Intervenciones

Etnografía e intervención: posiciones, colabor y horizontes de extensión en una investigación con jóvenes en y fuera de una escuela

Ethnography and intervention: positions, collaboration and extension horizons in a research with young people in and outside of a school

Etnografia e intervenção: posicionamentos, colaboração e horizontes de extensão numa pesquisa com jovens dentro e fora da escola

Lucía Marioni
Instituto de Estudios Sociales, Universidad Nacional de Entre Ríos. Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas, Argentina

Etnografía e intervención: posiciones, colabor y horizontes de extensión en una investigación con jóvenes en y fuera de una escuela

Revista de Extensión Universitaria +E, vol. 14, núm. 20, e0011, 2024

Universidad Nacional del Litoral

Recepción: 29 Marzo 2024

Aprobación: 22 Mayo 2024

Resumen: Reflexiono sobre la oportunidad que una investigación etnográfica significó para el desarrollo de una serie de prácticas de intervención y sobre sus posibles vínculos con la extensión. Busco responder —de forma situada— cómo se procesan sus lógicas y horizontes diferentes y cómo la primera puede significar un aporte a la segunda. Parto del análisis de registros de dos trabajos de campo con jóvenes de la periferia de Paraná en el marco de planes de trabajo como investigadora del Instituto de Estudios Sociales de la Universidad Nacional de Entre Ríos y del Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas y revisito un recorrido como extensionista en el Área de Comunicación Comunitaria de la Facultad de Ciencias de la Educación de dicha Universidad. Propongo la perspectiva etnográfica como oportunidad y escenario para una práctica de intervención que, realizada por una trabajadora del sistema científico–universitario, puede ingresar al ámbito de la extensión.

Palabras clave: etnografía, reflexividad, circuitos de colaboración, práctica extensionista.

Abstract: Reflection on the opportunity that ethnographic research meant for the development: a series of intervention practices as well as on its possible links with extension. Busco answers —situatedly— how their different logics and horizons are processed and how the first can mean a contribution to the second. I start from the analysis of records of two field works with young people from the periphery of Paraná within the framework of work plans as a researcher at the Institute of Social Studies of UNER and CONICET and revisit a previous journey as an extensionist in the Community Communication Area of the Faculty of Educational Sciences of said University. I propose the ethnographic perspective as an opportunity and favorable scenario for the beginning of an intervention practice that, carried out by a worker from the scientific–university system, can enter the scope of extension.

Keywords: ethnography, reflexivity, collaboration circuits, extension practice.

Resumo: Reflito sobre a oportunidade que uma pesquisa etnográfica significou para o desenvolvimento de uma série de práticas de intervenção e os seus vínculos com a extensão. Procuro responder —de forma situada— como se processam suas diferentes lógicas e horizontes e como a primeira pode significar uma contribuição para o segundo. Parto da análise de registros de dois trabalhos de campo com jovens da periferia de Paraná no âmbito de planos de trabalho como pesquisadora do Instituto de Estudos Sociais da Universidade Nacional de Entre Rios (UNER) e do Conselho Nacional de Pesquisas Científicas e Técnicas (CONICET) e revisito uma trajetória anterior como extensionista na Área de Comunicação Comunitária Área na Faculdade de Ciências da Educação da referida Universidade. Proponho a perspectiva etnográfica como oportunidade e cenário favorável para uma prática de intervenção que, realizada por uma trabalhadora do sistema científico–universitário, pode ingressar ao âmbito da extensão.

Palavras-chave: etnografia, reflexividade, circuitos de colaboração, prática de extensão.

Introducción

La etnografía en cualquiera de sus conceptualizaciones1 implica, sobre todo, trabajo de campo: labor que, guiada por intentar develar desde una pregunta teórica cómo la gente vive los fenómenos que nos proponemos estudiar, se traduce en una inmersión en la vida de los grupos que los protagonizan, una interlocución honda y sostenida con sus miembros a partir de la observación participante. Desde las variadas expresiones de la perspectiva etnográfica hay determinado consenso con relación a que solo así es posible acceder al mundo vivido (Quirós, 2014). Esto hace que investigar en muchos casos implique —tal como enumera al azar Rosana Guber (2001, p. 56)— “integrar un equipo de fútbol, residir con la población, tomar mate y conversar, hacer las compras, bailar, cocinar, ser objeto de burla, confidencia (…), asistir a una clase en la escuela o a una reunión del partido político”, etc. En el trabajo sobre el que propongo una reflexión, implicó participar de talleres extracurriculares en una escuela, eventos culturales, competencias de freestyle, ir a pescar, caminar o estar en una esquina, pero también recuperar y sistematizar una historia institucional escolar, conformarme en portavoz de demandas sociales al Estado, participar de movilizaciones y reclamos frente al Consejo General de Educación (CGE) de Entre Ríos e intervenir en la vinculación de jóvenes con el Consejo Provincial del Niño, el Adolescente y la Familia (COPNAF) de esa provincia.

En el caso de estas últimas cuatro acciones, los límites entre investigación e intervención parecieran volverse difusos. ¿Qué es lo que diferencia un trabajo de investigación como este de uno de intervención o vinculación? En principio, sus propósitos. Entonces, si el trabajo de campo es “un ámbito de donde se obtiene información y los procedimientos para obtenerla” para responder una pregunta teórica (Guber, 2001, p. 41), ¿cómo cuadran en él acciones que lo exceden? ¿Qué lugar asumen y cómo ingresan a una labor de investigación etnográfica? Por otro lado, ¿cómo se relacionan esas acciones con la función sustantiva de la extensión en tanto tienen lugar en el sistema universitario? Finalmente, ¿cómo se procesan las lógicas y horizontes de esos dos tipos de labores? ¿Pueden aportar una a la otra?

En este texto transito esas preguntas a partir del análisis de registros de una etnografía con jóvenes de la periferia urbana de Paraná, lo que inicia en el marco de una investigación doctoral (2017– 2021) enfocada en un grupo que participaba de un Centro de Actividades Juveniles (CAF) de una escuela del noroeste y actualmente continúa2 en talleres culturales en otras dos escuelas del oeste, orientados a conocer acerca de su producción cultural, sus vínculos con la institución escolar y políticas públicas de inclusión socioeducativa. Asimismo, recupero para algunos tramos una experiencia como extensionista en el Área de Comunicación Comunitaria de la Facultad de Ciencias de la Educación de la Universidad Nacional de Entre Ríos (FCEdu–UNER) entre 2010 y 2015. Presento una reflexión sobre la oportunidad que la investigación etnográfica significó para el desarrollo de aquello que no le es propio, una serie de prácticas de intervención, y sobre la extensión como un ámbito fértil para su inscripción.

El texto propone un primer apartado que expone la parte sustancial del contexto conceptual desde el cual se aborda el principal emergente del trabajo, esto es, la construcción de dos circuitos de colaboración. Los siguientes tres apartados abordan el material empírico con mayor detalle: primero, el problema de investigación, haciendo hincapié en la experiencia etnográfica y el ejercicio de la reflexividad; segundo, los accesos, información y movimientos que posibilitaron la conformación de un campo y la creación de esos dos circuitos de colaboración y, tercero, las prácticas en las que estos derivaron, extendiendo una interpretación sobre aquello que los hizo posibles, sus alcances y las posiciones construidas en el campo. Luego, las consideraciones finales buscan recuperar elementos centrales del recorrido que permiten concluir que la etnografía —en tanto enfoque, perspectiva epistemológica— puede significar una oportunidad y un escenario para la práctica extensionista.

Investigación, producción conjunta y gestión de procesos y espacios: las etnografías colaborativas

Aporta al análisis una serie de elaboraciones teóricas realizadas al calor de las etnografías colaborativas. Especialmente en sus versiones locales más próximas que, mientras sostienen la construcción de teoría como diálogo de saberes, enfatizan en la colabor en términos de procesos de vinculación, gestión, militancia, extensión y diferentes modos de intervención conjunta con esos interlocutores. Esto, entendiendo que construir saberes en conjunto conlleva necesariamente a la aprobación o construcción conjunta de los proyectos “en los cuales, a partir de la identificación colectiva de problemas, se demanda la elaboración de propuestas concretas de intervención social y no solo producción de conocimiento” (Katzer, 2019, p. 69). Estas trayectorias han dado lugar a reflexiones sobre las formas, componentes y complejidades que asumen actualmente trabajos en los que se cruzan procesos de investigación y de intervención. Así, dan cuenta de cómo es la propia historicidad del trabajo de campo la que va trazando otra de redes y articulaciones que colocan al investigador “en una posición dentro de una matriz de relaciones políticas” (Katzer, 2019, p. 70), no solo con referentes de los territorios sino también con otros del ámbito gubernamental y de organizaciones no gubernamentales. “La persistencia, intensidad y permanencia en un campo semántico y organizacional propio del contexto de campo de terreno, nos van colocando como etnógrafos/as en un circuito de colaboración interinstitucional” (p. 70).

Considerando también que esta posición se organiza con relación a lo que se suele llamar autoridad científica y que —en diferentes expresiones—nos es atribuida a les investigadores: “por la que avalamos proyectos y legitimamos prácticas, las transformamos, junto con los sujetos de estudio, en prácticas públicamente autorizadas” (p. 70). Desde el campo de los estudios sociales del lenguaje, Gandulfo y Unamuno (2020) remiten a esto y reflexionan sobre el desafío que implica producir simetrías entre los estatus de los participantes de los proyectos, atento a las posiciones ya definidas por las condiciones sociales, institucionales e históricas, cargadas de valor y poder diferenciales. Conciben la colaboración, así, como una actividad enmarcada en la historia de las relaciones interétnicas en los sitios donde se investiga y desde donde se significan las relaciones del presente.

Por su parte, Katzer (2019) nos permite agregar a la cuestión otro componente: el de la conflictividad intrínseca a los grupos sociales, en tanto en todos los casos se presentan circuitos colaborativos, articulaciones y redes distintas, y en ocasiones con controversias entre sí. Ello exige atender también a la alteridad al interior de los grupos. Conforme a su planteo, en cada acceso al campo se producen acuerdos y de cada uno de ellos quedan excluidos otros posibles, así como al interior de cada grupo o comunidad hay actores relegados o con desacuerdos internos y adversarios externos. Para Briones (2020), esto tiene que ver con reconocer el principio de autonomía de las agendas (académica, militante, o comunitaria y, por qué no, global). En este sentido, el tiempo se revela como un factor fundamental para la construcción respetuosa de los circuitos colaborativos (Katzer, 2019) y para avanzar en la transformación de las posiciones tradicionales del sujeto investigado y el investigador hacia otras más equitativas y el involucramiento en distintos niveles (Gandulfo y Unamuno, 2020). Asimismo, cada espacio social tiene una historia que involucra temporalidades, modos y estilos particulares de interactuar en los espacios, que requieren la incorporación de ciertos “reflejos teórico–metodológicos, políticos y éticos para encarar desafíos heterogéneos” (Briones, 2020, p. 68).

Mientras las experiencias de colaboración resultan en la producción conjunta de variados materiales comunicacionales y transformaciones, como estrategias didácticas o procesos de organización comunitaria que reubican la posición de las escuelas respecto de las poblaciones en las que están insertas (Gandulfo y Unamuno, 2020), Katzer (2019) agrega la gestión y la creación de espacios de estatalidad: “en tanto espacio creativo incluye la articulación de varios agentes, escalas, trayectorias y circuitos (…) el espacio de la vida en común, la trama de formas en que se estructura la vida social” (p. 69). Desde esta perspectiva, los interlocutores no solo son socios epistémicos o coteorizadores, sino que pueden conformarse también en socios políticos: fijándose coordenadas de un compromiso de acción colectiva, así como de definición conjunta de metas en cuanto a una preocupación pública común, y dando lugar a “la etnografía como un dispositivo de saber–poder” (p. 73).

Una etnografía con jóvenes en y fuera de la escuela

Al hablar de etnografía me refiero a la triple acepción que planteara Rosana Guber (2001): como un enfoque, un método y un texto para la investigación social. Como enfoque, implica una posición con relación a la producción de conocimiento que “supone considerar a los grupos sociales como portadores de diferencias de índole cultural y, al mismo tiempo, que esas diferencias no tienen un carácter sustantivo sino que son producto de una determinada relación (definida como alteridad)” (Fasano, 2019a, p. 6); para, con eso, centrarse en la búsqueda por conocerlos desde los modos en que esos grupos definen sus prácticas: la perspectiva del actor.3 En tanto método, su principal característica es la centralidad de un tipo de trabajo de campo “a la vez extensivo en el tiempo e intensivo en cuanto al involucramiento que demanda del investigador, cuya principal herramienta de producción de información es su persona como un todo (mente/cuerpo/espíritu) a través de la observación participante” (2019a, p. 6). Y, como texto, un material comunicacional que propone un aporte teórico a ámbitos de discusión científica a partir de evocar en el lector el proceso de comprensión experimentado.

Ahora bien, en la base de las tres acepciones, la experiencia es el lugar donde el conocimiento se produce: “creamos y recreamos el mundo social en el que vivimos mediante una permanente actividad interpretativa (…) conocemos por medio de todo el cuerpo, incluyendo la mente, el intelecto y las emociones” (Fasano, 2019a, p. 7). También con las propias construcciones culturales y con la persona social desde las cuales se aventura a conocer (Guber, 2018) Es entonces, antes que nada, un trabajo de reflexividad lo que permite a la investigadora conocer, “con su lucidez teórica pero también con sus cegueras y sorderas etno y sociocéntricas”, haciendo un ejercicio que implica reconocer y acceder a esos “conceptos de experiencia cercana que no contemplaba ni preveía encontrar, para luego integrarlos adecuadamente en su comunicación textual”, reconociendo la labor interpretativa de nuestros interlocutores y la que ocurre en el encuentro en el trabajo de campo (Guber, 2001, p. 55).

Desde esta posición, la etnografía es una herramienta de comprensión de la vida social que —a partir de la experiencia reflexiva en ella— nos enfrenta a la posibilidad/necesidad de revisar nuestras categorizaciones para intentar conocer otros modos de interpretar las prácticas sociales al mostrarnos que las prácticas de esos actores muchas veces resisten a las categorías de las ciencias sociales con las que solemos llegar a hacer trabajo de campo (Fasano, 2019a). En palabras de Semán (2009), facilitando movimientos de relativización, de suspensión de parámetros, de interpretación, frente a la tendencia a la universalización de los resultados.

Inicié el trabajo de investigación que acá recupero con el objetivo de comprender prácticas culturales musicales entre jóvenes de la periferia de una ciudad intermedia como lo es Paraná. Para 2017, cuando inicié el recorrido, empezaban a hacerse numerosos los grupos de jóvenes que participaban de competencias freestyle en las dos plazas principales de esa localidad —aunque aún no estaba instalado en las agendas mediáticas y públicas locales y del país—. La mayoría de esos jóvenes vivía en los barrios de los bordes y solo en ocasión de estas performances parecía acceder al centro. Interesada por comprender el fenómeno, inicié las indagaciones preliminares con preguntas por sus especificidades culturales y por la conformación de lo juvenil en este contexto. De los antecedentes de estudios sobre jóvenes y usos de la música rap recogí conclusiones que fundamentalmente lo entendían como expresiones de resistencia o como el elemento central en la conformación de una subcultura o tribu, inscribiéndolo en la calle (de los márgenes) como principal escenario.4 Sin embargo, di con uno de esos grupos, no en la calle, sino en los talleres culturales de un Centro de Actividades Juveniles (CAJ), que funcionaba los sábados en una escuela de la zona: un espacio extracurricular enmarcado en una política de inclusión socioeducativa nacional5 que buscaba fortalecer —y en algunos casos reconstruir— vínculos de las juventudes con la escuela. Todos los sábados se reunían en el establecimiento a improvisar y hacer canciones, grababan en lo que había intentado conformarse institucionalmente como la radio escolar —pero cuyo principal uso era el de la grabación de canciones de rap— y a partir de las redes tejidas por la institución educativa presentaban su música en actividades culturales de la ciudad y la región.

Indagar en la construcción de mis intereses de investigación me llevó a revisitar una experiencia (2010–2015) —en este caso de extensión universitaria— de cuando, siendo estudiante, participé de proyectos del Área de Comunicación Comunitaria de la FCEdu–UNER como parte de un equipo conformado por otros estudiantes y una docente.6 Esos proyectos buscaban, desde talleres de comunicación comunitaria y educación popular, construir junto con jóvenes de Paraná y Santa Fe medios de comunicación en escuelas de las periferias de ambas ciudades (particularmente, participé de las actividades en una escuela ubicada en el cordón oeste de la segunda). Ya en ese entonces, interesada por comprender las experiencias culturales juveniles, había observado que muchas de ellas también tomaban forma en una relación singular con las escuelas en la que asumían relevancia sus intersticios. De hecho, algunos registros de los talleres habían puesto la atención en esto, así como un primer borrador de un proyecto de investigación colectiva que finalmente no pudo acompasarse con los tiempos de la labor extensionista del grupo. Así, identificar la relación con estas instituciones como parte necesaria en la comprensión del fenómeno no resultó difícil. Entre las preguntas que emergían, y terminaron volviendo años después en un nuevo espacio social, estaba aquella por los procesos de negociación y apropiación respecto de instituciones, prácticas y discursos estatales, mientras que en ambos momentos aparecía la escuela como centralidad y diferentes inscripciones de sentido en torno a ella.

Llegado 2017, inicié el trabajo de la investigación participando en los talleres del CAJ en la escuela del oeste de Paraná. En los primeros intercambios —todos en el espacio escolar— algunos me hablaban de lo bueno que eran los talleres y que ahí podían participar y hacer lo que les gustaba, que era el rap (discurso muy cercano al institucional), y otros, de que se habían hecho raperos en la calle, de la calle como una escuela de vida, de sus encuentros por fuera de la escuela, entre otras cosas. Escuela y calle aparecían discursivamente como dos escenarios dicotómicos que luego el trabajo de campo etnográfico me posibilitó desarmar. A lo largo de tres años fui construyendo un vínculo de confianza con ellos y logré participar de sus actividades cotidianas dentro y fuera de la escuela (en las esquinas del barrio, en otros barrios, en las plazas céntricas, en eventos culturales). Accedí por un largo período de tiempo a lo que me decían y se decían entre ellos y a otros (en entrevistas etnográficas, conversaciones y en las canciones) en el contexto, esto es, a la palabra en el mundo social, a la palabra en acto (Quiroz, 2014). Y ello me dio la posibilidad de analizar los contextos de situación en que las palabras “significan”, como también de explorar los efectos que las palabras producen en esos contextos, es decir, de interrogar, como propone Mariza Peirano (2001), “la fuerza performativa del lenguaje” (p. 56).

En términos concretos, junto con todos esos elementos a los que se accede a partir de la observación participante en la experiencia etnográfica, la palabra en acto me posibilitó inteligir la capacidad realizativa de sus prácticas de rap y determinar que no se podían describir como propias de la cultura callejera ni como una práctica instituida escolarmente, sino que tenían lugar en ambas. Y, con todo, comprender los usos del rap como la puesta en marcha de un proceso comunicativo con una significativa presencia de la escuela y otros actores estatales, orientado a transformar un discurso social sobre sí mismos y así su lugar en el orden social, y a producir simbólicamente un modo de existir socialmente. ¿Podría haber entendido de otra forma esa relación compleja con la escolaridad y el Estado que constituía un saber en sentido práctico para ellos? ¿Podría haber accedido de otra manera a los circuitos y redes tejidas a través de esa música que no ponían en palabras, sino que directamente transitaban y usaban? ¿Podría haber comprendido que la puesta en escena y exaltación de determinados signos culturales forman parte de un proceso de positivación7 que hace del rap un elemento transformador de sus posiciones sociales?

El intento de comprender la experiencia únicamente a partir de entrevistas semiestructuradas, por ejemplo, hubiese implicado pensar que es posible o interesante hablar de todo o que aquello que se dice es un reflejo de la realidad, sin asumir que hay cuestiones que no son susceptibles de representación y olvidar que los informantes están dando información de mil formas diferentes y no solo verbalmente. Por otro lado, intentar hacerlo sin revisar la propia posición en el campo, la construcción del propio punto de vista y los trabajos interpretativos de mis interlocutores en su contexto, podría haber llevado a lecturas simplistas de los usos del rap en ese espacio social.

Construcción de un campo y creación de circuitos de colaboración

Mis primeros acercamientos al grupo de jóvenes fueron —como anticipé— en el contexto de aquel CAJ y el acceso fue facilitado por el coordinador de los talleres, quien desde el primer contacto se puso a disposición. Con el tiempo, entendí que se trataba de un trabajador comprometido con la educación y, en especial, con una escuela y un barrio de la periferia en los que veía “gurises8 llenos de vitalidad” atravesados por las condiciones de vida de la pobreza urbana, “que todo el tiempo están siendo seducidos por la droga, por los transa, y que no tienen con qué vivir de formas distintas a las que tienen cerca”. Así, militaba para que “cualquiera que tenga ganas de hacer algo en la escuela sea bienvenido” (registro de campo, participación en los talleres, noviembre de 2018). Me presentó con las y los jóvenes del taller y me autorizó frente a ellos, indicando que tenía que hacer un trabajo para la facultad y proponiéndoles que colaboraran. También, que era “importante que desde la facultad se escriba sobre la escuela” (registro de campo, primer día de participación en los talleres, mayo de 2017). Desde ese momento, comencé a compartir los talleres todos los sábados por la mañana, lo que incluía dos horas de actividades planificadas al interior del establecimiento (y a veces en sus inmediaciones) y un tiempo previo en la puerta mientras esperábamos para ingresar.

Desde los primeros intercambios identifiqué que el rap trascendía el espacio escolar. De hecho, la mayoría ni siquiera había aprendido a hacer rap en la escuela, sino que lo había hecho ingresar ahí luego de insistencias: primero, una batalla de freestyle en 2014 en ocasión de la Fiesta del Estudiante y la Primavera; luego, en 2016, una presentación de canciones en las Jornadas de Derechos Humanos que anualmente realiza la institución; y, entre medio, pedidos varios a la dirección, a través del coordinador como mediador, de que en el CAJ se abriera un espacio de rap. La resistencia inicial —también registré— había tenido que ver con un desencuentro entre los códigos del estilo musical y los clásicamente reproducidos en las escuelas. Entonces, el grupo había empezado a hacer rap en las calles del barrio y a partir de consumos culturales a los que precariamente accedían en redes sociales (en especial YouTube y Facebook) y desde ahí parecía ocupar de manera transversal sus vidas cotidianas. Remitían a jornadas improvisando rimas en distintas inmediaciones del barrio y en las plazas Alvear y de Mayo; hablaban de estrategias y largos tiempos dedicados a la descarga de bases (pistas instrumentales para montar las rimas) o para escuchar música;9 se referían tanto a planes próximos —organizar al interior de los talleres un semillero de raperos, hacer contactos con la Casa de la Cultura a partir del coordinador del CAF para hacer una presentación— así como a otros reconocidos por ellos como más lejanos —a sus sueños de dedicarse al rap, de presentarse en tal o cual competencia de freestyle, de pegarla con tal productor musical, de irse a Buenos Aires para triunfar—. Esta información indicaba que el campo de mis preguntas de investigación desbordaba los límites del espacio social escolar. Sin embargo, a partir de cómo había sido facilitado mi acceso a ellos, durante un tiempo se me dificultó construir espacios para la observación participante por fuera de la actividad del CAJ. Si bien se mostraban interesados en aportar a aquel trabajo para la facultad, no había razón de compartir otros espacios y tiempos.

Progresivamente los talleres empezaron a quedarse sin financiamiento para los insumos y el pago de las horas docente producto de la desarticulación del Programa Nacional de Extensión Educativa del que formaba parte. Y durante los últimos meses de 2017 el grupo organizó acciones en forma de reclamo. En ese contexto recibí dos primeras interpelaciones: un llamado telefónico del coordinador previo a la socialización de la problemática en los talleres, en el que pidió mi parecer y colaboración. “Yo estaba pensando en hacer una movida al CGE, pero debería ser algo distinto, que muestre el potencial de lo que hacemos en el CAJ”. Y apelaciones a que me comprometiera y participara de los reclamos por parte del grupo: “Vos vas a venir, me imagino”, “en esta también te sumás, hay que bancar los trapos”,10” “¿vos venís con nosotros o te encontramos allá?” (registro de campo, participación en los talleres, diciembre de 2017). En una trayectoria definida por ellos como de lucha hasta fines de 2018, fueron cuatro las movilizaciones al CGE y dos reuniones con funcionarios en las que participaron referentes gremiales, el coordinador y yo. ¿En calidad de qué? Me pregunté y le pregunté al coordinador frente a su primer pedido de acompañamiento: “Es que vos tenés una mirada panorámica de lo que pasa acá, venís estudiando la política y el territorio, sabés lo que hacemos y que es necesario que siga el CAJ”, fue su respuesta (registro de campo, reunión de trabajadores del CAJ, marzo de 2018).

Finalmente, esa implicación llevó a que, con la información que ellos mismos habían provisto, escribiera una sistematización sobre la historia del CAJ en el marco de la trayectoria de la escuela, la política nacional y la gestión provincial. Aunque la intención principal era que se adjuntara a los reclamos que desde este y otros CAJ se estaban haciendo por escrito, el documento tuvo varios otros usos: al desarticularse por completo el programa nacional que lo financiaba, la provincia buscó implementar uno similar y el documento sirvió como base para redactar el proyecto que solicitaba la inclusión de la escuela en él. También fue utilizado para la última socialización de experiencias de CAJ que se hizo antes del cierre del programa y fue incluido entre los documentos institucionales de la escuela.

El definitivo cierre del CAJ requirió planificar un nuevo acceso para mi trabajo de campo. Fue entonces cuando contacté por Facebook a uno de ellos y le propuse entrevistarlo. Si bien una entrevista convencional no guardaba coherencia con las decisiones metodológicas de mi trabajo, sí entendía que en ese momento podía favorecer el encuentro. “Sisi me avisa donde nos encontramos y a q hora y estoy ahi Yo no tengo problema Nose a q hora podes vos”, respondió y, enseguida, agregó: “Gracias por acordarte de mi. La verdad es que muy poca gente se acuerda de hacer cosas por los pibes del barrio” (registro de campo, conversaciones virtuales, Facebook, enero de 2019).

El día que finalmente nos encontramos, la charla empezó bastante estructurada y con un grabador entre medio. Sin embargo, enseguida se desarticuló y convirtió en una caminata de tres horas por el lugar, compartiendo su cotidianeidad, parando a hablar con vecinos, siendo invitados con agua fresca y comida, bajando hasta El Volcadero, metiendo los pies en el río, visitando lo que para él eran las diferentes referencias barriales y conociendo sobre su vida, sus miedos, sus experiencias más traumáticas, sus proyectos y deseos, y lo que era el rap para él en ese contexto. Porque él quería mostrarme “cómo vive la gente ahí”, afirmación que fue repetida por un vecino en el recorrido, acompañada de “decile a los de arriba”. A partir de ahí, hizo de portero hacia el resto del grupo, articulando mi participación en vastas circunstancias de sus vidas cotidianas por fuera de la escuela (registro de campo, entrevista a uno de los jóvenes, diciembre de 2018).

Desde ese tiempo, cada uno de los jóvenes del grupo con quienes empecé a compartir se encargó de recordarme que yo podía y debía registrar los momentos con ellos, sobre todo cuando estaban haciendo rap. Si bien varios de los momentos fueron en espacios de interacción cotidiana,11 de muchas de esas ocasiones obtuve registros fotográficos, audiovisuales y grabaciones de voz. Incluso mi diario de campo fue el centro de algunos de los encuentros y llegó a ser intervenido por ellos para construir un mapeo colectivo de los actores institucionales y los grupos de rap del resto de la periferia con los que estaban vinculados, con los que después me pusieron en contacto para continuar la investigación. Así, hacer cosas por los pibes del barrio —luego repetido en otras circunstancias por varios de ellos— fue el modo en que describieron mi aporte en la conformación de una nueva forma de colaborar.

Mientras mis expectativas eran poder ampliar el trabajo de campo para así poder obtener información a partir de la observación participante en el marco de un trabajo de investigación, ellos proponían que mientras hacía eso (o a cambio de eso) colabore con sus búsquedas de visibilidad y audibilidad en espacios a los que les interesaba llegar: el académico y el de las políticas públicas. En el contexto de ese acuerdo, entonces, compartí con ellos todos los registros realizados y planificamos la confección de diferentes materiales comunicacionales. Por un lado, el informe de la tesis, que escribí sola por requerimientos formales, intentando una descripción densa del fenómeno. Por otro lado, con dos de ellos, un informe periodístico para un periódico local en el que intentamos dar cuenta de la escena del rap en la ciudad y de la producción de este grupo en particular. Ambos textos fueron pensados para interlocutores distintos, con lo que cada uno asumió sus particularidades. También fue planificada la realización de un audiovisual que aún no pudo ser llevado a cabo. Así quedaron conformados dos circuitos de colaboración: uno con los actores institucionales de la escuela (con el coordinador de los talleres y, por su intermedio, con la directora y otros docentes) y otro con el grupo de jóvenes.

Ambos, además de brindar nuevos accesos a la información, dieron lugar a la conformación de un campo que no había sido posible de definir de antemano: una red de actores que es imposible circunscribir a un barrio ni a toda la periferia de la ciudad, aunque si tenía anclaje en aquella; que no remitía solamente a prácticas sociales al interior de una escuela, pero tampoco esta le era ajena (por el contrario, ocupaba una centralidad en términos de agencia, aunque no la escuela en general sino un dispositivo extracurricular). Organizado por esos dos grupos con los que comencé una colaboración, se caracterizó por su heterogeneidad. En el caso de los actores institucionales, materializada en diferentes discursos sobre los modos de relacionarse con los y las jóvenes (delineándose dos posturas: una asociada a la perspectiva hegemónica de la juventud como problema y otra organizada en torno a su potencialidad como tales). En el caso del grupo de jóvenes, en distintas afinidades entre ellos y respecto de quién podría ser descrito como líder en relación con la producción musical. De forma similar a la experiencia extensionista previa, el campo se revelaba atravesado por diferentes recursos y posiciones en un juego social (Bourdieu, 2007) y su comprensión era necesaria para la participación.

También, esa heterogeneidad podía leerse en una escala mayor: tanto en aquella experiencia extensionista como en la de investigación; las personas que protagonizaban los trabajos estaban vinculadas con redes territoriales, referentes y áreas gubernamentales, familias, asociaciones gremiales y otros actores que importaban a la hora de abordar las labores. En ambos momentos, fue necesario inteligir aquellos recursos y posiciones para poder conformar los circuitos y nuestros lugares en ellos. Para aquella experiencia de extensión previa había sido particularmente significativa la relación con una red territorial compuesta por instituciones que realizaban intervenciones de distinto tipo: educativas, asistenciales, de salud, recreativas, artísticas, sociales, de organización comunitaria, en los barrios del sudoeste de Santa Fe, a partir de identificarlas como zonas vulnerables a catástrofes hídricas donde la población es urbano–marginal. Las extensionistas, en ese caso, nos habíamos insertado parcialmente en la red como referentes de la escuela, aunque no éramos trabajadoras de la misma. Para la experiencia de investigación, por su parte, fue particularmente significativa la vinculación con funcionarios del CGE y del COPNAF, especialmente cuando se desarticuló la política pública de los CAJ que daba lugar a los recursos y espacios para hacer rap al grupo de jóvenes y hacía de marco a la escuela para que estén adentro/que no estén en la calle. Ahí también asumí tareas que, en palabras de Katzer (2019), podrían ser asimiladas a las de gestión.

Conflicto, colabor y posiciones

Hacer un análisis holístico de la experiencia posibilitó comprender cómo aquellas prácticas culturales hacen al agenciamiento de políticas socioeducativas entre juventudes con precarios vínculos con el sistema educativo y el mercado laboral que posibilitan diferentes inscripciones estatales (en la escuela, el COPNAF, la Casa de la Cultura, el centro cultural municipal, por ejemplo) y, especialmente, la promoción de su producción: transformando aquellas políticas en políticas culturales. A partir de ello, continué el recorrido investigativo profundizando en los procesos de implementación y agenciamiento de esas políticas que, orientadas por imperativos de inclusión socioeducativa, atraviesan las trayectorias vitales de los y las jóvenes de la periferia de Paraná y producen efectos tanto en sus relaciones con el sistema educativo como en la escena cultural local.

Ahora bien, realizar aquel análisis desde el enfoque etnográfico —orientada especialmente a conocer el fenómeno desde los modos en que sus protagonistas lo definen y considerando las diferencias de índole cultural y las relaciones de alteridad de las que son producto— hizo factible una particular inmersión en el campo: aquella que nos llevó a identificar —en conjunto— la desarticulación del CAJ y su posterior cierre como un conflicto. Esto promovió la configuración de una red de colaboración (con referentes institucionales de esa y otras escuelas y jóvenes del oeste y del resto de la periferia) en la que, además de lo mencionado en el apartado anterior, se desarrollaron otras instancias que dieron cuenta de que, como investigadora, me había convertido en parte de ese espacio social que yo delimitaba como campo de la investigación: fui convocada a formar parte de un proyecto al interior de aquella escuela que consistió en el diseño y realización de un juego para abordar problemáticas del territorio, también a articular visitas de estudiantes al instituto de investigación donde trabajo en el marco de un proyecto vocacional escolar y a la producción de un texto para la circulación en el periodismo local sobre la situación de los CAJ en la provincia.

Asimismo, luego de la desarticulación de ese espacio —que antes proveía al grupo de los principales recursos para la producción musical— algunos ellos me pidieron que los acompañara al COPNAF a intentar nuevas articulaciones: “Si vos nos acompañas van a tomarnos enserio. Queremos pedir que nos abran acá en El Patio,12 que abran algo como lo que teníamos en el CAJ. Que podamos estar ahí y capaz pueden comprar una consola o arreglar la de la escuela” decía uno de sus mensajes (registro de campo, conversaciones virtuales, Facebook, febrero de 2020). Si bien no se trató de grandes estrategias de intervención sino más bien de acciones concretas en el contexto de vínculos establecidos que las presuponían, en ese espacio social adquirieron un lugar significativo, ya que aportaron a estrategias colectivas de demanda y proposición específicas.

En este punto también resuena la experiencia de extensión previa, en la que es posible identificar como significativa en la motorización de los proyectos la puesta en común entre extensionistas y los y las jóvenes que participaban de los talleres acerca de qué hacer y para qué, posibilitando aquello que en el ámbito suele ser llamado construir la demanda. Así, habiendo partido del objetivo general de conformar una red de medios entre escuelas periféricas de ambas ciudades, terminamos advirtiendo conformaciones territoriales diferentes y construcciones distintas de situaciones como problemas del barrio/problemas de los jóvenes, y solo a partir de la presencia y permanencia fue posible la identificación de conflictos a abordar y dispositivos para cada uno de los terrenos en los que se desarrollaban los proyectos.

En todas esas interpelaciones cabe identificar la atribución o construcción de una posición de autoridad que otorgó un poder de mediación que no tendrían otros actores del territorio y para lo cual fue útil la producción de conocimiento realizada. Esa posición se había empezado a configurar desde el primer taller al que accedí y la primera vez que fui habilitada a filmar una improvisación de rap en el barrio que, mientras me permitía registrar, fijar determinada circunstancia y hacer del grupo, me hacía un lugar en él. Lejos de pasar desapercibida o ubicarme como una observadora externa, el registrar y el grabar en el contexto del trabajo de campo etnográfico construyeron un lugar y una agencia dentro de ese espacio: como testigo, pero especialmente como posible traductora de una realidad social (a la que tuve acceso no como una nativa, pero sí ocupando funcionalmente el lugar de una [Guber, 2001]):

“Vos que ves cómo son las cosas acá tenes que contarle a los de arriba, y pa’que te crean están todas esas fotos que andas sacando… acá somos gente de bien pero vivimos mal (…) les decís con todas esas palabras que suenan importantes, vas a ver que es distinto, a nosotros no nos escuchan ni nos ven”. (Joven del grupo, registro de campo, día de pesca cerca del Volcadero, noviembre de 2020)

Esa mediación fue posible, en principio, porque la experiencia etnográfica —quedarme y compartir— me permitió conocer el espacio social desde la perspectiva de los actores, recuperando una teoría social vivida (Peirano, 2008). Igualmente, porque contaba con habilidades/recursos —palabras que suenan importantes, por ejemplo— para dar cuenta de lo que ocurría en ese espacio social, en otro espacio: el de la academia, el Estado, los medios de comunicación. Así, fue posible mediar entre lo que Nussbaumer y Cowan Ros (2011) llaman dos universos sociales diferenciados (esto es, un ethos, valores, sistemas de significados, principios de diferenciación y jerarquización, modos de vida, lenguaje, estética, entre otros principios de apreciación y ordenamiento de lo social). En tanto, resta considerar que la traducción implicó cierta transformación a partir de los elementos y códigos de otro universo social, una construcción determinada por un punto de vista particular. Recuperando las palabras de Virginia Unamuno (2020) con relación al uso de la cámara en el trabajo de campo, esta configura escenas. “El uso de la cámara es analítico. Y las posiciones de la cámara están relacionadas con los posicionamientos de quién investiga” (p. 2). Así, mientras una cámara o un grabador de voz performatiza una posición en el campo (Fasano, 2019b) también posibilita una traducción en particular y no otra.

Finalmente, si bien aquella posición de autoridad construida fue útil en aquellas estrategias colectivas, también dificultó un trabajo de coteorización que en un inicio creí factible, esto es, la colaboración en términos de producción conjunta de una abstracción teórica de sus realidades. Frente a distintas propuestas de ejercicios teóricos conjuntos, tanto los jóvenes como las docentes con quienes construí los circuitos de colaboración antepusieron las asimestrías estructutrantes. Expresiones como “esas son cosas tuyas” minaron los intentos de articular tanto reflexiones como preguntas teóricas nuevas. Por otro lado, al encarar productos comunicacionales de distinto tipo (periodísticos, institucionales), quedó en evidencia la necesidad de tiempos largos de la que hablan las especialistas que traíamos a colación para la conformación de un texto común: dificultades en la jerarquización de tal o cual información como en la interpretación de la realidad dieron cuenta de esto.

Consideraciones finales: la etnografía como oportunidad y escenario para la práctica extensionista

En el recorrido comentado, la producción de conocimiento etnográfico se entrelaza con la de prácticas de intervención social, si entendemos por tales aquella que abarca el conjunto de procesos y estrategias que tienen lugar en las políticas sociales, pero también en las múltiples formas de acción colectiva que desarrollan los sujetos para el acceso a derechos y reproducción de su vida cotidiana (Peralta, 2020). El planteo y abordaje etnográficos de las preguntas de investigación requirieron de una experiencia honda en un espacio social. De hecho, fue necesario establecer vínculos estrechos con los actores para poder conocer los límites y conformación de ese espacio y así construir el campo de la investigación: campo organizado por una socialidad entre jóvenes pero también atravesado por flujos y fronteras entre las instituciones sociales y educativas estatales y elmundo de la calle, entre códigos y perspectivas adultocéntricas y de jóvenes, entre prácticas y políticas socioeducativas y culturales, entre implementación de política, agencia y otras. Y el establecimiento de esos vínculos de confianza fue posible gracias al ejercicio de la reflexividad, reconocimiento de la propia de los actores y cierta apertura a entender sus asuntos desde sus perspectivas: identificar el lugar ocupado al acceder al campo a partir de las marcas y sesgos relacionados con una posición social, modificarlo en el encuentro prolongado con esos otros y a partir de la apertura de esos interlocutores frente a alguien que estaba ahí (para cumplir un objetivo propio pero también para participar de sus procesos), determinar nuevas estrategias para el encuentro y la construcción de la información.

El establecimiento de esos esos vínculos, pero sobre todo la inmersión en el espacio social desde el enfoque etnográfico, dinamizaron dos circuitos de colaboración sin los cuales aquellos tampoco podrían haberse consolidado. Es decir, unos fueron condición necesaria para los otros, y viceversa. Esto es así porque, frente al cierre del CAJ, el enfoque posibilitó la construcción conjunta del hecho como un conflicto/problema a resolver y la organización de estrategias para afrontarlo, incluyéndome como una más —en términos funcionales— en las mismas. Así, recuperar el recorrido en estas páginas mostró especialmente cómo un vínculo motivado por un objetivo de investigación, cuando se apoya en un enfoque etnográfico, permite que se transforme en un vínculo de colabor.

Mientras en la construcción del problema y del campo de investigación advertí rastros de una práctica de extensión previa como condición de posibilidad, esta también puede ser un horizonte cuando la práctica de investigación deviene en una de colabor: abriendo la posibilidad de articular socialmente conocimientos y prácticas entre el sistema universitario y actores de ese espacio social.

Ahora bien, atravesar una experiencia reflexiva a través de un período considerable de tiempo se reveló como condición necesaria para comenzar a entender reflexivamente el espacio social en cuestión y luego establecer una colabor que podría promover futuros proyectos de extensión. A su vez, parte del recorrido reconoce como antecedente la elaboración de interrogantes y un punto de vista en la práctica de extensión previa. Por ello, sobreviene preguntarse por la factibilidad de un proceso complejo de investigación–extensión en el marco de los tiempos exiguos que admiten los formatos universitarios. Más aún cuando a la heterogeneidad constitutiva de los grupos con los que se establecen los circuitos de colaboración se agrega la complejidad que encierran los espacios multiactorales (Kessler et al., 2017) entre la universidad, los actores sociales (miembros de organizaciones de la sociedad civil, referentes de las redes territoriales, experiencias del campo popular, entre otros) y el Estado (a través de las políticas públicas y las agencias gubernamentales).

En particular, la etnografía emerge como oportunidad para la extensión en tanto una inmersión tal en la vida social del grupo da lugar a la identificación —colectiva— de conflictos y de posibles aportes significativos a hacerse desde las posiciones sociales que ocupamos a partir de nuestro principal espacio de inserción y recursos: la universidad. También puede ser escenario propicio para la extensión porque, en el contexto de la producción de conocimiento desde esta perspectiva, las diferentes acciones que podemos designar como de intervención no solo son admitidas sino también productivas. Así, tal como sugiere Rappaport (2018), la colaboración no es solo un modo utilizado por razones éticas de etnógrafos progresistas sino además productora de buena etnografía.

Entre los elementos que favorecieron el proceso, recupero especialmente el ejercicio de la reflexividad etnográfica y el privilegio del campo como la clave para comprender los procesos sociales, que disponen a recoger lo inesperado, aquello que no puede deducirse de antemano porque responde a cómo se organiza el espacio social concreto. Conocer el punto de vista del actor, comprender los fenómenos sociales en su propio contexto de interpretación, posibilita la conformación de acuerdos de colaboración que adquieran sentido para quienes los protagonizan, evitando caer desde la universidad con propuestas estandarizadas y ajenas a las circunstancias del lugar, tal como en el contexto de un trabajo extensionista anterior me fue puesto en palabras.

La reflexividad etnográfica permitió igualmente desnaturalizar y considerar las posiciones definidas por las condiciones sociales, institucionales e históricas (posiciones de poder diferenciales) y poner la propia al servicio de aquellas intervenciones. En mi caso, la autoridad científica fue útil para autorizar discursos y acciones de mis interlocutores (para que los tomen en serio, en palabras de uno de ellos): en la sistematización de la historia institucional que luego sirvió para hacer circular en los medios así como en proyectos que buscaban subsidios para sostener actividades, pero también en la participación de las acciones de protesta y en las relaciones entabladas por los jóvenes con el CGE y el COPNAF cuando finalmente se cerró el CAJ (la gestión de espacios de estatalidad, al decir de Katzer [2019]). La etnografía, en este sentido, funcionó como dispositivo de saber poder.

La posibilidad de reconocerme con capacidades para traducir a un universo distinto determinada información y demanda —tener la mirada panorámica al decir de uno de ellos— facilitó cada una de esas acciones. Ahora bien, la misma posición de autoridad reconocida impidió la coteorización en los términos en que proponen las etnografías en colaboración, no solo como coanálisis sino como creación de formas abstractas de pensamiento (Rappapport, 2018). Así, mis interlocutores se volvieron socios políticos a partir del establecimiento de compromisos y definición conjunta de acción, pero no —en este caso— socios epistémicos o coteorizadores. En este punto, próximos trabajos pueden profundizar en la administración de los tiempos en el cruce de lógicas institucionales diferentes en el establecimiento de iguales estatus entre colaboradores.13

En cambio, quedó en evidencia que el registro etnográfico realizado desde determinada inquietud teórica también adquirió otros usos, esto es, como registro para la producción de información en el contexto de un trabajo de intervención. Y esto requirió dejar ingresar aquellas inquietudes y demandas de nuestros interlocutores como guías de aquello que debe ser registrado o incluso interviniendo en los mismos registros. Luego, los registros fueron la base de reflexiones conjuntas e insumos para la elaboración de materiales comunicacionales y acciones.

Con relación a esto, se vuelve indispensable reconocer que los circuitos de colaboración no implican un hacer conjunto armonioso desde intereses comunes, sino que pueden ser diferentes pero articulados. La escritura sistemática de lo observado en un contexto de participación posibilita no solo una sistematización sino también el espacio para redefiniciones y proyecciones. Sin embargo, finalmente, adquiere sentido recordar que se trata de trabajos y propósitos diferentes y que hablar de etnografía —en este trabajo— no implicó remitir meramente a unas técnicas de recuperación de información, sino, especialmente, a un enfoque, un método y un texto que puede ser articulado con una labor distinta —la de extensión— y aportar a ella.

Por último, esta aproximación abre nuevas preguntas respecto de las dimensiones de la extensión universitaria (Menendez, 2011). Mientras el recorrido recuperado da cuenta de diferentes usos del conocimiento científico construido, cabe profundizar en cómo ahondar en una apropiación social del conocimiento que exceda esos momentos y espacios de colaboración construidos y en una comunicación crítica del conocimiento científico que dé lugar a esa apropiación. Asimismo, en cómo aquellas gestiones de estatalidad pueden volverse verdaderas interpelaciones al Estado y sus políticas que modifiquen el statu quo en los territorios en los que la extensión y la investigación tienen lugar.

Referencias

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Briones, C. (2020). La horizontalidad como horizonte de trabajo. De la violencia epistémica a la colabor. En I. Cornejo & M. Rufer Horizontalidad. Hacia una crítica de la metodología (59–92) Buenos Aires/México: Calas–Clacso.

Gandulfo, C., Unamuno, V. (2020). Nota metodológica: ¿A que llamamos investigación en colaboración en este libro? En Hablar lenguas indígenas hoy: Nuevos usos, nuevas formas de transmisión. Experiencias colaborativas en Corrientes, Chaco y Santiago del Estero. Biblos.

Guber, R. (2001). El salvaje metropolitano.

Guber, R. (2018). Volando rasantes… etnográficamente hablando. Cuando la reflexividad de los sujetos sociales irrumpe en la reflexividad metodológica y narrativa del investigador. En VV. AA. Condenados a la reflexividad. Apuntes para repensar el proceso de investigación social. CLACSO.

Guber, R. (2021). El trabajo de campo ahora. Museo de Antropología. https://museoantropologia.unc.edu.ar/2021/07/el-trabajo-de-campo-ahora/

Fasano, P. (2019a). Tras la vitalidad de lo social. El uso de la etnografía en los procesos de extensión universitaria, una estrategia para la integralidad de funciones. +E: Revista de Extensión Universitaria, 9(10), 3–16. https://doi.org/10.14409/extension.v9i10.Ene-Jun.8286

Fasano, P. (2019b). Trabajo de campo etnográfico: cuando la metodología socorre a la ética. Publicar, 17(27).

Katzer, L. (2019). La etnografía como modo de producción de saber colaborativo. Reflexiones epistemológicas y metodológicas. En Katzer, L. y Chiavazza, H. Perspectivas etnográficas contemporáneas en Argentina. Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad Nacional de Cuyo.

Kessler, M. E., Angeloni, M. E., Marzioni, S. C. y Lozeco, J. C. (2017). La intervención social desde la extensión universitaria: un modelo en construcción. +E: Revista de Extensión Universitaria, 7(7), 164–175. https://doi.org/10.14409/extension.v0i7.7061

Peirano, M. (2008). Etnografia, ou a teoria vivida. Ponto Urbe. Revista do núcleo de antropologia urbana da USP, 2.

Peralta, M. I. (2020). La intervención social como categoría teórica y campo de conocimiento de las Ciencias Sociales. Una mirada desde la acumulación del Trabajo Social. Escenarios, (31).

Quiroz, J. (2014). Etnografiar mundos vívidos. Desafíos de trabajo de campo, escritura y enseñanza en antropología. Publicar, 12(17).

Rappaport, J. (2018). Más allá de la observación participante: la etnografía colaborativa como innovación teórica”. En Prácticas otras de conocimiento(s): Entre crisis, entre guerras. Tomo I. (pp. 323–352).

Rappaport, J. CLACSO TV. (2017). Panel: La ciencia, el saber y la colonialidad de poder en Lima, Perú. Mayo 2017. [Video]. YouTube. https://www.youtube.com/watch?app=desktop&v=YM_JuhL3CsI

Semán, P. (2009). Entrevista a. Aliano, N., Boix, O., Castilla, M., López, M., Stefoni, A., & Lascano, N. W. Descentrar la mirada las culturas populares: En el latir entre la autonomía y la hegemonía. Entrevista. Question/Cuestión, 1(24).

Unamuno, V. (2020). La co–visualización de registros audiovisuales como instancia de construcción de conocimiento sobre la educación bilingüe en el Chaco. IX Jornadas de etnografía y métodos cualitativos – CAS/IDES.

Notas

1) Como la descripción del sentido común (Geertz, 1973) de la vida cotidiana de una cultura (Clifford y Marcus, 1986), como una concepción y práctica de conocimiento que busca comprender los fenómenos sociales desde la perspectiva de los actores, de sus marcos compartidos de referencia (Guber, 1991).
2) En el marco de un plan de investigación en el Instituto de Estudios Sociales (INES), UNER–CONICET.
3) Utilizo cursivas para presentar categorías teóricas y nativas importantes de este estudio, para palabras en otros idiomas, tropos y otros términos que precisamos enfatizar. El uso de las comillas estará reservado para incluir en nuestro texto otras voces de modo directo: citas teóricas y de los sujetos del trabajo de campo. Estas últimas son posibles gracias al uso de grabador de voz y, en algunos casos, se trata de conversaciones por escrito en redes sociales virtuales.
4) En general, en diálogo con las teorizaciones de los clásicos estudios culturales que, promediando el siglo XX, encontraron en actividades de estilización (jóvenes punks, darkers, góticos, skaters, entre otros) distintos modos en que grupos de jóvenes de las clases subalternas hacían frente a las contradicciones no resueltas en la cultura parental, ejecutando formas de resistencia ritual frente a los sistemas de control cultural impuestos por los grupos en el poder (Hall et al., 2014).
5) Del Programa de Extensión Educativa–Centros de Actividades Juveniles de la Dirección Nacional de Políticas Socioeducativas (2009–2016).
6) Proyectos dirigidos por la Lic. Karina Arach.
7) Que constituyen un cierto tipo de mundo (al decir de Eloísa Martín [2008]), una forma de ser y experienciar el mundo utilizando, de una manera creativa, los materiales disponibles en su contexto (comprensivo no solo de estructuras sino también y especialmente de significaciones y narrativas).
8) Modo local de referir a niños, niñas y jóvenes
9) Principalmente de YouTube, pero que implicaba el compartir teléfonos para hacerlo y crackear contraseñas de Wifi.
10) En fútbol, pero también en otros espacios de sociabilidad, bancar los trapos es estar siempre con el equipo, incluso cuando se le esgrimen ofensas o reprimendas.
11) Pasar la tarde sentados contra aquel tapial del club del barrio, sobre el cantero de una casa abandonada en una esquina, charlando, fumando y, en la mayoría de las ocasiones, rapeando.
12) El Patio es el nombre de uno de los Servicios de Protección de Derechos del Consejo Provincial del Niño, el Adolescente y la Familia.
13) Sin embargo, también es preciso recordar que no es objetivo per se de la etnografía en los términos en que la definimos antes construir el texto etnográfico en conjunto con sus protagonistas: de hecho, en la cuestión de la autoría se juegan aspectos como los mencionados anteriormente.

Información adicional

Contribución del autor/a (CRediT): Conceptualización: Marioni, L. Investigación: Marioni, L. Metodología: Marioni, L. Redacción – borrador original: Marioni, L. Redacción – revisión y edición: Marioni, L.

Biografía del autor/a: Lucía Marioni: Doctora en Ciencias Sociales (Universidad Nacional de Entre Ríos —UNER—) y Licenciada en Comunicación Social (UNER). Investigadora asistente de CONICET en el Instituto de Estudios Sociales de CONICET–UNER. Docente en la Universidad Nacional del Litoral (UNL) en grado y posgrado en dos espacios curriculares relativos al diseño de proyectos de investigación, y en la UNER en posgrado (Procesos culturales latinoamericanos). Cuenta con trayectoria en extensión universitaria en el Área de Comunicación Comunitaria de la Facultad de Ciencias de la Educación (FCEdu–UNER), y en comunicación de la ciencia junto con el Grupo Interdisciplinario de Estudios de Género y Feminismos (GIGEF) de la UNL.

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