#12
[noviembre 2020]

Narrativa de las diferencias en
la recomposición de un archivo.
Por una contrahistoria de la literatura venezolana del siglo XX

Verónica Y. Álvarez Universidad Simón Bolívar, Venezuela
ORCID 0000-0001-9361-7488
valvarez78@gmail.com

Resumen

El siguiente cuerpo textual forma parte de un ­proyecto de investigación doctoral en el que se propone una revisión de las prácticas discursivas literarias y críticas de la literatura venezolana de la primera mitad del siglo XX, a partir de la autoría monstruosa como categoría de lectura e interpretación. Una concepción que vuelve a la reflexión sobre la noción de autor, a la cual desplaza y problematiza. Se trata de una forma de autoría en donde no solamente importa el producto estético elaborado, sino que también es relevante la propia actitud vital del productor hacia y dentro del territorio literario dentro del cual emerge y contra el cual lucha. Estas constelaciones autorales desenmascaran una propuesta «anti–literaria» poco revisada y por lo tanto excluida, que devela las fisuras de una narrativa oficial de la Historia de la Literatura Venezolana. Congregar y analizar estas autorías singulares y excéntricas, en cualquier campo cultural dado, bosqueja trazos definitivos para la posible elaboración de una contrahistoria de la literatura venezolana que dialogue y complete los discursos oficiales narrados desde la noción hegemónica de lo literario.

Palabras clave: noción de literatura / literatura venezolana / autoría / teoría del monstruo / anti–literatura

Narrative of differences in the recomposition of a file. By a counterhistory of Venezuelan literature of the twentieth century. Abstract

The following textual body is part of a doctoral research project which proposes a revision of the literary and critical discursive practices of Venezuelan literature of the first half of the 20th century, based on monstrous authorship as a category of reading and interpretation. A conception that reexamines the reflection on the notion of author, which displaces and problematizes. It is a form of authorship in which not only the elaborated aesthetic product matters, but also the own vital attitude of the producer towards and within the literary territory in which it emerges and against which it struggles. These author constellations unmask an «anti-literary» proposal, slightly revised and therefore excluded, that reveals the fissures of an official narrative of the History of Venezuelan Literature. Congregate and analyze these singular and eccentric authorships, in any given cultural field, sketchs definitive traces for the possible elaboration of a counterhistory of Venezuelan literature that will dialogue and complete the official discourses narrated from the hegemonic notion of the literary.

Key words: notion of the literary / Venezuelan Literature / authorship / monster theory / anti-literature

Recibido: 11/6/2020. Aceptado: 24/9/2020

Para citar este artículo: Álvarez, V.Y. (2020). Narrativa de las diferencias en la recomposición de un archivo. Por una contrahistoria de la literatura venezolana del siglo XX. El taco en la brea, 12 (junio–noviembre). Santa Fe, Argentina: UNL. e0011 DOI: 10.14409/tb.v1i12.9689

Noción de lo literario

I.

Josefina Ludmer plantea, a modo de introducción, en sus Clases de teoría de 1985 (2016) que una «concepción de literatura» es un fenómeno colectivo e ideológico cuyo funcionamiento y características no están necesariamente articuladas ni tampoco especificadas en escritura alguna. Puede ser pensada, más bien, como un régimen de creencias que deriva de «un sistema filosófico antiguo que ha perdido su base (...) se ha vulgarizado o (...) naturalizado», e incluso podría emanar de la confluencia de posturas ideológicas, científicas y políticas; en este sentido, entonces, las concepciones de literatura «pretenden validez universal», son evidentemente «normativas y aparecen prescribiendo fronteras» (s.p.). En la medida en que estas concepciones se creen únicas y universales entran en contradicción, e instauran pugnas para establecer las normas de la institución literaria. Es por esto que Ludmer concibe la «concepción de la literatura» como una ideología; de manera más precisa, como la ideología en la literatura, así afirma que: «la literatura es una ideología determinada que entra en juego y contradicción con otras ideologías» (s.p.; énfasis añadido). Convengo con Ludmer en que dentro del territorio literario confluyen varias concepciones de lo literario y que cada una se sostiene sobre una determinada ideología, las cuales a su vez luchan por una posición hegemónica. En este aspecto, Raymond Williams explicaba en su libro Marxismo y literatura (1977) que en determinadas circunstancias emergen «hegemonías alternativas» que no siempre son dominantes y que existen a la par de procesos «contra–hegemónicos»; así como otros «tipos de iniciativas y contribuciones que son irreductibles a los términos de una hegemonía original» (114). Por lo tanto, si bien podemos pensar en una perspectiva que se hace hegemónica y que termina por consolidar una «noción de lo literario», que ejecuta operaciones de legitimación, silenciamiento y exclusión; también debemos comprender que la misma existe en tanto que hace sistema con otras tendencias, perspectivas e iniciativas.

Williams especifica —y me permito citarlo en extenso— que la hegemonía es un «complejo de experiencias, relaciones, y actividades, con presiones y límites específicos y cambiantes. En la práctica, la hegemonía no puede ser singular» (112). Como forma de dominación pasiva es «continuamente renovada, recreada, defendida y modificada» pero al mismo tiempo es también «continuamente resistida, limitada, alterada y desafiada» (112); por consiguiente, «la hegemonía que por definición es siempre dominante nunca lo es de modo total o exclusivo» (113). No habrá en efecto, posiciones unificadas en torno a lo «literario», por lo que se requiere observar en todo momento las formas alternativas, de resistencia o de independencia, como «formas que han tenido un efecto significativo dentro del mismo proceso hegemónico» (113), porque según Williams, se deben tomar como «características indicativas de lo que el proceso hegemónico en su práctica ha tenido que hacer para ejercer el control» (113; énfasis añadido). «La función hegemónica decisiva es controlar, transformar e incluso incorporar estos procesos alternativos y de resistencia» (113). Merece la pena mencionar siquiera dos ejemplos, si no paradigmáticos, al menos ilustrativos, sobre la existencia de discursos diversos en forma simultánea: la convivencia de la corriente purista del lenguaje, con su contraparte, la corriente anti–purista en Venezuela a finales del siglo XIX y principios del XX; y la demostración de Raúl Antelo sobre la coexistencia de la «anti–modernidad» como parte constitutiva de la modernidad, en tanto síntoma característico de la cultura latinoamericana.

En la investigación sobre la historia del purismo lingüístico en Venezuela, Francisco Javier Pérez comenta que hacia finales del siglo XIX el purismo en la lengua «venía a contribuir a la idea de que los individuos en su desempeño ciudadano debían estar protegidos y disciplinados por un lenguaje limpio y carente de las máculas que (...) sólo podían provenir del uso degenerado que sociedades, también degeneradas, hacían de él» (81). Señala, al igual que Belford Moré (1996) y González Stephan (1987 y 1992), esa necesidad de las élites por definir el carácter de lo nacional y, agregaré ahora siguiendo a Antelo, la lucha por la autonomía. El proyecto civilizatorio al que Antelo le adjudica el carácter de «fusional» busca el control del comportamiento ciudadano, proceso en el cual el discurso literario y, por lo tanto, el lenguaje tenían una función específica y determinante. De este modo, a la iniciativa nacionalista y al proceso civilizador se le añade el disciplinamiento del individuo.

Ahora bien, así como el purismo se instaura en tanto «regulador de las transgresiones a la lengua imperial», único español posible, «la autoridad suprema y legitimadora» (82), cuyo poder se institucionaliza por medio de la creación de la Academia Venezolana en 1883, posterior Academia Venezolana de la Lengua, fundada por el entonces presidente de la república Antonio Guzmán Blanco quien fue además su primer director, un segundo proceso simultáneo inicia su marcha: el anti–purismo. Emerge entonces un espacio de conflicto que circunscribe un enfrentamiento de poderes cuyo eje es, por supuesto, el debate entre el español de España y el concepto de americanismo; es decir, lo extranjero frente a lo local–nacional, el modelo colonial frente a la república independiente. A medida que el siglo avanza se instauran entonces los «centros lingüísticos de poder». De alguna manera uno es hegemónico, con apoyo institucionalizado por parte del Estado, y el otro contra–hegemónico, que desarrolla su discurso apoyando la lengua local. La controversia purismo/anti–purismo atravesará el resto del siglo XIX hasta mediados del siglo XX y no debe estudiarse ni puede comprenderse si no se analiza y lee de manera conjunta, dado que ese espacio de diatriba y controversia conforma en sí mismo una característica de nuestra lengua.

Raúl Antelo, por su parte, señala como característica del modernismo latinoamericano «la paradoja del ser nacional», un lugar tensional que se conforma al mismo tiempo como local y como occidental, «como lo otro apropiado y como lo propio enajenado» (13). Antelo ve en el elemento barroco de la arquitectura latinoamericana de principios del siglo XX un intento de proclamar usos y aspiraciones ideológicas; pero apunta también a que ciertas propuestas estéticas arquitectónicas y pictóricas destacaron en su momento el enigma identitario latinoamericano, el cual problematiza el elemento de lo nacional que pone en cuestión la ansiada autonomía de la razón modernista. La presencia simultánea del discurso del nacionalismo autoritario del modernismo y de un discurso estético que propugna el mestizaje como el rasgo específico de la nacionalidad latinoamericana lleva a Antelo a concluir que «técnica europea y fuerza telúrica se fusionan (...) armónicamente, en la profanación americana» (18). Es decir, y esto es lo que me interesa, que se puede

asociar la modernidad (...) a una actitud antimoderna (...) Ese otro concepto de lo moderno, libre hasta el extremo de poder cuestionar a la misma modernidad, es crítico de la idea de Revolución, es escéptico ante el Iluminismo, es estéticamente pesimista (...). Ella nos ayuda a armar (...) una genealogía local de la posautonomía, uno de los avatares de la misma modernidad, que quizás sea más visible en los márgenes que en los centros. (20; énfasis añadido)

Por consiguiente, las mismas series discursivas que se desarrollan de manera simultánea y a contrapelo forman material sustancial y determinante del discurso que se pretende imponer como hegemónico y dominante; pero su indagación debe ser hecha en los márgenes.

Este breve repaso permite distinguir cómo el asunto de «lo nacional» se encuentra de manera problemática, tensa y determinante en la producción discursiva crítica y literaria, sobre todo en el proyecto modernizador progresista civilizador de finales del siglo XIX y primera mitad del siglo XX. Esto implica, pues, releer «lo nacional» pero desde la transgresión, para lo cual el archivo debe ser (re)construido con elementos del margen que propongan una «anti–literatura».

II.

El trasfondo ideológico sobre el que se ampara la «noción de lo literario» y la actividad crítica desde el siglo XIX en Venezuela presenta ciertos aspectos de nociones hegelianas que buscan controlar el «caos» discursivo y eliminar de alguna forma todos aquellos «factores perturbadores de la unidad nacional» (González Stephan, 1987:42). La traza hegeliana que la autora puntualiza aquí, no es de menor importancia. Unidimensionalidad y homogenización, por ejemplo, de alguna manera siguen apareciendo en cierta crítica del siglo XX y también del siglo XXI. Ya lo ha señalado Paul De Man: cuando elabora el recuento del estado de la crítica literaria en Estados Unidos a mediados de los años cincuenta, apunta que existe un bastión de la crítica que se ampara en un sistema de conceptos y principios normativos que son fundamentalmente culturales e ideológicos. Advierte también sobre la cuestión de la estética a la que incluye como parte de un sistema filosófico y no como una teoría específica. Recuerda que el reto planteado por Nietzsche al sistema fundado por Kant y Hegel parte de lo estético. Infiero que uno de los principales contenidos filosóficos hegelianos, que la teoría posestructuralista denuncia con insistencia, es la «teleología».1 En este sentido, Michel Foucault fundamenta buena parte de su teoría precisamente combatiendo algunos de estos aspectos; de allí su propuesta del estudio del acontecimiento singular y lo contingente de una experiencia. Foucault sospechará, pues, de toda continuidad histórica «porque cree descubrir en ella la hegeliana “astucia de la Razón”, el movimiento totalizante y totalitario de la dialéctica, esto es, la pretensión de restablecer la necesidad de una razón y la unidad de un sujeto» (Campillo:79). Por consiguiente, estimo relevante profundizar en cuánto de las nociones hegelianas, por ejemplo, sigue actuando de manera silenciosa en el discurso crítico de la literatura nacional dentro del período seleccionado, porque es previsible considerar que la función normalizadora que ha tenido el discurso crítico está fundamentada en una ideología filosófica y política cuya intención es controlar el lenguaje. Barthes (1972) lo explicitaba para el caso francés: «la palabra desdoblada es objeto de una especial vigilancia por parte de las instituciones, que la mantienen por lo común sometida a un estrecho código: en el Estado literario, la crítica debe ser tan disciplinada como una policía» (13; énfasis añadido). «Nada es más esencial para una sociedad que la clasificación de sus lenguajes. Cambiar esa clasificación (...) es hacer una revolución» (47); por lo tanto, la estabilidad de la escritura es fundamental, maneja una ideología de lo nacional y de la identidad, en aras de la fijación a un concepto hegemónico de lo nacional. La persecución de lo nacional, como apunta Antelo es «una ambición hermenéutica modernista» (11).

En este orden de ideas, recupero la exposición de Belford Moré sobre el discurso literario y crítico de la Venezuela de entre siglos, cuando explica que la literatura venezolana se inserta entonces dentro de un marco institucional, toda vez que se le consideró una vía para lograr la ­remoción de ciertas pautas culturales necesarias para civilizar: «en tanto que ámbito institucional asociado a la nación, la literatura podía contribuir simultáneamente en la labor civilizadora y en la legitimación externa que la nación requería» (62). Por lo tanto, la «literatura» se concibió como una institución que asumía una doble función. Por un lado, civilizar; y, por el otro, legitimar exteriormente a la nación. Además, agrega el autor, y comparto con él esta idea, que como institución «la literatura (...) constituía un espacio de poder en torno al cual se congregaba en órdenes jerárquicos variables una comunidad dedicada a la producción y recepción de textos» (62; énfasis añadido). De ahí que la «noción de lo literario» descansa sobre esta función institucional que debe cumplir el discurso literario. En consecuencia, será sobre este fundamento que se discutirán y se establecerán las características que debía poseer la «literatura». El discurso crítico literario, por su parte, se centrará entonces en deliberar sobre aspectos como «los contenidos que debían ser expresados» y «el aparato formal que servía de vehículo a esa expresión» (Moré:62). Además, se intenta también «precisar las reglas y fundamentos que regían las operaciones de distribución del poder en el interior del marco institucional» (62). Se trata pues del ámbito en el que se constituyen y operan los procesos de legitimación —en el sentido que Bourdieu le asigna al término—. Por consiguiente, el discurso crítico literario está también signado y provisto de una función específica que ha adquirido de la misma manera en que ha sido estipulada la función de lo literario. La crítica, en su rol de centinela, opera desde su posición de autoridad y debe supervisar y controlar que el discurso literario se comporte tal y como lo demanda su función. La producción textual tiende a la entropía y a la dispersión y es esta característica natural del discurso lo que pretende controlar la crítica, cuya función, desde finales del siglo XIX en Venezuela, consiste en controlar, convertir y establecer; y pareciera que esta operación se encuentra todavía muy arraigada dentro de buena parte del discurso crítico literario del siglo XX.

III.

La narrativa oficial de la «Historia de la Literatura Venezolana» se ha construido, pues, como una serie cronológica lineal en la cual los acontecimientos seleccionados están organizados teleológicamente; sin embargo, lo afectado por la linealidad es el discurso histórico, no así la producción de acontecimientos discursivos. Los brotes discursivos son simultáneos y caóticos. La selección de los acontecimientos discursivos que se harán visibles y su organización en una «narrativa lineal y cronológica de la literatura nacional» viene dada por dos procesos que deben ocurrir de manera conjunta: por un lado, el hecho se convierte en un acontecimiento cuando es «alcanzado» por el lenguaje, es decir, cuando se hace escritura (Jolles); y, por el otro, se hace visible cuando es «asido» por el poder (Foucault, 1996). Los silencios, esto es, lo que no se menciona dentro del discurso, representan entonces las ranuras en donde se ha producido un cambio y tal vez una mutación inadvertida dentro del orden del discurso. La institución, según Barthes, «es esencialmente hablante: quiere lenguaje, es insaciable de lenguaje» (2004:75). No obstante, y pensando específicamente en la institución literaria, en determinadas ocasiones esta pronuncia un silencio reiterativo y prolongado respecto de algunas obras y autores. En este sentido, el silencio informa sobre la institución literaria y la crítica que lo produce. Si el silencio, como sugiere Barthes, puede construirse como signo, entonces se le puede hacer hablar, cuando algo se hace signo es susceptible de ser leído e interpretado (Isava). Por consiguiente, estimo que merece la pena enfocarse en estos silencios pero entendiéndolos como «artefactos culturales», en el sentido que Isava le confiere a esta noción. En el acuerdo de que la cultura está formada por redes de significación construidas por el hombre (Geertz, citado por Isava), el «artefacto cultural» pone en obra la cultura y «se definirá por (cor)responder a esas redes de significación y, al mismo tiempo y como consecuencia de ello, por patentizarlas; lo que necesariamente comporta la posibilidad de interrogarlas» (Isava:445). Desde la mirada barthiana, entre tanto, habría que «desbaratar» al silencio en su ciclo. En un primer estadio, el silencio es un «arma que sirve (...) para desbaratar los paradigmas (los conflictos) de la palabra; luego se solidifica él mismo como signo (es decir, es incluido en el paradigma)» (Barthes:73). Esto es: el silencio clausura la palabra; luego, al sistematizarse, se erige como signo. Pero de nuevo hay que ir tras del silencio y desarticularlo «como signo y como sistema» (73). En palabras de Isava: «sólo la mirada “crítica” suscita en el artefacto cultural “naturalizado” su espesor significante» (447). Esto implica ver al silencio de la crítica respecto de ciertos proyectos estéticos y autorías desde una mirada «desplazada», dado que se ha naturalizado, sistematizado y dogmatizado. El silencio discursivo, entonces, no solo indica una fisura o una mutación en la narrativa de la historia literaria, sino que como signo puede identificarse como un artefacto cultural susceptible de ser leído e interpretado. Uno de los ejemplos más contundentes de este silencio dogmático hecho signo se puede verificar en el caso de la Biblioteca Femenina Venezolana de la década del cuarenta del siglo XX.

Según apuntan Pantin y Torres, la Biblioteca Femenina Venezolana fue una actividad que derivó del concurso literario femenino promovido por la Asociación Cultural Interamericana. Nace enmarcado en medio de un número de agrupaciones femeninas que vieron luz en Venezuela a partir del fin del gomencismo. La Biblioteca Femenina Venezolana publicó las obras de las autoras galardonadas en el concurso literario femenino. Afirma Luz Marina Rivas que «en la literatura venezolana de los años cuarenta y cincuenta de nuestro siglo, se manifestó un fenómeno interesante: una eclosión de cuentos escritos por mujeres. Una docena de autoras hacen suya la narrativa breve en el marco de una sociedad que vivía cambios múltiples» (1). Es importante destacar que, además, las mujeres tuvieron una importante participación en la prensa periódica, una revisión de El Nacional de los primeros quince días del mes de octubre de 1944 —fecha elegida al azar— muestra al menos una veintena de artículos dedicados al tema femenino y su impronta política, en su mayoría, escritos por mujeres. Encontramos varias reseñas y críticas a libros tanto de poesía como de narrativa; otros están dirigidos a resaltar los méritos académicos que recién empiezan a tener las mujeres, como el referido a las dos primeras ingenieras graduadas en el país. El mayor número de artículos gira en torno al asunto político. En ellos no solo se explora la posición de la mujer venezolana ante su momento político, sino que se exponen sus opiniones personales respecto de temas álgidos de actualidad. Son artículos de gran extensión que ocupan un espacio importante dentro del periódico, apoyado además con fotografías de las damas que muestran su rostro. Dentro del torbellino político, el sujeto femenino es requerido como apoyo para la lucha por el cambio. No obstante, en los balances posteriores que hace la crítica literaria, este relevante fenómeno de acceso a la palabra escrita y pública que tuvo la mujer se omitió. No se menciona, o se indica muy brevemente en las historias de la literatura nacional; tampoco en las antologías tradicionales de cuentos, y hasta hace poco fue un fenómeno discursivo silenciado sistemáticamente. Este gran silencio es un signo, un dogma, un artefacto cultural.

IV.

Así entonces, desde que se inicia en Latinoamérica la labor de ordenamiento, clasificación y ­designación de los discursos que serán considerados como elementos constitutivos de la narrativa de la «Literatura Nacional», y hasta que este proceso se convierta hacia mediados del siglo XX en crítica literaria especializada, ha existido también un proceso de silenciamiento, deslegitimación, estigmatización, monumentalización y monstrificación de ciertos proyectos estéticos y autores, producto de un mecanismo ideológico/político/filosófico/estético que determina la «noción de lo literario», la función de la literatura y la tarea de la crítica. Se trata de un dispositivo —en el sentido que Foucault y Agamben le asignan al término— que controla, convierte y establece los discursos, interviene su producción entrópica, hace visibles a ciertas autorías/textos y despliega sus artefactos culturales2 los cuales expone como referentes de un proceso que se narra como una única historia evolutiva. Y, dado que se trata invariablemente de una operación de selección, es obvio que ciertos proyectos estéticos se tornen invisibles, resulten excluidos y algunos incluso desaparezcan del territorio literario. Discursos, escrituras y subjetividades autorales que de alguna manera conforman a su vez una «tradición», que por ahora llamaré «anti–literaria». Una «noción de lo anti–literario» agruparía a una serie de discursos «disjunctus»,3 que se producen de manera simultánea con los discursos hegemónicos que imponen la «noción de lo literario». Discursos, actitudes y hábitos que forman parte de procesos independientes, pero que existen como componentes intrínsecos del territorio literario, tal como Antelo ha determinado la existencia de la «antimodernidad» como discurso coexistente a la modernidad.

Dentro de los procesos de legitimación, la operación de silenciamiento es su contrapartida evidente. Barthes afirma: «el ejercicio del habla está ligado al problema del poder: es el tema del derecho a la palabra» (2004:68); por consiguiente, se acalla un discurso cuando este tiene ciertos visos de peligro porque amenaza la estabilidad del sistema. Hay razones precisas y manifiestas por las cuales un discurso o una voz deben silenciarse y que, siguiendo la demanda de González Stephan (1992), deben ser estudiadas. Se trata de zonas literarias que han sido sistemáticamente suprimidas. Esto está correlacionado, precisamente, con las concepciones de la literatura. La «noción de lo literario» es una construcción discursiva cuya función es filtrar los discursos que se producen y a su vez dar visibilidad a unos e invisibilidad a otros; sin embargo, más allá de intentar determinar de qué se trata la «noción de lo literario», nos interesa más bien saber cómo se construye en cada época, su modo de ser, cómo funciona, qué la hace posible. Cómo hace visibles e invisibles a ciertos autores, obras y discursos en ciertas épocas, dado que esto explicaría más que una literatura, una época histórica. En este sentido, poco importan las correcciones que la crítica haya realizado posteriormente dando visibilidad a autores y obras silenciados en el pasado. Lo que es relevante es cómo se muestra un discurso en una determinada época histórica. La crítica es cierta manera de ver la literatura y puede pensarse o imaginarse como una estructura arquitectónica (hecha de conceptos) que deja ver ciertas áreas de la estructura, mientras que otras permanecen ocultas. De manera que, cuando en diversas ocasiones históricas se le ha solicitado a la crítica ciertas renovaciones es porque surge la necesidad de que la estructura sea modificada, para así dejar ver ciertos discursos de una manera distinta. De esto resulta, por ejemplo, rescatar del olvido una obra, un autor o un proyecto estético. Estos cambios producen entonces las modificaciones en la noción de lo que es literario en cada época. Y esto es muy importante, porque si la crítica es una manera de ver, esta manera de ver supone lo que debe ser visto (Deleuze, 2013:19). La crítica es entonces el lugar de visibilidad de la literatura. Y, por lo tanto, al estudiar la crítica y la «noción de lo literario» lo que intentamos describir es un lugar de visibilidad.

La descripción de la crítica y su funcionamiento, como espacio de visibilidad, expondrá ciertas razones por las que, por ejemplo, ciertos discursos fueron silenciados, por una parte; pero, por otra, debería también permitir entrever problemas teóricos. Al reunir varios de estos discursos silenciados en un corpus, se puede levantar la arquitectura de las nociones o ideologías de una «anti–literatura».

Evidentemente, la crítica literaria venezolana ha ido haciendo un ajuste en este sentido, en trabajos que han presentado nuevos análisis críticos de estas zonas literarias olvidadas, elaborados desde perspectivas teóricas contemporáneas. En Latinoamérica, advierte Antelo, la crítica cultural ha venido transformándose; y, en un escenario posautonómico, a la crítica «ya no la mueve (...) una ambición hermenéutica modernista, en pos de una supuesta identidad nacional. Al contrario: se persigue ahora a un sujeto múltiple» (11). En este sentido, el quehacer crítico se ha desplazado de las seguridades del «alto modernismo» hacia una condición de «completa disponibilidad e inseguridad» (11), lo cual implica que las revisiones, relecturas y selecciones de los corpus a estudiarse han cambiado diferencialmente de la crítica anterior a los años 70 del siglo XX; la apreciación de la literatura y de sus instituciones, por supuesto, se han modificado notablemente. Sin embargo, hay un sector de la crítica, al menos en Venezuela, que continúa trabajando en cierta medida desde la perspectiva tradicional y que se mantiene en diálogo con propuestas de lectura y crítica decimonónicas que se hicieron hegemónicas.

No se trata, pues, de otra cosa sino de estudiar al «raro»4 y al «silencio», dependiendo del caso, como un artefacto cultural y un acontecimiento singular. El corpus debería estar conformado por obras y autores «raros» y excéntricos que, dada su característica heterogénea, por un lado, podrán dar cuenta de la tradición oficial de nuestro territorio literario y su concepción de lo literario en su lucha por hacer hegemónica dicha concepción. Y, por el otro, nos permitirán proponer una historia paralela sobre la tradición «anti–literaria» que demuestra la cohabitación de otras concepciones de literatura presentes y en pugna dentro del territorio literario, y que narra otros problemas y otras salidas de nuestra historia patria.5

Hacia la autoría monstruosa

…la diferencia se hace obra bajo el nombre de un autor excepcional, «raro»

Eleonora Cróquer

I.

La autoría monstruosa se inscribe dentro de la reflexión posmoderna sobre el autor.6 El «autor monstruoso» intenta un desplazamiento y una problematización dentro de la noción de Autor, en tanto que productores de artefactos culturales que construyen una subjetividad autoral, la cual no solo colisiona sino que cohabita con otras formas de autoría creando espacios de mutaciones y de mutismo dentro del discurso narrativo de la historia de la literatura venezolana. Se trata de una forma de autoría en donde no solamente importa el producto estético elaborado, sino que también es relevante la propia actitud vital del productor hacia y dentro del territorio literario dentro del cual emerge y contra el cual lucha.

Más allá de generar un método de análisis, lo que intentaré será dilucidar un problema ­teórico por medio de un proyecto de autoría dado. En el entendido de que cada autoría monstruosa es un caso único, singular y particular, no puede hablarse pues de una metodología general, sino más bien de una aproximación a una situación teórica y/o crítica por medio del estudio de una autoría monstruosa. De esta manera, evitaré en lo posible realizar crítica dentro de un orden jerárquico que gire en torno a valores trascendentes —éticos, estéticos y morales— y, procuraré, entonces una aproximación inmanentista que permita explorar una lectura que descifre qué puede o no puede hacer una escritura; esto es, estudiar los modos de existencia de determinados proyectos de autoría en un intento por responder a preguntas como, por ejemplo: ¿qué implica un cierto tipo de modo de ser?, ¿qué envuelve en sí mismo?, ¿de qué es capaz una autoría? Para esto, las autorías deben ser concebidas como modos particulares y singulares de existencia, y la verificación de sus potencias se deslindará del modo en el que la autoría analizada plantea, mantiene y compone sus relaciones. Esto erradica la concepción esencialista de la noción de autor.

Después de la muerte del autor, declarada por Roland Barthes (1968), Michel Foucault (1983) responde indicando asuntos neurálgicos los cuales resulta pertinente retomar. En primera instancia, la muerte del autor es una propuesta de lectura y de interpretación en la cual la figura del autor se borra «en beneficio de las formas propias del discurso» (78). En este sentido, no se trata de una muerte física sino de una manera de interpretar el discurso. En segundo lugar, la propuesta de Foucault sobre la «función de autor» se plantea como una forma de entender bajo qué condiciones y reglas algo como un «autor» funciona; porque, en última instancia, y esto es con mucho lo más importante, el estudio del autor es el estudio del sujeto en un momento dado y su circunstancia.

Por lo tanto, una propuesta de un estudio sobre el autor es, finalmente, un acceso factible hacia el estudio del sujeto y la manera en la cual este se inscribe en una cultura en un momento histórico; puesto que, y sigo con Foucault, la función de autor no es sino una de las especificaciones posibles de la función sujeto, en el entendido de que el sujeto no es el origen del discurso sino una función del mismo.

De ahí que el recorrido que se intenta hacer no es aplicar una teoría a un autor y hacer un análisis —lo cual no estaría tampoco descartado en ciertas circunstancias—, sino estudiar el modo de existencia de una autoría y su escritura para verificar qué problema teórico–crítico inscribe o propone esta singularidad. Así, por ejemplo, un caso de autoría monstruosa podría indicarnos la existencia de una concepción de literatura diferente a la que intenta ser hegemónica. Como ha destacado Ludmer, analizar las diferentes concepciones de literatura es de hecho un problema teórico. En consecuencia, lo que se busca no es un estudio de autores simplemente, sino un análisis de problemas que algunos tipos de autorías «raras» plantean. No pretendo conclusiones adelantadas; pero, para ilustrar someramente la idea concedamos, por ejemplo, que Teresa de la Parra (1889) introduce un problema teórico y político sobre la escritura de sí, la despoetización y la parrhesía; que Renato Rodríguez (1927) propone un problema teórico sobre la subordinación que, en tanto rasgo de expresión —Deleuze—, termina delatando una trama política; que algunas autoras de la década del cuarenta del siglo XX escribieron discursos cuyo rasgo es la anacronía, lo que implica un acentuado desplazamiento que relata de alguna forma el modo de inscripción del sujeto femenino dentro del territorio cultural y político; o que la traducción como figura retórica en Salustio González Rincones propone un desplazamiento que puede ser reflexionado como un intento de domesticación pero sobretodo de integración. Estos son todavía apenas supuestos.

Para Michel Foucault (2010), la figura del «monstruo», principalmente la del «monstruo criminal», irrumpe como una noción que reactiva temas antiguos a partir del siglo XIX, y emerge gracias a una reorganización del poder político que Foucault precisa en detalle. Por más que la noción de monstruo de Foucault ha sido decisiva en la orientación de este proyecto, definitivamente hacer una trasposición del concepto y usarlo como un método para analizar un evento literario me parece que banaliza tanto el tratado del filósofo como mi propia intención. Coaptar un autor monstruoso implica conceptos foucaultianos, sin duda; pero lo que teóricamente una autoría monstruosa propone y de qué forma puede dialogar con problemas foucaultianos es una tarea enteramente distinta y está por hacerse.

Afirmé que uno de los objetivos centrales de este trabajo es estudiar ciertas «autorías excéntricas» como un fenómeno estético y un acontecimiento singular, por lo cual el corpus estaría conformado por un grupo de obras y autores «raros, extraños o anormales». En tal sentido, corresponde entonces precisar ciertas particularidades teóricas implicadas dentro de esta afirmación.

En un primer acercamiento etimológico, el adjetivo rārus se usaba para designar una textura porosa de poca cohesión, un material por el que las sustancias se filtran; pero también para indicar escasa cantidad de algo, por lo que se refiere realmente a aquello que es inhabitual, esporádico, inusual, aislado. El adjetivo deriva luego hacia una acepción más corriente y se entiende como notable, excepcional, extraordinario, poco común. Ciertamente, conferir la distinción de «raro» a un autor no es una operación que corresponda exclusivamente a la crítica contemporánea. Eleonora Cróquer (2012) nos recuerda, por ejemplo, el uso del adjetivo «raro» por Rubén Darío a finales del siglo XIX para reseñar, no solo a artistas poco comunes, sino también y más específicamente a creadores aislados y poco conocidos. El homenaje de Darío es al «artista silencioso» (Darío:14). Dentro de esta perspectiva, un «autor raro» es, pues, fundamentalmente, un productor inhabitual cuyo proceso creativo se produce en cierto ostracismo, aunque ciertamente, la rareza y el aislamiento no se presentan yuxtapuestos de manera obligada.

Sirva esta trivial definición como exordio para la inferencia a continuación. Aun cuando la noción de «autor raro» se podría desprender como una categoría de análisis a partir de la formulación teórica elaborada por Eleonora Cróquer (2012) en el trabajo que ha venido realizando sobre los «casos de autor», muy específicamente en su artículo «Casos de autor: Anormales/Originales de la literatura y el arte latinoamericanos». El propósito es deslindar la noción del «autor raro» para entenderlo como una forma posible de autoría monstruosa, en donde el «caso de autor» y las autorías silenciadas serían otras formas posibles de la misma. Como se verá luego, las autorías monstruosas pueden concretarse en autores excéntricos (raros, poco comunes), autores silenciados/olvidados por la crítica —ya hice referencia al silencio como signo en el caso de las narradoras venezolanas de los años 40—, y en los «casos de autor».

II.

En su celebérrima y muy referida clase del 22 de enero de 1975 del curso Los anormales, Foucault expondrá el problema de la anomalía por medio de la exploración de tres figuras de las cuales será descendiente el hombre anormal del siglo XIX. La figura a la que particularmente haré mención es al «monstruo humano».

Para Foucault (2010) el atributo del «monstruo» es el de la «inteligibilidad». Quizás parece una paradoja; no obstante, apunta hacia la capacidad del elemento monstruoso de dejar muy claro el fallo de la norma: «El monstruo es el gran modelo de todas las pequeñas diferencias» (62). Despunta aquí la noción de la «diferencia», que me parece una noción central en esta aproximación teórica. La práctica de la normalización será pues una operación de supresión, corrección y silenciamiento de las diferencias:

La propiedad del monstruo consiste precisamente en afirmarse como tal, explicar en sí mismo todas las desviaciones que pueden derivar de él, pero ser en sí mismo ininteligible. Por consiguiente, lo que vamos a encontrar en el fondo de los análisis de la anomalía es la inteligibilidad tautológica, el principio de explicación que no remite más que a sí mismo. (62–63)

La monstruosidad se refiere muy especialmente a la transgresión de los límites, es lo prohibido y la «excepción por definición» (63); pero es también lo extranjero, lo que viola el pacto con el cuerpo social y la mezcla imposible de elementos —mezcla de dos especies, de dos individuos, de dos sexos, de la vida y de la muerte, de las formas—. Es una traslación del sentido —¿una intensidad deleuziana?, ¿una potencia spinozista?—:

Sólo hay monstruosidad donde el desorden de la ley natural toca, trastorna, inquieta el derecho, ya sea el derecho civil, el canónico o el religioso (...) la monstruosidad es una irregularidad natural tan extrema que, cuando aparece, pone en cuestión el derecho, que no logra funcionar. El derecho está obligado a interrogarse sobre sus propios fundamentos o bien sobre su propia práctica, o a callarse, a renunciar, a recurrir a otro sistema de referencia o, por último, a inventar una casuística. El monstruo es, en el fondo, la casuística necesaria que el desorden de la naturaleza exige en el derecho. (69; énfasis añadido)

El «monstruo» o el elemento monstruoso, desde una perspectiva teórica, puede ser el depositario de dos nociones. Una primera: el «elemento monstruoso» es un desorden natural; es decir, su emergencia procede del mismo sistema que lo produce y aloja y, por lo tanto, sus unidades constitutivas pertenecen al campo/cultura/territorio en el que surge. Se infiere que los sistemas normados generan sus propias monstruosidades. En este sentido, Jeffrey Cohen afirmará que el monstruo es específicamente un producto de la cultura; y lo define como «una personificación o encarnación de cierto momento cultural» (4). Para Cohen, el monstruo condensa miedos, ansiedades, deseos y fantasías de un tiempo y de un lugar; por ello, «el cuerpo del monstruo es pura cultura» (4).

La segunda noción está relacionada con el desafío que el «monstruo» propone con su aparición, y es que obliga a su campo de «infracción a interrogarse sobre sus propios fundamentos» y sobre su práctica, que lo obliga a callarse, a renunciar o «a recurrir a otro sistema de referencia»; y, por último, a «inventar una casuística» (Foucault, 2010:69). Es decir, lo monstruoso se hace «caso» y se transforma en una interrogante sin respuesta; se vuelve enigma y la interpelación que elabora va dirigida, precisamente, al espacio que ha generado la monstruosidad en cuestión. Por consiguiente, en sus siete tesis sobre la cultura del monstruo, Cohen, explica que el monstruo, al no poder ser conceptualizado ni categorizado, entonces es «el precursor de la crisis de la categoría o de la categoría de crisis» (6).

El monstruo como condensación y expresión de la diferencia escapa a una categorización simple, por lo que resulta difícil de clasificar y de ser encapsulado dentro de un sistema conceptual. Así, el monstruo permanece en los márgenes. El monstruo es entonces un generador de enigmas y de casos; ante la dificultad de su ordenamiento, los sistemas que se enfrentan al mismo sucumben en paroxismo. Por otra parte, Cohen lo propone también como una «especie de tercer término» (6) que introduce una crisis en todo sistema clasificatorio binario;7 en cuanto a procesos de ordenación y categorización, el monstruo viene a ser «una categoría mixta, [que] resiste cualquier clasificación construida sobre una jerarquía o una mera oposición binaria, demandando en su lugar un “sistema” que permita la polifonía, respuestas mezcladas (diferencia en la igualdad, repulsión en la atracción), y resistencia a la integración» (6). De manera que el monstruo es el lugar en donde los sistemas hacen crisis: «lleno de reproches hacia los métodos tradicionales de organización del conocimiento y de la experiencia humana, la geografía del monstruo es una expansión peligrosa y por lo tanto, siempre un espacio cultural impugnado» (7).

Ahora bien, un «autor monstruoso» o un tipo de autoría que contenga algún elemento de monstruosidad puede entenderse como una discursividad que surge de manera natural por las condiciones de posibilidad dadas dentro de un campo/cultura/territorio en un momento histórico específico. Foucault, observa que, por ejemplo, el surgimiento de la literatura de terror, que además cataloga de «súbita irrupción», a finales del siglo XVIII se debe «asociar» con una «nueva economía del poder punitivo»; es decir, la nueva manera de administrar el poder para corregir, sancionar, controlar, normalizar y castigar permite el surgimiento de este tipo de discurso. Señala Foucault (2010) que el monstruo como personaje aparece en esta literatura con mucha fuerza. En tal sentido, afirma: «las novelas de terror deben leerse como novelas políticas» (102).

De esto se desprende que si en cualquier momento histórico dado y en cualquier campo propuesto se imponen determinadas normas y leyes que controlen, regulen, corrijan, delimiten, sancionen y castiguen la producción discursiva —tal y como fue pensada la crítica en el siglo XIX, por ejemplo—, de alguna manera se crean siempre las condiciones de posibilidad para que surjan estos casos de autoría monstruosa: subjetividades incómodas, raras, excéntricas, aisladas, silenciadas. Todas las culturas los producen; toda discursividad, en tanto se regule y controle, producirá sus monstruos, y Cohen agregará que toda cultura que reescriba, recomponga y exagere sus diferencias hará también lugar para la emergencia del monstruo. No obstante, hay que hacer la salvedad de que la modernidad latinoamericana y el final del siglo XIX junto con el principio del siglo XX, parece ser un período particularmente propenso para la emergencia de cierto tipo de autorías excéntricas, como lo han acotado Cróquer (2012) y Lasarte, porque está profundamente vinculado a un cierto tipo de crítica que se produjo dentro de un proyecto de nación específico. Otro aspecto que vale la pena revisar con detenimiento es que puede perfectamente, siguiendo a Canguilhem (1971), existir algún tipo de monstruosidad previa a la norma;8 entonces se reorganiza el poder para generar un proceso de normalización y normatividad que exponga la monstruosidad, la señale y la castigue. De manera que encuentro hasta ahora tres procesos para el nacimiento del monstruo: la reescritura, recomposición y exageración de la diferencia —esto es, la multiplicación de la diferencia—; el control, la regulación y la normatividad; y la exposición a posteriori de la infracción y del delito.

La reiterada operación de «esconder a los monstruos» genera «tradiciones de silenciamiento» (Gomes:550). Por consiguiente, hay que destacar que los procesos de silenciamiento y ocultamiento son la contraparte inseparable de los procesos de legitimación y consagratorios, en el entendido de que las posiciones hegemónicas del territorio literario definen, por medio del establecimiento de ciertos límites, «el derecho de entrada en el campo»; y, por lo tanto, su exclusión —más adelante veremos que en la situación particular del «caso de autor», una de las formas de la autoría monstruosa, el silenciamiento no es la vía de formación—. Consideremos de momento la observación que hace Bourdieu respecto de la lucha por el dominio de la legitimidad literaria; esto es, del «monopolio de poder decir con autoridad quién está autorizado a llamarse escritor o incluso a decir quién es escritor y quién tiene autoridad para decir quién es escritor; o, si se prefiere, el monopolio del poder de consagración de los productores y de los productos» (331).

Por otra parte, si el «monstruo» genera enigmas e interroga a su campo, entonces un «autor monstruoso» está en la capacidad de lanzar ciertos desafíos al territorio literario en donde hace su emergencia y producir algunas de las consecuencias apuntadas por Foucault. Por consiguiente, el comportamiento de determinada crítica —sobre todo la que proviene de sectores hegemónicos— ante la monstruosidad —aquello que coloca en crisis su propia norma— será entonces el de avocarse a cierta revisión, a interrogarse sobre su práctica, a cambiar sistemas de referencias.9 Y/o el de renunciar a la lectura ante el cuerpo del discurso monstruoso y hacer silencio sobre el mismo.

Estimo que un ejemplo de esta operación se puede constatar en el silencio apodíctico y prolongado que la crítica sostuvo sobre la producción discursiva femenina de los años cuarenta y cincuenta del siglo XX, ya comentado en párrafos anteriores. Luz Marina Rivas, por ejemplo, nos recuerda el pasaje dedicado a las autoras realizado por Orlando Araujo en su libro Narrativa venezolana contemporánea de 1972 (reeditado en 1988). A continuación reproduzco una parte del pasaje:

Pero menos que una familia narrativa heredera y enriquecedora de su estilo y de su gracia, Ifigenia parece haber impresionado a algunas escritoras más por las potencialidades reformistas, vindicativas o contestatarias que cubren los velos de su fábula que por su lección todavía no aprovechada de escribir bien y de narrar mejor. No se me ofenda nadie, pero ninguna de mis amigas escritoras (...) han logrado todavía ir más allá de Teresa de la Parra; y creo que es porque se han agarrado de lo más perecedero, o marginal, o en todo caso, extraliterario y relativo de la escritora: es que llaman literatura «feminista» y que, en el fondo, consiste en tomar un personaje femenino, ponerle un traje–sastre y lanzarlo a un torneo con lo masculino, eso sí, dotándola de una razonable capacidad oratoria y de una buena dosis de seducción; o, procedimiento inverso, montar el tradicional aparato de un idilio entre la muy inocente y el muy pérfido: o entre la rica enamorada y el galán aprovechador, siguiendo un procedimiento naturalista romántico que permita ganar los buenos sentimientos del lector por desenmascaramiento del engaño; o mediante el espectáculo de la deshonra y de la infancia abandonada. Si la víctima es el típico ejemplar de la resignación, siempre tendrá a su lado una amiga que impulsa a la liberación.

No dudo que semejantes esfuerzos de ficción constructiva hayan sido útiles y sirvan para la catarsis de estados de abandono, penas de amor y venganzas de adulterio. Creo, asimismo, que se trata de una narrativa históricamente conmovedora que allí queda, su testimonio de plumas heroicas promotoras de una liberación que hoy alcanza estadios de unisexo jamás presentido por nuestras autoras; cuyas audacias de escritura pasan por candores de abuela entre las adolescentes sabiamente eróticas y tecnológicamente preparadas para hacer el amor con sus iguales del otro sexo, pero con píldora y sin remordimientos. (Araujo:232–233)

El fragmento luce, en ciertos momentos, exagerado en su descrédito a las obras de las autoras leídas y analizadas. El apartado abarca desde Teresa de la Parra hasta Gloria Stolk; y las autoras y obras analizadas son: Lourdes Morales (Delta en la soledad, 1946), Mery Russo (Zory, 1966 y La mujer del caudillo, 1952), Alecia Marciano (Las coquetas, 1957), Narcisa Bruzual (La leyenda del ­estanque, 1948), Trina Larralde (Guataro, 1938), Mireya Guevara (El becerro de oro, 1957), Cristina Ferrero (Sylvia, 1956), y por supuesto Lucila Palacios y Gloria Stolk a quienes dedica pequeños apartados. Deja de lado en el análisis a Irma de Sola y Ada Pérez de Guevara dado que no las inscribe dentro del modelo de escritura cuyo discurso es el de «la reivindicación de la mujer, la de los cotejos sentimentales e ideológicos con el hombre, la del sacrificio por amor no compensado, la de la exaltación de las “virtudes” femeninas y la de la rebelión ante convencionalismos sociales» (Araujo:232). Según su apreciación, Irma De Sola exalta en su escritura virtudes masculinas y Ada Pérez, «galleguiana», rinde homenaje «a las víctimas del hombre», en algunos de sus cuentos. Tampoco incluye aquí a Antonia Palacios cuya relación con Teresa de la Parra la encuentra en otros aspectos más ligados a la «nostalgia» de María Moñitos y Ana Isabel una niña decente. El tono y el estilo de escritura dejan ver un tipo de crítica vejatoria, similar a la que Roland Barthes responde en 1966 en su texto Crítica y verdad. Una crítica que ya no es de corrección (propia del siglo XIX y principios del XX) sino de sentencia y condena; además de ser una apelación a desechar estos discursos por «malos y banales». No obstante, el pasaje de Araujo es digno de análisis en tanto que se puede desvelar la ideología —una forma de lenguaje, una forma de gramática— de cierta crítica literaria. En principio, hay que considerar la posición de Araujo y la situación comunicativa en la que ese discurso es esgrimido, Araujo es el «escritor que sabe», está autorizado a decidir quién es escritor y quién no, porque él conoce la ley fundamental que permite a un autor ser llamado escritor, él sabe lo que es «escribir bien» y «narrar mejor», su construcción ideológica conceptual le permite una concepción clara de la noción de literatura. Así pues, le concede el ingreso solo a Teresa de la Parra, a las escritoras restantes les confiere el espacio de lo «extra–literario», una exclusión bajo condena; por consiguiente, desde su posición escribe con desdeño sobre un discurso que, obviamente, está leído desde un determinado instrumento crítico. Probablemente, el resumen, quizás injusto, que hace de Tres palabras y una mujer (1944) de Lucila Palacios se podría tomar como ejemplo de una lectura e interpretaciones envueltas en una ideología efectivamente patriarcal, androcéntrica y decimonónica. Araujo simplemente no comprende el problema femenino y, por lo tanto, lo trata y lo convierte en algo banal y sin trascendencia; darle el peso que le corresponde a este asunto podría ser amenazante. Considero que este tipo de lecturas son evidencia de la reacción que produce la lectura de un determinado producto discursivo que se hace extraño a los ojos de cierto aparato crítico construido dentro de una determinada ideología. Es preciso, entonces, revisar textos como este para entender algunos aspectos de nuestra tradición literaria y anti–literaria.

Por último, y no menos importante, transformar a ciertos sujetos autorales en lo que denominaremos «casos de autor» —los cuales sufren procesos de poetización, estigmatización y monumentalización—. Si bien la obra y el autor consagrados nos revelan aspectos del territorio literario y nos señalan una perspectiva histórica e ideológica de producción discursiva, su aporte se nutre y se completa si se analiza en «emparejamientos» con ciertos autores monstruosos, dado que esta autoría tiene la capacidad de mostrar10 el problema teórico y crítico que lo hace «caso» y que se desploma en su presencia. El autor monstruoso nos advierte sobre cambios en el sistema de referencias en el sistema crítico, sobre interrogaciones que la crítica se haga a sí misma ante alguna monstruosidad y sobre cierto tipo de subjetivaciones que determinados momentos históricos producen, precisamente por colocar en crisis a la crítica y ser la dispersión de la norma.

Como hemos venido apuntando, esta subjetividad construida como «monstruosa» infringe las leyes o las demandas de un campo artístico en determinado momento histórico. No obstante, la infracción debe ser extrema, de orden moral, religioso y estético; esto es, que perturbe valores trascendentales de tal manera que su interpelación al territorio literario sea tal que este sea incapaz de descifrar su demanda, que tanto el ingreso de este extraño cuerpo discursivo como el sujeto que lo produce se conviertan para el sistema crítico en un objeto harto complejo de penetrar. Así lo hemos observado en el ejemplo citado sobre el juicio de Orlando Araujo hacia la narrativa femenina de las décadas del cuarenta y cincuenta. Tanto el autor como el producto de su obra trastornan, de manera grave, un orden de valores ideológicos trascendentales hechos hegemónicos, generan desbalance, amenazan discursos establecidos y de alguna manera se les considera peligrosos:11 «el monstruo amenaza con destruir no sólo a los miembros individuales de una sociedad, sino al propio aparato cultural a través del cual la individualidad es constituida y permitida» (Cohen:12). Por ello, Cróquer expone que estas «configuraciones híbridas» —muy particularmente refiriéndose a los «casos de autor»— además de que plantean un enigma al campo, materializan la «impronta de un “autor” que hace excepción» (2012:4). El caso/monstruo, solo es monstruo, expone Foucault, en la medida en que es un «laberinto», una «violación», una «confusión de la ley» y «una indecibilidad» (Foucault, 2010:71); y, agrego con Cróquer, una autoría de este orden se hace también ininterpelable. El monstruo muestra, pero no necesariamente se comunica. Muestra una forma original, muestra un desplazamiento, muestra «un orden distinto al orden más probable» (Canguilhem, 1962:33); pero es incomunicable. Refiriéndose a la primera metamorfosis que narra Ovidio en donde Lycaon es transformado en lobo, Cohen comenta que, cuando la mutación es llevada a cabo y Lycaon pierde el habla, el adefesio pierde su capacidad comunicativa; por lo tanto, «solo significa» (Cohen:13).

El monstruo no debe entonces ser interpretado, ni metaforizado o alegorizado —quizás pueda ser, según Cohen, coaptado como símbolo—. El monstruo debe ser leído literalmente, porque respecto de él se trata más de descubrir la «fórmula» —en el sentido deleuziano del término— o la gramática que pone en práctica, y menos de interpretar lo que quiere decir.

Foucault, por su parte, hace uso del término «inteligibilidad»12 —el monstruo siempre fluye en medio de la paradoja y la ambivalencia—. El monstruo «es el principio de inteligibilidad de todas las formas de la anomalía (...) paradójicamente, el monstruo —pese a la posición límite que ocupa, aunque sea a la vez lo imposible y lo prohibido— es un principio de inteligibilidad» (2010:62). El monstruo es materia de puro conocimiento. En todo caso, el monstruo debería ser la vía misma de interpretación; y, en este sentido, la exégesis será «un proceso como la epifanía, un trabajo que debe contener fragmentos (huellas, huesos, talismanes, dientes, sombras, vislumbres oscuros —significantes del paso monstruoso que representan el monstruoso cuerpo en sí mismo)» (Cohen:6). Es probable también que la exégesis del monstruo deje andar el proceso de profanación, en el sentido que Agamben le asigna al término: dado que el monstruo deja ver lo sacralizado por la norma, lo muestra, lo deja al uso común, lo exhibe, el monstruo consigue la profanación en tanto que puede considerarse como «el contradispositivo que restituye al uso común eso que el sacrificio [es decir el dispositivo] hubo separado y dividido» (2011:261); y, se puede agregar, jerarquizado. El monstruo es inmanentista, ontológico y antijerárquico. El monstruo se sabe monstruo y está consciente de su diferencia y de su poder.13 Finalmente:

el monstruo nos pregunta cómo percibimos al mundo, y cómo hemos tergiversado lo que se ha ­intentado localizar. Los monstruos nos piden que reevaluemos nuestras suposiciones acerca de la raza, del género, de la sexualidad, de nuestra percepción de la diferencia, de nuestra tolerancia hacia su expresión. Los monstruos nos preguntan por qué los hemos creado. (Cohen:20)

«Caso de autor»

I.

El monstruo, como hemos visto, es el «caso» en esencia. El «autor monstruo» viene a ser una línea de fuga del concepto tradicional de «Gran Autor Maestro». El concepto del «Gran Autor», legitimado en su momento histórico, es desplazado por estos «autores monstruosos» que, en su modo de construirse, y en la manera en la que son edificadas sus subjetividades, desarrollan su existencia dentro de una mutación permanente, trasladándose del concepto de «Gran Autor Maestro» hacia un «autor otro», cuyo significado final no llega a establecerse claramente.14 Se hacen ilegibles y se convierten en inubicables dentro de los patrones ideológicos de la noción de literatura que impera en su momento histórico. Según Cróquer, del «caso de autor»

emerge una forma de autoridad conflictiva y, por alguna razón, indiscernible (...). La forma de una «autoridad» a la cual se le confiere la potestad de hablar la lengua de un continente oscuro (...) el habla que lapida junto a la figura que se supone portadora en el «caso de autor» adquiere trazos enigmáticos y desquiciantes de la diferencia. (2012:8)

El rasgo principal de estas autorías viene a ser la diferencia. La tesis número cuatro de Cohen expone que el monstruo es la «diferencia hecha carne», es una incorporación de un «afuera», de un «más allá»; y «cualquier tipo de alteridad puede ser inscrita o construida a través del cuerpo del monstruo» (7). En este sentido, lo que se reescribe constantemente en el cuerpo del monstruo es la diferencia; es decir, las múltiples representaciones discursivas de una diferencia crean un monstruo. El «caso de autor» ingresa como una autoría monstruosa por su rasgo de diferencia; y, en su condición definitoria de «caso», es también una categoría de crisis. El caso o kasus para André Jolles es una forma simple en el sentido literario de la expresión; es decir, formas narrativas pre–literarias que pueden dar paso a las grandes formas de la literatura. El caso sería, por ejemplo, la forma previa a la Novelle. No lo toma Cróquer en este sentido literal, sino que se apropia de su contenido teórico para la reflexión sobre la aplicación del término «caso» a este tipo de subjetividad autoral.

Lo interesante del «caso», y lo demostrará también Foucault (2010), es que está siempre directamente relacionado con todo aquello que está reglamentado. Contiene de manera implícita una valoración, una evaluación y, en determinadas ocasiones, concreta una sentencia y un castigo. Para Jolles el «caso» aparece en cuanto una norma es valorada por otra norma y no cuando un sujeto es valorado por una norma. Se convierte así el «caso» en un dilema y se genera un espacio de sentido abierto en donde se torna complicado tomar una decisión.

Para Jolles, el sentido del kasus está precisamente en su carácter contradictorio y en la «actividad mental que se representa al mundo como algo que puede juzgarse y valorarse según normas» (164; énfasis añadido). Lo que hace inextricable al «caso» es que en él opera la dispersión de la regla. El «caso» será pues una línea de fuga de la ley. Jolles evalúa el kasus desde una ­perspectiva literaria; y, en este sentido, los aspectos que toma en cuenta son lingüísticos. Sin embargo, estimo que vale la pena revisarlos. El «caso» precisa el uso de los pronombres en primera persona; ellos son esenciales porque le confieren otro rasgo definitorio: debe ser interpretado en su singularidad.

Desde el punto de vista lingüístico, Jolles concibe que el «caso» contiene siempre ciertos elementos constitutivos mutables y por lo tanto no está cerrado en sí mismo. El «caso» está siempre abierto; y esto, considero, es determinante en la teoría de Cróquer. El «caso» nunca se cierra, su sentido siempre está abierto y en proceso de construcción, es un archivo que no cesa de componerse y es una subjetividad vacía.15

Para Jolles, así como para Foucault aunque desde otra formulación teórica, la forma del «caso» pone en cuestión al mismo sistema que lo produce porque «surge de una medida de valoración»; y en su realización «se encuentra la pregunta acerca del valor de la norma». Al planteamiento de esta interrogación el «caso» no da respuesta y además subyace, implícitamente, la necesidad de una decisión. Lo que se realiza en el «caso» es «el ponderar (...) no el resultado de la ponderación» (Jolles:174).

Finalmente, Juan David Nasio formula una definición que sirve de colofón para esta breve presentación teórica del término «caso». Para Nasio, el «caso» expresa una singularidad y elabora un relato: «definimos el caso como el relato de una experiencia singular» (10–11); el «caso» es, pues, un proceso discursivo que expone o pone en escena «una situación que ilustra una elaboración teórica» (11). Lo que se espera entonces de la propuesta de un «caso de autor» es, precisamente, enfrentarnos a un discurso, o a una forma de ser del lenguaje de una experiencia singular que permita una construcción teórica.

II.

Para Cróquer (2016), en el «caso de autor» es precisamente la diferencia lo que «hace obra»; una diferencia que estaría dispersa, flotante, disgregada y expuesta en/entre la vida y la obra del autor. De ahí que dentro de la terminología usada por la crítico aparezca el rombo (◊)16 intercalado entre las palabras vida y obra: «vida ◊ obra», un solo término bimembre para designar lo que en el «caso de autor» es inseparable; esto es, la vida de/en la obra. En una última revisión que hemos hecho de esta teoría en el espacio del seminario «Autoría y exposición de sí: “caso de autor» (2017), Cróquer hace énfasis en que la relación entre la vida y la obra es siempre un espacio problemático por tratarse de una frontera. Las narrativas biográficas intentan borrar esta conflictividad cada vez que se desea explicar una obra por medio de una vida; por lo tanto, las biografías son relatos tranquilizantes. El «caso de autor», por el contrario, como categoría para pensar ciertas autorías, aunque reúne intrínsecamente la vida y la obra —rasgo propio de las autorías menores, como Deleuze y Guatari han propuesto—, desmantela el relato biográfico. La operación de explicar la obra por medio de la vida es una práctica de la crítica que procura cerrar la obra sobre un significado lúcido y despejado.17 Esta parece una noción arraigada que podría ser rastreada como un elemento ideológico de la crítica moderna; es decir, de cierta crítica que se realiza en el espacio del proyecto político civilizador y republicano que se instaura con el nacimiento de los nuevos Estados latinoamericanos. Al proponer el «caso de autor» como una categoría de pensamiento/lectura, Cróquer precisa que el mismo debería refuncionalizar un significante, despoetizar, «profanar» en el sentido que le asigna Agamben al término y el cual mencioné en párrafos anteriores.18 Por consiguiente, la profanación que el «caso de autor» opera debería intervenir en dos sentidos: neutralizando el concepto oficial y canónico de Gran Autor, por un lado; y, por el otro, desactivando las mitificaciones que se realizan sobre los propios autores que se pueden entender como «casos de autor». Estas autorías tienden a ser monumentalizadas, petrificadas o estigmatizadas, precisamente quizás porque la obra se confunde con la vida del autor. Resulta sintomático, por ejemplo, cómo se funde Teresa de la Parra con María Eugenia Alonso, o cómo se insiste en que el yo narrador de las novelas de Renato Rodríguez es el mismo Renato, como si los textos fueran autobiográficos. Esta manipulación frecuentemente explica un discurso a través de una subjetividad y viceversa. En el caso específico de Teresa de la Parra, por ejemplo, esta vía siempre conduce a un enigma, sus críticos parecen tratar de descifrar el acertijo —su soltería— en cada interpretación.19 Resulta cierto, entonces, en el caso de Teresa de la Parra, que la vida y la obra se mezclan en un lugar donde se hace imposible determinar las fronteras; es una mezcla que ocurre no solo de la lectura que se ha hecho de su obra, sino que se encuentra también en la escritura de la autora, en el ejercicio retórico que la misma Parra realiza y produce. Molloy afirma que el discurso de Parra ofrece «no sólo las pistas de su estrategia literaria sino también una lección de lectura discriminatoria, una invitación a decodificar una obra, una vida, que permanentemente bordea lo indecible» (237; énfasis añadido).

De manera que la propuesta para el «caso de autor» es, en efecto, recuperar la relación vida y obra pero no por determinación sino por correspondencias. Aquí parece pertinente retomar las palabras de Barthes (1971), cuando al proponer el «texto» como método de lectura e interpretación, afirma que el mismo debe leerse «sin la inscripción del padre». Es decir:

El Texto puede leerse sin la garantía del padre; la restitución del entretexto no anula la herencia, paradójicamente (...) no se trata de que el Autor no pueda «aparecerse» en el Texto, en su texto; sino que lo hace, entonces, por así decirlo, a título de invitado (...) su vida ya no está en el origen de sus fábulas, sino que es una fábula concurrente [asistente, oyente, presente] con su obra; hay una reversión de la obra sobre la vida (y no al contrario); es la obra de Proust, de Genet, lo que permite leer su vida como un texto: la palabra «biografía» recupera un sentido fuerte, etimológico; y, a la vez, la sinceridad de la enunciación, auténtica «cruz» de la moral literaria, se convierte en un falso problema: el yo que escribe el texto nunca es, tampoco, más que un yo de papel. (s.p., énfasis añadido)

En consecuencia, el «caso de autor» cancela la tradición edípica en la cual se concibe la existencia de un padre literario que hereda una tradición a su descendencia, quienes a su vez, ejecutado el parricidio, se refundan como los nuevos padres de la tradición. En el «caso de autor», esto quizás no ocurra de esta manera. Para Cróquer (2012), los casos no heredan, simplemente son referentes e imágenes, «desdicen de cualquier genealogía. Y casi exceptuadas del tiempo histórico que las rodea y de las corrientes estético–ideológicas que lo atraviesan, a ninguna escuela pertenecen y ninguna norma las contiene: exceden a cualquier clasificación. Tan extrañas como entrañables, son excepcionales» (9).

Es probable que esto pueda explicarse, de nuevo, por medio de la teoría del monstruo. Para Cohen, en efecto, el monstruo se reproduce pero de una manera muy peculiar, al no poseer una línea hereditaria, se multiplica en «brotes» y «mutaciones», de tal manera que estudiar al monstruo implicaría, antes que hallar los rasgos de una herencia o una tradición, localizar el momento en el que la mutación se produce. Esto, por supuesto, no puede afirmarse ligeramente y debería ser demostrado o desmentido tras los análisis. Por último, el caso implica la ­construcción de un archivo. En este sentido, conviene comentar que el «caso», por su particularidad, es un objeto de interés que provoca una observación atenta. Como fenómeno a ser observado induce a la compilación de «toda» información obtenida. Para la psicología en particular, aclara Nasio, el «caso» es un discurso que se construye sobre un sujeto que denota una particularidad llamativa y que por lo mismo «es siempre un escrito que apunta a ser leído y discutido» (11); así, entonces, la información que se recopila sobre el sujeto del «caso» ha de ser archivada para su posterior lectura y discusión. El «caso» es pues un testimonio ficticio porque se trata siempre de una reconstrucción y recomposición de un fenómeno inusual. En este sentido, Lacan afirma que el «caso» tiene que ver con una restitución del pasado y una reinterpretación que se elabora desde el presente (citado en Nasio:32). Por consiguiente, la construcción del «caso» se relaciona de manera inherente a una actividad de la memoria, es un proceso de compilación, resguardo e interpretación. Derrida, explica Nava, ha destacado este aspecto particular sobre el archivo, cuando expone la noción del «mal de archivo»; así,

un mal radical habita al archivo, actúa en el conjunto de operaciones de custodia, conservación e interpretación y en los modos en que se mantiene una relación con éste, es decir, en los modos en que se establece una relación con el tiempo, con la memoria y con el olvido. Se trata de una pulsión de archivo, pulsión de conservarlo todo, de registrar cada detalle, de no permitir que ningún testimonio, documento y monumento se pierdan; es una pasión social por guardar y conservar todo rastro, todo resto, toda huella, de evitar que el tiempo se extravíe. (98)

Es en estas operaciones de conservación, reconstrucción, custodia e interpretación en donde el «caso» implica siempre la construcción de un archivo. Propongo entonces que la autoría monstruosa engloba ciertos tipos de autoría, entre los que se puede encontrar autores «raros», «excéntricos», silenciados, olvidados y «casos de autor», que puestos en conjunto podrían describir un sistema que cohabita dentro del territorio literario planteando otros problemas y respuestas.

Asumiendo con Foucault, en primer lugar, que plantear el problema del autor es plantear el problema de la autoridad, —¿quién tiene el derecho a la palabra?, ¿a quién debe regulársele y controlársele la expresión?—; es decir que, definitivamente, sí importa quién habla y qué dice. Y que, en segundo lugar, la autoría es un territorio de estudio en el que pueden cristalizar diversos aspectos sobre el estado discursivo de un período histórico y sus formas de subjetivación. Así, la autoría monstruosa puede ser una categoría que funcione como herramienta de lectura crítica y teórica. Las incertidumbres teóricas y metodológicas que la noción plantea son evidentes y el objetivo es estudiarlas en el espacio de una investigación más amplia. Por lo pronto, la presunción general gira alrededor de la siguiente pregunta: ¿qué problema o problemas teóricos y/o críticos plantea al territorio literario un caso de autoría monstruosa? —además del irrecusable dilema teórico sobre la autoría que ya plantea—. Por ejemplo, ¿qué expone Teresa de la Parra como «caso de autor» que permita traer a discusión ciertos problemas teóricos y críticos sobre la concepción de la literatura, sobre la construcción de la autoría o sobre los procesos de profanación de concepciones estéticas y literarias? O, también, ¿qué implicaciones teóricas se pueden esbozar del anacronismo, rasgo de expresión de las escritoras silenciadas de la Biblioteca Femenina Venezolana de las décadas del cuarenta y del cincuenta del siglo XX?

Notas

Dossier 170–193

1 Según Copleston, el telos de Hegel es «el pensamiento que se piensa a sí mismo» y es por lo tanto el «fin que conduce al mundo a su causa final». De esta forma, para Hegel, «todo el proceso de la realidad es un movimiento teleológico hacia la realización del pensamiento autopensante, y, en este sentido, el pensamiento que se piensa a sí mismo es el telos o fin del universo» (138). En el marco del sistema filosófico, para Hegel, esta autorrealización del Absoluto ha de mostrarse conceptualmente, es decir, «ha de demostrarse que el concepto A da lugar al concepto B» (١٣٩). Según Campillo, la teleología hegeliana tiene que ver con un «espíritu que se reúne y reapropia, que se corrobora y reconcilia consigo mismo, a través —y más allá— de la aparente dispersión temporal» (79).

2 Productos culturales discursivos que «ponen en obra formas del decir y del pensar» (Isava:445). Vale aclarar que siempre que se haga referencia a la noción de artefacto cultural se hará siguiendo la propuesta de Luis Miguel Isava.

3 Disjunctus en latín, adjetivo derivado del verbo disjungo, que significa separar, desunir. Empleo aquí el adjetivo con la intención de marcar la cualidad disociada de estos discursos.

4 Sobre el «raro» me detendré con detalle en el siguiente apartado dedicado a la «Autoría Monstruosa».

5 Un ejemplo ilustrativo de este argumento es la lectura que hace Raquel Rivas Rojas de las novelas Todos iban desorientados (1951) de Antonio Arráiz y Casas muertas (1955) de Miguel Otero Silva. Explica Rojas cómo pese a que ambos textos procuran una ruptura con la tradición criollista regionalista, la propuesta canonizada es la formulada por Miguel Otero Silva cuya obra es colocada en «el más alto nivel de visibilidad del período y en una clara posición hegemónica entre las diversas opciones que la institución literaria ofrecía» (143). La salida que ofrece el discurso de Otero Silva se articula con la función que el sector de la élite literaria y la intelectualidad local esperaban de un discurso; es decir, «una voz denunciatoria, capaz de articular la práctica política y la elaboración de discursos de redención» (144), que enmarque el relato dentro de una estética realista–trágica en el espacio de una voz narrativa que imponga una jerarquía y que «conserv[e] su función ordenadora y legitimante» (135). Por el contrario, la novela de Arráiz despliega una visión completamente distinta, en la que desaparece el tono de denuncia, se impone el humor y la parodia. El narrador se diluye en medio del diálogo extendido y banal de los personajes, en donde se cancela, además, la posibilidad de que una acción política sea conjunta con la producción cultural. En Todos iban desorientados «lo que queda en pie es un programa implícito para la literatura por venir: una nítida separación entre la producción cultural y la acción política» (١٢٧). La «salida» que ofrece Arráiz a la demanda del campo, no cuaja en el discurso hegemónico, la novela ha recibido «una recepción pobre y distraída (...) baste señalar que en el año en que Arráiz concursó con esta novela en el Premio Arístides Rojas (1951–52) el galardón fue declarado desierto» (١٠٥–106). Ahora bien, Todos iban desorientados forma parte del conglomerado discursivo del territorio literario y es probable que la misma novela pertenezca a una tradición no hegemónica. Rivas señala, por ejemplo, otra corriente discursiva del mismo período cuya «salida» tampoco hará una inscripción en la veta hegemónica, la «apuesta por la intimidad narcisista (...) de los relatos de subjetividad» (42). Aquí estudia a Andrés Mariño Palacios con Los alegres desahuciados (1948). La existencia de estos productos desechados por la corriente hegemónica daría cuenta entonces de la cohabitación de varias tendencias simultáneas discursivas que están respondiendo a la tradición y al momento histórico. La reunión de estos proyectos estéticos pueden construir una historia otra de nuestra literatura nacional.

6 En este sentido hacemos el ingreso a la corriente que desde Roland Barthes ha deshabilitado de alguna manera la noción del «Gran Autor», desplazándola o desterritorializándola, como Gilles Deleuze en sus trabajos con Kafka y Melville; o asignándole un carácter de función discursiva, como Michel Foucault en su trabajo «¿Qué es un autor?».

7 Cohen refiere aquí al monstruo como una especie de tercer término que se resiste a clasificaciones binarias; en este sentido, merece la pena retomar las disertaciones filosóficas y teóricas que tanto Roland Barthes (2004) como Maurice Blanchot han hecho en torno a lo Neutro. Para Barthes, lo Neutro es aquello que desbarata el «paradigma», esto es, la operación de oposición entre dos elementos en la cual al seleccionar uno de los elementos el sentido aparece. Lo Neutro desbarata esta operación, es decir, el sentido. Lo Neutro es lo más parecido al tercer término, ni lo uno ni lo otro. De esta manera, afirma Barthes, mediante el recurso del tercer término se accede a una «creación estructural que deshace, anula o contraría el binarismo implacable del paradigma» (51). El monstruo, entonces, no es solo una especie de tercer término que se resiste a las clasificaciones binarias y jerárquicas, es mucho más que eso. Como fenómeno que tiene parte de su origen en el lenguaje, el monstruo es una figura de lo Neutro. Para Blanchot, por su parte, lo Neutro pone en jaque a la dialéctica; no significa sino que indica, es el residuo inidentificable: «lo desconocido es un neutro» (471). Por último, Blanchot insiste en lo Neutro como un fenómeno del lenguaje, en principio, dado que ciertas lenguas admiten el género neutro y otras intentan su aproximación —fallida dice Blanchot— al neutro por medio del uso de algunos pronombres. Lo Neutro es algo que se dice pero que al mismo tiempo no puede decirse, se indica y trata de referirse pero jamás es revelado. Desde esta perspectiva, entonces, el monstruo podría ser también estudiado como un fenómeno del lenguaje.

8 «Lo anormal como a–normal es posterior a la definición de lo normal. Sin embargo, la anterioridad histórica de lo anormal futuro es la que suscita una intención normativa. Lo normal es el efecto obtenido por la ejecución del proyecto normativo, es la norma exhibida en el hecho. Desde el punto de vista fáctico, existe pues entre lo normal y lo anormal una relación de exclusión. Pero esta negación está subordinada a la operación de negación, a la corrección requerida por la anormalidad. Por lo tanto, no hay nada paradójico en decir que lo anormal, lógicamente secundario es existencialmente primitivo» (Canguilhem, 1971:191).

9 Un ejemplo que quizás sea representativo de esta sentencia es el llamado que hace Pedro Duno en 1958 en un artículo de El Papel Literario en el que insiste en la necesidad de un cambio radical en la manera de hacer crítica en Venezuela. Consideraba que el ejercicio crítico realizado hasta ese momento se hacía improvisadamente y respondiendo a los intereses de grupo. La crítica, como género, indica Duno, se había realizado en el país de manera aislada y esporádica y en contadas ocasiones fue asumida por personas capacitadas. No llega la crítica de ese momento, según el articulista, a «constituir un verdadero movimiento ni a representar un factor decisivo dentro de la literatura». En este sentido, Duno clama por el surgimiento de una crítica seria, objetiva y metódica determinada por «la existencia de un nuevo tipo de literatura de ciertas peculiaridades» que demanda ese cambio (1, énfasis añadido).

10 En un sucinto recorrido etimológico del término monstruo quizás podamos encontrar varias cuestiones interesantes. Monstruo proviene del latín mōnstrum, ī que mantiene a su vez parentesco con la voz mŏnĕō y quiere decir «hecho prodigioso, prodigio, maravilla: monstra narrare: referir cosas prodigiosas. Cosa o hecho extranatural; monstruo; monstruosidad: m. horrendum, monstruo horrible. Cosa funesta; desgracia, azote, plaga, crimen» (Munguía:472). A su vez, la voz mŏnĕō, con la que mantiene parentesco, se refiere a llamar la atención sobre algo. Por lo tanto, mōnstrum quiere decir también «advertencia de los dioses». La relación entre la palabra monstruo y el verbo mostrar no está lejos y no tiene que ser forzada, dado que el verbo mōnstrō, āre del que procede nuestro verbo «mostrar», cuyas acepciones se extienden a «indicar, señalar, enseñar», está emparentada con la voz monstrum. De manera que, el término monstruo encierra, por un lado, una ambivalencia y una paradoja, es a su vez algo prodigioso y horrendo; y por otra parte, muestra, señala, indica, advierte. Vemos además que en griego, la voz teraζ, -atoζ se refiere también a un «signo enviado por los dioses; prodigio; presagio extraordinario. Cosa monstruosa; monstruo (...). Cosa extraordinaria, maravillosa (...). Extraño; prodigioso; de mal agüero» (Yarza:1367); en sus derivaciones puede llegar a significar también «engaño», «inverosímil», «raro», «mentira», «charlatán», «impostor». Hay una derivación en voz media teraτóomaι-οmaι que quiere decir «quedar admirado» o «a la vista de». Es así que, monstruo contiene en sus sentidos más primitivos, dos connotaciones generales opuestas: la de cosa rara y extraordinaria, por un lado; y lo maravilloso y prodigioso, por el otro. Pero también lleva implícito que se trata de algo que ha de ser visto, que ha de ser admirado y que conlleva una advertencia, por lo tanto, el verbo mostrar aquí utilizado es muy preciso ya que indica una de las funciones de la monstruosidad que es la de señalar, indicar, advertir algo. Lo monstruoso pues nos hace un llamado a observar un hecho a la vez extraordinario y horrendo.

11 A propósito de la publicación de la novela El bonche de Renato Rodríguez en 1976, edición que estuvo a cargo de Monte Ávila, Oscar Rodríguez Ortiz escribe una reseña para el número 227 de la Revista Nacional de Cultura (1976) en la cual afirma que El bonche se vendió bajo una publicidad que promovió la novela como un libro «fácil» y «tonto», al que se le quiso dar el aire de un producto comercial y mercantil cuyo autor «escribe mal y es escatológico». Denuncia así Rodríguez Ortíz la banalización exprofeso de un libro que, muy por el contrario, representa una subversión que más que escandalosa, es peligrosa y amenazante: «El bonche es una novela venenosa con la ponzoña en guarida, un arte de encantamiento que inocula una sobredosis letal de subversión que la convierte en literatura agresiva y ofensiva. Como diría Harss de Cortázar, la obra de Renato Rodríguez es una verdadera “cachetada” que se inscribe en la destilación de ese humor visceral que ha segregado la lost generation. (...) El bonche con su tema preciso de la marginalidad latina en la urbe de todas las presuntas tolerancias es una perfecta a–literatura, una crítica implacable al propio ser de la literatura, una antinovela que corroe el corazón mismo de la novela./ A este Henry Miller venezolano que con su sarcasmo y su tristeza conmueve todos los edificios de la Babilonia la grande, hay que verlo con cuidado, el sistema debería guardarse de promocionarlo tanto (...) con su novela nos está impugnando a todos» (212; énfasis añadido).

12 Intellĕgĭbĭlis, -e, voz latina que mantiene parentesco con el término intellĕgō, mientras que intellĕgĭbĭlis es un adjetivo que añade la cualidad de ser comprensible, perceptible, intellĕgō es un verbo que significa discernir, darse cuenta, conocer, advertir, saber (Munguía:387).

13 Al respecto vale recordar las palabras del monstruo de Frankestein al compararse con otros seres humanos: «Admiré las formas perfectas de mis labradores —su gracia, su belleza, y delicada tez; ¡pero cuán aterrador era yo cuando me vi a mí mismo en el agua transparente! Al principio retrocedí, incapaz de creer que era yo quien cuya imagen se reflejaba en el espejo; cuando llegué finalmente a convencerme de que era yo realmente el monstruo que soy, me llené de amargas sensaciones de abatimiento y mortificación. No sabía todavía completamente los efectos fatales de esta miserable deformidad» (Shelley:379).

14 Vale aclarar que esta noción de «Gran Autor Maestro» tal como la entendemos tiene que ver con un momento histórico determinado. Foucault puntualiza que la noción de autor está relacionada con un período de «fuerte individuación en la historia de las ideas» (1983:54). La noción de autoría está relacionada con una concepción individualizada de la producción textual. A partir de cierto momento es muy importante determinar quién habla. Comienzan las investigaciones sobre la adjudicación y atribución de un discurso, el productor de una escritura toma responsabilidad sobre su creación y sobre ese decir. En palabras de Agamben, la autoría implica un compromiso tal cuyo gesto pone la vida en juego: «el autor señala el punto en el cual una vida se juega en la obra» (2005:90). Esta importancia sobre la responsabilidad de un decir es un fenómeno moderno.

15 Con el término subjetividad vacía me refiero, en líneas generales, a un proceso indefinido de construcción de un sentido que nunca cesa de elaborarse, que no llega a una significación plena y cerrada. Denota pues, un proceso siempre abierto y en ejecución.

16 La grafía ◊ está tomada de Jacques Lacan y la misma es usada «para indicar la relación siempre fantasmática y para siempre diferida entre el Sujeto y el Objeto de su deseo; una relación que, respecto del problema de la vida ◊ texto de autor(a) que me interesa, vida ◊ texto inquietante de quien no–todo es “Autor” o lo es, sin dejar de ser personaje representado por el campo cultural en el que adquiere una condición de excepcionalidad, no sería ni de determinación ni de reflejo, sino más bien de concomitancia y correspondencia: una relación de vasos comunicantes» (Cróquer, 2017:1).

17 Parece pertinente recordar aquí las palabras de Ramón Díaz Sánchez en su libro: Teresa de la Parra, clave para una interpretación, cuando afirma que lamentablemente no se sabe mucho sobre la vida amorosa de Teresa de la Parra y que este es «un aspecto de la vida de la escritora digno de ser meditado y analizado porque en él reside el gran enigma de su existencia y de su obra en escorzo» (22–24; énfasis añadido).

18 Sigo aquí la propuesta teórica sobre dispositivo y profanación esbozada por Giorgio Agamben (2005 y 2011), quien afirma que la profanación es un contradispositivo; es decir, el proceso a través del cual se desmantela un dispositivo: «La profanación implica, en cambio, una neutralización de aquello que profana. Una vez profanado, lo que era indisponible y separado pierde su aura y es restituido al uso» (2005:102). La profanación, como operación política, «desactiva los dispositivos del poder y restituye al uso común los espacios que el poder había confiscado» (102).

19 Sylvia Molloy en su artículo «Disappearing Acts: Reading Lesbian in Teresa de la Parra», se centra en la autobiografía como un rasgo de expresión en la obra de la escritora venezolana. Al respecto afirma que la adopción sistemática de la enunciación en primera persona femenina induce a una lectura en modo autobiográfico; sin embargo, no se trataría sino de un «efecto autobiográfico» (٢٣٤), el cual además es usado de manera consciente por la escritora; y lejos de intentar una exposición de su vida, Teresa de la Parra lo usa como una máscara, para el ocultamiento, precisamente, de lo real. Molloy retoma una carta escrita por Teresa de la Parra a un destinatario desconocido el ٢٩ de diciembre de ١٩٣٢. Parra explica allí, justamente, que su intento por dibujar a María Eugenia Alonso lo más lejos posible de ella misma la llevó a usar el «tono» autobiográfico, pero la clave irónica solo la descifrarían los que realmente la conocían, para los demás «la autobiografía iba a ser evidente» (Parra:627). Allí, aclara la escritora, solo el «tono narrativo» es autobiográfico, lo demás no. Lo que se crea en los textos de Teresa de la Parra es una ilusión autobiográfica. Al respecto Molloy afirma: «en la obra de Parra hay una fuerte tendencia hacia lo autobiográfico acompañado por un impulso igualmente fuerte para frenar esa tendencia, a través de estrategias de desplazamiento y transposición» (235). No intenta Teresa de la Parra exponerse a través de su escritura, sino por el contrario, desaparecer. Y aun así, Molloy debe confesar que no se puede leer a Teresa de la Parra sin hacer inspecciones en su vida amorosa: «Hago estas valoraciones cautelosamente, absolutamente consciente del riesgo de incurrir en un anacronismo al aplicar, retrospectivamente, una identidad sexual a alguien [Teresa de la Parra] que no se identificó sexualmente sino por negación (...), por desvío lingüístico (...), por analogía familiar imperfecta (...), o por eufemismo (...). Pero también estoy consciente de que no hacer estas valoraciones, cualesquiera que sean sus posibles deficiencias, no seguirlas y no desarrollarlas en herramientas críticas, es, primero, privar a los textos de Parra de la lectura completa que merecen, segundo y más generalmente, condonar una cuenta para la historia de la cultura latinoamericana en la cual la construcción de las sexualidades no tiene ningún papel que jugar» (246; énfasis añadido). Por lo tanto, se constata la relación entre la vida y la retórica, pero no para explicarse mutuamente y borrar las conflictividades que evidentemente posee, sino para descifrar un cierto uso del lenguaje. No es solo la actitud vital, es una retórica. No se trata de aclarar el sentido ni de desentrañar una verdad oculta; se trata de un ejercicio de la lengua, de una forma de ser del lenguaje.

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