Dos, paseos por los bosques narrativos (un lugar para la ficción)

Variaciones de Antígona

Antigone Variations

M. Carmen Domínguez Gutiérrez *
Università Ca' Foscari Venezia, Italia

El hilo de la fábula

Universidad Nacional del Litoral, Argentina

ISSN: 1667-7900

ISSN-e: 2362-5651

Periodicidad: Semestral

vol. 21, núm. 26, e0038, 2023

revistaelhilodelafabula@fhuc.unl.edu.ar

Recepción: 04 Septiembre 2023

Aprobación: 06 Noviembre 2023



DOI: https://doi.org/10.14409/hf.2023.26.e0038

Resumen: El estudio y comparación de dos de las primeras reescrituras en lengua española del mito de Antígona, la Antígona Vélez de Leopoldo Marechal y La sangre de Antígona de José Bergamín, responde al interés por los puntos de contacto de ambas obras, primero de ellos la posición de enunciación de sus protagonistas que reproducen el conflicto del propio autor como sujeto político y que confirma la posibilidad de usar el mito como conciliador de lo autóctono y lo universal y de demostrar que los recursos literarios, incluso cuando sutiles, permiten lecturas diversas del mensaje original.

Palabras clave: Antígona, reescrituras del mito, Leopoldo Marechal, José Bergamín.

Abstract: The study and comparison of two of the first rewritings in Spanish of the myth of Antigone, Antígona Vélez by Leopoldo Marechal and La sangre de Antígona by José Bergamín, responds to the interest in the points of contact between both works. First of all, the position of enunciation of its protagonists which reproduce the conflict of the author himself as a political subject and that confirms the possibility of using the myth as a conciliator of the autochthonous and the universal and to demonstrate that literary resources, even when subtle, allow different readings of the original message.

Keywords: Antigone, rewritings of the myth, Leopoldo Marechal, José Bergamín.

Introducción

El tema de Antígona, desde el estreno de esta tragedia de Sófocles en el 442 a.C. hasta hoy, es recurrente en la literatura y el pensamiento occidental: Hölderlin, Hegel, Kierkegaard o Lacan han interpretado un mito que concentra todas las constantes principales de la conflictividad humana. Antígona es el símbolo incuestionable de la integridad moral y la fuerza vital. Así lo entendieron Bertolt Brecht (1948 [2014]) o Jean Anouilh (1942 [2009]), quienes rescribieron el mito como el derecho a la desobediencia civil en un contexto hitleriano. Por su parte Hegel, fascinado por esta tragedia —que consideró “la obra de arte más excelente y satisfactoria” (Hegel, 2007:871)—, la interpretó conforme a su visión del curso de la historia, como un conflicto entre tesis —derecho del Estado representado en la figura de Creonte— y antítesis —derecho de la familia encarnado por la joven Antígona (Hegel, 1985). Marx llegaría incluso a incluir fragmentos de esta tragedia en El capital. Kierkegaard, en el ensayo “El reflejo de lo trágico antiguo en lo trágico moderno” contenido en O lo uno o lo otro, gracias a Antígona ofrece una profunda reflexión sobre la actualidad de la tragedia porque a la heroína se la debe comprender desde la categoría moderna de la angustia. Antígona es una joven “mortalmente enamorada” (Kierkegaard, 2003:179-180).

Feminista, anarquista, pacifista, mártir, valiente, modelo de desobediencia civil, gran revolucionaria, rebelde –con o sin causa–, loca o histérica, Antígona sigue siendo un motivo de reflexión dos milenios después. Es la demostración de que, como sostiene Carlos García Gual: “al estar vehiculados por una tradición poética, los mitos griegos carecieron de la inflexibilidad que en otros lugares han tenido las narraciones de carácter religioso” (1995:59) y eso ha permitido que sean parte de la contemporaneidad de un mundo que, aunque sufre veloces cambios, siempre va a estar ligado a unas realidades universales de las que los griegos ya dieron noticia. La dimensión atemporal ejemplarizante del mito, su capacidad pues de responder a cuestiones vitales en cualquier momento de la historia de la humanidad invita al escritor a reescribirlo, repetirlo y adaptarlo, pues, en la relación dialógica con el texto original se produce una transformación o modificación de la que surge un nuevo sentido iluminador.

Desgraciadamente, en el trabajo de referencia del mito de Antígona en la tradición cultural occidental, el estudio de George Steiner (2020), no se presta atención a las reescrituras en el ámbito hispánico a pesar de la predilección que sus escritores han demostrado en un siglo XX convulso por la violencia pues el contexto contiene, como sostiene Vodicka, el conjunto de relaciones que posibilita que una obra sea considerada y valorada estéticamente y que, al mismo tiempo, ofrece la oportunidad de ver en ella los signos de la época (Vodicka, 1989). De aquí que algunos escritores españoles, desde posturas incluso enfrentadas, recuperen a Antígona tras la guerra civil: Salvador Espriu (1939 [1955]) —cuya reescritura, en catalán y después traducida al castellano, resaltará la necesidad de enterrar los cadáveres de ambos bandos contendientes—; José María Pemán (1946)—cuya versión, según él mismo indica en el título, es muy libre y trata sobre todo de cristianizar el mito—; María Zambrano (2021), que publica La tumba de Antígona en 1967 —pero sobre cuyo mito había reflexionado desde 1948, año en que publica el artículo “Delirio de Antígona” y que gravita en torno a las ideas de alteridad y exilio— o José Bergamín con La sangre de Antígona que escribe en la década de 1950 pero que verá la luz en 1983. Las literaturas latinoamericanas abordan asimismo el mito: los argentinos Leopoldo Marechal (Antígona Vélez, 1950) y Griselda Gambaro (Antígona furiosa, 1983[2011]) o el puertorriqueño Luis Rafael Sánchez (La pasión según Antígona Pérez, 1968) son tres de los primeros ejemplos de una vastísima tradición de reescritura del mito, ampliamente estudiados en el texto de Rómulo Pianacci (2015), pues como sostiene Moira Fradinger:

a partir de 1950 Antígona se reescribió tan intensamente en América Latina, que la famosa frase que el héroe de la independencia cubana José Martí escribiera en su texto “Nuestra América” (La Revista Ilustrada. New York, 1/1/1891) – “nuestra Grecia es preferible a la Grecia que no es nuestra” – podría ser traducida en una versión del siglo veinte que estableciera “nuestra Antígona es preferible a la Antígona que no es nuestra” (Fradinger, 2018).

La Antígonade Sófocles plantea un enfrentamiento con el poder establecido. A pesar de la sanción a muerte impuesta por Creonte, Antígona desobedece. Así, el nuevo rey de Tebas, en un primer momento héroe de la polis, a lo largo del relato, se va convirtiendo en un tirano que desoye la opinión y las súplicas de todos: del coro, de su hijo, de Antígona, de Ismena o de Tiresias. Su obstinación lo condena a ver morir a los suyos. Antígona defiende una de las normas —-no escritas— de la comunidad más arraigadas en el ámbito privado: la obligación familiar de enterrar a los muertos. Frente a Creonte, Antígona se muestra firme, segura, portadora de la ‘pietas’ que requiere una especial veneración a la familia y por encima de ella a los dioses. Dicha ‘pietas’ tanto en relación con su padre Edipo, anciano y ciego, al que acompaña a su exilio en Colono, como con su hermano Polinices, muerto e insepulto, la convierten en un admirable prototipo de conducta. Al exigir el respeto a la veneración a los dioses demuestra con ello su ‘virtus’ que, además, en el mundo griego es propia de un varón y no de las mujeres.

Antígona Vélez de Leopoldo Marechal y La sangre de Antígona de José Bergamín

La intención de recuperar y comparar dos de las primeras reescrituras en lengua española del mito de Antígona, la Antígona Vélez de Leopoldo Marechal y La sangre de Antígona de José Bergamín, responde al interés por los puntos de contacto de ambas obras, primero de ellos la posición de enunciación del personaje, que “reproduce el conflicto en el que el propio autor, en tanto que sujeto político, se ve preso” (Hidalgo Nácher, 2014:170), que confirma la posibilidad de usar el mito como conciliador de lo autóctono y lo universal. Pero también de demostrar que los recursos literarios, incluso cuando sutiles, permiten lecturas diversas del mensaje original. También, por lo contemporáneo de sus autores y sus Antígonas.

Leopoldo Marechal (1900-1970) escribió el texto en 1950 y le valió el Primer Premio Nacional de Teatro. La obra se estrenó el 25 de mayo de 1951 en el Teatro Nacional Cervantes de Buenos Aires bajo la dirección de Enrique Santos Discépolo y con la actriz Fanny Herrero como protagonista, quien perdió el manuscrito original en un viaje a Mar del Plata y Marechal se vio obligado a reescribirlo a pedido de Eva Duarte.

El director de teatro Luis Tavira en una entrevista en 2015 sostuvo que José Bergamín empezó a escribir esta obra en México durante los primeros años de la década de 1940 (cit. en Santa María Fernández, 2015:257). Cristine Heine, en cambio, sostiene que la idea de trabajar en el mito de Antígona fue del músico Salvador Bacarisse, un exiliado republicano y viejo amigo de José Bergamín con el que se reencontró en el París de 1954 y en cuya tertulia participó (Heine,1998). De aquí la clave lírica y operística del texto. La ocasión la ofreció el cineasta Roberto Rosellini, que buscaba un papel protagonista para su mujer, la actriz Ingrid Bergman. La ruptura de la pareja condenó al olvido el texto dramático, que no se publicó hasta 1983 en Madrid en la revista Primer Acto y dejó inédita la partitura.

Antígona Vélez se desarrolla en una estancia llamada “La Postrera” situada en la última línea de la frontera sur. En 1878, la época en que inicia la “Conquista del Desierto”, ese espacio más allá de la línea de frontera habitado por diversas poblaciones originarias, en la que se plantea la oposición entre civilización blanca y barbarie indígena y que se convierte en referente histórico del fortalecimiento de la nación argentina. Tebas se convierte, así, en una estancia en el límite de la frontera que se disputa a los indios, algo que permite al autor indagar sobre la identidad nacional y repensar la historia del país, pues la pampa es “la clave de la dicotomía que fractura la identidad nacional, que actúa como reemplazo del destino trágico o de la pertenencia a un linaje maldito” (Ristorto y Reyes, 2020:35).

En la obra del escritor argentino aparecen todos los personajes de la tragedia clásica, pero solo la protagonista conserva el nombre griego, aunque aparece con un apellido argentino: Antígona Vélez. El resto responden a: Carmen (Ismene); Don Facundo Galván (Creonte) y su hijo Lisando (Hemón); Martín (Eteocles) e Ignacio Vélez (Polinices).

Ignacio Vélez ha abandonado a su familia y se ha unido a los indios pampas. En un malón a la estancia mueren ambos hermanos, uno por herida de bala, el otro por una lanza, y Don Facundo Galván —encargado de la hacienda tras la muerte de Luis Vélez— ordena que se rindan las debidas honras mortuorias a Martín antes de su sepultura, pero las niega a Ignacio, por considerarlo un traidor y ordena que su cuerpo quede a merced de las aves de rapiña porque “esa carroña gritará, no para Ignacio Vélez que ya no sabe oír, sino para los hombres que lo vean podrirse y anden queriendo traicionar la ley de la llanura” (Marechal, 2019:17). Antígona Vélez durante la noche entierra el cadáver de su hermano por lo que, a la mañana siguiente, es condenada a abandonar la estancia a lomos de un caballo, lo que la conducirá a la captura o la muerte a manos de los indios que los acechan. Lisandro Galván, su enamorado e hijo de Don Facundo sigue a Antígona y ambos mueren. Las tropas fronterizas encuentran los cadáveres “juntos y como atravesados por una misma lanza” (Marechal, 2019:42) y los trasladan a la hacienda para su sepultura.

La obra de Bergamín, en cambio, se presenta dentro de la más pura ortodoxia con los preceptos aristotélicos: unidad de espacio, de tiempo y de acción. El espacio en La sangre de Antígona es Tebas, no cambia, aunque en realidad solo se cita la ciudad al inicio de la obra y la situación geográfica queda difuminada en el resto del texto a favor del contenido. Lo mismo ocurre con los personajes, pues no se modifican sus nombres, y con la fábula, donde, aparte del inicio —donde se suprime el largo diálogo sofocleo entre las dos hermanas, Ismene y Antígona, que discuten por sus posturas enfrentadas—, solo el final difiere de la obra clásica pues la maldición de Tiresias no irá contra Creonte como único culpable de la muerte de Antígona, sino contra todo el pueblo tebano por dejar morir a Antígona (Santa María Fernández, 2011:102).

Así mientras la nueva ubicación que propone Marechal ofrece una reescritura que permite que el mito griego dialogue con la realidad argentina, la confirmación de Tebas como espacio de La sangre de Antígona refuerza la idea de la tragedia griega como universal.

La responsabilidad de la muerte de Antígona

Tanto Marechal como Bergamín parecen renunciar, aunque con distinta intensidad, a la lectura clásica hegeliana de este mito: la pugna entre las dos esferas de poder, familia y Estado, representadas respectivamente por los personajes de Antígona y Creonte. Para ambos la clave de la obra no es, o no solo es, la superioridad de una de esas esferas sobre la otra, o la exasperación de ambas cuyos excesos invitan al virtuoso y deseado punto medio aristotélico, que permite a la obra griega sugerir la moderación y reflexión. Entienden, como ya había hecho Kierkegaard, que lo fundamental es el sufrimiento de Antígona, no tanto el conflicto ético por dar sepultura a su hermano, que la enfrenta a un poder superior, sino porque las muertes de ellos le arrebatan el sentido de su vida. En la versión de Kierkegaard se desplaza la importancia de la relación entre hermanos para centrarse en la relación de Antígona con su padre, es decir, hay un pasaje en las relaciones de parentesco de corte horizontal al corte vertical y Antígona ya no es sobre todo hermana, sino hija y, en menor medida, también prometida. La Antígona de Sófocles se debate entre Polinices y Creonte, la de Kierkegaard entre Edipo y Hemón. Por eso al filósofo danés no le interesa fijarse en la disyuntiva esfera pública-esfera privada e insiste en que la tragedia se desarrolla íntegramente en la privada porque son dos deberes familiares de Antígona los que colisionan entre sí: la obligación de respetar la memoria del padre difunto—es necesario recordar que en la versión del filósofo danés Antígona sabe de la culpa del padre— y la obligación de sinceridad con su futuro esposo (Kierkegaard, 2003). Aunque la lectura del mito que hacen Marechal y Bergamín está en la línea del filósofo danés y entienden que el conflicto ético de la protagonista con sus seres queridos es el nudo gordiano de la tragedia, no hay un desplazamiento hacia el padre, la muerte de los hermanos enfrentados es el desencadenante y la necesidad de enterrar el cuerpo insepulto de uno de ellos, pues su muerte está desnuda y espanta.[1] Pero a diferencia del filósofo danés, el conflicto con la esfera política no es del todo prescindible: si en Sófocles la tragedia surge cuando se entierra a quien estaba prohibido sepultar y en Kierkegaard cuando se pretende desenterrar un secreto ya sepultado, con Bergamín surge antes, con el enfrentamiento fratricida, como demuestran las palabras que la protagonista bergaminiana les dirige a sus hermanos, que en la obra se le aparecen como sombras: “vuestra sangre ha sido semilla de mi horrible sueño y mi sueño os ha vuelto sombras. Ahora oigo vuestras voces en mi corazón, diciéndome que no estáis muertos; porque os habéis matado. Matasteis para no morir. Por temor el uno al otro. Pero yo estaba entre vosotros, invisible, y vuestro hierro fratricida fue a mí a la que hirió de muerte” (Bergamín, 1983:52).

Si con Kierkegaard la figura de Creonte es innecesaria, con Bergamín no desaparece, pero pierde su posición relevante porque su final, que a diferencia de la obra sofoclea culpa a Creonte de la condena a muerte de Antígona, amplía la responsabilidad de esta muerte a todo el pueblo tebano. Esto es francamente significativo porque se aleja de aquellas hermenéuticas y reescrituras del mito, la mayoría, que consideran al rey tebano único responsable de lo ocurrido. Es el recurso del autor que, como sujeto político, usa el mito griego, para declarar su compromiso político en un contexto de reescritura que coincide con la posguerra española y la dictadura franquista —es un exiliado de esa guerra civil— y el fin de la Segunda Guerra Mundial y los juicios de Nuremberg, momento de profunda reflexión acerca de los totalitarismos, de la “justicia del vencedor” y de las responsabilidades colectivas en las elecciones y su durabilidad. Reflexión de la que se hace partícipe José Bergamín criticando que los seres humanos dejen de cuestionar éticamente sus acciones.

En Marechal, donde se asiste al mismo conflicto ético de la heroína ante la muerte de ambos hermanos, en cambio, la figura de Creonte se vuelve central. Antígona Vélez, mientras entierra a Ignacio, al que Don Facundo negaba sepultura, entiende las razones de su condena a muerte:

—Mujeres, ¿no conocían ya la verdadera cara del sur? El sur es amargo, porque no da flores todavía. Eso es lo que aprendió hace mucho el hombre que hoy me condena. Yo lo supe anoche, cuando buscaba una flor para la tumba de Ignacio Vélez y solo hallé las espinas de un cardo negro. (Marechal, 2019:33)

Es el cardo negro la clave para que Antígona Vélez entienda a Don Facundo. Es la ausencia de flores —que crecen en la “civilización”— frente a los cardos negros —de las tierras de barbarie—, lo que la convence de que

El hombre que ahora me condena es duro porque tiene razón. Él quiere ganar ese desierto para las novilladas gordas y los trigos maduros; para que el hombre y la mujer, un día puedan dormir aquí sus noches enteras; para que los niños jueguen sin sobresalto en la llanura. ¡y eso es cubrir de flores el desierto! (Marechal, 2019:33).

Comprende a Don Facundo-Creonte porque “él toma su quehacer y lo cumple; yo he tomado el mío y lo cumplí. Todo está en la balanza, como siempre” (Marechal, 2019:29), pues, para ella su quehacer en la pampa ha desaparecido y asume su destino con serenidad: “yo tenía un quehacer en esta pampa: la gente dice que mi padre murió en la costa del Salado y que Antígona Vélez nunca tuvo muñecas porque debió ser la madre de sus hermanitos. ¿Y dónde los tiene ahora? ¡no y no! Antígona se ha quedado sin labores. Y todo será fácil” (Marechal, 2019:30). Ambos, Antígona y Don Facundo, hacen lo que deben.[2] Don Facundo queda justificado en su decisión —al contrario de lo que ocurre claramente en la tragedia sofoclea—, pero la conversación de Antígona Vélez con Lisandro desplaza el conflicto de esta, al ser consciente de que, desparecidos sus hermanos, “Facundo Galván y yo hemos trabajado con la muerte, sin pensar en el Otro, que también debió ser escuchado” (Marechal, 2019:34). Porque “el Otro se acordó ¡Y por eso no saldrá mi padre a recibirme ahora con sus veinte jinetes muertos!” (Marechal, 2019:34), en referencia a Lisandro y el amor que sienten uno por el otro. El conflicto ético de Antígona Vélez, que no cuestiona la muerte del hermano —“dicen que Ignacio Vélez recibió tres heridas en la pelea. Y está bien, porque las recibió más acá de la muerte y entraba en lo suyo. Lo que no está bien ¡y lo gritaría! Es la vergüenza que recibe ahora del otro lado de la muerte, porque no entra en lo suyo” (Marechal, 2019 :16)—, sino la posibilidad de enterrarlo “porque Dios ha puesto en la muerte su frontera” (Marechal, 2019:16), tras su encuentro con Lisandro, en el que rememoran el momento en el que fueron conscientes de su amor, se sitúa en otro lugar. La Antígona Vélez fue madre antes que novia y no consideró esa posibilidad, la de morir con pena y la de infringir una pena a alguien querido, y las consecuencias que acarrearía.

La muerte como frontera

La condena a muerte de Antígona Vélez es por tanto un destino que acepta y que se ve empañado por la renuncia al amor de su prometido. Antígona Vélez fue la madre de sus hermanos. Antígona Vélez los perdió enfrentados, Antígona Vélez ya no engendrará sus propios hijos con Lisandro, pero es Creonte-Don Facundo quien permite, aceptando que su cuerpo sea sepultado con el de su amado dentro de los confines de la estancia, que, metafóricamente, se reproduzcan:

Don Facundo —Hombres, cavarán dos tumbas aquí mismo, donde reposan ya. Si bien se mira están casados.

Hombre 1: —Señor, estos dos novios que ahora duermen aquí, no le darán nietos.

Don Facundo: — ¡Me los darán!

Hombre 1: —¿Cuáles?

Don Facundo: —¡Todos los hombres y mujeres que, algún día, cosecharán en esta pampa el fruto de tanta sangre! (Marechal, 2019:43).

El destino de la Antígona bergaminiana es una renuncia consciente no al amor de su prometido, sino a la maternidad, se niega a verter más sangre. Pero sobre todo se niega a procrear con la suya porque la considera maldita.[3] Las sombras de Polinices y Eteocles le dicen a su hermana: “tu sangre es impura como la muerte porque heredaste con nosotros la misma culpa” (Bergamín, 1983:52) en referencia a la desgracia de los protagonistas del ciclo épico tebano que se inaugura con la maldición de Layo, cuya desgracia recaerá sobre todos sus descendientes a pesar de que no son responsables de dicha culpa —de la misma manera que los descendientes de los bíblicos Adán y Eva cargan con la culpa de sus progenitores—. Es así como la sangre impura de Antígona se convierte en la clave de lectura del texto y de su título. Es en la sangre, que transmite la maldición de Layo, donde reside el problema. De aquí que Antígona entienda que el mayor sacrificio no es morir —sus hermanos al matarse entre sí no le han dejado otra alternativa— sino no dar vida, no convertirse en madre, no perpetuar su estipe:

juntos murieron mis hermanos |de una sola y única muerte, |cumplidora de un mismo destino. |¿Por qué habéis querido separarlos? | ¿En nombre de qué ley más poderosa que la de su sangre? | ¡La de mi sangre! |Ellos murieron juntos, unidos por un mismo afán desesperado |peleando el uno contra el otro para matar cada uno |en el otro lo que querían matar en sí mismos: |-su propia sangre-. Lo que yo quiero matar también en mí. (Bergamín, 1983:59)

Así, lo que mueve a la heroína bergaminiana es el deseo de no transmitir una culpa: “yo no engendraré hijos de sangre; y rescataré con mi muerte esa sangre que vosotros habéis vertido” (Bergamín, 1983:52). El suyo es un acto de amor y de libertad.

En esta renuncia, además, Bergamín da un sentido profundamente religioso a la tragedia griega. Al inicio del acto tercero los soldados encierran a Antígona en la cueva y le entregan un pedazo de pan, una jarra de vino y una espada. Antígona desmigaja el pan desparramándolo por el suelo: “¡No te llevaré más a mi boca! ¡Serás alimento terrestre de las aves pasajeras del cielo!” (Bergamín, 1983:66). Versa el vino en la tierra: “¡Sangre que no eres sangre! ¡Tú no sacias la sed del alma! […] ¡La tierra es tu sed! ¡Vuelve a ella!” (Bergamín, 1983:66). En la liturgia cristiana, con la transmutación del pan y del vino en cuerpo y sangre de Cristo, se redimen los pecados de la humanidad. Antígona se niega a comulgar de ese pan y de ese vino y los devuelve a la tierra. Para ella ya no existe la posibilidad de comulgar cristianamente con el mundo. Bergamín al recuperar la angustia demuestra que no hay redención: la falta de esperanza de Antígona la lleva al suicidio. Esta ausencia de redención permite concebir la obra, a pesar de los constantes guiños cristianos del autor, como una tragedia griega. En cambio, su reflexión sobre la espada

¿Y eres tú la que vienes a darme la libertad? ¿Pues cuándo la diste? ¿A quién se la diste? |¡Nunca has sido libertadora! |Tú no eres la llave del corazón, aunque te clavas en el pecho, |ahincándote en él para abrirle paso a la sangre. Tú no la libertas, la derramas, aprisionándola en la huida. |¡Matas sin morir! | ¡Eres mi peor enemiga! (Bergamín, 1983:67).

le permite convertir la ‘pietas’ griega en una cristiana que no se identifica exclusivamente con el culto de honrar a los familiares y antepasados, pues se amplía a todos los semejantes, el amor al prójimo proclamado por el cristianismo.

La referencia cristiana en el texto de Marechal, a diferencia de la del escritor madrileño, no es litúrgica, sino que, completada con el recurso formal del malentendido —pues La Vieja no entiende la expresión “¡Cristo!” en su sentido literal—, devuelve una imagen del cuerpo de Martín Vélez atravesado por una lanza en el costado que figura el cuerpo de Cristo tras la crucifixión:

LA VIEJA. —Martín Vélez recibió una hermosa lanzada.

MUJER 2ª. —Vieja, ¿cómo lo sabe?

LA VIEJA. —Yo mismo lavé su costado roto. Con vinagre puro, naturalmente. La lanza del indio le había dejado en la herida una pluma de flamenco.

CORO DE MUJERES. (Se santiguan). —¡Cristo!

LA VIEJA. —Eso pensaba yo: como Cristo Jesús, Martín Vélez tiene una buena lanzada en el costado. En fin, ahora está mejor que nosotros (Marechal, 2019:6).

Es difícil deducir si Marechal, que como Bergamín era un ferviente católico, utiliza esa incomprensión en el diálogo para incluir una referencia religiosa o si, además, la utiliza a modo de ironía.

A modo de cierre

Antígona Vélez parece querer continuar la tradición de esa oposición entre civilización y barbarie donde ambos universos se representan como irreconciliables. La frontera es un espacio de alta conflictividad donde las distintas culturas que la habitan se enfrentan. Y, la muerte, que también es una frontera, se superpone en Antígona Vélez en ambas dimensiones: la frontera —que Marichalar bien representa con “La Postrera”, el último bastión civilizado— como límite cultural e ideológico y como límite existencial (Mancini, 2015:214). Mientras en la obra de Bergamín la muerte de Antígona marca una ruptura, el fin de una estirpe condenada que sella un cierre, en Marechal, más que un fin parece inaugurar un futuro. Antígona Vélez es la víctima necesaria para la edificación de una nación de la que “La Postrera” es metáfora.

Ahora, como en toda frontera, siempre hay un resquicio, una contaminación, un “Otro” que Marechal parecería representar en Ignacio Vélez, cuando no explica los motivos por lo que se marcha con los indios y cuando uno de los hombres afirma

—Ignacio Vélez quería regresar como dueño a esta casa, y a este pedazo de tierra y a sus diez mil novillos colocados.

VIEJO. —¡Era lo suyo!

HOMBRE 1º. —¿Y quién se lo negaba? Suyo y de sus hermanos. “Esta tierra es y será de los Vélez, aunque se caiga el Cielo”, así ha dicho siempre Don Facundo Galván. ¿Es así, hombres? (Marechal, 2019:7).

Los Vélez-Galván mueren defendiendo la tierra en la que viven. Pero mientras Luis Vélez, en el pasado, y su hijo Martín, en el presente de la obra, lo hacen defendiendo la estancia, Ignacio Vélez lo hace defendiendo la “otra” frontera que, en definitiva, no deja de ser la tierra en la que nació y vivió, aunque del otro lado del límite, habitada por los “otros”. La alteridad cobra gran relevancia en las poéticas de ambos autores. Como también la lectura política del conflicto entre hermanos que termina determinando a las partes, así la reescritura del mito de Antígona presenta un personaje femenino que toma las decisiones adecuadas: al elegir enterrar a su hermano, ambas, y, solo en el caso bergaminiano, al decidir que no engendrará hijos para evitar derramar más sangre y que la culpa se perpetúe en su descendencia. Como final o futuro, el propósito de ambos autores parece centrarse en “no separar también en la muerte a quienes estuvieron separados en vida” (Hidalgo Nácher, 2014:169) para lo que Antígona se convierte en el puente que permita reconciliar ambos espacios y dado que como sostiene Pociña, “la reescritura dramática está siempre motivada por la riqueza del original, por su capacidad de hacernos reflexionar, de movernos a pensar por qué aquel personaje se comportó de tal manera, por qué hizo lo que hizo; entonces nos sugiere la posibilidad de llevarlo a otro ambiente, de cambiar el rumbo fatídico de su historia, de recrearlo a nuestro modo” (2001:7). Es claro, pues, que tanto uno como otro autor recrean el mito porque tiene una dimensión histórica que da cuenta del contexto en el que se produce y que es reflejo sentimental de la condición de sus autores. Porque, en palabras de Maurice Halbwachs: “hay acontecimientos nacionales que modifican todas las existencias a la vez. Son pocos. Sin embargo, pueden ofrecer a todos los hombres de un país varios puntos de referencia temporal” (2009:78). Si Bergamín dedica, no su Antígona, sino toda su obra a reflexionar sobre su condición de escritor exiliado tras una guerra fratricida a la que una dictadura lo condena a vivir separado de “sus hermanos”, la Antígona de Marechal, permite repensar la historia del país e indagar sobre la identidad nacional para reflexionar sobre el presente e indagar sobre la identidad nacional. Su Antígona Vélez es nacional y está contextualizada en la frontera, en la dicotomía civilización/barbarie. Este uso político del mito literario le permite revertirlo: Don Facundo-Creonte ya no es un tirano, sus actos están justificados en sus fines y Antígona, con su sacrificio, es el puente porque “muerta en un alazán ensangrentado, podría ser la primera flor del jardín” (Marechal, 2019:33) en lugar de los cardos negros que pueblan el sur, lo único que la heroína logró encontrar para dejar en la tumba de su hermano Ignacio.

Referencias

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Notas

[1] Sostiene Schnaith que para soportar la idea, y el hecho mismo de la muerte, los hombres han tenido que amansarla: adornarla, disfrazarla, mitificarla, simbolizarla, contarla (Schnaith, 2005).
[2] Ristorto y Reyes sostienen que en esta obra Marechal reivindica la figura del caudillo en el personaje de Don Facundo que la crítica ha asemejado al general Perón. “Según posturas antiperonistas, el poeta estaría justificando el comportamiento del presidente argentino, mediante su asimilación con el accionar de Facundo Galván (…) Marechal justificaría medidas de Perón consideradas tiránicas, cuyo fin era el progreso económico y la conquista de derechos sociales por parte de amplios sectores de la comunidad” (Ristorto y Reyes, 2020:42).
[3] A diferencia de la obra de Bergamín, en la Antígona de Marechal no hay ningún rastro de culpa ancestral como tampoco hay una renuncia expresa de Antígona Vélez a la maternidad. Pero sí parece una fórmula para conjurar la maldición, pensar en campos que se cosecharán o en flores que crecerán —civilización— que, de alguna manera, son un desplazamiento de la maternidad.

Notas de autor

* Docente en la Universidad de Padua (Italia) y cultrice della materia en Ca’ Foscari Venecia. Es doctora por el programa internacional de Ca’ Foscari y Sorbonne Université Paris, licenciada en Lengua y literaturas hispanoamericanas (Ca’ Foscari) y en Historia por la UAM donde también obtuvo el DEA en Hª Moderna. Es autora de varias publicaciones en revistas y volúmenes colectivos y de la monografía El exilio de José Bergamín en América Latina (1939-1954) (Visor, 2022). Sus ámbitos de investigación son el uso político de la lengua literaria de las variantes del castellano, las vanguardias literarias hispanoamericanas y la literatura del exilio republicano español en América Latina.
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