Dossier
Universidad e interculturalidad: una cuestión pendiente
University and interculturality: a pending question
Estudios Sociales. Revista Universitaria Semestral
Universidad Nacional del Litoral, Argentina
ISSN: 0327-4934
ISSN-e: 2250-6950
Periodicidad: Semestral
vol. 64, núm. 1, e0043, 2023
Recepción: 12 Marzo 2022
Aprobación: 29 Mayo 2023
Para citar este artículo: GENTILE, MARÍA BEATRIZ «Universidad e interculturalidad: una cuestión pendiente», en: ESTUDIOS SOCIALES, revista universitaria semestral, año XXXIII, n° 64, Santa Fe, Argentina, Universidad Nacional del Litoral, enero-junio, 2023.
Resumen: La relación Universidad e Interculturalidad es una problemática que continúa ausente no sólo en el diseño de las políticas universitarias, sino también en los debates del campo científico y cultural. No alcanza con reconocer la diversidad en el marco de un liberalismo democrático y multicultural; ni tampoco se trata de esencializar identidades étnicas. El desafío es pensar la interculturalidad no como un destino sino como una herramienta de trabajo que permita ir transformando las estructuras epistémicas, pero a su vez las estructuras políticas y sociales, base sobre las que se asientan las desigualdades. En este sentido, la Universidad resulta clave ya que es aquí donde se forman docentes para todos los ciclos del sistema educativo y profesionales que ocupan posiciones de poder en los ámbitos políticos, económicos y sociales.
Palabras clave: Interculturalidad, universidad, conocimiento, educación.
Abstract: The University and Intercultural relationship is a problem that continues to be absent not only in the design of university policies, but also in debates in the scientific and cultural fields. It is not enough to recognize diversity within the framework of a democratic and multicultural liberalism; nor is it about essentializing ethnic identities. The challenge is to think of interculturality not as a destination but as a work tool that allows for the transformation of epistemic structures, but also political and social structures, the basis on which inequalities are based. In this sense, the University is key since it is here where teachers are trained for all cycles of the educational system and professionals who occupy positions of power in the political, economic and social spheres.
Keywords: interculturality, university, knowledge, education.
«Lo diverso no es necesariamente desunido, lo unificado no es
necesariamente uniforme, lo igual no es necesariamente idéntico, lo diferente
no es necesariamente inferior o superior»
(Boaventura de Sousa Santos
2010, p. 151)
I. INTRODUCCIÓN
Pensar la Universidad Pública argentina en estos tiempos, es pensarla formando parte de un mundo globalizado, altamente contradictorio. Una globalización donde el extraordinario esfuerzo para facilitar el movimiento mundial de bienes, servicios y valores no se corresponde con las restricciones cada vez más duras impuestas a la circulación de las personas. Una realidad donde, mientras la economía y la información se hacen cada vez más globales, las relaciones sociales y humanas se tensan sobre la base de la segregación y la desigualdad.
Estas tensiones también afectan en forma directa a la Universidad como formadora y creadora de conocimiento. Como explica Bonaventura De SOUSA SANTOS (2007), aquel conocimiento universitario disciplinar, homogéneo, de jerarquías definidas y escalas rígidas, desde hace tiempo viene siendo interpelado por otro, de carácter heterogéneo, más aplicado y contextual y con tendencia a ser productivo en sistemas abiertos, menos estáticos y, por ende, menos jerárquicos.
En nuestro país, al menos desde mediados del siglo XX, la educación superior fue vista como un bien público; la sociedad le otorgó un valor positivo y eso de alguna forma impidió que, en diferentes coyunturas, se aplicaran políticas restrictivas al ingreso o el arancelamiento de los estudios superiores (BUCHBINDER y MARQUINA, 2008). Sin embargo, esa misma valoración no alcanzó para frenar el desfinanciamiento que aplicaron distintas administraciones nacionales que comulgaron con el neoliberalismo, instalándolo no sólo como programa económico, sino también como modelo civilizatorio.
La sociedad argentina ha intervenido generalmente en favor de las universidades públicas; aún así, la comunidad universitaria no parece poder sortear la tensión que se presenta entre una estructura de saberes especializados, que se presenta como un orden legitimado por el propio sistema a través de acreditaciones y certificación de competencias, y las exigencias sociales y políticas de ampliación de áreas de conocimiento, democratización y reivindicación de la diversidad e igualdad de oportunidades.
Entre esas nuevas exigencias y emergencias, el diálogo intercultural, la posibilidad de construir una epistemología de la alteridad, cobra cada vez mayor relevancia.
En América Latina, pensar la interculturalidad es pensarla desde el reconocimiento de los pueblos indígenas particularmente; a lo que también debe añadirse otras comunidades, como por ejemplo la afrodescendiente, aunque con menor gravitación sociodemográfica.
La diversidad étnica cultural ha ido progresivamente dejando de ser vista como un ‘problema’; al menos en los términos en que fue considerada durante el proceso formativo del Estado Nación y en relación a la construcción de una identidad nacional. Fue el propio Estado quien identificó y nominó como ‘problema’ la relación con los pueblos indígenas. Así, mientras para el mundo no indígena existía un problema indígena, para estos últimos el problema fue precisamente el Estado.
La relación Estado/Pueblos indígenas, tiene una historia cuya controversia fundamental anida en la concepción hegemónica de un Estado nacional monoétnico, que no se correspondió, ni se corresponde, con la heterogeneidad étnica-cultural de la región (STAVENHAGEN, 2010)
El reconocimiento de esa controversia, que al mismo tiempo expresa una deficiencia en esa construcción estatal, comenzó a reconocerse como tal en las últimas décadas del siglo XX y eso se expresó en cierta tendencia reformista -expresada en los procesos constituyentes de los países de la región-, en la promoción de leyes específicas y en discursos políticos proclives a cuestionar el racismo, la discriminación y la xenofobia.
En esta senda se inscriben las Reformas constitucionales que avanzaron en la declaración de sus Estados como pluriculturales y multiétnicos, como en Colombia, Venezuela, México, Guatemala, Perú y Paraguay y los casos emblemáticos de Bolivia y Ecuador donde el Estado se reconoce y define como Plurinacional. En otros países, las reformas fueron más tímidas y acotadas a ciertos aspectos vinculados al reconocimiento y a incorporar algunos derechos específicos
Un análisis comparado de las constituciones latinoamericanas acerca de los derechos indígenas, realizado por Ana Irene MENDEZ (2008), plantea una serie de cuestiones a tener en cuenta:
La autora concluye que en los dieciséis Estados latinoamericanos que tienen poblaciones indígenas, todas las reformas constitucionales que se llevaron a cabo desde fines de los años de 1990, incorporaron algún tipo de reconocimiento y protección. Dentro de este variado panorama, en relación a los derechos económicos -específicamente a la posesión de la tierra- en aquellos donde se reconoce y declara, el mismo texto constitucional prevé la intervención estatal en la asignación de las mismas.
Que los Derechos culturales sean los más reconocidos en los textos constitucionales, además de ser insuficiente, da lugar a múltiples análisis y reflexiones. De todas las posibles lecturas, la más evidente es la persistencia de un imaginario que concibe a las comunidades indígenas como un aspecto del pasado; como continuidad de una cultura preexistente a la que hay que preservar para evitar su extinción.[1]
Los derechos culturales, si bien son individuales, no pueden tener un ejercicio pleno si no es en el marco de una colectividad social. ¿De qué sirve tener el derecho a usar su propia lengua si no hay escuelas o medios de comunicación para ello? ¿Cómo se puede ejercer la libertad de creencia, si no es en comunión con otros creyentes afines? ¿Cómo se puede gozar libremente y crear plenamente la propia cultura si no es junto a otros? Los derechos culturales no existen aislados, se encuentran estrechamente vinculados a la comunidad de pertenencia y al reconocimiento de su existencia como tal.
Por ello, por ejemplo, considerar la educación bilingüe como un derecho, pero al mismo tiempo no aceptar el uso oficial de las mismas, revela más una intención asimilacionista de la cultura dominante que un reconocimiento en términos de paridad, es decir de una cultura viva con la cual el intercambio y las relaciones de convivencia son posibles, pero también deseables.
En el caso de Argentina, la reforma constitucional de 1994 introdujo el artículo 75, inciso 17 que establece:
Reconocer la preexistencia étnica y cultural de los pueblos indígenas argentinos.
Garantizar el respeto a su identidad y el derecho a una educación bilingüe e intercultural.
Reconocer la personería jurídica de sus comunidades y la posesión y propiedad comunitarias de las tierras que tradicionalmente ocupan.
Regular la entrega de otras aptas y suficientes para el desarrollo humano. Ninguna de ellas será enajenable, transmisible ni susceptible de gravámenes o embargos.
El nuevo marco llegaba para reemplazar el artículo 67 inciso 15 de la Constitución de 1853, que establecía que le correspondía al Congreso Nacional «Proveer a la seguridad de las fronteras; conservar el trato pacífico con los indios, y promover la conversión de ellos al catolicismo». Casi siglo y medio -141 años- demoró el reconocimiento.
El registro de ausencia o invisibilización de la existencia de los pueblos indígenas puede percibirse, también, en el hecho de que hasta entrado el siglo XXI no se llevaron a cabo estadísticas ni cuantificaciones de las poblaciones. Algunas menciones en forma parcial aparecen en los censos de 1869, 1895, 1914 y 2001 y ni siquiera fue registrada en las mediciones de los años 1947, 1960, 1970, 1980 y 1991.[2]
Fue recién en el año 2010[3] que el censo poblacional incluyó una pregunta relativa al reconocimiento de las comunidades originarias cuyo resultado registró que, de un total de 45 millones de habitantes, 955.032 personas se auto-identificaron como descendientes o pertenecientes a pueblos indígenas. Los datos obtenidos mostraron las jurisdicciones con mayor proporción de indígenas entre su población: Chubut (8,7% de sus habitantes), Neuquén (8%), Jujuy (7,9%), Río Negro (7,2%), Salta (6,6%), Formosa (6,1%), La Pampa (4,5%), Chaco (3,9%) y Santa Cruz (3,6%). A su vez, la Provincia de Buenos Aires alberga a casi una tercera parte de la población indígena de la Argentina: el 31,3%.[4] De esta forma, la región Pampeana Patagónica es la que concentra el mayor porcentaje de población indígena sobre el total de habitantes.
Otro instrumento para el relevamiento de poblaciones originarias fue la Encuesta Complementaria de Pueblos Indígenas, elaborada por el INDEC en los años 2004 -2005. Esta incluía tres preguntas referidas a competencias lingüísticas: la primera, acerca de si la lengua materna era lengua indígena; la segunda, sobre si habitualmente hablaba en su casa lengua/s indígena/s y por último, población que habla y/o entiende. Más de 30 pueblos indígenas hablan alrededor de trece lenguas, además del castellano. Ellas son: toba, pilagá, mocoví, vilela, wichí, nivaclé, chorote, ava-guaraní, tapiete, mbya, quechua, tehuelche y mapuche, cada una de ellas con sus correspondientes variedades regionales y con situaciones sociolingüísticas y número de hablantes muy variable (CENSABELLA, 2010).
En este contexto de apertura reformista, en el año 2006 se sancionó la ‘Ley de Educación Nacional’ (n° 26206) que establecía la Educación Intercultural Bilingüe (EIB) como una de las ocho modalidades del sistema educativo para los niveles de educación Inicial, Primario y Secundario. La norma garantizaba «el derecho de los pueblos indígenas a recibir una educación que contribuya a preservar y fortalecer sus pautas culturales, su lengua, su cosmovisión e identidad étnica».[5] Cuatro años más tarde, el Consejo Federal de Educación aprobó las líneas de trabajo para la institucionalización de esa modalidad en el sistema educativo.
Del millón de personas reconocidas como miembros de pueblos originarios, de acuerdo a los datos censales del 2010, 274.443 tenían edades correspondientes a la educación obligatoria. En el nivel Primario la asistencia de niños y niñas indígenas se acercaba a la universalidad con un 98%, mientras que los valores de asistencia caían al 88% en el nivel Secundario. A pesar de ello, la tasa de analfabetismo en la población indígena es del 3,7% mientras que la de personas no indígenas es del 1,9%. Por último, alrededor de 9.000 niños, niñas y adolescentes indígenas están registrados fuera de la escuela, afincados en ámbitos rurales y de los cuales alrededor de 7.000 habitan parajes dispersos.
Al analfabetismo, se suma el abandono y la repitencia. Algunos estudios señalan que la deserción en el nivel Primario, está vinculada en parte a lo que se considera falta de comprensión del castellano y de la alfabetización escrita (ALONSO, 2007). A esto se añade, el hecho de que el 60% de los alumnos y alumnas indígenas, que asisten a la primaria, concurren a escuelas en el ámbito rural, mientras que en el nivel Secundario este porcentaje disminuye al 54%, probablemente dada la falta de escuelas medias.[6]
En esta orientación del problema, deberíamos hacer una advertencia particular sobre el exclusivo carácter rural que se asigna a las personas indígenas, ello afecta también a los relevamientos que se llevan a cabo y los datos obtenidos. El imaginario colectivo y/o prejuicio acerca de que sólo en el ámbito rural residen las comunidades originarias, impide la comprensión del fenómeno migratorio hacia las ciudades que viene sucediendo desde hace décadas. La presencia urbana es generalmente negada bajo la creencia o percepción de que los indígenas «dejan de serlo» cuando migran a las ciudades y por lo tanto «pierden su cultura». Incluso, se llega a poner en duda su identidad y pertenencia comunitaria dada su residencia en barrios citadinos.
Análisis más recientes dan cuenta de una realidad bastante diferente a lo mencionado. En primer lugar, la presencia indígena en sistemas urbanos latinoamericanos es un fenómeno creciente desde la segunda mitad del siglo XX. Según datos del BANCO MUNDIAL (2015), el 49 % de la población indígena en Latinoamérica habita en ciudades. En segundo orden, como explica Gonzalo Salazar, es necesario trascender la tendencia de la literatura especializada a identificar a la población indígena dentro de categorías dualistas y homogeneizantes como ‘urbano’ o ‘rural. No hacerlo, dificulta los estudios espacio-temporales de lo indígena; por ejemplo, la población mapuche estadísticamente urbana e históricamente rural, queda atrapada en medio de categorías analíticas estancadas que es necesario superar para logar una comprensión más integral del fenómeno (SALAZAR, RIQUELME y ZUÑIGA BECERRA, 2020).
El aumento de los movimientos migratorios que se han ido gestando desde el último cuarto del siglo XX pueden ser vistos como consecuencia de transformaciones socioeconómicas, donde el avance del capitalismo agroindustrial termina por desestructurar las economías domésticas y de subsistencia, lo cual afecta a pequeños productores, comuneros, fiscaleros, crianceros, ocupantes precarios, etc. A su vez, el asentamiento en tierras expuestas a desastres naturales (inundaciones, incendios) con saneamiento inadecuado y escasos o nulos servicios de salud y educación, son factores expulsivos en muchas regiones del continente americano.
En la Argentina la presencia indígena en las ciudades se encuentra indiferenciada de aquellos colectivos que, desde miradas clasistas y racistas, se identifican y discriminan como ‘negros’, ‘villeros’, ‘bolivianos’, ‘paraguayos’, etc. Son esos «otros» permanentemente estigmatizados y excluidos (WEIS, ENGELMAN y VALVERDE, 2013). Igualmente, y a pesar de estas condiciones de desigualdad, se han ido conformando diferentes barrios como resultado de un proceso migratorio a través de vinculaciones familiares y de allegados. Estos agrupamientos se han organizado en términos también de «comunidades» y en muchos casos, han formalizado su reconocimiento como indígenas ante organismos públicos. Las ciudades ofician de ámbito para el encuentro y relación entre residentes de distintas regiones al tiempo que facilitan sociabilidades organizativas para enfrentar la discriminación y el racismo. Según lo analizado por Laura Weis, siete de cada diez integrantes de los pueblos originarios de la Argentina residen en el contexto citadino; y más aún, de cada tres indígenas, uno habita en el Área Metropolitana de Buenos Aires.
Estos datos son relevantes al momento de plantearnos el acceso de estudiantes indígenas a la universidad. De las 57 universidades públicas que forman parte del sistema universitario nacional, sólo en 15 funcionan iniciativas que promueven diferentes acciones, desde el ingreso y permanencia, apoyo a sus trayectorias educativas, oferta de actividades académicas relacionadas con sus lenguas, historias y prácticas comunitarias.[7]
Los datos correspondientes al año 2010 indican que casi un 11% de personas indígenas posee estudios completos, y el 6,7% incompletos; no obstante, existen diferencias entre algunas provincias.[8] A diferencia de la Ley Nacional de Educación, en la Ley de Educación Superior (LES) no hay referencia que asegure los derechos educativos de personas y comunidades afrodescendientes y de pueblos indígenas. Existe un proyecto para incorporar dichos derechos a la norma, que cuenta con la aprobación del Consejo Interuniversitario Nacional (CIN) y de la secretaria de Políticas Universitarias (SPU) desde el 2021.
La ausencia de este reconocimiento, no sólo vulnera derechos previstos en la Constitución Nacional y otras normas supranacionales a las cuales la Argentina adhiere, sino que también imposibilita el financiamiento para Programas específicos que las Universidades puedan llevar a cabo en relación a estos grupos. «La Ley de Educación Superior asegura derechos a personas con discapacidad, por género y orientación sexual, pero nada dice sobre los pueblos originarios y los afrodescendientes, y esto no solo es inconstitucional, sino que, también, es discriminatorio» afirmó Daniel Mato, titular de la Cátedra Unesco de la UNTREF.[9]
En la III Conferencia Regional de Educación Superior (CRES), realizada en Córdoba en el 2018, una de las conclusiones asentada en la Declaración fue: «el reto no es sólo incluir a indígenas, afrodescendientes y otras personas culturalmente diferenciadas en las instituciones tal cual existen en la actualidad, sino transformar a éstas para que sean más pertinentes con la diversidad cultural» (CRES, 2018).
En el análisis de las escasas experiencias de estudiantes indígenas en las universidades argentinas, algunos trabajos señalan cuestiones significativas al momento de pensar la interculturalidad en el contexto universitario. En el caso de la comunidad Wichi, en la Universidad de Salta, el principal desafío es el factor económico, seguido por las dificultades surgidas por tener como primera lengua una lengua indígena y el sentimiento de que la educación que recibieron en las comunidades es inapropiada para realizar estudios universitarios (OSSOLA, 2020).
En otro sentido, existe una relación entre la elección de la carrera y el carácter etnopolítico de la formación universitaria. Puede verse que las carreras más elegidas resultan ser Abogacía, Ciencias de la Educación y las relacionadas a la salud, Medicina y Enfermería generalmente. Los beneficios de seguir estas carreras – de acuerdo a estos estudios- se relacionan con la posibilidad de mejorar la atención médica y la calidad educativa en las comunidades indígenas; por su parte, la carrera de Derecho, implica incorporar significados más amplios y vinculados al quehacer político y no necesariamente a los contenidos propios de la carrera. Los estudios universitarios se encuentran relacionados con aquello que la comunidad entiende como hacer política, explica Ossola, lo cual incluye: la creación y/o extensión de redes de contactos – con la sociedad ‘blanca’ o blanqueada –, la apropiación de formas socialmente valoradas de utilizar la lengua castellana en expresión oral y escrita; y la legitimación de la posición social que ocupan por hacer uso del sistema de educación estatal con el fin de colaborar con el colectivo indígena.
Hasta aquí hemos tratado de observar la forma en que el Estado argentino ha encarado el problema del reconocimiento de los pueblos indígenas y la realidad educativa que los contempla. Nuestro país no escapa a la lógica conceptual del Estado liberal, en que una supuesta igualdad ante la ley termina por ocultar la permanencia de desigualdades estructurales y disfrazar bajo cierto relativismo cultural, una actitud de tolerancia al otro, marcando una considerable distancia. La realidad muestra que mientras los pueblos indígenas representan el 8% de la población latinoamericana, también constituyen aproximadamente el 14 % de los pobres y el 17% por ciento de los extremadamente pobres.[10]
Es necesario considerar, entonces, que no alcanza con reconocer la diferencia o la diversidad en el marco de un liberalismo democrático y mutilcultural; como así tampoco se trata de esencializar identidades étnicas. El desafío, quizás, se encuentre en poder construir una comunidad política diversa en sus componentes e igualada en sus derechos. La interculturalidad, a nuestro entender, se inscribe en este esfuerzo.
II. PENSAR LA INTERCULTURALIDAD Y LA UNIVERSIDAD
El 7 de agosto de 2013 se realizó una audiencia pública, para la presentación del Proyecto de creación de una Universidad Nacional Intercultural de los Pueblos Indígenas (UNIPI). La misma había sido convocada por la entonces Diputada Nacional, Alcira Argumedo[11] del Movimiento Proyecto Sur.
El proyecto de la UNIPI se proponía generar conocimiento y desarrollo desde los modos de hacer y conocer de los pueblos indígenas. Se afirmaba en su artículo tercero: «La Universidad Nacional Intercultural de los Pueblos Indígenas tiene como finalidad principal y prioritaria generar un espacio académico desde la cosmovisión indígena para atender a la educación de todas las sociedades y pueblos que conforman la actual Nación Argentina».[12]
En su composición estaría dividida en siete sedes regionales, idénticas a los CPRES actuales, y a su vez, en cada región habría una sede con una oferta itinerante, acercándose a los lugares donde viven las comunidades. Contemplaba una serie de carreras de formación superior en distintos tipos: carreras de grado cortas, carreras largas, formación docente, y tecnicaturas. La formación se organizaba en tres ciclos: a) de formación general (cultural e instrumental, común a todas las ofertas que incluya como eje la formación comunitaria, que reafirme principios culturales y ancestrales); b) de formación básica, común a carreras con disciplinas afines y; c) de formación especializada, dirigido a la especificidad de cada carrera particular (KANDEL, 2016).
En la audiencia intervinieron miembros de comunidades y organizaciones de pueblos originarios, vinculados y/o interesados en la temática y referentes académicos de reconocida trayectoria. Diana Lenton, junto a otras especialistas (ver LENTON, THISTED, PADAWER, MANCINELLI y ALIATA, 2014), realizaron una síntesis sobre las presentaciones que se llevaron a cabo en dicha audiencia y señalaron cuatro ejes en los que se movieron las diferentes intervenciones:
Mas allá de esta experiencia y del proyecto mismo de la UNIPI, que no contó con apoyo suficiente para que progresara su tratamiento; la propuesta y los ejes de discusión aportan y abren un marco de posibilidades para pensar la relación Universidad e Interculturalidad. Una problemática que continúa ausente no sólo en el diseño de las políticas universitarias, sino también en los debates del campo científico y cultural.
En América Latina las experiencias de educación superior e interculturalidad se fueron dando de acuerdo a los modelos educativos de cada realidad nacional, en relación a las políticas específicas para el sector indígena y a los niveles de desarrollo en las instancias educativas previas (inicial, primaria y media).
Según Lenton, podemos reconocer tres tipos de instituciones:
Universidades Indígenas (emplazadas cerca de las comunidades),
Universidades Interculturales (no se limitan a población indígena y postulan como principio rector el diálogo entre saberes)
Universidades Tradicionales (que, en base a las nuevas legislaciones y a las demandas de acceso e inclusión de las poblaciones indígenas, han generado programas e iniciativas de afirmación étnica-cultural como becas, tutorías, etc.).
En el caso de Argentina, como ya se ha dicho, el debate es reciente y de acuerdo a las experiencias mencionadas, sólo puede observarse algunas instituciones cercanas al tercer tipo, casas de estudio que llevan a cabo programas de inclusión y acompañamiento. En el desarrollo de los niveles educativos previos al universitario las relaciones interculturales son también incipientes. La educación bilingüe, por ejemplo, en algunos contextos regionales el rol de traductor/docente es desempeñado por referentes idóneos de la comunidad que median entre la lengua materna de los alumnos y el castellano. Esto se viene revirtiendo, pero muy lentamente, según los datos ofrecidos por el Observatorio Educativo de la Universidad Pedagógica Nacional, del año 2019.[13]
Ante este panorama cabe preguntarse ¿qué características debería tener una Universidad Intercultural y qué la diferenciaría de las Universidades convencionales?; ¿pueden las universidades tradiciones adoptar una perspectiva intercultural?; las Universidades tradicionales ¿están en condiciones de modificar sus currículas y orientarse hacia el reconocimiento de la diversidad y la interculturalidad?
El debate respecto de la interculturalidad contiene distintas posturas y perspectivas político-culturales que oscilan entre: la naturalización/armonización de la diversidad a través de la matriz dominante del Estado Nacional, y quienes plantean el carácter conflictivo de estas relaciones, entendiendo la cultura como un escenario de disputa por la hegemonía política y cultural.
Cuando hablamos de diálogo intercultural, no nos estamos refiriendo al mero hecho de reconocer la diversidad, es decir de aceptar la coexistencia de diferentes culturas que en un mismo ámbito pueden o no vincularse. En tal caso, esto no sería más que el reconocimiento de la existencia una multiculturalidad carente de vínculos, relaciones e intercambios. Es en esta dirección que la multiculturalidad asumida como parte de las políticas globalizadas, se basa en el reconocimiento, la inclusión e incorporación de la diversidad cultural no tanto para transformar, sino para mantener el statu quo (WALSH, 2007).
Por el contrario, pensar la interculturalidad es suponer la posibilidad de formarse en saberes, conocimientos y prácticas de la propia cultura, pero al mismo tiempo en la cultura de un ‘otro’ con quien compartimos, en un mismo país, espacio y territorio. No se trata de incorporar, de incluir, sino más bien se busca la transfiguración de lo propio y de lo ajeno sobre la base de lo común y en vista a la creación de un espacio determinado por la convivencia (QUILAQUEO RAPIMAN, FERNÁNDEZ y QUINTRIQUEO MILLÁN 2010).
Mientras la multiculturalidad supone la aceptación de lo heterogéneo como un dato de la realidad; la interculturalidad implica el establecimiento, entre diferentes, de relaciones, conflictos y reciprocidad. De allí que no puede ser pensada sin tener en cuenta las asimetrías estructurales y el contexto de desigualdad existente.
Es sabido que la diversidad se instala en una matriz de saber colonial y de poder jerarquizado. La tradición eurocéntrica y el universalismo, han generado formas de racismo epistémico y subvaloración de conocimientos ubicados en las geografías exteriores del núcleo eurooccidental. Al igual que la clasificación de las poblaciones estableció las identidades, las formas de conocimiento asociadas con estas identidades elaboraron las jerarquías del saber. La historia del conocimiento deviene en una historia geopolítica y geocultural, donde la raza y el lugar de origen han definido las jerarquías del conocimiento (QUIJANO, 2000; DUSSEL, 2001; WALLERSTEIN, 2001).
En palabras de Dussel, el descubrimiento y colonización de América permitió a Europa no sólo apropiarse de la riqueza americana, sino también reelaborar la percepción del mundo conocido. La historia pudo ser unificada desde un centro: la Europa colonizadora. Hasta el siglo XV no fue posible imaginar una historia lineal desde Grecia al Occidente europeo, pero a partir de esta nueva posición se construyó una narrativa sobre el nacimiento de la civilización occidental que fundaba sus orígenes religiosos en Jerusalén, sus orígenes filosóficos en Atenas y su modernidad en Europa.
Desde aquí toda lectura posible del pasado y del futuro se llevaría a cabo de acuerdo a esta novedad. El Eurocentrismo viene siendo cuestionado desde hace tiempo y como explica Wallerstein, si las ciencias sociales tienen que progresar en el siglo XXI deberán superar esta herencia ya que distorsiona su análisis y su capacidad para tratar los problemas contemporáneos.
Desde esta perspectiva el desafío quizás sea pensar la interculturalidad no como un destino sino como una herramienta de trabajo que permita ir transformando las estructuras epistémicas, pero a su vez las estructuras políticas y sociales, base sobre las que se asientan las desigualdades. En este sentido, el sistema de educación superior resulta clave para ello; es aquí donde se forman profesionales que ocupan posiciones de poder y toman decisiones en diversos ámbitos políticos, económicos y sociales. Además –y especialmente importante– se forman docentes para todos los ciclos del sistema educativo, quienes por no tener una preparación adecuada difunden el racismo hacia toda la sociedad (MATO, 2020).
Las Universidades muestran inequidad en el acceso y la permanencia; desigualdad epistémica y social y rigidez de una estructura institucional incapaz de albergar la diversidad. Esto se pone cada vez más en tensión ante la demanda de sectores que, siendo reconocidos en términos constitucionales, no encuentran respuestas y por ende interpelan las propias estructuras académicas.
Pensar la universidad en un contexto intercultural no es simplemente reconocer, o incorporar lo diferente dentro de la matriz establecida. En ocasiones, la interculturalidad se incluye como contenido en los programas mediante un enfoque descriptivo-comparativo, generalmente, con un acento en lo lingüístico. Tampoco podemos limitarnos a establecer cupos para estudiantes y/o profesores indígenas, afrodescendientes u otros grupos sociales actualmente excluidos.
Se debería comenzar por reconocer la producción de conocimiento como parte de una ecología de saberes; en el sentido de superar la monocultura y el rigor científico e identificar otros criterios de validez que operan de forma creíble. Buscar esta credibilidad y reconocer validez a estos ‘no saberes’ académicos no conlleva desacreditar el conocimiento científico; al contrario, implica utilizarlo en un contexto más amplio de diálogo con esos otros conocimientos (de SOUSA SANTOS, 2006).
Seguramente esta perspectiva dará lugar a revisar los modos de aprendizaje institucionalizados, a transitar a sistemas abiertos de producción de conocimiento; será una invitación a pasar del conocimiento disciplinar a uno de características transdisciplinarias, entre otros tantos aspectos que el mismo camino de construcción intercultural vaya gestando en el marco de las propias relaciones que se establezcan.
En nuestros países son escasos los intentos y esfuerzos por adentrase en la experiencia de una universidad intercultural. Tal vez debamos comenzar por construir y/o facilitar la coexistencia relacional de estos conocimientos; repensar el diseño institucional como para poder albergarlos y elaborar alternativas de docencia, investigación, extensión y vinculación, que nos permitan trascender la rigidez de un modelo de universidad que ya no está en condiciones de dar respuesta a las nuevas configuraciones políticas y socioculturales de nuestra región.
La admisión en la universidad de indígenas y afrodescendientes no ha significado un avance en la transformación de prácticas y contenidos curriculares de las carreras a las que se inscriben. Se acepta y asume la interculturalidad, en el marco de las mismas estrategias y estructuras que han servido como expresión de la colonialidad. Por ello, la transformación de la universidad debería ir más allá e involucrar no solo la educación, sino también las políticas de bienestar universitario, de permanencia y egreso, de investigación y de extensión.
La apuesta intercultural de la educación superior supone diversos niveles. CASTILLO GUZMAN y CAICEDO ORTIZ (2016) plantean uno de especial importancia que va en el sentido de avanzar en una apertura que posibilite la inclusión de referentes de la cosmovisión propia en el ámbito universitario, como docentes, extensionistas e investigadores. La propuesta de educación superior intercultural, o de interculturalizar la educación, reclama la construcción de un espacio común de producción de conocimiento en una relación fluida y no jerarquizada. En palabras de Dussel:
«No se trata de un proceso de inclusión, sino de creación novedosa, analógica, transformadora. No es cuestión de hacer simplemente una nueva habitación para los excluidos en la antigua casa. Es necesario hacer una nueva casa, con nueva distribución, de lo contrario los indígenas, las mujeres y los afroamericanos irán a las habitaciones «de servicio» [...] como antes, como siempre» (DUSSEL, 2007: 317).
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Notas
Información adicional
Para citar este artículo: GENTILE,
MARÍA BEATRIZ «Universidad e interculturalidad: una cuestión
pendiente», en: ESTUDIOS SOCIALES, revista universitaria semestral, año XXXIII, n° 64, Santa Fe, Argentina, Universidad Nacional del
Litoral, enero-junio, 2023.