nuestro no es un «caso de autor» centrado en personajes–personas que «desquician» el campo cultural de una modernidad latinoamericana de principios del siglo XX, como propone Eleonora Cróquer en sus trabajos de 2012 y 2013 sobre casos de autorías excéntricas:

Se trata de vidas ◊ obra inquietantes, auténticamente tales; es decir, autentificadas como tales por la máquina cultural (Sarlo:1998), que solo bajo esas condiciones abre para ellas un espacio «especial» de reconocimiento —capítulo aparte/salón de las maravillas— en la escena de los «haberes» ciudadanos de La Patria. (Cróquer, 2013:208)

El problema del caso en nuestro trabajo se abre, sí, al problema de la autoría, pero no de la función–autor.3 Esto es, no se relaciona con autores «raros» que vienen a «desacomodar» los estatutos de una modernidad cultural que intenta apropiarse de ellos sin conseguirlo. Sin embargo, dialoga con la propuesta de «casos de autor» en el hecho de que tanto los textos–casos como los autores a los que se refiere Cróquer «no sostiene[n] el “absoluto” de la Historia (ni el de la “Cultura”, ni el de la “Modernidad”), sino que lo divide[n] (la historia, la cultura, la modernidad). Allí donde este aparece, El Sujeto de esa Historia–Cultura–Modernidad no comprende, ni puede (con la) nada que (a)guarda entre sus palabras» (2012:91). Son textos que no pueden ser leídos desde la Verdad porque apenas susurran, a través de su «obra», los restos de una vida que delira, que se ha salido de su curso (surco) «normal». Narran así, una verdad.

Más allá de la obra–vida del autor «excéntrico», «genio», «raro» —clasificado así por el campo cultural— del que el paciente psiquiátrico se aleja siempre, los textos de Nanacinder también poseen una autoría marcada por la subjetivación: han sido escritos por «locos», por lo que la marca no está dada ya por el discurso cultural que cataloga a un autor como «excéntrico», sino por el psiquiátrico que lo define como «paciente». De estos textos se afirma que alguien los ha creado y que por esta razón tienen autoría; pero ese «alguien» no forma parte del discurso de la máquina cultural, ni siquiera como margen: no está. En este sentido, en el caso Nanacinder la función–autor solo caracteriza a un autor genérico, sin nombre propio, pero con marcas: el paciente psiquiátrico, que proviene del discurso médico y no del cultural. A pesar de la inexistencia de una función–autor dentro del discurso del campo cultural —y también justamente por ello— nuestro «caso» coincide con el desborde del discurso. De manera que la lectura que nos guía no se centra en la autoría como construcción discursiva, pero sí en el fragmento de vida de un autor–creador que pulsa en los textos–caso aun sin nombre propio y sin otra autoridad que la que le brinda su propia experiencia delirante.

Nanacinder. Vocero de la Colonia Psiquiátrica de Bárbula (1954–1962)

De la Escuela de Valencia se deriva el caso de la revista Nanacinder. Vocero de la Colonia Psiquiátrica de Bárbula (1954–1962); parte fundamental del registro de lo que significó la concepción de la psiquiatría y también de la escritura y el arte en este contexto, junto con el Taller Libre de Terapia por el Arte (1968), nacido ya en época del Hospital Psiquiátrico. Sobre Nanacinder, el psiquiatra y escritor Pedro Téllez Pacheco —como Javier Téllez, también hijo de Pedro Téllez Carrasco— junto con Carlos Yusti ha publicado diversos artículos en revistas como La Tuna de Oro (2000), del Departamento de Literatura de la Universidad de Carabobo y una antología inédita titulada Nanacinder (1954–1962) Una revista literaria en el manicomio en la que se presentan algunos de los textos de la revista y otros documentos relacionados con esta. Diremos que, de algún modo, esta antología representa un archivo, tal vez algo breve en relación con los ochos años en que se publicó la revista, pero significativo como parte de esta arqueología de la psiquiatría en Carabobo que han construido Carlos Rojas Malpica (2008) y Pedro Téllez Carrasco (2005).

La revista Nanacinder circuló entre 1954 y 1962 en los espacios cercanos a Bárbula, Estado Carabobo. Su historia inicia con la propuesta de José Solanes en 1951. En Nanacinder, los internos escribieron, dibujaron, editaron y divulgaron sus textos hasta cuando fue clausurada. Su nombre, particular, «raro», excepcional, es una palabra creada por un paciente:

El nombre se decidió con el concurso de los pacientes involucrados y así surgió: Nanacinder. Solanes escribe a este respecto: «Las palabras viven cautivas de su significado en los diccionarios en que se hallan aparcadas. Pero Nanacinder fue un vocablo cimarrón. Lejos de todo redil académico, por un tiempo pudo estar escribiéndose (¿o galopando?) sin arnés que impusiera sentido ni jinete que le diera dirección. Nanacinder fue una palabra libre. Con su nombre, inventado por un demente, se bautizó una revista que publicaron los pacientes de la Colonia Psiquiátrica de Bárbula». (Téllez Pacheco, inédito:16)

El nombre Nanacinder cumple el lugar del significante en medio de un vacío de significación: una palabra para múltiples significados. Un término que posee la carga que la lógica delirante da al lenguaje; esa que ocurre más allá de la convención significante–significado–referente, y habla de una lengua en la que predomina el sentido. Con Nanacinder —el significante— se nombra algo nuevo, aun cuando ese algo no forma parte de un discurso instituido. Con Nanacinder la revista— tiene lugar una publicación literaria nacida en un hospital psiquiátrico, al margen del campo literario y bajo la concepción de que «el enfermo no es un ser diferente, sino una persona como los demás capaz de querer, de sufrir, de agradecer y como todos los humanos necesitado de afecto y comprensión» (Téllez Pacheco, inédito:26). Toda la productividad posible parece que cabe tanto en la palabra como en la revista, y en la lógica de un lenguaje que se abre con el término que la nombra. Un significante que se ubica dentro del funcionamiento particular surgido con el nacimiento de «una revista literaria en el manicomio» y cuyo origen, como se menciona en el editorial del primer número, corresponde a «una aspiración y llena de necesidad» (6). Nanacinder, una palabra inexistente en la lengua hasta que la voz de quien carece de autoría —no conocemos su nombre— y autoridad —es apenas un paciente psiquiátrico— la concreta más allá del orden del discurso.

El problema del nombre en Nanacinder es el punto de partida para un caso por su singularidad: una revista cuya particularidad inicia con un nombre —«raro»— y con el contexto en donde surge —la colonia psiquiátrica—. Una publicación cuyos textos poseen un origen sin nombre ni función autor, escritos por hombres y mujeres abreviados o borrados y que son publicados en una revista con un significante y un origen particulares. Nanacinder es una publicación ciertamente singular que produce, desde su modo de existencia, una problematización acerca de la cuestión de la autoría en escritos de pacientes que resisten, apenas, en las iniciales como huellas.

Sabemos que el nombre de autor es también un nombre propio, aunque con valores agregados dentro de un campo, una cultura y una sociedad que lo hacen trascender del espacio meramente familiar, laboral, cotidiano y civil. Así mismo, lo que el nombre de autor conlleva no concierne nada más a las marcas de estilo en la escritura o a su importancia dentro de un campo cultural o de saber: abarca, además, una serie de aspectos que van desde su lugar privilegiado dentro de determinado discurso, hasta la responsabilidad que ello implica. Si respondemos a la interrogante con que Michel Foucault (1998) inicia su conferencia «¿Qué es un autor?», diríamos con él que sí, «importa quién habla», porque el autor trasciende la persona para ser, adicionalmente, una función dentro de un discurso. De Nanacinder y su relación con el problema de la autoría nos interesa cierta ruptura respecto de la concepción de escritura determinada por una idea de privilegio y genialidad del autor, presente aún en el siglo XX latinoamericano.

El problema de la autoría y del nombre en Nanacinder se plantea dentro de una paradoja que requiere una lectura cuya intención no sea resolver este problema de sentido. La paradoja consiste en que, por una parte, la cuestión de la función autor se deshace, por lo que se abre la posibilidad de mirar y comprender este caso desde la praxis, es decir, desde lo que significa la escritura como acto, más allá y sobre el campo literario. Por otra, tenemos una revista que nace dentro del hospital psiquiátrico y en la que quienes escriben han sido borrados mediante la sustitución del nombre por iniciales; práctica común dentro de los hospitales psiquiátricos para proteger la confidencialidad de la historia clínica del paciente. La revista posee nombre propio, los pacientes no. Esta cuestión del nombre habla del funcionamiento del discurso psiquiátrico de la época —consideramos que no podría ser de otro modo— pero también de una ruptura, de un punto de fuga que tiene lugar a través de la escritura dentro del hospital y de la literatura en minúsculas, diremos, de la literatura más allá del campo. Es esta paradoja, este intersticio, este punto de fuga que se abre con Nanacinder, tanto en el discurso psiquiátrico como en el literario, lo que hace que pensemos en esta revista como un «caso».

Caso, concebido desde un sentido psicoanalítico, como el relato de una experiencia que, como tal, ha sido dotada de forma desde el exterior mediante la escucha de algo que resulta excepcional o al menos «raro». En nuestro trabajo, el caso son los textos de pacientes psiquiátricos; testimonios de una vida que se ha convertido en catástrofe y que a pesar de ello dicen. La narrativa desde la cual se construye el caso Nanacinder parte así de la conciencia de una escritura de la catástrofe; es decir, de una mirada/escucha que inicia con lo que Juan David Nasio (10–11) denomina una «demostración inteligible» y concluye con la «presentación sensible». La narrativa del caso se elabora entonces a partir de la revista como texto «raro» y no propiamente mediante los casos clínicos de los pacientes. Reconocemos, sin embargo, la imposibilidad de separar el texto de quien lo escribe si lo que analizamos es propiamente un caso, y sobre todo si partimos de la idea de que «la escritura (...) se trata de la apertura en un espacio en el que el sujeto que escribe no deja de desaparecer» (Foucault, 1998:40). En Nanacinder, aunque no se pueda adjudicar la autoría a un nombre propio, es decir, a un nombre de autor, sí podemos afirmar, por la misma condición de quienes escriben, que la revista en su totalidad habla de la autoría genérica de un «no–sujeto»: el paciente psiquiátrico.

El caso Nanacinder mantiene, como el caso de autor, una forma que resulta desafiante a los campos discursivos. Junta, de un modo «indiscernible», lo Real de una vida que «se ha salido del surco» con un funcionamiento que reta los modos convencionales de la literatura y de la psiquiatría. Nanacinder, como caso, hace que la palabra de los «sin nombre» se configure en «presentaciones sensibles»; es decir, en textos que, dentro de la cultura, exceden el espacio de la significación posible en esta, para producir sentidos múltiples, por lo que la paradoja no deja nunca de operar en ellos, ni en lo que el estallido de su propia fragmentación produce como lenguaje ni en los discursos que se generan desde el exterior, es decir, desde la institucionalidad que los «coloca» como casos. Este doble movimiento produce así una tensión: por un lado, el proceso de subjetivación al que son sometidos estos textos escritos dentro de la colonia, y por otro, su carácter productivo deseante. En cuanto a la subjetivación, no podemos olvidar que los textos nacen desde el hospital por iniciativa de médicos, aunque muy particulares —tanto Pedro Téllez como José Solanes ­fueron psiquiatras y escritores— y como parte de un tratamiento, aunque mucho más humanizado que la leucotomía o el electrochoque. Paradójicamente, este tratamiento si bien corresponde a fines médicos, nace a partir de, como se menciona en el editorial, una necesidad: la escritura como acto que permite dar sentido a aquello que existe aun cuando intenta ser silenciado.

El deseo de palabra

La revista Nanacinder tuvo varias etapas. Una, en la que enfermeros, médicos y pacientes publicaron diversos textos relacionados con la cotidianidad de la colonia y otra etapa denominada por el mismo Pedro Téllez «la Nanacinder literaria». Fue en esta última cuando se incluyeron grabados y textos que daban a la publicación un sentido más estético, es decir cuando, por una parte, adquiere una dimensión en la que se objetiva el sufrimiento mediante la escritura como acto ético y, por otra, cuando la escritura se establece como praxis a través de la cual la lengua ya no resulta el lugar en donde se deshace lo Real de una vida, sino la escritura más allá del discurso como posibilidad de leer, jamás lo Real, pero sí sus huellas.

Esta última etapa de Nanacinder pareciera estar más relacionada con un tipo de escritura de la experiencia que se produce desde el registro de una vivencia a través de una lengua que habla desde la repetición, los «errores» de sintaxis y los cambios bruscos como intervenciones que muestran aquello que generalmente es silenciado por un sistema en el que el referente y el significado tienen una relación estrecha con el significante. En estos casos, si bien la lengua no deja de representar, dicha representación se encuentra cargada de «fallas» que hablan de eso que apenas se deja intuir sin darse plenamente a la simbolización:

Luz, cenizas y espuma

A.S.M.

Para comenzar esta obra apelo a las vibraciones divinas, mis compañeras inseparables en las horas tormentosas de mi locura, apelo a mi sistema nervioso baluarte máximo de la lucha trabada entre el consciente y el inconsciente; apelo a mi consciente que me inspire y a mi inconsciente que me guíe y a mis dedos en conjunto con las uñas, que tengan el suficiente poder para terminar esta obra, pues será para mí un eslabón en la cura total de mi enfermedad de sicópata.

Vamos a entrar en la fase de la enfermedad por lo tanto voy a hacer un paréntesis para invocar a los espíritus buenos que siempre me acompañarán para que me inspire, digo invocar a los espíritus puesto que siempre que hago algo en mi vida hago invocaciones para que la inspiración divina me acompañe. El hecho de invocar a los espíritus es que yo me tildo de espiritista, ahora bien, espiritista es creer en el espíritu, y yo pregunto: ¿Quién no cree en los espíritus? Espiritismo es ciencia, espiritismo es amor, no voy a invocar espíritus de personas muertas. Esas personas que ­descansan en Paz y que la tierra les sea muy liviana para que las vibraciones divinas puedan llegar hasta sus cuerpos lo más puras posibles para poder deshilarlos, digo deshilarlos, puesto que nuestros cuerpos, a mi entender, son como una pieza de malla; nuestros cuerpos son hechos por la mano de Dios Todopoderoso que los teje de sus tejidos más finos y al perder lo que corrientemente se llama vida, entonces él con todo su amor los vuelve a deshilar enviando toda esa materia hacia otros planetas donde las utilizará en otras confecciones porque nada se pierde, todo se transforma.

Le llamo Divino Tejedor, porque me pongo a pensar en la Armonía de los átomos y me quedo pasmado de tanta Harmonía; podrá el hombre en su obra maestra forjar la Harmonía de un Átomo de Hierro, digo hierro porque es lo que más a la mano tengo, pero podría citar por ejemplo los átomos de piedra, las transformaciones, por qué tienen pasado y esos átomos tan bellos que me están visitando aquí, esos átomos de Helio que están originando los rayos solares. Qué sería de la Tierra sin Sol, ¿ya lo pensaron?, esos son átomos y eso es tela tejida por la Mano Divina, eso es algo tan sutil, que por solo pensarlo nada más, me meterían en un manicomio y me llamarían ¡loco, loco!... muchas veces, pero hoy digo: hermanos míos que son locuras divinas! Los rayos solares me dejan —figúrense que parece que quedo en tinieblas— imagínense las palabras que salieron mientras los rayos solares estaban batiendo de lleno en la máquina, ahora es como si se me fueran las inspiraciones, por lo tanto, es en estos momentos que hago las invocaciones, vean como las hago: invoco las vibraciones divinas que sigan asistiendo a este pequeño relato y si no es posible hacerlo por medio de los rayos solares que lo haga por medio de la Mente Cósmica; imagínense, así nace la palabra de la Mente Cósmica. Tiene que existir una Mente Cósmica que todo lo controle, por lo tanto, es a esa Mente Cósmica que pido dé la inspiración a mis médicos para que me puedan seguir tratando, porque me sienta mal en este estado de ánimo; al contrario a mí no me importaría que me llamasen loco millones de veces, siendo siempre así un loco inspirado por la Mente Cósmica. La Inspiración Divina permite que yo me pueda sanar y ser un hombre de sociedad como todos los hombres, porque el mundo en que vivo a pesar de ser verdaderamente fantástico es un mundo que todavía es prematuro pensar en él; pueda que la Tierra llegue a esa fase de desarrollo y así, llegar a ese Punto de ver maravillas; más tarde les contaré algunas, si acaso desean que les cuente. (Téllez Pacheco, inédito:35)

En el relato de Nanacinder, «Luz, cenizas y espuma», de A.S.M., el intento de construir una historia de la experiencia se entrecruza con el lenguaje exclamativo y la invocación. La narración de lo vivido dialoga a traspiés con la experiencia mística del delirio; la invocación divina con la enfermedad; la conciencia de la enfermedad con la «inspiración» de la escritura. Más que una mezcla de elementos, el relato se elabora a través de los trozos deshilachados que el paciente trata de recoger al azar y como puede (Bodei:38). En esta estructura —aún nos encontramos dentro de la estructura del relato— hay un inicio, una intención, un fin. Las expresiones que allí se dan y el contexto desde donde surgen nos ofrecen la idea de esa autoría colectiva que mencionamos antes: el paciente psiquiátrico. La experiencia tiene lugar en la escritura a través de una narrativa que, con sus «tropiezos», habla de una vivencia interior que no puede ser completamente representada, pero que, a pesar de ello, busca una escucha. Narración interrumpida por la exclamación y la invocación; relato hecho de fragmentos que se enlazan; ruegos para que prosiga la escritura; historia de la vivencia: la escritura se establece así como una narrativa de la necesidad, como un testimonio que da cuentas de la experiencia interior y de la catástrofe para hacer de ello un acto que luego será leído. Dar testimonio, obtener una escucha, ser y encontrar un testigo:

La condición de la autoridad de la palabra del testigo, la iluminada, radica, pareciera, en el gesto autorreflexivo que muestra en el cuerpo propio cómo el fulgor del extravío, en la catástrofe, le quemó la vista y le marcó la piel. El testigo señala las marcas en su propio cuerpo: allí pareciera que posa la evidencia más irreductible de su presencia. Las cicatrices encarnan la memoria de lo visto, la quemazón de la mirada, y hacen a su vez visible algo de aquel dolor que la catástrofe, en el momento del extravío, ha tornado evanescente. Cuando no porta la cicatriz, o cuando la cicatriz no es visible, el viajero se marca, inscribe el recuerdo, lo traza en el tatuaje que muestra así el paso al otro lado, el cruce del límite, el dolor de la quemazón, produciendo ahí, en la superficie de la piel, una especie de excedente empírico, un suplemento corporal que sostiene la autoridad del testimonio pero que al mismo tiempo desborda la palabra, la metáfora, el relato de lo presenciado, que el testigo–viajero nos cuenta a su regreso. (Ramos:156)

La escritura abre paso a la posibilidad de una autoría que habla desde una autoridad distinta a la del campo literario. La autoridad surge de quien tuvo la vivencia, de quien experimentó la catástrofe y pudo contar sus restos a través de un relato escrito. Es en la escritura en donde el lenguaje se abre como una posibilidad, «(a)llí donde lo Real se ha hecho evidente para un S/sujeto que, entonces, no puede sino “compartir” lo que vivió: darlo al Otro —o devolverlo, si se quiere, a lo simbólico de la cultura» (Cróquer, 2013:45). Contar mediante la escritura, dar forma a la catástrofe y al sufrimiento para que un otro lo objetive mediante la lectura. Escribir un relato singular sobre la enfermedad implica una búsqueda de sentido a través del testimonio urgente; y esta búsqueda conlleva el deseo de palabra.

Es este deseo el que genera una productividad estética que evidencia la objetivación de la experiencia delirante. La escritura representa la huella de quien regresó del viaje «para contarlo». De su narración se escapa lo Real, pero solamente así ha sido posible el registro de una historia que aún se mueve entre las aguas del delirio; es decir, una historia que cuenta el delirio y lo asume como verdad —con minúsculas— porque sucedió, porque se experimentó. La historia es real, cuenta «lo que se puede contar» de la experiencia del encuentro con lo Real, más allá del delirio, pero con sus huellas. Es esto lo que hace posible la singularidad de un texto–caso en el que no existe la ficción sino la narración de otra lógica que la escritura hace posible:

Allí, en el espacio plano donde se disuelven las diferencias más básicas y sus economías del sentido, la literatura intentará cancelar las categorías de su identidad y de su nombre. Allí, sin embargo, postulará, con el gesto mismo de la cancelación del nombre, una ética, un juicio a veces severo, un albergue para el extravío, para los escombros, los restos que deja en su paso la lógica del buen sentido y la racionalidad. Volverá de allí iluminada, a poner en forma, a dar cuenta de la catástrofe que ha visto. (Ramos:155–156)

Caso de escritura, entonces en donde se genera una productividad en la que —diremos junto a Cróquer, de nuevo— «la vida de quien escribe se muestra indiscernible del producto de su “trabajo creativo”»; y donde esa «obscena imposibilidad de discernir se hace pública», a partir de la historia de un paciente, de su relato testimonial. Relato que será posteriormente censurado, ya que «Luz, cenizas y espuma» fue el texto que dio lugar al cierre de la revista por ser considerado un caso clínico y no del todo un relato:

El texto que motivó el colapso de la revista, pues fue censurada por las autoridades sanitarias, se titulaba «Luz, cenizas y espuma» (...) Del autor solo conocemos unas iniciales, pero su narrativa semejaba peligrosamente una historia clínica. El Director de Bárbula, el Dr. Luis Erasmo Maldonado, no entendió que la sencillez y la naturalidad de este y otros textos de la revista, solo podían romper el aislamiento del autor a través de la exposición de su enfermedad. Y esa contracción del discurso artístico de estos poetas y ensayistas, con el discurso clínico tradicional, lo que determinó la clausura de la revista Nanacinder, y el silencio posterior que hasta nosotros llega. (Téllez Pacheco, inédito:73)

¿Cuánto puede un texto, nos preguntamos en un sentido spinozeano,4 y más si ese texto es de un «loco»? ¿Cuáles son los peligros que esconde? ¿Cuál es la materialidad que lo convierte en amenaza para un campo como si de un cuerpo se tratara? Sin caer en la intención de responder estos interrogantes, es necesario recordar que un texto–caso deja leer las inscripciones de quien lo escribe —más allá de la función autor— y, con ello, de las trazas de un afuera del texto al que tanto nos hemos referido. Ese afuera manifiesta la particularidad de un algo que excede lo simbólico de la cultura, pero que se articula, paradójicamente, en una escritura que despierta la sospecha, tanto desde el campo literario como desde el campo psiquiátrico de su época. Hay que pensar entonces en un doble afuera: uno que implica un más allá del lenguaje y que abarca la experiencia, y otro que se constituye a partir de la exterioridad social y cultural. Si pensamos en lo que el afuera del lenguaje y su intento de articulación implican, afirmaríamos que la sospecha sobre el texto–caso está marcada por cierta idea de peligrosidad: su particularidad amenaza la seguridad y el orden del campo —cualquiera que sea— y desequilibra la lógica de lo conocido, esto es, del estereotipo y la fuerza que este irradia como figura ideológica de repetición.5 Los textos–caso son como los delirios, aparecen en medio de una lógica del orden y la desafían, aun sin querer. Sin embargo, su singularidad hace que estén en el límite por existir en el lenguaje. Sin lenguaje no serían ni textos ni delirios. Pero eso no es todo; como además los textos–caso carecen de autor(idad), resultan peligrosos dentro de determinados campos no solo por su «rareza», sino también por su autonomía respecto de las especificidades literarias y psiquiátricas: un texto sin autor(idad) y sin adscripción discursiva, desafía los criterios de validez y de responsabilidad legal que recaen sobre la figura de autor.

La palabra deseante

El monólogo de María Antonia

María Antonia

El que quiera vivir feliz que se opere el corazón así como lo hice yo, testigos en los Estados Unidos. Oriente soy. Queremos un padre de 15 años, para que vea por los viejos ancianos, ángeles ancianos.

Es decir, quiero mi casa para vivir, con una compañera y un papá del suelo porque el del cielo está viendo por todos. Adiós mis padres y todos los trabajadores auxiliados a la mano y a la planta de pie, donde estamos parados de nuestro Señor.

Todos nos hemos quejado, todos nos hallamos ciegos, porque estamos en el lugar que no hay corazón.

Los claveles están naciendo en los jardines de Bárbula y las rosas arrastradas no las quieren recoger. Yo me le quejo a Caracas, la Capital, por más que el Gobierno cambie. Se acaban las carreras de toros. No se puede ganar dinero disponiendo de las vidas. El toro es para comer y al que mata al toro pregunto para quién es sino para los gusanos, para alimento de la tierra, que ella no nos da de comer.

Mi cárcel fue el sufrimiento y en la cárcel estoy contenta, distraída de los cariños y apartados los sentimientos. Esto lo he hecho yo hoy cumpliendo con nuestro Señor a quien se le da el corazón.

Las palabras evocadas son de nuestro Señor en el pensamiento. Existen malos pensamientos. (Téllez Pacheco, inédito:43; énfasis propio)

«El monólogo de María Antonia» constituye un texto que habla de la materialización de la experiencia a través del lenguaje. Un lenguaje que no atiende ya a la estructura del relato sino a una lógica de escritura en la que el delirio se hace cuerpo textual. Ya no estamos en presencia de una estructura en la que, aunque se observan lapsus y «errores», se mantiene una línea narrativa. En este texto, lo que tiene lugar son los saltos de significación. No es ya la narración de la experiencia de la catástrofe, sino la catástrofe misma interviniendo en la escritura. «El monólogo de María Antonia» es un delirio escrito. Las palabras producen un sentido al que somos ajenos si la mirada se opone a la escucha. Si escuchamos, más allá de la línea sintáctica y gramatical necesaria para la comunicación, estaremos en presencia de una red fragmentaria en que la repetición («corazón», «padre», «vida», «mata», «palabras», «pensamiento», «Señor», «cárcel»...) se elabora desde la necesidad de expresar. De ahí que sea imposible una interpretación regida por el significado; el significante se ha descolocado en relación con el referente o con la línea sintáctica y ambos han estallado. En este texto–caso, la lengua se fragmenta y se ofrece, más allá de la representación, como una acción, como una intervención en la que el sentido se reactualiza sin significar y pone en presencia un modo de ser de la escritura que no es narración, que no es testimonio, sino un «puro devenir sin medida» (Deleuze:7) que grita la existencia de algo que se encuentra fuera del orden del discurso. La lengua se vuelve un cuerpo fragmentado en el que intervienen palabras que, además de hablar de otra lógica, la del sentido, funcionan desde la materialidad de un lenguaje que delira. La escritura conlleva la materialidad de un cuerpo en la que puede comprenderse «lo que puede» un texto. No hay experiencia de lo Real que no pase por el cuerpo, aunque lo que deje en el texto sea tan solo un eco, una resonancia. Y aun con la multiplicidad que la experiencia implica, esto logra ser una constante. La palabra arroja sentidos.

Sin embargo, esa multiplicidad se junta en el movimiento de un tejido —el texto— que es, de algún modo, un soporte a manera de collage, en el que se leen palabras–cuerpo. Esto es, significantes que han perdido su valor respecto del referente y que ocupan espacio en el texto a partir de su pura materialidad. En este tejido es en donde se genera una productividad en la que la lengua se cierra a la convencionalidad para, desde su materialidad, decir sin que importe el orden del discurso. Los vocablos ya no forman parte plena del sistema, sino que lo desarticulan y devienen órgano que se instala, sin articulación alguna con el resto del cuerpo. Las palabras ya no representan de la manera más tradicional; más bien, intervienen, «son efluvios del cuerpo, emanaciones, pliegues ligeros del aire salidos de los pulmones [o de las manos] y calentados por el cuerpo» (Nancy:15).

Esta multiplicidad que se dispara en el texto hace coincidir, a través de las palabras, la experiencia, el lenguaje y el cuerpo. No se trata de contar la historia, tampoco de representar. La repetición se traduce en el cuerpo mismo que pareciera querer intervenir, hecho palabras. «Corazón» ha perdido ya su sentido simbólico y se adecua a la intervención, a la performance del lenguaje. Como si el lenguaje que allí opera formulara en sí mismo un artefacto crítico cultural6 que expresa a través del sentido, y no del significado, lo que el cuerpo experimenta: intensidades de una materia que tiene y no tiene lugar en el texto. Escritura de una experiencia que no puede ser traducida ni representada en su totalidad, y que a pesar de ello constituye un modo de expresión. Paradoja de la experiencia, del sentido y del lenguaje operando desde una lógica que trasciende el orden del discurso para construir una productividad en la que la escritura recupera su función inicial: la praxis, despojada esta vez de la tradicional figura autor–autoridad, fuera del discurso del campo literario y psiquiátrico y, como señalaría José Solanes, «galopando sin arnés» (Téllez Pacheco, inédito:16).

Notas

Dossier 151–169

1 En el fragmento de la conferencia «Introducción a El Techo de la Ballena» dictada por Juan Antonio Vasco en Buenos Aires, el autor describe este movimiento vanguardista y su relación con el grupo Sardio de la siguiente manera: «Me propongo reseñar con las simplificaciones que exige el corto límite de una hora, la trayectoria recorrida en el decenio que va de 1958 a 1968 por un grupo de jóvenes artistas venezolanos./ Escritores, críticos, novelistas, cuentistas, ensayistas, poetas, pintores, fotógrafos, creadores de espectáculos y de conmociones, estos hombres desencadenaron en 1961 la tormentosa navegación de la Ballena, animal verídico y formidable, símbolo de la humanidad que según ellos mismos dijeron alguna vez, no ha tenido principio ni tendrá fin./ Buena parte de la tripulación ballenera procedía de Sardio, una revista literaria políticamente comprometida que comenzó su trayectoria en 1958, apenas caída la dictadura de Marcos Pérez Jiménez, y la dio por finalizada en 1961» (335). «En los diez años que van del 58 al 68, y en los tres que es necesario sumarles para llegar al día de hoy no se ha dado, que yo sepa, en ningún país de lengua española, ningún proceso de rebelión a la vez artística, ética y política que se pueda comparar con el de la Ballena. Y esto ni en actualidad ni en lucidez, ni en universalidad de sentido, ni en adecuación a su propio país, ni en capacidad creadora, ni en violencia de imagen, de palabra y de hecho, ni en la dimensión de los efectos causados en su contorno, ni en la irradiación alcanzada fuera de su ámbito nacional» (336).

2 Franco Basaglia (1924–1980) fue un psiquiatra italiano fundador del movimiento «Psiquiatría democrática» a quien se le adjudica la creación de la Antipsiquiatría.

3 Sobre el problema del nombre propio y el nombre de autor, Foucault señala: «El nombre de autor es un nombre propio; plantea los mismos problemas que él (...). No es posible hacer del nombre propio, evidentemente, una referencia pura y simple. El nombre propio (e igualmente el nombre de autor) tiene otras funciones además de las indicadoras. Es más que una indicación, un gesto, un dedo apuntado hacia alguien; en una cierta medida, es el equivalente de una descripción (...)» (1998:44). Y añade: «Finalmente el nombre de autor sirve para caracterizar un cierto modo de ser del discurso (...) indica que este modo de ser no es una palabra cotidiana (...) se trata de una palabra que debe ser recibida de un cierto modo y que debe recibir, en una cultura dada, cierto estatuto (...) corre, en algún modo en el límite de los textos, que los recorta, que sigue sus aristas, que manifiesta su modo de ser o, por lo menos, lo caracteriza. Manifiesta el acontecimiento de un cierto conjunto de discursos, y se refiere al estatuto de este discurso en el interior de una sociedad y en el interior de una cultura. El nombre de autor no está situado en el estado civil de los hombres, tampoco está situado en la ficción de la obra, está situado en la ruptura que instaura un cierto grupo de discursos, y se refiere al estatuto de este discurso en el interior de una sociedad y en el interior de una cultura (...). Podría decirse, por consiguiente, que hay en una civilización como la nuestra un cierto número de discursos que están provistos de la función “autor” mientras que otros están desprovistos de ella» (46).

4 Escribió Spinoza: «Y el hecho es que nadie, hasta ahora, ha determinado lo que puede un cuerpo (...) ello basta para demostrar que el cuerpo, en virtud de las leyes de su naturaleza, puede hacer muchas cosas que resultan asombrosas a su propia alma» (172).

5 Para Barthes «el lenguaje encrático (el que se produce y se extiende bajo la protección del poder) es estatutariamente un lenguaje de repetición; todas las instituciones oficiales son máquinas repetidoras: las escuelas, el deporte, la publicidad, la obra masiva, la canción, la información, repiten siempre la misma estructura, el mismo sentido, a menudo con las mismas palabras: el estereotipo es un hecho político, la figura mayor de la ideología. Por el contario, lo Nuevo es el goce (Freud: “En el adulto la novedad constituye siempre la condición del goce”)» (67).

6 Luis Miguel Isava señala respecto de los artefactos culturales: «Frente a las características de este conjunto de artefactos (utensilios) es posible entonces comenzar a determinar las de un conjunto diferente que llamaremos “artefactos culturales” (...) lo que en este artefacto se hace obra y opera simultáneamente es la cultura con sus innumerables presupuestos, convenciones y concepciones (...). Esto quiere decir que el artefacto cultural —inspeccionado desde la “cercanía”—, en lugar de hacerse habitual como el utensilio, impone una no familiaridad que lo convierte en signo, que lo vuelve pasible de ser leído (...). Es decir, el artefacto cultural “pone en funcionamiento” las redes de significación que lo hacen posible y lo justifican, pero al mismo tiempo la patentiza al escenificarlas en una suerte de inscripción significante susceptible de ser leída, analizada, interpretada, (re)pensada (...). Ya estos artefactos desbordan las demandas de la estética tradicional para convertirse en los signos de un texto complejo que es necesario leer y releer, es decir, analizar y pensar (...). Cuando se los observa desde la perspectiva que he propuesto en este trabajo —y con esto intento extender el alcance de la reflexión de Agamben—, los transforma en poderosos instrumentos de teorización en sí mismos» (445–451).

Referencias

AA. VV. (2008). El Techo de la Ballena. 1961 Antología 1969. Caracas: Monte Ávila.

Arpes, M. (2015). Aproximación a un protocolo teórico de la experiencia para pensar el arte y la cultura. El taco en la brea, 2(2), 9–19.

Barthes, R. (1993). El placer del texto. México: Siglo XXI.

Bodei, R. (2000). Las lógicas del delirio. Razón, afectos, locura. Madrid: Cátedra.

Cróquer, E. (2012). Casos de autor: anormales/originales de la literatura y el arte (II). Allí donde la vida (es) obra. Voz y escritura. Revista de estudios literarios, (20), 89–103.

Cróquer, E. (2013). Ese entrañable objeto del deseo social o lo que algunos de nuestros «casos de autor» (de)muestran. Estudios, 21(42), 203–237.

Deleuze, G. (1969). La lógica del sentido. Escuela de Filosofía Universidad ARCIS. Traducción de Morey, M. http://www.uruguaypiensa.org.uy/imgnoticias/588.pdf

Deleuze, G. y Guattari, F. (2004). Mil mesetas. Capitalismo y esquizofrenia. Valencia: Pre–textos.

Derrida, J. (1997). Mal de archivo. Una impresión freudiana. Madrid: Trotta.

Foucault, M. (1993). Historia de la locura en la época clásica (Tomos I y II). Bogotá: Fondo de Cultura Económica.

Foucault, M. (1998). ¿Qué es un autor? Litoral, (25/26), 35–71.

Hernández, C. (1996). La extracción de la Piedra de Locura. Una instalación de Javier Téllez. Caracas: Catálogo de la exposición Nº 1061 del Museo de Bellas Artes.

Isava, L.M. (2009). Breve introducción a los aparatos culturales. Estudios 17(34), 441–454.

Nasio, J.D. (2000). Los más famosos casos de psicosis. Buenos Aires: Rusly.

Nancy, J.-L. (2007). 58 indicios sobre el cuerpo. Buenos Aires: La Cebra.

Ramos, J. (2012). Sujetos al límite. Ensayos de cultura literaria y visual. Caracas: Monte Ávila Editores Latinoamericana.

Real Academia Nacional de Medicina (2012). Diccionario de Términos Médicos. Madrid: Panamericana. http://dtme.ranm.es/buscador.aspx

Rojas Malpica, C. (2008). Bosquejo histórico de la psiquiatría en Carabobo. Revista de la Sociedad Venezolana de Psiquiatría, 110(54), 14–24.

Salas, A. (2014). Antonine Aratud. Artaudlogía. Textos. Caracas: bidandco.

Sarlo, B. (1998). La máquina cultural. Buenos Aires: Ariel.

Spinoza, B. (1983). Ética demostrada según el orden geométrico. Buenos Aires: Orbis.

Téllez Carrasco, P. (2005). Historia de la Psiquiatría en Carabobo (1951–2001). Valencia, Venezuela: Universidad de Carabobo.

Téllez Pacheco, P. (2002). Nanacinder. Una fruta tropical. Revista La Tuna de Oro, (39), enero–marzo. Departamento de Literatura de la Dirección de Cultura. Universidad de Carabobo.

Téllez Pacheco, P. (Inédito). Nanacinder. 1964–1952. Una revista literaria en el manicomio (antología).

Vasco, J.A. (1971). «Introducción a El Techo de la Ballena». Separata. Dirección de Cultura. Universidad de Carabobo, Valencia, noviembre–diciembre.