Dos, múltiples moradas (un lugar para los pasajes discursivos)
Editar, traducir, leer a Luciano de Samosata: jalones de una pervivencia
Editing, translating, reading Lucian of Samosata: some milestones of a survival
El hilo de la fábula
Universidad Nacional del Litoral, Argentina
ISSN: 1667-7900
ISSN-e: 2362-5651
Periodicidad: Semestral
vol. 20, núm. 24, e0025, 2022
Recepción: 16 Agosto 2022
Aprobación: 26 Agosto 2022
Resumen: El objetivo de este trabajo es reseñar y comentar algunas características específicas de los procesos que históricamente ha marcado el estudio, la conservación y la transmisión de los textos clásicos de la Antigüedad grecorromana. El escritor de la Segunda Sofística, Luciano de Samosata, es tomado como ejemplo para ilustrar algunas de las tareas vinculadas a esos procesos como son la edición de textos y la traducción.
Palabras clave: Luciano de Samosata, edición, traducción, filología clásica, crítica textual.
Abstract: The aim of this paper is to review and discuss some specific characteristics of the processes that have historically marked the study, conservation and transmission of the classical texts since the Greco-Roman Antiquity. The writer of the Second Sophistic, Lucian of Samosata, is considered an example to illustrate some of the tasks related to these processes, such as text editing and translation.
Keywords: Lucian of Samosata, edition, translation, classical philology, textual criticism.
1. A modo de preámbulo
Salí de la ciudad, ribera abajo, al encuentro solitario del barco que aguardaba, sin saber cuándo vendría.
Llegué hasta el muelle viejo, esa construcción inexplicable, puesto que la ciudad y su puerto siempre estuvieron donde están, un cuarto de legua arriba.
Entreverada entre sus palos, se menea la porción de agua del río que entre ellos recae.
Con su pequeña ola y sus remolinos sin salida, iba y venía, con precisión, un mono muerto, todavía completo y no descompuesto. El agua, ante el bosque, fue siempre una invitación al viaje, que él no hizo hasta no ser mono, sino cadáver de mono. EL agua quería llevárselo y lo llevaba, pero se le enredó entre los palos del muelle decrépito y ahí estaba él, por irse y no, y ahí estábamos nosotros.
Ahí estábamos, por irnos y no. (Di Benedetto, 2017:11)
Estas líneas pertenecen al inicio de la novela Zama, publicada inicialmente en 1956, por Antonio de Benedetto; corresponden a una edición posterior, aparecida en la colección la lengua / novel, de Adriana Hidalgo editora (Ciudad Autónoma de Buenos Aires). Cuando leemos este pasaje, el relato entero o un capítulo de él, sea por primera vez, sea en una relectura, no tenemos la menor duda de que estas son las palabras que el escritor, periodista y guionista mendocino quiso que abrieran la narración de su novela; porque no nos planteamos que no puedan ser las que salieron de su pluma original, solo quizás con alguna modificación, siempre consentida por el autor, a raíz de posibles informes de lectura derivados del proceso editorial, si los hubo. En cualquier caso, cuando cogemos el ejemplar de nuestra biblioteca o lo tomamos prestado, tenemos como cierto que vamos a leer a Di Benedetto y una obra importante de la literatura latinoamericana del s. XX. El ejemplo planteado con la página inicial de esta novela, que los críticos consideran obra maestra de su autor (Saer, 1997:44-50), puede extrapolarse, al menos, a la literatura contemporánea.
¿Ocurre lo mismo con los clásicos griegos y latinos? La respuesta es rotunda: no. Y no solo por la distancia temporal entre el momento de su producción y nuestra lectura ahora, que lógicamente es un factor importante a tener en cuenta para apreciar esa diferencia, sino sobre todo porque los modos y medios de la composición literaria, de difusión y conservación de la literatura y de su transmisión son completamente distintos ahora de los que operaban en la Antigüedad (Bernabé, 1992:9-46).
La Real Academia Española identifica la primera acepción del término “literatura” con el «arte de la expresión verbal». Se trata, sin duda, de un vocablo polisémico, susceptible, además, de ser calificado con innúmeros adjetivos: estos pueden delimitar su contenido –cuando hablamos, por ejemplo, de literatura médica, de literatura técnica, de literatura jurídica–, precisar su dimensión temporal –literatura del Siglo de Oro, literatura barroca, literatura medieval–, o circunscribir el lugar de producción, abarcando entonces el conjunto diacrónico de manifestaciones literarias de un espacio geográfico o lingüístico –literatura alemana, literatura argentina, literatura africana, literatura íberoamericana–. Asimismo, sin entrar en otras consideraciones como el carácter ficcional de la literatura, aunque ficción tampoco debe ser entendido como término opuesto a verdad (Saer, 1997:9-16), o como la estricta identificación de literatura con práctica de la escritura (Barthes, 1953), sí es oportuno recordar que etimológicamente en el término “literatura” reconocemos la palabra latina ‘littera’ (letra) y, por lo tanto, queda asociada al acto de escribir, es decir de inscribir signos que transcriben sonidos en una superficie. En este sentido, en griego antiguo el mismo verbo (γράφω) designaba tanto la acción de pintar, de dibujar como de escribir, y el substantivo que denota el resultado de dicha acción (γράμμα) servía indistintamente para designar imágenes (el pintor era denominado γραφεύς)[1] o letras (el escritor de prosa era llamado συγγραφεύς, que literalmente significaría algo así como «compilador de letras»).
2. Escribir y leer para seguir escuchando
Desde la óptica contemporánea, la asociación entre literatura, escritura, libro impreso es –o, al menos, así nos lo parece– indisoluble, pero no era así en los albores de la literatura occidental. Apenas tenemos constancia material sobre el aspecto de los libros producidos en la Grecia clásica, y solo a partir de muestras posteriores puede intuirse cómo serían esos primeros libros que ya en época clásica contuvieron literatura griega. La existencia de libros en ese período contribuyó a la difusión escrita de la literatura: en el siglo V a.C. se podían comprar libros en el ágora ateniense (Turner, 1992:21-22), y el libro griego más antiguo conocido –un rollo de papiro del siglo IV a.C.– contiene Los Persas una obra del poeta trágico Timoteo (ca. 450-360 a.C.) (Morocho Gayo, 1980:8). Además, que en el siglo IV a.C. ya estaba extendido el comercio de libros, lo muestra el hecho de que Licurgo encarga una versión “oficial” de las grandes obras trágicas para evitar el cambio que solían sufrir al ser representadas una y otra vez. Sin embargo, ello no significa que la literatura pasase a ser consumida en un acto estrictamente y definitivamente privado. La lectura en voz alta siguió siendo la forma dominante de lectura en el mundo antiguo, y, si bien está atestiguada la lectura silenciosa desde el siglo V a.C., ganando terreno en el siglo III a.C., esta no se convirtió en el modo predominante de lectura hasta el siglo II d.C. No obstante, a pesar del triunfo de la “cultura del libro”, la oralidad siguió presente en la literatura griega y su difusión también oral pervivía todavía entre las elites del Imperio, cuando “the practice of public reading reached its peak in the Imperial era and was one of the main characteristics of the literary culture of the period, that is, the culture of the Second Sophistic” (Ruiz Montero, 2019:9).
La forma del libro era la de un rollo, sobre una de cuyas caras se escribía el texto en columnas sucesivas. El lector lo desenrollaba gradualmente, usando una mano para sostener la parte ya vista, que iba enrollando; pero como el resultado de este formato consistía en darle la vuelta completa al rollo, todo el libro tenía que ser desenrollado de nuevo antes de que un nuevo lector pudiera usarlo. Este tipo de soporte era incómodo por la notable longitud de algunos libros: uno de los más largos que se han conservado (P. Oxy. 843, del s. II a.C.) contenía, cuando estaba completo, la totalidad del Banquete de Platón, y debió medir cerca de 7 m. Por ello, el posterior paso del rollo al formato codex supuso un cambio significativo en los hábitos de lectura y comercio de libros, por ser una forma más manejable y adecuada para encontrar rápidamente un paso, para uso escolar, por su mayor capacidad de contenido al poder incluir diferentes rollos, por lo tanto todos los libros de la misma obra, o más obras del mismo autor o de diferentes autores, y también “migliore possibilità di sistemare in un corpus o canone, selezionando, testi scritturali o giuridici (pilastri gli uni e gli altri della formazione tardoantica ) ma anche i classici in un'epoca tesa a conservare quanto le rimaneva della tradizione antica piuttosto che a creare opere nuove” (Cavallo, 1992:xx).
Con el formato de rollo, el material usado para escribir fue habitualmente el papiro (Turner, 1992:13) que crecía libremente en el delta del Nilo, y cuyo proceso de preparación para convertirlo en soporte de escritura describe con detalle Plinio el Viejo (s. I d.C.) en Historia natural XII, 68-82. Egipto era prácticamente la única fuente de suministro de este material y, en consecuencia, el comercio del libro no fue ajeno a fluctuaciones de mercado, producidas tanto por conflictos bélicos como comerciales. El historiador Heródoto, al explicar cómo fue introducido el alfabeto en Grecia, a través de la Jonia, observa:
Ellos [los jonios] recibieron las letras por enseñanza de los fenicios y las usaron, mudando la forma de algunas pocas, y al servirse de ellas, las llamaban, como era justo, letras fenicias, ya que los fenicios las habían introducido en Grecia. Así también, los jonios llaman de antiguo «pieles» a los papiros, porque en un tiempo por falta de papiros usaban pieles de cabra y de oveja; y aún en mis tiempos muchos de los bárbaros escriben en semejantes pieles. (Hdt. 5.58)
Como soporte de escritura el cuero era menos apto que el papiro, pero para paliar la carestía de este, en Pérgamo la piel de animal fue tratada con objeto de transformarla en una superficie más adecuada para escribir que la del cuero: el resultado fue el pergamino, aunque este material no fue de uso común en los “libros” hasta los primeros siglos de la era cristiana.
Por otra parte, junto a los aspectos materiales, hay que considerar otras características formales de los libros antiguos, que incidieron de manera notable –y de forma negativa para conservar su fidelidad al original– en la transmisión de los textos: la puntuación era muy rudimentaria; se escribía sin dividir las palabras; el sistema de acentuación, que en griego podría haber compensado la dificultad de lectura, no se generalizó en la práctica escrita hasta principios de la Edad Media; los nombres de los personajes se omitían con frecuencia y no se indicaban los cambios de sus parlamentos en los textos dramáticos y dialogados, sino que bastaba con trazar un rasgo horizontal al principio de una línea, o dos puntos, uno encima de otro, para cualquier tipo de cambio. Estas eran dificultades que debían afrontar tanto el lector de un libro antiguo como aquel que deseara transcribir su propia copia, de modo que la escasa precisión de todo el proceso abonó la mala interpretación y la consecuente corrupción del texto.
3. Alejandría y más
Ello explica en buena medida cómo eran los libros que fueron a parar al Museion de Alejandría, fundado por Ptolomeo I Sóter como un centro de atracción para científicos y literatos por su función instructiva, pero sobre todo como un potente instrumento de propaganda política de la nueva dinastía, los Lágidas, y de reafirmación cultural de los griegos ante la cultura egipcia. De todas las dependencias del Museion la gran Biblioteca fue la más relevante (Escobar, 2001:80).
La fundación de la Biblioteca de Alejandría, que en sus mejores tiempos llegaría a contener 490.000 volúmenes, constituye un eslabón crucial en la conservación y transmisión de los textos clásicos, y supuso el nacimiento de la Filología (Pfeiffer, 1981:165-194). En Alejandría doctos gramáticos y eruditos filólogos se dedicaron al estudio de los textos para salvaguardar el legado de poetas y prosistas clásicos, catalogando sus obras y emprendiendo una tenaz tarea de revisión de los textos con el fin de establecer una versión depurada y tenida por “auténtica”. Consecuencia directa del trabajo llevado a cabo por los filólogos alejandrinos –algunos de ellos también poetas de renombre como Calímaco–[2] fue el famoso canon alejandrino, de influencia decisiva en la literatura posterior, puesto que los autores en él contenidos fueron considerados en lo sucesivo los verdaderos modelos dignos de imitación en cada género. En dicho canon, Homero y Hesíodo encabezan una reducida nómina de cinco poetas épicos, del mismo modo que Esquilo, Sófocles y Eurípides son los tres trágicos entre un selecto grupo de también cinco tragediógrafos, mientras que quedó fijado con diez nombres el universo de la oratoria –Demóstenes, Lisias, Hipérides, Isócrates, Esquines, Licurgo, Iseo, Antifonte, Andócides y Dinarco–, estando Heródoto y Tucídides al frente de los historiadores.[3] Sin duda, la existencia de dicho canon, que contribuyó a la configuración y articulación de la literatura y cultura griega antigua tal como la conocemos, también sumergió en el olvido a otros autores y textos no menos importantes para contextualizar el sistema de comunicación en la antigua Grecia (Colesanti y Giordano, 2014:2-6), y, por ello, se hace necesario “inquire more fully into the function played by canons: assess their impact on literary production and establish in what measure they determined the institution of evaluative categories and classification grids” (Nicolai, 2014:45).
Por otra parte, aunque a menudo se habla también de “ediciones antiguas”, de “ediciones helenísticas”, de autores clásicos, este concepto no es equiparable a la idea de edición moderna, pues esta implica la producción impresa –actualmente incluidos también los medios digitales– de un determinado número de ejemplares todos idénticos, es decir la tirada de un libro. Pero tanto la copia de un texto sobre papiro en la Antigüedad, como más tarde los manuscritos en la Edad Media, es siempre un ejemplar único, marcado por unas características peculiares e individuales que lo distinguían del resto, puesto que incluso el copista más avezado no reproducía exactamente su modelo. En este sentido, cabe recordar que el verbo griego que suele traducirse por «editar» es ἐκδίδωμι, y la acción de él derivada es una ἔκδοσις, que se identifica como «edición», pero ni la forma nominal ni la forma verbal indican la actividad propia de un editor ni de un librero como lo entendemos ahora, sino más bien el acto por el cual el autor «abandona» su obra –ejemplar único de un texto que seguramente tuvo en principio una ejecución oral y el propio autor después puso por escrito, y será sucesivamente copiado– a cuantos se interesan por ella:
No obstante, se puede hablar de «edición» a propósito de los textos establecidos por los grandes filólogos de la antigüedad. Zenódoto, Aristófanes de Bizancio, Riano, Apolonio, Calimaco, Crates, Aristarco y otros han coleccionado, colacionado, catalogado, criticado, purificado, interpretado y comentado un número considerable de textos. (Morocho Gayo,1980:12-13).
En la Edad Media, antes de la invención de la imprenta, los textos se conservaban y difundían exclusivamente mediante copias manuscritas, hechas por copistas, normalmente en los monasterios. Ello significaba que el texto –y los textos clásicos no son una excepción– seguía estando sujeto a alteraciones, y la incompetencia y el descuido de los escribas podía agravar la corrupción. Por ello, antes de la era Gutenberg no es posible hablar de textos idénticos, si bien la constatación por parte de gramáticos, metricistas e historiadores, de una fijeza de leyes, conexión de hechos y lógica de ideas permiten concederles una general confianza, y puede ser “tan exagerado afirmar que poseemos el texto casi exacto de nuestros clásicos como suponer la carencia de fiabilidad en el mismo” (Morocho Gayo, 1980:10).
De ahí que la crítica textual sea en la filología clásica un pilar fundamental para el estudio de los clásicos de la Antigüedad grecolatina, si identificamos la filología como la técnica que se aplica a los textos para reconstruirlos, fijarlos e interpretarlos (Andrés Sanz, 2022:185).
4. Luciano de Samosata
Si en lugar de leer la novela de Di Benedetto, nos decidimos por una obra de literatura griega antigua, las posibilidades son varias, puesto que en la actualidad pueden encontrarse libros con solo traducciones de textos clásicos, ediciones críticas con solo el texto griego, o ediciones bilingües que incluyen texto griego y traducción. Para ilustrar algunas de las observaciones hasta aquí expuestas sobre la conservación y transmisión de obras de la Antigüedad clásica, tomaré como referencia a Luciano de Samosata, un prolífico autor del s. II d.C., de origen sirio, pero helénico de cultura y ciudadano romano, que escribió en griego. Sus obras han sido editadas y también traducidas a muchas lenguas desde el Renacimiento; no en vano la ‘editio princeps’ del samosatense fue publicada en Florencia en 1496, en el taller de Lorenzo Francesco de Alopa, y fue preparada por Juan Láscaris, un gran helenista, bibliotecario de Lorenzo de Médicis (Zappala, 1990:119), siendo uno de los primeros textos griegos que vieron una nueva luz a través de la imprenta. Además, Luciano había sido prácticamente ignorado en los siglos posteriores a su muerte, hasta que los bizantinos, a pesar de reconocer en sus textos las obras de un pagano, sin embargo también supieron apreciar su claro estilo ático y la variedad de sus temas, de modo que fue uno de los autores griegos “más leídos e imitados –como se comprueba por el gran número de manuscritos de su variada obra (Wittek, 1952:309-323), escritos a lo largo de la historia de las letras bizantinas– cautivando a los literatos que, a su vez, comunican la importancia de su obra a los helenistas italianos del Quattrocento” (Grigoriadu, 2003:239-240). Además la traducción al latín que Erasmo de Rotterdam y Tomás Moro hicieron de sus obras, permitió que la Europa occidental descubriera el pensamiento poco convencional de Luciano y la sarcástica mordacidad de su espíritu crítico (Robinson, 1979).
Mi elección no es casual, puesto que formo parte de un equipo de profesoras de la Universitat de Barcelona que desde hace años estamos completando la edición crítica bilingüe de Luciano para la Colección Alma Mater de autores griegos y latinos, del Consejo Superior de Investigaciones Científicas de Madrid. Pero, ¿hasta qué punto el texto griego que conocemos “es realmente” el que escribió Luciano?
Una edición crítica de cualquier obra de la Antigüedad grecolatina se realiza en diversas fases. En primer lugar, hay que recopilar los materiales existentes de la tradición directa[4] del texto del que se va a realizar la edición crítica, jerarquizando y relacionando dichos materiales. Entre estos, los manuscritos ocupan un lugar preeminente. A esta recensión (‘recensio’) sigue la colación (‘collatio’)[5] de los distintos manuscritos en los que la obra a editar haya sido transmitida, y consiste fundamentalmente en la comparación sistemática entre sí de su contenido, tomando nota de las variantes aportadas por los distintos manuscritos (trasposiciones de palabras o de líneas, lagunas y errores de índole diversa). Los manuscritos considerados en nuestra edición abarcan un arco temporal que va del s. X al s. XV (Gómez y Vintró, 2021:xlv-xlvi). Por lo tanto, esos primeros documentos que apoyan la edición crítica, guardan una distancia cronológica significativa respecto a la época en que vivió y escribió Luciano, aunque esa misma secuencia temporal permite también ordenar los manuscritos en distintas tradiciones, clases o familias, cada una de las cuales agrupa aquellos que, a pesar de sus variantes, mantienen una mayor unanimidad y, en consecuencia, esta es garantía de una misma filiación.[6] En el caso de Luciano se distingue la tradición γ y la tradición β, cuya denominación se debe a que el considerado arquetipo –y “mejor” manuscrito– de la primera es el ms. Γ (Vaticanus Graecus 90, s. X), y el de la segunda es el ms. Β (VindobonensisPhil. Graecus 123, s. X-XI).
“Ni son todos los que están ni están todos los que son”
La divergencia entre manuscritos se observa no solo en lo que al texto mismo se refiere (variantes morfológicas, léxicas, omisiones, glosas, correcciones, añadidos, etc.) cuando se analiza una obra concreta, sino también en el número de obras que contienen,[7] y en la ordenación de las mismas.
En cuanto al contenido de los dos principales manuscritos de Luciano, el ms. Γ incluye ochenta y tres obras –esto es casi entero el corpus lucianeo–, siendo el mejor y más antiguo para cincuenta y nueve de ellas, mientras que en el ms. B solo hay treinta y una obras. Por ello, el ms. N (ParisinusGraecus 2957, s. XV) resulta muy valioso, a nuestro juicio, porque, a pesar de ser ‘recentior’, y considerado mixto y aun ‘deterior’ por algunos editores –según la divisa tradicional de ‘recentiores deteriores’–, guarda significativas conexiones con la parte perdida del más antiguo manuscrito griego de Luciano, el ms. E (Harleianus 5694, s. X), de modo que con sus setenta y nueve obras puede considerarse el testimonio más completo conservado de la familia β (Coenen, 1977:xcii-xciv; Bompaire, 1993:lxiv).
Una muestra de la disparidad que pueden presentar los manuscritos en cuanto a número de obras y ordenación, la ofrece el diálogo de Luciano, Juicio de diosas, que recrea el famoso juicio de Paris. Ni en la tradición manuscrita ni, en consecuencia, tampoco en las ediciones hay unanimidad sobre la identificación de esta pieza como uno de los Diálogos de dioses: en el libellorum ordo del ms. Γ es la obra número 35, siendo, por lo tanto, una pieza independiente de ese conjunto de diálogos (‘opus’ número 79 con un total de veinticino piezas),[8] mientras que otros códices y la mayoría de las ediciones incluyen Juicio de diosas entre los Diálogos de dioses –conjunto compuesto entonces por veintiséis piezas–, aunque tampoco concuerda el orden interno de estos ni el lugar que Juicio de diosas ocupa en ellos.[9] Asimismo, el ms. Γ introduce cada uno de los Diálogos de dioses con un subtítulo, pero presenta el conjunto como una unidad, habida cuenta de que la marca de separación entre obras utilizada en el resto del códice solo aparece antes del primer diálogo y después del último de esta serie. En cambio, en el ms. B –así como otros representantes de la familia γ– el conjunto de los Diálogos de dioses va precedido de un epígrafe genérico (Θεῶν διάλογοι), pero el título de cada uno de ellos está rubricado como si fuera una nueva pieza y numerado de forma independiente.
La divergencia de la tradición manuscrita en este punto ha condicionado la propia concepción de los Diálogos de dioses en la tarea de edición e interpretación de editores y críticos modernos, al contrastar la tradición directa con la ‘editio princeps’. Esta se basa en la familia γ, constituida sobre una “edición” completa de las obras de Luciano, pero ninguno de los dos manuscritos florentinos sobre los que, al parecer, Láscaris habría fundamentado su edición, pudo ser útil para fijar el texto de los Diálogos de dioses: el ms. Φ (Laurentianus Conv. Ssoppr. 77, s. X) no contiene estos diálogos, y en el ms. M (ParisinusGraecus 2954, olim Florentinus, s. XIV) están mutilados. De ahí, el valor predominante de la familia β para Diálogos de dioses en la editio princeps, porque, si bien la familia β derivaría de una ‘edición’ antológica de las obras del samosatense –y por ello presenta un corpus reducido e incompleto, como señalábamos antes–, no cabe duda de que esa antología debía incluir aquellos diálogos que gozaban de mayor aceptación entre el público, como sin duda sucedía con los Diálogos de dioses, si ponderamos también la tradición iconográfica renacentista de inspiración lucianea (Faedo, 1994:129-142).
Por otra parte, hay que tener en cuenta que los títulos de las obras de Luciano transmitidos por la tradición manuscrita probablemente no pueden ser asignados al propio autor (Ureña, 1995:23-37), y es muy plausible entonces que esos mismos títulos hayan podido también influir en la ordenación (‘akolouthia’) interna de los textos en cada manuscrito y en el orden de las piezas que integran conjuntos de textos, como ocurre con los dialogi minores.[10] De este modo, un título como Θεῶν κρίσις (Juicio de diosas), cuyo contenido revela la importancia de Afrodita y el poder de Eros, es fácilmente asociable a la serie de diálogos que tratan temas con motivos míticos relacionados con las divinidades olímpicas.
Prejuicios culturales y contextuales
Las ediciones, como las traducciones, son fruto y producto de una época y entorno determinado, reflejados en el nivel de registro y código lingüístico utilizado, que pueden determinar la elección de una u otra lectura en la edición de un texto, o bien con el paso del tiempo motivan la necesidad de “actualizar” las traducciones, a fin de que su lectura resulte atractiva a las nuevas generaciones. Por lo que al texto respecta, así lo constatamos al editar y traducir la obra de Luciano titulada El escita o el cónsul (Jufresa, Mestre y Gómez, 2000a:273-285), uno de cuyos pasajes describe el poder cautivador de un joven y, como indican de manera unánime los principales manuscritos, el autor habría utilizado para ello la forma verbal ἀπάξεται. Sin embargo, a partir de una primera enmienda propuesta por Valckenaer (1808) y seguida por Dobree (1831), los editores posteriores, casi sin excepción, dan por sentado que la ‘lectio codicum’ es imposible y editan ἐπάξεται, por considerar que el contexto solo puede exigir la expresión de una atracción “hacia” –como indicaría la forma verbal compuesta con preverbiο ἐπι- (ἐπάξεται)–. Un análisis del contexto por comparación con otros lugares paralelos de Luciano y otros autores aticistas, permite interpretar que el autor quiso deliberadamente connotar un desplazamiento “desde” –como expresaría la forma verbal compuesta con preverbiο ἀπο- (ἀπάξεται)–, que describe con mayor precisión la capacidad de seducir del joven tanto por su aspecto físico como por su maestría en el manejo de la palabra, siendo ambas cualidades explícitamente enunciadas en términos de habilidad erótica. No hay duda de que Luciano, al utilizar este verbo según transmiten los manuscritos, lo hace de manera consciente y de acuerdo con un significado claro que es del todo adecuado con el valor alusivo de la descripción del joven y la intención semántica deseada, mientras que la enmienda de los editores puede responder a un afán de hipercorrección lingüística por parte de los filólogos decimonónicos, a los que tampoco es ajeno, como corresponde a su época, un cierto puritanismo (Jufresa, Mestre y Gómez, 2000b:269-278).
‘Traduttore, traditore’. respetar el original vs. potenciar la expresividad
Para la conservación del legado clásico, la práctica de la traducción es esencial, puesto que ha permitido y permite establecer vínculos de conexión entre el pasado grecorromano y el mundo del lector que accede a ese legado a través precisamente de una traducción. El objetivo de toda traducción es decir lo mismo en una lengua distinta, pero ello implica siempre interpretación, al ser prácticamente imposible “decir lo mismo”, suscitando en cualquier traducción inevitables recelos sobre una posible imprecisión y falta de fidelidad respecto al original. Porque el acto de traducir no es una mera traslación de palabras a partir de los significados que ofrece un diccionario, sino que exige conocer tanto el contexto del texto en origen y sus convenciones lingüísticas como la realidad de lengua, cultura y contexto del espacio y tiempo que ve surgir una traducción.
La dificultad inherente a la tarea de traducir a los autores clásicos aumenta cuando el texto a traducir es de un autor bien conocido en la tradición cultural de la lengua de destino (Vives Coll, 1959; Grigoriadu, 2003:244-270). Así ocurre con Luciano de Samosata, cuya habilidad paródica contribuye de forma notable a enriquecer el vocabulario griego con la creación de nuevos términos, puestos al servicio de sus intereses literarios como se echa de ver en obras plagadas de personajes, pueblos y lugares extraordinarios en las que el autor despliega su prodigiosa imaginación a través del lenguaje empleado. En estos casos, el traductor ha de tomar importantes decisiones, como pudimos constatar en nuestra traducción de una de las obras más conocidas de Luciano, Relatos verídicos (Mestre y Gómez, 2007:10-61), donde aparecen numerosos nombres propios creados por el samosatense para describir a los integrantes de los ejércitos enfrentados en el episodio lunar de dichos relatos (VH 1.11-21).
Luciano presenta la singularidad de las extrañas criaturas que luchan junto a los selenitas y heliotas, acuñando términos compuestos, cuya hibridación da cuenta de la naturaleza extraordinaria y terrible, pero no menos irrisoria, y del origen o de la función de los seres que describen. Sin embargo, en contra de lo que cabría esperar, muy pocos componentes de esos términos remiten al léxico militar, sino que apelan al lugar donde se desarrolla el combate, pertenecen al mundo vegetal y al reino animal, especialmente al de las aves o insectos alados. Estos ‘hapax’ por composición impiden una traducción estrictamente mecánica, sea una pura transliteración sea un mero calco de significados, a riesgo de traicionar la fuerza expresiva del original. Tampoco es posible mantener un mismo patrón de traducción en todos los casos, porque la dificultad para el traductor no estriba en la aprehensión del texto, sino en su expresión, y, por lo tanto, para intentar ser fieles al espíritu e Luciano, la formulación en la lengua de destino no puede reducirse a una simple yuxtaposición de los términos del compuesto del original griego. Asimismo, tampoco es posible conservar siempre el orden de los componentes ni su viveza expresiva ni su plasticidad pueden quedar diluidas en una traducción perifrástica, por ser ésta a menudo demasiado explícita. Además, los términos sobre los que Luciano construye los nombres de los combatientes forman parte del léxico común, lo cual es esencial para producir el efecto cómico deseado, y, en consecuencia, la traducción ha de poder reflejar también esa condición, prescindiendo a menudo de los étimos, que en la lengua de destino suelen pertenecer a un registro léxico más elevado. Con dos de esos términos (Λαχανόπτεροι y Κυνοβάλανοι) podemos ilustrar algunas de estas dificultades, dejando constancia, al mismo tiempo, de la capacidad del autor sirio para enriquecer el vocabulario griego, siempre con la intención de crear un efecto satírico y paródico; y ello obliga a adaptar en la lengua de destino juegos de palabras, a todos los niveles, que son fruto de una reflexión lingüística basada, esencialmente, en la función primordial que, según el samosatense, debe tener la lengua: una capacidad de comunicar tanto como sea posible.
En el primer caso (Λαχανόπτεροι, «Lechugópteros»), mantuvios el étimo de la segunda parte del compuesto, que el diccionario la RAE registra como prefijo (ptero-) o sufijo (-ptero), siendo un elemento compositivo que sirve para formar términos científicos (hemíptero, pterodáctilo), y, por lo tanto, lejos de ser asociado a una simple hortaliza: λάχανον. No obstante, es también posible reconocer el sufijo en un substantivo de registro coloquial como “chupóptero”, de modo que una traducción como «Lechugópteros» contiene, a nuestro juicio, una mayor fuerza impresiva que otras posibles opciones utilizadas en otras traducciones y lenguas –«ales-de-verdura», «Lachanopteri», «Lachanoptère (qui ont des ailes de légume)», «jinetes sobre plumaverdes»–, para denominar unos pájaros extraordinarios, pues esos veinte mil Lechugópteros del ejército lunar eran seres enormes cuyo cuerpo “en lugar de alas estaba completamente cubierto por lechugas y tenía las más rápidas muy semejantes a las hojas de una lechuga silvestre” (VH 13 = Mestre y Gómez, 2007:16).
En el caso de los Κυνοβάλανοι, optamos por la traducción de los substantivos comunes que integran cada parte del compuesto también en un único término, «Perrobellotas», porque, según describe Luciano, el contingente enviado por los habitantes de Sirio estaba formado por cinco mil hombres “con cara de perro que luchaban montados sobre bellotas aladas" (VH 16 = Mestre y Gómez, 2007:18). Para no traicionar la invención lucianesca, es obligado, según nuestro criterio, que en la lengua de destino aparezca el término ‘perro’ no solo como traducción de κυνο-, sino también por la procedencia de esos soldados venidos desde la estrella más brillante del firmamento, Sirio, que forma parte de la constelación del Canis: una razón etiológica para que esos soldados tengan «cara de perro».
5. A modo de balance: para no romper el hilo
Los clásicos son esos libros que nos llegan trayendo impresa la huella de las lecturas que han precedido a la nuestra, y tras de sí la huella que han dejado en la cultura o en las culturas que han atravesado (o más sencillamente, en el lenguaje o en las costumbres. (Calvino, 1992:15)
Desde la Antigüedad grecorromana hasta nuestros días, la conservación y transmisión de su patrimonio literario ha estado condicionado por numerosas vicisitudes, algunas de las cuales hemos tratado de exponer aquí, de forma muy sumaria.
La distancia temporal, los condicionantes de tipo técnico, azares de índole diversa, la evolución de la lengua, alternativas ecdóticas, la mediación de la traducción cuando esta es el único medio de acceder al contenido de los textos, y un largo etcétera, marcan esa huella de la que habla Calvino. Ha sido y es, sin duda, la labor paciente, en ocasiones anónima, individual casi siempre, de copistas, editores, traductores, filólogos, lingüistas, helenistas, latinistas, la que hace posible imprimir en un texto la huella de tantas sucesivas lecturas. El sofista Gorgias (s. V a.C.) ya advirtió que el λόγος, la palabra, es «un poderoso soberano» (λόγος δυνάστης μέγας ἐστίν, GORG. D24.8 Laks-Most). La pervivencia del legado clásico muestra que su poder se extiende, además, en el tiempo y trasciende fronteras lingüísticas porque siendo única la lengua de origen, las de destino son múltiples, infinitas. Pero ese λόγος, tan preñado de significados, es, asimimo, expresión y conocimiento que desvelan y ayudan a descubrtir cuantas personas estudian una cultura tal como se presenta a través de sus escritos.
Los alejandrinos fueron los primeros «amantes de las palabras», y tal vez sin ser plenamente conscientes de su importancia futura, empezaron a hilar un ovillo infinito de múltiples hebras, el de los clásicos griegos y latinos, inolvidables, escondidos “en los pliegues de la memoria mimetizándose con el inconsciente colectivo o individual” (Calvino, 1992:14).
Al escribir sus obras en el s. II d.C., Luciano de Samosata pudo renovar el diálogo –una forma literaria vinculada en la tradición literaria griega al debate filosófico– porque Platón y el comediógrafo Aristófanes ya estaban en ese ovillo, junto a Homero, Heródoto, Tucídides, Demóstenes, Esquilo, entre tantos otros. Pero él encontró, en el cobijo de la tradición literaria griega, nuevas claves para actualizar, alterar y distorsionar esa misma tradición, tirando de la hebra de una enérgica y vigorosa sátira que le permitió denunciar con maestría la ignorancia y la vanidad humana, y suscitar también la risa, al desvelar cuánto de cómico y de ridículo hay en ellas. Por eso, Luciano es también un clásico.
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Notas
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