Dos, dossier

Política de lo residual. Sobre Magnetizado y los Diarios del odio

Politics of Waste. On Magnetizado and the Diarios del odio

Paola Cortes Rocca *
CONICET , Argentina
Universidad Nacional de las Artes, Argentina

El hilo de la fábula

Universidad Nacional del Litoral, Argentina

ISSN: 1667-7900

ISSN-e: 2362-5651

Periodicidad: Semestral

vol. 19, núm. 22, e0005, 2021

revistaelhilodelafabula@fhuc.unl.edu.ar

Recepción: 16 Agosto 2021

Aprobación: 28 Septiembre 2021



DOI: https://doi.org/10.14409/hf.19.22.e0005

Resumen: En el recorrido que va desde Magnetizado de Carlos Busqued a los Diarios del odio —creados por el grupo ORGIE, con dirección de Silvio Lang—, este ensayo aborda una transformación fluida: la de la escritura acercándose a lo visual para volcarse juntas hacia las artes performáticas. Ya sea que se intente expandir el soporte del libro incorporando imágenes y diseños tipográficos o transformando un poemario en instalación y luego en indagación escénica, estos artefactos comparten dos cuestiones centrales para la estética contemporánea. En primer lugar, el hecho de que ya no piensan en la «realidad» como efecto de la representación sino en lo real como «material en bruto» para ofrecerse a la exhibición «activa» y, en segundo lugar, el énfasis puesto no tanto en la producción de un objeto sino de una experiencia (de escritura, de puesta en escena, de participación del público y en lo público). Ambas cuestiones constituyen el gran legado de las vanguardias de fin del siglo pasado y, en el presente, se articulan con un particular interés por lo residual. En estos casos, se trata de residuos lingüísticos que vienen de la lengua de los márgenes o del murmullo de relatos colectivos y que encuentran su soporte en los cuerpos y en una reflexión sobre lo viviente. La potencia de esa residualidad verbal también nos habla de lo real como resto, repetición e insistencia traumática y del afán de ciertas estéticas contemporáneas de hurgar allí, en busca de una particular politicidad.

Palabras clave: materialidad, performance, residualidad, política, realismo traumático.

Abstract: In a journey that goes from Magnetizado by Carlos Busqued to Diarios del odio –created by the ORGIE group, under the direction of Silvio Lang–, –, this essay addresses a fluid transformation: that of writing approaching the visual to turn together towards the Performative Arts. Whether trying to expand the book as support by incorporating images and typographic designs or transforming a collection of poems into an installation and then an experimental play, these artifacts share two central issues for contemporary aesthetics. Firstly, the fact that they no longer think of «reality» as an effect of representation but of the real as «raw material» to be offered for «active» exhibition, and, secondly, the emphasis placed not so much on the production of an object but of an experience (of writing, of staging, of audiences’ participation and of the public space). Both issues constitute the great legacy of the avant-gardes at the end of the last century and, at present, are articulated with a particular interest in the notion of residuality. In these cases, they are linguistic residues that come from the language of the margins or the murmur of collective stories and that find their support in the bodies and in a reflection on the living. The power of this verbal residuality also tells us something about the real as residue, as repetition and traumatic insistence and the eagerness of certain contemporary aesthetics to dive there, in search of its politicity.

Keywords: materiality, performance, residuality, politics, traumatic realism.



Growth, Time, Change, the idea of Flow in Nature… When I make a work I often take it to the very
edge of its collapse and that’s a beautiful balance.
Andy Goldsworthy, Rivers and Tides

Instalación sonora

Empiezo por algunas imágenes de Andy Goldsworthy: una exquisita serie de hojas verdes unidas por minúsculas ramitas que serpentean sobre la tierra, una colección de piedras recolectadas y talladas a golpes para disponerse como una gran espiral sobre un plano oscuro, un gran vacío circular efecto del equilibrio preciso en una composición diseñada con finas varas de madera sobre un apoyo casi inexplicable [Fig. 1 y 2]. El trabajo de este artista británico podría incluirse en la rama más austera del Land Art y nos mueve a poner el ojo en un impulso: la recolección de fragmentos del mundo y la tarea estética de su reordenamiento. La obra de Goldsworthy no representa la naturaleza o el entorno –como lo hace la larga tradición que va del paisajismo del XVIII y XIX a la fotografía escénica– sino que toma a la Naturaleza como material de la obra. Con esas hojas seleccionadas por su cromatismo, con esa masa helada que moldea, el artista no hace otra cosa –no las toma como punto de partida escultórico ni las agrega como incrustaciones a una obra como podría hacerlo Berni– sino que las arregla en el mismo espacio al que pertenecen. Con su pasión por el diseño esforzado y efímero, Goldsworthy se enfoca en una zona de lo real –en este caso, el mundo orgánico e inorgánico de lo que llamamos Naturaleza– para volverlo simultáneamente material, tema y procedimiento de la obra.

Espiral de piedras rotas y talladas con otras piedras.
Fig. 1.
Espiral de piedras rotas y talladas con otras piedras.
Andy Goldsworthy, Escocia, 1985

Serpentina de hojas.
Fig. 2.
Serpentina de hojas.
Andy Goldsworthy, Glasgow, 1996.

A partir de las premisas que propone el trabajo de Goldsworthy, leo Magnetizado, el libro de Carlos Busqued, publicado en la serie de narrativas hispánicas de la editorial Anagrama, en 2018. Escuché a una psicoanalista protestar contra esta inclusión. «Debería haber aparecido en una editorial o en una colección de psicoanálisis porque es un caso clínico», sostenía. La queja, sin embargo, se dirigía menos al libro que se birlaba de la biblioteca psi y más al que se agregaba de contrabando –fuera de lugar– en la serie literaria. Sin embargo, lo que me interesó de la observación en ese momento no fue tanto la sanción al libro que aspira a lo literario sino otra cosa mucho más general –me parece notable el malestar que provocan algunos libros que aspiran a ser objetos estéticos, o ciertos individuos que se creen escritores o artistas pensados como farsa, una suerte de «qué te hacés» o «qué te crees» y que señalan que la aspiración estética parece ser la forma más contemporánea de la arrogancia–. Efectivamente, el blanco de la incomodidad era menos el libro o el escritor y más el descalabro que produce su inclusión en el campo de lo que hasta hoy llamábamos literatura.

Pensar Magnetizado como caso clínico sería similar a pensar la obra de Goldsworthy como parte de la jardinería. Sin embargo, lo que motoriza este ensayo no es exactamente lo contrario –defender su derecho a pertenecer al campo estético–, sino pensar cómo estas pequeñas esculturas efímeras, hechas no solo con materiales sino también con figuras naturales –el círculo, el degradé de colores, la serpentina–, transforman no solo el amplio campo de las prácticas estéticas sino incluso una geografía más específica y cercana: el universo del land art que habitualmente se juega en la monumental intervención de lo no-natural en la Naturaleza (por ejemplo, en el caso de las imponentes instalaciones de Christo & Jean Claude), pero también el de la escultura y su campo expandido, que aquí combina la salida del museo con una apuesta por lo efímero.

Del mismo modo, no me atrae ni lo inespecífico ni lo inclasificable del libro de Busqued, sino en su efecto de desclasificación. El texto de Busqued podría leerse echando mano a marcos de lectura ya conocidos y leerlo no digo ya como caso clínico pero sí en el contexto de, por ejemplo, los modos de inteligibilidad que a partir de los años 60 produjo el llamado nuevo periodismo –en la línea de Rodolfo Walsh o de Truman Capote– o la gran biblioteca que articula nuevas modulaciones en lo que a grandes rasgos definimos y leemos como no-ficción y que de modos distintos, involucran las técnicas literarias –más específicamente, el oficio del escritor y las estrategias de escritura–, al servicio de la investigación periodística, la entrevista y el testimonio, al servicio de un hacer público aquello que permanecía oculto o desconocido para la opinión pública. Prefiero, en cambio –y esta es la hipótesis general de lectura que propongo aquí–, leerlo como un libro que nos habla de las nuevas formas de eso que llamamos literatura en la contemporaneidad. Se trata de un tipo de escrituras menos interesadas en exhibir la maestría verbal del escritor y su filiación con la larga tradición de las letras y más preocupada por idear marcos de exhibición y percepción de ciertos fragmentos del mundo, de ciertas partículas de lo real, que se han recolectado especialmente para llevar adelante esta tarea. Y que, tal como ocurre con Goldsworthy son, simultáneamente, material, procedimiento y tema de la escritura.

¿Qué tipo de partículas atrae Magnetizado? La historia empezaría en septiembre de 1982, cuando aparecen asesinados tres taxistas. Todos acaban caídos sobre el asiento delantero de sus vehículos; todos, en esquinas oscuras del barrio Mataderos de la ciudad de Buenos Aires; todos, con una bala calibre 22 en la sien derecha. Gradualmente, la prensa le da más lugar a los hechos y la policía hace circular un identikit del hipotético asesino serial. Un mes después, un hombre se presenta en la comisaría y explica que el autor de esos crímenes es su hermano, Ricardo Melogno. Se trata de un joven de 20 años que nada tiene que ver con el identikit que circulaba y que resulta apresado sin oponer resistencia. En el interrogatorio, admite de inmediato la autoría de las tres muertes y confiesa otra cerca del mismo barrio pero cruzando la General Paz. Es justamente este problema jurídico el que provoca dos procesos distintos:

se lo declara inimputable por insania mental en los tres homicidios de Capital Federal. El tribunal que lo juzga por el homicidio en Provincia lo considera responsable de sus actos. Es condenado a cadena perpetua (…) La causa no se unifica. Para una jurisdicción es insano, para la otra es responsable penalmente. (Busqued, 2018: 26-27)

Como sintetiza él mismo: «Premio Nobel de psiquiatría para la justicia de la Provincia, que tiene el remedio para la locura: la avenida General Paz» (120).

Magnetizado es un relato sobre la territorialidad, las jurisdicciones de los aparatos del Estado –la cárcel, la escuela, el manicomio– y sus rutinas de abandono y precarización de la vida. ¿Adónde debe ir ese cuerpo que borronea las fronteras entre víctima y victimario? ¿Qué institución es la más adecuada para abandonarlo a su suerte? En el momento que se escribe el libro, en 2016, Melogno está en la unidad 20 del Hospital Borda. Lleva 34 años de encierro cumplidos en prisiones y hospitales psiquiátricos donde mantuvo una conducta intachable que le ganó el respeto de los demás reclusos. Magnetizado tiene entonces, un imán que se llama Ricardo Melogno y que atrae una serie de partículas que el libro selecciona, acumula, reordena/procesa y exhibe –en una serie de verbos (u operaciones) claves para los debates sobre arte contemporáneo en el presente–. Hay zonas narrativas que relatan los hechos ocurridos en la década del 80; hay también fragmentos de noticias que a veces se integran a esa narrativa, pero también hay capítulos que son transcripciones directas –sin relato que los cohesione o matices– de párrafos aparecidos en Clarín, Gente,La Prensa. Hay incluso páginas en las que se avanza un paso más en ese collage y se presentan noticias con la tipografía, el formato y demás de la edición original [Fig. 3]. Se incluyen también los diálogos con el juez y una psiquiatra que intervienen en el caso y, cerca del final, unas páginas ficcionalizan los pensamientos del joven Melogno luego de cometer el primer asesinato. Todos estos materiales interrumpen, intervienen y agujerean lo que aparece como columna vertebral del libro: unas páginas numeradas con puro diálogo que son, según se indica al final del libro, el resultado del procesamiento de un material en bruto: 90 horas de diálogo con Ricardo Melogno, grabadas entre noviembre de 2014 y diciembre de 2015.

Página 14 y 15 del libro Magnetizado, de Carlos Busqued.
Fig. 3.
Página 14 y 15 del libro Magnetizado, de Carlos Busqued.
Anagrama, 2018.

Página 14 y 15 del libro Magnetizado, de Carlos Busqued.
Fig. 3.
Página 14 y 15 del libro Magnetizado, de Carlos Busqued.
Anagrama, 2018.

Lo que ordena cada una de estas piezas es un procedimiento que Manuel Puig ensayó ya en su primera novela de 1968, La traición de Rita Hayworth, donde la titulación y la diferencia de géneros narrativos, voces y estilos se hacían cargo de la pulverización del narrador y arriesgaba una estética que se arrimaba no solo al cine como tan bien advirtió la crítica, sino también a formatos como la instalación y el happening que empezaban a tomar la escena de fines de los años 60. Entonces, lejos de leer Magnetizado en el marco de la no-ficción y así dejar lo más intacto posible ese campo que llamamos literatura, me interesa recuperar su efecto desclasificador y escuchar lo que nos dice el libro sobre las nuevas prácticas estéticas contemporáneas. Su atractivo no es el virtuoso zurcido invisible de materiales de distintas procedencias, ajustados allí al servicio de un relato, sino todo lo contrario. Magnetizado explora el libro como un tipo particular de dispositivo: el libro como mesa de disección para encuentros inesperados de fragmentos de lo real o como estantería que exhibe un rejunte de cosas extrañamente excéntricas y separadas entre sí, conectadas por simple contigüidad o yuxtaposición. Sobre esa estantería, sobre esa mesa, sobre esas páginas, Busqued dispone una serie de lenguajes –el de los medios, el del discurso médico-legal, entre otros–, pero los selecciona a partir de la particular modulación de las voces que los encarnan.

«Buscan al Psicópata que Asesinó a los Tres Taxistas, a Balazos, en Mataderos» dice el titular de un diario que subraya el estruendo con una puntuación cortante y un uso anómalo de las mayúsculas (Busqued, 2018: 14-15). Un oscuro informe de 1984 sentencia: «Personalidad anómala. Psicópata esquizo perverso histérico. No es una enfermedad mental, sino una desviación de la personalidad normal» (26). Una entrevista más reciente con la psiquiatra termina así:

¿Vos fantaseaste seriamente con matar a alguien? (…) Bueno. Yo también. (…) Dos veces al mes voy a un polígono (…) Y cada vez que voy gasto dos cajas de munición. Y cada vez que tiro, estoy pensando en esa persona. Pero cada vez que disparo a un blanco mentalmente le estoy disparando a la cabeza. (…) Si miramos los antecedentes, Ricardo cometió cuatro homicidios y yo ninguno. Pero en la situación actual, capaz que soy más peligrosa yo. Y acá estamos, charlando. (137)

En las páginas de Magnetizado no se juntan no solo los tonos adustos del discurso médico-legal y la voz altisonante de la palabra pública de la prensa, sino también los chirridos de sus resortes minúsculos. Con esos tonos no solo menores sino fundamentalmente residuales, Busqued monta una instalación de voces que amplifican y distorsionan aquello que vertebra la composición: la entrevista a Melogno –las noventa horas de grabación que, desde la contratapa del libro, parecieran ser el único material en juego cuando en realidad es la columna vertebral de un trabajo que atrae una variedad de materiales y tonos–.

¿Y de qué habla Melogno? De todo o de casi todo. Habla bastante poco de los asesinatos y mucho de su infancia, de su madre, de la vida en el encierro perpetuo. Su discurrir está, por supuesto, seleccionado y moldeado por Busqued que, al igual que Goldsworthy, elige qué elementos funcionan mejor o engarzan con mayor exactitud en el diseño general de la obra. Hay hojas que tienen una forma o un color más adecuado para lo que busca el artista, hay fragmentos, detalles, anécdotas que articulan mejor ese sedimento de lenguajes que habita en la voz del asesino.

Melogno habla el lenguaje carcelario –las estrategias de supervivencia de la cárcel–, pero también deja que hable el relato de la crueldad familiar y el abúlico abandono institucional. Su voz lleva también las incrustaciones de una lengua religiosa y anómala, que amalgama las prácticas evangélicas de la madre, las supersticiones y esperanzas populares, las explicaciones de un pseudocientificismo anacrónico1 y también el cotilleo milagrero sobre el que se ha ganado el respeto de los demás presos.

Melogno es casi pura voz en el libro de Busqued. Se lo deja hablar en extensos monólogos que ocupan todo un capítulo o en contrapunteos con breves intervenciones del «narrador». Esa apuesta por la oralidad –el espacio que tiene la voz del protagonista en el libro, en términos de extensión, pero también el hecho de que esas mentadas 90 horas de grabación sean el eje que ordena los demás materiales reunidos por Busqued– coincide con lo que Tom Wolfe (2018) señala como uno de los cuatro procedimientos de construcción textual distintivos del nuevo periodismo.2 Sin embargo, para los narradores de los 60 –y me atrevería a incluir aquí a Puig, pese a sus diferencias–, la voz de los personajes de cualquier relato de ficción o no-ficción se concebía en términos de estilo, es decir, como peculiaridad individual en el manejo del sistema normalizado de la lengua. Esa estilística de la voz decía algo sobre el individuo, sobre su pertenencia de clase, sobre su visión del mundo porque lo que estaba en juego no era la oralidad, la voz misma sino la puesta en uso del lenguaje –asentada en la oralidad como una de sus expresiones posibles–. En Magnetizado, Melogno habla y habla, habla y se deja hablar pero su voz no se concibe como estilo sino como secreción corporal.

En Una voz y nada más, Madlen Dólar identifica a la voz como «elemento material refractario al significado» (2007: 28). Se trata de aquello que se imagina ornamental y accesorio, excedentario y asistemático y sin embargo deja un resto que señala los límites de lo simbólico. A partir de una serie de fenómenos de dudosa asimilación al sentido –el acento, la entonación y el timbre–, la voz juguetea con el sentido, agregando significaciones inesperadas –la procedencia del hablante, el humor o la ironía, para citar algún ejemplo–, pero sobre todo se revela como instancia de juntura entre cuerpo y lenguaje. La voz es lenguaje expelido por un cuerpo, residuo sonoro.

Magnetizado es, entonces, una gran instalación sonora atenta al grano de la voz de su protagonista, tal como lo define Roland Barthes, «la materialidad del cuerpo hablando su lengua materna» (1986: 265). De hecho hay pocas, poquísimas descripciones del personaje y cuando se lo describe es para identificar su cuerpo como otro lugar de (re)inscripción de la palabra:

En el brazo izquierdo tiene un tatuaje con tres símbolos alineados verticalmente: arriba un 666, al medio una cruz invertida y debajo de todo, una esvástica dextrógira. La línea de símbolos está custodiada por dos serpientes rampantes a derecha e izquierda. (Busqued, 2018: 9-10)

El satanismo berreta del asesino enlaza la voz del protagonista como resto material y corporal, con todos esos residuos sonoros que se incrustan en su voz y ese cuerpo fuera de lugar. Escritura en el cuerpo, incrustación y montaje en la voz.

«Me contaron de alguien que te vio levitar» dice una voz sin nombre en la primera línea de Magnetizado. Busqued abre el libro con un cuento carcelario, con una ficción cualunque, compartida y secreta, de nadie y de cualquiera. Después de preguntar quién le contó ese cuento, Melogno responde: «no, bueno, pero es una persona muy influenciable ese muchacho. Entre otros problemas fuertes que tiene» (9). Desestimado como información verdadera, sin coincidencia con lo que Melogno puede hacer o imaginar sobre sí mismo, el cuento carcelario dice, sin embargo, algún tipo de verdad. Dice una verdad sobre la circulación de la palabra en espacios cerrados, sobre la vulgata y la vox populis, sobre las formas de la superstición y la crueldad. Y, también, es un cuento sobre un cuerpo que cuentan unas voces.

«Me contaron de alguien que te vio levitar» dice la voz del que charla con Melogno y así cifra la propuesta del libro, que no le cede la palabra a Melogno para que cuente su propio cuento, lo no contado, su verdad de subalterno. Tampoco reúne con erudición archivera los cuentos que lo hicieron ser lo que es o hacer lo que hizo. Ni siquiera organiza las voces de los testigos y peritos calificados que permitirán recomponer un rompecabezas donde se vea el hecho y sus causalidades. Porque Magnetizado no se rige por ninguno de los vectores que fundan la novela naturalista, la criminología decimonónica o el profiling contemporáneo –entender al hombre para entender el delito, entender el entorno, para entender al hombre– ni siquiera se deja guiar por la pasión investigadora del nuevo periodismo. Se trata de lo contrario: de cartonear voces que más que anómalas o anónimas son cualunques –vulgares y de cualquiera–. Con esos relatos de segunda mano sin control de calidad, Busqued arma una poderosa instalación sonora para que el cuento sobre unas voces que cuentan sobre un cuerpo –el cuerpo de un asesino tatuado y suspendido en el aire– se cuente solo.

Diario teatral

Un año antes de la publicación de Magnetizado, otro artefacto se instala en un campo de problemas similares. Me refiero a Diarios del odio, a la puesta teatral de Silvio Lang y el grupo ORGIE de la instalación (de 2014) y el libro de poemas (publicado en 2016) de Roberto Jacoby y Sid Krochamalny. Silvio Lang pone en escena un poemario que Jacoby y Krochamalny producen con retazos de los comentarios de lectores posteados en las páginas digitales de los diarios Clarín y La Nación, entre 2008 y 2015.3

En Diarios del Odio, Lang construye un gran dispositivo de escucha, reproducción y mixtura de voces reales que a su vez, cuentan un relato que puede ser anónimo –está oculto bajo el nickname que el comentador elija para participar en el foro del diario– pero también puede no serlo y guiarnos a un perfil real de Facebook u otra red digital. En todo caso, creo que la anonimia no es la condición central –no se trata de algo que se dice solo porque no hay sujeto responsable que se haga cargo de esas palabras–, su característica sine qua non es ser cualunque: una palabra vulgar, común, devaluada, mal copiada, mal escrita, mal formulada y, sobre todo, repetida y repetible por cualquiera.4 Ese «no importa quién habla» que abre la conferencia de Michel Foucault ha dejado de ser una desaparición en la trama virtuosa de la escritura, para tornarse un desaparecer en una enunciación efectivamente sin autoría, un murmullo que puede ser pronunciado por cualquiera, da igual.

Más allá de sus múltiples procesamientos para integrarse al dispositivo teatral o libresco, se trata de un murmullo que ya viene marcado por un núcleo ficcional, por una dimensión chismosa y fabulera: se trate de los cuentos de y sobre el asesino serial –entre el monstruo humano como anomalía jurídica y natural y el tipo oscuro cuya gran verdad es la medianía y el lugar común–, o se trate de ese engranaje baratongo que pone a andar el gran mito colectivo de odio justificado a una serie de subalternos que, según el mismo mito, han expropiado un lugar que no les corresponde –migrantes, mujeres, putos, lesbianas y personajes variopintos de la cosmogonía peronista más reciente: militantes pero también cobradores de planes y desocupados–.



En la dictadura
Néstor Kirchner les chupaba la pija
A los militares,
Y los militares decían
ChupáKA
Y Néstor chupaba…

Gabriel Giorgi y Ana Kiffer leen la puesta teatral de Lang junto a otros artefactos similares, en el marco del odio como afecto heterogéneo que conjuga pasiones –que van desde la bronca, la furia, la ira y la indignación– y advierten su carácter abyecto «o al menos colindante con la abyección fundamentalmente porque se enlaza con lo que una sociedad –y sus formas de subjetivación– declara como desechos, como detritus, como instancia de repudio».5 Es justamente esta retórica de lo residual que lleva el insulto y la injuria al terreno de lo porno, lo soez y lo procaz la que exacerba también lo corporal y lo vuelve el campo de disputa de sentidos sobre lo estético y lo político.

Silvio Lang coreografía entonces, igual que lo hace Busqued, un gran cuento sobre ciertos cuerpos. Cuerpos que ejercen y que son depositarios de corrientes de violencia. La puesta de Lang también abre preguntas sobre dónde deben ubicarse esos cuerpos, qué institución es la que debe contenerlos, desde donde pueden hablar, desde dónde deben ser hablados. Por eso, la puesta explora esas voces signadas por el mismo tufo evangélico que habita el fraseo del gris asesino serial de Magnetizado. Ese murmullo que vocifera en los foros digitales, se canturrea en los Diarios con los tonos del pop religioso mientras vemos –como si fueran los tatuajes de Melogno– una masa sanguinolenta de cuerpos que se amasijan sobre el escenario [Fig. 4 y 5].

Diarios del odio, dirección de Silvio Lang, 2017
Fig. 4.
Diarios del odio, dirección de Silvio Lang, 2017
Fotos de Sebastián Freire, cortesía del fotógrafo.

Diarios del odio, dirección de Silvio Lang, 2017.
Fig. 5.
Diarios del odio, dirección de Silvio Lang, 2017.
Fotos de Sebastián Freire, cortesía del fotógrafo.

Con sus temporalidades a contramano, ambos objetos proponen además una reflexión contemporánea sobre la relación entre la palabra y el presente. El libro fija la historia oral de su personaje, opera como una máquina que graba y registra una voz y un cuerpo cualquiera que a su vez, magnetiza otras voces y otros cuerpos. Y a su vez, se escabulle de los límites que impone no solo lo que se entiende por literatura sino incluso el mismo soporte libro, para experimentar con la instalación y la puesta en juego de materiales de archivo y con la «documentación» que rodea al caso. La puesta teatral en cambio, reinstala la palabra en el campo de lo efímero y lo oral. Si el periódico está ligado a la velocidad de lo que se llama «actualidad», esas escrituras que comentan las noticias, operan una duplicación de la inmediatez: tipean aquello que se dice y miman los modos del decir, escriben una oralidad residual, dicha por cualquiera y de cualquier modo. Son escrituras orales que el poemario de Jacoby y Krochamalny intentó fijar en la pared de una galería o en las páginas de un libro y que Lang, bajo la forma del parlamento teatral o el canto, devuelve reprocesadas a la oralidad como unas palabras que se excretan, literalmente, desde los cuerpos.

Fragmentos de lo Real

Magnetizado y Diarios del odio no participan de los viejos realismos –no se integran a la mímesis decimonónica, con su anclaje en los tipos sociales y sus hipótesis de recomposición de una totalidad que la obra ofrece como contrapunto a la percepción alienada y fragmentada de lo social– ni tampoco de sus secuelas en el siglo XX. Hay una serie de torsiones que les permite eludir incluso el campo de la no-ficción, la investigación periodística y el testimonio para ubicarse en el espacio que abre eso que Hal Foster llama el retorno de lo real. Se trata de un «pasaje de la realidad como representación a lo real como real traumático» (Foster, 2001:150), que permea las prácticas estéticas contemporáneas y que toma como horizonte de expectativas, dispositivos como la instalación y la performance. Es a partir de esos dispositivos –que las vanguardias del siglo XX diseñaron especialmente para concretar ese pasaje de la obra duradera y orgánica a la experiencia siempre efímera y cuyo procedimiento constructivo central es el montaje – que la escritura busca armar un laboratorio en el cual producir esta experiencia-libro y este reenactmen teatral, para alejarse de la representación y abocarse al diseño de máquinas capaces de exhibir fragmentos «en crudo» de eso que llamamos mundo.

Y ¿qué dicen estas máquinas parlantes? ¿Cuáles son los sentidos que surgen de los fragmentos que montan ante nuestros ojos? Estas instalaciones sonoras que toman la forma de un libro o de una indagación escénica y convierten a sus autores en curadores de voces y discursos cualunques, más que en escritores y dramaturgos del alto modernismo, ¿qué tipo de cuento cuentan? ¿De qué hablan esas voces, ese chorreo de palabras al que no se lo traga la anonimia sino la vulgata, la medianía, lo que puede decir cualquiera?

Si uno busca en Magnetizado, la respuesta a la pregunta cómo y por qué Melogno eligió a sus víctimas y sobre todo por qué los mató, no va a encontrar una respuesta en el libro de Busqued. Del mismo modo que no va a encontrar una respuesta en los Diarios del Odio al interrogante sobre la o las causas de esas escrituras odiantes. No es que las obras –Magnetizado o Diarios del Odio– eludan la explicación. Ninguna de ellas se ubica en un lugar más o menos cínico de exhibición y naturalización de la violencia. La respuesta es otra.

En el libro de Busqued hay, como propone la psiquiatra en la entrevista final, «un revoltijo de probables causas» y un «agujero en la información disponible» (Busqued 2018:133). La violencia es inexplicable en términos puntuales e individuales: ni Melogno sabe, ni explica qué lo llevó a cometer la serie de asesinatos, ni el aparato psiquiátrico logra acordar un cuadro clínico.6 Lo que emerge, de ese revoltijo y de ese gran agujero, es una red de crueldad microfísica que no por casualidad eclosiona a comienzos de los años 80. Revoltijo y agujero. En el último año de la dictadura, un individuo –que no es un gran criminal, un monstruo temible y, simultáneamente, admirable como son los serial killers de los relatos policiales, sino un tipo gris y vulgar– visibiliza algo que no es más que un estado de la violencia y una violencia del Estado. Después de todo, Busqued no deja de preguntarse cómo lo hizo también en Bajo este sol tremendo, sobre las formas de introyección y privatización de la violencia estatal. Sus personajes –el represor, mano de obra desocupada que se las rebusca con un microemprendimiento a cargo de secuestros extorsivos– son eso: no una anomalía en un campo de paz, sino un grumo, un momento de individuación de una crueldad que ha sido el combustible del Estado genocida. Por eso, la de Busqued es una escritura indispensable que redefine las llamadas «narrativas de hijos», una versión generacional del Estado desaparecedor, que exhibe aquí su contracara más oscura, más común, más cualunque.

Por otra parte, Giorgi (2020: 27) sostiene que el poemario y la puesta de Lang redefinen no solo lo que llamamos literatura –además de sus territorios y soportes –, sino también lo que hoy llamamos democracia. Se trata de una transformación necesariamente doble: por un lado, un nuevo régimen escriturario donde «lx ‘cualquiera’, lxs plebeyxs, lxs no autorizadxs (es decir, aquellxs que no son “autorxs” y ni tienen autoridad), toman la palabra a través de la escritura y disputan las enunciaciones públicas»; y, por otro, una transformación –efecto de lo anterior– en el campo de lo que definimos como democracia. Esas escrituras de los cualquiera hacen del odio un afecto central para la construcción de algo del orden de lo común y también un espacio en el que el odio se vuelve una suerte de derecho del ciudadano. La democracia es, para estas escrituras cualunques, el espacio del derecho a la libre expresión del odio.

Leídos juntos, el libro de Carlos Busqued y la obra de Silvio Lang funcionan como una extraordinaria caja de resonancia del murmullo de la residualidad de la lengua. Todo ese detritus de lenguajes que constituyen el humus de lo decible en un momento determinado, que separa ruido de palabra, que se reproduce y reprocesa, para dejar oír un sampleo sobre la historia de las formas de la violencia, como estallido y latencia en un campo de regularidad que percibimos como vida cotidiana.

Revoltijo y agujero. Ya sea que se cuente el cuento del asesino serial que a fines de la dictadura se carga a cuatro taxistas sin motivo alguno o los cuentos compartidos por las hordas de comentaristas que justifican su odio a comienzos de la restauración conservadora de 2015, las escrituras contemporáneas no dejan de rodear ese revoltijo causal que agujerea lo real. El asesino y los comentaristas, los taxistas y los blancos del odio son figuras de cierre y también figuras anticipatorias de un nuevo estado de lo decible y lo escuchable. Un realismo traumático, como lo llama Hal Foster, acecha la imaginación estética del presente [Fig. 6].

 Objeto con ramas montado sobre agua
Fig. 6.
Objeto con ramas montado sobre agua
Andy Goldsworthy. Screen, 1998. http://www.artnet.com/artists/andy-goldsworthy/

Referencias

Barthes, Roland (1986). El grano de la voz. En Lo obvio y lo obtuso. Imágenes, gestos, voces (Traducción al español: C. Fernández Medrano). Paidós (1982).

Busqued, Carlos (2018). Magnetizado. Anagrama.

Dolar, Mladen (2007). Una voz y nada más (Traducción al español: Daniela Gutierrez y Beatriz Vignoli). Manantial (2006).

Foster, Hal (2001). El retorno de lo real. La vanguardia a finales de siglo (Traducción al español: Alfredo Brotons Muñoz). Akal (1996).

Giorgi, Gabriel y Ana Kieffer (2020). Las vueltas del odio. Eterna cadencia.

Lang, Silvio, dramaturgia y dirección (2017). Diarios del odio. Dirección y composición musical: Valentín Piñeyro.

Riedelsheimer, Thomas, dirección (2001). Rivers and Tides. Andy Goldsworthy Working with Time. Medioplis / Skyline.

Wolfe, Tom (2018). Why They Aren’t Writing the Great American Novel Anymore. A treatise on the Varieties of Realistic Experience. Esquire.https://www.esquire.com/lifestyle/money/a20703846/tom-wolfe-new-jounalism-american-novel-essay/

Notas

1 De esta zona viene el título del libro. Cuenta Melogno: «Estoy comiendo en los Dos Hermanos, que resultó quedar a una cuadra de donde dejé el auto. Me siento a comer y veo que se me pegan los cubiertos a la mano. Lo primero que se me ocurre pensar es: “La mierda, estoy magnetizado, qué me pasó”». La explicación causal está muy lejos de responder a las premisas del viejo magnetismo decimonónico. Se trata de algo mucho más prosaico: «Me fijo bien, y no: tenía sangre en la mano. Era la sangre lo que me hacía pegar el cubierto. A la mierda. Me miro el pantalón. Manchado de sangre. La campera: con manchas de sangre» (Busqued, 2018: 80). En estos procedimientos se juega la producción de sentidos del libro. Esa dimensión traumática de lo real, ese momento culminante de la violencia en el que alguien mata a otro sin motivo, ni siquiera se percibe como tal porque resulta obturado por la causalidad pseudocientífica. Lo medular aquí, creo, tiene que ver con los efectos sobre la construcción del personaje central: no es un sujeto extraordinario, un asesino frío y calculador, un psicópata de extraña ralea. Se trata más bien de un tipo común, por momentos víctima, por momentos simpático. Y es justamente esta medianía la que cifra la propuesta del libro que lo ofrece no como alteración salvaje sino justamente como condensación de un estado normalizado de la violencia.
2 La enumeración de Wolfe (2018) detalla 1) la construcción del texto a partir de escenas, 2) el uso del diálogo, 3) la tercera persona focalizada en algún personaje y 4) el uso de detalles que el escritor caracteriza como «simbólicos», es decir, codificables en términos de información sobre los personajes y los ambientes. El que aquí me interesa, el diálogo, no sólo apunta a la recepción –el diálogo involucra mucho más al lector, dice Wolfe – sino, fundamentalmente, al personaje. «It also establishes and defines character more quickly and effectively than any other single device», sostiene Wolfe.
3 Algunas imágenes de la instalación de 2014 pueden encontrarse en la reseña que le dedicó la revista Ramona (disponible en http://www.ramona.org.ar/node/54015), la publicación de 2016 salió por N Direcciones, la indagación teatral de Silvio Lang y el grupo ORGIE se presentó en la Universidad de General Sarmiento, en el teatro Margarita Xirgu y el Centro Cultural Paco Urondo, entre otros lugares (algunos fragmentos de la puesta están disponibles en https://vimeo.com/261505699).
4 Uso el término cualunque como equivalente de «cualquiera» –un lugar disponible para ser ocupado no solo por un todos en virtud de rasgos compartidos, sino también por una totalidad fluctuante de los que se amontonan para ocupar un mismo lugar aunque haya rasgos que también señalen diferencias–, y también como «qualunque» en el sentido del vocablo original en italiano, es decir «común». Lo «común» puede ser lo interseccional, lo que construye comunidad, lo que pertenece y aúna a varios pero también lo «común» es la marca de una nueva subjetividad política: el hombre del llano –una figura que en los años 80 el discurso periodístico había encarnado en un personaje femenino, «Doña Rosa»– y que en virtud de su simpleza es hoy el combustible indispensable para los empoderamientos de las nuevas derechas –desde Trump a Macri o Bolsonaro–. Agrego además, la resonancia de lo cualunque que agrega a estos sentidos que vienen del cualquiera y de lo común, un sedimento particular que suma no solo lo vulgar, lo de mala calidad y lo degradado, sino también los efectos del lunfardo y la serie de préstamos y traducciones –de lo oral salteando lo escrito, entre otras cuestiones– de una lengua migrante y trabajadora en la Argentina.
5 Lo interesante de la lectura es justamente el subrayado de esa heterogeneidad y polivalencia del odio. El odio mancomuna esta comunidad de odiadores para que vociferen el derecho a la discriminación, a la homofobia, al racismo y al exterminio de toda disidencia, pero también articula un discurso de desobediencia y liberación y, por lo tanto, otro tipo de comunidades. Justamente por eso concluyen Giorgi y Kiffer, la contracara de estas escrituras odiantes no es el discurso de la corrección política, el diálogo o la razón ciudadana, sino el de la potencia creativa del feminismo y su consigna: «al patriarcado lo hacemos concha».
6 En este sentido, es central que la última intervención de la psiquiatra termine diciendo que ella practica tiro y al tirar reemplaza imaginariamente al blanco con una persona específica y sin embargo, está libre. Ricardo Melogno, en cambio, lleva 34 años confinado sin indicios de conducta violenta. Ahí está la decisión «curatorial» para llamarla de alguna manera, de Busqued, de elegir este cierre con una palabra académica, científica o de la especialista que, lejos de aplacar el vendaval abierto por el libro, le deja incluso más abierto aún.

Notas de autor

* Paola Cortes Rocca es crítica cultural, especializada en el cruce entre escritura y visualidad. Obtuvo su doctorado en Princeton University y enseñó en diversas universidades de Argentina y Estados Unidos. Actualmente es investigadora del CONICET y docente de la UNA. Es autora de El tiempo de la máquina: retratos, paisajes y otras imágenes de la nación y de diversos ensayos sobre paisaje y residualidad, fantasmas e imaginación política publicados en October, Iberoamericana y Journal of Latin American Cultural Studies, entre otras revistas.
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