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[noviembre 2020]

La viveza criolla venezolana contemporánea y su anclaje en la historia

Jordi Santiago Flores Universidad Simón Bolívar − Universidad Central de Venezuela, Venezuela
ORCID 0000-0001-8178-5847
jordisantiago84@gmail.com

Resumen

La viveza criolla es uno de los rasgos más reconocidamente característicos de la venezolanidad. Lo reconoce su propio pueblo. Se constata entre sus habitantes su manutención y reparto en tanto su presencia es constante en el lazo social venezolano. La viveza es una forma de entretejido sociocultural muy afín entre nosotros. Pero precisamente por ello muestra en gran medida su carácter problemático. La viveza se interpreta en los más de los casos como un agravio, un agravio a la norma o al semejante. Es reconocida abiertamente como un problema social del que, paradójicamente, poco se ha sistematizado. Así, el presente artículo propone un recorrido argumentativo que muestre los anclajes de esta viveza criolla venezolana contemporánea, tomando la noción de anclaje como un significante que nos permita abordarla como un síntoma, tesis central que quedará esclarecida al final de este trabajo.

Palabras clave: viveza criolla / síntoma / lazo social / Venezuela

Contemporary venezuelan native cunning and its anchoring to history
Abstract

Native cunning is one of the most recognizably characteristic traits of Venezuelan ship. It sown people recognize it. It is a constant presence in the Venezuelan social bond, confirmed by its share dup keep among its dwellers. Cunning is a kind of socio-cultural fabric that is common among us. But precisely because of this, it shows its problematic nature in great extent. In most cases, cunning is interpreted as a wrong to ward the law and to others. It is openly recognized as a social problem about which, paradoxically, little has been systematized. The following paper proposes an argumentative path that shows the anchorages of this contemporary Venezuelan native cunning—understanding anchorage as a signifier that allows us to approach it as a symptom: the main thesis that will unfold by the end of this work.

Key words: native cunning / symptom / social bond / Venezuela

Recibido: 11/6/2020. Aceptado: 29/8/2020

Para citar este artículo: Flores, J.S. (2020). La viveza criolla venezolana contemporánea y su anclaje en la historia. El taco en la brea, 12 (junio–noviembre). Santa Fe, Argentina: UNL. e0012 DOI: 10.14409/tb.v1i12.9690

Introducción

Causa curiosidad que ante la categoría viveza criolla, un latinoamericano se confiese ­desinformado. No decimos un europeo, o un norteamericano anglosajón, de quienes se tienen otros prejuicios que no señalan, precisamente, a la viveza criolla como un rasgo de su cultura; ni mucho menos los asiáticos, cuyo ritualismo meditativo ha servido a la sociedad global de consumo para construir, podría decirse, una imagen bien plana de una ética social–espiritual de autocontrol. Ni hablar de los árabes, o los judíos, de quienes se desconfía por ardides universalmente más historizados. De un latinoamericano no se espera que se haga el desentendido cuando se habla de viveza criolla.

Esta constatación bien podría servir —quizás menos a los seguidores de El Dorado–ser–­latinoamericano— para iniciar un trabajo en torno a las problemáticas y complejidades que aparejan a las sociedades latinoamericanas, y las hacen coincidir en rasgos socioculturales de los cuales la literatura se ha servido brillantemente para inscribir una cosmogonía absolutamente particular. Es muy probable que este rasgo encuentre en los distintos imaginarios locales latinoamericanos una manera diferenciada de llamarse.1 En Venezuela no dudamos en llamarlo así: viveza criolla. Una definición de cuya validez estamos absolutamente convencidos (y, so pena para algunos, de cuya vigencia). Es una noción, sin duda, sobre la que cualquier venezolano podría ensayar una caracterización; pero, ¿cómo se define —causa gracia pensarlo— científicamente? Es decir, formalmente, ¿cómo se define la viveza criolla venezolana?

A lo largo del siglo XX son algunos los trabajos que avanzan en esta dirección. No muchos, ni muy sistemáticos, pero lo suficientemente explícitos, argumentados y padecidos como para mostrar la dimensión problemática del tópico. Mariano Picón Salas, Arturo Uslar Pietri y José Ignacio Cabrujas, por nombrar tres de las voces más lúcidas y marcadamente legitimadas de la suma del pensar venezolano, encararon con seria agudeza lo que para ellos no dejó de ser una preocupación. «La aventura venezolana» (Picón Salas, 1963); «El mal de la viveza criolla» (Uslar Pietri, 1986); y «La viveza criolla: destreza, mínimo esfuerzo o sentido del humor» (José Ignacio Cabrujas, 1995), son trabajos que fijaron en la historia un hilo por donde seguir el íntimo tejido de ese rasgo.

Un apunte importante es que a nuestro entender, la viveza criolla, tal como se agencia en la contemporaneidad de la sociedad venezolana —y de inmediato localizaremos esta formulación— obedece a unos componentes propios de la llamada «tardía entrada de Venezuela al siglo XX», que comienza a gestarse precipitadamente —en un movimiento extraño de avance–­retroceso— con la muerte de Juan Vicente Gómez en 1935.2 Es probable, claro está (hay una importante tradición de crónicas coloniales a donde ir a buscar eso), que la radiografía de este rasgo se extienda tan atrás como la recién nacida Capitanía General de Venezuela, en 1777 (por pensar en una fecha en la que suponemos se constituye institucionalmente un sujeto político en el país). Pero el efecto que tuvo la aparición del petróleo en la temprana década de 1910 (para una sociedad diezmada por el largo siglo de la guerra incesante de independencia, y la escasa producción de recursos que alimentaran el tesoro nacional) fue a tal punto deslumbrante que marcó un cambio radical en nuestros vínculos sociales.

Es por ello que para efectos de esta investigación, el enfoque de la viveza criolla como posible estructura sintomática será tomado desde el campo que se abre como marco contemporáneo desde la aparición del petróleo en Venezuela (1922, convencionalmente), pero más específicamente en el anclaje que supuso el desplazamiento en la lógica del poder con el desanudamiento de la dictadura de Juan Vicente Gómez a razón de su muerte. Esto es ya un paradigma en los estudios históricos sobre Venezuela, pero es cierto que si bien el petróleo comenzó a producir movimientos telúricos a nivel económico y sociocultural desde la celebración de los primeros acuerdos de explotación de yacimientos a cargo de empresas trasnacionales, no fue hasta el deceso del dictador que su vacío hiciera imperativa la imposición de una nueva lógica de gobierno.

Tomemos con pinza estas tres nociones: síntoma, desanudamiento y gobierno, ya que ellas orientarán metodológicamente el recorrido epistémico de esta investigación. Síntoma, en el sentido freudiano y lacaniano (ambos distintos pero entretejidos), en tanto manifestación psíquica repetitiva que da cuenta del impasse en la vida anímica de un sujeto con su cultura. Desanudamiento, en el mismo sentido, en donde el concepto freudiano de estructura se imbrica con la elaboración lacaniana en torno a los anudamientos y desanudamientos que un sujeto gestiona con el orden de sus registros simbólicos, reales e imaginarios. Y gobierno, en un sentido que no deja de pertenecer al ámbito de la política, pero que obedece concretamente a lo que en la orientación lacaniana se entiende como gobierno o discurso del amo, entendiendo este como el que marca la serie de rasgos lógicos que inciden en la caracterización de los vínculos sociales, o —ya develado el concepto de anudamiento—, como lo llamaremos a partir de ahora: de los lazos sociales.

Estas nociones son vitales para entender la naturaleza que se persigue formalizar en la genealogía casi primitiva del concepto de viveza criolla venezolana contemporánea. Pero más que la labor de aterrizar un concepto que explique y delimite finalmente en qué consiste y cómo se manifiesta este fenómeno (tarea para la cual está bien dotada la «opinionística» popular), nuestra empresa pretende tomar los rasgos lógicos que muestran las causas y sus efectos (nótese que no se habla de consecuencias) en una posible sistematización de la viveza criolla. Estos rasgos lógicos le darán al concepto el carácter de síntoma, haciendo posible el uso de esta noción —claramente adjudicada por Freud a las manifestaciones particulares de un sujeto—, también, en cierta medida, sobre manifestaciones repetidas que en determinadas épocas culturales una sociedad en su conjunto practica.

Es por ello que hablamos de anclaje, pues nos valdremos de la amplitud del significante para acceder, no solamente a las puntualizaciones que en los textos referidos nos permiten anclar una noción o un concepto de viveza criolla a unas características particulares, sino también el anclaje desde donde estas nociones o conceptos se repiten, es decir, precisamente donde los rasgos comunes presentes en estas genealogías permiten leer el fenómeno como síntoma. Si pensamos, literalmente, en la imagen del ancla, podemos entender cómo es posible que el objeto anclado se desplace —como le ocurre, efectivamente, a una barcaza —, pero siempre en el marco espectral del ancla.

Esta imagen nos otorga otro valor y es precisamente lo que se desprende y se desplaza de la noción de espectro. El espectro es el conjunto de posibilidades que se despliegan a partir de una acción o eje (un abanico sirve, también, como sinónimo de esta palabra), pero un espectro es, sobre todo, un fantasma. Si pensamos que el síntoma es, tal como Freud y Lacan lo situaron, una respuesta que, de alguna manera, permite poner freno a la aparición fantasmática que de pronto retorna3 como reminiscencia traumática. El ancla es justamente lo que hace marca. Esto es: que si bien la viveza criolla se manifiesta en un amplio espectro de posibilidades (y se actualiza en la medida en que se novelan los lazos sociales a través del tiempo), cabría pensar que obedecen al peso que el ancla ejerce siempre traumáticamente sobre la tierra acuática.

Es metáfora, pero sirve para esclarecer lo que de nuestra investigación ha de suponerse ­cuando hablamos de formalización de la viveza criolla venezolana contemporánea; a saber, la construcción de un aparato de lectura que, con acierto científico, sitúe los rasgos que nos permitan leer, lo más nítidamente posible, la marca de su anclaje. Esta hazaña solo nos parece realizable desde un estudio que atraviese el campo de lo psicológico. Por eso confiamos metodológicamente en las herramientas que brinda para su utilidad el discurso psicoanalítico de orientación lacaniana y (—haciendo un exceso de nuestra parte— como formularía Lacan en uno de sus ensayos) los principio de su poder.4

Para seguir el íntimo tejido de estos rasgos nos concentraremos en el zurcido que, a su vez, hilan los trabajos citados de Picón Salas, Uslar Pietri y José Ignacio Cabrujas. Trabajos que pueden trazar suficientemente una hipotética linealidad histórica en la que estos rasgos que iteran salten a la vista para ser leídos. La escogencia marca muy bien los períodos —o, si se quiere, las pequeñísimas épocas culturales— del devenir sociopolítico venezolano después de la muerte de Gómez: 1963, el retorno redimido del Betancourtismo;5 1986, el malgasto de la herencia y «El viernes negro»;6 y 1995, la tierra que tiembla todavía con «El caracazo»+golpe.7

Es preciso decir que el presente texto forma parte de una investigación pretendidamente más amplia sobre la viveza criolla venezolana contemporánea, que actualmente desarrollamos en la línea de investigación Psicoanálisis y Ciencias Sociales del Doctorado en Ciencias Sociales de la Universidad Central de Venezuela. En tal sentido, los planteamientos aquí esgrimidos suponen un recorte a un trazado que incluye otros aspectos y otras consideraciones de orden teóricas, históricas y metodológicas. No obstante, el recorrido que sigue a continuación nos parece —como ya hemos querido hacer notar— central para situar la médula problemática de dicha noción. Las conclusiones recogerán algunos aspectos del abordaje, y presentarán también ciertas claves y formulaciones que advienen a los planteamientos realizados, advirtiendo al lector sobre el curso de esta investigación.

El estrago de conocer la modernidad: vivir entre «la emergencia» y «la aventura»

«Emergencia» y «aventura» son los significantes que utilizó Picón Salas para referirse a la vida del «proletariado paria» que se «acumuló» en las ciudades durante la dictadura de Marcos Pérez Jiménez (1953–1958) y después de la muerte de Juan Vicente Gómez (1935). Una población sin preparación, sin oficio y destino, «que no sirve para la industria, y proviene del desorden de los gastos y el derroche en obras de ornato» a manos del régimen. Un gobierno que careció de planteamiento económico y social, y «succionó» de los campos a esta clase proletaria. Pero, en gran medida, en modo similar, tales significantes sirven también para retratar a su contraria: una clase republicana —a entender de Salas— «usufructuaria del régimen», que descubrió «el arte de los más veloces negocios, de las compañías fantasmas, de vender al gobierno a mil lo que le costó veinte» (26).

Un estrato aventurero «destinado a reventar —como los que tragan en exceso...» (Salas:26). Son los que se acomodaron al poder que ostentaban con la dictadura, los que se acurrucaron al General, a la ubre del Estado, y continuaron la tradición de gozarse la sombra del caudillo. Tradición nacida con Páez, cuando asume el gobierno en 1930, y lanceros y godos pactan la autocracia. Las castas de Monagas, Guzmán Blanco, Cipriano y Juan Vicente —para comenzar a llamar cariñosamente al padre— son las que luego darán continuidad a este hábito político–aristocrático de «tragar en exceso». Un hábito que solo sería de los conservadores hasta la muerte de Gómez.

Pero ya el período gomecista comenzaría a marcar un antes y un después en los modos de consumo de esta élite que, por cierto, no duda Picón Salas en calificar como «de los buenos hijos» del dictador. Según relata, durante el siglo XIX y hasta las dos primeras décadas del XX cuando comienza a explotarse el petróleo, los venezolanos vivían mediocremente, continuamente consternados por el caudillo «alzado» de turno, por la guerra civil, que entre muerte y saqueo hacía imposible sostener la producción y adecuarse a la fluctuación de los escasos productos de exportación (café, cacao, cueros), y porque, en general, «la estrechez» de los presupuestos de entonces más que servir para pagar adecuadamente los servicios públicos, parecían «dádivas de hambreados» (Salas:14).

Dos fueron las etapas en las que una ilusión de sociedad próspera apaciguó en el siglo XIX a la consternada nación venezolana. La era de la «monarquía inglesa tropical» de Páez (1830–1848), que contó con el apoyo de la oligarquía culta y de la «vieja prudencia» de comerciantes y hacendados. Y la del Ilustre Americano (1870–1888), de la París importada que tanto le dio qué decir a El cojo ilustrado.8 Con el lancero Páez se logró cierta estabilidad civil, incluso, reconoce Picón Salas, que hasta se constató un viso de progreso en Venezuela. Sensación aumentada, además, a causa de las dictaduras en Argentina y México, del caos anárquico en la Nueva Granada y de los estallidos caudillistas en casi todo el resto del continente que hicieron que Venezuela ganara fama de «país sensato y ordenado». Así lo registra Salas:

[Para la fecha] Don Fermín Toro recibe sus revistas inglesas y francesas; estudia los problemas que han engendrado la Revolución industrial y los abusos del liberalismo económico, y las primeras consignas del socialismo romántico agitan la alborotada cabeza de Antonio Leocadio Guzmán. Nace una literatura venezolana, ya bastante vivaz y decorosa en las primeras páginas de Toro, Baralt, Juan Vicente González y en los escritores costumbristas del Mosaico. Se empieza a creer en la inmigración europea y en la educación regeneradora (...) Hombres de tanto ingenio como Vargas y Cajigal fundan lo que puede llamarse nuestra medicina y nuestra ingeniería modernas. (16)

Pero los tiempos de la Guerra Federal se avecinaban. Los liberales, liderados por Antonio Leocadio Guzmán y apoyados por el influyente poderío provinciano de la familia Monagas, lograrían, hacia 1846, comprometer el poder político de Páez a tal punto que acabaría cediendo la presidencia a manos del ensalzado caudillo del Aragua de Barcelona:

En nombre del liberalismo, que administran en uno que otro decreto —más verboroso que real— los doctores y licenciados que sirven al caudillo, se malogran esperanzas y burlan necesidades del pueblo Venezolano. Si se libertan los pocos esclavos que aún quedaban en 1854, no se les da tierra ni se les enseña oficio útil, y engrosarán como «reclutas» o «carne de cañón» las futuras revueltas. (18)

Lo que sigue es un enfrentamiento a muerte entre conservadores y liberales que desencadenaría en la cruenta Guerra Federal de Venezuela (1858–1863), uno de los períodos más oscuros y con mayores pérdidas civiles y materiales de nuestra historia. Siete años después —entre más aventuras de caudillos intercaladas: Páez, Monagas, Zamora, Falcón— llegará a la presidencia, por largos y estables 18 años, el «restaurador y pacificador», «Ilustre americano», Antonio Guzmán Blanco:

[Sobre este período] Con humor y gracia criolla, algunos venezolanos de fines del siglo XIX podían pensar que nos estábamos civilizando y refinando en extremo (...). ¡Pero qué poco era ese yeso arquitectural, las estatuas y los motivos decorativos importados de Francia y los gorgoritos de la ópera, ante el vasto silencio de la ignorancia, soledad y atraso que venía de la entraña de la inmensidad venezolana. (14)

No son pocos los intelectuales de esa generación que apuntaron a la efectiva pantomima de sociedad que establecía sus vínculos. Ni poca la genialidad de los medios —a pesar de las persecuciones y censuras dirigidas por el caudillo de turno— con la que se intentó retratar las aspiraciones y desencuentros que suponía ese forzamiento entre la importación de fachadas calcadas de Europa, y el estado salvaje de precariedad y pobreza cultural de nuestra metrópolis. A través de los grabados de la revista El Cojo Ilustrado, por ejemplo —sitúa Salas—, se puede fijar el repertorio de lo que los venezolanos eran y soñaban con relación a otros pueblos.

Se acababa el siglo y la imprecisable república debía ponerse a tono con sus hermanas naciones, muchas de ellas, paradójicamente, liberadas a sangre y filo de la espada del padre de la patria, Simón Bolívar. Se aprovechaba cada valle, cada meseta en la historia para, aceleradamente, a «realazo limpio», acortar las asimetrías que nos separaban de la tan anhelada modernidad. Pero los esfuerzos fueron esfuerzos de caudillo, de aspiraciones inmediatistas y de fachadas, determinadas por la improvisación y el apresuramiento del que no sabe cuánto le va a durar la comilona.

Así mismo fue recibido por la noble, desigual y gozosa sociedad venezolana, que abrazó las promesas del gendarme sin advertir demasiado el peligro de una sociedad sin instituciones, una sociedad de comandantes, de pobres y de una élite de gentes instruidas —dice el autor— más en confecciones de último grito y corrientes de vals, que en aspectos de filosofía y política. Aspectos prioritarios para el enorme y siempre postergado compromiso de, efectivamente, fundar la república, esto es, en términos simbólicos e institucionales y no meramente imaginarios (como casi en lo absoluto ha subsistido la nación desde el alzado grito de independencia).

Pero ninguna meseta infringió un quiebre tan radical como los 27 años de gobierno de Gómez. Picón Salas lo designa de esta manera: «fue [Gómez] más bien el gran tronco que erigimos para detener las aguas de la historia, o, en el símil de los llaneros, el cocodrilo apostado en la boca del caño» (24). La imagen es precisa. Sirve para dar cuenta muy bien de lo que fue un alto en la historia. Un alto de ese fluir caudaloso y arrasador que supuso los más de 90 años de revoluciones militares y de caudillos. Se dice de «El Benemérito»9 que fue el último caudillo antes de la era de la democracia. También fue el padre de la Venezuela petrolera, siendo bajo su administración que se establecieron los primeros acuerdos de explotación de yacimientos con los poderes internacionales. Su gobierno duró hasta el día de su muerte.10

Afirma Picón Salas que con Gómez comenzaría a alimentarse por primera vez una alcancía fiscal, pero no bajo el establecimiento de políticas económicas (que nunca hubo hasta —y con sus particularidades— la llegada de la democracia de partidos en 1945), sino bajo un despótico, largo y abrumador protectorado. A causa del afianzamiento en el poder político conseguido con el apoyo internacional, las efectivas y brutales redes de vigilancia y control, y «los buenos hijos» del dictador engalanando su lealtad, se impone una Venezuela —afirma Salas— «que se cansó de las revueltas y parece adormecida en el letargo de una existencia provinciana donde la mayor seguridad es no estar en la cárcel» (23).

Eran los tiempos de la cárcel de La Rotunda, de los cuarteles San Carlos y Puerto Cabello, en donde se hacía pagar a todo ferviente o tímido disidente del régimen, o, para mayor penuria y brutalidad, a cualquiera que aun no siendo disidente quedara atrapado en la lengua de los ­anfibios de Gómez, de sus «buenos hijos». Para todos ellos había un lugar. Gómez fue comedidamente dadivoso para con quienes supieran hacerle el juego de la apacible sociedad de hacendados.

Los «buenos» [«hijos de la patria»] eran los que acompañaban al General en sus paseos por las haciendas caraqueñas; los que se prestaban para la continua farsa de sus congresos; los que ofrecían su nombre para onerosos contratos con las compañías extranjeras; los que se repartían, a más de sus sueldos, las secretas pensiones y dádivas del «Capítulo Séptimo». (26)

Su contraste, el contraste de esos «orondos rentistas que podían ir cada año a lavar o intoxicar sus riñones en las termas y casinos europeos» (Salas:24), fueron a quienes les tocó por designio político la suerte de las cárceles o el precario mundo rural: «—llano, montaña, selva—, donde el pueblo hacía las mismas cosas que en 1860; sembraba su enjuto maíz, comía su arepa y su casabe; perseguía alguna vez al tigre y a la serpiente, o escapaba de las vejaciones del Jefe Civil» (24). Esa es la sociedad venezolana que hereda el petróleo y recibe al siglo XX a mediados de la década de los 30. Es la sociedad que hace estragos con la llegada más que tardía de la modernidad.

En este complejo entramado sociocultural, que Mariano Picón Salas nos retrata al dedillo en su ensayo —por no decir en la enormidad de su obra—, se lee la impronta de una viveza criolla en mutación. Hay elaboraciones que sirven para rodear el concepto, y otras que lo nombran directamente. Desde el comienzo habla de «humor y gracia criolla», para referirse a los que, a finales del siglo XIX, en la era del «Ilustre», reproducían el estado de ánimo refinado y «civilizado» de la capital francesa, en medio de una sociedad estructuralmente perturbada por la ignorancia y la pobreza. El humor sirvió para retratarnos en los grabados de El Cojo Ilustrado, pero también para pasearnos con monería por el Municipal, abanicarnos en El Calvario, y caminar cual en Campos Elíseos por Capitolio.11

Y no es que tenga nada de malo la buena vida, el boulevard y el afán de mundo; el problema es que se pospuso la labor de fundar las instituciones de la república; y, en cambio, nos echamos a los pies del supremo dictador por la «golilla».12 La facilidad de ganarle al Estado la «plus–de–tajada», el máximo provecho con el menor esfuerzo. Es la misma «gracia criolla» con la que Salas se refiere al caudillo Guzmán Blanco —pero podría servir para cualquier otro— cuando habla de su particular «mimetismo muy criollo» para imitar, como en una parodia, a los influyentes políticos del primer mundo de su época.

En un pasaje del texto, Picón Salas habla explícitamente de «viveza y jactancia vernácula» para hacer referencia a Don Raimundo Andueza Palacios, presidente de Venezuela entre 1890–1892, quien quiso cambiar la constitución para quedarse en el poder «dos añitos» más. La evidente maniobra continuista trajo como resultado la toma del poder a manos de Joaquín Crespo, en marzo de 1892. Dice Picón Salas: «pero también un letrado y orador como Andueza sufre el complejo de nuestra viveza y jactancia vernácula» (22). La ilegalidad, el irrespeto a los acuerdos simbólicos y constitucionales (que establecían que su mandato debía durar hasta el 20 de febrero de 1892), la «gracia» con la que se hace una travesura, es parte de la estructura ósea de nuestra viveza criolla venezolana.

Un complejo que bien podría entenderse como un síntoma. Una voracidad ligada a la flojera, a la mediocridad, a la parodia de ciudadanía, al parapeto republicano; problemas acallados por el grito patriótico de independencia y la soberbia de creernos los herederos de la empresa heroica de los libertadores. «¿A dónde nos están llevando los hechos, el sino peculiar de estos pueblos?» (22), se preguntaba Picón Salas, por lo que no podía ser para él más que un hecho incomprensible: «Las gentes (...) que cumplieron la hazaña de llegar hasta el Alto Perú, no habían sido mediocres (...)» (15). Es duro cuando afirma, «Casi había un contraste trágico entre la ambición y grandeza de nuestra Historia, cuando en el período de la Independencia los venezolanos ganando batallas, formando repúblicas y haciendo leyes se desparramaron por media América del Sur, y en lo que habíamos terminado siendo» (14).

Pero la historia republicana da cuenta de otra cosa. Y sí, es trágico, porque quisimos vivir del rentismo de la gloria. Todos los caudillos llegaron a «poner orden» en la selva. Todos elevaron el grito heroico de la revolución: Revolución del 19 de abril de 1810, Revolución azul (1867–1868), Revolución amarilla (1870), Revolución campesina (1846–1847), Revolución legalista (1892), Revolución libertadora (1901–1903), Revolución de marzo (1858), Revolución de las reformas (1835–1836), Revolución reivindicadora (1879), Revolución liberal restauradora (1899), Revolución de octubre (1945–1948) y Revolución bolivariana (1999–?).

Todos vinieron a poner orden pero solo Juan Vicente Gómez lo logró. El caimán apostado en la boca del caño no solo le puso un freno a las aguas de la revolución durante 27 lentos años, sino que supo hacer esperar hasta su muerte el reparto de la herencia entre sus hijos, «los buenos» y «los malos», una herencia que ya no contaba con el catálogo de los míseros artículos venezolanos exhibidos en la Exposición Internacional de Londres, en 1862,13 sino ya con los mechurrios incandescentes del capitalismo mundial. Pues si bien la viveza, tal como la evidencia Picón Salas en su recorrido, estuvo ligada a la mediocridad, al mimetismo, la imitación, la jactancia vernácula, la flojera, el conformismo, el aprovechamiento y la adulación, con la muerte de Gómez (y más concretamente luego de la Revolución «octubrista» de Acción Democrática en 1945) las lógicas de apetencias/consumo en torno al poder harían de ella, la viveza criolla, un verdadero agujero que «traga en exceso».

La caracterización que hace Picón Salas del estado de «emergencia» y «aventura» que se estableció durante el régimen de Pérez Jiménez da cuenta de un nuevo lazo social urbano, centralizado y complejo, en el que se constata el entretejido de una nueva era: la era de la democracia.14 Una categoría que sirvió a los antiguos para designar —no sin sus limitaciones; véase La República de Platón— el gobierno del pueblo, y que para el tren de gerentes que venía en ascenso, esto es, la fuerza de los partidos políticos, fue tomada casi literalmente. El rentismo de los «orondos», beneficio disfrutado tradicionalmente por la oligarquía y las pequeñas pero numerosas sanguijuelas de la burocracia, comienza a abrirse hacia un «proletariado paria» succionado de los campos a manos de la «petrocracia».

Una apertura desigual del botín, claro está, pero lo suficientemente abierta como para movilizar masas de electores y sostener dos o tres ficciones de sociedad saudita —si es que los sauditas, con su monarquía absoluta, no tendrían algo que decir sobre su bienestar—. El punto es que aquella clase tradicional republicana, que sabía «venderle a mil al Estado lo que le costó veinte», se anuda con ese «proletariado paria (...), sin preparación, oficio y destino» (26), para tejer un nuevo lazo social que pasaba por acomodarse ambos al nuevo aparato gubernamental de succión de la renta petrolera.

Una nueva función–caudillo, no ya a la antigua usanza, sino amparada en la precariedad de la incipiente institucionalidad democrática que hacía, sí, del jefe de gobierno (como siempre fue), pero sobre todo del complejo entramado de agentes vinculados a la cartera resplandeciente de los «fondos públicos» (y esto va: desde el limpiador de baños subpagado de un ministerio hasta el encumbrado empresario que pacta su cheque), los nuevos Amos de la democracia representativa. Un gobierno del botín sin precedentes, del que cabría preguntarse, sin embargo, si no podría anclarse igual bajo el significante «aventura» —la aventura venezolana—, que da nombre al ensayo de Picón Salas.

Una «aventura» que no es ya la de los próceres independentistas, y ni siquiera la de cargar con el tesoro de su gloria (que da poco pan para la cena, a pesar de las consignas), sino la de los hijos del petróleo, única y verdadera gracia divina por la que vale la pena «tersearse» los parches de pirata, ¡y saltar al cofre! Es la aventura de la viveza criolla venezolana contemporánea. La viveza rentista y masificada. La viveza del aparato de control ciego, de la norma adecuada a su vileza. Una viveza de «jactancia vernácula», sí, porque es la medida fálica para tasar lo que está vivo, lo que tiene vitalidad, fuerza, poder y atractivo; de lo pusilánime, cobarde, tonto o pendejo.15 Una balanza —una aventura— que ha marcado, muy penosamente, el orden de los lazos sociales en Venezuela.

El mal de la viveza criolla

«De nuestra viva herencia española y de nuestro tormentoso siglo y medio de república nos viene la viveza» (Uslar:1). Esta es la sentencia con la que el pedagógico Arturo Uslar Pietri inaugura ese fibroso texto suyo titulado «El mal de la viveza criolla» (1986): un verdadero ensayo quirúrgico, que en pocas líneas escande, hace cortes en el cuerpo nervioso del fenómeno. Se trata de un mal —en clave del autor— patológico (¿sintomático?), «que ha sido muy activo y decisivo en nuestra vida de individuos y de colectividad» (1). En el recorrido esboza las causas históricas, políticas y socioculturales que dieron lugar a los «enfermos (...) del zumbido de malestar de fiebre de la viveza» (5). Un rasgo que emparenta con distintas personificaciones y situaciones del catálogo humano de las pasiones, pero que acaba delineando a fuerza de unas características propias.

El abuelo ilustre de este «vivo» —dice— es el pícaro español. Se refiere, por supuesto, a la figura que visibilizó la literatura del «Siglo de Oro» entre finales del siglo XV y mediados del XVII (situado así convencionalmente), y que dio a luz a personajes literarios como Lázaro de Tormes, Guzmán de Alfarache, Pablo de Segovia, Rinconete y Cortadillo; pero que también visibilizó —les dio un nombre— a «los millares de Lázaros, Guzmanes y Pablos que no entraron en la literatura pero que pulularon por los portales de las plazas y las puertas de los poderosos al olor de la riqueza y de la aventura» (1) (un significante que recién acaba de llamar nuestra atención).

A juicio de Uslar y amparado por una larga tradición crítica, este pícaro encarna la función de un anti–héroe que nace para contrastar con el prestigio de las grandes figuras virtuosas de la llamada época caballeresca. El Mío Cid, los romances de Fernán González, de Bernardo del Carpio, de los héroes del ciclo Bretón, fundaron figuras que servían para «predicar a las gentes menos letradas los rígidos principios de la entereza moral y de la vida heroica» (1). Con la aparición del pícaro vino a sumarse al imaginario del amor cortés, de la sangre noble y la gesta épica, de los caballeros valientes, audaces e inteligentes, honorables y monásticos, la narrativa de un protagonista que reproduce el goce común —y ya no idealizador— de una sociedad medieval española que no lograba sostener la ficción moral frente al empuje de los falsos religiosos, de los hidalgos empobrecidos, de los desheredados y vagabundos, de los más que no hacían parte de la élite monárquica.16

Sobre la caracterización de este personaje, avanza Uslar:

El pícaro no tiene para defenderse, sino la astucia y el engaño. Su vida es trabajosa y pintoresca. Su visión de los hombres es pesimista y cínica. Mal vive de la explotación de los vicios y de las debilidades ajenas. La ventura es todo cuanto distingue a los hombres. La ventura y la aventura. Su filosofía de la vida se reduce a una filosofía de la suerte. (1)

«Como vaya viniendo vamos viendo», dice un proverbio popular venezolano.17 Uno que es quizás la síntesis conceptual de nuestra viveza que más se le parece a esa filosofía de la suerte de la que nos habla Uslar. Más que una filosofía, una voluntad paradójica que se mueve entre lo consuetudinario y lo institucional. La ventura y aventura, que según como marca la primera da cuenta de la buena suerte, pero también de la felicidad, de la casualidad, del peligro o el riesgo, de un «suceso o lance extraño»18 que se agita. ¿Quién podría dudar que detrás del accionar de la viveza no hay una carga suficiente de excitación como para albergar tales estados descritos? La aventura de la viveza es profundamente gozosa. Es la épica de una «epopeya del hambre», como se entendió la ruptura que marcó El lazarillo de Tormes para la picaresca y que desplazó a la idílica novela pastoril.

Pero Uslar advierte un rasgo decisivo y fundamental para delimitar el campo de nuestra viveza criolla. Así lo formula:

El pícaro del XVI estaba en lo general limitado a una clase social o a una condición económica (...) Allí aparece una de las diferencias fundamentales de aquel pícaro, no pocas veces gracioso y florido, con nuestro «vivo», que no es su nieto sino en parte. La viveza [venezolana] no está limitada a una clase social o a una condición económica. (1)

Menudo rasgo, nos apunta. Esta «epopeya del hambre» nacional no solo nos recuerda a los que, para Picón Salas, se hacían en el quehacer de «tragar en exceso», sino también —como lo vemos en la cita— que esos «estratos aventureros destinados a reventar»19 conforman el entramado general de nuestra sociedad rentista. Nuestra picaresca no distingue entre ricos y pobres. Por supuesto que esto que se traga en exceso no es comida, sino esa excitación gozosa de la ventura.

La voluntad paradójica de nuestra filosofía de la suerte, que se mueve, como dijimos, entre lo consuetudinario y lo institucional, es sobre todo una ambivalencia. La hace notar Uslar Pietri cuando afirma: «la viveza es la falta de fe o la mala fe (...) Es la práctica del engaño y de la defensa contra el engaño como sistema de la vida social» (2). La mala fe fue estudiada por Pedro Núñez de Cáceres, quien —cuenta Uslar—, en una «curiosa descripción de la vida caraqueña» de mediados del siglo XIX, «observa esa tendencia generalizada al engaño». Es en el tema del lenguaje en donde encuentra la repercusión del fenómeno. Establece un divertido catálogo (propio de un sujeto culturalmente ajeno a la promiscuidad del glosario latinoamericano), en el que halla la razón del problema:

En Venezuela (...) se usan cerca de doscientos modos y voces, muchas de estas, hermosas y poéticas, para expresar el fraude y el dolo, y pintar hasta las últimas gradaciones de la astucia (...). [Para decir, engañar:] Me tiró, me llevó en las uñas, me llevó en las navajas, me dejó con los ojos claros y sin vista, me largó frío, me meció, me bailó, me amoló, me despellejó, me trabajó, me mamó, me chupó, me prensó, me pinchó, me desolló, me exprimió, etc. [Para decir que alguno falta a su palabra:] Fulano es muy ducho, lo entiende, lo entiesta, cotisea, me costó ponerme en él, se puso en la cuerda, es lidioso, lidiosito, es trabajoso, muy trabajoso, algo trabajoso, trabajosito, etc. (2)

Podría no convencernos mucho este diagnóstico; a primera vista. Uslar acuerda y es severo: «Leyendo ese catálogo de voces se siente como el eco vivo, como el rumor confuso del mal de la viveza en la vida venezolana» (2). Pero, cabe preguntarse, ciertamente si, ¿es que detrás de ese divertimento con la palabra no hay algo del orden del goce insoportable que no se puede decir sino a riesgo de bordearlo? ¿Por qué es preciso hacer juego, una y otra vez, con el semblante de la categoría «engaño»? ¿Por qué la respuesta ante el desencuentro con la falta (falta de una palabra del Otro) es un producto cómico? ¿No es esta proliferación jocosa del lenguaje una manera de arreglárselas con el peso de estos significantes que develan la falta? Esto, por supuesto, tiene sus consecuencias. Volveremos a ello.

«El eco vivo de la viveza está en el lenguaje —dice Uslar—, en el refranero, en la existencia de centenares de modismos, en las pedagógicas aventuras de Tío Conejo» (5).20 Así lo afirma: «Hay un compendio popular infantil del vivo que está personificado en Tío Conejo (...) ha llegado a identificarse de tal modo con el espíritu popular venezolano que ha llegado a convertirse en la principal institución pedagógica de la viveza» (2). Dicha aseveración sitúa a esta voluntad paradójica de nuestra filosofía de la suerte —que desde ya lo decimos: es una voluntad inconsciente, una posición de sujeto en–espera–de, una posición adecuada para el goce, para el salto de escape, para la viveza— del lado de lo institucional, es decir, del lado simbólico que implica, frente a la oralidad, la institucionalidad de la escritura.

Fue lo que (en cierto modo, y ya veremos por qué) ocurrió con las fábulas de Tío Tigre y Tío Conejo. Cuentos de la oralidad que se convirtieron en historietas, en texto e imagen. Aunque Uslar no hace referencia a la fuente y archivo de este imaginario, se sabe que desde 1945 (fecha en la que se publicó Los cuentos de Tío Tigre y Tío Conejo, de Antonio Arráiz), pasando por 1949 (año en el que comienzan a publicarse las historietas en la naciente revista Tricolor) hasta el año 2000 (tiempo de pausa de la revista), y continuando desde el año 200821 (fecha de reanudación de la revista) hasta el presente (con la aparición de algunas publicaciones de editoriales privadas y menos masivas), los ¿¿cuentos de Tío Tigre y Tío Conejo reposan por escrito.

A Tío Conejo, Uslar lo personifica como aquel «que carece de fuerza [y] logra vivir y prosperar entre feroces animales gracias al engaño. La suya es la pequeña epopeya popular de la viveza» (1986:2). Efectivamente, los cuentos de Tío Tigre y Tío Conejo, y muy particularmente las revistas Tricolor (con periodicidad mensual y distribución masiva durante más de 50 años desde su fundación), calaron en las fibras educativas del pan nacional. Es comprensible que se coloque esta saga entre los materiales de la empresa cultural de la Venezuela rentista. Esa Venezuela que comenzó —no podemos olvidarlo— con la muerte de Gómez en 1935, y que marca un nuevo episodio en la carrera por la «aventura» que de una vez por todas nos consolide como sociedad; la aventura de la eterna Revolución bolivariana (léase a la letra: desde Bolívar).22

Para Uslar, el asunto de la viveza es un tema pedagógico y profundamente arraigado en las bases culturales de nuestro país. Así lo muestra:

Aquel «comer avispa» con que le enseñaron de niño a poner la astucia donde debía estar la moral, se le convierte en un veneno que lo condena a vivir en una angustiosa defensiva, a no confiar en nadie, a subsistir como zorro o gavilán y no como hombre, con el angustiado ojo informe del animal de presa que a la vez acecha y teme ser acechado. (4)

Es cultural y, como lo vemos, es complejo. Un veneno que se transmite de generación en generación y afecta a los sujetos condenándolos a vivir en una angustiosa defensiva,23 a desconfiar y a subsistir como un animal y no como un... ¿ciudadano?, ¿un civil? «El hombre», al menos desde Freud se puede argumentar científicamente, alberga manifiestamente esa condición animal de presa que acecha y teme ser acechado. Y aquí está la médula de la ambivalencia del ser de la viveza criolla; o, mejor dicho: de la posición de sujeto–en–estado–de–viveza, toda vez que no hay un ser único, puro e íntegramente gendarme de la viveza, sino que se trata de una posición (una función lógica) que determinado sujeto de nuestra cultura ocupa y agencia en determinada ocasión de su vida.

En este orden de ideas, Uslar sigue con el catálogo animal: «Ese trabajoso, ese avispado, ese lanza, ese tigre, esa águila (...) son a la vez las víctimas y los agentes de un morbo deformador (...) que destruye las bases mismas que hacen posible que la sociedad subsista y prospere» (2). Un morbo —vale decir, es una categoría también ambivalente— que se desborda frente a las dificultades que impone lo innombrable. Dice Uslar que el mal de la viveza criolla debió extenderse y fijarse en las propias condiciones de pobreza e inestabilidad de nuestro siglo XIX, en la guerra civil endémica y la constante mudanza de situaciones: «un día entraban las tropas del gobierno y al otro entraban las tropas de la revolución. Había que esforzarse en estar bien con todos. En avisparse» (3).

Nuestro siglo XIX, el de la gesta heroica que tan vastamente engrosa los cantos patrios, tuvo sinceramente más de horror que de épica. A pesar de los «proyectos aspiracionales» que se tejían en la juventud criolla desde la colonia (como lo hicieron notar Oviedo y Baños, Lavaysse, Humbodlt y tantos otros), el largo siglo de la independencia contó con poquísimas oportunidades y en cambio reinó para el grueso de la sociedad un estado de carencia, pobreza y desocupación. Apunta Uslar:

Este vivir del disimulo y del asalto a la ocasión era lo que quedaba a los más entre el vaivén de los sucesos políticos y la falta de oficios y de actividades remuneradoras (...). Eran [los habitantes venezolanos de ese tiempo] «toeros», como ellos mismos decían (...). El no saber trabajar y el no poder trabajar por obra de las circunstancias sociales los hacía esforzarse en buscar aquella fama de trabajosos que podía abrirles las puertas de alguna fugaz ocasión de provecho (...). Ese «toero» no puede ser sino el discípulo de la viveza. (3)

Aquello innombrable que se impone y desborda los recursos simbólicos del sujeto, generando un vínculo morboso y deformador de los lazos sociales, encuentra su mayor esplendor pesadillesco en condiciones inestables de vida social. Así lo formula Uslar, en una frase que resume horrorosamente bien el estado en el que permanece Venezuela en los tiempos que transcurren a la par de la escritura de estas líneas: «prolifera la viveza donde hay inseguridad, donde el mañana no es seguro y hay que vivir de la ocasión» (3). Pero aquí también se abre nuevamente el abanico de la ambivalencia, pues este vivo que engaña para no ser engañado, que es víctima y agente, que se hace «toero» para no ser «nada», ejerce, ¡para salvarse!, no solo la viveza sino también la astucia. La astucia como recurso ingenioso para salvaguardar la vida. Vaya empresa urgente.

Uslar no ahonda en esta diferencia estructural y muy sutil entre —como lo entendemos para nuestros efectos— viveza y astucia. Es diferente el estado o la posición de «engañar para no ser engañado», que el recurso (frente a un escenario tenebrosamente inseguro, amenazante y con poquísimas posibilidades) de hacer de «toero» donde, como dice la canción, «nada es lo que habita».24 Seamos agudos: juzgar moralmente este mal implica tener en cuenta sus ­ambivalencias. Separar astucia de viveza podría ayudar, por ejemplo, para diferenciar a aquel cuya voluntad de engaño es una constante, de aquel que no encuentra en la astucia otra cosa que una manera contingente de escaparse de ese Otro amenazante y brutal. Ambos son víctimas y agentes, y ambos se desplazan en las fronteras —llamémoslo así— del engaño, pero cada caso da cuenta de una posición de sujeto diferente con respecto a su propio goce. Esta diferenciación es central en el recorrido de esta investigación.

La «aventura venezolana» también la constata Uslar Pietri como un desencuentro. Al igual que le ocurre a Picón Salas, él tampoco puede comprender la escisión, casi trágica, entre la aventura de los insignes venezolanos del siglo XIX, y la de quienes degeneramos compatriotas en el curso de los años. Bolívar, Simón Rodríguez, Fermín Toro, Cecilio Acosta, Juan Vicente González —dice—, abundan en la condenación de ese «daño moral» que llevó a «El Libertador» a proponer la creación (en el Congreso de Angostura, en 1819) de un Poder Moral como respuesta al estado de las cosas y las gentes a propósito de la independencia y el devenir de las nuevas repúblicas americanas.

Cecilio Acosta se preocupaba por el «agotamiento de las virtudes en una sociedad donde todo es saltuario, efímero y accidental» (Uslar:5). Aventurero. Las cosas no han mejorado desde entonces, y un anclaje sigue mostrando su filo para atravesar el problema gravísimo de los lazos sociales permeados por esta cultura de la viveza. Sentencia Uslar: «El azar y la inseguridad le han servido [al vivo] de activo estímulo. Las lecciones de la experiencia se han unido a los mitos populares para crear el peligroso concepto de que los hombres se dividen en dos grandes clases: la de los vivos y la de los tontos» (4).

Esta hipótesis parece sostenerse empíricamente: es un saber popular; un «peligroso concepto» que te hace saber, en tantos casos, que si no eres vivo eres pendejo. Son, ciertamente, dos clases categóricas con relación al tema; pero una pregunta emerge con su nueva luz: ¿quiénes son, entonces, los tontos?

Destreza, mínimo esfuerzo o sentido del humor: la vara de Cabrujas

«Destreza», «mínimo esfuerzo» y «sentido del humor» son tres categorías que sirven para definir ese síntoma que, desde la perspectiva del presente trabajo, es la «viveza criolla». Al síntoma de la viveza que bebe del agua del mito. El mito de nuestra «Aventura venezolana». Destreza, mínimo esfuerzo y sentido del humor son tres rasgos que, sin duda, hacen de soporte material a lo que falla de ese mito, a su odiosa impostura, a su fracaso épico. La viveza es lo que hace soporte a la falla de esa plataforma simbólica que es el mito de nuestra utopía bolivariana, sobre el que hemos querido apoyar nuestras instituciones y nuestros lazos sociales ignorando su falta de asidero en la realidad (nos referimos a una realidad que acontece y no a una realidad deseada) y es por eso que el tiempo no ha hecho otra cosa que devolvernos —monstruosa, pesadillescamente— la misma escena vertiginosa donde falla el mito. La viveza es un arreglo, muy costoso, a esa falla.

El mito venezolano se inserta en el mito latinoamericano con sus particularidades. Latinoamérica, de enormes y ricas complejidades, no se escapa, nos advierte el dramaturgo José Ignacio Cabrujas en una emblemática alocución titulada «La viveza criolla: destreza, mínimo esfuerzo o sentido del humor» (1995), de la necesidad de mirarse a sí mismos expresados en un ícono. Un ícono que se concreta en maneras, en personajes, en leyendas, en mitos. En ese comercio, un poco forzosamente (entrevemos en las palabras de Cabrujas), a los venezolanos no nos ha quedado otra cosa que admirar los mitos, hacerlos proliferar, pues no tenemos ni el entendimiento ni el conocimiento de nuestra historia que le dé asidero o no a estos mitos que nos identifican.

Dice Cabrujas que convertimos los mitos en actos de fe. Creemos tanto en ellos que los convertimos en actos de fe. Por ejemplo, creamos el mito de que somos vivos en el sentido de astutos; fe que nuestra historia niega fríamente:

¿(...) cuándo fuimos vivos?, ¿qué hicimos para merecer ese calificativo? Basta ver el país, ¿dónde está la viveza de un país que despilfarró ٢٥٠ mil millones de dólares en veintitantos años?, ¿cuál es la viveza de un país que se encuentra en este atolladero gigantesco, después de despilfarrar una de las más colosales fortunas que se pueda alguien imaginar?, ¿cómo entender que el Presidente nos diga a cada rato que esta es la peor crisis financiera que pueblo alguno haya vivido desde que en Génova, en ١٦٠٤, se inventaron los bancos? Nunca, hasta el día de hoy, un pueblo de la Tierra ha vivido una crisis financiera como esta, peor que el crack del 29, peor que el crack alemán. La peor crisis financiera con relación al dinero y población y, sin embargo, tenemos que vivirla. Un país que no ha logrado resolver un enigma, un país que le entran 15 mil millones de dólares y tiene 20 millones de habitantes, ¿por qué este país tiene la crisis que tiene?, no le cabe en la cabeza a nadie, ¿cómo pueden considerarse vivos, astutos, hábiles a los ciudadanos que viven en este país? (mimeo)25

Tal vez sea una confusión de lenguaje. Un problema de esos como los que notaba Pedro Núñez de Cáceres. Dice Cabrujas que llegamos a confundir la palabra «vida», con «viveza». Un desplazamiento curioso (vida–viva), que quizás obedezca a ese impase sintomático con nuestra lengua que nos pone a renombrar y a desplazar significantes para no llamarle a las cosas que nos horrorizan, por su nombre. Por ejemplo, ¿cómo poder decir que no somos el país que soñaron para vivir los maestros de Bolívar? En cambio, confundimos los términos y «pensamos que estar vivo es hacer una picardía. Decir que una persona es viva o está viva es porque está en algo, está haciendo algo».

Cabrujas escanea las penosas particularidades que nos hacen diferentes del —digámoslo así de pasada— síntoma latinoamericano. Es severo, y desdibuja pensar que no se equivoca. Tomamos con especial interés cuando afirma:

[Venezuela] (...) es un país que no ha tenido conciencia de su propia historia (...) es un país no posesionado (...) no refleja un plan nacional, un desarrollo. Venezuela no se ha inaugurado; su capital, Caracas, tampoco. Es una ciudad sin visión, sin recuerdos, ni nada que la caracterice, es un campamento.

Un país que no ha tenido conciencia; no posesionado; que no refleja plan nacional ni desarrollo; que no se ha inaugurado; cuya ciudad capital no tiene visión ni recuerdos, y que —tajantemente lo dice— es un campamento… Ello no nos habla sino de nuestra aparentemente trágica «­aventura venezolana» (¿y qué cosa más aventurera que un campamento?). Aparentemente trágica, pues Cabrujas —avezado dramaturgo— sostiene que no es así, que nuestro «ser venezolano» no se identifica, en el sentido clásico del término (propio, por demás, del teatro griego), con la tragedia.

Nuestra tragedia —un tercero se suma al choque con la paradoja inexplicable— es afrontar «el dilema de que lo que somos, lo que nos ocurre, nuestro comportamiento, nuestro ser histórico no se corresponde con nuestros libros (...) hay una enorme diferencia entre la realidad y la fijación de un marco cultural de país» (Cabrujas). Es la tragedia que «nos gusta contar», la del sueño de la Gran Colombia que fue destruida —nada más y nada menos— por un verdadero «venezolano integral»: José Antonio Páez. Bien podríamos llamar a esto una tragedia. Pero, al respecto, recuerda Cabrujas al escritor costumbrista Nicanor Bolet Peraza quien alertaba que a lo largo de nuestra historia nos ha sido vedado lo sublime, el sentimiento trágico.

Refuerza el dramaturgo esta tesis cuando afirma: «(el país que habitamos, su naturaleza escénica, sus imágenes, lo que ha creado como imagen es una picardía, un acto de sátira de sí mismo, así nos llamamos un país de humor, a veces de buen humor y otras veces de mal humor». Estamos en presencia de la primera categoría central del texto de Cabrujas: el sentido del humor. Sobre esto nos instruye: el teatro de El siglo de Oro español está apoyado en tres personajes, la dama, el caballero y el gracioso, consta de una historia de amor en la cual la dama y el caballero («de alcurnia generalmente») representan lo sublime, y parodiando a estos, está el gracioso («casi siempre el criado, el del pueblo»).

Así plasma su mordiente radiografía sobre nuestra cultura cuando se refiere al «primitivo teatro latinoamericano» de la colonia. Un teatro, desde Argentina hasta México, que quiso verse a sí mismo reflejado a la luz de estas tres categorías y que para ello el lugar elegido y proyectado por los venezolanos fue el del gracioso. Dice: «Nuestra manera de identificarnos, de presentarnos frente al mundo y ante nosotros mismos fue siempre esa, y somos los astutos, los graciosos, los que no pudiendo acceder a lo sublime, nos vimos en la necesidad de asumirnos como parodia de lo sublime».

Hay una anécdota que Cabrujas recoge en su alocución, y que toma nuevamente de Nicanor Bolet Peraza, en la que se cuenta que en la Caracas de 1800, por los días de Semana Santa, solía representarse en el teatro de Medereros la obra La pasión de Cristo, un espectáculo cómico representado por actores venezolanos. Ahí se detiene:

A ningún pueblo se le ha ocurrido contar la pasión de Cristo de una forma cómica, ya que la Pasión de Cristo no debería hacer reír a nadie, pero a los caraqueños les causaba risa. Bolet Peraza analizaba esto y se preguntaba si no sería que los caraqueños eran unos blasfemos, unos irreligiosos, pero no era eso, no era que la gente se reía en sí de Cristo, ni de la Virgen, la gente caraqueña se reía de que un actor venezolano hiciera el papel de Cristo, es decir, les producía risa que un local, un coterráneo, interpretara tan sublime papel. Quizás si lo hubiese interpretado un actor español, o un sueco, no hubiese causado tanta gracia.

Es este el tipo de afirmaciones ante las que los venezolanos no sabemos muy bien cómo responder. Pues, ciertamente, por una parte parecen sentenciosas y excesivamente generalizadas, pero, por la otra, muestran con asombrosa efectividad el amasijo de rasgos culturales que se repiten. Es posible que la viveza venga a fungir de punto de apoyo al complejo, otro de los rasgos culturales que así como la viveza parecen marcar un anclaje en nuestra historia. Un complejo marca siempre una posición negativa ante una falta. Su manifestación violenta o sumisa indica siempre que quien o quienes la encarnan se ven sobrepasados de antemano por aquello de lo que, según tenga asidero en la realidad o no, se carece. Es posible que ante ese horror, el horror de vérselas con la falta, la viveza venga a servir de «solución». Es para seguir pensando el vínculo viveza–carencia–pobreza.

Lo cierto es que en La pasión de Cristo a la venezolana ve Cabrujas el síntoma de «la parodia de lo sublime». Una parodia que hace extensiva también a la segunda gran categoría de su diagnóstico: el mínimo esfuerzo. Para el dramaturgo, la relación que tenemos en Venezuela con la cultura del trabajo es una relación aparejada con la parodia. En Venezuela se parodia el trabajo. Aún más, dice, «una función de viveza o de habilidad, se apoya básicamente en una parodia del trabajo». Este elemento es fundamental, efectivamente, para ponerlo en serie con las categorías viveza–carencia–pobreza–trabajo, y porque de aquí en adelante servirá para localizar, por una parte, el rasgo contemporáneo de nuestra viveza criolla, profundamente ligado a la ascendente —y llegado a este punto, decadente— noción del trabajo que vendría de la mano con la nueva institución pública y privada de la expectante Venezuela rentista posgomecista.

¿Cuáles son las causas de este anclaje con relación a nuestra cultura del trabajo? Para Cabrujas son tres, el exilio de tres personajes provisionales: el indígena, expulsado de su tierra, de sus creencias, de su vida, para quien la noción del trabajo —dice— no existía; el negro esclavo, arrancado de las Cotas de Marfil, a quien metieron en un barco y lo pusieron aquí, y le dijeron: trabaja; y el español que llegó exiliado a esta tierra, el aventurero, el que vino a hacerse rico a un lugar de paso. En los tres casos coloca la pregunta: ¿trabajar, para qué? Para el indígena la tierra toda era un huerto, ¿para qué sembrar si puedo ir y coger los frutos? Para el negro esclavo no podía ponerse ningún amor por el trabajo donde nada era suyo. Y para el español de la conquista el trabajo tenía la función de un saqueo. De todo esto recoge la interrogante: «¿Qué cultura de trabajo se puede esperar de tres orígenes donde el trabajo no tiene pasión, ni tiene por qué tenerla? Lentamente esta sociedad, al criollizarse, fue haciéndose al trabajo».26

Entre la parodia y lo sublime hay una hiancia.27 Un agujero que nos marca —¿y quién va a dudarlo?— fantasmáticamente. Nos referimos al agujero de lo real que se encuentra entre la parodia (de lo sublime, del trabajo) y lo sublime (el imaginario bolivariano). Para Cabrujas, Bolívar es nuestra única atadura con lo sublime y lo elevado; es la persona de la cual esperamos siempre que la historia nos confirme gestos de un inmenso poder moral. El Libertador es sublime. Por eso —continúa— lo hemos exceptuado, hemos llegado al convenio social de colocarlo como un paradigma (Cabrujas). ¿Qué significa esto de exceptuarlo? El literato dice que dentro de nuestros recuerdos históricos tenemos dos íconos que muestran dos caras contrapuestas, una que el país absorbe y otra que exceptúa de sí mismo: la primera corresponde a José Antonio Páez; la segunda, a Bolívar.28

Bolívar es venezolano solo en un sentido paradójico —así lo formula—, en el sentido en que no es venezolano; esto es, que no hace lo que nosotros hacemos. Páez sí, este es el pícaro, el astuto, el mediocre, el incapaz de ponderar un sueño. Cita Cabrujas otra anécdota, una que tiene que ver con un documento, una carta recibida por el general Páez de unos comerciantes de la provincia de Naguanagua en la que renegaban del proyecto de la Gran Colombia por considerarlo «anti–venezolano». ¿Qué decir? «[F]rente al sueño complejo, alambicado, difícil, de enorme empresa, de envergadura, surge la trampa, el costado, la manera, el meandro, la forma de llegar, de no perder...»: el mínimo esfuerzo.

La verdad es que, apegado a la letra, lo que culmina la cita anterior es: «Esto es gran parte de nuestra historia». Y aquí volvemos al punto de la hiancia. Nuestra historia institucional, societal, democrática ha vivido saltando —a condición de ignorar el hueco—29 entre la parodia (de Páez, de nuestras instituciones, de nuestra política, de nuestros problemas, de nosotros mismos)30 y lo sublime (el ideal bolivariano que nos guía). Una aventura sin rumbo: la de un eterno momento revolucionario en el que todo parece estar en ruptura, en el que siempre está por conseguirse la libertad, en el que los malos siempre están por ser derrotados, o por el momento han arreciado su ataque pero pronto serán vencidos con la fuerza y el filo de nuestro legado. Mientras tanto, el enemigo interno se robustece, ensancha su sombra de espectro y, de pronto: ¡asalta! Otra vez el mismo sino de la historia, la misma paradoja inexplicable: ¿qué nos pasó, si nuestros padres Libertadores no eran así?

El día más venezolano que vivió Cabrujas, así lo recuerda en el texto, fue «El Caracazo». A su juicio, día de un «colapso ético», de una explosión que se tradujo en un saqueo, pero no en un saqueo revolucionario, pues no había consignas ni política en el gesto, sino en un «saqueo dramático»:

las personas asaltaron locales en medio de una delirante alegría, no hay tragedia, al iniciarse el proceso. A mí me quedó la imagen de un caraqueño alegre cargando media res en su hombro, pero no era un tipo famélico buscando el pan, era un «jodedor» venezolano, aquella cara sonriente llevando media res se corresponde con una ética muy particular; si el Presidente es un ladrón, yo también; si el Estado miente, yo también; si el poder en Venezuela es una cúpula de pendencieros, ¿qué ley me impide que yo entre en la carnicería y me lleve media res? ¿Es viveza? No, es drama, es un gran conflicto humano, es una gran ceremonia.

La delirante alegría, la cara sonriente atravesando la calle entre las balas, el rasero con el que se mide al otro corrupto para justificar el asalto, la riña o la mentira, ciertamente tienen que ver con una ética muy particular: la única ética que Lacan le adosa al sujeto del inconsciente, la ética del goce. Ese día se celebró una gran ceremonia, sí, una dramática ceremonia de goce exacerbado. No hubo ley, ni mucho menos dique simbólico que evitara que el «jodedor» asaltara la norma en nombre del colapso, en medio, seguramente, de un profundo y brutal estado de excitación, un fuera de sí demasiado íntimo. En cambio, reinó un plano imaginario sumo cercano a lo real desbordado de la pulsión, esto es, a lo que supone el inexpugnable devenir hacia la muerte.31 Es esta, quizás, la condición de todo saqueo: un estado imaginario en el que nada del orden simbólico logra poner freno al goce.

¿Es viveza? Se pregunta Cabrujas, y va más allá: ¿somos vivos entonces cuando afrontamos nuestra relación con la sociedad? No —responde—, no lo demuestra nuestra historia. Dice: «Somos hábiles, somos diestros, irreverentes en alguna parte, en muchas somos borregos, pero tenemos una manera que lo hace irreconocible, una manera de relacionarnos con el objeto, de sacarle provecho al objeto, sin entender el objeto». ¿A qué objeto se refiere? No lo dice, solo nos da una clave más: «somos hábiles a la hora de asumir la funcionalidad, en donde encontramos un grave problema y un gran obstáculo es a la hora de explicar su función» (1995). Es nuestra destreza: la tercera gran categoría. Una destreza que permite asumir la funcionalidad del objeto, relacionarnos con él, sacarle provecho, sin encarar el problema de entender su funcionamiento. A ese objeto podemos ponerle nosotros los nombres de la pulsión.

«Como vaya viniendo vamos viendo», expresión de un gracioso que en el puro sentido del teatro de El siglo de Oro español es en cierta medida una manera que nos es dada para entender la relación que Cabrujas supone con el objeto. Chistosamente32 nos arreglamos con el gran obstáculo de no entender ¿cómo funciona, qué pasa, cómo nos marca? Es este, posiblemente, otra vez, el mismo problema de lenguaje y nominación que nos pone a escurrir el impase alzados en la parodia. El objeto puede ser cualquiera, y en cada caso, cada época cultural será distinto, pero siempre mostrará nuestro encuentro con la falta, con lo no resuelto, con lo incompleto, y es precisamente eso —según esta ética del gracioso y no del trágico— lo que hay que ir a rellenar para, como decía Lacan, no querer saber nada de eso.

Ahí la destreza, la habilidad para rellenar que no es sino hacer de soporte a ese encuentro. Por eso hemos dicho que —en sentido psicoanalítico— la viveza es una manera, costosa o muy costosa, de arreglárselas con la falta, de responder a ella por el lado del goce. La destreza ha sido proyectar una imagen que aparentemente deja afuera al objeto. Una imagen de verdadera identidad cultural que, o bien está olvidada, en el pasado perdido que debemos rescatar, o bien está por encontrarse en el destino heroico de nuestro legado. Una búsqueda de identidad que es para Cabrujas una pérdida de tiempo. Se pregunta, «¿Cuál identidad?, ¿dónde está?, ¿cómo puede encontrar identidad cultural un país que a lo largo de su historia no ha tenido?». Al contrario, insiste, hemos «mamado» todo de la herencia de «el gracioso», tal como lo hacemos de la industria petrolera, tal como «mamamos» de los acontecimientos tecnológicos y humanísticos, asimilando —dice—, reconvirtiendo y asociándonos a ellos sin descifrarlos.

¿Adónde nos llevan estas reflexiones casi desmedidas? Al punto que supone el giro de su planteamiento. En sus propias palabras: «Deberíamos desterrar de nosotros mismos la idea de que la viveza nos ha acompañado como acto cercano al trabajo. Es falso, no hay viveza criolla, hay viveza alemana, hay viveza japonesa» (1995). Es muy claro, tanto que puede encandilar a quien lo mira. La viveza es un síntoma que bebe del agua del mito.33 No existe sino como destreza para no ver lo que está ahí para ser leído: que no puede ser de «vivos» una cultura que se tropieza una y otra vez con el grueso de su propia lengua, que vive arruinada y sin proyectos, que busca en su pasado histórico o en su futuro porvenir, las respuestas a su presente urgente. Que salta el hueco, que esquiva el objeto para no encarar el problema de vérselas con su funcionamiento («como vaya viniendo vamos viendo»). En suma, ¿quiénes son los vivos? ¿Quiénes los pendejos?

Pensar la viveza como «acto cercano al trabajo» es clave, pues sirve para orientarnos en relación con su funcionamiento. Donde surge la viveza hay una carga de ese algo que está puesto a trabajar. Por ahora, aunque con ciertas intuiciones, mantenemos esta formulación en la dimensión de una pregunta: ¿qué algo es eso que se pone a trabajar? Para Cabrujas había también un trabajo placentero, uno que va por la vía del quehacer espiritual, científico, poético, el trabajo del escritor. Un trabajo donde la imagen del logro está vinculada, no con la destreza o el mínimo esfuerzo, no con el sentido del humor sino con la entrega de no parodiar el trabajo, y ahí, al contrario, lo placentero. Estas dos posiciones frente a la noción de «trabajo» deben llevarnos a problematizar esta categoría.

Conclusiones y avances

Dijimos que no nos interesaba definir las formas de la viveza. Tarea vacua e interminable que nos dejaría estancados sin más entre el prejuicio y la denuncia. La formalización que pretendemos pasa por recoger el rasgo, esto es, aprehender lo que se muestra repetitivo en una conducta. Si afirmamos que la viveza criolla venezolana es un síntoma —y habría que ver qué de estos hallazgos son aplicables a otras realidades— de nada sirve hacer un catálogo infinito de invenciones que lo señalen en acto (aunque esto se muestre útil en algunos casos), sino mirar dónde coloca sus anclajes. Es así que hemos tomado la formulación «anclaje en la historia», no como origen de algo que se constituye claramente en un acontecimiento —como decir: el nacimiento de la viveza criolla— pero sí como el posicionamiento de un objeto que permite el vaivén de una estructura —el país— aunque detenida en el lugar donde ese objeto —el ancla— la anuda.

En los textos referidos encontramos significantes que se repiten, que parecieran emerger fantasmáticamente una y otra vez, que muestran su dimensión de goce en el sentido lacaniano, es decir, en el sentido de un discurso que se repite mostrando su carga de displacer y horror. Escenas que aunque siniestras no encuentran tramitación sino a costa de volverse a escenificar. El significante «aventura» es quizás el que cobra mayor peso en estos recorridos. Una aventura que imprime su peso haciendo una huella, y muestra dramática, aunque jocosamente, sus desplazamientos. La aventura y la ventura, el goce de vivir a nuestra suerte, al vaivén del «como vaya viniendo». Este desplazamiento muestra muy bien la hiancia, la que devela también lo que ya catalogamos como la paradoja inexplicable. Esto es: la aventura sublime del proyecto de Los Libertadores; y la ventura pícara de gozar la deriva.

Esto lo encontramos también en otro desplazamiento, vida–viva, cuando Cabrujas nos señala que pretendemos creer que vivir es hacer la picardía. El vivo vive. Señalamientos del lenguaje que evidencian cómo este sirve para bordear la cosa ignorando sus anclajes. ¿Qué nos pasó, si nosotros no éramos así? Por supuesto que la paradoja inexplicable pesa, y pesa demasiado anclada en la lejanía de esa aventura. La «y» copulativa devela la hiancia, pues el trabajo copulatorio, si se quiere, en el sentido de excitación del cuerpo —hagamos un exceso: del cuerpo social— se da precisamente en ese agujero de la falta constitutiva. Lo que une la aventura y la ventura es un hueco, un fallo. Es por ese fallo por el que se pasa una y otra vez cuando el discurso de la viveza se traslada de un punto a otro.

Pero se pasa a condición de encubrir la falta. Para eso el lenguaje imprime su astucia, arguye su viveza. El chiste, la comicidad, el humor, la caricatura y la proliferación florida de significantes no sirven sino como solución —en algunos casos una buena solución y en otros una mala solución— para no vérselas con la falta. Para escurrir el impase con las marcas. ¿Cuáles son, podemos identificar alguna? La muerte del padre abandonado que murió pobre y descuidado por sus hijos que solo tuvimos ojos para mirar el goce de la libertad. Bolívar el sublime, y nosotros los devoradores del botín, los usufructuarios de su herencia, los que con el petróleo nos hallamos retribuidos por la empresa del padre. Nuestra parodia de magnificencia no hace sino encubrir que preferimos el bochinche y la repartición —salvaje— del botín, que la dificultad de fundar una república y erigir sus instituciones; tarea compleja en un territorio socialmente tan desigual. O, cuando menos, a esta interpretación apuntan tanto Picón Salas como Uslar y Cabrujas.

En este sentido, Cabrujas echa abajo el manto que cubre la hiancia. «No somos vivos», nos dice. Hemos creado el mito de que somos vivos en el sentido de astutos, y no lo somos. Este desnudamiento descubre el ancla. En todo este tiempo no hemos sabido, efectivamente, ser vivos en el sentido de astutos; al contrario, hemos gozado también de la renta de ese mito mientras nos fijamos más a la zanja de la pobreza. Una zanja —lo vimos con los autores— que nos acompaña desde las escenas primarias de esta sociedad. Una zanja, claro está, marcada por el peso del ancla: desde el principio no hemos tenido más que pobreza y carencia para levantar el edificio. Y ha sido así en Latinoamérica entera. Pero nosotros elegimos primero la continuidad de la guerra —el siglo XIX en Venezuela fue enteramente un siglo de guerras de secesión—, y luego la dicha del petróleo. La pobreza y la carencia cargaron con el cubrimiento mediocre del asfalto.

Notas

Dossier 194–217

1 En República Dominicana existe el término popular tíguere para referirse al pícaro. Por su parte, en Argentina, Chile, Paraguay y Uruguay también se utiliza la expresión vivo criollo. En Brasil se le llama Jeitinho.

2 Dictador que gobernó a Venezuela durante 27 largos años, desde 1908 hasta 1935.

3 Véase también el trabajo de George Didi Huberman.

4 Hablamos del trabajo titulado La dirección de la cura y los principios de su poder (Lacan).

5 Proyecto de orden político–partidista liderado por la figura de Rómulo Betancourt. Acción Democrática es el nombre del partido, siendo este uno de los más tradicionales, sino el más, en la historia política venezolana. A modo de contextualización, AD ganó las primeras elecciones secretas, directas y universales celebradas en Venezuela en 1945, gerencia interrumpida 3 años después por un golpe militar a cargo del coronel Marcos Pérez Jiménez. Sobre este período de gobierno (conocido como «el trienio adeco»), representado por el escritor Rómulo Gallegos (aunque siempre se dijo que quien gobernó fue Betancourt), se produjeron grandes críticas debido a la ineficiente política de gestión y por el descarado ejercicio de preferencias sobre los recursos del Estado hacia los allegados al partido. Fue también este el primer impulso que delineó lo que sería el primer trazado del aparato populista y clientelar que quedaría patente como modelo de gestión predilecto en la política venezolana. En 1963, los llamados «adecos» vuelven a ganar las elecciones, esta vez sí de la mano de Rómulo Betancourt. De ahí el apelativo a la redención del proyecto.

6 Otro hito en la historia sociopolítica venezolana. El «viernes negro» (18 de febrero de 1983) se llamó al día en que la economía venezolana sufrió una estrepitosa devaluación de su moneda. Luego de 20 años con un sistema de cambio estable a 4,30 con respecto al dólar, y de libre convertibilidad, el Bolívar sufrió una estrepitosa devaluación que implicó significativos aumentos en las tasas de cambio preferenciales, y la implantación de un Sistema de Cambio Diferencial (RECADI) que al pasar de los años se convertiría en uno de los más emblemáticos desaguaderos de fondos públicos de nuestra historia. Para muchos marcó cronológicamente el inicio de la debacle económica y el fin de la llamada «Venezuela saudita».

7 «Caracazo»: estallido social emblemático en la historia sociopolítica venezolana, ocurrido el 27 de febrero y desbordado hasta el 8 de marzo de 1989. El acontecimiento marcó hitos en lo político, en lo económico, en lo social, en lo judicial y en lo militar; pero sobre todo en lo simbólico. La fecha funciona en el imaginario como un antes y un después en la historia venezolana contemporánea. Muchos son los estudios y las investigaciones que abordan el suceso. En cuanto al golpe, nos referimos a las dos intentonas de golpe de Estado que el entonces teniente coronel Hugo Chávez Frías (luego presidente electo de Venezuela en 1999) diera el 4 de febrero y 27 de noviembre de 1992.

8 Revista que circuló en Caracas entre 1892 y 1915. Ilustrada con grabados, dibujos y fotografías de intelectuales de la talla de Urbaneja Achelpohl, Pedro César Dominici, Gonzalo Picón Febres, Pedro Emilio Coll, José Gil Fortoul, Manuel Díaz Rodríguez, entre otros, además de contar con la participación de lumbres extranjeras como José Enrique Rodó, José María Vargas Vila, Ismael Arciniegas, Amado Nervo, Rubén Darío. En la publicación confluyeron distintas tendencias literarias, pero principalmente modernistas.

9 Así le decían a Gómez.

10 Dato curioso: Gómez muere un 17 de diciembre de 1935, el mismo día de la muerte de Bolívar, exactamente 95 años antes.

11 Teatro Municipal, parque El Calvario y Capitolio, zona urbana de Caracas.

12 Forma en la que coloquialmente se le llama a aquello que muestra alguna facilidad. Una golilla es algo que se hace o se obtiene fácilmente.

13 Picón Salas comparte el siguiente catálogo: «[se trataban de] cosas modestas y miserables, muestras de mediocridad y derrota, se exponen unas “frutas en cera; tres totumas, dos sin adorno y una pintada; un pañuelo de bolsillo; una hamaca fabricada en Margarita; raíz y extracto de zarzaparrilla; unos cueros de cabra de Coro; unos botes de guayaba; naranjas y camburitos pasados, y unas muestras de caraotas, dividive, maíz y tapiramos”. Lo poco que nos había dejado la tormenta; los signos de un país que parecía retornar al estado de naturaleza» (19).

14 Picón Salas, muy alentado por los tiempos que seguirían al fin de la dictadura perejimenista no alcanzó a ver el desarrollo burocratista de la «emergencia» y la «aventura» que llevaron adelante los sucesivos gobiernos. El merideño murió dos años después de la publicación de este artículo, en ١٩٦٥. Por otra parte, el período entre ١٩٤٥ y ١٩٥٨ (muerte de Gómez+transición+trienioadeco+golpe militar), en el que Salas sitúa el epicentro de estas dos categorías (emergencia y aventura), nos interesa particularmente y es el marco temporal en el que inscribimos la emergencia de la viveza criolla venezolana contemporánea.

15 Palabra tomada en cuenta y definida por el DRAE como: tonto, estúpido, cobarde, pusilánime, de vida irregular y desordenada.

16 El género picaresco, luego del gesto del Lazarillo, se convirtió en un despeñadero de efervescencia humana que hasta entonces no se podía mostrar institucionalizada. Todos empezaron a divertirse con la picaresca sin que los poderes pudieran evitarlo; incluso, durante el reinado de Felipe II, la corte imprimió y distribuyó ejemplares de una versión expurgada del Lazarillo titulada El Lazarillo castigado (1573). Fue tal la amplitud de la picaresca, que la crítica coincide en la dificultad para establecer sus límites. Fernando Lázaro Carreter plantea que «se ha intentado caracterizarlo —al género— desde perspectivas morales, psicológicas, sociales y hasta con distingo de código penal, y siempre se topa con excepciones».

17 Expresión popularizada por el personaje de una telenovela, «Por estas calles», de mucha sintonía en los años 90 en Venezuela. Fue transmitida por el antiguo canal nacional RCTV (canal sobre el que reposa la disputa entre si fue víctima de un cierre por retaliaciones políticas, o si sufrió la no concesión de permisos por parte del ente regulador del Estado, en el año 2007). El producto se transmitió entre 1992 y 1993, enganchando por su agudeza y habilidad para tocar en forma clara y masiva algunos de los temas más incómodos de la sociedad venezolana de aquel tiempo: la marginalidad, la pobreza, el clientelismo, la corrupción, la violencia, la desintegración urbana y los lazos sociales, fueron algunos de los temas sobre los que giró la trama, de la cual, además, José Ignacio Cabrujas fue guionista.

18 Definición del DRAE.

19 Véase nota 4.

20 Los cuentos de Tío Tigre y Tío Conejo son un conjunto de fábulas muy populares en el imaginario cultural venezolano. Provenientes de la tradición oral, las historias se publicaron por primera vez en 1945 de la pluma del poeta Antonio Arráiz, y seguidamente desde 1949 y hasta el año 2000 en las revistas Tricolor, publicación auspiciada por el Ministerio de Educación. Tricolor, ciertamente, se convirtió desde su primer tiraje en la herramienta pedagógica por excelencia de los aparatos educativos —y aquí somos completamente althuserianos— en Venezuela. Durante más de 50 años la revista albergó los cuentos de Tío Tigre y Tío Conejo, cuya trama central consistía en las demostraciones de astucia y viveza que le permitían al Tío Conejo zafarse de las garras de Tío Tigre. Los cuentos de Arráiz, así como las historietas de Tricolor, muestran, como solo la literatura devela, un entramado en el que es posible leer una ética de la viveza criolla. Aprovechamos para informar al lector que estos textos son centrales para nuestra investigación y se constituyen (específicamente los publicados entre 1945 y 1959) en el corpus del trabajo doctoral del cual el presente artículo forma parte.

21 Aunque afirmamos que estas revistas se publicaron hasta el año 2000, cierto es que desde el 2008 hasta hoy el Estado comenzó a publicar nuevamente ejemplares; no obstante, desconocemos el estatus de este nuevo período de publicación de la revista. Dicha posición no interfiere con el sistema de postulados de la tesis, pues el corpus que nos interesa para hacernos en la médula de la investigación se constituye en la tradición establecida durante los primeros 50 años de publicación. Hemos notado que actualmente salen a la luz algunos ejemplares a cargo del Ministerio del Poder Popular para la Educación, pero, a nuestro juicio, no tienen ni el alcance, ni la impronta, ni la receptividad de otrora. Quedan, sin embargo, como un corpus por revisar.

22 Esta formulación encuentra su clave de lectura en la mención que se hace en líneas anteriores a las sucesivas revueltas y revoluciones que se dieron en Venezuela en el siglo XIX. Lo que ha conducido todas estas luchas es una escena no resuelta que podríamos pensar que se liga con ciertos significantes como libertad e independencia. ¿Ha logrado la sociedad venezolana, ciertamente, su independencia, su libertad? (Todavía son cuestiones que colman el ámbito de la política). Es lo que, dicen los libros de historia, promulgaba Bolívar con su gesta. Pero de esa batería se valieron —se han valido— todos los caudillos para justificar su épica. ¿Es que alguno de ellos no ha actuado en nombre de la libertad y de la independencia? ¿Alguno de ellos ha roto con Bolívar, se ha desligado, —como dicen— ha montado tienda aparte? Todos dicen moverse tras los pasos de El Libertador, de su legado, de su revolución inacabada.

23 La defensa, por cierto, es uno de los primeros términos freudianos que sirven para designar los mecanismos del yo que el sujeto neurótico emplea para poner freno a las cargas excesivas de excitación que le sobrevienen debido a su encuentro con la cultura. Poco antes de La interpretación de los sueños (1899) ya Freud trazaba el concepto en ensayos como Nuevas puntualizaciones sobre las neuropsicosis de defensa (1894), y Los mecanismos del olvido (1898). Anna Freud, su hija, tomaría este concepto como punto de apoyo central en el desarrollo de su teoría psicoanalítica (el yo y sus mecanismos de defensa), curso distinto al que tomaría Lacan siguiendo a Freud, quien privilegió, en cambio (y en un primer momento), a la noción freudiana de inconsciente.

24 La canción se llama «Neoclásico», del artista Sr. Presidente. Una hermosa pieza de arte musical producida en la época actual venezolana.

25 La fuente consultada es una versión mimeografiada.

26 Al respecto, cuando pensamos en lo que propone Cabrujas en torno al arraigo, o mejor dicho, al desarraigo a la cultura del trabajo en aras de esta «criollización» tan ligada a la viveza, y aún más claramente ligada a la extracción, nos viene a la mente el trabajo del historiador Neller Ochoa sobre la práctica del saqueo y el secuestro de bienes en Caracas, entre 1810 y 1821. La investigación permite, efectivamente, tender puentes entre las nociones: despojo, saqueo, extracción, viveza; mostrando la elección de una cultura por esta forma particular de goce.

27 Será esta la palabra elegida por Lacan para designar el agujero de la falta constitutiva en el sujeto. A lo largo del desarrollo de su obra, esta noción hará de guía para orientar distintas formulaciones. Así, por ejemplo, el sujeto de Función y campo de la palabra y del lenguaje en psicoanálisis (1953), y de Instancia de la letra en el inconsciente o la razón desde Freud (1957) lleva una hiancia con respecto al paso de un eslabón a otro de la cadena significante. No hay acto de habla que no muestre una hiancia en el encadenamiento de su estructura. Mientras que el «último» Lacan, el Lacan menos interesado por los efectos de las estructuras del lenguaje y más por el registro de «lo real», buscará en esta hiancia —en este agujero sin raíces en lo simbólico— el objeto causa de anudamientos y desanudamientos manifiestos en la constitución psíquica de un sujeto en tanto sin sentidos. En todo caso, de Freud a Lacan, las formaciones del inconsciente derivadas en síntomas siempre tienen que ver con esta hiancia.

28 La noción de «excepción» también es clave para la teoría psicoanalítica, y muy sugerente para responder a esta apreciación de Cabrujas en relación con la figura de Bolívar como excepción a nuestro aparato cultural simbólico (habría que agregar, real e imaginario). En Totem y tabú (1913), Freud, valiéndose de las formulaciones surgidas de la antropología en torno a la organización de la horda primitiva alrededor de la figura del padre, coloca en este el referente fálico puesto en el lugar de una excepción desde donde toda la comunidad de discurso se organiza. En Psicología de las masas (1921), pensando en los rasgos de identificación que vinculan a la masa con un líder, Freud toma de nuevo esta noción de excepción para posicionar a este último —al líder— en el lugar del referente fálico y en ese sentido en el lugar de la ley. Bolívar es ley solo en tanto referente fálico. Su excepción organiza como discurso ideal el goce de la horda con relación a una hiancia. Exceptuar a Bolívar, ponerlo en el lugar de lo sublime, es darle el lugar del Tótem, de referente fálico por el que la horda se rige siempre de forma fallida, siempre a través de una hiancia.

29 Nos viene a la memoria la foto emblemática de Carlos Andrés Pérez (ex presidente de Venezuela por dos períodos) saltando un charco en la calle en la campaña presidencial de 1973. Para el divertimento, en períodos recientes de la política venezolana, dos candidatos presidenciales han sido recogidos en una fotografía repitiendo el mismo gesto. Consultar en: http://talcualdigital.com/index.php/2018/03/28/y-siguen-pendientes-de-saltar-un-charco/

30 Aparece el gran referente: la Radio Rochela. Un programa televisivo de humor político y cultural que se transmitió en Venezuela durante largos 51 años, retratando, con agudeza e ingenio, ciertas fibras del tejido social venezolano. Ha sido, sin duda, una de las invenciones más geniales que en el siglo XX surgieran en esta nación.

31 Toda pulsión es pulsión de muerte. Fue la conclusión a la que llegó Freud en torno a la noción de pulsión, noción que ya desde Tres ensayos para una teoría sexual (1905) mostraba su carácter de movilidad. Freud le dio el nombre de pulsiones sexuales, pulsiones de autoconservación, pulsiones yoicas, pulsiones de vida, pulsiones de dominio, tratando de interpretar el funcionamiento de esta suerte de «instintos». A partir de Más allá del principio del placer (1921), Freud comienza a pensar que todas las pulsiones tienden a un impulso de repetición que siempre sobrepasa al aparato regulador del principio del placer (regulador de las altas cargas de excitación que sobrevienen al sujeto), y son territorios de la pulsión de muerte en tanto implican impulsos de autodestrucción que apuntan al nirvana, es decir, a un punto de excitación cero. El más allá del principio del placer es la pulsión de muerte al servicio de la disolución, de la destrucción, del cese. Aquí un buen estudio preliminar a la noción freudiana de pulsión: Corsi (2002).

32 La referencia al chiste es fundamental en la obra de Freud. Un texto emblemático, El chiste y su relación con lo inconsciente (1905), muestra lo que para el psicoanalista evidencia las implicaciones del chiste en las formaciones del inconsciente. La tesis central es que el chiste es una formación sustitutiva que posibilita el ahorro de un gasto psíquico que podría ser displacentero para el sujeto. La condensación del chiste, que se muestra en su elaboración como un rodeo metafórico, permite acceder a una carga de placer sobre algo que por otra vía —una vía más directa, quizás— podría presentarse como «agresivo» para el sujeto. Luego Freud publica en 1927 un breve texto titulado «El humor», en el que afina sus elaboraciones sobre los efectos y las causalidades del chiste, pero ahora colocadas específicamente sobre la aproximación al humor.

33 Un mito fallido. La viveza es una respuesta que busca compensar la disfuncionalidad del mito, del mito bolivariano desde donde la sociedad venezolana, la historia así lo muestra, pretende organizarse. ¿Es que acaso un mito, tal como filosóficamente se toma en la historia de las ideas, no tendría que bastarse con su narrativa para que todos sus postulados queden establecidos? Un mito ordenador no tendría por qué necesitar complementos. Por eso es un mito fallido, un mito que falla, y ante esa falla —que es carencia, precariedad, mengua y sinrazón— la viveza surge como una salida para ocupar ese vacío. Si decimos que la viveza criolla es un síntoma, es porque es un síntoma del mito que falla, de su hueso fracturado.

Referencias

Cabrujas, J.I. (1995). Destreza, mínimo esfuerzo o sentido del humor. Conferencia dictada el 12 de enero de 1995 en el ciclo «La cultura del trabajo», organizado por la Fundación Sivensa en el Ateneo de Caracas entre setiembre de 1994 y abril de 1995. https://sancheztaffurarquitecto.wordpress.com/2011/02/09/conferencia-la-viveza-criolla-destreza-minimo-esfuerzo-o-sentido-del-humor-jose-ignacio-cabrujas-venezuela/

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Corsi, P. (2002). Aproximación preliminar al concepto de pulsión de muerte en Freud. Revista Chilena de Neuro–psiquiatría, 40(4). https://scielo.conicyt.cl/scielo.php?script=sci_arttext&pid=S0717-92272002000400008

Didi-Huberman, G. (2013). La imagen superviviente: historia del arte y tiempo de los fantasmas según Aby Warburg. Madrid: ABADA.

Freud, S. (1995). Obras completas. Buenos Aires: Amorrortu.

Glassman, G. (1999). Breve acercamiento humorístico sobre la «viveza criolla» desde el mundo de Tío Tigre, Tío Cochino y Tío Conejo (entre Antonio Arráiz y Aquiles Nazoa). Trabajo de grado para optar a la licenciatura en Letras. Universidad Católica Andrés Bello, Caracas.

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Massiani, F. (1959). La viveza. Interpretación de una actitud colectiva. Revista Anales de la Universidad de Chile, 117(116), 84–105. https://revistas.uchile.cl/index.php/ANUC/article/view/18846/19945

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