Uno, después de Babel (un lugar para la traducción y para la tra-dicción)
Dando vida a los clásicos: la utopía de traducir Aristófanes[1]
Breathing life into Classics: the Utopic Task of Translating Aristophanes
El hilo de la fábula
Universidad Nacional del Litoral, Argentina
ISSN: 1667-7900
ISSN-e: 2362-5651
Periodicidad: Semestral
vol. 20, núm. 24, e0022, 2022
Recepción: 05 Septiembre 2022
Aprobación: 16 Septiembre 2022
Resumen: En este trabajo nos proponemos reflexionar sobre cuestiones generales de la traducción de textos clásicos antiguos, en particular de teatro griego –dada su naturaleza de libretos pensados para la escena–. A su vez, a partir de nuestra experiencia como traductores de Aristófanes, así como de los testimonios de otros traductores del mismo autor, nos ocupamos de puntualizar una serie de dificultades –no exhaustivas–, a la hora de trasponer la lengua aristofánica al español, entre otras, los juegos lingüísticos, los nombres parlantes, el léxico obsceno, los coloquialismos, las menciones a los hechos y personajes de su tiempo.
Palabras clave: Aristófanes, comedia antigua, traducción.
Abstract: In this paper we aim to reflect on general issues in the translation of ancient classical texts, particularly Greek theater -given their nature as scripts intended for the stage-. At the same time, based on our experience as translators of Aristophanes, as well as on the testimonies of other translators of the same author, we will point out a series of difficulties -not exhaustive-, when transposing the Aristophanic language into Spanish, including, puns, speaking names, obscene lexicon, colloquialisms, mentions to the events and characters of his time.
Keywords: Aristophanes, ancient comedy, translation.
"(...) the adage 'Make it New' is the best way to show respect for the old."
Fuente: (Harrop & Wiles, 2008:63)
La renovación de las traducciones de la poesía grecolatina a lengua española –un caso evidente en Argentina en los últimos veinte años–[2] obedece a una realidad inobjetable: los textos originales pueden no envejecer –los textos clásicos son clásicos precisamente por no perder su vigencia a pesar del paso del tiempo–,[3] pero las traducciones tienen indefectiblemente fecha de caducidad. Cada nueva traducción da nueva vida al texto original, y los textos grecolatinos, cuyo número de lectores en lengua original es muy reducido, dependen muy especialmente de esas traducciones para su existencia.[4] En palabras de Lianeri y Zajko (2008:10): “(…) the necessity of translation indicates that no aspect of the classic can survive in the present in an unmediated form; while, at the same time, the very existence of translations confirms that it is impossible simply to repudiate the idea of cultural survival”.
Esta situación posiciona a los traductores en un lugar no siempre reconocido, el de “interventores” en la diseminación de los textos: la trascendencia de un texto está inscripta y mediada por su traducción, que es la que le permite permanecer significativo en un entorno lingüístico y cultural nuevo. Cada nueva traducción no solo genera nuevas copias, sino que establece y refuerza el estatus y valor de un texto, contribuyendo a su proceso de canonización. Pero eso no es todo: cada nueva traducción inscribe una nueva interpretación, consolida su lectura y genera nuevos lectores.[5] Y esta interpretación es un acto de creación: se da a luz un texto que antes no existía, ni en el lenguaje extranjero ni en el de llegada (Venuti 2008:35).
De entre la profusa variedad de propuestas teóricas acerca de cómo pensar los mecanismos de la traducción, la ecuación que asocia traducción a “interpretación” es la que mejor “traduce” nuestra propia idea del problema: interpretar antes de traducir y garantizar los “efectos” del texto en su transposición; vale decir, formular hipótesis interpretativas acerca del “efecto” previsto por el original. Interpretar significa hacer una apuesta al sentido de un texto y a sus efectos; ha escrito Eco: “la partida de la tan mentada ‘fidelidad’ de una traducción se juega sobre las bases de esas decisiones interpretativas” (Eco, 2013:202).[6] En toda traducción hay un proceso de “negociación” (Eco 2013:25), según el cual para obtener una cosa se renuncia a otra. Ambas partes involucradas –por un lado, el texto fuente, el autor y la cultura donde el texto nace, y, por otro, el texto de llegada y la cultura en la que se introduce, junto con el sistema u horizonte de expectativas de los lectores previstos– deberían terminar con una sensación de razonable y recíproca satisfacción.[7]
La traducción de las obras de teatro, por su parte, presenta no pocas peculiaridades, porque un texto dramático involucra una situación de comunicación de múltiples agentes y destinatarios.[8] Los dramas que nos han llegado de los antiguos griegos son la transcripción de libretos, esto es, partituras formalizadas probablemente luego de la puesta en escena (Andrisano 2014:7): sus autores escribían para actores, no para lectores, para una única ocasión, para un lugar específico y para un teatro cuyos condicionamientos nos son completamente ajenos.[9] El propio autor, en calidad de instructor (‘didáskalos’), estaba presente en la preparación de la puesta en escena (cf. Ley, 2013), razón que explicaría en parte la ausencia de indicaciones de tipo escénico (‘parepigraphaί’) en los textos que se han conservado, salvo raras excepciones que podrían deberse a interpolaciones posteriores incluidas en los códices, como sostiene Taplin (1977). En rigor, hay muchas indicaciones escénicas, solo que encriptadas en el propio diálogo de los personajes. Algunos suponen que toda la información necesaria está garantizada por el lenguaje verbal (Arnott, 1991; Taplin, 1977): el texto memorizado por el actor habría sido el único que registraba las directrices de representación de manera extrapolada (entrada o salida de los personajes, movimientos, gestos –‘cheironomίa’– altamente codificados) (Rossi, 1989).[10] Incorporadas al diálogo, las didascalias se convierten en un texto residual que, en una representación –y traducción– moderna, bien podrían obviarse.[11] El espacio teatral griego era un espacio esencialmente vacío, y el diálogo dramático se veía en la necesidad de salvar esta ausencia. A través del lenguaje se creaba la escenografía: por ejemplo, es sabido que la puerta de la ‘skené’ podía resemantizarse y representar diferentes moradas en una misma obra (lo que la lengua construía, ella también lo podía destruir).[12] La palabra, por esto, centralizaba y guiaba el proceso de semiosis, abasteciendo aspectos que el teatro moderno cubre con signos visuales.
La traducción de una obra de teatro no debería disociar el texto de la praxis teatral; por el contrario, resulta amigable cuando ayuda al lector –que podría ser un eventual director– a imaginar la escena, a modo de guía. En ese sentido, deberíamos reparar que, desde el punto de vista performativo,[13] la palabra es voz y, por tanto, un producto corporal y material –todo el cuerpo está involucrado en el hablar. Por ello, según Harrop & Wiles (2008), los traductores deberían explorar también los modos en que los textos pueden ser capaces de sugerir modos de corporalidad y sistemas de movimiento, lo que significa prestar atención a la relación entre ‘léxis’ y ‘schémata’, para decirlo con términos griegos. Existiría la necesidad de que una traducción sea no solo ‘decible’, sino también ‘movible’, ‘danzable’, y para ello tendría que atender a toda información paralingüística o suprasegmental sugerida en el texto, como ritmos, pausas, entonación, cambios de tono y también de registro, silencios, y movimientos: “This corporeality of the spoken or sung word tends to be forgotten in a culture of the book, and it is symptomatic that discussion of embodiment has virtually vanished from academic discussions of drama in translation” (Harrop & Wiles, 2008:62).
El griego era un teatro marcado por los lazos con “su” público –pensemos que el coro estaba compuesto por ciudadanos comunes en quienes los espectadores podían verse reflejados (de Cremoux 2013)–, y esta dependencia con la ocasión de la representación se refleja en el lenguaje, que retoma categorías conceptuales y debates importantes de la vida política de la Atenas del momento. ¿Cómo dar cuenta, pues, de las condiciones culturales y sociopolíticas de producción del texto de partida teniendo en cuenta al mismo tiempo las condiciones del de llegada? No se trata por tanto solo de las diferencias estrictamente lingüísticas, sino de las diferencias políticas, culturales y económicas también implicadas en una traducción, que trasciende el trasvase entre dos lenguas para volverse el trasvase entre dos culturas o enciclopedias. Como estudiosos de la cultura antigua, estamos especialmente equipados con las herramientas para despejar obstáculos en la comprensión de sus textos, reponiendo información, conciliando el saber académico sobre las convenciones escénicas de la época con nuestra propia experiencia como espectadores de hoy en día.[14]
La reflexión sobre las propias traducciones ha sido una práctica recurrente en los traductores de todos los tiempos. En la Antigüedad, Cicerón, Horacio o Jerónimo son los ejemplos paradigmáticos –podríamos añadir también a Quintiliano y Plinio–. Todos ellos necesitaron garantizar con sus deliberaciones una práctica exitosa de su labor y, de algún modo, han inaugurado una forma de pensar la traducción que se ha perpetuado.[15] Nos sumamos humildemente, en lo que sigue, a estas reflexiones, comentando acerca de las dificultades y desafíos que enfrenta el traductor de la comedia de Aristófanes.[16] Como traductores, integramos un engranaje de relaciones de poder –cultural, político y económico–, del que forman parte las editoriales, los autores, los textos, los lectores y otros agentes, como los del mundo académico. De forma individual, para la editorial Losada, hemos traducido Lisístrata (2008), Asambleístas (2009), Pluto (2011) y Paz (2013); y, en conjunto con colegas de la Universidad de Buenos Aires, Nubes (2008) y Ranas (2011), publicadas por la propia universidad. Las primeras debieron ajustarse a los señalamientos básicos de la editorial, esto es, en prosa respetando línea a línea el original –un verdadero desafío para no caer en la dureza de una reproducción mimética– en una lengua que contemplara lectores a ambos lados del Atlántico.[17] Para las traducciones universitarias, en cambio, optamos libremente por el registro de lengua rioplatense, cercano al habla coloquial, que optimizaba la traslación de los juegos verbales, a sabiendas de que ello suponía un recorte geográfico importante en los lectores. Por la naturaleza de su para-texto (tenor de la introducción, notas eruditas), y por tratarse de traducciones con texto griego enfrentado, estaban destinadas a especialistas o alumnos de la carrera de Clásicas. Sin embargo, por ser traducciones en una lengua plástica y flexible, podrían llevarse a la escena con pocas modificaciones; responderían a la categoría que Walton (2006:182) describe como “faithful to the original but actable”.[18] Es claro que no hay una única traducción posible para cada texto, ni siquiera cuando se trate del mismo traductor –nuestras traducciones responden a intereses distintos, por ejemplo– y, por otra parte, toda traducción es siempre provisoria, un acto literario destinado a permanecer incompleto (Bassnett, 2011).
Hay coincidencia en que es mucho más difícil traducir comedia que tragedia. Cuando cruza fronteras geográficas, el humor pierde su valor de divertir, pues a menudo la gracia depende de elementos lingüísticos y culturales, como la visión del mundo y las convenciones sociales, típicos de la lengua y la cultura de la fuente para la cual fue producido. Delia Chiaro (2010:1) lo expresa metafóricamente: “Verbal humour travels badly”.[19] El panorama se complica, además, por la estrecha relación de la comedia antigua con la vida ateniense de su época –evoca debates y discusiones del momento y nombra y lleva a escena a figuras históricas, así como refiere anécdotas y rencillas de poca monta y alude a personajes ignotos. Se trata por tanto de un tipo de texto que exige un amplio prisma de conocimientos precisos sobre la realidad de su tiempo. El problema reside en encontrar el modo como volcar esa abundancia de nombres locales, instituciones típicamente atenienses y nombres propios –lo que Capra (2012:339) denomina “la actualidad obsoleta”–, a los que deben sumarse las referencias geográficas y menciones a eventos y normas culturales. Los traductores solemos salvar rápidamente esta cuestión con notas a pie de página –y así procedimos en todas nuestras traducciones–, una solución que claramente no es pertinente cuando se piensa en una puesta en escena: como suele advertirse, no hay notas al pie del anfiteatro (Condello y Pieri, 2013). Reconocemos que para una puesta en escena es necesaria una traducción cultural, ya que si respetamos todas las referencias históricas corremos el riesgo, como también se ha advertido, de convertir la obra en un anticuario o pieza de museo. Para evitarlo, por ejemplo, se ha procedido a reemplazar los personajes históricos o las anécdotas con referentes modernos, ajenos al universo griego original. En la comedia Ranas, por citar un ejemplo, los trágicos Esquilo y Eurípides pisaron la escena como Pasolini y Fellini, Shakespeare y Shaw, o Brecht y Claudel, entre otros, trazando un recorrido que acerca los límites no siempre precisos entre traducción y adaptación o asimilación.[20] Con los personajes menos conocidos, cuya mención está asociada frecuentemente a la peculiaridad de sus conductas o de sus físicos, bastará con rebautizarlos o adosar a su nombre un epíteto que haga referencia a aquello que lo caracteriza. Agregar así al nombre de Cleónimo el mote de “cobarde”,[21] o el de “glotón” a Heracles, permitiría retener la gracia que provoca su alusión, –el añadido de un epíteto o paráfrasis funciona a modo de glosa incluida en el texto y evita la proliferación de las notas.[22] Dentro de esa serie de conocimientos que formaban parte del universo del espectador medio ateniense estaba también el repertorio de tragedias a las que hacen referencias las citas paródicas que pueblan el texto cómico. En esos casos, el cambio de tono y registro de la lengua de llegada es clave para lograr un impacto estilístico adecuado al original y hacer visible la intrusión genérica.
Sin embargo, el gran desafío del traductor de Aristófanes reside en reproducir en la lengua de llegada los juegos de palabras, neologismos, repeticiones, doble-sentidos, paronomasias, polisemias, violaciones a las reglas conversacionales e implicaturas, ‘aprosdóketa’ (“contra lo esperado”) y contra-sentidos que caracterizan el dinamismo del discurso cómico, lo cual genera esa sensación de incertidumbre lúdica de la que habla Goldhill (1991:213), en tanto existe siempre la posibilidad de tomar las palabras en un sentido o en otro. Las dificultades no son pocas, y en más de una ocasión, sobre todo en las traducciones para la editorial Losada, hemos renunciado a reproducir los juegos de palabras (‘puns’), sobre todo cuando se fundaban en la creatividad morfológica o la arbitraria relación entre sonido y sentido, peculiar en cada lengua. En la búsqueda de transferir los efectos y asociaciones, los recursos pueden oscilar entre la refundición más radical –por ejemplo, actualizando completamente un chiste con menciones a hechos o personajes de la cultura de llegada–, hasta la elección de opciones menos drásticas, como la transmutación o la adaptación. En las traducciones grupales de Ranas y Nubes logramos ilustrar mejor la riqueza de la lengua aristofánica a través de la adaptación del efecto pragmático de estas rupturas de sentidos o la búsqueda de la comicidad a través del uso de las incongruencias y el absurdo. Por otro lado, también jugamos con las posibilidades del voseo y el tuteo (o el Usted) para reflejar registros elevados de lengua –como el de Sócrates en Nubes o en los pasajes paratrágicos–.
La lengua cómica, a diferencia de la trágica, es también sensible a las diferencias étnicas, culturales y sociales de sus personajes. Nos referimos, entre otros, a los errores en el habla de los extranjeros –los persas en Acarnienses o el dios tracio en Aves–, que son factibles de reflejar en una traducción moderna, o, más difícil de resolver, las diferencias dialectales –el laconio de las espartanas y espartanos en Lisístrata, por ejemplo, que no hemos logrado reproducir satisfactoriamente en nuestra traducción y ha quedado entonces invisibilizado, aunque existen propuestas de traducción al español peninsular que han hecho hablar a las espartanas como andaluzas (García Novo, 2002).[23] En la misma dirección, el traductor debe estar atento a las jergas técnicas, evidentes sobre todo en el campo léxico –como sucede con los adjetivos terminados en ‘-ikós’ en boca de los sofistas (Nubes) o el vocabulario leguleyo de los ciudadanos atenienses enfermos por la manía de pleitar (Aves), o la terminología bélico-militar en boca de la heroína Lisístrata, en la comedia homónima–, que tampoco suelen recuperarse en las traducciones a lenguas modernas, con lo cual se deshace la parodia del original y se desvanecen parcialmente los diferentes sentidos de las obras.[24] Ciertamente es de por sí un problema determinar el carácter técnico de algunas palabras cuando al mismo tiempo registran un uso menos connotado y las competencias profesionales todavía no habían alcanzado un grado de especificidad alto. Se exige que el traductor esté atento a los contextos marcados e indagar a fondo en el uso atestiguado de las palabras en cuestión. La gran variedad y libertad en los registros y estilo, la ruptura de los sentidos, el grotesco en general y la inadecuación entre registro y personaje, sumado a la gran cantidad de neologismos que Aristófanes supo crear exigen por parte del traductor una intervención de una manera más visible y un rol más agresivo para destrabar los textos (Walton 2006:157).[25]
Un caso particular de juego lingüístico lo constituyen los nombres parlantes (‘redende Namen’) de muchos de los personajes de comedia, especialmente héroes y heroínas –algunos atestiguados históricamente, otros inventados para la ocasión–.[26] La forma de traducir el nombre es una dificultad no menor a la que se enfrenta el traductor. En Nubes, decidimos reflejarlo en el español. Así Strepsiades (derivado de ‘strépho’, “cambiar”, “girar”, “volver”), normalmente castellanizado como ‘Estrepsíades’, aparece en nuestra propuesta como ‘Tergiversero”. En esta oportunidad, el nombre tiene una relación muy fuerte con la naturaleza proteica del personaje: por un lado, porque cambia radicalmente de opinión acerca de Sócrates y de su escuela; y por otro, porque se interesa por tergiversar la justicia, dando vuelta las razones y manipulando el lenguaje.[27] Regularmente, el nombre de los personajes se conoce muy avanzada la comedia, lo que permite que el autor no solo juegue con su significado, sino también con la sorpresa de su revelación, algo que obviamente se desarticula con la lectura. Para el caso de Lisístrata, para comentar otro ejemplo, optamos por reproducir el nombre estandarizado, que es una transliteración del griego. En principio porque, tratándose de la comedia probablemente más popular de Aristófanes, es rápidamente reconocido por los lectores y acarrea una serie de connotaciones que su transposición al español haría perder, como su vinculación con la lucha por la liberación femenina y el pacifismo más radical –aun cuando esta interpretación dista mucho de la propuesta de la obra–. Por otro lado, porque su etimología tampoco es unívoca: podría significar “la disuelve ejércitos”, y marcaría una relación con el nombre la sacerdotisa de Atenea Políade, una tal Lisímaca (“la disuelve guerras”), o podría relacionarse con el epíteto de la propia diosa Atenea (‘phobesístrate’), en cuyo caso sería "la dispersadora de ejércitos".[28] Como se ve, el traductor debe ser, en primer lugar, un lector crítico, y un escritor luego, para encontrar la forma de dar cuenta de lo que un texto quiere decir, a sabiendas de que siempre se sacrifica una parte en desmedro de preservar otra. También decidimos conservar la transliteración de los nombres de Riqueza y Pobreza, es decir Pluto y Penía (en Pluto), personificación de los conceptos a los que aluden, porque en castellano se perdería la oposición del género gramatical explotado en el griego en término de género sexual.[29]
Hemos dejado para lo último el tema de las obscenidades, que, tanto en su vertiente escatológica como sexual, están relacionadas con el contenido sexualizado de sus argumentos. Según Ewan (2010:82), aun con toda la permisividad que hemos alcanzado en la actualidad, muy pocos traductores están preparados para trasladar a la lengua moderna la total falta de inhibición de la comedia aristofánica en lo relativo a lo sexual y escatológico.[30] El sexo –y los órganos sexuales, sobre todo masculinos– tenía entre los griegos, recordemos, un significado ritual que escapa al lector/espectador contemporáneo: era concebido como algo saludable, un aspecto divertido de la vida, relacionado con la plenitud y la fecundidad, en relación con los cultos religiosos, sobre todo agrarios, como los de Deméter y Dioniso. El desarrollo del lenguaje obsceno reposa sobre una concepción hiperbólica y grotesca del cuerpo humano en los dominios de las funciones alimenticias, sexuales y excrementales. Las expresiones relativas a estos campos suelen ser metafóricas y ello pone en juego la competencia en la traducción del lenguaje figurado. Por otro lado, no siempre la terminología obscena está marcada, y la encrucijada se centra entonces en si dar una traducción científica, eufemística o coloquial de la misma, ya que existe toda una gradación en el léxico asociado al sexo: transita una gama amplia desde la sofisticación muy elaborada a la vulgaridad más escabrosa. En tal sentido, no hemos opacado ninguna mención obscena o vulgar, pero la tentativa de buscar una correspondencia al español que pueda ser comprendida por todos no es una tarea sencilla, porque el nombre obsceno de los órganos sexuales es fuertemente local, idiosincrático, hasta parroquiano, de modo que lo que puede resultar gracioso en España, no lo será en América, vinculado fuertemente como está a la sensibilidad en relación con la propia cultura.[31] En efecto, las sociedades difieren notablemente en la construcción y caracterización del comportamiento sexual y excremental y en los parámetros de aceptación del uso y registro emocional asociados a ellos (Roberts 2008:378).
En cuanto a lo formal, para preservar el efecto rítmico de oralidad que le imprime el metro yámbico al griego, la prosa parece la mejor opción para el diálogo (cf. Aristóteles, Poética 1449a25, 1459a10). Prosa y lengua coloquial son una buena amalgama para los pasajes recitados del texto aristofánico.[32] Sin embargo, la variedad lírica de los interludios corales, los ‘kommoí’, o las monodias (troqueos, anapestos, dáctilos, espondeos, docmios, etc.) requieren un replanteamiento en tal sentido, si no se quiere que esa variedad persista insospechada.[33] En cualquier caso, se nos ocurre que será una empresa ilusoria, porque, aun recuperando los ritmos (algo muy complicado de por sí), se pierden las asociaciones con los sonidos, las relaciones de la métrica con los géneros –un aspecto muy relevante en la poesía griega– o con determinada danza. Pero además, ni siquiera hay un acuerdo entre los especialistas acerca de la valoración de la lírica aristofánica, si tiene o no significado poético –leemos juicios pocos positivos en Silk, 1980, o Parker, 1997) –. Nuestras traducciones han mantenido la prosa también para la lírica, pero sin ignorar que, como afirma Sommerstein (1973:145), “It will perhaps be generally agreed that a translation wholly in prose, whatever its merits, cannot be offered as a fair representation of a play substantial parts of which were originally sung (…)”
Algunas conclusiones
First, and very obviously: translation does not happen in a vacuum, but in a continuum; it is not an isolated act, it is part of an ongoing process of intercultural transfer. Moreover, translation is a highly manipulative activity that involves all kinds of stages in that process of transfer across linguistic and cultural boundaries. Translation is not an innocent, transparent activity but is highly charged with significance at every stage; it rarely, if ever, involves a relationship of equality between texts, authors or systems. (Bassnett y Trivedi, 1999:2)
Toda traducción exige del traductor cierto gesto de generosidad. Partiendo de la sensibilidad y cultura del lector se debe apuntar, como dice Eco (2013:22), a la comprensión de lo que el otro texto dice en relación con la lengua en que se expresa y el contexto cultural en que ha nacido. Antoine Berman (1992) ha acuñado, en tal sentido, el término “ética de la traducción”: la traducción no puede definirse solo en términos de comunicación o transmisión de mensajes, porque su esencia es el reconocimiento y el respeto de la otredad y se encuentra en esa cuerda floja –la imagen es de Wilson (2005:11) –, que se extiende entre la lengua receptora que no puede dejar de decirse a sí misma e imponer su mirada hegemónica y el carácter indescifrable del texto en lengua extranjera. El desafío es tender puentes entre las culturas, no absorber la una en la otra (Walton 2006:164), hacer accesible el pasado, pero evitando todo atisbo de colonización.[34]
Nunca habrá una traducción perfecta de Aristófanes, advierte Sommerstein (1973:14), lo que no debe conducirnos a una actitud renunciataria o resignada. Hay traducciones para cada ocasión. ¿Puede conciliarse la exactitud filológica con una traducción en un diálogo vivo y actual para el lector contemporáneo? Parece una relación difícil de armonizar. El traductor de teatro antiguo se ve tensionado entre el esfuerzo por permanecer lo más cercano al contexto original para dar cuenta de su peculiaridad y dinamismo, y las estrategias por evadir cualquier tipo de hermetismo que opaque y destruya la vitalidad del texto de partida. Se trata de mantener vivo un texto, a pesar de su anacronismo, de atender a lo semántico, pero también a lo comunicativo.[35] El traductor de Aristófanes, en particular, tiene frente a sí un texto muy demandante a la hora de reflejar su exuberancia. Aun así, asume el compromiso que sabe no será del todo satisfactorio: imposible dar cuenta de su riqueza lingüístico-semántica, los rasgos de estilo, la polifonía discursiva, por no mencionar el problema hermenéutico de la posición del autor. Pero la utopía es cosa de comedia y compromete en su propuesta también al traductor.
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Notas
Notas de autor