Artículos

Muere Videla. Emociones públicas como argumentos políticos

Videla dies. Public emotions as political arguments

Lucas Martín
Universidad Nacional del Sur – Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas, Argentina

Estudios Sociales. Revista Universitaria Semestral

Universidad Nacional del Litoral, Argentina

ISSN: 0327-4934

ISSN-e: 2250-6950

Periodicidad: Semestral

núm. 61, e0004, 2021

estudiossociales@unl.edu.ar

Recepción: 18 Agosto 2020

Aprobación: 18 Junio 2021



DOI: https://doi.org/10.14409/es.2021.2.e0004

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Resumen: El artículo propone analizar el modo en que, en la Argentina, se tramita el legado criminal de la última dictadura a la luz del acontecimiento de la muerte de su principal responsable, Jorge Rafael Videla. En particular, se focaliza en las reacciones que, desde el centro de la escena pública y de parte de las voces más autorizadas en materia de derechos humanos, fueron expresadas en el lenguaje de las emociones y ofrecieron, a la vez, una ética, una economía y una pedagogía de las emociones. Con la ayuda de herramientas tomadas de la teoría de las emociones, distinguimos un orden con el alivio en el centro, el dolor bajo la superficie, el orgullo y la satisfacción en el radio, y la alegría, el duelo y el enojo en los márgenes. Sobre esa base, encontramos continuidades y diferencias respecto del esquema judicial dominante en el tratamiento del legado criminal.

Palabras clave: Justicia transicional, emociones públicas, Jorge Rafael Videla, derechos humanos, crímenes de lesa humanidad.

Abstract: The purpose of this article is to analyze the way Argentina deals with the criminal legacy of the last dictatorship in light of the event of the death of its main doer, Jorge Rafael Videla. In particular, it focuses on the reactions that, from the center of the public scene and on the part of the most authoritative voices on the subject of human rights, were expressed in the language of emotions and offered, at the same time, an ethic, economy and pedagogy of emotions. With the aid of tools taken from the theory of emotions, we distinguish an order with relief in its center, pain below the surface, pride and satisfaction in the radius, and joy, mourning and anger at the margins. On this basis, we find continuities and differences with respect to the dominant judicial scheme in the treatment of criminal legacy.

Keywords: transitional justice, public emotions, Jorge Rafael Videla, human rights, crimes against humanity.

I. Muertes que importan

El 17 de mayo de 2013 fallecía Jorge Rafael Videla en su celda de la Unidad Penitenciaria de Marcos Paz. La muerte del militar que encabezó el peor régimen criminal de la historia argentina fue un acontecimiento político de primer orden. El deceso del hombre enfermo de 87 años era algo esperable; era, como se dice, cuestión de tiempo. No menos previsible era que, una vez producida, esa muerte se convirtiera en suceso. Figura central de nuestra historia, «símbolo» de la última dictadura[1], Videla no había dejado de gravitar en la memoria colectiva y en el tratamiento que dábamos al pasado político criminal aun cuando hubiera carecido del mínimo poder como para tener algún atisbo siquiera de influencia en la vida política del país. La noticia de su muerte fue consecuentemente un acontecimiento político. Nadie pudo ignorarla. «Murió Videla», corría la voz. Prácticamente todos los canales de tv (sea abierta o por cable) consagraron gran parte de sus emisiones de la jornada al tema, aún los programas de la tarde dedicados al entretenimiento y a los corrillos del espectáculo. También las radios y los portales de noticias dieron un lugar central a la noticia. Víctimas y familiares de víctimas de las graves violaciones a los derechos humanos perpetradas bajo la dictadura fueron especialmente buscados para las entrevistas. Al día siguiente, la noticia fue tapa de todos los diarios.

Así como la muerte del dictador y su resonancia eran esperables, también era posible prever que ese hecho ofreciera, en las reacciones y reflexiones que suscitara, la oportunidad para observar de manera condensada nuestra relación con el pasado criminal y para reflexionar sobre ello. Entre las reacciones en buena parte también previsibles –raccontos y semblanzas, opiniones, condenas– destacaba apenas en el orden del discurso, discreta y diáfanamente, una economía de las emociones. Y esa economía emocional sobresalía especialmente en un contexto de fuerte polarización política, cargada de discursos crispados en los que no faltaba la amalgama de la coyuntura con el pasado dictatorial. Ese contexto de fuerte carga emocional, que podía justificar la expectativa de una verborragia pública tal que llenaría mi cuaderno de notas, había servido en cambio de telón de fondo para el contraste con aquello que finalmente ocurrió y que vislumbraba, al menos a mis ojos, como una muy expresiva economía de las emociones, y cuya cristalización más diáfana era nada menos que el silencio absoluto de Hebe de Bonafini. La novedad que dejan ver los discursos de esos días de mayo de 2013 reside en esa dimensión emocional.

La relación entre las emociones o las pasiones y la política ha sido objeto de reflexión al menos desde los inicios del pensamiento político. De un tiempo a esta parte, el tema ha gozado de una especial atención en la filosofía y las ciencias sociales y, como consecuencia, contamos con herramientas que pueden sernos muy útiles para el análisis. En este texto, sin embargo, no pretendemos incursionar en esa área de estudios prolífica e inabarcable –tampoco sabríamos hacerlo con solvencia. Pero en la medida en que el acontecimiento que aquí analizamos nos lleva a ese campo, habremos de utilizar, en estas páginas y un poco libremente, algunas de sus categorías. De manera general, me interesa la idea, simple pero proteica, según la cual las emociones no son meras reacciones irreflexivas, carentes de racionalidad y ajenas a la voluntad de unos agentes que serían meramente sujetos “pasivos” de impulsos irreflexivos fuera de su control. Las emociones se enseñan, se aprenden, pueden modificarse, comprenden creencias, razones, evaluaciones y planes (Nussbaum 2001; Nussbaum 2006: 40-52). Esa sola idea nos permite interrogar una emoción personal públicamente manifiesta en términos de su significación política así como indagar sus razones y llevarlas al terreno del debate.

En efecto, las emociones se refieren a objetos a los que damos importancia, y las creencias y pensamientos involucrados en ellas son partes constitutivas de las mismas emociones, de manera que comportan un juicio de valor sobre el bienestar de la persona o el grupo de pertenencia y, por tanto, es posible argumentar sobre la pertinencia de una emoción, sobre su consistencia con otros fines o valores, sobre duración o su transformación en otra emoción o sobre la veracidad o la razonabilidad de las creencias sobre las que reposa (Nussbaum, 2001). En este sentido, me interesa interrogar el modo en que las distintas emociones o los sentimientos (utilizaremos casi de manera indistinta ambos términos) suponen, de un lado, un recorte de la realidad al definirse por un objeto de referencia (un hecho, una acción, una persona) y, de otro lado, una evaluación normativa. Un mismo acontecimiento, la muerte de Videla, suscita diversas reacciones emotivas según dónde está puesto el foco y, consecuentemente, según cuál sea la valoración (que a su vez orienta al foco). De allí que, en la diferencia de emociones, y en la posibilidad de su análisis, habremos de ver un orden (o una economía), una ética y una pedagogía; y también, en consecuencia, una potencial deliberación pública. En una palabra, nos proponemos examinar las emociones como argumentos.

En las páginas que siguen, me propongo examinar las principales reacciones emocionales que circularon tan pronto conocida la noticia de la muerte de Videla con el fin de echar un poco de luz acerca del modo en que, en Argentina, tratamos el legado criminal. Para tener un panorama más amplio y para establecer el contexto y el contraste con las reacciones en cuyo análisis sí nos detendremos, en primer lugar reconstruiremos aquellas reacciones que, aún sin recurrir al lenguaje de las emociones[2], tuvieron una circulación relevante. Se trata de reacciones extra-emocionales, que expresan consensos generales (una memoria común) y disensos de partido que, como tales, gozaban de cierta estabilidad en el tiempo (sección 2); luego nos detendremos en las reacciones que recurrieron a una retórica de las emociones: las de alivio (sección 3) y la reacción singular de Hebe de Bonafini (sección 4). En conjunto, las cuatro reacciones fueron, por distintas razones (su circulación, su singularidad, su origen), las reacciones de mayor peso, y su diferenciación no las vuelve mutuamente excluyentes. Finalmente, en las conclusiones (sección 5) daremos un paso más en el análisis de las emociones como argumentos, tratando de clarificar, a partir de los contrastes que ofrecen las distintas reacciones, el modo en que pensamos y actuamos en relación a nuestro pasado criminal.

II. Reacciones extra-emocionales

1. Una memoria común

Conocido el fallecimiento de Videla, los relatos históricos y las descripciones del Proceso de Reorganización Nacional (nombre que se dio a la última dictadura), las semblanzas del difunto, las crónicas de su periplo judicial y otras notas o discursos de tenor semejante ofrecían el material elemental para exponer sin ambages una verdad histórica y una lección moral y política que le era inherente[3]. Para quien estuviera mínimamente informado sobre el pasado dictatorial o leyera de tanto en tanto las notas conmemorativas o las efemérides, nada había de sustantivamente nuevo en estos artículos y discursos —muy numerosos, por cierto—que conformaron el primer tipo de reacciones[4].

No hubo, hasta donde he podido recabar, y tal vez tampoco era la ocasión propicia para ello, reflexiones novedosas, preguntas incómodas o intentos de revisar puntos ciegos y temas tabú en el tratamiento que se había dado hasta ese momento al legado criminal de la dictadura. Nada inédito aquí ante el nuevo acontecimiento político; se trató, puede decirse, de un ejercicio público de la memoria que podía inscribirse en la línea que, desde los comienzos de la democracia, había trazado un parteaguas con la dictadura sobre la base del consenso del Nunca Más y una narrativa humanitaria como repudio de las violaciones a los derechos humanos[5].

Podía leerse, en prensa y con estilos diferentes según la pluma, un común señalamiento de los crímenes y su ocultamiento bajo la dictadura, la responsabilidad y el doblez de personalidad de Videla, la ausencia postrera del reconocimiento del mal perpetrado. Así, Horacio González, por entonces director de la Biblioteca Nacional, enumeraba los crímenes en el diario Página 12: «allanamientos nocturnos, robos, acribillamientos y latrocinios de toda especie, sobre todo el robo de nombres, la incautación de bebés»[6]; el diario La Nación, por su parte, a la par una nota sin firma por momentos demasiado comprensiva con el dictador[7], recurría a la pluma de la intelectual Beatriz Sarlo: «Videla no realizó actos que puedan contraponerse o balancearse con sus crímenes, ya demostrados en la Justicia. (…) Y encabezó un detallado plan de asesinato y persecución sistemáticas»[8]; por fin, Clarín publicaba una nota sin firma que decía: «Videla sabía que los desaparecidos habían sido secuestrados, torturados, asesinados, sus cadáveres ocultados o arrojados a las aguas y que no se trataba de ‘una consecuencia no deseada de esta guerra’, sino de una política del Estado que él presidía»[9].

De manera similar, se caracterizaba la personalidad de Videla y su negación ante cualquier forma de reconocimiento del mal perpetrado. Así, en las notas ya referidas, H. González describe al difunto como alguien que hasta el final de su vida «sugería crípticamente que matar protegido por el secreto de Estado era lo más recomendable» y que, «como matador no era pasional, sino heredero de los grandes racionalistas del crimen». B. Sarlo, a su turno, ofrecía una semblanza coincidente: «con el convencimiento de los enajenados pero con la cabeza fría de quien ejecuta los pasos necesarios para alcanzar sus fines, Videla inauguró su gobierno con falsedades. (…) Falsificó y negó. Murió sin admitir nada»[10]. En un último ejemplo, una de las semblanzas en Clarín lo pintaba como «[u]n militar gris, taciturno, enigmático (…). Pero Videla nunca fue lo que mostraba. Detrás de aquel oficial alto, delgado, rígido, formal y reposado, obediente y adusto, se ocultaba el hombre que alentó y sostuvo la matanza que desencadenó el “proceso” (…). El ex teniente general se lleva a la tumba los secretos más terribles de una época».

2. El disenso partidista

En contraste con las primeras y más numerosas reacciones, y con una significación notablemente menor, hubo quienes intervinieron dentro de los parámetros habituales de la división política que, desde hacía algunos años, había tomado una forma cristalizada y profunda en el país. Como señalamos antes, los gobiernos kirchneristas habían hecho suya la causa reparadora de los derechos humanos y, en esa apropiación, habían trabajado un discurso que establecía una continuidad entre sus opositores de ahora y los defensores y beneficiados de la última dictadura[11].

Entre los ejemplos más notables de este segundo conjunto de reacciones, el renombrado periodista Jorge Lanata publicaba una columna de opinión con el título de «Videla murió, pero no se acabó la cultura autoritaria», donde amalgamaba la dictadura con los gobiernos kirchneristas[12]. Más matizadamente, sin proponer líneas de continuidad entre el gobierno y la dictadura, y acompañado de una apelación a la memoria compartida, el periodista José Ignacio López recordaba el hecho que le había dado, a él mismo, un lugar en la historia por haber sido el primer periodista local en preguntar a Videla sobre los desaparecidos a fines de 1979, y pedía, en la lectura que se hiciera del pasado reciente, una ecuanimidad que consideraba ausente en la coyuntura de esos años:

«Y hoy podemos sentirnos agraviados cuando desde una lectura tergiversada de la tragedia se pretende instalar que quienes no fuimos presos, no nos exiliamos, no nos desaparecieron, fuimos cómplices de la dictadura.

Como otras, ésta es una oportunidad de hacer memoria para construir, con verdad, sin reduccionismos ni manipulación»[13].

También aquí pueden incluirse como parte de una crítica de la política de derechos humanos del gobierno, y aun cuando apelasen a un lenguaje humanitario y no partidista, los señalamientos sobre las condiciones de salubridad carcelaria en las que había fallecido ese anciano enfermo de 87 años –señalamientos que, de todas formas, no llegaban a traducirse en una expresión de duelo o solidaridad–[14].

Como señalamos antes, el único aspecto novedoso de estas reacciones reside en la magnitud significativamente menor respecto de lo que podría haberse esperado en la ocasión de haber predominado en la escena pública la retórica polarizante de aquellos años –y que subsiste hasta la actualidad (mayo de 2021)–. En este sentido, Videla, símbolo de la dictadura y poco afecto a hablar públicamente, se había convertido recientemente en punto de atención pública en cada una de sus contadas pero cada vez más asiduas manifestaciones públicas o semi-públicas[15]; y así como en el debate público es posible observar asociaciones del oponente con pasado dictatorial, la palabra del dictador podía servir, en la escena partidaria, para desacreditar al adversario[16].

III. El alivio como emoción predominante

Sobre el fondo del ejercicio de una memoria común y en contraste con la tenue actualización de la división de la época, se destacaban las declaraciones que expresaban emociones y sentimientos ante la muerte del dictador. No es que las reacciones analizadas hasta aquí carecieran de esa dimensión de lo sensible; sin duda, la condena unánime o el reclamo de partido vehiculizaban el recuerdo del dolor, del enojo ante el agravio, acaso del odio, pero no era ese, el de los sentimientos y las emociones, su lenguaje dominante.

En el orden de los sentimientos y las emociones, las reacciones a esa muerte singular fueron de una variedad limitada. No hubo, hasta donde he podido comprobar, y a excepción de los avisos fúnebres de los allegados, expresiones públicas de pesar, duelo o tristeza. Eventualmente, como veremos enseguida, el lamento estaba enfocado en que había dejado este mundo alguien que, de acuerdo con cierta creencia, disponía de la información aún faltante sobre las víctimas de la dictadura. Y también, en parte, allí donde se señalaba el hecho de que Videla se hubiese muerto sin haber mostrado el mínimo signo de arrepentimiento o de reconocimiento de los crímenes de los que había sido máximo responsable. En rigor, podría decirse que se dejaba mejor ver en esas reacciones un sentimiento de enojo o de frustración. Tampoco hubo, en la escena pública, expresiones de regocijo o alegría significativas, al menos por parte, según veremos enseguida, de los actores relevantes, que buscaron en cambio refrenar reacciones que fueran en ese sentido. De manera que, en el orden de los sentimientos y las emociones, la diversidad de reacciones que suscitó la muerte de Videla se dio dentro de ciertos límites marcados, de un lado, por la ausencia de expresiones de dolor por la pérdida y, de otro, por el freno al resentimiento que habría podido dar lugar a la celebración.

Hubo un sentimiento dominante: el alivio[17]. A igual distancia del resentimiento hacia el criminal como de la alegría ante su muerte, que habría probablemente podido parecer obscena, el alivio aparecía como un sentimiento sosegado. Su armonía mesurada recorría la escena pública al compás de las declaraciones de las voces más autorizadas del movimiento de derechos humanos. Estela de Carlotto, presidenta de Abuelas de Plaza de Mayo, lo dijo con la moderación que la ha caracterizado siempre: «La muerte de este hombre nos deja casi aliviados. El sentimiento no es de alegría, pero sí subrayamos que deja la faz de la tierra un genocida» (La Nación, 18/5/2013). En el mismo sentido, el premio Nobel de la Paz, Adolfo Pérez Esquivel declaró que «la muerte de Videla no debe alegrar a nadie, tenemos que seguir trabajando por una sociedad mejor, más justa, más humana, para que todo ese horror no vuelva a ocurrir nunca más» (Perfil on-line, 17/05/2013). Nora Cortiñas, de Madres de Plaza de Mayo-Línea Fundadora, también dejó saber que su sentimiento no era de festejo (Página 12, 18/05/2013).

En el mismo registro parsimonioso, pueden incluirse las declaraciones que valoraban la respuesta de justicia que se había dado a los responsables del régimen criminal. El lenguaje de las emociones, del sentimiento de justicia, el orgullo o la satisfacción por haber juzgado a los militares y, en particular, a Videla, revestía con su pátina discreta a esa reivindicación de otro modo meramente institucional que podría haber acompañado a los ejercicios de la memoria común[18]. Esta combinación de mesura emocional –enfatizada por la explícita marginación de toda celebración– y de reconocimiento de la reanudación de los juicios a represores dio forma, además, a la retórica oficial en las declaraciones de funcionarios del gobierno nacional. Así, por ejemplo, el ministro de Interior y Transporte, Florencio Randazzo, podía subrayar que Videla había terminado «sus últimos años en [una] cárcel común, producto de que ha existido una justicia que lo ha juzgado» y, a la par, añadir que «[n]inguna muerte nos puede poner contentos»[19]. En el mismo sentido se pronunciaba el secretario de Derechos Humanos, Martín Fresneda: «Es un orgullo haber logrado una Argentina con Justicia antes de que se fuera Videla a otro lugar. Desde el Estado argentino no celebramos la muerte de nadie, pero sí consagramos haber conseguido Justicia» (La Nación, 18/05/2013)[20].

La discreta distinción de este sentir y la importancia de que haya sido puesto en escena desde lugares autoritativos en un sentido descendente se perciben también en el contraste de lo que pudo haber sido. En efecto, esa mesura contrastaba fuertemente con las reacciones que circulaban en las redes sociales, mucho más viscerales, que oscilaban entre el repudio y la celebración, y que no encontraron prácticamente eco en las dirigencias[21]. (Conocedores de esta inclinación general a sortear todas las inhibiciones cuando la opinión es vertida más o menos anónimamente en los espacios virtuales de la opinión, los diarios de mayor distribución que, como Clarín y La Nación, habitualmente abren a los lectores on-line la posibilidad de dejar sus comentarios debajo de las notas, suprimieron esta vez esa opción —puede consultarse al respecto cualquier nota sobre el tema en esos días–)[22].

Existía ciertamente la posibilidad de dar rienda suelta a la expresión de otro tipo de emociones sin que nadie, o casi nadie, pudiera señalarlas como carentes de justificativo: una rabia o una alegría nacidas del dolor, por ejemplo. Acaso, las declaraciones de Taty Almeida, también madre de Línea Fundadora, parecían más cerca del resentimiento y la celebración que del alivio, al menos allí donde veía a «los 30 mil (desaparecidos), incluido Alejandro (su hijo), levantando el dedo pulgar», para enseguida agregar: «son 30 mil que no lo van a dejar tranquilo en el más allá, no sé qué hay en el más allá, pero los genocidas no van a entrar»[23]. Signo de lo que pudo haber sido, estas declaraciones, como las vertidas anónimamente en redes virtuales, ponen de relieve la significación de lo que podríamos llamar un trabajo de las emociones.

Otras muertes, sucedidas antes o después, de represores emblemáticos de la dictadura generaron, con las variantes de cada circunstancia, reacciones emocionales similares: el lamento o la frustración por las demoras en la justicia y por el hecho de que los represores no hubieran brindado información sobre sus víctimas; o, cuando la condena hubiere llegado en vida al represor, el alivio por lo alcanzado, eventualmente a la par del enojo por penas de reclusión con ejecución domiciliaria. Así, por ejemplo, cuando en 2003 fallecía el ex dictador Leopoldo F. Galtieri, antes de la cascada de juicios por crímenes de lesa humanidad, el sentimiento dominante era el de una frustración sin atenuantes ni matices, mientras que, ante las muertes subsiguientes, ocurridas luego de reiniciada la prosecución judicial, ese sentimiento sería matizado por el balance del desempeño judicial –los logros (condenas, prisiones efectivas) y las falencias (su lentitud, el beneficio de la prisión domiciliaria)– y por la emergencia de otras emociones movilizadas a la par de ese balance (el alivio, la frustración parcial)[24]. En contraste con esa variación, la frustración particular por el hecho de que cada uno de los represores se hubiera muerto sin arrepentirse y sin proveer información sobre sus víctimas fue una constante. Pero mientras que la primera frustración, la referida a las deficiencias de la justicia, era atribuida a las instituciones, la segunda, relativa al arrepentimiento y a la verdad, hallaba su referencia en la propia persona del victimario. En este sentido, puede decirse que también el orden de las emociones se ha visto estructurado por el esquema judicial que organizó, desde los comienzos de la democracia, nuestra interpretación del pasado y de su legado y nuestra evaluación sobre el modo en el que se le ha dado respuesta (Crenzel, 2012; Vezzetti, 2002; Malamud Goti, 2000). Así sucedía también con la muerte de Videla que, ocurrida tras varios años de juicios a represores, ordenaba los sentimientos en torno del alivio.

¿Qué nos dice esta economía de las emociones del modo en que hemos tramitado, en la Argentina, el legado criminal pasadas tres décadas (en 2013) de la última dictadura? En primer lugar, y en la medida en que los sentimientos, como el alivio, suelen ser diferenciados en la teoría respecto de las emociones –densas, con connotaciones cognitivas y valorativas, éstas; muchos más cercanos a simples sensaciones físicas, aquéllos–, puede hablarse de economía en un doble sentido: como un orden y como una reducción de gasto. Un orden, porque había, en el alivio, un claro centro gravitatorio, en los márgenes la alegría y el odio, el enojo o el resentimiento y, en el radio entre ambos, gravitaban emociones de intensidad intermedia como la frustración o la satisfacción y el orgullo respecto del desempeño de la justicia. Una reducción del gasto porque aquello que por su atracción (por autoridad, por centralidad en el espacio público) daba un orden establecía, a la vez, un límite para lo emocional, una suerte de ahorro de las emociones: el sentimiento de alivio expresa la sustracción de un peso, la sensación física del aligeramiento corporal (alivianar, ad levare). Sosiega, en consecuencia, emociones que habrían podido ser más intensas: la aversión o el odio por el difunto, la tristeza o el dolor por el recuerdo de los seres queridos arrancados violentamente a la vida y al mundo, o incluso un más enfático orgullo por los logros en términos de justicia.

En segundo término, y más allá de la distinción entre sentimientos y emociones, creo que es posible interrogar el sentimiento de alivio como se interrogan las emociones, esto es, indagando sus dimensiones cognitiva y valorativa. No porque queramos zanjar una discusión aún en curso en la teoría de las emociones sino porque, como sugiere M. Nussbaum, las clasificaciones no pueden funcionar como dogmas para encorsetar la realidad y porque, muy por el contrario, el análisis debe permanecer ligado al fenómeno y eventualmente aceptar, sobre esa base, modificaciones conceptuales (Nussbaum, 2001: 133)[25]. En este sentido, también importa que el sentimiento al que nos referimos interviniera en un horizonte cuyo potencial emocional era innegable.

¿A qué objeto de referencia remite entonces el alivio y cuáles son las creencias sobre ese objeto? ¿Qué juicio de valor comporta ese referente puesto de relieve con el alivio? Como se dijo antes, la muerte del criminal juzgado y cumpliendo su pena describe aquello que explica y da fundamento al alivio. En contraste, las expresiones de enojo, frustración o lamento evocaban el hecho de que Videla no se hubiera arrepentido o la creencia en que tuviera información que se habría llevado a la tumba. Por su parte, las expresiones de alegría –como se dijo, expresamente marginadas– parecían circunscribirse a la sola muerte del «símbolo» de la dictadura, principal responsable de crímenes de masa, sin consideración particular de los logros en materia de justicia. De manera semejante, las reacciones de resentimiento, sin considerar los avances judiciales, hallaban su justificación en la medida en que el foco estaba puesto en el Mal que había causado el muerto, y también acaso en el hecho de no haber dado un solo paso en el sentido de la reparación (brindar información, reconocer el crimen, arrepentirse). Por su parte, las manifestaciones de orgullo o satisfacción restaban importancia al hecho de la muerte, y también a la consecuencia de poner al criminal en el centro de la escena, y se centraban, en cambio, en el desempeño judicial. En suma, en el contraste con este conjunto de posibilidades más o menos marginadas, la muerte del criminal y los logros en justicia explican, valorativa y cognitivamente, el alivio.

En tercer y último término, puede decirse que la reacción dominante (el alivio) contenía una pedagogía de las emociones en el espacio público. Allí estaba, por un lado, la marginación de toda expresión celebratoria por la muerte, que profesaba a su manera el respeto universal por el duelo, una pedagogía moral. Con elocuencia y con un léxico normativo, Adolfo Pérez Esquivel decía que «la muerte de Videla no debe alegrar a nadie». Por otro lado, la centralidad dada a la justicia y sus logros ofrecía una pedagogía política sobre los consensos comunes que han estructurado a la democracia sucedánea de la última dictadura –o al menos sobre una parte o una versión de ellos–. De este modo, en una suerte de pedagogía ejemplar, puesta en acto, las tempranas declaraciones de alivio de las principales figuras del movimiento de derechos humanos marcaron, sobre la base de su autoridad pública, el tono general de lo que fue la reacción dominante. Refrenaron así, como dijimos, pasiones más intensas, y obturaron cualquier eco que habrían podido tener las reacciones provenientes de la sociedad (las circulantes en redes sociales, al menos).

IV. Una reacción singular: el silencio de Hebe

El último tipo de reacciones a la muerte de Videla está constituido por un único caso: el silencio de Hebe de Bonafini[26]. En efecto, Hebe de Bonafini, la Madre de Plaza de Mayo, la que enfrentó a la dictadura, la denunciante irredenta, rebelde, la que ha llevado más alto la voz cantante en lo que se refiere a la memoria de los crímenes, de los criminales y de las víctimas, la que siempre tiene una palabra para cada episodio del drama o de la división de la política nacional, la que dice, en los 90, que hay que volver tomar las armas contra un gobierno neoliberal, la que celebra públicamente el atentado contra las Torres Gemelas en septiembre de 2001[27], la que execra el Prólogo original del Nunca Más diciendo que es una «mierda»[28], la que manifiesta sus dudas sobre la dignidad y sobre la segunda y definitiva desaparición de Jorge Julio López en 2006[29], la que insulta y desafía a los miembros de la Corte Suprema de Justicia de la Nación y llama a tomar –de ser necesario– el Palacio de Tribunales en 2010[30], ella, Hebe de Bonafini, no tuvo palabras ante la muerte del máximo líder político del sistema estatal de desaparición que segó la vida de varios miles y, entre ellos, de sus dos hijos varones. Guardó silencio y sólo días después explicó ese silencio en los siguientes términos:

«Murió Videla. La noticia me paralizó. Inmediatamente empecé a pensar en mis hijos ¿Cómo podía pensar en otra cosa? La cabeza me daba vueltas, quería pensar en algo y nada. Pensaba en ellos y en las torturas a las que fueron sometidos. Veía sus caras gritando, pidiéndome, llamando a todos, como hicieron todos en los momentos más terribles, cuando estaban solos, en los momentos de mayor tortura.

Los medios me empezaron a llamar pero no tenía nada para decir. Sí sentí una gran angustia, un gran dolor que me atravesaba por todos lados. No podía pensar en otra cosa. No estaba contenta porque había muerto. No me podía poner contenta pensando en todo lo que nos había hecho. Pensé en todas las Madres, en tanto dolor, en todas las familias destruidas.

Se me vino el mundo encima y cada vez que me llamaba alguien sentía más angustia, porque la mayoría de los que habían apoyado la dictadura, los diarios, sobre todo Clarín, ahora le dicen dictador, ahora le dicen genocida ¡qué vergüenza! Pero yo seguía pensando en ellos, nuestros hijos. Tanto que amaron a esta Patria, tanto que dieron por ella y yo tenía que escuchar a estos, que apoyaron la dictadura, hablar de genocida ¡cuánta hipocresía! Nuestro pueblo tiene que entender que toda esa hipocresía hizo posible que nuestros hijos fuesen señalados como terroristas cuando todos estos, que hoy se rasgan las vestiduras, miraron para otro lado. Algunos se llenaron de dinero y otro se llenaron de oprobio.

Quise hablar pero no me salía nada. Hoy decidí escribir algo para que todos los que esperaban mi voz se enteren qué pensaba. Me quedé ahogada de dolor, de angustia, bronca y tristeza pero de repente me estalló el corazón y dije: ¡Qué suerte que tuvimos hijos tan valientes! Esa es la única felicidad que me surgió al final: la valentía de nuestros hijos de dar sus vidas para que otros vivan»[31].

«Murió Videla», empieza el texto de Hebe, exponiendo, con esas dos breves palabras, el hecho bruto, el acontecimiento singular, que la paralizaba, que había sacudido a la Nación y a ella misma («la cabeza me daba vueltas», escribe enseguida). «Inmediatamente empecé a pensar en mis hijos ¿Cómo podía pensar en otra cosa?», escribe. «No podía pensar en otra cosa» que en el recuerdo de sus hijos desaparecidos y en todas las madres de su condición. No es que no hubiera «otra cosa» en qué pensar: ahí estaban los reclamos de la prensa y, podemos imaginar también, la expectativa socialmente extendida de que cumpliera su rol de voz pública autorizada en la ocasión. Pero todo quedaba relegado por el recuerdo de sus dos hijos desaparecidos y la imagen de los vejámenes sufridos y los pedidos a gritos por su madre («pidiéndome», escribe) en los momentos de mayor desesperación (algo que no eran recuerdos personales, no podían serlo, sino una reconstrucción a partir de la información, testimonios y su propia experiencia de madre). Todo quedaba relegado por el dolor propio y también por el pensamiento del dolor de todas las Madres. En una palabra, el hecho que la sacudía y «el gran dolor que [la] atravesaba» dejaban ver, en ella, la centralidad del recuerdo de –y del amor por– sus hijos y los de otras madres que, como ella, los habían perdido bajo la dictadura. Dolor y amor por las vidas perdidas.

De ese modo, quedaban igualmente relegadas otras emociones. En primer lugar, la alegría, explícitamente rechazada allí donde Hebe afirma que no «podía poner[se] contenta pensando en todo lo que [Videla] nos había hecho»; y también el alivio, esa satisfacción sosegada ante la muerte del genocida preso, está ausente. Asimismo, en segundo término, estaba ausente el orgullo por los logros de la Justicia, sobre los que no hay mención alguna. Y si hubo otras emociones expresadas en su texto, como la ira, el enojo, la tristeza, la angustia, acaso la indignación, estas aparecen ocasionalmente en un segundo momento, en la interrupciones de su primer pensamiento («seguía pensando en ellos, nuestros hijos») producidas por los requerimientos de la prensa y por las noticias que le llegaban de las declaraciones circulantes, en las que veía la condena tardía del dictador, la hipocresía de quienes se habían beneficiado entonces y, ahora, pontificaban. Finalmente, en un tercer y último momento («al final», escribe), «de repente» aparece la felicidad por los hijos que ella y otras madres habían tenido y que habían amado a la patria y dado la vida por otros. Esta suerte de repentina transformación de las emociones, que la rescata del ahogo en el dolor, surge del contraste entre la imagen de quienes habían apoyado la dictadura y se habían llenado de dinero y oprobio y la imagen de los hijos desaparecidos, valientes amantes de la patria, solidarios con el otro hasta el martirio. Si hay aquí un claro giro hacia el discurso de división y partido que describimos en segundo lugar –el «disenso partidista»–, mucho más claro es el lugar secundario que tiene en la descripción que hace Hebe de sus pensamientos, y tanto más el contraste entre esa retórica polarizada disponible y el silencio atronador que efectivamente tuvo lugar.

En el elocuente trabajo de discernimiento de las emociones que realiza en ese breve comunicado, Hebe de Bonafini ubica el dolor en el centro –explícito en dos de sus párrafos, justificado en el primero, amalgamado a la angustia en el tercero («sentía más angustia», relata), el dolor recorre todo el texto–, explica su silencio público casi inédito (me detendré enseguida en este punto) y señala claramente que el objeto privilegiado en la valoración y por tanto en sus emociones no es ni el perpetrador ni su muerte, ni la justicia ni la verdad, sino los hijos perdidos, el profundo daño sufrido de manera violenta que es devuelto al primer plano de su vida con la fuerza del acontecimiento de la muerte de Videla.

Ni siquiera las emociones que le generaban las reacciones circulantes –la vergüenza, la bronca, etc.– empujaron a Hebe a salir a la palestra pública a decir lo suyo. El orden de los valores y las emociones estaba claro: en lo único que podía pensar Hebe, según nos dice, en lo único que le era posible pensar –podemos interpretar– de acuerdo con lo que valoraba en primer lugar para sí y para otras mujeres como ella, era en sus hijos y los de otras madres, en el dolor propio y en la solidaridad en el dolor. Esa era, para ella, la emoción más acorde con su persona, con su historia personal y la de sus seres más queridos, con sus creencias y principios. Y en el tributo final que rinde, en el comunicado, tanto a la división política de la sociedad como a su rol de vocera irredenta, Hebe deja ver en blanco sobre negro la decisión que expresaban sus emociones: la de la suspensión, por medio del silencio, de su rol político acostumbrado. Un silencio atronador, decíamos, tratándose de la presidenta de uno de los principales organismos de derechos humanos y de una personalidad particularmente ubicua y disruptiva en sus declaraciones públicas. Pero también, como mencionamos antes al pasar, un silencio no del todo inédito: en ocasión del fallecimiento de Emilio Massera, Hebe de Bonafini había igualmente puesto de manifiesto, paradójicamente, el sinsentido de cualquier manifestación. Declaraba entonces: «Yo lo perseguí en vida, ahora opinar no tiene sentido» («Uno de los más siniestros», Página 12, 9/11/2010).

En suma, en ese silencio y en el posterior comunicado pueden leerse, como antes en el caso del alivio, una ética y una pedagogía de las emociones. Una ética porque, en la emoción del dolor, en la primacía que se le da al no exhibirlo públicamente ni pretender traducirlo en palabras inmediatamente, y también en la valoración que se hace de todas las otras emociones surgidas al calor de las repercusiones de la muerte de Videla y a las que se relega, en todo ello se ofrece una argumentación valorativa en la que la víctima y el daño sufrido en el pasado están en el centro sin que hubiera nada –ni la muerte de un genocida, ni los logros en justicia– que pudiera aligerar su peso. Una pedagogía, por cierto sucedánea, porque la decisión de, finalmente, «escribir algo para todos los que esperaban mi voz y [para que] se enteren qué pensaba» traduce esa ética en una exposición del discernimiento, la valoración y la decisión que habían tenido lugar en silencio.

V. Conclusiones

En las páginas anteriores, afirmamos que las emociones y los sentimientos expresados ante la muerte de Videla se desplegaron dentro de unos límites claros: entre el duelo, en apariencia ausente aunque implícitamente respetado, de un lado, y la alegría o la celebración, explícitamente marginadas, del otro. A la vez, según hemos visto, puede decirse que los dos tipos de reacciones no emocionales también enmarcaban aquellas reacciones a la vez que permitían la diferenciación: si de un lado las emociones circulantes no eran incompatibles con el ejercicio de la memoria común, de otro lado, ellas podían diferenciarse respecto de la polarización política que se había vuelto habitual para la época. Tanto el alivio, o incluso la satisfacción por los logros en justicia, como el dolor de Hebe de Bonafini, se ubicaban por encima de –o ex ante- la división de la sociedad, mucho más reciente en su factura retórica polarizante. Alivio por la partida de un dictador condenado que purgaba su pena en una cárcel común, dolor por el mal padecido a manos de criminales comandados por el muerto. De este modo pueden enunciarse, condensadamente, las emociones centrales (con sus creencias y valoraciones) que hemos analizado hasta aquí.

Una primera conclusión de nuestro análisis es convergente con otras investigaciones: el paradigma judicial domina el modo en que abordamos el legado del pasado violento en la Argentina (sea en el modo de ejercer la memoria, o en el de comprender la Justicia, o en el de encarar la búsqueda de verdad o la rehabilitación de las víctimas, etc.). En efecto, puede decirse que la economía de las emociones estuvo marcada por la centralidad del valor de la Justicia en su forma penal o retributiva[32], y por un juicio positivo sobre sus avances: así parecía expresarlo el alivio en primer lugar, pero también el orgullo y la satisfacción. El dolor y el resentimiento por el daño sufrido o la alegría por la muerte de su responsable quedaban circunscritos a los márgenes o al silencio. La frustración y el enojo, por su parte, ponían de relieve las deudas en términos de información (verdad), de reconocimiento de los crímenes (responsabilidad) y de arrepentimiento por parte del perpetrador (rehabilitación), y exponían por tanto, o bien otro enfoque posible para la idea de justicia, o bien las falencias propias de la vía judicial. Pero si su circulación efectiva dejaba ver que la verdad, la responsabilidad y acaso alguna forma de rehabilitación o de reconciliación (de ser esta pensable, como puede suceder, en el horizonte del arrepentimiento) aparecían como valores relevantes al momento de evaluar el tratamiento dado al pasado criminal, el hecho de que su circulación fuera restringida exhibía de manera clara el privilegio sin matices otorgado a la retribución penal.

No obstante, no hubo expresiones de aquello que se denomina «emociones retributivas», básicamente, el enojo o la ira con su inherente pretensión de castigo o retaliación (Nussbaum, 2016). Es posible preguntarse entonces si esa ausencia de enojo –y también la obturación de la alegría, como expresión de una revancha conseguida por la muerte del criminal– no suponía una diferencia respecto del inveterado esquema retributivo de nuestras representaciones, si expresaba una transformación de las emociones operada por la respuesta de justicia (donde los juicios metabolizarían emociones negativas como la ira por sentimientos positivos como el alivio o la satisfacción), o si, en cambio, remedaba sin más la escena judicial.

Si observamos los juicios a los represores, aparecen allí, en distintos momentos, muchas veces confundidos o simultáneos, el dolor, el enojo y la celebración, acaso el alivio liberador[33]. El dolor, en los testimonios, tanto en quienes los brindan como en sus allegados, y su sucedáneo, la compasión, en quienes los presencian con empatía[34]. El enojo, ante la presencia o la acción de los acusados (su llegada, algún gesto, sus declaraciones o sus silencios), y también ante sentencias consideradas injustas (absoluciones, penas menores)[35]. La alegría, al final tras la lectura de condenas duras[36]. Como vimos, ninguna de estas emociones tuvo un lugar relevante en la escena pública, pero solo una de ellas, la alegría, parece haber requerido de un esfuerzo autoritativo y pedagógico para que fuera desplazada a los márgenes.

Puestos a considerar la hipótesis de una relación especular entre la escena pública y la escena judicial, la muerte en prisión del hombre viejo y enfermo podía ocupar el lugar de la condena final del represor en el juicio de la Historia. Dado que una emoción preponderante frente a las condenas más duras es la alegría, puede entenderse que las voces autorizadas del movimiento de derechos humanos, conocedoras del repertorio de emociones, convergieran, como si hubiese sido fruto de una acción coordinada (insisto, poco importa que haya sido así), en la expresión de un sentimiento de baja intensidad, el alivio, y en la marginación explícita de toda forma de celebración.

Es posible apreciar allí, en esa explícita marginación de toda manifestación de alegría o celebración, que, llegado el momento de la muerte de Videla, la metamorfosis de las emociones negativas en emociones positivas no se había producido, o no se había producido completamente, en la escena judicial en la que se había sancionado la prisión del dictador. Que la sola muerte, o la muerte en prisión, hubieran podido ser, de no mediar una economía y una pedagogía de las emociones, motivo de alegría o celebración, deja ver las limitaciones de la respuesta judicial, acaso también las de toda respuesta, en la medida en que el daño perpetrado trascendió los límites de las leyes y de los hombres.

Pero antes sostuvimos que la emoción retributiva del enojo o la ira no sólo no había tomado un lugar central en la escena pública pese a formar parte del repertorio emocional de los juicios sino que tampoco había sido necesario sosegarla por parte de las voces autorizadas[37]. Podría decirse que aquí sí la justicia retributiva parecía haber producido su efecto: a diferencia de decesos similares anteriores (el de Galtieri, en parte el de Massera), no había motivo para el enojo en la medida en que el represor había muerto mientras cumplía pena de prisión. No obstante, cabe la pregunta por la otra parte del efecto en la geometría de las emociones: ¿cuál es la emoción o el sentimiento que toma el lugar del enojo en la transformación producida por los procesos judiciales? La ausencia del enojo todavía no nos informa sobre la emoción que toma su lugar.

En el espacio ahora disponible por una alegría que debe ser censurada y por el vacío de un enojo que no encuentra motivación pero tampoco metabolización clara en otra emoción, en esa zona abierta e indeterminada, el alivio aparece como un sentimiento ordenador en la economía de las emociones. En el quiasmo entre la tramitación judicial y el fin de la convivencia con el represor, el alivio asume, a la vez, el cierre posible que proveen las instituciones de la Justicia y el cierre inexorable que supone el final de una vida[38]. No podía ser, si nuestra interpretación es correcta, una clausura marcada por el enojo o la ira, porque se había hecho justicia y porque ese otro blanco del enojo, Videla, ya no estaba; tampoco podía ser una clausura celebratoria, porque no se había producido en ese momento una condena, porque la muerte no podía, en nuestra cultura y ante nuestra historia, ser tomada como retribución y motivo de alegría, y tal vez porque, producido ese doble cierre de la justicia y la historia, queda aún la sensación de que el daño causado había sido tal que ninguna clausura podía presumirse completa (algo sobre lo que volveremos enseguida)[39].

Podemos reconocer allí, en esa ambigüedad trabajada por el alivio en el espacio abierto entre la justicia y la historia, entre el enojo y la celebración, una segunda conclusión, que difiere de la primera (la primacía del esquematismo judicial): el alivio era la emoción posible y valorable ante un daño irreparable y cuando ya se ha hecho justicia y la muerte del criminal sanciona un segundo cierre.

Puede entonces comprenderse mejor aquello que hemos llamado una ética, una pedagogía y una economía de las emociones. Se trata de una ética, por los valores que comporta poner el alivio en el centro, con su referencia a la realización de la justicia previa a la muerte y a la ausencia de toda celebración por la muerte; de una pedagogía, porque esa ética es escenificada y enunciada explícitamente allí donde se cree necesario marginar toda expresión de alegría o festejo; y una economía tanto por el orden de las emociones que se propone con autoridad como por la reducción de lo emocional al sentimiento, en particular allí donde el alivio tomaba el lugar de la celebración en el repertorio de emociones ante el suceso de la muerte del dictador.

Que las cosas hayan sucedido así, que en el centro de la escena pública se hubiere buscado realizar, o completar, la transformación que los juicios no producen por sí mismos, es probablemente tanto un signo de la distancia de la escena judicial –básicamente, los juicios– respecto de la escena pública nacional, como un indicador de aquello que, como comunidad, damos por descontado como un valor relevante para el interés común, a saber, que ni el castigo ni la muerte –ninguna muerte, por más que sea la del peor de los malvados– ha de ser, para nosotros, argentinos, motivo de celebración. Y también, si consideramos que no primó el orgullo o la satisfacción de los logros jurídicos, un signo de la distancia entre toda empresa reparadora humanamente posible y el daño producido por el Mal, y un indicador de que esa distancia merecía tener su expresión pública en el momento en el que el fallecimiento del perpetrador imponía una clausura en la historia.

Quiero detenerme, para finalizar, en aquello que la contrastante reacción de Hebe de Bonafini nos permite observar sobre ese modo nuestro de comprender y tramitar el pasado violento. Su reacción inmediata, su silencio, remite sin mediación alguna a la experiencia de la pérdida violenta de sus dos hijos por la acción de un Estado terrorista. El dolor que siente pone en el centro a la víctima en el momento mismo del crimen, por fuera de toda transformación trabajada por el tiempo, la memoria común y las instituciones, a tal punto que la transformación que ella misma encuentra de ese dolor supone ir más atrás en el tiempo, es decir, hacia la recuperación de la militancia política de sus hijos. Es ahí, en esa remisión al Mal originario que permite ignorar tanto la polarización política de la coyuntura como el orden retributivo en nuestro abordaje del pasado, donde el comunicado de Hebe de Bonafini mejor expresa su propia sustracción de la escena pública, su propio silencio, ante la noticia de la muerte de Videla. Hebe no puede ponerse contenta porque su dolor no se inscribe en la parábola judicial del dolor, el enojo y la alegría. No hay en ella mutación posible del dolor sufrido por la pérdida; tampoco hay enojo que, por perseguir la retaliación, se orienta al futuro. Y no hay espacio para el alivio. El peso del dolor, el pesar que la paraliza, contrasta mucho más con el alivio convertido en norma que con el resto de las reacciones, porque si a diferencia de todas ellas prescinde de la política, la diferencia con el alivio reside en que la herida queda completamente abierta, sin la cesura del tiempo y de las instituciones. Y cuando el silencio a que dio lugar el profundo dolor es explicado por medio de la palabra, entonces aparece también una ética, una economía y una pedagogía de las emociones, que tal vez podríamos resumir como sigue:

Más allá de la coyuntura política y de las luchas y los logros alcanzados desde los inicios de la democracia, no debe olvidarse que hay algo personal, extra-político, que la política ha dañado de manera violenta e inhumana y que la política misma no puede reparar; y ese algo, para muchas mujeres y muchos hombres, tiene una importancia muy grande, mucho más grande que aquello que haya podido cada uno hacer de su vida desde entonces, y, por lo tanto, no es tampoco instrumentalizable políticamente, no pertenece a este tiempo, no lleva agua para ningún molino. Es algo cuyo dolor no puede ser aliviado ni transformado en enojo o alegría[40].

Referencias

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VEZZETTI, HUGO (2002): Pasado y Presente. Guerra, dictadura y sociedad en la Argentina, Buenos Aires, Siglo XXI.

Notas

[1] «Videla, el símbolo de la dictadura, murió en la prisión», La Nación, 18/05/2013.
[2] Esto no implica ignorar que, también en esas reacciones, se puede observar una impronta emocional. Pero en la medida en que no hacen suyo el lenguaje de las emociones merecerían un análisis más detenido que no podríamos encarar en estas pocas páginas.
[3] Puede constatarse esto en la gran cantidad de notas de prensa del día 18 de mayo; por ejemplo, Clarín, 18/5/2013, «Murió en prisión el símbolo de la última dictadura militar»; Horacio González, («Letanía argentina», Página 12, 19/05/2013; Mario Wainfeld, «De olvido y siempre gris», Página 12, 18/05/2013. Para una recuento de las causas judiciales de Videla, ver Alejandra Dandan, «Tres condenas y muchas más pendientes» (Página 12, 18/05/2019). Para una semblanza piadosa y comprensiva hacia Videla, sesgada y con errores de información, ver «Del poder sin límites al final en una cárcel» (La Nación, 18/05/2013, sin firma).
[4] Estar mínimamente informado apenas requería, en aquel 2013, una elemental exposición a la vida pública: ese año habían transcurrido ya nueve años desde que el presidente Kirchner marcara con fuego simbólico la memoria social con un acto en la ESMA y ordenando descolgar los retratos de los ex-dictadores Jorge R. Videla y Reynaldo B. Bignone del Colegio Militar de la Nación, y siete años desde el inicio de la escalada de juicios a los represores que cada tanto nutría de noticias a los diarios.
[5] Sobre este consenso post-dictatorial, ver Vezzetti 2002;Novaro 2009;Gargarella, 2013;Hilb, 2018; en particular sobre la narrativa humanitaria, Crenzel 2008.
[6] «Letanía argentina», Página 12, 19/05/2013.
[7] «Del poder sin límites al final en una cárcel», La Nación, 18/05/2013.
[8] «Videla pertenece al Séptimo Círculo, el de los violentos», La Nación, 18/05/2013.
[9] Clarín, sin firma, 18/5/2013, «Murió en prisión el símbolo de la última dictadura militar».
[10] «Videla pertenece al Séptimo Círculo, el de los violentos», La Nación, 18/05/2013.
[12] Clarín edición on-line, 18/05/2013.
[13] «Una oportunidad de hacer memoria para construir con verdad», José Ignacio López, La Nación, 18/05/2019. Ver también Roberto Gargarella, «La responsabilidad del poder y el silencio», La Nación, 18/05/2013.
[14] Ver Nelson Castro, «Exclusivo: la autopsia revela que Videla sufrió varias fracturas y no tuvo atención adecuada», Perfil, 26/5/2013.
[15] Desde 2010, Videla tomaba la palabra en las audiencias judiciales; y también había accedido a dar algunas entrevistas (ver Reato, 2012 y las ediciones de revista española Cambio 16 de los días 12/2/2012, 4/3/2012 y 24/3/2012 de 2012 en www.cambio16.es). Cf. Salvi, 2016.
[16] Para un ejemplo notable, ver nota de tapa Página 12, 16/02/2012: «nuestro peor momento llegó con los Kirchner».
[17] Así lo observa, tal vez con algo de exageración, Luis Bruschtein: «las coberturas de la mayoría de los medios transmitieron esa sensación, alivio» («Alivio», Página 12, 18/05/2013).
[18] Las ya citadas T. Almeyda y N. Cortiñas subrayaron la importancia de haber podido condenar judicialmente a Videla en vida y, más en general, reivindicaron los juicios por crímenes de lesa humanidad en curso (ver «La importancia de que muriera preso» (Página 12, 18/05/2013). Hubo expresiones más vehementes del orgullo, como la del escritor Mempo Giardinelli: «No hay nada para celebrar, es verdad. Pero por un momento los argentinos tenemos el derecho, y yo diría que hasta el deber, de sentirnos profundamente orgullosos.» (Página 12, 18/05/2013).
[19] Ver esta y otras declaraciones gubernamentales en igual sentido en Mariano Obarrio, «El gobierno destacó que fue juzgado y estaba en prisión», La Nación, 18/05/2013.
[20] Ver también, de Mario Wainfeld, «De olvido y siempre gris», y de L. Bruschtein, «Alivio», en Página 12, 18/05/2013.
[21] Dado que en las redes sociales no existen, en apariencia, las barreras morales mínimas que operan con cierta eficacia en el espacio público-político, las reacciones en Facebook y en Twitter fueron de las más variadas dentro del marco del repudio a la figura del dictador, e incluyeron expresiones insultantes y celebratorias. Pueden consultarse aún (agosto de 2020) las expresiones vertidas por los usuarios de Twitter bajo la categoría #MurióVidela.
[22] En el otro extremo de estos impulsos obscenos en el margen, puede señalarse la más sobria rememoración del primer juicio que condenara a Videla, el Juicio a las juntas, por parte de los jueces del caso Jorge Torlasco, León Arslanián y Ricardo Gil Lavedra («Los jueces valoraron la condena a las juntas», La Nación, 18/05/2013).
[23] «La importancia de que muriera preso», Página 12, 18/05/2013.
[24] Ver en prensa, por ejemplo, las opiniones y los comentarios tras los fallecimientos del ex general Leopoldo Fortunato Galtieri, el 12 de enero de 2003, del ex almirante Emilio Massera, el 8 de noviembre de 2010, y de Luciano Benjamín Menéndez, el 27 de febrero de 2018. También hubo expresiones de satisfacción, alegría y resentimiento en los márgenes. Ver Página 12, 13/01/2003; La Nación, 9/11/2010 y Página 12 9/11/2010; La Voz del Interior, edición on-line, 27/02/2018 y 28/02/2018; y «Otras voces», Página 12, 28/02/2018; La Nación on-line, 27/02/2018.
[25] Sobre este privilegio del fenómeno político, o lo que, en sentido arendtiano, Martine Leibovici ha llamado la necesidad de «detenerse en la superficie de los fenómenos» (1998: 130), ver también Arendt, 1998: 34; Martín, 2012.
[26] Graciela Fernández Meijide, madre de un desaparecido, militante ejemplar del movimiento de derechos humanos y ex secretaria técnica de la Conadep, relataría, en el marco de una entrevista, una reacción semejante: «me dio taquicardia porque me revolvió viejas cosas. Cuando se llevaron a Pablito…» (La Nación, 26/05/2013, «Graciela Fernández Meijide: <Hoy nos tenemos que reconciliar en el presente, más que con el pasado»).
[27] La Nación, 10/10/01, «Polémicas declaraciones de Bonafini».
[28] Ver La Nación, 16/05/2006, «El Gobierno v. la Conadep. Controversia por el prólogo agregado al informe
[29] Ver Infobae, 29/09/2006, «Bonafini pidió investigar a Jorge Julio López» y Página 12, 30/09/2006, «Lluvia de críticas para Hebe».
[30] Perfil, 29/09/2010, «Bonafini llevó al límite la pelea K con la Corte:
[31] Cito el comunicado completo, Página 12, 21/5/2013.
[32] Sobre las distintas formas de justicia me permito remitir al lector a Martín, 2014.
[33] No existen investigaciones sobre este tema. Me baso aquí en mi propia experiencia en el terreno y en el registro que he llevado de otras fuentes (crónicas, documentales, emisiones de tv).
[34] Nadie del público puede presenciar el testimonio de una víctima o un allegado y mantenerse imperturbable, sin sentir compasión. Aunque predomina el dolor, también en los testimonios puede aparecer el enojo, por ejemplo, en el reclamo de juicio y castigo, o el orgullo, en la reivindicación de una militancia política pasada.
[35] Ver imágenes de las declaraciones Antonio D. Bussi y Luciano B. Menéndez en la causa Vargas Aignase (registro personal de la emisión de Canal 7, 28/08/2008); ver Página 12 on-line, 28/08/2008, «Prisión perpetua para Bussi y Menéndez»; Infobae on-line, 28/08/2008, «Incidentes tras la condena a perpetua a Bussi y Menéndez».
[36] Ver, por ejemplo, en ocasión de la sentencia en la denominada causa ESMA III, el 29 de noviembre de 2017: https://www.youtube.com/watch?v=TdqSFh1AK9U. Puede apreciarse también allí, como en episodios similares, una mixtura emocional con expresiones de enojo, manifiestas, por ejemplo, en el cántico «olé, olé, olé olá, adónde vayan los iremos a buscar…»
[37] Sólo en el acento puesto en el hecho de que Videla falleciera en una cárcel común, y no en prisión domiciliaria o en instalaciones militares, puede apreciarse la emoción retributiva del enojo.
[38] Debo reconocer que el tópico del cierre o la clausura estaba totalmente ausente en mis primeras conclusiones y que sólo fue incorporado a raíz de los sugerentes comentarios de Claudia Hilb. La eficacia con la que supe aprovechar la sugerencia es responsabilidad mía y queda a juicio del lector.
[39] Lo mismo puede apreciarse en ese «casi» que, en Estela de Carlotto, antecede al alivio: «La muerte de este hombre nos deja casi aliviados». Un alivio pleno parece imposible.
[40] Este ejercicio de interpretación, que no es por tanto una cita, se inspira en el Epílogo del libro Eichmann en Jerusalén, de Hannah Arendt, en cuyo final la autora enuncia las palabras que, para ella, debieron haber pronunciado los jueces para fundamentar su sentencia contra el criminal nazi.

Información adicional

Agradecimiento: Quiero agradecer los muy útiles comentarios que los colegas y amigos del grupo de investigación dirigido por Claudia Hilb en el Instituto Gino Germani hicieran al último borrador de este artículo. También agradezco a Beatriz Noé quien, pese a no conocernos, me ayudó a mitigar mi ignorancia más rudimentaria en el tema de la teoría de las emociones. En ambos casos, la persistencia de errores y omisiones son exclusiva responsabilidad del autor.

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