Revista +E 8, (9): Investigación y extensión universitaria / Perspectivas


 

La extensión–comunicación universitaria disputando el lugar de la investigación como fuente de conocimiento. Un recorrido histórico hasta los enfoques actuales

 

Natalia Soledad Stein

natalia.stein@economicas.uba.ar

Universidad de Buenos Aires, Argentina.

 

Recepción: 29/06/18

Aceptación final: 05/11/18

 

Resumen

Este trabajo se propone echar luz sobre aquellas concepciones de la extensión universitaria que la proponen como un proceso de producción de conocimiento y ya no solo en la medida en que dialogue con la función de investigación. Para arribar a estas consideraciones, se presenta, en primer lugar, una revisión histórica de los diferentes enfoques con que se concibe a la extensión: aquellos que ponen el foco en la misión social de la universidad abarcan desde perspectivas más tradicionalistas, que la entienden en términos de intervención o proyección social, hasta otras más novedosas y críticas, como la del compromiso social universitario. Por otra parte, existen aproximaciones que buscan poner de relieve el diálogo de saberes que caracteriza a la extensión y se centran en la posibilidad de producir conocimiento socialmente acordado. De esta manera, mientras hay quienes proponen una mayor articulación entre ambos estamentos —investigación y extensión—, existe también una línea que propone borrar los límites que los separan. Así arribamos a la noción de “coproducción”, que en nuestras universidades resulta una práctica instituyente, lo que nos invita a reflexionar sobre la escasa continuidad de aquellos abordajes que se inscriben en la ya conocida Investigación–Acción Participativa (IAP).

Palabras clave: extensión universitaria, producción de conocimiento, coproducción.

 

The extension-university communication disputing the place of research as a source of knowledge. A historical journey to the current approaches

 

Abstract

This work aims to shed light on those conceptions of university extension that propose it as a process of knowledge production and not only to the extent that it dialogues with the research function. To arrive at these considerations, we present, in the first place, a historical review of the different approaches with which extension is conceived: from those that place the focus on the social mission of the university, from more traditionalist perspectives, that understand it in terms of intervention or social projection, to other more novel and critical, such as the university social commitment. On the other hand, there are approaches that seek to highlight the dialogue of knowledge that characterizes extension and focus on the possibility of producing socially agreed knowledge. In this way, while there are those who propose a greater articulation between both estates -research and extension-, there is also a line that proposes to erase the limits that separate them. Thus we arrive at the notion of "coproduction", which in our universities is an instituting practice, which invites us to reflect on the scarce continuity of those approaches that are part of the well-known Participatory Action Research (IAP).

Keywords: university extension, knowledge production, co-production.

 

A comunicação extensão–universidade disputando o lugar da pesquisa como fonte de conhecimento. Uma revisão histórica até as abordagens atuais

 

Resumo

Este trabalho tem como objetivo lançar luz sobre essas concepções de extensão universitária que se propõem como um processo de produção de conhecimento, e não apenas na medida em que dialoga com a função de pesquisa. Para chegar a estas considerações é apresentado antes de uma revisão histórica das diferentes abordagens com as quais a extensão é concebida: quando você coloca o foco sobre a missão social da universidade, por exemplo, aparecem de perspectivas mais tradicionais compreendê-lo em termos de intervenção ou projeção social, a outras mais novas e críticas, como o compromisso social da universidade. Por outro lado, existem abordagens que buscam destacar o diálogo de conhecimento que caracteriza a extensão, e enfocam a possibilidade de produzir conhecimentos socialmente concordados. Assim, enquanto alguns chamam de uma maior coordenação entre as duas classes –Pesquisa e Extensão–, há também uma linha que propõe apagar as fronteiras que os separam. Assim, chegamos à noção de “coprodução”, que em nossas universidades é uma prática instituidora, que nos convida a refletir sobre a continuidade limitada dessas abordagens que fazem parte do bem conhecido “pesquisa-ação participativa”.

Palavras chave: extensão universitária, produção de conhecimento, coprodução.

 

Para citación de este artículo: Stein, N.S. (2018). La extensión–comunicación universitaria disputando el lugar de la investigación como fuente de conocimiento. Un recorrido histórico hasta los enfoques actuales.+E: Revista de Extensión Universitaria, 8(9),14-37. doi: 10.14409/extension.v8i9.Jul-Dic.7866.


 

 

Introducción

Al proponerse indagar en las vinculaciones entre extensión e investigación universitarias, surge la inevitable reflexión acerca del sentido con que se concibe a la primera. Cuando se pone el foco en la misión social de la universidad, aparecen desde perspectivas más tradicionalistas, que la entienden en términos de intervención o proyección social, hasta otras más novedosas y críticas como la del compromiso social universitario, en aparente tensión con la de responsabilidad social. Sin embargo, existen otras aproximaciones que buscan poner de relieve el diálogo de saberes que caracteriza a la extensión y se centran en la posibilidad de producir conocimiento socialmente acordado. De esta manera, mientras hay quienes proponen una mayor articulación entre ambos estamentos —investigación y extensión—, existe también una línea que propone borrar los límites que los separan.

Este trabajo pretende recopilar estas diferentes aproximaciones y, al mismo tiempo, busca situar al concepto de extensión universitaria, así como la función institucional que la lleva adelante, en el contexto general de modelo de universidad imperante. A tal fin, se presenta una revisión sobre el desarrollo histórico de la extensión universitaria en Argentina.

Se indaga en la tensión existente entre el enfoque tradicional —en términos de intervención unidireccional— y las nociones más novedosas de comunicación o de coproducción del conocimiento, entendidas como la horizontalización de las relaciones en el proceso de generación e intercambio de saberes. Si bien este último enfoque se refiere a una mirada más amplia y que trasciende al sistema educativo, es fundamental el rol de la universidad en el abordaje del problema, puesto que se trata de la institución en la que tradicionalmente se crea y desde donde se distribuye el conocimiento.

Adicionalmente, se describe cómo los modos tradicionales de comprender la posible o necesaria vinculación con la investigación son puestos en discusión al reconocer a la extensión como aquella función que puede interpelar y reinterpretar los circuitos de producción y distribución de saberes.

En la concepción de extensión que nos interesa, se cuestiona el lugar de la universidad como única generadora del conocimiento y se la ubica dentro de un proceso dinámico donde la sociedad toda es fuente de saber e interlocutor válido, interpelando así al conocimiento científico y poniéndolo en diálogo con los saberes locales, en una imbricación y aprendizaje mutuos que enriquecen tanto a las ciencias como a las comunidades (Rodríguez, 2002).

Este debate acerca de la producción de conocimiento no es nuevo, aunque cobra mayor importancia en los últimos 15 años —una vez atravesado el auge de las políticas neoliberales de los ‘90—, lo que provoca cierta resignificación de las subjetividades académicas e instala en todo el ámbito académico una revalorización de la extensión.

 

El devenir de la extensión universitaria en el mundo y en Argentina

A riesgo de reiterar los intentos de historización presentes en numerosos artículos, a continuación se pretende describir el origen y recorrido del concepto de extensión, así como de la función específica dentro de las instituciones de enseñanza superior, pero poniendo esta vez el foco en la tensión entre los diversos enfoques y en los intentos de resignificación. De esta manera, podremos aproximarnos a las diferentes concepciones que determinaron y condicionaron las acciones implementadas en distintas épocas, instituciones, etc., y que servirán de sustento teórico para las actuales.

Si bien la Universidad de Berlín ya había iniciado hacia 1810 el camino de vinculación con la sociedad, específicamente con la industria, este vínculo se abordaba fundamentalmente desde la investigación. Podríamos citar como uno de los más tempranos antecedentes al caso de Inglaterra, donde aproximadamente en 1870 surgió la extensión universitaria como una manera de “extender” al pueblo trabajador el saber que se generaba en la universidad. A través de la Cámara de los Lores, los trabajadores pedían a la universidad que los nutriera de otro tipo de conocimientos, más acordes con las capacidades y habilidades que requería el avance industrial. Fue así que el profesor James Stuart, de la Universidad de Cambridge, creó los primeros cursos para cumplir con este requerimiento, lo que dio nacimiento a la “University Extension”, como fue denominada (Herrera Albrieu, 2011).

James Stuart, licenciado en Matemáticas en el Trinity College y primer profesor de Ingeniería en Cambridge, nombrado en 1875, fue un gran reformador. Jugó un papel principal en la implementación de conferencias interuniversitarias en Cambridge y fue un arduo defensor del acercamiento de las mujeres y las clases trabajadoras a la educación superior. Con ese fin estableció un sistema de clases universitarias fuera de los “muros áulicos”, lo que condujo directamente a la creación de los actuales cursos de extensión universitaria (Universidad de Cambridge, 2000).

En la Universidad de Oxford, el reverendo Arthur Johnson inició el programa de Lecturas de Extensión, que consistió inicialmente de la lectura comentada de La Historia de Inglaterra en el Siglo XVII y tenía lugar en la King Edward VI School, en Birmingham. Johnson, junto con otros académicos reformistas que impulsaban la conversión liberal de Oxford y Cambridge, formó parte del llamado movimiento extensionista, que pronto alcanzó dimensiones notables. La propuesta consistía en ofrecer lecciones al público interesado, desde la simple lectura de textos hasta la enseñanza de temas y asignaturas comprendidas en el curriculum de ambas universidades. Se trataba de cursos nocturnos o en períodos de verano, cuando los académicos se encontraban en receso por vacaciones (Rodríguez Gómez, 2003).

Esta forma innovadora de transmisión del conocimiento se propagó rápidamente por Gran Bretaña y fue posteriormente adoptada por varias universidades e instituciones europeas, no sin ciertas adecuaciones que las ajustaran a sus propias realidades. Hacia fines del siglo XIX, las universidades norteamericanas profundizaron su desarrollo, en espeial a través de iniciativas tendientes a articular la enseñanza en los sectores agrarios (Herrera Albrieu, 2011).

También encontramos el ejemplo de las universidades populares francesas, que aparecieron como respuesta a la crisis que sufría la educación y la universidad del siglo XIX. Su consolidación se enmarcó en un contexto de surgimiento de movimientos sociales, políticos y educativos, que consideraban imprescindible la alfabetización, la formación y el acercamiento a la cultura y la ciencia por parte del pueblo, específicamente los sectores menos formados como las poblaciones rurales, el incipiente proletariado y otros sectores marginados (Palacios Morini, 1908).

Aproximándonos ahora a lo que ocurría en América Latina, particularmente en Argentina, en 1905 Joaquín V. González creaba la Universidad Nacional de La Plata (UNLP), incorporaba la extensión al estatuto con la misma jerarquía que la investigación y la docencia y le concedía así legalidad, institucionalidad y permanencia.

Otro personaje digno de mención es Rafael Altamira, graduado en Derecho en la Universidad de Valencia y doctorado en la Universidad de Madrid, quien emprendió en 1909 un viaje por Latinoamérica con el objetivo de difundir las prácticas extensionistas que llevaba adelante en la Universidad de Oviedo, así como de promover una nueva metodología de enseñanza basada en los conocimientos populares. Era un arduo defensor de la enseñanza libre y de una nueva pedagogía y planteaba la necesidad de integración de la sociedad con la universidad, con las actividades extensionistas como principal canal de contacto (Castro, 2011).

Una de las razones por las que Altamira eligió este destino fue la gran preocupación de las autoridades universitarias de aquella época por la divulgación científica y cultural, que sin embargo poco interés despertaba en la sociedad vernácula. Hasta ese momento era solo la comunidad académica la que gozaba de la circulación de información y conocimiento. Altamira decidió entonces desarrollar la mayor parte de su obra en el territorio argentino, despertando así el germen de la extensión universitaria en todo el continente, para terminar siendo uno de los académicos más citados por los reformistas de 1918 al proclamar la extensión como uno sus pilares (Castro, 2011). Fue este movimiento, con epicentro en la Universidad Nacional de Córdoba, el que terminó de difundir a la extensión por toda América Latina. En la Reforma se postulaba el desarrollo de la función social y la difusión cultural como actividades propias de las universidades latinoamericanas.

No casualmente fue la UNLP una de las más abiertas a la sociedad a principios de siglo, la principal sede de las actividades del profesor Altamira. Joaquín V. González apostaba de este modo a un fluido intercambio con la Universidad de Oviedo, con el objetivo de consolidar la función de extensión, que comenzaba a ponerse en marcha con jornadas a puertas abiertas los días sábados, destinadas al dictado de cursos de alfabetización en español para inmigrantes (Castro, 2011).

Fueron los estudiantes de la UNLP quienes proclamaron en 1920, en las Primeras Jornadas Estudiantiles de Extensión Universitaria en Montevideo:

“Basta de profesionales sin sentido moral, basta de pseudos aristócratas del pensamiento, basta de mercaderes diplomados; la ciencia para todos, la belleza para todos; la Universidad del mañana será sin puertas, sin paredes, abierta como el espacio: GRANDE”. (Federación Universitaria de La Plata, 1920:1)

 

En 1922, el decano de la Facultad de Ciencias Jurídicas y Sociales de la UNLP, doctor Alfredo Palacios, viajó por Uruguay, Brasil, México, Panamá, Perú y Bolivia, para concientizar sobre la importancia de la extensión. Al mismo tiempo, surgían en toda la región iniciativas preocupadas por ligar los movimientos estudiantiles a las luchas de los sectores trabajadores, creándose “universidades populares” que tomaban el nombre de sus antecesoras europeas. Se destacan los casos de México, Perú y Uruguay (Cano Menoni, 2014), mientras que, en Cuba, Julio Mella fundaba casi simultáneamente la Federación Estudiantil Universitaria y la Universidad Popular José Martí.

En 1930, Ortega y Gasset señaló que la universidad necesita “contacto con la existencia pública”, y que “tiene que estar también abierta a la plena actualidad; más aún: tiene que estar en medio de ella, sumergida en ella”; resumiendo que “la vida pública necesita urgentemente la intervención en ella de la universidad como tal” (1930:268).

De acuerdo con el repaso histórico que realiza Jorge Castro, la extensión desapareció de las discusiones universitarias en Argentina durante la década infame, para ser retomada recién a principios de 1943, cuando se creó el Instituto Iberoamericano de la Universidad en el ámbito de la UNLP. Esta iniciativa fue nuevamente interrumpida debido a la intervención por parte del gobierno de facto a fines de 1943 (Castro, 2011).

El período del gobierno peronista 1946–1955 puede ser considerado especial, ya que, si bien cuesta encontrar registro de la concepción de extensión, durante el mismo tuvo lugar el fenómeno de la masificación estudiantil, la eliminación del arancel universitario y del examen de ingreso, la implementación de becas y del boleto estudiantil, entre otros (al mismo tiempo que el movimiento estudiantil sostenía una fuerte oposición centrada en el tipo de intervención que dio lugar a un proceso por algunos denominado “peronización de la universidad”). La creación de la Universidad Obrera facilitó el acceso al conocimiento a vastos sectores de la sociedad que hasta entonces no habían sido incluidos (Pérez de Bianchi, 2010). Las familias y las madres, los obreros y los docentes se instalaron como sujetos destinatarios de las acciones de capacitación y formación, mientras que las acciones culturales y artísticas eran llevadas a otro tipo de sedes no universitarias, tales como sindicatos, cooperativas y mutuales (Peralta, 2012).

Ya Ortega y Gasset había declarado que, ante una situación en la que solo las clases acomodadas accedían a la educación superior, era cuestión del Estado “la tarea de hacer accesible la universidad al obrero” (1930:258). Se refería a la necesidad de “universalizar la universidad” y, hasta tanto eso no ocurriera, los intentos entre los que incluía a la extensión universitaria fracasarían.

En el ámbito de la Universidad Nacional de Buenos Aires (UBA), se creó en 1956 el Departamento de Extensión Universitaria. Refiriéndose a su apertura, el sociólogo y creador de las carreras de Sociología, Psicología y Ciencias de la Educación en dicha institución, Gino Germani, aseguró que su creación lograba finalmente satisfacer “una vaga expresión de anhelos, cuyo lema corriente: “la universidad para el pueblo”, carecía, sin embargo, de una concepción práctica, integral y concreta” (Pérez, Lakonich, Cecchi y Rotstein, 2009:54). Desde este departamento se crearon Eudeba y el Programa de Orientación Vocacional (Pérez de Bianchi, 2010), pero como experiencia destacada en esa época se cuenta la puesta en marcha de un programa comunitario interdisciplinar en la localidad de Avellaneda, que fue una de las primeras propuestas de extensión integradas y que involucró a todos/as los/as participantes. Según Pérez de Bianchi, el “Centro de Desarrollo Integral” en la Isla Maciel convirtió de esta manera al área de Extensión de la UBA en pionera en los intentos de articular la extensión con la docencia y la investigación, promoviendo el trabajo interdisciplinario y convocando a cátedras, docentes y estudiantes de diversas unidades académicas, a realizar actividades que abordaran los problemas de los sectores sociales marginados. Se ha señalado que dicha experiencia “ocupa un lugar de privilegio tanto en las memorias de sus participantes como en algunos registros documentales recuperados” (Diamant y Urrutia, 2013:5).

En los relatos sobre este programa, que duró una década, Diamant y Urrutia dan cuenta de un temprano reconocimiento acerca de la tensión que se presentaba entre los modos tradicionales de mediación con la comunidad, y la necesidad de implementar métodos participativos, más novedosos, que garantizaran el “respeto por la singularidad y por los modos de expresión de los distintos sectores de la población” (2013:9). Esta atención puesta en construir colectivamente con la comunidad demandante hace que la experiencia se vuelva posiblemente un hito en la incidencia y retroalimentación que las actividades de extensión pueden sostener con la función de investigación, tal como describen la autora y el autor citados:

“se confrontaban modelos teóricos y de acción profesional, se sustituían paradigmas de interpretación y de tecnologías sociales y profesionales, al tiempo que se desarrollaban consideraciones sobre las ciencias sociales que encontraban enclaves en las carreras recientemente creadas (Psicología, Sociología, Economía, Salud Pública) y en la reformulación de algunas de las preexistentes (Ciencias de la educación en reemplazo de Pedagogía) con la mirada puesta en la aceptación del otro en su singularidad; en su concepción como sujeto de derecho, promoviendo la igualdad de derechos y de oportunidades, aspectos considerados por los participantes de los programas como esenciales y estructurantes del trabajo realizado desde extensión”. (Diamant y Urrutia:9)

 

Se pretendía así integrar la experiencia en el territorio con la productividad de las cátedras y los equipos de investigación (Busilovsky, 2000; citada en Diamant y Urrutia, 2013), lo que es ilustrado en las propias memorias del Departamento de Extensión Universitaria en 1963: “Estos objetivos proporcionaron a estudiantes y graduados de la Carrera de Psicología y también a los de Ciencias de la Educación y Sociología, un campo de investigación teórica y metodológica y una oportunidad para llevar adelante prácticas sociales” (Diamant y Urrutia:13).

Hacia 1960 se abría en América Latina el debate sobre el concepto de extensión, especialmente presente en estudios sobre la problemática de la comunicación entre el técnico y el campesino. La mayor parte de los trabajos de extensión en las décadas de 1960 y 1970 en Argentina, Brasil y Uruguay, se ubicaban en ámbitos rurales y apuntaban al desarrollo agropecuario, en consonancia con el modelo norteamericano de “extensión rural”. Es en ese contexto que, en oposición a estos enfoques desarrollistas, se instalaba en la década de 1970 la impronta latinoamericanista y liberacionista en los debates y en la currícula explícita y oculta (Peralta, 2012).

Y aquí traemos a consideración las ideas de Paulo Freire, que atravesarán todo nuestro abordaje sobre la construcción del conocimiento, así como el de tantos/as autores/as y académicos/as. El reconocido pedagogo brasileño publicó en 1969 su obra ¿Extensión o comunicación?, donde se aproximaba semánticamente al concepto de extensión y sus implicaciones, considerándola en términos de invasión y transformación cultural, como un evento unidireccional. Proponía, en cambio, una noción de “comunicación” y la vinculaba a los distintos aspectos de la educación, lo que resultaba innovador teniendo en cuenta los estudios realizados hasta entonces, donde no se alcanzaba a visualizar un ida y vuelta entre la universidad y la sociedad, ni la consecuente construcción de conocimiento con acuerdo social (Castro, 2011).

Estas ideas comenzaron a plasmarse, de acuerdo con lo expuesto por Herrera Albrieu (2011), en sucesivas conferencias sobre extensión impulsadas por la Unión de Universidades de América Latina, hasta que en la Segunda Conferencia Latinoamericana de Extensión celebrada en México en 1972 se cuestionó el sentido asistencialista de la extensión y la falta de participación de la comunidad, teniendo en cuenta que a ella estaban direccionadas las acciones. Surgió entonces el concepto de extensión como función interactiva.

Esta mirada se contrapuso a la que comenzaba a desarrollarse en varios países europeos y en Estados Unidos a partir de 1972, que entendía a la extensión como “servicio” a la comunidad. Dicha perspectiva está presente en los enfoques de muchas instituciones en la actualidad.

En nuestro recorrido cronológico nos encontramos ahora con la interrupción de los gobiernos democráticos en la mayoría de los países latinoamericanos, lo que impactó directamente en el ámbito universitario al punto de convertirse la extensión en una idea “casi prohibida”, al decir de Castro (2011:19), dedicándose meramente a mantener un canal informativo entre la universidad y la sociedad y difundiendo solo aquello que los gobiernos militares permitían.

Durante la dictadura, las políticas del gobierno hacia la universidad afectaron severamente su rol en la vida científica y cultural, retirándose la misma progresivamente de los procesos de creación de conocimientos científicos, tecnológicos y culturales (Buchbinder y Marquina, 2008). Si bien este proceso se centró en la función de investigación, ese mismo impacto, e incluso uno mayor, fue sufrido por la extensión. Esto se explica en parte por estar esta última asociada al trabajo comunitario, el compromiso político y la militancia en los barrios. La intervención en la universidad en esos años se ensañó especialmente con las ciencias sociales. Dado que estas disciplinas estaban cruzadas con el compromiso político de muchos de sus cultores, la dictadura persiguió especialmente a sus exponentes más calificados, política e ideológicamente, asestando un profundo golpe a su desarrollo. Se cerraron carreras vinculadas a estas disciplinas y se restringió la circulación de sus revistas y publicaciones.

Durante casi una década cesaron las actividades de proyección social, perdiéndose así la cultura de la extensión entre la comunidad universitaria: el profesorado no la promovía y el alumnado desconocía su existencia.

La recuperación de la democracia trajo un incipiente regreso del debate sobre el rol que debía cumplir esta función, junto a una fuerte presencia de universitarios/as en los barrios y la proliferación de espacios de discusión sobre modelos de universidad y proyecto de país. La universidad acompañaba en estos primeros años del gobierno democrático, la expectativa y optimismo generales que confiaban en la democracia como sistema de gobierno capaz de resolver los problemas de la sociedad.

En la agenda del nuevo gobierno, la democratización de la universidad pública fue prioritaria. En esta época se concibió al Consejo Interuniversitario Nacional (CIN), creado en 1985, como un ámbito de discusión y coordinación de políticas educativas y científicas nacionales. Se retomó el modelo reformista, según la tradición iniciada en 1918, con los principios de autonomía, gobierno democrático a través de los tres claustros, pluralismo ideológico y apertura del sistema a nuevos sectores sociales (Buchbinder y Marquina, 2008). El desafío era actualizar la universidad, vincularla en sus funciones de docencia e investigación, y reforzar su rol social.

Sin embargo, la recuperación de la función de extensión quedó trunca, pues el auge del discurso neoliberal la relegó nuevamente a un segundo plano. En la década de 1990, que presenció incluso la discusión sobre el carácter de la educación superior como un derecho o un servicio, los dos pilares de la educación universitaria fueron la docencia y la investigación.

Como indica Peralta (2012), el ahogo presupuestario que sufrieron las universidades nacionales instaló la pregunta sobre la legitimidad de la venta de servicios como estrategia de generación de recursos propios. Se crearon centros de transferencia tecnológica, de asesoramiento o de servicios. El gobierno centraba las discusiones en el financiamiento universitario, recomendando a las instituciones que buscaran fuentes de obtención de recursos complementarias, lo que reforzaba un enfoque de la extensión vista sólo como transferencia. Dentro de esas otras vías de obtención de recursos, se fomentó la venta de servicios a terceros y las consultorías a empresas privadas y al Estado. La vinculación con la investigación quedaba entonces definida por este nuevo rol trastocado de la extensión como articuladora de la “comercialización” del conocimiento producido.

En este período se creó la Secretaría de Políticas Universitarias (SPU), que puso en funcionamiento regulaciones concretas, materializadas luego en el proyecto de ley de Educación Superior enviado por el Poder Ejecutivo al Congreso de la Nación (Buchbinder y Marquina, 2008).

A pesar del contexto generalizado de ajuste y viraje de las lógicas académicas a las lógicas de mercado, podemos encontrar a lo largo de la década algunas iniciativas en relación con la extensión. Desde 1992 el CIN se abocó al tratamiento de la temática, poniendo en funcionamiento la Comisión de Extensión en el seno de su Comité Ejecutivo. Con el objeto de garantizar el desarrollo de las actividades de extensión, dicha Comisión recomendaba a las Universidades Nacionales la promoción e implementación de instrumentos institucionales y reglamentaciones específicas. En 1995 solicitó al Ministerio de Cultura y Educación que incorporara la finalidad de “Extensión Universitaria” en el proyecto de presupuesto del año siguiente (CIN, 2009).

En el Acuerdo Plenario 251/97 se redefinió el concepto de extensión, como “un proceso de comunicación entre la universidad y la sociedad, basado en el conocimiento científico, tecnológico, cultural, artístico, humanístico, acumulado en la institución y en su capacidad de formación educativa, con plena conciencia de su función social”, y si bien empleaba el término de comunicación sugerido por Freire, seguía enfocándose en el conocimiento generado intra muros. Esto se ve también reflejado en las siguientes sentencias del mismo Acuerdo Plenario: “comunicación con la sociedad, en la que la universidad se posiciona, habla, construye relaciones y representaciones, ubica y se ubica frente a los distintos sectores de la sociedad con los que interactúa”; y “acordamos suponer que la extensión implica una comunicación que transmite, en última instancia, saberes y valores a la sociedad”.

Con el estallido de la crisis de 2001 la extensión se revalorizó como herramienta del sistema universitario para ayudar a combatir la exclusión y la vulnerabilidad social. En el marco del gobierno de Kirchner, que desde 2003 “hizo explícita su voluntad de revertir los efectos de la reforma educativa de los años 90, dando impulso a una serie de normas en línea con un nuevo modelo de país” (Buchbinder y Marquina, 2008:76), se dio una clara muestra de esta revalorización de la extensión, desde el reconocimiento institucional, con la creación de la Red Nacional de Extensión Universitaria (REXUNI), a través del Acuerdo Plenario 681/08 del CIN.

Junto a la creación de la REXUNI, que constituyó un espacio federal de encuentro para el trabajo asociativo de cooperación (Flaquer, 2011), se firmó el Acuerdo Plenario 682/08, que promovía la jerarquización de la Extensión Universitaria a través de medidas como: a) Hacer efectiva su ponderación en los concursos docentes y en las evaluaciones de permanencia; b) Incluir la dedicación a la extensión en las cargas horarias de los docentes, mediante la presentación de proyectos específicos; c) Procurar la formación docente–estudiantil en actividades de extensión; d) Propiciar las prácticas de extensión en los procesos de enseñanza y aprendizaje, mediante la inserción curricular (por asignación de créditos, organización de asignaturas optativas, inclusión en las prácticas de formación, en la elaboración de tesis, etc.) (CIN, 2008b).

Se sucedieron el Acuerdo Plenario 711/09, que aprobó los “Lineamientos para un Programa de Fortalecimiento de la Extensión Universitaria en las Universidades Públicas Argentinas”; el 734/10, que proponía programas de capacitación en formulación y evaluación de proyectos de extensión, y la aprobación en el 811/12 de un Plan Estratégico.

En lo que respecta al reconocimiento estatal, la extensión universitaria tiene su propio tratamiento a través de algunos artículos de la Ley de Educación Superior 24.521, mientras que la SPU tuvo entre sus objetivos, desde su creación, al desarrollo de la extensión. De acuerdo a Herrera Albrieu (2011), los enfoques para este desarrollo han sido sectorizados hasta 2001, volviéndose luego más integrales.

En oportunidad de hacer la REXUNI un relevamiento, convocando a los/as secretarios/as de extensión de todo el país a fin de consultarles sobre la situación, la respuesta fue generalizada: la extensión era una función subsidiaria, asistencialista, desjerarquizada y desfinanciada. Otro hecho que visibilizó la convocatoria fue el de que, aunque casi todas las instituciones universitarias consideraban a la extensión como una función sustantiva, cada una tenía su propio concepto de extensión. Existía a su vez una escasa cultura asociativa entre instituciones universitarias para el tratamiento de temas comunes, tanto a nivel general como regional.

Cabe señalar que las condiciones arriba mencionadas son, por otra parte, aquellos aspectos considerados por Castro (2008, citado en Molina, 2009) como los principales obstáculos para la vinculación real de la extensión, la investigación y la docencia, sumándole además el desconocimiento de las tareas que se realizan en extensión por parte de las autoridades educativas y funcionarios estatales, y la falta de difusión.

A fin de promover la calidad y la pertinencia de la extensión, la SPU comenzó a impulsar convocatorias de proyectos con procesos de evaluación propios: la de 2003 tuvo el propósito de sensibilizar y promover el armado de proyectos dentro de las dimensiones social y cultural; la de 2004 apuntó al trabajo con la comunidad con líneas temáticas determinadas, agregando a las anteriores la integración regional; la de 2007 promovió el fortalecimiento institucional de las radios universitarias; la de 2009 se enfocó en los módulos anteriores, sumando al socioproductivo; y la de 2010 se fijó como objetivos: 1) Proyectos de extensión direccionados a los módulos: social, socioproductivo, cultural e integración latinoamericana; 2) Fortalecimiento internacional y 3) Promoción de UNIART y de la extensión universitaria en el ámbito internacional; contando con un presupuesto de $ 4 500 000 (Herrera Albrieu, 2011).

En 2006 se creó el Programa de Promoción de la Universidad Argentina (PPUA) y a partir de 2008 la Coordinación General del Área de Extensión Universitaria pasó a ser parte de dicho Programa. Desde esta Coordinación se impulsó la capacitación en diseño y formulación de proyectos de extensión, indicadores de proyectos de redes universitarias, integración regional, entre otras. Desde la creación de la REXUNI, esta articulación entre las universidades nucleadas en el CIN y la SPU–PPUA se ha visto potenciada, lo que permitió acordar una agenda de trabajo anual en la que todo el sistema nacional de extensión asume su compromiso (Menéndez, 2011).

Pero es el fomento de su resignificación conceptual lo que resulta merecedor de una mención especial: desde la SPU se identifica a la extensión como una función interactiva, de diálogo, de trabajo conjunto entre la universidad y la comunidad, de transferencia recíproca de saberes.

Este intercambio será entonces el aporte más valioso de la extensión–comunicación a la universidad y a la comunidad, en tanto posibilita, en palabras de Flaquer:

“contribuir a la formación de una sociedad igualitaria e inclusiva; formar ciudadanos críticos y comprometidos socialmente; generar nuevos conocimientos relevantes en el campo social, cultural y económico; tomar una actitud efectiva de diálogo y acción participativa con las comunidades; percibir necesidades y generar respuestas; presentar y ofrecer los avances de la universidad en diferentes campos de la ciencia y la cultura; implicarse solidariamente en las cuestiones sociales de trascendencia; y profundizar el rol de la universidad frente a las políticas públicas”. (2011:13)

 

La extensión universitaria en la actualidad

Como hemos visto, el concepto de extensión universitaria ha estado sujeto a diversos enfoques que, sin lugar a dudas, guardan una relación directa con los diferentes modelos o corrientes ideológicas construidos en torno a la universidad, en diferentes contextos históricos y geográficos. Por citar un ejemplo, no es lo mismo desarrollar políticas desde las universidades con una visión crítica que entienda a la educación como un derecho social y humano fundamental, que hacerlo considerando a la educación como un servicio, que se rige por las leyes del mercado. La “universidad elitista”, “profesionalista”, “reformista”, “universidad–empresa”, “popular”, “de los trabajadores”, “militante”, la “universidad para el desarrollo”, al decir de Menéndez (2011:22), son rótulos que aparecen con frecuencia y que denotan la existencia de posiciones y concepciones diversas, las que a su vez dan lugar a distintas tipologías de extensión universitaria.

Puede decirse que años de debate acerca del rol de la extensión, así como el consenso alcanzado hasta el momento, quedan plasmados en las resoluciones de la REXUNI, la cual la entiende como una función sustantiva que, integrada con la docencia y la investigación, forma parte de un modelo de universidad. La extensión permite a la propia universidad cuestionarse de manera crítica y permanente sus propias prácticas y repensar sus políticas institucionales. Además, sitúa a la universidad en diálogo permanente con las organizaciones de la sociedad civil y el Estado, contribuyendo así al estudio, diseño, monitoreo y evaluación de políticas públicas, en la búsqueda de una mejor calidad de vida para la comunidad.

Al analizar la misión social de la universidad, es necesario referirse a las discusiones, aún no saldadas, en relación a los conceptos de “compromiso social” y “Responsabilidad Social Universitaria” (RSU). Quienes adhieren a la primera perspectiva, suelen criticar el concepto de RSU por considerarlo heredero de la Responsabilidad Social Empresaria (RSE), tratándose este último de un programa de adhesión voluntaria. Por otra parte, la diferencia estaría dada en la medida en que en las empresas, la consideración del impacto social y ambiental de las decisiones es sólo accesoria, y hasta contradictoria, con el objetivo último de la organización, que es maximizar el beneficio. Mientras que en el caso de la universidad (así como en el de cualquier organismo público), el impacto social representa la misión misma de la institución. Frente a esta acepción, Vallaeys (2008) realiza una férrea defensa del concepto de RSU, argumentando que el mismo es incomprendido y prejuzgado en Latinoamérica, equiparándolo a aquellos lineamientos de gestión del sector privado y perdiendo la oportunidad de reconocer su potencial. Este potencial radica en su exaltación de la dimensión interna de la responsabilidad, que es la gestión universitaria:

“la Universidad está en crisis desde su propia GESTIÓN, ha reproducido todas las enfermedades de la burocracia, la incomunicación institucional, la inflexibilidad que dificulta el autoaprendizaje organizacional, la separación tajante entre academia y administración. Tiene grandes problemas de transparencia, incluso a veces de corrupción, falta de rendición de cuentas, de procesos democráticos, despilfarra y es ambientalmente irresponsable, etc. (…) La Responsabilidad Social de la Universidad empieza mucho antes que su ‘compromiso social’, porque ella debe primero hacer su mea culpa, diagnosticar sus incongruencias internas (la mayoría de ellas ocultas e involuntarias, pero reales), empezar por casa antes de querer ir a arreglar el mundo”. (Vallaeys, 2008:s/p).

 

Desde esta mirada se busca superar el tradicional enfoque de extensión y proponer su “academización”, esto es: articular alrededor de un mismo proyecto institucional los cuatro procesos universitarios: Gestión, Docencia, Investigación y Extensión. Como se ve, no se posiciona demasiado lejos de las propuestas de integralidad que abrazan quienes no se identifican con los términos “responsabilidad social”. Este debate sin embargo, si bien digno de ser mencionado, no se refiere específicamente a la dimensión que aquí interesa: la producción del conocimiento.

En estos términos, resulta de suma utilidad el modelo explicativo que aporta Menéndez (2011 y 2013), quien describe las dimensiones de la extensión; dimensiones que según el autor “le confieren una singular riqueza conceptual, y que le ha permitido su revalorización y resignificación en las últimas décadas en las universidades latinoamericanas y caribeñas” (2011:24). Además de la dimensión sustantiva e institucional, la dimensión social en términos de transformación, y la dimensión pedagógica, se propone un enfoque de la extensión como acción de comunicación en términos de diálogo y construcción mutua (dimensión comunicacional en términos dialógicos). Se recoge aquí la mirada crítica sobre la educación y la comunicación planteada por Freire, así como la teoría de la acción comunicativa de Jürgen Habermas.

“Al identificar a toda acción de extensión como una acción comunicativa en términos dialógicos entre los sujetos participantes, se debe asumir que el contenido del conocimiento ‘extendido’ circula en un espacio común, en el que se considera que cada uno es sujeto del conocimiento y no recibidor del mismo. Desde esta perspectiva, es preciso ver a los actores interactuando con la realidad, y es en esa relación dialéctica que concebiremos un proceso de constante transformación y construcción, donde la relación universidad–sociedad es promotora de acciones transformadoras.” (Menéndez, 2011:24)

 

En tanto, desde la coordinación general del área de Extensión Universitaria de la SPU, Herrera Albrieu sostenía —reflejando el signo que atravesó toda aquella “década larga”— que la extensión debía ser vista como:

“la transferencia recíproca de conocimientos y saberes entre la universidad y la comunidad. La institución universitaria transfiere los conocimientos que se generan y conservan en las universidades a la comunidad. A su vez la comunidad transfiere sus saberes; se produce entonces un encuentro de saberes y conocimientos, de transferencia recíproca e interactiva. Allí además se reflexiona, se aprende y se toman elementos que luego se exteriorizan en la universidad y pueden servir de aportes a la investigación y a la docencia”. (2011:8)

 

Profundizando en la descripción de estos circuitos de intercambio y diálogo, esta misma autora reconoce un primer momento de transferencia desde la universidad hacia la comunidad, aludiendo a:

“la fundamentación teórica del proyecto, que se basa precisamente en los conocimientos que se generan en las universidades: la investigación. Esos conocimientos científicos, sistematizados, se transfieren con la metodología docente a través de capacitaciones, asistencias técnicas con la modalidad de talleres, encuentros, reuniones, seminarios, entre otras. Al transferir esos conocimientos se trabaja en y con la comunidad, momento en que la comunidad le transfiere a su vez a la universidad sus saberes populares, profesionales, organizacionales, etc. De ese trabajo conjunto aparecerán otros problemas, los cuales pueden transformarse en interrogantes y donde la investigación puede dar respuesta mediante nuevas líneas de investigación o recrear las existentes, la docencia se planteará cómo rescatar la experiencia en alguna cátedra, o se preguntará si la propuesta desarrollada puede impulsar una innovación curricular, y la extensión visualizará nuevas propuestas para atender a esos problemas; por señalar algunas de las posibilidades que pueden generarse”. (2012:9)

 

De este modo se visibiliza la capacidad integradora que posee la extensión respecto de las otras dos funciones universitarias, dado que realimenta las necesidades de investigación al tiempo que amplía y mejora los elementos y módulos para la docencia (Haddad, 2006).

Así es como llegamos a la gran atención que se pone actualmente sobre los procesos de integración de la extensión con la docencia y con la investigación. En relación a esta última, el foco estará puesto ya no solo en la apropiación social de los conocimientos, sino en la generación de nuevos conocimientos socialmente acordados. Como sugiere el Plan Estratégico de la REXUNI y las citadas reflexiones de Menéndez, el debate central se da en relación al conocimiento y su vinculación con el poder. “¿Conocimiento para qué y para quién? ¿Entre quiénes circula el conocimiento? ¿Quién lo usa y para qué? ¿Quién define las agendas de investigación? ¿Solo la comunidad científica define la relevancia y la pertinencia de lo que se investiga?” (Gezmet, 2014:5). Recordemos que ya Freire en la década de 1970 aseveraba que hablar de educación popular implicaba hacerse esas preguntas.

Las percepciones arriba mencionadas son recogidas en los “Lineamientos del Programa de Fortalecimiento de la Extensión Universitaria en las Universidades Públicas Argentinas” de la REXUNI (CIN, 2009), que incluye ciertos criterios comunes que caracterizan a la extensión:1

Reconocimiento como función sustantiva de la universidad.

Integración con la docencia y la investigación.

Dimensiones: pedagógica, dialógica, social, cultural, productiva e institucional.

Construcción de saberes en forma conjunta con las comunidades.

Democratización de los saberes producidos.

Abordaje interdisciplinario.

Integración de la teoría con la práctica.

 

Por otro lado, luego del Plenario de Secretarios de Extensión llevado a cabo en la ciudad de San Salvador de Jujuy, en 2011, se logró consensuar el siguiente concepto:

“la extensión debe contribuir al mejoramiento de la calidad de vida de las personas y está vinculado a la finalidad social de la Educación Superior: la democratización social, la justicia social y el derecho a la educación universal; se materializa a través de acciones concretas con organizaciones sociales, organizaciones gubernamentales y otras instituciones de la comunidad, desde perspectivas preferentemente multi e interdisciplinarias. Las acciones de extensión deberán desarrollarse desde un enfoque interactivo y dialógico entre los conocimientos científicos y los saberes, conocimientos y necesidades de la comunidad que participa. La extensión contribuye a la generación y articulación de nuevos conocimientos y nuevas prácticas sociales, integra las funciones de docencia e investigación, debe contribuir a la definición de la agenda de investigación y reflejarse en las prácticas curriculares”. (CIN, 2012:4).

 

Como vemos, es marcadamente diferente de aquel que el CIN declaraba 15 años antes, en su Acuerdo Plenario 251/97.

En cuanto a las vinculaciones recientes de las actividades de extensión con la investigación, y acogiendo esta perspectiva de generación de conocimiento socialmente acordado, se cuentan numerosas experiencias. Por citar algunos ejemplos, desde 2012 la Universidad Nacional del Centro de la Provincia de Buenos Aires implementa en algunas de sus convocatorias un requisito especial y excluyente: los proyectos de extensión deben apuntar a generar articulación con la docencia y la investigación.

En el área de extensión de la Universidad Nacional de la Patagonia San Juan Bosco se adoptó la modalidad de realización de cátedras libres, en temas como derechos humanos, pueblos originarios, pensamiento nacional y latinoamericano, agroecología, género, etc., y desde ellas se promueven proyectos de investigación y extensión integrados.

Por su parte, la Universidad Nacional del Litoral presenta, luego de transitar 20 años de este tipo de experiencias, un alto grado de institucionalización en la articulación entre extensión e investigación, y cuenta con un Sistema Integrado de Programas y Proyectos de Extensión (SIPPE) que participa incluso de la elaboración de una “agenda para la investigación”. Los intentos primarios de integrar ambas funciones permitieron problematizar los marcos teórico–metodológicos, lo que condujo a definir un tipo especial de investigación que se denomina “investigación orientada” e indaga en dinámicas territoriales complejas. Estos proyectos se enmarcan en el programa “Cursos de Acción de Investigación y Desarrollo Orientado a problemas sociales y productivos”, creado en 2007, y apuntan a la generación de conocimientos en el contexto de su aplicación, “a través de la identificación social de los problemas y de la participación de actores interesados (organizaciones, organismos públicos e instituciones) en el proceso de creación de nuevos conocimientos y la evaluación social de los mismos” (Castro y Oyarbide, 2015:55). Se involucra así a los actores sociales, además de los institucionales, en la construcción de agendas para la investigación y la extensión.

Otro caso de formalización de estas articulaciones lo representa la Universidad Nacional de Mar del Plata y sus Prácticas Sociales Comunitarias. El objetivo buscado es la formación integral de los/as estudiantes, complementando actividades formativas, de práctica solidaria y de diagnóstico, las cuales nutren temas de investigación y pretenden generar nuevos conocimientos socialmente acordados (Castro y Oyarbide, 2015). Su Facultad de Agronomía, por ejemplo, presenta casos de incorporación en la currícula de sistemas de producción relevados en las prácticas de los territorios, realizando luego un trabajo de síntesis al integrar saberes aportados por las carreras de Ciencias Biológicas, Geografía, Ciencias Económicas, Servicio Social, y Diseño Industrial (Pérez, Lakonich, Cecchi y Rotstein, 2009).

 

Repensando la producción de conocimiento y la neutralidad de la ciencia

La extensión entendida como construcción con el otro, colaborativa o cooperativa, lleva al reconocimiento de otros saberes, no necesariamente académicos, lo que genera una contradicción entre el conocimiento científico y los valores sociales. En las VII Jornadas Nacionales de Extensión, Stella Pérez de Bianchi (2008) señaló que en el positivismo y el estructuralismo se considera que la ciencia sólo contiene los valores específicos de la propia ciencia, mientras que los valores sociales no son admitidos pues se estima que representan una ideología, lo que constituye la antítesis del pensamiento científico. Desde la perspectiva opuesta, se asume que la ciencia, como actividad humana intencional, contiene valores, lo que la convierte para el pragmatismo y el materialismo dialéctico en un elemento sociohistórico, objeto en sí mismo de la investigación. Estos enfoques pretenden derribar la idea de la ciencia como “neutral”, por cuanto “toda capacidad científica está al servicio de algo o de alguien, por lo tanto contra algo o contra alguien” (Freire, 1993:99).

En este sentido, resulta válido tomar los aportes de Enzo Rullani, uno de los teóricos del concepto de capitalismo cognitivo, cuando explica que:

“la unión de economía y conocimiento no es una novedad. Esta unión existe, y tiene mucha consistencia desde que, con la revolución industrial, la producción comenzara a utilizar máquinas (es decir, la ciencia y la tecnología incorporadas a las máquinas); después, con Taylor, a organizar científicamente el trabajo. Toda la historia del capitalismo industrial, durante sus dos siglos de existencia, es la historia de la extensión progresiva de las capacidades de previsión, de programación y de cálculo de los comportamientos económicos y sociales a través de la utilización del conocimiento. El ‘motor’ de acumulación del capital ha sido puesto a punto por el positivismo científico, que ha recogido, en el último siglo, la herencia de las Luces, y que ha inscrito el saber en la reproducibilidad. El conocimiento se ha puesto al servicio de la producción”. (2004:99)

 

Lo Cane y Stefanazzi Kondolf, en tanto, sostienen que este proceso dio como resultado “la pérdida y la reducción de la fuerza liberadora de la razón constreñida por las exigencias de la productividad” (2012:30).

Las posiciones anteriores llevan a preguntarnos acerca de los modos en los que el conocimiento se produce y las relaciones a establecerse entre el saber socialmente producido y su apropiación para la lógica del sistema económico capitalista, entendiendo que la producción de saber implica una lógica específica, que adquiere sentido como práctica social orientada hacia un fin estratégico (Lo Cane y Stefanazzi Kondolf, 2012).

Si el conocimiento es producido en y por todos los sectores de la sociedad, el sistema capitalista impone su propia lógica de producción de saber, “sesgando” aquel que es producido por la sociedad en su conjunto para difundir “verdades únicas”. De esta manera, el conocimiento que no es funcional al sistema productivo, es descartado (Dellavalle, Dortona, Duran, Ferrera, Figueres, Guitart et al., 2012). Su generación comprende actos como transferencia, almacenamiento, clasificación, transformación, integración y traducción. Todos ellos son, en la práctica, atravesados por relaciones de poder, incluyendo relaciones Norte–Sur2 así como discriminaciones étnicas, de género, etc. (Delgado Ramos, 2015).

A modo de respuesta, la coproducción propone una otra forma: su objetivo estratégico es validar, socializar y legitimar los saberes y experiencias de las comunidades, en el marco de un proyecto político emancipatorio. En este sentido, Fals Borda (1985) consideraba que dichas prácticas no tienen meras intenciones desarrollistas, sino que su objetivo es la construcción de poder popular, entendiéndolo como la capacidad de las comunidades de actuar políticamente, al articular y sistematizar conocimientos de manera que puedan asumir un papel protagónico en la defensa de sus propios intereses de clase o grupo. Se configura así una “ciencia reflexiva” y participativa, donde el quehacer científico es aliado y no rival de los movimientos sociales (Delgado Ramos, 2015).

La coproducción retoma el legado de la Investigación–Acción Participativa (IAP) surgida en América Latina en los ‘70, de la mano de la filosofía de la liberación, la educación popular de Paulo Freire, y la concepción de la ciencia y del rol de los intelectuales propuesta por Marx y Gramsci, todo ello inscripto en el llamado “paradigma emancipatorio”. Se presenta como alternativa al positivismo, recuperando la célebre Tesis 11 de Marx (1845): “Los filósofos no han hecho más que interpretar de diversos modos el mundo, pero de lo que se trata es de transformarlo”.

Desde esta lógica, que parte de no escindir la teoría de la práctica, se propone un “hacer teórico–práctico” que busca conjugar saberes producidos en diferentes contextos sociales para transformar la realidad colaborativa y reflexivamente. En el ciclo de la IAP se desarrollan “procesos de observación de la realidad para generar la reflexión sobre la práctica; de planificación y desarrollo de acciones para su mejora; y de sistematización de la experiencia y reflexión sobre la acción para la producción de conocimientos” (Ortiz y Borjas, 2008:620). Como aseveraban Rahman y Fals Borda, la IAP se proponía no solo aumentar el poder de las clases subordinadas, “sino también su control sobre el proceso de producción de conocimientos, así como el almacenamiento y uso de ellos” (1989:17).

A su vez, el empleo del término “coproducción” tiene antecedentes recientes, ya entrado este siglo, en la literatura anglosajona. Gibbons, Nowotny y otros autores/as desarrollaron el concepto de ágora, como aquella intersección entre los ámbitos de la ciencia y la no–ciencia, donde se diluyen las fronteras entre los roles de los actores académicos y no–académicos, sobrepuestos en un espacio permeable (Pohl, Rist, Zimmermann, Fry, Gurung, Schneider et al., 2010). Sin embargo, no se evidencia en estos desarrollos teóricos el sentido crítico y emancipatorio de la perspectiva latinoamericana.

El enfoque que sí se encuentra en línea con los previamente descriptos es la “ecología de los saberes” de Boaventura de Sousa Santos, quien la presenta como:

“un conjunto de prácticas que promueven una nueva convivencia activa de saberes con el supuesto de que todos ellos, incluido el saber científico, se pueden enriquecer en ese diálogo. Implica una amplia gama de acciones de valoración, tanto del conocimiento científico como de otros conocimientos prácticos considerados útiles, compartidos por investigadores, estudiantes y grupos de ciudadanos, sirve de base para la creación de comunidades epistémicas más amplias que convierten a la universidad en un espacio público de interconocimiento donde los ciudadanos y los grupos sociales pueden intervenir sin la posición exclusiva de aprendices”. (2007:68)

 

Esta construcción conjunta puede referirse a preguntas, problemas, demandas, respuestas, alternativas, o conocimientos (CSEAM, 2015), desde una concepción del conocimiento no como un producto individual, sino social y que, como tal, puede ser apropiado colectivamente (Marrero, Morales, Vallcorba y Vázquez, 2015).

Actualmente, estas maneras de resignificar la extensión encuentran aplicación de la mano de algunos equipos universitarios aislados, y su práctica no goza de la suficiente difusión. Desde el Programa “Facultad Abierta”, por ejemplo, de la Facultad de Filosofía y Letras de la UBA, se presenta una novedad en tanto aseguran que es posible desdibujar el límite entre investigación y extensión. Si bien nació en 2002 como programa de extensión con el objetivo de trabajar junto a organizaciones sociales, la propia práctica fue imponiendo la necesidad de investigar. Así, aquello que se produce en los relevamientos, a través de encuestas amplias, visitas, entrevistas y sistematización, se toma como insumo para el trabajo de extensión, empleándose la información para establecer vínculos, detectar necesidades, y diseñar el tipo de acompañamiento. Además, esos mismos resultados son presentados y puestos en discusión ante los actores de la comunidad; en este caso, empresas recuperadas por sus trabajadores/as. Esta “devolución sistemática” era fundamental para la IAP en la medida en que dotaba a la investigación de una función pedagógica.

Actualmente el programa se propone a sí mismo como un espacio de formación tanto en el plano de la investigación como en el de la extensión, incorporando estudiantes en forma voluntaria. Sus trabajos iniciales de relevamiento de empresas recuperadas, fueron pronto complementados articulando acciones con equipos de otras facultades, dándole formalidad desde un programa UBACYT F–701 de Urgencia Social, dirigido por el Decano de la Facultad, y constituyendo un equipo transdisciplinario con las Facultades de Ingeniería, Ciencias Sociales y Ciencias Exactas de la UBA (Programa Facultad Abierta, 2012). Desde 2009 sumaron el dictado de un seminario curricular, “Las empresas recuperadas: autogestión obrera en Argentina y América Latina”, completando así la articulación con la función de enseñanza.

También en la línea del trabajo junto a organizaciones autogestionadas ha habido experiencias en la Facultad de Ciencias Económicas de la UBA que abrazaban la perspectiva de la IAP y la coproducción, esta vez sin reconocimiento institucional sino emprendido por una agrupación estudiantil. El Taller “Partida Doble” de la agrupación BASE puso en marcha, hacia 2012, el acompañamiento a proyectos productivos autogestionados por sus trabajadores/as en un proceso doble de producción de conocimiento y asistencia técnica en aspectos contables y de gestión. Mientras que una aproximación clásica habría sido el asesoramiento o consultoría en términos de mejora de las capacidades de registro e imputación contable, así como herramientas de gestión y administración; aquí los equipos universitarios se acercaron primeramente para indagar acerca de las formas en que estos colectivos decidían sobre la participación económica de los/as asociados/as. Ante los escasos desarrollos teóricos en la disciplina contable y administrativa con relación a las especificidades de este tipo de organizaciones, la experiencia resultó una oportunidad para producir nueva teoría a partir de la sistematización de experiencias. Como resultado, el equipo produjo documentos que dieron cuenta de las heterogéneas y disruptivas maneras en que estas organizaciones distribuyen el excedente económico.

Desde la perspectiva de la educación popular, esta experiencia proponía construir junto a las organizaciones un vínculo dialógico y democrático, evitando el “romanticismo o ilusión igualitaria en la cual ‘todos somos lo mismo’” (Dellavalle et al., 2012:3), y reconociendo en su lugar que las condiciones de acceso a ciertos conocimientos y herramientas son negados a gran parte de la sociedad, por lo que el punto de partida es desigual. En este marco, definían a la “coproducción’ como:

“la voluntad de conjugar el conocimiento producido en las distintas capas de la sociedad, para que luego sea difundido libremente, con el objetivo de proponer un sistema económico alternativo. La coproducción del saber libera a la producción del conocimiento de las barreras impuestas por el sistema capitalista, cambiando la lógica con la que el conocimiento es creado y difundido en la sociedad”. (Dellavalle et al.:4)

 

De esta manera, no parece casual que sean aquellas experiencias de equipos universitarios comprometidos con organizaciones productivas autogestionadas —en las que se subvierte la relación capital–trabajo con un claro sentido contrahegemónico—, las que abrazan modalidades como las descriptas, que presentan una alternativa a las tradicionales lógicas academicistas. En ellas, se pone especial atención a los saberes y capacidades propios del territorio, se los sistematiza y se vuelcan aportes teóricos originales a las disciplinas intervinientes. Lo novedoso es que aquí estas experiencias no resultan “objeto de estudio’ en el marco de un proyecto de investigación, sino que a partir del resultado de las indagaciones, así como de la intervención, se logra desde el trabajo conjunto una sinergia que transforma en lo concreto ambas realidades: la de los actores sociales y la de la comunidad académica.

Desde el Taller “Partida Doble”, y en palabras de Dellavalle, declaraban:

“El surgimiento de este espacio es producto de una crítica hacia los contenidos de las currículas de las distintas carreras que estudiamos, que no contemplan el estudio y desarrollo de técnicas a favor de organizaciones alternativas que se proponen otro tipo de relaciones sociales y productivas. Organizándonos de esta manera, es la forma de aportar como estudiantes y graduados de la Facultad de Ciencias Económicas da la UBA a la transformación de la sociedad, conformando espacios que se empaten con los sectores oprimidos para lograr de manera conjunta nuevas herramientas revolucionarias”. (24)

 

Con otra mirada, la Universidad de la República, en Uruguay, presenta un caso emblemático en tanto se intenta institucionalizar este tipo de prácticas. Los profesores Tommasino y Kaplún aportan el enfoque de “integralidad’, que también propone recrear el vínculo entre las funciones de investigación, enseñanza y extensión, y concibe estos procesos como espacios potenciales para la coproducción de conocimientos. Al describir los antecedentes de esta elaboración teórica y metodológica, desde la Universidad relatan cómo en cierta experiencia, durante el primer año de trabajo, mantenían dos equipos separados: uno de intervención y enseñanza, y otro de investigación, aunque involucraran a los/as mismos/as participantes. Las acciones propias de este último, como ser observaciones sistemáticas, entrevistas con informantes calificados, relevamiento de fuentes secundarias, se realizaban con relativa independencia de las actividades de extensión y enseñanza. Sin embargo, razones operativas pronto hicieron que dicha división resultara ineficiente: los espacios de trabajo se multiplicaban, y en la producción de conocimientos no se lograban aprovechar los insumos provenientes del trabajo de intervención; las funciones universitarias estaban efectivamente fragmentadas.

Lo que debía hacerse, sostienen, era construir un campo de problemas ligado a las características de los diferentes territorios y a los soportes epistemológicos, teóricos y metodológicos del equipo docente (CSEAM, 2015). Ello condujo a la conformación de un único “Espacio de Formación Integral”, organizado en función de los componentes del campo de problemas y que comenzó a instrumentar un sistema de registro para recoger en forma sistemática la información generada en las intervenciones, como insumos significativos para la producción de conocimientos.

“Las estrategias de intervención incorporan los componentes del problema y las acciones previstas en el estudio comienzan a formar parte de dichas estrategias. Los resultados de la implementación de estas últimas son analizados en clave del problema formulado. Metodológicamente, avanzamos en la construcción de una Investigación–Acción.” (Lewin, 2015 [1946]; Montero, 2015 [2006]; citados en CSEAM, 2015:91)

 

Para ilustrar lo antedicho y presentar una síntesis de las diferentes maneras de concebir a la extensión con su posible correlato en los diferentes enfoques de investigación, se presenta el Cuadro 1. El mismo se realiza a partir de conceptualizaciones de Dilthey (1980), Habermas (1978), Mateo (2001), Gadamer (1984) y Sousa Santos (2009 y 2010), referidas en una síntesis de Ortiz Ocaña (2015) sobre enfoques y métodos de investigación en las ciencias sociales.

 

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Centrándonos en la última columna que presenta el cuadro, el desafío para estos enfoques será entonces superar la tensión epistemológica y metodológica que surge al hacer dialogar las funciones universitarias. Mientras la extensión implica prácticas que construyen ciertas demandas en interlocución con actores sociales, y la posterior implementación de estrategias para producir transformaciones; la lógica de investigación conlleva acciones que buscan producir información tendiente a responder interrogantes en el marco de la delimitación de un problema. Por ello, puestos a dialogar, se obstaculizan o desplazan mutuamente, en la medida en que las actividades, los tiempos, las modalidades de registro, las formas de análisis, etc., se rigen por estas diferentes lógicas (CSEAM, 2015).

En los modelos de integralidad/coproducción/investigación–acción, resumidos en el concepto de "extensión crítica", las estrategias de producción de información se piensan en función de darle sentido a las acciones de intervención. Se establecen formas rigurosas de sistematización para que los insumos de las prácticas sean aprovechados en pos de la investigación. El desafío de estas acciones integrales radica en gestionar las tensiones ligadas a la relación procesos–productos, “que involucra los tiempos de los proyectos, los curriculares, los de los procesos de investigación–acción y de aprendizajes disciplinares e interdisciplinares” (CSEAM:94).

Así, a la hora de pensar la relación de la universidad con los sectores populares, estos enfoques se erigen como formas alternativas a la extensión universitaria, pero tensionando a su vez los modos de investigar. Se cuestiona la escisión teoría–acción, contraponiéndole una forma de conocer que involucre a los sujetos y los comprometa activamente.

 

Reflexiones finales

A pesar de los extensos debates al respecto, es posible sospechar que en las universidades argentinas y de la región prevalecen aún los enfoques tradicionales de la extensión, tal como se verificó en los distintos testimonios, ponencias y debates que tuvieron lugar durante la III Conferencia Regional de Educación Superior (CRES) de América Latina y el Caribe, celebrada en la ciudad de Córdoba en el mes de junio, de manera coincidente con el centenario de la Reforma.

Atravesando la región un “giro conservador’ en cuanto al contexto político y económico, resultaba oportuno preguntarse acerca de la perdurabilidad de las tendencias progresistas por parte de las voces oficiales de la comunidad académica, o bien si se presentaría una nueva ruptura como sucedió en los ‘90. A simple vista, ello parece difícil, teniendo en cuenta que la CRES evidenció una fuerte resistencia de los/as representantes de la comunidad académica frente a la posibilidad de regreso al viso mercantilista en las concepciones sobre la educación superior.

Sin embargo, y a pesar de haber transitado décadas de discusiones, los enfoques acerca de la extensión distan de otorgarle protagonismo en la producción de conocimientos. El hecho de que su vinculación con la investigación —entendiendo a ambas como funciones separadas— aparezca como máximo horizonte a ser alcanzado, es una muestra de ello. Que la IAP solo sugiera reminiscencias setentistas en lugar de ser una práctica impulsada masivamente por el colectivo extensionista, evidencia asimismo que los avances y retrocesos en la coyuntura política mundial y el correspondiente contexto general de ideas en cada momento histórico, impiden la profundización de los debates. Discusiones que parecían saldadas, como la concepción de la educación superior como derecho o como servicio, vuelven a instalarse.

En este sentido y a modo de cierre, este trabajo propone seguir empujando la discusión hacia adelante: ¿es posible una ciencia popular? ¿Cuál sería aquí el rol de la comunidad académica? Y proponerse un desafío: ¿cómo lograr que los colectivos científico–académicos, que las agencias de investigación y promoción de la ciencia y la técnica, los departamentos de investigación, en sus eventos científicos y publicaciones, compartan estas inquietudes con el colectivo extensionista?

 

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1) Además de: Fortalecimiento de la ciudadanía y el pensamiento crítico; Respeto pleno de los Derechos Humanos y la participación ciudadana; Desarrollo de valores críticos y éticos; Valoración del Capital Humano y Social; Promoción del desarrollo humano y sustentable con pleno respeto por el medio ambiente; Generación de producción y consumo sustentable; Desarrollo de proyectos creativos, priorizando la lucha contra la pobreza, la exclusión y la vulnerabilidad social; Generación de tecnologías modernas al servicio del bien social; y Obtención de resultados para la construcción de políticas públicas.

2) En esta línea, Larivière, Haustein y Mongeon (2015) describen una tendencia a la privatización y conformación de un oligopolio en la circulación del conocimiento validado o científico, en términos de bases de datos, journals, publicaciones, etcétera.